Menos lobos, Caperucita

Luna Dueñas

Fragmento

menos_lobos-3

1

—¿No podrías darte un poco más de prisa?

Valentina me fulmina con sus ojos verdosos mientras yo intento sortear como puedo el tráfico horrible de esta mañana de sábado en pleno puente de mayo de Madrid, sentado en mi pequeño Seat Ibiza del año 2000 de color azul oscuro. Odiaba estas prisas y sus órdenes, no precisamente amables, más. Además, ¿qué hacían todos estos madrileños aquí? Cuando deberían irse corriendo a un sitio de costa con tantos días libres y ponerse rojos como cangrejos perdidos de la mano de Dios en alguna playa andaluza.

—¡Ya lo hago, pero no puedo hacer desaparecer los coches que hay delante de mí, no soy mago! —le respondo ofuscado.

—Mis padres llevan esperándonos una hora y media ya. ¡Este coche es una basura!

—Pues es el que hay, si no, haberte ido a pata.

Algunos vehículos que están detenidos a mi lado tocan la bocina con estridencia, perdiendo los estribos con otros conductores que están por delante de ellos, o aprovechando la ocasión para liberar un poco del mucho estrés que, seguramente, los oprime en sus vidas. Mientras, otros se gritan a través de las ventanillas. Es como ver a personas poseídas en un mercadillo peleándose por ver quién se llevaba más bragas y calzoncillos por un euro, pero desde sus coches.

—¿Esa es forma de contestarle a tu novia? —pregunta ella, girando su cuerpo en el asiento para encararme en medio de todo este caos.

—Tu conducta tampoco está siendo ejemplar —le rebato mientras meto primera, al ver que el semáforo que nos tiene detenidos se pone en verde.

—Yo solo estoy diciendo que si no fuese por esta mierda de coche estaríamos ya en el hotel.

—Y yo te estoy contestando que, si tan poco te gusta, te bajes y te vayas a pie. Nadie te obliga a venir subida en esta «mierda» —la imito—. Cómprate tú uno si tanto lo odias.

—¡Stronzo! —susurra ella mientras le da una monumental patada al salpicadero, después de llamarme gilipollas en italiano, su idioma nativo.

Justo cuando estamos pasando por debajo del semáforo, el coche comienza a hacer cosas raras. Siento el motor revolucionado, comienza a ir a tirones y, de repente, después de avanzar unos cuantos metros más a duras penas, se detiene por completo mientras sale una nubecilla de humo negro del capó que se funde con el aire y la contaminación de la gran ciudad.

—Oh, genial —digo con ironía, no pudiéndome creer que esto esté pasando—. ¿Ves lo que has logrado con tu pataleta?

Ahora estamos en medio de la Gran Vía, en pleno atasco y con el coche parado. Le lanzo el teléfono móvil y ella lo coge al vuelo, enfurruñada, pero arrepentida por su comportamiento, lo puedo ver en su mirada.

—Ve llamando a una grúa —le pido mientras yo abro la puerta y me bajo del coche—. Dile que necesitamos asistencia lo antes posible. Iré a echarle un vistazo al motor.

Cuando me bajo, aguanto un sinfín de bocinazos y de insultos, esta vez en castellano, de coches que me sobrepasan y siguen su camino. Los viandantes también me señalan; unos riendo, otros siendo más empáticos; y yo intento mantener la calma como puedo mientras abro el capó y echo un vistazo, toqueteando cosas sin enterarme si quiera de lo que estoy haciendo y aguantando el chaparrón como buenamente puedo.

***

Así que logramos llegar casi dos horas después al impresionante Eurostars Madrid Tower, a pata, para alegría de mi encantadora novia italiana subida en sus bonitas y relucientes sandalias de tacón blancas. El calzado perfecto para que, cuando al salir corriendo para ir a una cita con tus ricos padres recién llegados de Italia, se averíe tu coche, ni tu novio ni tú hayáis reparado en coger algo de dinero por si ese cacharro os deja tirados y necesitáis por casualidad coger el metro, y tener que hacer una sesión de senderismo urbano improvisada de kilómetros porque ninguna grúa podía venir en nuestro auxilio antes de dos horas. Y tampoco nos funcionó el hacer dedo. No sé qué pensaría la gente al vernos.

—No puedo más —dice ella cansada mientras atraviesa la puerta de cristal del hotel—. Pediremos a mis padres dinero para pillar un Uber a la vuelta.

Sí, así es como funcionaba la familia Rinaldi. A base de dinero y más dinero porque les sobraba a espuertas. Podrían sonarse los mocos y limpiarse el trasero todos los días con él, que no se les agotaría nunca, no mientras esas bodegas del Piamonte siguiesen dando sus frutos, que eran muchos.

—A ver si aprendes a controlar tus berrinches de una vez —le recrimino, también cansado de la situación, del calor y de la tensión que llevo dentro.

—Y tú, a ver si te lavas la cara, que pareces un pordiosero. —Me fulmina con la mirada—. Mis padres no te pueden ver así.

Caminamos bien pegados, intentando no cojear, pese al dolor de pies gigantesco que tenemos ambos, para que todos los exclusivos usuarios de este hotel no nos miren de forma rara. Dejando un poco toda la preocupación de lado, dedico unos segundos a deleitarme con la decoración y el lujo que nos rodea allá donde miremos. Tenía que ser impresionante tener el poder adquisitivo para poder alojarte en un sitio como este. Seguro que al lado del váter habría un teléfono incrustado en la pared, siempre leí que solía haber uno en todo buen lugar de lujo que se precie y siempre me pregunté el por qué. ¿Para que también suba alguien a limpiarles el culo o algo así?

El manotazo que me da Valentina me saca de mis cavilaciones sobre mi envidia para nada sana hacia los ricos.

—Ahí están —susurra ella, señalando una esquina de una zona de sofás y sillones mullidos.

Cuando miro en su dirección, puedo ver a una pareja ya en sus sesenta que nos saludan con las manos. Mi novia les devuelve el saludo con una sonrisa, luego la borra cuando se dirige de nuevo a mí.

—Ve al baño y lávate —murmura solo para que yo pueda escucharla—. Te esperamos allí. Y, por favor..., no hagas ninguna de tus tonterías.

Se encamina hacia la mesa y me deja solo en medio de todo y sin saber a dónde ir. Tengo que pedirle a uno de los recepcionistas que me indique dónde queda el aseo y me dirijo hacia allí sin perder ni un minuto, aunque lo único que quiero ahora mismo es esfumarme y desaparecer como el mejor de los escapistas.

Cuando me miro al espejo me asusto, de toquetear el motor del coche me he llenado las manos de grasa y no sé cómo, en algún momento, he pintado un cuadro abstracto en mi cara con ella. Abro el grifo y con el agua intento hacer desaparecer las manchas y, aunque logro quitar gran parte, es prácticamente imposible eliminarlas por completo. Cojo un poco de jabón y me doy de nuevo, con efusividad, salpicando gotas de agua al espejo. Los hombres que entran en el baño me miran atónitos. Seguro se preguntarán qué leches hace un hombre con la cara enjabonada y jadeando como un jamelgo en un sitio como este. Yo también lo haría si fuera ellos, la verdad. Llamaría incluso a seguridad.

Me enjuago la cara de nuevo, no echándole demasiadas cuentas a lo que puedan decir de mí y noto que las manchas han desaparecido casi en su totalidad, pero aún sigo teniendo el rastro de ellas. ¿Con qué hacen la grasa? ¿Con rotulador permanente? Fuera como fuese, ya había perdido más de quince minutos en mi aseo personal y el llegar aún más tarde a nuestra cita no era una buena opción y más cuando es la primera vez que voy a conocer a mis suegros italianos.

Valentina ya me advirtió que ambos son demasiado snobs, amantes del lujo y muy sibaritas. Que hay que medir mucho las palabras y que necesitamos su bendición para que todo esto funcione. Camino de nuevo por los pasillos en busca de ellos, pensando en cómo actuar para no defraudarlos. Para no cargarme de un plumazo los casi cinco años de relación que tenemos Valentina y yo.

Cuando llego hasta su posición, con una sonrisa algo forzada en mi rostro, los tres se quedan mirándome expectantes. Miro a mi novia, que me lanza una mirada reprobadora. Estaba claro que o yo no me había lavado lo suficientemente bien, o ella se había levantado con el pie izquierdo hoy. Bueno, qué digo hoy, como todos los días desde hace un tiempo.

—Eccolo qui il famoso Adrián.

Su padre, que ha dicho algo de mí en italiano, se levanta con porte y con clase, recolocándose su chaqueta oscura de Emidio Tucci y tendiéndome educadamente la mano. Aliso mi camisa por si se ha quedado algún resto de grasa o agua y yo también le tiendo la mía. Noto que él, aunque me sonríe, me aprieta la mano más de la cuenta. Vaya, qué efusivos estos italianos. Cuando me suelta, me invita a tomar asiento en uno de los butacones. Mientras lo hago, un tenso silencio se apodera de los cuatro.

—Él no sabe hablar mucho italiano, papá —le dice—. Hablemos castellano, mejor.

Él asiente y vuelve a mirarme. Parece que la falta de interés en aprender la lengua nativa de mi novia no le sienta demasiado bien.

—Me llamo Flavio y esta es mi esposa Gianna —señala a su mujer, como si ella no tuviese boca para presentarse—. Como ya habrás podido comprobar somos los padres de nuestra amata Valentina.

—Vaya, nunca lo hubiese imaginado si usted no me lo dice —intento sonar bromista, para romper el hielo, pero él no parece pillar mi ironía. Ni él, ni nadie. Valentina me vuelve a matar con la mirada, he perdido la cuenta ya hoy de cuántas veces me ha fulminado—. Disculpen, es solo que estoy algo nervioso.

Noto que me han pedido un té, que descansa delante de mí en la mesa, así que aprovecho para tomar un sorbo. Tengo que controlar las arcadas cuando noto que es un amarguísimo té verde que odio con toda mi alma, sin nada de azúcar para más inri.

—Es normal, llevábamos mucho tiempo queriendo ponerte cara, todos estamos un poco descolocados hoy.

El castellano casi perfecto de Gianna me deja sin palabras. Suelto la taza de nuevo en la mesa, rezando por no tener que pegarle otro sorbo a ese mejunje.

—Habla usted muy bien el idioma —le digo intentando actuar como el yerno perfecto, a ver si al menos me gano a la suegra.

—Tenemos bastantes negocios en España desde hace muchos años —explica ella—. Me encargo de las relaciones internacionales.

—Además, sus padres siempre la mandaron a estudiar al extranjero —señala su marido para ampliarme el historial académico de su mujer—. Suiza, Francia, Inglaterra, España..., hasta un tiempo en Nueva York. Allí fue donde nos conocimos.

Le dedica una sonrisa galante a su esposa, recordando los viejos tiempos. No sé cómo reaccionar ante tal alarde, así que decido mantener mi mueca de aparente felicidad como si tuviese las comisuras de la boca grapadas en la cara. Pero todos callan esperando mi respuesta.

—Me alegro —es lo único que puedo decirles.

Valentina también fuerza una sonrisa mientras bebe de su cóctel. ¿Por qué a mí no me pidió uno? Todos aquí empinando el codo y yo con este té. ¡Esto sí que es una birria y no mi coche!

—Mi hija nos ha contado que eres empresario.

Casi escupo el sorbo de té que acabo de meterme en la boca de nuevo. La miro pidiéndole explicaciones. Ella frunce el ceño y me dice de forma casi imperceptible que continúe hablando y que no la delate o en cuanto llegue a casa me meterá en la lavadora y la pondrá a centrifugar al máximo permitido como castigo por bocachancla.

—Sí, bueno, yo... —¿qué les puedo decir a ellos para que no piensen que soy un mindundi, aunque realmente es lo único que soy?— trabajo en una peluquería.

A Valentina le tiembla el cóctel y amenaza con tirárselo encima del vestido ante mi sinceridad. Gianna mira a su marido y este, a su vez, alza una ceja pensando en si lo que digo es cierto o no.

—Una peluquería —repite intentando encontrarle la lógica—. Interesante... ¿Eres el propietario?

Otro silencio incómodo de miradas fulminantes. El sistema de megafonía del hotel es el único que se atreve a emitir algún sonido, deleitándonos con un blues.

—Por supuesto —miento mientras interpreto mi papel recostándome con aire de superioridad en el butacón granate—. En realidad, soy el heredero de una cadena de peluquerías. Mi abuelo la fundó cuando acabó la Guerra Civil, y bueno, ustedes ya saben, ese legado pasó de padres a hijos y... aquí estoy yo... con mi franquicia. Y mi ejército de empleados dispuestos a complacerme. A mí. ¡El magnate del pelo rebelde!

Otro amargo sorbito para endulzar sus reacciones. Noto que Valentina se quiere llevar las manos a la cabeza, quizá me he pasado un poco, lo entiendo.

—¿Qué planes tienes con mi hija? —me pregunta él directamente cambiando de tema.

Gianna espera también mi respuesta, dejando en un segundo plano mi sutil alarde de poder.

—Bueno, ya sabe —comienzo intentando sonar lo más sincero posible—. Llevamos tiempo juntos y me gustaría poder pasar la vida a su lado.

Mis palabras conmueven a su madre. Su padre en cambio no está tan convencido, pero aun así lo disimula.

—En Turín, así como en media Italia, Valentina tiene infinidad de pretendientes —Flavio me mira fijamente, como un matón mira a su víctima antes del último golpe de gracia— dispuestos a casarse con ella. Condes, marqueses, empresarios como tú... ¿Qué es lo que te hace a ti mejor que ellos?

Joder, si hubiese sabido que esto iba a ser como una entrevista de trabajo me hubiese quedado en mi estupendo pisito de Fuencarral.

—Porque yo... —Pienso bien la respuesta para que no me maten los Rinaldi y después, al llegar a casa, su heredera— ¿la quiero?

Miro a todos para comprobar sus reacciones. Quizá esa última frase no debería haber sonado tanto a pregunta y sí más a una afirmación. Pero bastante que estaba gastando ya todas mis energías en mantenerme más firme que una vela, mostrar dientes y beberme este brebaje, que, con las tonterías y los nervios, ya solo me quedaba el culito de la taza para terminarlo.

—Cuando te cases con mi hija —Gianna rompe el silencio— tendrás que venirte a vivir con nosotros a nuestra hacienda de Turín. Queremos que tanto ella como su futuro esposo, así como nuestros futuros nietos, correteen por los campos de Piamonte y continúen la tradición familiar generación a generación. Valentina también tendrá que dejar su empresa de arquitectura.

La escucho inquieto. ¿Boda? ¿Nietos? ¿ARQUITECTURA? Miro a Valentina.

¡¿Y qué pasaba con mi franquicia de peluquerías?! Directamente, me estaban diciendo que, si quería salir con su hija, tenía que aceptar estar con el paquete entero, renunciar a mi vida por completo, mudarme a un país nuevo y ser esclavo de ellos. Valentina baja la cabeza. Nunca estuvo convencida de ello tampoco. Siempre habló mal del negocio familiar, al contrario que sus dos hermanos Annalisa y el mujeriego Vicenzo que adoraban presumir de su posición de alta alcurnia y aprovecharse de ello en cualquier situación. Pero Valentina, no, ella con lo único que soñaba era con ser cantante. Por eso se quedó aquí, después de venir de viaje de intercambio con su Universidad. Dejó su carrera de Empresariales de lado y decidió ir probando suerte.

Si sus padres se enteraran de lo que hace, la matarían. Una Rinaldi no podía estar en plena puerta del Sol tocando y cantando en la calle para que la gente echase limosnas en la funda de su guitarra.

Como no quiero hacerla sentir aún más incómoda, acepto todo sin rechistar. Intento parecer un chico simpático, que ama a su hija y que solo quiere su bienestar y rezo porque decidan retirarse a sus habitaciones pronto y nos dejen regresar a casa. Milagrosamente, en apenas quince minutos, ellos ya se han terminado sus copas de champán y nos levantamos dispuestos a despedirnos.

—Nos ha gustado verte, fligia. —Su madre la besa en las mejillas, luego su padre hace también lo propio.

—Y a mí a vosotros, ha pasado tanto tiempo —cuenta ella.

—Mira que no coger un avión en todo este tiempo para venir a vernos —le reclama su padre con cariño—. Y el insistir en vernos aquí... Queríamos ver vuestra casa.

Claro, él no se imaginaba que ninguno de nosotros teníamos dónde caernos muertos. Bueno ella sí tenía el colchón de su familia, pero yo... Lo mío es otra historia. Y bueno, nuestro pequeño piso no creo que hubiese sido de su agrado.

—Prometo que pronto lo haré, echo de menos Italia y la comida de nonna Federica. —Ella también abraza a sus padres—. ¿Os quedaréis por aquí mucho tiempo?

—Mañana nos volvemos, tenemos mucho trabajo que hacer, ha sido una escapada de negocios, pero teníamos muchas ganas de verte. Volveremos pronto, te lo prometo. —Flavio me vuelve a mirar—. Cuídala, ¿sí?

Yo asiento y él parece quedarse algo más tranquilo. Aunque su mirada me dice que, como no cumpla con mi promesa, no tendré nada con lo que rellenar los calzoncillos en la parte delantera lo que me reste de vida. Luego se marchan y nos quedamos los dos de pie, al lado de nuestros butacones, viendo cómo desaparecen por el ascensor. Suelto un suspiro de alivio cuando me siento libre de tanta presión y dejo la maldita taza en la mesa. Ella intenta disimularlo, pero acaba haciendo lo mismo.

—Con que arquitectura, ¿eh?

Ella me mira, levantando una ceja.

—¿El magnate de los pelos rebeldes? —me reprocha—. Al menos lo mío suena más convincente y con más caché.

Comienza a andar hacia la recepción ofuscada y yo la sigo.

—Pediré que nos pidan un Uber, mi padre me dio algo de dinero antes de que volvieras del baño.

—Sí, será mejor que regresemos a casa, ha sido un día de locos.

menos_lobos-4

2

Me afano en hacerle un cardado exageradísimo a una señora en sus setenta que no ha dejado de pedirme que la haga lucir como a Sophia Loren, pero termina pareciendo alguien que se acaba de bajar del tren de la bruja de la feria con cincuenta escobazos dados en la cabeza. No entiendo la necesidad de algunas señoras de peinarse así. De todas formas, yo solo soy un empleado y aquí el cliente es el que manda.

Ella queda encantada cuando se mira al espejo y se atusa el pelo maravillada por mi obra. Se gira para agarrar una de mis mejillas entre sus dedos y sacude y estira un poco mi carne mientras me sonríe. Quiero estrellarle el secador en la cabeza.

—Además de guapo, eres un artista —me alaba—. ¡Qué apañado! ¿Te puedo pasar el número de mi nieta?

Abre sus ojos avellana y llenos de arrugas de par en par para añadir énfasis al asunto de casamentera. No era la primera que lo intentaba. Llevaba años así, desde que comencé a trabajar en Rizos hace más de cuatro años.

—Ella también tiene tu edad. Y es muy guapa.

La edad que la señora suponía que yo tenía, porque yo nunca le había comentado los años que llevaba dando guerra en este mundo, que eran treinta y dos, por cierto.

—Estaría encantada de que un mozalbete como tú la pretendiese. Hoy en día ya no quedan hombres así de gallardos como tú, que sepan cómo cortejar a una dama.

Se afana en buscar en su bolso el móvil y me muestra la foto de su nieta. Casi me caigo al suelo ante la visión de una mujer con más de cuarenta años y no muy agraciada precisamente. Incluso eso que noto en la foto es... ¿Le falta un diente?

—Sí..., muy... atractiva —le digo mientras me libero y voy preparando el carrito de trabajo y la silla para la próxima clienta—. Pero es que ya tengo novia. Aunque gracias, de verdad.

—Es normal, un chico como tú sería imposible que estuviese soltero, claro, otra vez será.

Yo le sonrío y ella parece quedar contenta, así que, sin más, se marcha a pagar su peinado. Si algo bueno se podía sacar de este trabajo era que, si estabas desesperado por buscarte pareja, ya se encargarían todas las clientas mayores de sesenta años en colocarte a la hija/o o nieta/o de turno en edad casamentera, o ya no tanto. Cosa que, actualmente, no me interesaba, así que tan solo me podía quedar con la parte negativa de todo ello.

Las horas infinitas de pie, con el cepillo en una mano y el secador en la otra, que me hacían llegar a casa con dolores en cada músculo de mi cuerpo, el soportar infinidad de historias aburridas de señoras que pelean con sus maridos o que te cuentan las últimas hazañas de la vecina, o de la reunión de maleta roja a la que han asistido (al menos uno aprendía lo que le gustaba a las mujeres escuchando), aguantar clientes impertinentes que te miran por encima del hombro y el maravilloso sueldo que no llegaba a setecientos euros al mes que no me daba ni para pagar las facturas algunas veces. Es lo que tenía ser peluquero en una peluquería de barrio de Fuencarral y no un magnate de franquicias con sede en Callao, como les hice creer a mis suegros.

Y gracias a que tengo este trabajo. Desgraciadamente, Valentina no gana mucho tocando en la calle y nadie parece darle una oportunidad, y este es el único sueldo decente que entra en la casa para alimentar a cuatro bocas. Ella, yo y nuestros dos perros, Rómulo y Remo, a los que Valentina trajo al mudarse a España. No creo que a los chuchos les hiciese demasiada gracia ese cambio en sus vidas. ¿Quién no preferiría estar corriendo por los campos de Italia y siendo cebados con la comida de mejor calidad del mercado a estar encerrados en un piso de escasos ochenta metros cuadrados comiendo duras bolitas de pienso de marca blanca?

Sigo atendiendo a todas las clientas que quedan el resto de tarde y en cuanto veo que se acerca la hora de cerrar les escribo por el móvil, como muchos días hago justo antes de salir de trabajar, a Dante y a Simón. Cuando dan las ocho y la jefa baja la reja metálica dejándonos libres, me encamino hasta Glasé, un bar lleno de cócteles deliciosos donde siempre nos paramos a tomar algo antes de ir a casa.

Cuando me despido de mis dos compañeras de trabajo, noto que una de ellas sigue mis pasos.

—¿Vas a tomar algo? —me pregunta Mónica, mi dulce compañera pelirroja que no me quita ojo de encima desde que llegó hace un año y medio.

Es una chica joven, en mitad de sus veinte y, al parecer, le gustan mayores, como a Becky G. Cuando se pone a mi lado no me llega ni a la altura del hombro, lo que le da un aspecto de pequeña hada, con ese pelo pelirrojo natural casi siempre peinado en un moñito alto y esos enormes ojos de color azul.

Sabe de sobra que siempre suelo ir con mis amigos, porque alguna vez hemos hablado de ello. Pero aun así se hace la remolona. Quizá necesite despejarse un poco y no sepa cómo pedirme si se puede unir al plan.

—Sí, nunca está de más despejarse un poco del trabajo antes de irse a casa —le sonrío y sus mejillas se ruborizan.

—Debe ser divertido —susurra de manera misteriosa, sus ojos suplicando que la invite en un grito silencioso.

—Por supuesto, estás con amigos, ¿cómo podría no serlo? —río.

—Yo aún no he conocido a mucha gente —comenta mientras seguimos caminando por las aceras atestadas de gente, con el sol comenzando a esconderse detrás de los altos edificios—. Tampoco es que tenga mucha oportunidad de salir, ya sabes...

Sé a dónde quiere llegar con todo esto e imagino que lleva tiempo queriendo pedirlo, pero solo ahora se ha decidido a hacerlo. Démosle una alegría entonces, no creo que haya nada de malo en que tome algo con nosotros hoy.

—Vente con nosotros —le sugiero—. Echaremos un buen rato.

Ella me mira con los ojos muy abiertos, seguro que no pudiéndose creer lo que está escuchando salir de mi boca y, sin decir ni nada más, asiente efusivamente con la cabeza, haciéndose la sorprendida y ambos entramos al pequeño pub cuando llegamos a nuestro destino.

—¡Nuestro peluquero preferido! —grita Simón.

Mis amigos se giran para vernos entrar por la puerta, sentados en una mesa del fondo y Dante hace aspavientos con las manos pidiéndonos que nos acerquemos. Puedo notar que Mónica se pone algo tensa, pero mantiene el tipo. Ya que había llegado hasta aquí, no era cuestión de echarse atrás.

—Pero qué bien acompañado que vienes hoy —susurra Simón cuando nos sentamos con ellos.

—Me llamo Mónica —se presenta ella cogiéndome la delantera. Y saluda con un par de besos a ambos.

Dante me mira alzando una ceja a escondidas de ella. Disimula una y otra vez mientras bebe su Martini seco que tanto le gusta.

—Mónica, un nombre precioso, para una mujer también preciosa. —Simón le guiña el ojo.

Gracias al cielo, ella opta por sonreír ante los halagos de viejo verde que siempre tenía nuestro amigo cuando se trataba de cortejar a una dama. Daba igual cómo fuese su anatomía, que si tenía un par de tetas y otras cosas que todos sabemos, pondría el ojo al instante. Y también la bala. Aunque no era un buen francotirador, ya que todas huían en cuanto él se disponía a disparar. Y era totalmente lógico, claro.

—Muchas gracias —contesta ella educada y algo cohibida.

—¿Y de qué castillo se ha escapado esta princesa? —Simón sigue perforándola con la mirada mientras le muestra su dentadura y sus ojos marrones brillan bajo la luz de las lamparitas del local.

—Del de los secadores y peines. Es mi compañera de trabajo —explico yo mientras doy un sorbo a mi botellín de cerveza bien frío, recién traído por la camarera.

Ella me mira algo decepcionada por esa descripción, puedo verlo en la forma en que sonríe de manera ligeramente forzada, en cómo se intenta recolocar algunos mechones de pelo con nerviosismo y en cómo baja la mirada. Porque ella quiere ser algo más.

—Te quedarías de piedra cuando vieses a Adrián en la peluquería —comenta Dante ahora, adelantándose y liberándonos de otro comentario Disney de Simón—. Nosotros aún no entendemos por qué decidió hacerse peluquero entre todas las cosas que podía haber sido. ¿Sabías que en el instituto se graduó con matrícula de honor? Fue el primero de su promoción.

Ella me mira con admiración.

—Vaya, nunca nos habías contado eso —me dice, luego mira a mis amigos—. Cuando llegué a la peluquería, él ya estaba allí, así que supuse que...

—¿Que era gay? —pregunto yo, divertido.

Mis amigos ríen con mi comentario. Desgraciadamente, en pleno siglo veintiuno, aún había gente que pensaba que si eras hombre y te dedicabas a la peluquería eras más gay que la mismísima bandera del orgullo.

—Bueno..., yo... —Ella intenta inventarse algo para no hacerme sentir mal.

—Da igual, Mónica, estoy de broma —la calmo mientras me llevo el botellín a mi boca de nuevo—. El noventa por ciento de la gente siempre lo piensa. Estoy acostumbrado a los comentarios de las mentes arcaicas

—Por no decir el cien —matiza Simón, luego mira a Dante y se ríe—. ¿Te acuerdas cuando se le acercó ese chico e intentó ligar con él en aquella discoteca hace años? Le dijo todo emocionado: «Si eres barbero, enséñame tu cuchilla».

Ambos se ríen de su imitación; la verdad, hasta a mí me hace gracia recordarlo.

—Luego le dije que era peluquero, no barbero. Y así se terminó nuestra breve, pero intensa historia de amor —explico a Mónica, que se ríe al imaginarse la situación.

Pasamos un rato más tomándonos otras copas hasta que dan las nueve y media, entonces, decidimos pagar e irnos a nuestras casas. Valentina se iba a poner echa una furia, ya llegaba más de media hora tarde. Nos despedimos de Mónica cuando se queda esperando el autobús urbano en una esquina y nosotros seguimos caminando por la acera. Menos la casa de Dante, la de Simón y la mía estaban bastante cerca.

—Adrián, ¿qué tramas? —me pregunta Dante mientras caminamos unos al lado de los otros.

Yo lo miro sorprendido.

—¿Qué tendría que estar planeando según tú? —le pregunto sin saber de qué me habla.

Él sonríe de manera pícara y sus ojos marrones se achinan levemente. Simón, que iba canturreando una canción, se detiene y presta atención a la conversación de sus amigos.

—Esto siempre ha sido rato de chicos —comienza él—. Y hoy apareces con esa chica, de repente.

—No veo qué hay de malo en ello. —Ya veo por dónde van los tiros—. Es una compañera de trabajo. Me siguió y estaba aburrida, solo le sugerí quedarse y ella aceptó. No hay más.

Ellos no parecen quedarse conformes con ello.

—Vamos, Adrián. —Simón me da un codazo—. Siempre has sido el Googleman del sexo femenino. Tienes todo lo que buscan. Y tú, con solo mirarlas, sabes lo que una mujer quiere, y cómo hacer que se le caigan las bragas al suelo con esa mente privilegiada tuya, esa carita, ese cuerpo y ese pedazo de...

Río al escuchar el mote que me pusieron cuando éramos unos adolescentes. Y le freno antes de que suelte una barbaridad.

—¿Es necesario ser tan vulgar? —le reprendo, bromeando.

—Mente, iba a decir mente, mal pensado. —Se ríe, lo que echa por tierra su intento de quedar como un angelito, y nosotros como dos pervertidos.

—¿Qué queréis? ¿Que admita delante de vosotros que Mónica está loca por mí? —Abro los brazos para mostrarles que sí, que tengo confianza en que lo que hago—. Pues sí, lo está, lleva un año mirándome de reojo y persiguiéndome por la peluquería. No hay que ser Googleman para darse cuenta de eso.

—Lo sabía. —Dante aplaude ante mi confesión—. Déjame decirte que es un bombón. Tiene una belleza algo extraña, pero me encantan así, pequeñitas, son muy manejables. ¿Ya te las has tirado?

Yo lo miro poniendo los ojos en blanco. No tenía remedio.

—Dante, te recuerdo que tienes esposa —le digo algo más serio, aunque recordando el historial de cuernos que tiene la pobre de su mujer, Beatriz, no sé si el hacer que vuelva a ser un marido decente surta efecto. Ni siquiera sé por qué se casaron si se pasaron toda la adolescencia peleando, y ella siempre supo que a él le gustaban más las mujeres que a un tonto un lápiz.

Mi amigo pone cara de asco por haberle cortado el rollo.

—¿Y Valentina lo sabe? —Simón ataca ahora.

—¿Qué debería saber? —les pregunto algo cansado de que me acusen de algo que lo primero, no soy; lo segundo, que no tiene nada de malo; y lo tercero, que hacen ellos siempre, sin ningún pudor.

—Que invitas a compañeras a tomar algo al salir del trabajo.

Me detengo y los encaro.

—Primero, no la he invitado, ella se ha pagado sus bebidas. —Menos mal que se callan y me dejan hablar—. Segundo, ha sido una invitación espontánea porque ella me estaba persiguiendo. Y tercero...

Me acerco más a ellos.

—Tengo una novia que se llama Valentina y ahora mismo estará furiosa al ver que son las diez de la noche y aún no he llegado a casa por estar hablando de tonterías en la calle con mis colegas descerebrados.

Dante parece salir de su burbuja.

—¡¿Las diez?! —Mira el reloj que descansa en su muñeca izquierda—. Dios, Bea me va a matar ¡Hablamos luego!

Y desaparece a todo correr en la primera boca de metro de Fuencarral. Simón se harta de reír.

—¡Qué gusto estar soltero! En casa me espera una buena sesión de tele y comida rápida, en calzoncillos rascándome las... —Hace un gesto señalando sus joyas de la corona y me da unas palmaditas en el hombro, también era muy fino mi amigo—. Mucha suerte, amigo.

Y luego también, al igual que Dante, desaparece por las calles de Madrid. Dejándonos a ambos con el temor de tener que enfrentar a nuestras fieras en nuestros hogares. Los cinco minutos que me quedan de trayecto hasta que alcanzo la puerta de casa, no dejo de confirmar que somos amigos porque nos conocimos desde la guardería, si no, no hubiese habido forma humana de que los tres hubiésemos fraguado una relación de amistad así. Como el agua, el aceite y la sal.

***

Abro la puerta con lentitud, teniendo cuidado en sacar las llaves de la cerradura con sigilo. Desde mi posición, tan solo veo el pasillo y el principio de nuestro pequeño saloncito, pintado de blanco y decorado con sofás y cachivaches tonos crema y pastel. Otra cosa no, pero Valentina tiene un gusto exquisito decorando. Hay una lucecita cálida encendida y se escucha también la televisión. Mierda, tenía la esperanza de que hubiese estado dormida.

¿Pero a quién quería engañar? Nadie se acostaba a las diez de la noche, y menos sin saber dónde anda tu novio y sin cenar. Remo, un pequeño chihuahua de color canela se asoma y me mira mientras mueve el rabo y abre la boca respirando agitado.

Una vez escuché en un monólogo de un comediante que siempre en todas las fotos de después de un desastre está presente un perro color canela. En esos momentos me reí mucho por la coincidencia de las fotos que nos mostraba, pero hoy ya no me hace tanta gracia.

Pues bien, el mío estaba a punto de comenzar.

Con perrito canela incluido.

menos_lobos-5

3

Camino hasta el centro del salón y acaricio a Remo. Me fijo en que Valentina está sentada sobre la mullida alfombra beige, comiendo una macedonia de frutas de un cuenco apoyado en la mesita baja de cristal y no quita su mirada de la televisión ni un segundo.

Esta actitud me da más miedo que si me hubiese recibido a voces desde la puerta. No hubiese sido la primera vez tampoco, si eso hu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos