CAPÍTULO 1
Deseó volatilizarse y de inmediato se sintió culpable. Pensó en los besos que Clara y Arnau le habían regalado frente a la puerta de la escuela, justo antes de salir corriendo hacia el portalón. Esos besos son la clave de todo, Elisa, y lo sabes. Pero la mujer que la observaba ahora desde el espejo parecía burlarse de ella: mírate, tienes ojeras y estás flaca; son las once de la mañana y ya has cumplido con todos tus quehaceres, recogiste el traje de tu marido de la tintorería, llevaste la ropa usada a las monjas de tu antigua escuela y compraste la libreta que te pidió tu hija, ¡debes de estar agotada! Hizo un mohín y salió del baño. Subió a la buhardilla arrastrando los pies y deslizando el índice con indolencia por la barandilla. Abrió la puerta de su retiro y permaneció indecisa en el umbral, con la mano reposando sobre el manubrio dorado. El bastidor con el cuadro de punto de cruz que le había regalado su madre hacía un par de años dormía plácidamente junto al sofá, varias revistas de autodefinidos cubrían, desordenadas, la mesilla auxiliar, y Suite Francesa la aguardaba en el alféizar de la ventana con aquella tarjeta del gabinete de psicólogos que había empleado como punto de lectura sobresaliendo por su borde superior. Qué tedio… Finalmente decidió buscar en la librería algún título menos literario pero que lograse arrancarle una sonrisa; se dirigió a la estantería que cubría la amplia pared del fondo y se dedicó a repasar los lomos mientras los acariciaba con los dedos, suerte de vosotros que me transportáis; se percató de que algunos libros estaban mal colocados y pensó que, además, estaban distribuidos sin criterio. De repente se le ocurrió que podría clasificarlos e incluso crear su propio índice, por autores o tal vez por materias, y se emocionó, ¡horas de trabajo!, ¿por qué no?, la mente ocupada haciendo algo que le gustaba, repasando sus pequeños tesoros, como cuando trabajaba en la librería con Vicente, y se puso manos a la obra, una montañita de ejemplares por aquí, estos otros sobre la silla, vaya, tienen polvo, antes de recolocarlos he de pasarles un paño… Media hora después había vaciado todos los estantes y cientos de tomos apilados aguardaban desde todos los rincones de la buhardilla, expectantes. Dio varios pasos hacia atrás, ¡por Dios, qué desorden!, se arrepintió un poquito de su arrebato y le vino a la mente el pasaje del Quijote en que se quemaban todos los libros de caballería; no pudo evitar reír: ¡si Álex entrara aquí ahora… haría lo mismo! Suspiró. Pero, ¡no te amilanes, Elisa!, ¿cuántos volúmenes pueden ser, quinientos? Lo harás por orden alfabético de autores, decidido. ¡Adelante, mujer! Sí, sí, adelante, se dijo, mientras reculaba con intención de bajar y preguntar a la asistenta, la buena María me sabrá decir con qué producto limpiar el mueble de caoba. Pero justo en ese instante sonó el teléfono. Sorteó los obstáculos hasta llegar al secreter y descolgó.
—¿Sí?
—¿Elisa? ¡Soy Pilar!
Elisa sonrió, hacía semanas que no hablaba con su amiga. Se sentó sobre la moqueta mullida, esas solían ser largas conversaciones. Tras los saludos iniciales y las preguntas y respuestas de rigor, sí, los niños están bien, y Álex ocupado como siempre, me alegro de que también vosotras estéis bien, surgió el verdadero motivo de la llamada.
—No sé qué te habrá contado Laura, pero sabes que mi hermana es una exagerada, Pilar —protestó—. Estoy bien. Es solo que me falta algo de actividad… De hecho le comenté a Álex que quizá debería volver a trabajar.
—¡Claro! Es una idea estupenda. ¿Y qué harás? ¿Volver con Vicente?
Elisa se mordisqueó el labio.
—No, no. En realidad… Álex dice que los niños son pequeños. Quizá en un par de años.
Elisa escuchó el silencio al otro lado de la línea, roto finalmente por un simple «vaya». Reaccionó rápido. No deseaba preguntas que ni ella misma se atrevía a hacerse.
—Oye, Pilar. ¿Sabes qué se me ocurre? El próximo fin de semana es la castañada y Álex va a estar de viaje. Si Montse y tú no tenéis planes, podríamos ir a celebrarla con vosotras; el Montseny debe de estar precioso ahora… —pidió, con confianza.
—¡Me parece una idea excelente! No íbamos a hacer nada especial. Venid el viernes; y si los niños hacen puente os podéis quedar hasta el martes. ¿Se lo dirás tú a Laura? Por cierto, que… ¿no has notado nada extraño en tu hermana, últimamente?
¿Laura? Elisa reflexionó. La había visto la semana anterior, celebraron el cumpleaños de su padre. Ciertamente no había estado muy locuaz, pero nunca lo era en presencia de su madre; las manías de esta y los eventos familiares la fastidiaban.
—No sabría decirte, Pilar. No he visto nada raro ni me ha comentado nada. ¿Por qué te lo parece? —preguntó, mientras observaba sin ver el esmalte de sus uñas.
—Bueno. No sé. Hablé con ella hace un par de días, la noté mohína. ¿No tendrá mal de amores?
Elisa rio.
—¿Mal de amores, mi hermana? ¡Podría tener al hombre que quisiera con solo chasquear los dedos! Pero, ¿dijo algo en concreto?
—No. Concreto no. Estaba… filosófica, ya sabes, la vida, el tiempo que pasa… En fin, no me hagas caso. Todo el mundo puede tener un mal día. Oye, lo dicho, que os espero el viernes.
Acordaron la hora de llegada, discutieron un poco sobre lo mismo de siempre, que no, no traigáis comida, que sí, no seas pesada, Pilar, para finalmente despedirse sabiendo ambas que Elisa haría lo que le diera la gana al respecto. Colgó y quedó pensativa. Debía de tratarse de una apreciación errónea por parte de Pilar. Laura siempre le explicaba todo. Se levantó y fue hacia la ventana. Se sentó en el alféizar y observó el libro que Némirosvky nunca finalizó; angustia, miedo, incerteza, muerte. La recorrió un escalofrío. Decididamente no era una obra adecuada para su momento vital. La añadiría a cualquiera de las pilas, y quizá más adelante la retomaría. Observó de nuevo con pereza el caos literario que había organizado ella solita y de nuevo volvió a su hermana. Intentó analizar su comportamiento de las últimas semanas sin hallar nada inquietante en él y sin embargo… Mordisqueó la uña del pulgar mientras contemplaba la calle. Los plataneros estaban semidesnudos y las pocas hojas que resistían se mecían compungidas por su inminente final al ritmo de la brisa suave. La señora Victoria, la portera del edificio de enfrente, barría la acera con parsimonia, limpia que te limpia sobre limpio, aguardando, seguro, que algún vecino entrase o saliese para poder charlar ni que fuese unos minutos. Pero la calle estaba absolutamente desierta.
CAPÍTULO 2
Si le quedaba alguna duda, aquella imagen la disipó.
Habían organizado un picnic en la planicie donde habían jugado de niñas con Montse y Pilar, y el día había transcurrido plácido entre recuerdos y risas. Clara y Arnau daban muestras de estar agotados después de la caminata y de la docena de castaños a los que se habían encaramado a pesar de las súplicas de ella, alentados por los «¡déjalos, mujer, que no pasa nada!» de sus amigas, qué brutas sois, por el amor de Dios. Ahora que el sol iniciaba su descenso, comenzaba a refrescar. Tenían media hora de camino, debían recoger. Y, mientras doblaba la manta sobre la que se habían sentado a comer, la vio de reojo.
De pie y de espaldas a ellas, a una distancia prudencial del precipicio al que habían prohibido acercarse a los niños, contemplaba el Turó de l’Home inmutable en la lejanía, abrazada a sí misma. ¿Tienes frío, Laura?, con la melena oscura revuelta por el viento en un intento vano de volar. Sintió deseos de aproximarse y preguntarle con dulzura, ¿qué te preocupa, cielo? Pero en ese instante su hermana se volvió y en décimas de segundo mudó el rostro contrito en una sonrisa que, a mí no me engañas, no iluminaba como siempre.
Buscaré el momento.
Si por la mañana la excursión había transcurrido alegre y desenfadada, el camino de vuelta resultó algo silencioso y melancólico; la tarde otoñal convidaba a recogerse en el calor del hogar. Carles las esperaba con café, leche caliente y croissants recién horneados dispuestos en la mesa de la descomunal cocina, y había encendido la chimenea del salón, pero no se quedó a merendar con ellas, aún quedaban troncos por colocar en el leñero.
Los niños comieron con avidez ante la mirada divertida de todas.
—Y ahora, a la ducha —sentenció Elisa, apurando su cortado.
—¿Quieres que te bañe la tía, Arnau? —preguntó Laura.
—¡Yo ya me baño solo! Tengo seis años, tía —respondió Arnau, ofendido.
—¿Y también te secas el pelo solo, mosquito? —insistió Laura mientras revolvía el cabello del niño.
No, eso no lo hacía. Elisa no quería que conectara aparatos eléctricos. Acordaron que solo lo ayudaría con el secador y le prepararía el pijama. Tía y sobrino se dirigieron a la habitación cogidos de la mano despotricando de los compañeros de Arnau, que aún se duchaban con sus madres. Elisa los contempló desde el quicio de la puerta de la cocina mientras subían las escaleras. Cuando desaparecieron de su vista se volvió y halló la mirada inquisitiva de Pilar. Se encogió de hombros.
—Parece que sí —murmuró.
Su amiga entornó los ojos y asintió en señal de «ya te lo dije». Pero Clara rondaba por la cocina preguntando a Montse cuándo harían los panellets y prefirió no hacer ningún comentario delante de su hija.
Cenaron sopa y las croquetas caseras más deliciosas que Elisa había probado jamás. ¡Claro!, el sofrito con cebollas del huerto, la carne de la gallina que habían sacrificado por la mañana, pobrecita, los huevos para rebozar recién puestos, y el pan rallado… ese sí, ese made in Caprabo de Arbúcies, aclaró Pilar. Tampoco Carles las acompañó al suculento ágape. Es un ermitaño, aseguró Montse; le encanta estar solo en su cabañita.
—¿Tampoco estará el lunes en la castañada? —quiso saber Clara.
—¡Sí! Las fiestas sí le gustan. Además, tiene que encargarse de asar las castañas y los moniatos. ¡Ya veréis qué rico todo!
—Lástima que no venga papá —concluyó Clara—. ¿Podemos mirar la tele un rato antes de ir a dormir, mamá?
Elisa frunció los labios.
—Claro, hija —aseguró. Laura, desde el otro lado de la mesa, negó con la cabeza, la mirada perdida, mientras inspiraba profundamente. Elisa no necesitaba que su hermana dijese lo que pensaba al respecto.
Una hora después, los niños descansaban tranquilos en la cama enorme con dosel que sus amigas habían heredado y restaurado junto con la masía de la abuela de Pilar. Elisa los arropó y bajó a tomar el último café del día, pero este descafeinado, ¿eh?, que luego no duermes, y lo sabes. No duermo por culpa del café…
Montse y Pilar ordenaban la cocina mientras charlaban en voz baja y se dedicaban alguna carantoña; cuando se percataron de la llegada de Elisa cerraron la puerta discretamente, no se vayan a despertar los nenes con el ruido de los platos. Laura se había sentado en el sofá frente a la chimenea y observaba ensimismada el vaivén de las llamas. Se acomodó junto a ella y entornó los ojos. Aspiró la mezcla de aromas que tanto la reconfortaba, la humedad de las paredes gruesas y añosas, el fuego, el té que Pilar tomaba invariablemente antes de acostarse. Yo quiero que mi hogar huela así. El crujir de las ramas abrasadas rompía el silencio y se lamentó por tener que interrumpir aquel momento de paz. Extendió la mano y tomó la de su hermana entre la suya.
—¿Qué tienes, cariño?
Laura tardó unos segundos antes de responder, los ojos clavados en el infinito.
—Cáncer.
CAPÍTULO 3
Aunque había varios asientos libres frente al mostrador, Elisa fue incapaz de sentarse. Permaneció de pie, apoyada en una columna, atenta a la pantalla que le indicaría que era su turno. Qué surrealista y poco humano, pensó.