Los cazahuesos (Malaz: El Libro de los Caídos 6)

Steven Erikson

Fragmento

Dramatis Personae

DRAMATIS PERSONAE

Los malazanos

Emperatriz Laseen: Gobernante del Imperio de Malaz.

Consejera Tavore: Comandante del Decimocuarto Ejército.

Puño Keneb: Comandante de división.

Puño Blistig: Comandante de división.

Puño Tene Baralta: Comandante de división.

Puño Temul: Comandante de división.

Nada: Hechicero wickano.

Menos: Bruja wickana.

T’amber: Ayudante de Tavore.

Lostara Yil: Ayudante de Perla.

Perla: Garra.

Nok: Almirante de la Flota Imperial.

Banaschar: Antiguo sacerdote de D’rek.

Hellian: Sargento de la guardia de la ciudad de Kartool.

Urb: Guardia de la ciudad de Kartool.

Sinaliento: Guardia de la ciudad de Kartool.

Pejiguero: Guardia de la ciudad de Kartool.

Ben el Rápido: Mago supremo del Decimocuarto Ejército.

Kalam Mekhar: Asesino.

Larva: Huérfano.

Soldados escogidos del Decimocuarto Ejército

Capitán Tierno: Regimiento de Ashok.

Teniente Poros: Regimiento de Ashok.

Capitán Faradan Sort

Sargento Violín/Cuerdas

Cabo Chapapote

Sepia

Botella

Koryk

Sonrisas

Sargento Gesler

Cabo Tormenta

Sargento mayor Diente Bravo

Quizás

Laúdes

Ebron

Peccado

Crujido

Sargento Bálsamo

Cabo Olor a Muerto

Rebanagaznates

Masan Gilani

Otros

Barathol Mekhar: Herrero.

Kulat: Aldeano.

Nulliss: Aldeana.

Hayrith: Aldeana.

Chaur: Aldeano.

Noto Forúnculo: Sajador (sanador) de la compañía en la Hueste de Unbrazo.

Hurlochel: Escolta de la Hueste de Unbrazo.

Capitán Arroyodulce: Oficial de la Hueste de Unbrazo.

Cabo Futhgar: Oficial de la Hueste de Unbrazo.

Puño Rythe Bude: Oficial de la Hueste de Unbrazo.

Ormulogun: Artista.

Gumble: Su crítico.

Apsalar: Asesina.

Telorast: Espíritu.

Cuajo: Espíritu.

Samar Dev: Bruja de Ugarat.

Karsa Orlong: Guerrero teblor.

Ganath: Jaghut.

Rencor: Soletaken y hermana de lady Envidia.

Corabb Bhilan Thenu’alas

Leoman de los Mayales: Último líder de la rebelión.

Capitán Gorrionpardo: Guardia de la ciudad de Y’Ghatan.

Karpolan Demesand: Asociación Comercial de Trygalle.

Torahaval Delat: Sacerdotisa de Poliel.

Navaja: En otro tiempo Azafrán de Darujhistan.

Heboric Manos Fantasmales: Destraint de Treach.

Scillara: Refugiada de Raraku.

Felisin la Menor: Refugiada de Raraku.

Ranagris: Demonio.

Mappo Runt: Trell.

Icarium: Jhag.

Iskaral Pust: Sacerdote de Sombra.

Mogora: D’ivers.

Talarack Veed: Gral y agente de los Sin Nombre.

Dejim Nebrahl: T’rolbarahl d’ivers del Primer Imperio.

Trull Sengar: Tiste edur.

Onrack el Fracturado: T’lan imass no vinculado.

Ibra Gholan: T’lan imass.

Monok Ochem: Invocahuesos t’lan imass.

Minala: Comandante de la Compañía de Sombra.

Tomad Sengar: Tiste edur.

Bruja de la Pluma: Esclava letherii.

Atri-preda Yan Tovis (Crepúsculo): Comandante de las fuerzas letherii.

Capitán Varat Taun: Oficial bajo el mando de Crepúsculo.

Taxiliano: Intérprete.

Ahlrada Ahn: Espía tiste andii entre los tiste edur.

Sathbaro Rangar: Hechicero arapay.

Por todo lo que se hace real

en esta era que desciende,

donde los héroes nada dejan,

salvo el resonar férreo de sus nombres

en gargantas de vates,

me yergo en este silencioso corazón

llorando el ritmo fugaz

de vidas caídas en el polvo.

Y el tamizado susurro

proclama el tránsito de la gloria

cuando los cantos se apagan

en ecos moribundos

por todo lo que se hace real.

Los aposentos y salones

bostezan vacíos a mis lamentos.

pues alguien debe

dar respuesta.

Dar respuesta

a todo esto.

Alguien.

La era que desciende,

Torbora Fethena

Prólogo

Prólogo

1164 del Sueño de Ascua

Istral’fennidahn, la estación de D’rek, Gusano del Otoño

Veinticuatro días después de la ejecución de Sha’ik en Raraku

Las telarañas que había entre las torres eran visibles en láminas relucientes en las alturas y la leve brisa que llegaba del mar estremecía los inmensos hilos, de modo que una bruma de lluvia descendía sobre Kartool, como cada mañana en la Estación Clara.

Una persona se puede acostumbrar a casi todas las cosas, con el tiempo, y dado que las arañas paraltinas de rayas amarillas habían sido las primeras en ocupar las otrora infames torres tras la conquista malazana de la isla, y que además ya habían pasado décadas de eso, había habido tiempo de sobra para habituarse a esos detalles. La visión de gaviotas y palomas suspendidas, inmóviles, cada mañana, entre la veintena de torres, antes de que las arañas (grandes como puños) salieran de sus guaridas del piso superior para recuperar sus presas, no provocaba más que un leve asco entre los ciudadanos de Kartool.

La sargento Hellian, de la guardia de la ciudad del distrito del Septarca, por desgracia, era una excepción. La sargento sospechaba que había dioses en un perpetuo ataque de risa cada vez que contemplaban su miserable destino, del que no cabía duda que los responsables eran ellos. Nacida en la ciudad, maldecida con la fobia a todo tipo de arañas, había vivido todos y cada uno de sus diecinueve años en un estado de terror continuo.

¿Por qué no irse sin más? Una pregunta hecha por camaradas y conocidos más veces de las que quería contar. Pero no era tan sencillo. De hecho, era imposible. Las aguas turbias del puerto estaban sucias, repletas de pieles mudadas, fragmentos de telarañas y cadáveres empapados recubiertos todavía con mechones de plumas, cadáveres que se mecían de un lado a otro. Tierra adentro era todavía peor. Las jóvenes paraltinas, tras escapar de sus mayores en la ciudad, luchaban por alcanzar la madurez entre los riscos de piedra caliza que rodeaban Kartool. Y aunque jóvenes, no por ello eran menos agresivas o virulentas. Si bien los comerciantes y granjeros le decían que se podían recorrer las pistas y caminos todo el día sin encontrar ni una sola, a Hellian le daba igual. Sabía que los dioses estaban esperando. Igual que las arañas.

Cuando estaba sobria, la sargento notaba cosas con la diligencia que correspondía a un guardia de la ciudad. Y pese a que no solía estar borracha del todo, la sobriedad pura y dura era una invitación a la histeria, así que Hellian procuraba avanzar a un ritmo constante sobre la cuerda floja del no-del-todo-borracha. Por tanto, no se había enterado de la llegada del extraño barco que había amarrado en los Muelles Libres antes del amanecer, con un pendón que indicaba que había llegado de la isla de Malaz.

Los barcos provenientes de la isla de Malaz no eran, por sí solos, cosa rara o digna de mención; pero ya había llegado el otoño y los vientos predominantes en la Estación Clara hacía que todas las rutas del sur fueran casi impracticables durante al menos los dos meses siguientes.

Si las cosas fueran menos borrosas, quizá también hubiera notado (si le hubiera dado por dirigirse a los muelles, cosa que tal vez se hubiera podido lograr a punta de espada) que el barco no era la corveta o barco mercante habitual, ni tampoco un dromon militar, sino un vehículo de líneas puras, grácil, diseñado de un modo que no había visto en los últimos cincuenta años ningún constructor de buques del Imperio. Unas tallas arcanas adornaban la proa afilada, formas minúsculas que detallaban serpientes y gusanos, los paneles recorrían la regala casi hasta la mitad del barco. La popa era cuadrada y extrañamente alta, con un timón montado en un lado. La tripulación ascendía a una docena de personas, callados para ser marineros y reacios a abandonar el barco que se bamboleaba en el muelle. Una figura solitaria había desembarcado en cuanto se había desplegado la pasarela, poco antes del amanecer.

Pero Hellian de esos detalles se enteró más tarde. El mensajero que la encontró era un mocoso de la zona que, cuando no estaba infringiendo alguna ley, merodeaba por los muelles con la esperanza de que lo contrataran como guía para los visitantes. El trozo de pergamino que le entregó era, como notó la sargento al tocarlo, de cierta calidad. En él estaba escrito un escueto mensaje cuyo contenido la hizo fruncir el ceño.

—Muy bien, chaval, describe al hombre que te dio esto.

—No puedo.

Hellian miró tras de sí, a los cuatro guardias que tenía atrás, en la esquina de la calle. Uno de ellos se puso detrás del chico y lo levantó con una mano, cogiéndolo por la espalda de la andrajosa túnica. Una sacudida rápida.

—¿Se te ha despejado la memoria un poco? —preguntó Hellian—. Eso espero, porque dineros no vas a ver.

—¡No me acuerdo! ¡Lo miré directamente a la cara, sargento! Solo... ¡que no me acuerdo de cómo era!

La sargento estudió al chico un momento, después lanzó un gruñido y le dio la espalda.

El guardia dejó al chico en el suelo, pero no lo soltó.

—Déjalo ir, Urb.

El muchacho se escabulló a toda prisa.

Con un gesto vago para que sus guardias la siguieran, Hellian echó a andar.

El distrito del Septarca era la zona más tranquila de la ciudad, aunque no porque Hellian pusiera una diligencia especial en sus tareas. Había pocos edificios comerciales y las residencias que existían servían para albergar acólitos y personal de apoyo de la docena de templos que dominaban la avenida principal del distrito. Los ladrones que apreciaban en algo su vida no robaban en los templos.

Hellian llevó a su pelotón a la avenida y volvió a notar una vez más lo decrépitos que estaban muchos de los templos. A las arañas paraltinas les gustaba la arquitectura ornamentada, las cúpulas y las torres menores, y daba la sensación de que los sacerdotes estaban perdiendo la batalla. La basura quitinosa crujía y crepitaba cuando la pisaban.

Años antes, la primera noche de Istral’fennidahn, que acababa de pasar, se conmemoraba con festejos por toda la isla, que se sumía en sacrificios y ofrendas a la diosa patrona de Kartool, D’rek, el Gusano del Otoño, y el sumo sacerdote del Gran Templo, el demidrek, encabezaba una procesión por toda la ciudad sobre una alfombra de basura fecunda, los pies descalzos barrían desechos plagados de cresas y gusanos. Los niños perseguían a los perros cojos por los callejones, y a los que arrinconaban los mataban a pedradas mientras chillaban el nombre de su diosa. A los criminales convictos sentenciados a muerte se les desollaba en público, se les rompían los huesos largos y después se arrojaba a las indefensas víctimas a pozos infestados de escarabajos carroñeros y gusanos rojos de fuego que los devoraban en el curso de cuatro o cinco días.

Pero todo eso había sido antes de la conquista malazana, por supuesto. El objetivo principal del emperador había sido el culto de D’rek. Había sabido desde el primer momento que el corazón del poder de Kartool era el Gran Templo y que los hechiceros maestros de la isla eran los sacerdotes y sacerdotisas de D’rek, gobernados por el demidrek. Es más, no era ninguna casualidad que durante la noche de la matanza que precedió a la batalla naval y la consiguiente invasión, una noche encabezada por los infames Danzante y Torva, señora de la Garra, se hubiera acabado con los hechiceros del culto, incluyendo al demidrek. El sumo sacerdote del Gran Templo solo había recuperado su eminencia muy poco tiempo antes tras un golpe interno, y el rival expulsado había sido nada menos que Tayschrenn, el nuevo (en aquel tiempo) mago supremo del emperador.

Hellian solo había oído relatos sobre las celebraciones, que habían sido proscritas en cuanto los ocupantes malazanos extendieron el manto imperial sobre la isla, pero le habían relatado con harta frecuencia historias sobre esos días gloriosos de tanto tiempo atrás, cuando la isla de Kartool se encontraba en la cúspide de la civilización.

Todo el mundo estaba de acuerdo que las actuales y sórdidas condiciones eran culpa de los malazanos. El otoño había caído de verdad sobre la isla y sus malhumorados habitantes. Después de todo, habían aplastado algo más que el culto a D’rek. Se había abolido la esclavitud, se habían limpiado y restregado los pozos de ejecución y después los habían sellado de forma permanente. Incluso había un edificio que albergaba a una veintena de desencaminados altruistas que adoptaban perros cojos.

Pasaron junto al modesto templo de la Reina de los Sueños y, achaparrado en el lado contrario, el odiado Templo de Sombra. En otro tiempo no se habían permitido más que siete religiones en Kartool, seis de ellas sometidas a D’rek, de ahí el nombre del distrito. Soliel, Poliel, Beru, Ascua, el Embozado y Fener. Desde la conquista habían llegado más, las dos ya mencionadas junto con Dessembrae, Togg y Oponn. Y el Gran Templo de D’rek, que todavía era la más grande de todas las estructuras de la ciudad, se encontraba en un patético estado de deterioro.

La figura que aguardaba en los anchos escalones de la entrada vestía el atavío de un marinero malazano, desvaídos cueros impermeables, una camisa gastada de lino fino y harapiento. Llevaba el cabello oscuro en una cola que le colgaba entre los hombros sin ningún adorno más. Cuando se giró al acercarse ellos, la sargento vio un rostro de mediana edad con rasgos regulares y afables, aunque había algo extraño en los ojos de aquel hombre, algo vagamente enfebrecido.

Hellian respiró hondo para intentar despejar sus empapados pensamientos y después levantó el pergamino entre los dos.

—Presumo que esto es suyo...

El hombre asintió.

—¿Usted es la comandante de la guardia de este distrito?

La sargento sonrió.

—Sargento Hellian. El capitán murió el año pasado de una infección en un pie. Seguimos esperando un sustituto.

Las cejas se alzaron con una expresión irónica.

—¿No la ascienden, sargento? Se presupone, por tanto, que la sobriedad ha de ser una virtud decisiva en un capitán.

—Su nota decía que hay problemas en el Gran Templo —dijo Hellian sin hacer caso de la grosería del hombre y mientras se giraba para estudiar el inmenso edificio. Las puertas dobles, notó con el ceño fruncido, estaban cerradas. Que lo estuvieran justo ese día carecía de precedentes.

—Eso creo, sargento —dijo el hombre.

—¿Había venido usted a presentar sus respetos a D’rek? —le preguntó Hellian; una leve inquietud luchaba por abrirse paso entre la neblina del alcohol—. ¿Están echados los cerrojos? ¿Cómo se llama y de dónde es?

—Me llamo Banaschar, de la isla de Malaz. Llegamos esta mañana.

Un gruñido de uno de los guardias a su espalda y Hellian lo pensó. Después le lanzó a Banaschar una mirada más atenta.

—¿En barco? ¿En esta época del año?

—Nos apresuramos todo lo que pudimos. Sargento, creo que tenemos que forzar la entrada del Gran Templo.

—¿Y por qué no llamar, sin más?

—Lo he intentado —respondió Banaschar—. No responde nadie.

Hellian vaciló. ¿Forzar la entrada del Gran Templo? El puño es capaz de freírme las tetas por esto.

—Hay arañas muertas en los escalones —dijo Urb de repente.

Se volvieron.

—Por la bendición del Embozado —murmuró Hellian—, montones de ellas.

Azuzada su curiosidad, se acercó más. Banaschar la siguió y, tras un momento, el pelotón los acompañó.

—Parecen... —La sargento sacudió la cabeza.

—Consumidas —dijo Banaschar—. Podridas. Sargento, las puertas, por favor.

Con todo, Hellian vaciló. Se le ocurrió una cosa y miró con furia al hombre.

—Ha dicho que se apresuraron a llegar aquí. ¿Por qué? ¿Es usted acólito de D’rek? No lo parece. ¿Qué lo ha traído aquí, Banaschar?

—Un presentimiento, sargento. Fui... muchos años atrás... sacerdote de D’rek, en el templo jakatakano de la isla de Malaz.

—¿Un presentimiento lo ha traído hasta Kartool? ¿Me toma por tonta?

Un destello de cólera resplandeció en los ojos del hombre.

—Es obvio que está usted demasiado borracha para oler lo que estoy oliendo yo. —Miró a los guardias—. ¿Comparten ustedes los defectos de su sargento, o estoy solo en este asunto?

Urb había fruncido el ceño.

—Sargento —dijo después—, creo que deberíamos derribar esas puertas.

—¡Entonces hazlo, maldita sea!

Observó a los guardias derribar la puerta. El ruido atrajo a una multitud y Hellian advirtió que se abría camino hasta el frente una mujer alta, ataviada con túnicas, que era, con toda claridad, una de las sacerdotisas de uno de los otros templos. Oh, vamos, ¿y ahora qué?

Pero los ojos de la mujer estaban clavados en Banaschar, que, a su vez, la había visto acercarse y le devolvía la mirada con calma, la expresión dura y firme.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó la mujer.

—¿No ha sentido nada, suma sacerdotisa? La complacencia es una enfermedad que se extiende con rapidez, al parecer.

La mirada de la mujer se posó en los guardias que pateaban las puertas.

—¿Qué ha pasado?

La puerta de la derecha se astilló y una última patada la derribó al fin.

Hellian le hizo un gesto a Urb para que entrase y después lo siguió con Banaschar detrás.

El hedor era abrumador y en la penumbra eran visibles grandes salpicaduras de sangre en las paredes, fragmentos de carne esparcidos por las losas pulidas y charcos de bilis, sangre y heces, además de jirones de ropa y mechones de pelo.

Urb no había dado más que dos pasos y se había detenido con los ojos clavados en lo que estaba pisando. Hellian lo adelantó muy despacio, su mano se dirigió motu proprio a la petaca que llevaba en el cinturón. La mano de Banaschar la detuvo.

—Aquí dentro no.

La sargento se lo quitó de encima de malos modos.

—Váyase al Embozado —rezongó mientras soltaba la petaca y la destapaba de un tirón. Después echó tres rápidos tragos—. Cabo, ve a buscar al comandante Charl. Necesitaremos un destacamento para acordonar la zona. Que envíen recado al puño, quiero magos aquí abajo.

—Sargento —dijo Banaschar—, esto es un asunto para sacerdotes.

—No sea idiota. —Llamó con la mano a los guardias que le quedaban—. Efectuad un registro. Comprobad si hay supervivientes...

—No hay ninguno —afirmó Banaschar—. La suma sacerdotisa de la Reina de los Sueños ya se ha ido, sargento. Por consiguiente, se informará a todos los templos y comenzarán las investigaciones.

—¿Qué clase de investigaciones? —preguntó Hellian.

El otro hizo una mueca.

—De la clase sacerdotal.

—¿Y qué hay de usted?

—Yo ya he visto bastante —dijo él.

—Ni se le ocurra irse a ninguna parte, Banaschar —dijo la sargento mientras examinaba la escena de la matanza—. La primera noche de la Estación Clara en el Gran Templo solía implicar una orgía. Da la sensación de que se les fue de las manos. —Dos tragos rápidos más a la petaca y la envolvió ese bendito entumecimiento—. Hay muchas preguntas que tiene que responder...

La interrumpió la voz de Urb.

—Se ha ido, sargento.

Hellian giró en redondo.

—¡Maldita sea! ¿Es que no le estabas echando un ojo a ese cabrón, Urb?

El hombretón abrió las manos.

—Estaba usted hablando con él, sargento. Yo estaba con el ojo puesto en la multitud de ahí delante. Y junto a mí no pasó, eso seguro.

—Reparte una descripción. Quiero que lo encuentren.

Urb frunció el ceño.

—Eh... no recuerdo el aspecto que tenía.

—Maldita sea, yo tampoco. —Hellian se acercó al lugar que había ocupado Banaschar y miró con los ojos guiñados las huellas que había dejado en la sangre. No llevaban a ninguna parte.

Hechicería. Hellian odiaba la hechicería.

—¿Sabes lo que estoy oyendo ahora mismo, Urb?

—No.

—Estoy oyendo al puño. Silbando. ¿Sabes por qué está silbando?

—No. Escuche, sargento...

—Es la sartén, Urb. Ese chisporroteo dulce, ese bonito chisporroteo que lo hace tan feliz.

—Sargento...

—¿Dónde crees que nos enviará? ¿Korel? Aquello es un desastre de cojones. Quizá Genabackis, aunque aquello está más tranquilo. Siete Ciudades, quizá. —Hellian se acabó el coñac de pera de la petaca—. Una cosa es segura, será mejor que empecemos a afilar las espadas, Urb.

El ruido de botas pesadas resonó en la calle. Media docena de pelotones como mínimo.

—No se ven muchas arañas en los barcos, ¿verdad, Urb? —La sargento echó un vistazo, luchó contra el cansancio y estudió la expresión desdichada de su compañero—. ¿Verdad? Dime que tengo razón, maldito seas.

Unos cien años, antes un rayo había alcanzado el enorme guldindha, el fuego al rojo vivo había atravesado el corazón de la madera y había partido en dos el antiguo tronco. Las quemaduras ennegrecidas ya hacía mucho tiempo que se habían blanqueado por los efectos del sol del desierto, que hacía caer su luz incesante sobre la madera infestada de gusanos. Se habían desprendido tiras de corteza que yacían apiladas sobre las raíces desnudas que envolvían la cima de la colina como una red inmensa.

El montículo, deformado donde una vez había sido circular, dominaba la cuenca entera. Se alzaba solo, una isla profundamente deliberada en medio de un paisaje descuidado, aleatorio. Bajo los peñascos revueltos, tierra arenosa y serpenteantes raíces muertas, la corona de piedra, que en otro tiempo había protegido una cámara mortuoria con paredes de mármol, se había agrietado y se había hundido y tragado el espacio inferior y, al hacerlo, había posado un peso inmenso en el cuerpo enterrado en el interior.

El temblor de pisadas que alcanzaran el cuerpo del subsuelo era un suceso tan poco frecuente (quizá un puñado de veces a lo largo del último sinfín de milenios) que aquella alma sumida en el largo sopor comenzó a despertar y surgió en ella una intensa conciencia al sentir, no un par de pies, sino una docena que ascendían las empinadas y bastas laderas y después se reunían al fin alrededor del árbol destrozado.

La madeja de guardas que abrazaba a la criatura estaba retorcida y enmarañada, pero era persistente en su poder de múltiples capas. El que lo había encerrado había sido concienzudo y había elaborado rituales de permanencia decidida, trazados con sangre y alimentados por el caos. Estaban hechos para durar para siempre.

Intenciones que eran simple vanidad, arraigadas en la errónea creencia que algún día los mortales carecerían de malicia o desesperación. Que el futuro era un lugar más seguro que el brutal presente, que todo lo que quedaba en el pasado nunca más se recuperaría. Las doce figuras delgadas, cuerpos envueltos en linos raídos y manchados, las cabezas cubiertas y los rostros ocultos por velos grises, conocían de sobra los riesgos que entrañaba verse empujado a actuar con precipitación. Por desgracia, también sabían lo que era la desesperación.

Todos estaban destinados a hablar en esa reunión, el orden especificado por la posición correspondiente de varias estrellas, planetas y constelaciones, todos invisibles detrás del cielo azul, pero sus ubicaciones conocidas de todos modos. Tras ocupar sus posiciones pasó un largo momento de quietud y después habló el primero de los Sin Nombre.

—Nos encontramos una vez más en momentos de necesidad. Estos son los patrones que se previeron tanto tiempo atrás, que revelan que todos nuestros esfuerzos han sido en vano. En el nombre de la senda de Mockra, invoco el ritual de la liberación.

Al pronunciarse esas palabras, la criatura del interior del túmulo sintió un golpe seco repentino y la conciencia despertada de súbito halló su identidad. Se llamaba Dejim Nebrahl. Nacido la víspera de la muerte del Primer Imperio, cuando las calles de la ciudad ardían y los chillidos anunciaban la matanza implacable. Pues habían llegado los t’lan imass.

Dejim Nebrahl, nacido con conocimiento pleno, un niño con siete almas, salió trepando, ensangrentado y tembloroso, del cuerpo casi frío de su madre. Un niño. Una abominación.

T’rolbarahl, creaciones demoníacas del propio Dessimbelackis, mucho antes de que los Mastines Oscuros tomaran forma en la mente del emperador. Los t’rolbarahl, errores deformes de juicio, habían sido eliminados, exterminados por orden personal del emperador. Eran bebedores de sangre, comedores de carne humana, pero poseían unas profundidades de astucia que ni siquiera Dessimbelackis podría haber imaginado. Y así, siete t’rolbarahl habían conseguido eludir a sus cazadores durante un tiempo, suficiente para conferir algo de sus almas a una mujer mortal, viuda por las Guerras Trell y sin familia, una mujer en la que nadie se fijaría y cuya mente se podía quebrar, cuyo cuerpo se podía convertir en un recipiente que nutriría su fruto, una m’ena mahybe, pues el niño t’rolbarahl d’ivers de siete caras creció rápido en su interior.

Nacido una noche de terror. Los t’lan imass, si hubieran encontrado a Dejim, habrían actuado sin vacilar: habrían extraído esas siete almas demoníacas y las habrían atado a una eternidad de dolor, su poder desangrado, lenta y gradualmente, para alimentar a los invocahuesos t’lan en sus incesantes guerras contra los jaghut.

Pero Dejim Nebrahl había escapado. Su poder fue creciendo a medida que se iba alimentando, noche tras noche, entre las ruinas del Primer Imperio. Siempre oculto, incluso de los pocos soletaken y d’ivers que habían sobrevivido a la Gran Matanza, porque ni siquiera ellos tolerarían la existencia de Dejim. Se alimentó también de algunos de ellos, era más listo que ellos, y más rápido, y si los deragoth no se hubieran topado con su rastro...

Los Mastines Oscuros tenían un amo en esos días, un amo listo que sobresalía en hechicería y trampas y una vez que determinaba cumplir una tarea, no cejaba en su empeño.

Un único error puso fin a la libertad de Dejim. Atadura tras atadura, vínculos que le arrebataron la conciencia de sí mismo y con ella todo sentido de haber sido en otro tiempo... otra cosa.

Pero ahora... despierto una vez más.

El segundo Sin Nombre, una mujer, habló.

—Se alza una llanura al oeste y al sur de Raraku, leguas y leguas inmensas y llanas en todas direcciones. Cuando el viento se lleva las arenas quedan expuestos los fragmentos de un millón de ollas rotas y cruzar la llanura descalzo es dejar un rastro de sangre. En este escenario se hallan verdades rotundas. En el rastro que sale de la saña... algunos recipientes han de romperse. Y el viajero ha de pagar un peaje de sangre. Por el poder de la senda de Telas, invoco el ritual de la liberación.

Dentro del túmulo, Dejim Nebrahl empezó a ser consciente de su cuerpo. Carne magullada, hueso forzado, grava puntiaguda, arenas cambiantes, el peso inmenso que reposaba sobre él. Agonía.

—Como elaboramos este dilema —dijo el tercer sacerdote—, así debemos iniciar su resolución. El caos persigue a este mundo, y cada mundo más allá de este. En los mares de la realidad se puede hallar una multitud de capas, una existencia que fluye sobre otra. El caos amenaza con tormentas, mareas y corrientes caprichosas que lo mandan todo a un tumulto de pavor. Hemos elegido una corriente, una fuerza terrible, desencadenada, elegida para guiarla, para dar forma a su curso invisible e incontestado. Pretendemos impulsar una fuerza contra otra y así efectuar la aniquilación mutua. Asumimos una terrible responsabilidad, pero la única esperanza de éxito se encuentra con nosotros, con lo que hagamos aquí en este día. En el nombre de la senda de Denul, invoco el ritual de la liberación.

El dolor se desvaneció del cuerpo de Dejim. Todavía atrapado e incapaz de moverse, el t’rolbarahl d’ivers sintió sanar su carne.

El cuarto Sin Nombre habló después.

—Debemos admitir el dolor por el fallecimiento inminente de un servidor honorable. Debe ser, por desgracia, un dolor breve y que, por tanto, no estará a la altura de la desafortunada víctima. Este, por supuesto, no será el único dolor que se nos exija. El otro, confío que todos lo hemos asumido, de otro modo no estaríamos aquí. En el nombre de la senda de D’riss, invoco el ritual de la liberación.

Las siete almas de Dejim Nebrahl se separaron unas de otras. D’ivers, pero mucho más que eso, no siete que son una (aunque se podría decir que era así), sino siete con identidades separadas, independientes pero juntas.

—No entendemos todavía cada faceta de este camino —dijo la quinta, una sacerdotisa—, y por eso nuestro ausente pariente no debe cejar en su persecución. No se puede, no se debe, subestimar a Tronosombrío. Sabe demasiado. De los Azath. Quizá, también, de nosotros. Pero no es todavía enemigo nuestro, aunque solo eso no lo convierte en nuestro aliado. Él... perturba. Y preferiría que anuláramos su existencia a la menor oportunidad, aunque admito que mi opinión está en minoría dentro de nuestro culto. Sin embargo, ¿quién puede ser más consciente que yo del Reino de Sombra y de su nuevo amo? En el nombre de la senda de Meanas, invoco el ritual de la liberación.

Y así Dejim empezó a comprender el poder de sus sombras, siete embusteros engendrados, sus cómplices en la caza necesaria que lo sustentaba, que le daba tanto placer, mucho más que el de una barriga llena y sangre nueva y cálida corriendo por sus venas. La caza proporcionaba... dominación y la dominación era exquisita.

La sexta Sin Nombre habló a continuación, su acento era extraño, como de otro mundo.

—Todo lo que se despliega en el reino mortal da forma al suelo sobre el que caminan los dioses. Así pues, nunca están seguros de su paso. Recae sobre nosotros preparar las pisadas, excavar los pozos profundos y letales, las trampas y lazos a los que darán forma los Sin Nombre, pues nosotros somos las manos de los Azath, somos los moldeadores de la voluntad de los Azath. Es nuestra tarea sujetarlo todo, sanar lo que está rasgado, guiar a nuestros enemigos a la aniquilación o la prisión eterna. No fracasaremos. Acudo al poder de la senda hecha pedazos, Kurald Emurlahn, e invoco el ritual de la liberación.

Había senderos favorecidos que atravesaban el mundo, senderos fragmentados, y Dejim los había usado bien. Lo volvería a hacer. Pronto.

—Barghastiano, trell, tartheno, toblakai —dijo el séptimo sacerdote, su voz era un rumor sordo y profundo—, esas son las hebras supervivientes de la sangre imass, sean cuales sean sus reivindicaciones de pureza. Reivindicaciones que son inventos, pero los inventos tienen un propósito. Imponen la distinción, redirigen el sendero recorrido con anterioridad y el sendero por llegar. Moldean los emblemas de los estandartes de cada guerra y justifican la matanza. Su propósito, por tanto, es imponer las mentiras convenientes. Por la senda de Tellann, invoco el ritual de la liberación.

Fuego en el corazón, un repentino tamborileo de vida. Carne fría que comienza a entibiarse.

—Mundos helados se ocultan en la oscuridad —fueron las palabras ásperas del octavo Sin Nombre— y guardan el secreto de la muerte. El secreto es singular. La muerte llega como conocimiento. Reconocimiento, comprensión, aceptación. Es lo que es, nada más y nada menos. Llegará un tiempo, quizá no muy lejano, en el que la muerte descubra su propio rostro, en una multitud de facetas, y algo nuevo nacerá. En el nombre de la senda del Embozado, invoco el ritual de la liberación.

Muerte. Se la había robado el señor de los Mastines Oscuros. Era, quizá, algo que ansiar. Pero todavía no.

El noveno sacerdote comenzó con una risa suave, cantarina, y después habló.

—Donde todo empezó, allí regresará al final. En el nombre de la senda de Kurald Galain, de la Verdadera Oscuridad, invoco el ritual de la liberación.

—Y por el poder de Rashan —siseó el décimo Sin Nombre con impaciencia—, invoco el ritual de la liberación.

El noveno sacerdote se echó a reír otra vez.

—Las estrellas están rodando —dijo el undécimo Sin Nombre— y la tensión florece. Hay justicia en todo lo que hacemos. En el nombre de la senda de Thyrllan, invoco el ritual de la liberación.

Esperaron. A que hablara la duodécima Sin Nombre. Pero ella no dijo nada, en su lugar extendió una mano escamosa, delgada, de color rojo óxido, una mano que era cualquier cosa salvo humana.

Y Dejim Nebrahl notó una presencia. Una inteligencia, fría y brutal, que se filtraba hasta él, y el d’ivers tuvo miedo de repente.

—¿Me oyes, t’rolbarahl?

.

Queremos liberarte, pero debes pagarnos por esa liberación. Niégate a pagarnos y te enviaremos una vez más al olvido inconsciente.

El miedo se convirtió en terror.

¿Qué es ese pago que me exiges?

—¿Aceptas?

Acepto.

La Sin Nombre le explicó entonces lo que se requería. Parecía muy sencillo. Una tarea menor, lograda con facilidad. Dejim Nebrahl se sintió aliviado. No llevaría mucho tiempo, las víctimas estaban cerca, después de todo, y una vez hecho, el d’ivers quedaría libre de toda obligación y podría hacer lo que le placiese.

La duodécima y última Sin Nombre, conocida en otro tiempo como hermana Rencor, bajó la mano. Sabía que, de los doce reunidos allí, solo ella sobreviviría al surgimiento de ese feroz demonio. Dejim Nebrahl estaría hambriento. Una pena, y una pena también el sobresalto y desesperación de sus camaradas al presenciar su huida, en el breve momento antes de que los t’rolbarahl atacasen. Tenía sus razones, por supuesto. La primera y principal era el simple deseo de continuar en el mundo de los vivos, durante un tiempo más, en cualquier caso. En cuanto a las otras razones, le pertenecían a ella y solo a ella.

—En el nombre de la senda de Starvald Demelain —dijo—, invoco el ritual de la liberación. —Y de sus palabras descendió, a través de la podredumbre del árbol muerto, a través de piedra y arena, disolviendo guarda tras guarda, una fuerza de entropía conocida en el mundo con el nombre de otataral.

Y Dejim Nebrahl se alzó en el mundo de los vivos.

Once Sin Nombre comenzaron a invocar sus últimas plegarias. La mayor parte no las terminó.

A cierta distancia, sentado con las piernas cruzadas ante un pequeño fuego, un guerrero tatuado ladeó la cabeza al oír chillidos lejanos. Miró al sur y vio un dragón que se alzaba con pesadez de las colinas que bordeaban el horizonte, escamas moteadas resplandeciendo bajo la luz moribunda del sol. Al verlo trepar cada vez más alto, el guerrero frunció el ceño.

—Zorra —murmuró—. Debería habérmelo imaginado.

Volvió a acomodarse mientras los gritos se iban desvaneciendo en la distancia. Las sombras alargadas entre el afloramiento rocoso que rodeaba su campamento fueron de repente desagradables, densas y sucias.

Taralack Veed, guerrero gral y último superviviente del linaje Eroth, acumuló unas cuantas flemas y las escupió en la palma de su mano izquierda. Juntó las dos manos para extender la mucosidad de modo uniforme y después la utilizó para aplastarse el cabello negro peinado hacia atrás en un gesto elaborado que espantó la masa de moscas que se arrastraban por él, al menos por un momento, antes de que volvieran a posarse de nuevo.

Tras un rato percibió que la criatura había terminado de alimentarse y comenzaba a moverse. Taralack se irguió. Orinó en el fuego para apagarlo, recogió sus armas y partió para buscar el rastro del demonio.

Había dieciocho habitantes viviendo en las casuchas dispersas de la encrucijada. La pista que corría paralela a la costa era el camino Tapur, y a tres días de marcha al norte estaba la ciudad de Ahol Tapur. El otro camino, poco más que una pista llena de surcos, cruzaba las montañas Path’Apur tierra adentro, después se alargaba hacia el este, tras pasar esa aldea, y tras otros dos días de viaje por fin llegaba al camino de la costa junto al mar Otataral.

Cuatro siglos atrás en ese lugar había prosperado un pueblo. El risco del sur había estado recubierto de árboles de madera noble con un follaje plumoso característico, árboles que se habían extinguido en el subcontinente de Siete Ciudades. Como no podía ser de otro modo, la madera de esos árboles se había utilizado para tallar sarcófagos y el pueblo se había hecho famoso en ciudades tan lejanas como Hissar en el sur, Karashimesh en el oeste y Ehrlitan en el noroeste. La industria murió con el último árbol. La maleza se desvaneció en los buches de las cabras, la capa superficial del suelo se la llevó el viento y la aldea se encogió en una sola generación a su decrépito estado actual.

Los dieciocho habitantes que permanecían allí proporcionaban unos servicios que cada vez eran menos demandados; ofrecían agua a las caravanas de paso y arreglaban arreos y demás. Un oficial malazano que había estado de paso una vez, dos años antes, había murmurado algo sobre un nuevo camino elevado y un puesto avanzado con su guarnición, pero eso lo había motivado el tráfico ilegal de otataral puro, que, gracias a otros esfuerzos imperiales, había desaparecido desde entonces.

La reciente rebelión apenas había rozado la conciencia colectiva de los residentes, aparte de algún rumor ocasional que llegaba con un mensajero o prófugo que pasaba por allí a caballo, pero ni siquiera estos aparecían ya por la aldea. En cualquier caso, las rebeliones eran para otras gentes.

Así fue que la aparición de cinco figuras, de pie en la elevación más cercana a la pista del interior poco después del mediodía, se percibió de inmediato y pronto le llegó recado al jefe simbólico de la comunidad, el herrero, cuyo nombre era Barathol Mekhar y que era el único residente que no había nacido allí. De su pasado en el mundo que había más allá del villorrio poco se sabía, salvo lo que quedaba patente: su piel de un profundo color negro, casi ónice, lo distinguía como perteneciente a una tribu de la esquina sudoeste del subcontinente, a cientos, quizá miles de leguas de distancia. Y las espirales escarificadas de las mejillas parecían militares, al igual que la madeja de cortes que le salpicaban las manos y los antebrazos. Se le conocía como hombre de pocas palabras y prácticamente ninguna opinión (al menos que quisiese compartir), lo que lo convertía en la persona más adecuada para ser el líder no oficial de la aldea.

Seguido por media docena de adultos que todavía se preciaban de sentir curiosidad, Barathol Mekhar subió por la única calle hasta el borde de la aldea. Los edificios de ambos lados estaban en ruinas, abandonados mucho tiempo atrás, los tejados derrumbados y las paredes desmoronadas y apiladas de arena. A unos sesenta pasos de distancia se alzaban las cinco figuras, inmóviles salvo por las ondulaciones de las tiras raídas de los mantos de piel. Dos sostenían lanzas, los otros tres llevaban largos mandobles colgados a la espalda. A algunos parecían faltarles miembros.

Los ojos de Barathol no eran tan penetrantes como lo habían sido en otro tiempo. Con todo...

—Jhelim, Filiad, id a la herrería. Caminad, no corráis. Hay un baúl detrás de los pernos para el cuero. Tiene un cerrojo, rompedlo. Sacad el hacha y el escudo, y los guanteletes, y el yelmo, da igual la cadena, no hay tiempo para eso. Venga, vamos.

En los once años que Barathol había vivido entre ellos jamás había dicho tantas palabras seguidas a nadie. Jhelim y Filiad se habían quedado mirando, conmocionados, la ancha espalda del herrero; después, un miedo repentino les invadió las tripas, se dieron la vuelta y echaron a andar con movimientos rígidos y pasos torpes y muy largos calle abajo.

—Bandidos —susurró Kulat, el pastor que había matado a su última cabra a cambio de una botella de licor de una caravana que había pasado por la aldea siete años antes, y que no había hecho nada desde entonces—. Quizá solo quieran agua, no tenemos nada más. —Los pequeños guijarros redondos que tenía en la boca chasqueaban cuando hablaba.

—No quieren agua —dijo Barathol—. El resto, id a buscar armas, lo que sea; no, da igual. Solo volved a casa. Quedaos allí.

—¿Qué están esperando? —preguntó Kulat mientras los otros se desperdigaban.

—No lo sé —admitió el herrero.

—Bueno, no parecen ser de ninguna tribu que yo haya visto jamás. —Chupó las piedras durante un momento y después continuó—: Esas pieles... ¿no hace un poco de calor para llevar pieles? Y esos yelmos de hueso...

—¿Son de hueso? Tus ojos ven mejor que los míos, Kulat.

—Lo único que todavía funciona, Barathol. Una panda bajita, ¿eh? ¿Reconoces la tribu, quizá?

El herrero asintió. Tras ellos, llegados del pueblo, oyó a Jhelim y Filiad, que venían corriendo, respirando ruidosamente.

—Creo que sí —dijo Barathol para responder a la pregunta de Kulat.

—¿Van a ser un problema?

Apareció Jhelim luchando bajo el peso del hacha de doble hoja, el mango revestido de tiras de hierro, una cadena rodeaba el pomo cargado con un contrapeso, el acero de Aren de los bordes afilados era de plata reluciente. Un punzón con tres púas sobresalía de la parte superior del arma, ribeteado como la cabeza de un cuadrillo de ballesta. El joven había clavado los ojos en el objeto como si fuera el cetro del propio emperador.

Junto a Jhelim estaba Filiad, que llevaba los guanteletes de hojuelas de hierro, un escudo redondo y el yelmo con camal y visor enrejado.

Barathol recogió los guanteletes y se los puso. Las hojuelas onduladas le subían por los antebrazos hasta un codal con bisagras, y los guanteletes se ataban justo sobre la articulación. La parte inferior de las mangas albergaban una única barra, el hierro negro y repleto de muescas, que iba desde la muñeca al codal. El herrero cogió después el yelmo y frunció el ceño.

—Se os olvidó el forro acolchado. —Y le devolvió el yelmo al joven—. Dame el escudo, átamelo al brazo, maldito seas, Filiad. Más apretado. Bien.

El herrero estiró el brazo para coger el hacha. Jhelim necesitó los dos brazos y toda su fuerza para levantar el arma lo suficiente para que Barathol pudiera meter la mano derecha por la cadena; la retorció dos veces antes de cerrar la mano alrededor del mango, después levantó el arma sin aparente esfuerzo de las manos de Jhelim. Miró a los dos hombres.

—Salid de aquí —les dijo.

Kulat se quedó.

—Están avanzando, Barathol.

El herrero no había apartado la mirada de las figuras.

—No estoy tan ciego, viejo.

—Tienes que estarlo, si te quedas ahí de pie sin más. Dices que conoces la tribu... ¿han venido a por ti, quizá? ¿Alguna antigua venganza?

—Es posible —admitió Barathol—. Si es así, entonces a los demás no os debería pasar nada. Una vez que hayan acabado conmigo, se irán.

—¿Por qué estás tan seguro?

—No lo estoy. —Barathol levantó el hacha y se preparó—. Con los t’lan imass nunca se sabe.

Libro Primero. El dios de los mil dedos

Bajé por el sendero serpenteante hasta el valle,

donde bajos muros de piedra dividían las granjas y fuertes

y cada medido terreno tenía su lugar en el proyecto

que todos los que allí vivían bien entendían,

para guiar sus viajes y saludos de día

y prestar una mano conocida en la más oscura noche,

para regresar a la puerta de casa y los perros bailarines.

Caminé hasta que me detuvo un anciano

que se irguió de su trabajo para llamarme,

y sonriendo para esquivar sus cálculos y opiniones,

le pedí que me contara todo lo que sabía

de las tierras del oeste, más allá del valle.

Y a él le alivió responder que había ciudades,

inmensas y colmadas de todo tipo de cosas extrañas,

y un rey y sacerdocios que disputaban y una vez,

me dijo, él había visto una nube de polvo levantada

por el paso de un ejército que marchaba a la batalla

en algún sitio, estaba seguro, en el gélido sur.

Y así extraje todo lo que sabía, y no era mucho.

Más allá del valle nunca había estado, desde su nacimiento

hasta la fecha, jamás había sabido y jamás,

verdad sea dicha, había estado, pues así es

que la intriga transpira para los humildes

en todos lugares y todos los tiempos, y la curiosidad permanece roma

y picada, aunque tuvo aliento suficiente para preguntar

quién era yo y cómo había llegado allí y dónde

estaba mi destino, dejándome que respondiera, con una apagada sonrisa,

que mi destino eran las colmadas ciudades, pero que había

de pasar primero por allí, y había él notado ya

que sus perros estaban tirados y quietos en el suelo,

pues tenía permiso para responder, ya ves que he venido,

Señora de la Peste, y eso, por desgracia, era prueba

de una intriga mucho más grande.

La despedida de Poliel,

Pescador Kel'Tath

Capítulo 1

Capítulo 1

Abundan las mentiras en las calles estos días.

Mago supremo Tayschrenn,

coronación de la emperatriz Laseen

Recogido por el historiador imperial Duiker

1164 del Sueño de Ascua

Cincuenta y ocho días después de la ejecución de Sha’ik

Vientos caprichosos habían revuelto el polvo que había impregnado el aire horas antes y todos los que entraban por la puerta interior oriental de Ehrlitan llegaban recubiertos, ropas y piel, por el color de las colinas de arenisca roja. Mercaderes, peregrinos, boyeros y viajeros aparecían ante los guardias como si los conjuraran, uno tras otro, en el torbellino de la calima, las cabezas gachas al meterse con pasos trabajosos al socaire de la puerta, los ojos simples ranuras tras los pliegues de linos manchados. Cabras cubiertas de óxido tropezaban tras sus pastores, los caballos y bueyes llegaban con las cabezas caídas y círculos de costras arenosas alrededor de las aletas de la nariz y los ojos, las carretas siseaban cuando la arena se filtraba entre las tablas erosionadas del interior. Los guardias observaban, pensando solo en el fin de su turno y los baños, comidas y cuerpos cálidos que los esperaban como adecuada recompensa por las obligaciones cumplidas.

La mujer que llegó a pie llamó la atención, pero no por lo que hubiera debido. Envuelta en sedas ceñidas, la cabeza cubierta, la cara oculta bajo un chal, era, no obstante, digna de una segunda mirada, aunque solo fuera por la elegancia de su zancada y el balanceo de sus caderas. Los guardias, siendo hombres y esclavos de su imaginación, aportaron el resto.

La mujer notó su atención momentánea y la comprendió lo suficiente como para no preocuparse. Más problemático hubiera sido que uno o ambos de los guardias hubieran sido mujeres. A estas bien podría haberles extrañado que entrara en la ciudad por esa puerta concreta tras haber bajado a pie por ese camino concreto que serpenteaba legua tras legua por colinas abrasadas, prácticamente sin vida, y después corría durante muchas leguas más paralelo a un bosque de matorrales casi deshabitado. Una llegada, además, que hacía más inusual todavía el hecho de no llevar suministros y que el suave cuero de sus mocasines apenas estuviese gastado. Si los guardias hubieran sido mujeres, la habrían abordado y la mujer se habría enfrentado a preguntas difíciles, ninguna de las cuales estaba dispuesta a contestar con la verdad.

Una suerte para los guardias, entonces, que fueran varones. Una suerte también el delicioso señuelo de la imaginación de un hombre cuando esas miradas la siguieron hasta la calle, miradas que, vacías de suspicacia pero enfebrecidas, desnudaban su curvilínea forma con cada bamboleo de las caderas, un movimiento que la mujer solo exageraba un poco.

Al llegar a una intersección giró a la izquierda y solo un momento después había desaparecido de su vista. El viento soplaba embotado en la ciudad, aunque continuaba cayendo un polvo fino que lo cubría todo con una capa monocroma. La mujer siguió su camino entre la multitud, su ruta era una espiral gradual que se iba adentrando hacia el Jen’rahb, la meseta central de Ehrlitan, las múltiples capas de la inmensa ruina habitada por poco más que alimañas, tanto de cuatro como de dos patas. Al llegar al fin al alcance de los edificios desmoronados, encontró una posada cercana de apariencia modesta y sin ambición de ser otra cosa que un establecimiento local que albergaba a unas cuantas putas en las habitaciones del segundo piso y alrededor de una docena de parroquianos en la taberna de la planta baja.

Junto a la entrada de la taberna había un pasaje arqueado que llevaba a un jardín pequeño. La mujer entró en ese pasaje para cepillarse el polvo de la ropa y después siguió caminando hasta la taza poco profunda de agua repleta de sedimentos bajo una fuente de la que caía un hilillo intermitente, allí se quitó el chal y se salpicó la cara lo suficiente para lavarse el escozor de los ojos.

La mujer regresó por el pasaje y entró al fin en la taberna.

Tenebrosa, el humo de fuegos, faroles de aceite, durhang, itralbe y roya flotaba en el techo bajo de escayola, llena en sus tres cuartas partes y todas las mesas ocupadas. Un joven la había precedido por solo unos momentos y en ese momento estaba explicando casi sin aliento alguna aventura a la que apenas había sobrevivido. La mujer lo escuchó al pasar junto a él y sus oyentes y se permitió esbozar una leve sonrisa que era, quizá, más triste de lo que había pretendido.

Encontró un lugar en la barra y llamó con la mano al tabernero. Este se detuvo enfrente de ella y la estudió con atención mientras ella pedía, en ehrlitano sin acento, una botella de vino de arroz.

El tipo metió entonces la mano bajo el mostrador y la mujer oyó el tintineo de unas botellas mientras él le contestaba en malazano.

—Espero que no crea que aquí va a encontrar nada digno de ese nombre, muchacha. —El hombre se irguió y limpió el polvo de una botella de arcilla, después miró el tapón—. Esta al menos sigue sellada.

—Eso servirá —dijo la mujer sin dejar de hablar en el dialecto local y mientras dejaba sobre la barra tres medialunas de plata.

—¿Planea bebérsela toda?

—Necesitaría una habitación arriba en la que meterme —respondió ella, y quitó de un tirón el tapón cuando el tabernero puso una copa de hojalata en la barra—. Que tenga cerrojo —añadió.

—Entonces Oponn le sonríe —contestó el sirviente—. Acaba de quedar una disponible.

—Bien.

—¿Está destinada en el ejército de Dujek? —preguntó el hombre.

La mujer se sirvió una copa entera del vino ambarino y un tanto turbio.

—No. ¿Por qué, está aquí?

—Los últimos coletazos —respondió él—. El cuerpo principal partió hace seis días. Dejaron una guarnición, por supuesto. Por eso me preguntaba...

—No pertenezco a ningún ejército.

El tono de la mujer, extrañamente frío y rotundo, silenció al hombre. Unos momentos después se alejó para atender a otro cliente.

La mujer bebió. Fue consumiendo la botella a ritmo constante mientras la luz se iba desvaneciendo en el exterior y la taberna se iba atestando cada vez más, las voces subían de tono, los codos y los hombros la empujaban con más frecuencia de la que era del todo imprescindible. Hizo caso omiso de los magreos ocasionales, los ojos puestos en el líquido de la copa que tenía delante.

Al fin terminó, se volvió y se fue abriendo camino, con pasos no muy firmes, entre la multitud de cuerpos para llegar por fin a las escaleras. Subió con cautela, una mano en la endeble barandilla, apenas consciente de que alguien, como era de esperar, la estaba siguiendo.

En el rellano la mujer apoyó la espalda en la pared.

El desconocido llegó, todavía con esa sonrisa estúpida que se le congeló en la cara cuando la punta de un cuchillo se le apoyó en la piel bajo el ojo izquierdo.

—Vuelve abajo —dijo la mujer.

Una lágrima de sangre se deslizó por la mejilla del hombre y se fue espesando por el borde de la mandíbula. El hombre temblaba, hizo una mueca de dolor cuando la punta penetró un poco más.

—Por favor —susurró.

Ella se bamboleó apenas y abrió sin querer el pómulo del hombre, por suerte el cuchillo se deslizó hacia abajo en lugar de hacia el ojo. El tipo lanzó un grito y se tambaleó hacia atrás, levantó las manos en un esfuerzo por parar la hemorragia y bajó tropezando las escaleras.

Gritos abajo, después una carcajada áspera.

La mujer estudió el cuchillo que llevaba en la mano y se preguntó de dónde había salido y de quién era la sangre que relucía en él.

Daba igual.

Fue en busca de su habitación y al final la encontró.

La inmensa tormenta de polvo era natural, había nacido en el Jhag Odahn y recorría a contracorriente el corazón del subcontinente de Siete Ciudades. Los vientos barrían en dirección norte por el lado este de las colinas, riscos y viejas montañas que rodeaban el desierto sagrado de Raraku (un desierto que se había convertido en mar), y se veían atraídos a una guerra de relámpagos por toda la anchura del risco, visible desde las ciudades de Pan’potsun y G’danisban. Tras girar al oeste, la tormenta estiró unos brazos retorcidos, uno de los cuales golpeó Ehrlitan antes de apagarse sobre el mar Ehrlitan, mientras el otro alcanzó la ciudad de Pur Atrii. Cuando el cuerpo principal de la tormenta regresó enroscado al interior, cobró energía una vez más, apaleó el lado norte de las montañas Thalas y envolvió las ciudades de Hatra y Y’Ghatan antes de girar hacia el sur una última vez. Una tormenta natural, un último regalo, quizá, de los antiguos espíritus de Raraku.

El ejército fugitivo de Leoman de los Mayales abrazó ese último regalo y cabalgó metido en ese viento incesante durante días enteros, días que se convirtieron en semanas, el mundo exterior reducido a un muro de arena suspendida mucho más amarga por lo que recordaba a los supervivientes, su amado Torbellino, el martillo de Sha’ik y Dryjhna la Apocalíptica. Pero incluso en la amargura había vida, había salvación.

El ejército malazano de Tavore seguía en su persecución, no con prisas, no con la temeraria estupidez mostrada justo después de la muerte de Sha’ik y el aplastamiento de la rebelión. No, la caza se había convertido en un procedimiento medido, un acecho táctico de la última fuerza organizada que se oponía al imperio. Una fuerza que se creía que estaba en posesión del Libro Sagrado de Dryjhna, el único artefacto que daba esperanza a los rebeldes sitiados de Siete Ciudades.

Aunque no lo poseía, Leoman de los Mayales maldecía ese libro a diario. Con un celo casi religioso y una imaginación espantosa, rezongaba sus maldiciones; por suerte, el viento áspero le arrancaba las palabras y se las llevaba de modo que solo Corabb Bhilan Thenu’alas, que cabalgaba junto a su comandante, podía oírlas. Cuando se cansaba de la diatriba, Leoman fraguaba elaboradas intrigas para destruir el tomo una vez que cayera en sus manos. Fuego, orina de caballo, bilis, incendiarios moranthianos, el vientre de un dragón... hasta que Corabb, agotado, se alejaba para cabalgar en la compañía más razonable de sus compañeros rebeldes.

Los cuales lo importunaban entonces con preguntas temerosas y lanzaban miradas inquietas hacia Leoman. ¿Qué estaba diciendo?

Plegarias, respondía Corabb. Nuestro comandante le reza a Dryjhna todo el día. Leoman de los Mayales, les dijo, es un hombre pío.

Más o menos tan pío como era de esperar. La rebelión se estaba derrumbando, azotada a los vientos. Las ciudades habían capitulado una tras otra con la aparición de ejércitos y barcos imperiales. Los ciudadanos se volvían contra sus vecinos en su celo por presentar criminales que respondieran de la multitud de atrocidades cometidas durante el levantamiento. Los que habían sido héroes y los pequeños tiranos eran exhibidos por igual ante los que los volvían a ocupar y la sed de sangre lo gobernaba todo. Nuevas tan macabras llegaron a sus oídos por medio de las caravanas que interceptaban en su eterna huida hacia delante. Y con cada jirón de noticia, la expresión de Leoman se oscurecía todavía más, como si apenas pudiera sujetar la rabia de su interior.

Era la decepción, se dijo Corabb, y puntuaba el pensamiento cada vez con un largo suspiro. El pueblo de Siete Ciudades había renunciado muy rápido a la libertad adquirida a costa de tantas vidas y era una verdad muy amarga, un comentario muy sórdido sobre la naturaleza humana. ¿Había sido todo en vano? ¿Cómo no iba a experimentar un guerrero pío una desilusión que le quemaba el alma? ¿Cuántas decenas de miles de personas habían muerto? ¿Y para qué?

Y así Corabb se decía que entendía a su comandante. Comprendía que Leoman no podía dejarlo, todavía no, quizá nunca. Aferrarse al sueño daba significado a todo lo que había acontecido antes.

Pensamientos complicados. A Corabb le había llevado muchas horas de contemplación ceñuda alcanzarlos, dar ese salto extraordinario a la mente de otro hombre, ver por sus ojos, aunque solo fuera por un momento, antes de retroceder en humilde confusión. Había vislumbrado entonces lo que hacía a los grandes líderes, en la batalla, en los asuntos de estado. La facilidad de su inteligencia para cambiar de perspectiva, para ver las cosas desde todos lados. Cuando a Corabb le costaba tanto, la verdad sea dicha, aferrarse a una única visión (la suya) en medio de toda la discordia que el mundo tenía por costumbre alzar ante él.

Si no fuera por su comandante Corabb sabía de sobra que estaría perdido.

Una mano enguantada hizo un gesto y Corabb azuzó su montura hasta que llegó junto a Leoman.

El rostro encapuchado y envuelto en telas se giró hacia él; los dedos, vestidos de cuero, se quitaron la seda manchada de la boca y las palabras se gritaron para que Corabb pudiera oírlas.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber dónde estamos?

Corabb se quedó mirando, guiñó los ojos y después suspiró.

Su dedo proporcionó el drama al abrir un surco traumático por el sendero trillado. Las hormigas se desperdigaron en medio de la confusión y Samar Dev las observó revolverse, furiosas por el insulto, los soldados con las cabezas levantadas y las mandíbulas muy abiertas como si quisieran desafiar a los dioses. O, en ese caso, a una mujer que se iba muriendo poco a poco de sed.

Estaba echada de lado a la sombra de la carreta. Apenas había pasado el mediodía y el aire estaba quieto. El calor le había robado toda la fuerza de los miembros. No era probable que pudiera continuar el asalto contra las hormigas y al darse cuenta experimentó un momento de pesar. El reparto de discordia en unas vidas de otro modo predecibles, truncadas y sórdidas, parecía una acción loable. Bueno, quizá no loable pero desde luego interesante. Pensamientos divinos, pues, para conmemorar su último día entre los vivos.

Un movimiento llamó su atención. El polvo del camino se estremeció y empezó a oír un trueno creciente que reverberaba como tambores de barro. La pista en la que estaba no era de las más concurridas del Ugarat Odhan. Pertenecía a una era dejada ya muy atrás, cuando las caravanas surcaban las decenas de rutas que se abrían entre la docena o más de ciudades de las que la antigua Ugarat era el eje, y todas esas ciudades, salvo Kayhum en las orillas del río, y la propia Ugarat, llevaban muertas un millar de años o más.

Con todo, un jinete solitario podía sobrar o ser su salvación, pues ella era una mujer con amplios encantos femeninos y estaba sola. Se decía que a veces los bandidos y asaltantes utilizaban esas pistas casi olvidadas cuando querían ir de una ruta de caravanas a otra. Y los bandidos eran notorios por su falta de generosidad.

Los cascos se acercaron cada vez más ruidosos, la criatura frenó y un momento más tarde una nube sofocante de polvo rodó sobre Samar Dev. El caballo bufó, un sonido extraño y cruel, y se oyó un golpe seco más suave cuando el jinete se deslizó al suelo. Unas pisadas leves se acercaron.

¿Quién era? ¿Un niño? ¿Una mujer?

Apareció una sombra tras la que arrojaba la carreta y Samar Dev giró la cabeza y observó que la figura rodeaba sin prisas el vehículo y bajaba la cabeza para mirarla.

No, ni niño ni mujer. Quizá, pensó Samar, ni siquiera un hombre. Una aparición; pieles blancas y raídas le cubrían unos hombros de una anchura imposible. Llevaba una espada de sílex desconchado atada a la espalda, la empuñadura envuelta en cuero. Samar parpadeó con fuerza y buscó más detalles, pero el cielo brillante que tenía el hombre detrás la derrotó. Un gigante de hombre que caminaba tan silencioso como un gato del desierto, una visión de pesadilla, una alucinación.

Y entonces habló, pero estaba claro que no con ella.

—Tendrás que esperar por tu almuerzo, Estragos. Esta todavía vive.

—¿Estragos come mujeres muertas? —preguntó Samar con voz ronca—. ¿Con quién cabalgas?

—No con quién —respondió el gigante—. Sobre quién. —Se acercó todavía más y se agachó a su lado. Llevaba algo en las manos, una bota de agua, pero Samar se dio cuenta de que no podía apartar la mirada de su cara. Rasgos uniformes, de bordes duros, rotos y enloquecidos por el tatuaje de un vidrio quebrado, la marca de un esclavo fugado.

—Veo tu carreta —dijo él en el idioma de las tribus del desierto, pero con un acento extraño—, pero ¿dónde está la bestia que tiraba de ella?

—En el interior —respondió ella.

El gigante puso la bota junto a ella y se irguió, se acercó al vehículo y echó un vistazo dentro.

—Hay un hombre muerto aquí dentro.

—Sí, es él. Está destrozado.

—¿Estaba tirando de esta carreta? No me extraña que haya muerto.

Samar estiró los brazos y se las arregló para rodear con las dos manos el cuello de la bota de agua. Quitó el tapón y se la llevó a la boca. Agua cálida y deliciosa.

—¿Ves esas palancas dobles que tiene al lado? —preguntó—. Manipúlalas y la carreta se mueve. Es un invento mío.

—¿Es un trabajo duro? Entonces ¿por qué contratar a un viejo para hacerlo?

—Era un posible inversor. Quería ver cómo funcionaba por sí mismo.

El gigante rezongó y Samar vio que la estaba estudiando.

—Nos iba muy bien —dijo—. Al principio. Pero entonces se estropeó. La conexión. Solo planeábamos medio día, pero él nos había traído demasiado lejos antes de caer muerto. Pensé en caminar, pero entonces me rompí el pie...

—¿Cómo?

—Le di una patada a la rueda. En fin, que no puedo caminar.

Él siguió mirándola, como un lobo que estudiase a una liebre coja. Ella tomó más agua.

—¿Estás planeando ponerte desagradable? —le preguntó.

—Es el aceite de sangre lo que empuja a un guerrero teblor a violar. Yo no tengo. Hace años que no tomo a una mujer por la fuerza. ¿Eres de Ugarat?

—Sí.

—Debo entrar en esa ciudad en busca de provisiones. No quiero problemas.

—Puedo ayudarte.

—Quiero pasar sin que nadie me note.

—No estoy segura de que eso sea posible —le contestó ella.

—Haz que sea posible y te llevaré conmigo.

—Bueno, eso no es justo. Eres mucho más alto que un hombre normal. Tienes tatuajes. Tienes un caballo que come personas, suponiendo que sea un caballo y no un enkar’al. Y pareces llevar puesta la piel de un oso de pelo blanco.

El gigante le dio la espalda a la carreta.

—¡De acuerdo! —se apresuró a decir ella—. Pensaré en algo.

Él se acercó otra vez, recogió la bota de agua y se la colgó de un hombro, después la cogió a ella por el cinturón con una sola mano. El dolor atravesó la pierna derecha de la mujer cuando el pie roto quedó colgando.

—¡Por los Siete Mastines! —siseó—. ¿Tan indecoroso tienes que hacer esto?

Sin decir nada el guerrero la llevó al caballo que lo esperaba. La mujer vio que no era un enkar’al, pero tampoco un caballo normal. Alto, delgado y pálido, las crines y la cola plateadas, con los ojos rojos como la sangre. Una única rienda, sin silla ni estribos.

—Apóyate en la pierna buena —le dijo él mientras la levantaba. Después cogió un lazo de cuerda y se subió de un salto al caballo.

Con un jadeo, apoyada en el caballo, Samar Dev examinó los ramales de la cuerda que sostenía el hombre y vio que había estado arrastrando algo mientras cabalgaba. Dos enormes cabezas podridas. Perros u osos, tan enormes como el propio hombre.

El guerrero bajó los brazos y sin ceremonia alguna la levantó hasta que la acomodó tras él. Más oleadas de dolor, la amenaza de la oscuridad.

—Sin que nadie me note —dijo otra vez.

Samar Dev echó un vistazo a las dos cabezas cortadas.

—Eso no hay ni que decirlo —contestó.

Oscuridad y olor a cerrado en la pequeña habitación, el aire viciado y sudoroso. Dos cortes rectangulares en la pared justo debajo del techo bajo permitían que el aire fresco de la noche se deslizara en el interior en ráfagas intermitentes, como suspiros del mundo que esperaba. Para la mujer acurrucada en el suelo junto a la estrecha cama, ese mundo tendría que esperar un poco más. Brazos que envolvían las rodillas levantadas, cabeza gacha, envuelta en cabello negro que colgaba en mechones grasientos; estaba llorando. Y llorar era meterse en uno mismo, por completo, un lugar interior mucho más despiadado e implacable que cualquier otra cosa de fuera.

Lloraba por el hombre al que había abandonado para huir del dolor que había visto en sus ojos, el amor que sentía por ella y que lo hacía continuar tropezando tras su estela, igualando cada uno de sus pasos, pero incapaz de acercarse todavía más. Eso era lo que ella no podía permitir. Los intrincados dibujos de una serpiente encapuchada albergaban encantos hipnotizantes, pero la picadura no era menos letal por ello. Ella era igual. No había nada en ella (nada que ella pudiera ver) digno del abrumador regalo del amor. Nada en ella digno de él.

El hombre había estado ciego a esa verdad y ese era su defecto, el defecto que siempre había poseído él. La voluntad, quizá la necesidad, de creer en lo bueno donde nada bueno podía hallarse. Bueno, ese era un amor que ella no podía tolerar y no iba a llevarse a ese hombre con ella.

Cotillion lo había entendido. El dios había visto con claridad en las profundidades de esa oscuridad mortal, con tanta claridad como Apsalar. Y por tanto no había habido nada velado en las palabras y silencios intercambiados entre ella y el dios patrón de los asesinos. Un reconocimiento mutuo. Las tareas que le encomendaba eran de una naturaleza que encajaba con la orientación de él y los talentos concretos de ella. Cuando ya se había pronunciado la condena, uno no se podía indignar por la sentencia. Pero ella no era ningún dios, tan alejada de la humanidad que encontraba en la amoralidad una fuente de consuelo, un refugio en el que ocultarse de las propias acciones. Todo era cada vez más y más... difícil de llevar.

Él no la añoraría durante mucho tiempo. Sus ojos se irían abriendo poco a poco. A otras posibilidades. Después de todo, viajaba con dos mujeres, se lo había dicho Cotillion. Bien. El hombre sanaría y no estaría solo mucho tiempo, estaba segura de ello.

Más que combustible suficiente para alimentar su autocompasión.

Con todo, tenía tareas que cumplir y no serviría de nada regodearse demasiado tiempo en esos excesos indeseados. Apsalar levantó poco a poco la cabeza y estudió los escasos detalles granulados de la habitación. Intentó recordar cómo había llegado allí. Le dolía la cabeza y tenía la garganta reseca. Se secó las lágrimas de las mejillas y se levantó sin prisas. Tenía un tremendo dolor tras los ojos.

Abajo se oían los sonidos de una taberna, decenas de voces, carcajadas de borrachos. Apsalar encontró su manto forrado de seda, le dio la vuelta y se deslizó la prenda por los hombros, después se acercó a la puerta, abrió el cerrojo y salió al pasillo. Dos lámparas de aceite parpadeaban en unos huecos de la pared, una barandilla y unas escaleras en el otro extremo. De la habitación de enfrente salía el ruido ahogado de una pareja haciendo el amor, los gemidos de la mujer eran demasiado melodramáticos para ser sinceros. Apsalar escuchó un momento más y se preguntó qué tenían aquellos sonidos que la perturbaban tanto, después atravesó el parpadeo de sombras, llegó a los escalones y bajó.

Era tarde, seguramente bien pasada la duodécima campanada. Unos veinte parroquianos ocupaban la taberna, la mitad de ellos con la librea de los guardias de caravanas. No eran clientes habituales, dada la incomodidad con la que los contemplaban los habitantes restantes y Apsalar notó, al acercarse a la barra, que tres eran gral mientras que otro par, ambas mujeres, eran pardu. Ambas tribus bastante desagradables, o eso le dijeron los recuerdos de Cotillion en un sutil susurro de inquietud. Gritones y despóticos como tenían por costumbre, sus ojos buscaron y siguieron a la mujer que avanzaba hacia la barra; pero ella prefirió ser cauta y mantuvo la mirada apartada.

El tabernero se acercó cuando llegó.

—Estaba empezando a pensar que había muerto —dijo mientras levantaba una botella de vino de arroz y se la ponía delante—. Antes de que eche mano de esto, muchacha, me gustaría ver algunos dineros.

—¿Cuánto le debo hasta el momento?

—Dos medialunas de plata.

Ella frunció el ceño.

—Creí que ya había pagado.

—Por el vino, sí. Pero después pasó una noche, un día y una velada entera en la habitación y yo tengo que cobrarle por hoy también, puesto que ya es muy tarde para intentar alquilarla ahora. Y por último —el tipo hizo un gesto—, está esta botella de aquí.

—Yo no dije que la quisiera —respondió ella—. Pero si le queda algo de comer...

—Algo tengo.

Apsalar sacó su saquita de monedas y buscó dos medialunas.

—Tome. Suponiendo que esto sea por la habitación de esta noche también.

El tabernero asintió.

—¿No quiere el vino entonces?

—No. Cerveza de Sawr’ak, si tiene la bondad.

El otro cogió la botella y se alejó.

Un par de figuras se colocaron a ambos lados de ella. Las mujeres pardu.

—¿Ves esos gral? —preguntó una señalando con un gesto una mesa cercana—. Quieren que bailes para ellos.

—No, no quieren —respondió Apsalar.

—No —dijo la otra mujer—, sí que quieren. Incluso te pagarán. Caminas como una bailarina. Nos dimos cuenta todos. No querrás disgustarles...

—Exacto. Que es por lo que no bailaré para ellos.

Era obvio que a las dos mujeres eso las confundió. En el intervalo llegó el tabernero con una jarra de cerveza y un cuenco de hojalata de sopa de cabra, la capa de grasa de la superficie lucía pelos blancos que daban fe de su origen. El hombre añadió un buen trozo de pan moreno.

—¿Le vale?

Ella asintió.

—Gracias. —Después se volvió a la mujer que había hablado la primera—. Soy bailarina de Sombra. Díselo, pardu.

Ambas mujeres retrocedieron de repente y Apsalar se inclinó sobre la barra y escuchó el siseo de las palabras que recorrieron la taberna. De inmediato se encontró con que tenía cierto espacio a su alrededor. Me vale.

El camarero la miraba con cautela.

—Está llena de sorpresas —dijo—. Esa danza está prohibida.

—Sí, así es.

—Usted es de Quon Tali —dijo él en voz más baja—. Itko Kan diría yo, por el sesgo de sus ojos y ese cabello negro. Jamás había oído hablar de una bailarina de Sombra que fuera de Itko Kan. —Se inclinó más hacia ella—. Yo nací justo a las afueras de Gris, ¿sabe? Estaba en la infantería regular del ejército de Dassem, recibí un lanzazo en la espalda en mi primera batalla y ahí se acabó todo para mí. Me perdí Y’Ghatan, por lo que doy gracias a diario a Oponn. Ya me entiende. No vi morir a Dassem y me alegro.

—Pero todavía tiene historias en abundancia —dijo Apsalar.

—Sí que las tengo —dijo el hombre con un asentimiento enfático. Después agudizó la mirada sobre ella. Tras un momento rezongó algo y se apartó.

Comió, bebió cerveza y su dolor de cabeza se fue desvaneciendo poco a poco.

Un rato después le hizo un gesto al tabernero, que se acercó.

—Voy a salir —anunció—, pero quiero quedarme en la habitación así que no se la alquile a nadie más.

Él se encogió de hombros.

—Ya la ha pagado. Cierro a la cuarta campanada.

Apsalar se irguió y se dirigió a la puerta. Los guardias de las caravanas siguieron con la mirada su avance, pero ninguno hizo ningún movimiento para seguirla, al menos no de inmediato.

Apsalar esperaba que hicieran caso de la advertencia implícita que les había hecho. Ya tenía que matar a un hombre esa noche y, en lo que a ella se refería, uno era suficiente.

Al salir, Apsalar se detuvo un momento. El viento había amainado. Las estrellas eran visibles como motas desdibujadas tras el velo de polvo fino que seguía posándose al paso de la tormenta. El aire era frío y quieto. Apsalar se envolvió en su manto y se cubrió con el chal de seda la mitad inferior de la cara, después giró a la izquierda por la calle. En el cruce con un estrecho callejón de sombras densas, se deslizó de repente por la oscuridad y desapareció.

Unos momentos después las dos mujeres pardu se dirigieron sin ruido al callejón. Se detuvieron en la entrada, miraron por el camino sinuoso y no vieron a nadie.

—Dijo la verdad —siseó una, mientras hacía una señal de protección—. Camina por las sombras.

La otra asintió.

—Debemos informar a nuestro nuevo amo.

Y se alejaron.

Apsalar permaneció de pie dentro de la senda de Sombra, las dos pardu tenían un aspecto fantasmal, parecían estremecerse y entrar y salir de la existencia cuando echaron a andar calle arriba. Apsalar las observó durante otra docena de latidos. Sentía curiosidad, ¿quién podría ser su amo? Pero esa era una pista que tendría que seguir otra noche. Se giró y estudió el mundo forjado de sombras en el que se encontraba. Por todos lados, una ciudad sin vida. En nada se parecía a Ehrlitan, la arquitectura primitiva y robusta, con verjas con dinteles de piedra que llevaban a pasadizos estrechos que corrían rectos entre muros altos. Nadie caminaba por esos caminos empedrados. Los edificios de ambos lados de los pasadizos eran todos de dos plantas o menos, tejados planos y sin ventanas visibles. Altas puertas estrechas se abrían, negras, a la penumbra granulosa.

Ni siquiera los recuerdos de Cotillion reconocían esa manifestación del Reino de Sombra, pero tampoco era tan extraño. Parecía haber un número incontable de capas y los fragmentos de la senda hecha pedazos eran mucho más extensos de lo esperable. El reino estaba en eterno movimiento, unido a una especie de fuerza caprichosa migratoria que se deslizaba sin cesar por el mundo mortal. Sobre ella, el cielo era de color gris pizarra; lo que pasaba por noche en Sombra, y el aire era cálido y turgente.

Uno de los pasadizos llevaba hacia la colina plana central de Ehrlitan, el Jen’rahb, en otro tiempo la Corona de Falah’d, convertida en una masa de escombros. Se puso en camino hacia allí con los ojos en los restos casi transparentes de piedra caída que se cernían sobre ella. El sendero se abrió a una plaza, cada una de las cuatro paredes recubiertas de grilletes. Dos pares todavía sostenían cuerpos. Desecados, derrumbados en el polvo, las calaveras recubiertas de piel hundidas, descansando en pechos de huesos gráciles; uno estaba en el extremo que tenía enfrente, el otro en la parte posterior del muro de la izquierda. Un portal interrumpía la línea del muro contrario, cerca de la esquina de la derecha.

Curiosa, Apsalar se acercó a la figura más cercana. No estaba segura, pero parecía ser tiste, ya fuera andii o edur. El cabello largo y liso del cadáver carecía de color, blanqueado por la antigüedad. Sus avíos se habían podrido y solo habían dejado unas cuantas tiras arrugadas y trocitos corroídos de metal. Cuando se agachó ante el cuerpo, hubo un remolino de polvo junto al cuerpo y las cejas de Apsalar se alzaron cuando una sombra surgió poco a poco. Carne translúcida, los huesos luminiscentes de una forma extraña, una cara esquelética con ojos como pozos negros.

—El cuerpo es mío —susurró la criatura, los dedos huesudos se aferraban al aire—. No te lo puedes quedar.

El idioma era tiste andii y a Apsalar le sorprendió de un modo vago ser capaz de entenderlo. Los recuerdos de Cotillion y el conocimiento oculto en ellos todavía podían sobresaltarla en ocasiones.

—¿Y qué haría yo con el cuerpo? —preguntó ella—. Tengo el mío, después de todo.

—Aquí no. Yo no veo nada salvo un fantasma.

—Y yo también.

La criatura pareció sorprenderse.

—¿Estás segura?

—Falleciste hace mucho tiempo —dijo Apsalar—. Suponiendo que el cuerpo encadenado sea el tuyo.

—¿El mío? No. Por lo menos no me lo parece. Podría serlo. ¿Por qué no? Sí, era yo, en otro tiempo, hace mucho. Lo reconozco. Tú eres el fantasma, no yo. Yo jamás me he sentido mejor, de hecho. Mientras que tú... no tienes buen aspecto.

—No obstante —dijo Apsalar—. No tengo ningún interés en robar un cadáver.

La sombra estiró un brazo y rozó el cabello lacio y pálido del cadáver.

—Yo era preciosa, ¿sabes? Muy admirada, muy perseguida por los jóvenes guerreros del enclave. Quizá siga siéndolo y solo sea mi espíritu el que está tan... andrajoso. ¿Qué es más visible para el ojo mortal? ¿El vigor y la belleza que moldea la carne o el miserable desgraciado que se oculta debajo?

Apsalar hizo una mueca y apartó la mirada.

—Depende, creo, de la atención con que mires.

—Y lo clara que sea tu visión. Sí, estoy de acuerdo. Y la belleza, pasa tan rápido, ¿verdad? Pero la miseria, ah, la miseria resiste.

Una nueva voz siseó desde donde el otro cadáver colgaba de sus cadenas.

—¡No la escuches! Zorra traidora, ¡mira dónde terminamos! ¿Culpa mía? Oh, no, yo era la honesta. Todo el mundo lo sabía, y además más guapa, ¡no dejes que te diga lo contrario! ¡Acércate, querido fantasma, y escucha la verdad!

Apsalar se irguió.

—Aquí no soy yo el fantasma...

—¡Disimuladora! ¡No me extraña que la prefieras a ella antes que a mí!

Apsalar vio entonces a la otra sombra, gemela de la primera, que flotaba sobre su propio cadáver, o al menos el cadáver que reclamaba como propio.

—¿Cómo acabasteis las dos aquí? —preguntó.

La segunda sombra señaló a la primera.

—¡Es una ladrona!

—¡Y tú también! —replicó la primera.

—¡Yo solo te estaba siguiendo a ti, Telorast! «¡Oh, metámonos en Fortalezasombría! ¡Después de todo, allí no hay nadie! ¡Podríamos llevarnos incontables riquezas!» ¿Por qué te creí? Fui idiota...

—Bueno —la interrumpió la otra—, por lo menos en eso estamos de acuerdo.

—No tiene sentido —dijo Apsalar— que las dos os quedéis aquí. Vuestros cadáveres se están pudriendo, pero esos grilletes jamás los liberarán.

—¡Tú sirves al nuevo señor de Sombra! —La segunda sombra parecía muy agitada por su propia acusación—. Ese miserable, baboso, desgraciado...

—¡Calla! —siseó la primera sombra, Telorast—. ¡Volverá para mofarse de nosotras otra vez! Y yo, por lo menos, no tengo ningún deseo de volver a verlo otra vez. Ni a esos malditos Mastines. —El fantasma se acercó un poco más a Apsalar—. Amabilísima sirvienta del extraordinario nuevo señor, para responder a tu pregunta, desde luego que nos encantaría abandonar este lugar. Por desgracia, ¿adónde iríamos? —Señaló con un gesto de una mano huesuda y vaporosa—. Más allá de la ciudad hay criaturas terribles. ¡Engañosas, hambrientas, numerosas! Ahora bien —añadió con un ronroneo—, si tuviéramos escolta...

—Oh, sí —exclamó la segunda sombra—, una escolta, hasta una de las puertas; una responsabilidad modesta, momentánea, pero nosotras estaríamos muy agradecidas.

Apsalar estudió a las dos criaturas.

—¿Quién os encerró? Y decid la verdad, o no recibiréis ninguna ayuda de mí.

Telorast hizo una profunda reverencia y luego pareció inclinarse todavía más; Apsalar todavía tardó un momento en darse cuenta de que se estaba arrastrando.

—Verdad diremos. No mentiríamos en esto. No oirás recuerdos más claros ni hallarás integridad más pura en el relato de dichos recuerdos en ningún reino. Fue un señor de demonios...

—¡Con siete cabezas! —interpuso la otra subiendo y bajando el cuerpo con un entusiasmo mal contenido.

Telorast se encogió.

—¿Siete cabezas? ¿Había siete? Bien podría haberlas habido. ¿Por qué no? ¡Sí, siete cabezas!

—¿Y qué cabeza —preguntó Apsalar—, afirmaba ser el supuesto señor?

—¡La sexta!

—¡La segunda!

Las dos sombras se miraron con gesto hosco y después Telorast levantó un dedo esquelético.

—¡Exacto! ¡Sexta por la derecha, segunda por la izquierda!

—Oh, muy bien —canturreó la otra.

Apsalar miró a la sombra.

—Tu compañera se llama Telorast, ¿cómo te llamas tú?

La criatura se estremeció y después empezó a arrastrarse también y levantar diminutas nubes de polvo.

—Príncipe... rey Cruel, el Asesino de Todo Enemigo. El Temido. El Adorado. —Dudó entonces—. ¿Princesa Recatada? ¡Amada por mil héroes, hombres fornidos de rostros severos todos y cada uno! —Un tic, murmullos quedos, un breve arañazo de su propia cara—. Un caudillo, no, un dragón de veintidós cabezas, con nueve alas y once mil colmillos. Dada la oportunidad...

Apsalar se cruzó de brazos.

—Tu nombre.

—Cuajo.

—Cuajo.

—No duro mucho.

—Que es lo que, para empezar, nos trajo a este patético fallecimiento —dijo Telorast—. Se suponía que tenías que vigilar el sendero, te dije a propósito que vigilaras el sendero...

—¡Lo vigilé!

—Pero no viste al Mastín Baran...

—Vi a Baran, pero estaba vigilando el sendero.

—Está bien —repuso Apsalar con un suspiro—, ¿por qué debería proporcionaros a vosotras dos una escolta? Dadme un motivo, por favor. Cualquier motivo.

—Somos compañeras leales —respondió Telorast—. Permaneceremos a tu lado sea cual sea tu terrible fin.

—Guardaremos tu cuerpo desgarrado para toda la eternidad —añadió Cuajo—, o por lo menos hasta que llegue alguien más...

—A menos que sea Caminante del Filo.

—Bueno, eso no hay ni que decirlo, Telorast —explicó Cuajo—. No nos cae bien.

—O los Mastines.

—Por supuesto...

—O Tronosombrío, o Cotillion, o una aptoriana, o uno de esos...

—¡Ya está bien! —chilló Cuajo.

—Os escoltaré —decidió Apsalar— hasta una puerta. Por donde podréis abandonar este reino, dado que ese parece vuestro deseo. Con toda probabilidad os encontraréis atravesando la Puerta del Embozado, lo que sería hacerle un favor a todo el mundo, salvo, quizá, al propio Embozado.

—A esta no le caemos bien —gimió Cuajo.

—No lo digas en voz alta —le soltó Telorast—, que se va a dar cuenta. Ahora mismo no está segura y eso nos conviene, Cuajo.

—¿Que no está segura? ¿Estás sorda? ¡Acaba de insultarnos!

—Eso no significa que no le caigamos bien. No necesariamente. Irritada con nosotras, quizá; claro que, nosotras irritamos a todo el mundo. O, más bien, tú irritas a todo el mundo, Cuajo. Porque eres muy informal.

—No soy siempre informal, Telorast.

—Venga, vamos —dijo Apsalar mientras echaba a andar hacia el otro portal—. Tengo cosas que hacer esta noche.

—¿Y qué pasa con estos cuerpos? —preguntó Cuajo.

—Se quedan aquí, es obvio. —Se volvió y miró a las dos sombras—. O me seguís o no. Allá vosotras.

—Pero nos gustaban esos cuerpos...

—No pasa nada, Cuajo —dijo Telorast con tono tranquilizador—. Ya buscaremos otros.

Apsalar le lanzó a Telorast una mirada, divertida por el comentario, y después echó a andar y se metió en el pasadizo estrecho.

Los dos fantasmas se apresuraron a salir revoloteando tras ella.

El suelo llano de la cuenca era una celosía enloquecida de grietas, los sedimentos arcillosos del viejo lago secado por décadas de sol y calor. El viento y las arenas habían pulido la superficie de modo que resplandecía a la luz de la luna como baldosas de plata. Un pozo muy hundido, rodeado por un muro bajo de ladrillos, marcaba el centro del lecho del lago.

Varios exploradores de la columna de Leoman ya habían llegado al pozo y habían desmontado para inspeccionarlo mientras el cuerpo principal de guerreros montados bajaba en fila a la cuenca. La tormenta había pasado y las estrellas resplandecían en el cielo. Los caballos agotados y los exhaustos rebeldes formaban una lenta procesión por la maraña de grietas del suelo. Las poliñeras aleteaban sobre las cabezas de los jinetes, serpenteaban y giraban para escapar de los rhizanes que daban vueltas entre ellas como dragones en miniatura. Una guerra incesante en las alturas, puntuada por el crujido de la armadura del caparazón y los gritos agónicos aflautados, metálicos, de las poliñeras.

Corabb Bhilan Thenu’alas se inclinó hacia delante en la silla, los goznes del pomo chirriaron, y escupió a la izquierda. Un desafío, una maldición contra esos ecos clamorosos de batalla. Y para sacarse el sabor a arena de la boca. Miró a Leoman, que cabalgaba en silencio. Iban dejando un rastro de caballos muertos y casi todos iban ya por la segunda o la tercera montura. Una docena de guerreros se había rendido al ritmo impuesto ese último día, ancianos que habían soñado con una última batalla contra los odiados malazanos bajo la bendita mirada de Sha’ik, y solo para ver cómo la traición les arrancaba esa oportunidad. Había más de uno y de dos espíritus rotos en ese destrozado regimiento. Corabb lo sabía. Era fácil entender cómo se podía perder la esperanza durante ese patético viaje.

Si no fuera por Leoman de los Mayales, el propio Corabb quizá se hubiera rendido mucho tiempo atrás, se habría escabullido entre las arenas al viento para buscar su propio destino, se habría deshecho de las galas de soldado rebelde y se habría asentado en alguna ciudad remota con recuerdos de desesperación acosando su sombra hasta que el Acaparador de Almas llegara a reclamarlo. Si no fuera por Leoman de los Mayales.

Los jinetes llegaron al pozo y se repartieron para crear un campamento circular alrededor de aquella agua dadora de vida. Corabb detuvo su montura un momento después de Leoman y desmontaron los dos, las botas hicieron crujir una alfombra de huesos y escamas de peces muertos mucho tiempo atrás.

—Corabb —dijo Leoman—, camina conmigo.

Partieron hacia el norte hasta que estuvieron a cincuenta pasos de los piquetes exteriores, solos en aquella plaza agrietada. Corabb observó una depresión cercana en la que se adivinaban bultos medio enterrados de arcilla. Sacó su daga, se acercó y se agachó para sacar uno de los bultos. Lo rompió y reveló un sapo encogido en el interior, extrajo la criatura y volvió junto a su comandante.

—Un regalo inesperado —dijo mientras partía una pata atrofiada y arrancaba la carne dura pero dulce.

Leoman se lo quedó mirando a la luz de la luna.

—Tendrás sueños extraños, Corabb, si comes eso.

—Sueños de espíritus, sí. No me asustan, comandante. Salvo por todas esas plumas.

Sin hacer ningún comentario más, Leoman se desató el yelmo y se lo quitó. Se quedó mirando las estrellas y después habló.

—¿Qué quieren mis soldados de mí? ¿He de guiarnos a una victoria imposible?

—Tu destino es llevar el Libro —dijo Corabb con la boca llena de carne.

—Y la diosa está muerta.

—Dryjhna es más que una diosa, comandante. La Apocalíptica es tanto un tiempo como cualquier otra cosa.

Leoman lo miró.

—Consigues seguir sorprendiéndome, Corabb Bhilan Thenu’alas, después de todos estos años.

Complacido por el cumplido, o por lo que tomó por un cumplido, Corabb sonrió, escupió un hueso y contestó a su superior.

—He tenido tiempo para pensar, comandante. Mientras cabalgábamos. He reflexionado mucho y esas reflexiones han tomado caminos extraños. Somos el Apocalipsis. Este último ejército de la rebelión. Y creo que estamos destinados a demostrarle al mundo la verdad.

—¿Por qué crees eso?

—Porque nos guías tú, Leoman de los Mayales, y no eres de los que te escabulles como una rata de aguas fugitiva. Viajamos hacia algo, lo sé; muchos aquí lo ven como una huida, pero yo no. O, por lo menos, no todo el tiempo.

—Una rata de aguas —caviló Leoman—. Así es como se llaman esas ratas que comen lagartos en el Jen’rahb, en Ehrlitan.

Corabb asintió.

—Las de los cuerpos largos, con las cabezas de escamas, sí.

—Una rata de aguas —repitió Leoman, extrañamente pensativo—. Casi imposibles de cazar. Pueden meterse por rendijas con las que tendría problemas hasta una serpiente. Cráneos articulados...

—Huesos como ramas verdes, sí —dijo Corabb mientras chupaba el cráneo del sapo y después lo tiraba. Y vio que le brotaban alas y salía volando en la noche. Miró los rasgos revestidos de plumas de su comandante—. Son unas mascotas terribles. Cuando se asustan, se meten en el primer agujero que ven, por pequeño que sea. Una mujer murió con una rata de aguas metida por la nariz, o eso he oído. Cuando quedan encajadas empiezan a morder. Plumas por todas partes.

—Tengo entendido que ya nadie las tiene como mascotas —dijo Leoman, y se puso a estudiar las estrellas una vez más—. Cabalgamos hacia nuestro Apocalipsis, ¿verdad? Sí, bueno.

—Podríamos dejar los caballos —sugirió Corabb—. Y limitarnos a salir volando. Sería mucho más rápido.

—Eso sería cruel, ¿no crees?

—Cierto. Bestias honorables, los caballos. Tú nos guiarás, alado, y triunfaremos.

—Una victoria imposible.

—Muchas victorias imposibles, comandante.

—Una bastaría.

—Muy bien —repuso Corabb—. Una, entonces.

—Yo no quiero esto, Corabb. Yo no quiero nada de esto. Estoy pensando en dispersar este ejército.

—Eso no funcionaría, comandante. Regresamos al lugar en el que nacimos. Es la época para regresar. Para construir nidos en los tejados.

—Creo —exclamó Leoman— que es hora de que te vayas a dormir.

—Sí, tienes razón. Me voy a dormir.

—Ve. Yo me quedaré aquí un rato.

—Eres Leoman de las Plumas y será como tú digas. —Corabb le hizo un saludo militar y regresó sin prisa al campamento y su hueste de enormes buitres. Tampoco era tan malo, caviló. Los buitres sobrevivían porque otras cosas no lo hacían, después de todo.

Una vez solo, Leoman continuó estudiando el cielo nocturno. Ojalá ese toblakai estuviera cabalgando con él. El guerrero gigante era inmune a la incertidumbre. Por desgracia, también carece de sutileza. La cachiporra del razonamiento de Karsa Orlong no permitiría disfrazar las verdades desagradables.

Una rata de aguas. Tendría que pensarlo.

—¡No puedes entrar con eso!

El guerrero gigante volvió la vista y miró las cabezas que arrastraba, después alzó a Samar Dev y la posó en el suelo antes de bajarse él también de la bestia. Se cepilló el polvo de las pieles y se acercó al guardia de la puerta. Lo cogió y lo tiró contra una carreta cercana.

Alguien chilló, un grito que se cortó en seco cuando el guerrero dio media vuelta.

Veinte pasos calle arriba, la tarde caía sobre el segundo guardia, que estaba en plena huida, rumbo, sospechaba Samar, al blocao, para reunir a unos veinte de sus compañeros. Samar suspiró.

—Esto no ha empezado bien, Karsa Orlong.

El primer guardia, tirado entre la carreta hecha pedazos, no se movía.

Karsa miró a Samar Dev.

—Todo va bien, mujer —dijo—. Tengo hambre. Búscame una posada, una que tenga establo.

—Tendremos que movernos rápido, y no es que yo pueda hacerlo.

—Estás resultando ser una carga —dijo Karsa Orlong.

Las alarmas empezaron a sonar a unas calles de distancia.

—Vuelve a subirme a tu caballo —dijo Samar— y te daré indicaciones, pero para lo que va a servir...

El gigante se acercó a ella.

—Cuidado, por favor, esta pierna no soportará muchos más empellones.

Karsa hizo una mueca de disgusto.

—Eres débil, como todos los niños. —Pero fue menos descuidado cuando la volvió a subir al caballo.

—Baja por esa pista lateral —le dijo ella—. Aléjate de las campanas. Hay una posada en la calle Trosfalhadan, no está lejos. —Miró a la derecha y vio un pelotón de guardias que acababa de aparecer más abajo, en la calle principal—. Deprisa, guerrero, si no quieres pasar la noche en una celda.

Los ciudadanos se habían reunido para observarlos. Dos se habían acercado al guardia muerto o inconsciente y se habían agachado para examinar al desgraciado. Otro se había quedado cerca, se quejaba de la carreta destrozada y señalaba a Karsa, aunque solo cuando el enorme guerrero no miraba.

Bajaron por la avenida que corría paralela a la antigua muralla. Samar frunció el ceño al ver los varios mirones que habían optado por seguirlos.

—Soy Samar Dev —dijo en voz muy alta—. ¿Os arriesgaréis a que os maldiga? ¿Alguno? —La gente se echó hacia atrás y se dio la vuelta a toda prisa.

Karsa giró la cabeza y la miró.

—¿Eres bruja?

—No tienes ni idea.

—¿Y si te hubiera dejado en el camino, me habrías maldecido?

—Desde luego.

El gigante rezongó y no dijo nada en los siguientes diez pasos, después se volvió una vez más.

—¿Por qué no apelaste a los espíritus para sanarte tú misma?

—No tenía nada con lo que negociar —respondió ella—. Los espíritus que uno encuentra en los yermos son seres hambrientos, Karsa Orlong. Codiciosos y poco fiables.

—Entonces, como bruja no vales mucho si tienes que negociar. ¿Por qué no limitarse a vincularlos y exigirles que te curen la pierna?

—El que vincula se arriesga a ser vinculado a su vez. No pienso ir por ese camino.

Karsa no respondió.

—Aquí está la calle Trosfalhadan. Subiendo por la avenida, ahí, ¿ves ese edificio grande con el complejo amurallado al lado? Posada de la Madera, se llama. Deprisa, antes de que los guardias lleguen a esta esquina.

—Nos encontrarán de todos modos —dijo Karsa—. Has fracasado en tu tarea.

—¡No fui yo la que arrojó a ese guardia contra una carreta!

—Fue muy grosero. Deberías habérselo advertido.

Llegaron a las puertas dobles del complejo.

De la esquina de detrás llegaron gritos. Samar se giró en el caballo y observó que los guardias corrían hacia ellos. Karsa pasó junto a ella sin prisas y sacó la enorme espada de pedernal.

—¡Espera! —exclamó Samar—. Déjame hablar con ellos primero, guerrero, a no ser que quieras encontrarte luchando contra toda una ciudad de guardias.

El hombretón hizo una pausa.

—¿Son dignos de compasión?

La mujer lo estudió un momento y después asintió.

—Si no ellos, al menos sus familias.

—¡Estás arrestado! —El grito procedía de los guardias que se acercaban a toda prisa.

La cara tatuada de Karsa se oscureció.

Samar se bajó con cuidado del caballo y cojeó hasta colocarse entre el gigante y los guardias, todos los cuales habían sacado cimitarras y se estaban desplegando por la calle. Detrás se iba reuniendo una multitud de espectadores. Samar levantó las manos.

—Ha habido un malentendido.

—Samar Dev —dijo un hombre con un gruñido—. Será mejor que te apartes, esto no es asunto tuyo...

—Pero es que lo es, capitán Inashan. Este guerrero me ha salvado la vida. Mi carreta se averió en los yermos y yo me rompí la pierna, mírame. Me estaba muriendo. Así que recurrí a un espíritu de la naturaleza.

El capitán abrió mucho los ojos y miró a Karsa Orlong.

—¿Esto es un espíritu?

—Sin lugar a dudas —respondió Samar—. Un espíritu que, por supuesto, no conoce nuestras costumbres. Ese guardia de la puerta actuó de un modo que este espíritu percibió como hostil. ¿Vive todavía?

El capitán asintió.

—Cayó inconsciente, eso es todo. —El hombre señaló entonces las cabezas cortadas—. ¿Y eso, qué?

—Trofeos —respondió ella—. Demonios. Escaparon de su reino y se acercaban a Ugarat. Si no los hubiera matado este espíritu, habrían caído sobre nosotros y provocado una gran matanza. Y al no quedar ni un solo mago digno de ese nombre en Ugarat, habríamos corrido una suerte aciaga, sin duda.

El capitán Inashan entornó los ojos y miró a Karsa.

—¿Entiendes mis palabras?

—Han sido bastante simples hasta el momento —respondió el guerrero.

El capitán frunció el ceño.

—¿Dice la mujer la verdad?

—Más de lo que cree; con todo, hay falsedades en su relato. No soy un espíritu. Soy toblakai, en otro tiempo guardaespaldas de Sha’ik. Pero esta mujer negoció conmigo como lo haría con un espíritu. Es más, no sabía nada de dónde provengo o quién era, así que bien podría haber imaginado que era un espíritu de la naturaleza.

Varias voces se alzaron tanto entre los guardias como entre los ciudadanos al oír el nombre de «Sha’ik», y Samar vio en la expresión del capitán que había caído en la cuenta.

—Toblakai, compañero de Leoman de los Mayales. Han llegado a nuestros oídos historias sobre ti. —Señaló con la cimitarra la piel que envolvía los hombros de Karsa—. Mataste a un soletaken, un oso blanco. Ejecutaste a los que traicionaron a Sha’ik en Raraku. Se dice que acabaste con demonios la noche antes de que asesinaran a Sha’ik —añadió con los ojos puestos en las cabezas desolladas, podridas—. Y cuando a ella la asesinó la consejera, tú saliste a caballo para enfrentarte al ejército malazano, y no quisieron luchar contigo.

—Hay algo de verdad en lo que has hablado —dijo Karsa—, salvo las palabras que intercambié con los malazanos...

—Perteneciente al círculo de Sha’ik —se apresuró a decir Samar, que presentía que el guerrero estaba a punto de decir algo imprudente—, ¿cómo no íbamos a darte la bienvenida los habitantes de Ugarat? La guarnición malazana ha sido expulsada de esta ciudad y en estos momentos se muere de hambre en la fortaleza Moraval, al otro lado del río, asediados sin esperanza de socorro.

—En eso te equivocas —dijo Karsa.

A Samar le apeteció darle una coz. Claro que, mira cómo había salido la última vez. Esta vez, zopenco, cuélgate tú solo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el capitán Inashan.

—La rebelión está vencida, los malazanos han tomado ciudades a decenas. Vendrán también aquí, al final. Sugiero que hagáis las paces con la guarnición.

—¿No te pondría eso en riesgo a ti? —preguntó Samar.

El guerrero enseñó los dientes.

—Mi guerra ha acabado. Si no saben aceptarlo, los mataré a todos.

Una afirmación estrafalaria, pero nadie se rio. El capitán Inashan vaciló, después envainó su cimitarra y sus soldados siguieron su ejemplo.

—Hemos oído hablar del fracaso de la rebelión —dijo—. Para los malazanos de la fortaleza quizá ya sea demasiado tarde. Llevan meses atrapados allí. Y hace tiempo que no se ve a nadie en las murallas...

—Iré yo allí —dijo Karsa—. Se han de hacer gestos de paz.

—Se dice —murmuró Inashan— que Leoman todavía vive. Que encabeza el último ejército y ha jurado seguir luchando.

—Leoman cabalga por su propio camino. Yo no pondría fe alguna en él si fuera tú.

El consejo no fue bien recibido. Surgieron discusiones hasta que Inashan se volvió hacia sus guardias y los silenció levantando la mano.

—Esos asuntos se han de llevar al falah’d. —Volvió a mirar a Karsa—. ¿Te quedarás esta noche en la Posada de la Madera?

—Así es, aunque no está hecha de madera, así que debería llamarse la Posada del Ladrillo.

Samar se echó a reír.

—Puedes discutirlo con el propietario, Toblakai. Capitán, ¿hemos terminado aquí?

Inashan asintió.

—Enviaré un sanador a arreglarte la pierna, Samar Dev.

—A cambio, te bendigo a ti y a todos los tuyos, capitán.

—Eres muy generosa —respondió el militar con una inclinación.

El pelotón se alejó. Samar se volvió y miró al gigantesco guerrero.

—Toblakai, ¿cómo has sobrevivido tanto tiempo en Siete Ciudades?

El hombretón la miró y después se echó la espada de piedra una vez más al hombro.

—No se ha hecho armadura que pueda soportar la verdad...

—¿Cuando la respalda esa espada?

—Sí, Samar Dev. He descubierto que a los niños no les lleva mucho entenderlo. Incluso aquí, en Siete Ciudades. —Abrió las puertas—. Estragos requerirá un establo alejado de las otras bestias... al menos hasta que se aplaque su hambre.

—No me gusta la pinta que tiene eso —murmuró Telorast sin dejar de moverse, nerviosa.

—Es una puerta —dijo Apsalar.

—Pero ¿adónde lleva? —preguntó Cuajo, la cabeza indistinta se bamboleaba.

—Lleva fuera —respondió la asesina—. Al Jen’rahb, en la ciudad de Ehrlitan. Es adonde voy.

—Entonces es adonde vamos nosotras —anunció Telorast—. ¿Hay cuerpos allí? Eso espero. Cuerpos sanos y carnosos.

Apsalar miró a los dos fantasmas.

—¿Tenéis intención de robar cuerpos para que alberguen vuestros espíritus? No estoy segura de poder permitirlo.

—Oh, nosotras no haríamos eso —dijo Cuajo—. Eso sería posesión y es difícil, muy difícil. Los recuerdos entran y salen, provocan confusión e inconsistencias.

—Cierto —dijo Telorast—. Y nosotras somos muy consistentes, ¿verdad? No, querida, es solo que nos gustan los cuerpos. Tenerlos cerca. Nos... consuelan. Tú, por ejemplo. Eres un gran consuelo para nosotras, aunque no sabemos tu nombre.

—Apsalar.

—¡Está muerta! —chilló Cuajo. Y a Apsalar—: ¡Sabía que eras un fantasma!

—Me llamo así por la Señora de los Ladrones. No soy ella en carne y hueso.

—Tiene que estar diciendo la verdad —le dijo Telorast a Cuajo—. Si te acuerdas, Apsalar no se parecía en nada a esta. La verdadera Apsalar era imass, o casi imass. Y no era muy amable...

—Porque robaste en los cofres de su templo —replicó Cuajo sin dejar de revolverse en pequeñas nubes de polvo.

—Incluso antes de eso. De lo más desagradable, mientras que esta Apsalar, esta de aquí, es amable. Su corazón estalla de calidez y generosidad...

—Ya está bien —dijo Apsalar, y se volvió hacia la puerta una vez más—. Como ya he dicho, esta puerta lleva al Jen’rabh... para mí. Para vosotras dos, por supuesto, bien podría llevar al Reino del Embozado. No me hago responsable si os encontrarais ante la Puerta de la Muerte.

—¿El Reino del Embozado? ¿La Puerta de la Muerte? —Telorast empezó a moverse de un lado a otro, un movimiento extraño que Apsalar se dio cuenta con retraso que era pasearse, aunque el fantasma se había hundido en parte en el suelo y, por tanto, parecía más bien que estaba vadeando unas aguas—. No hay riesgo de eso. Somos demasiado poderosas. Demasiado sabias. Demasiado astutas.

—Fuimos grandes magos una vez —explicó Cuajo—. Nigromantes, caminantes espirituales, ilusionistas, empuñábamos fortalezas feroces, señores de las mil sendas...

—Señoras, Cuajo, señoras de las mil sendas.

—Sí, Telorast. Señoras, desde luego. ¿Qué estaría pensando? Señoras hermosas, curvilíneas, lánguidas, sensuales, en ocasiones afectadas...

Apsalar atravesó la puerta.

Se metió entre los escombros rotos que había junto a los cimientos de un muro derrumbado. El aire nocturno era frío y las estrellas destacaban en el cielo.

—... y hasta Kallor temblaba ante nosotras, ¿no es verdad, Telorast?

—Oh, sí, temblaba.

Apsalar bajó la mirada, se encontró flanqueada por los dos fantasmas y suspiró.

—Ya veo que habéis evadido el Reino del Embozado.

—Manos codiciosas y torpes —desdeñó Cuajo—. Fuimos demasiado rápidas.

—Como sabíamos que seríamos —añadió Telorast—. ¿Qué lugar es este? Está todo roto...

Cuajo se subió al muro de los cimientos.

—No, te equivocas, Telorast, como siempre. Veo edificios más allá. Ventanas iluminadas. El mismo aire hiede a vida.

—Esto es el Jen’rahb —dijo Apsalar—. El antiguo centro de la ciudad, que se derrumbó hace mucho tiempo bajo su propio peso.

—Como todas las ciudades, al final —comentó Telorast mientras intentaba coger un fragmento de ladrillo. Pero la mano le resbalaba y atravesaba el objeto sin poder evitarlo—. Oh, en este reino somos inútiles.

Cuajo bajó la cabeza y miró a su compañera.

—Necesitamos cuerpos...

—Ya os he dicho...

—No temas, Apsalar —respondió Cuajo con un canturreo—, que no te ofenderemos sin razón. Los cuerpos no tienen por qué ser inteligentes, después de todo.

—¿Aquí hay equivalentes a los Mastines? —preguntó Telorast.

Cuajo lanzó un bufido.

—¡Los Mastines son inteligentes, idiota!

—¡Solo en plan estúpido!

—No tan estúpidos como para dejarse engañar por nosotras, ¿no?

—¿Aquí hay imbrules? ¿Stantars? ¿Luthuras... aquí hay luthuras? Escamosos, colas largas y prensiles, ojos como los ojos de los murciélagos purlith...

—No —negó Apsalar—. Ninguna de esas criaturas. —Frunció el ceño—. Las que habéis mencionado son de Starvald Demelain.

Un silencio momentáneo de los dos fantasmas, después Cuajo serpenteó por la cima del muro hasta que su misterioso rostro quedó enfrente de Apsalar.

—¿En serio? Bueno, eso sí que es una coincidencia peculiar...

—Sin embargo, habláis el idioma de los tiste andii.

—¿Lo hablamos? Vaya, eso sí que es más raro todavía.

—Desconcertante —asintió Telorast—. Nosotras, eh, supusimos que era el idioma que hablabas tú. Es decir, tu lengua materna.

—¿Por qué? Yo no soy tiste andii.

—No, por supuesto que no. Bueno, gracias al Abismo que lo hemos aclarado. ¿Adónde vamos ahora?

—Sugiero —comenzó Apsalar tras pensarlo un momento— que vosotras dos os quedéis aquí. Tengo tareas que hacer esta noche y no conviene que lleve compañía.

—Deseas sigilo —susurró Telorast, y se agachó—. Lo notamos, ¿sabes? Hay algo de ladrona en ti. Creo que las tres somos espíritus afines. Una ladrona, sí, y quizá algo más oscuro.

—Pues por supuesto que más oscuro —dijo Cuajo desde el muro—. Sirve a Tronosombrío, o al Patrón de los Asesinos. Esta noche se derramará sangre y nuestra compañera mortal será la que la derrame. Es una asesina y nosotras deberíamos saberlo después de haber conocido a un sinfín de asesinos en nuestros tiempos. Mírala, Telorast, tiene hojas letales escondidas por toda su persona...

—Y huele a vino rancio.

—Quedaos aquí —ordenó Apsalar—. Las dos.

—¿Y si no? —preguntó Telorast.

—Entonces informaré a Cotillion de que os habéis escapado y él enviará a los Mastines tras vuestro rastro.

—¡Nos obligas a estar en servidumbre! ¡Nos atrapas con amenazas! ¡Cuajo, hemos sido engañadas!

—¡Matémosla y robémosle el cuerpo!

—No, Cuajo. Hay algo en ella que me asusta. De acuerdo, Apsalar que no es Apsalar, nos quedaremos aquí... un rato. Hasta que podamos estar seguras de que estás muerta o algo peor, ese es el tiempo que nos quedaremos aquí.

—O hasta que regreses —añadió Cuajo.

Telorast siseó de un modo extraño, como un reptil.

—Sí, idiota, esa sería la otra opción —dijo después.

—Entonces ¿por qué no lo dijiste?

—Porque es obvio, por supuesto. ¿Por qué debería desperdiciar aliento mencionando lo obvio? El caso es que esperamos aquí. De eso se trata.

—Quizá se trate de eso para ti —dijo Cuajo alargando las palabras—, pero no necesariamente para mí, y no es que vaya a desperdiciar aliento explicándote nada a ti, Telorast.

—Siempre fuiste demasiado obvia, Cuajo.

—Las dos —dijo Apsalar—. Callaos y esperad aquí hasta que yo regrese.

Telorast se dejó caer contra las piedras de los cimientos del muro y se cruzó de brazos.

—Sí, sí. Tú vete. Nos da igual.

Apsalar se abrió camino a toda prisa entre los restos de piedras caídas, quería poner toda la distancia posible entre ella y los dos fantasmas antes de buscar el sendero oculto que, si todo iba bien, la llevaría hasta su víctima. Maldijo el sentimentalismo que debilitaba tanto su resolución que había terminado encadenada a dos fantasmas chiflados. Sabía que no serviría de nada abandonarlos. Si dejaba que se arreglaran solos, lo más probable era que desataran el caos en Ehrlitan. Se esforzaban demasiado por convencerla de que eran inofensivos, pero por alguna razón los habrían encadenado en el Reino de Sombra, una senda en la que proliferaban las criaturas encerradas por toda la eternidad, pocas de las cuales podían clamar de verdad que se había cometido con ellas una injusticia.

No había ninguna Casa de Azath clara en la senda de Sombra, así que se habían empleado métodos más mundanos para anular las amenazas. O eso le parecía a Apsalar. Prácticamente todos los elementos permanentes de Sombra estaban entreverados de cadenas irrompibles y cuerpos que yacían enterrados en el polvo, sujetos a grilletes unidos a esas cadenas. Tanto ella como Cotillion se habían encontrado con menhires, túmulos, árboles antiguos, muros de piedra y peñascos, todos hogar de prisioneros sin nombre: demonios, ascendientes, aparecidos y fantasmas. En medio de un círculo de piedra había encadenados tres dragones, en apariencia muertos, pero su carne no se marchitaba ni pudría y el polvo cubría unos ojos que permanecían abiertos. Ese lugar pavoroso lo había visitado Cotillion y cierto leve residuo de inquietud se aferraba al recuerdo, Apsalar sospechaba que en aquel encuentro había habido algo más, pero no todo en la vida de Cotillion estaba al alcance de los recuerdos de la asesina.

Se preguntó quién era el responsable de todos esos encadenamientos. ¿Qué entidad desconocida poseía tal poder como para vencer a tres dragones? Había tanto en el Reino de Sombra que desafiaba su entendimiento. Igual que el de Cotillion, sospechaba.

Cuajo y Telorast hablaban el idioma de los tiste andii. Pero traicionaban un conocimiento íntimo del reino draconiano de Starvald Demelain. Habían conocido a la Señora de los Ladrones, que se había desvanecido del panteón largo tiempo atrás, aunque, si las leyendas de Darujhistan tenían algo de verdad, había reaparecido por un breve tiempo menos de un siglo antes, solo para desvanecerse una segunda vez.

Intentaba robar la luna. Una de las primeras historias que le había contado Azafrán tras la repentina partida de Cotillion de su mente. Un relato con sabor local para reforzar el culto en la región, quizá. Admitió que sentía cierta curiosidad. La diosa era tocaya suya, después de todo. ¿Imass? No hay representaciones icónicas de la Señora, cosa que resulta bastante extraña, quizá una prohibición impuesta por los templos. ¿Cuáles son sus símbolos? Ah, sí. Huellas. Y un velo. Decidió que interrogaría a los fantasmas más a fondo sobre el tema.

En cualquier caso, estaba bastante segura de que Cotillion no se alegraría de que hubiera liberado a esos fantasmas. Tronosombrío se pondría furioso. Todo lo cual quizá a ella la hubiera aguijoneado todavía más. Estuve poseída una vez, pero ya no. Sigo sirviendo, pero como me conviene a mí, no a ellos.

Afirmaciones osadas, pero eran todo lo que le quedaba si quería aferrarse a algo. Un dios utiliza y después desecha. La herramienta se abandona y olvida. Cierto, parecía que Cotillion no era tan indiferente como la mayor parte de los dioses en ese tema, pero ¿hasta qué punto podía confiar ella?

Bajo la luz de la luna, Apsalar encontró el sendero secreto que serpenteaba entre las ruinas. Se abrió camino por él en silencio, utilizando cada sombra disponible, hasta el corazón del Jen’rahb. Ya bastaba de pensamientos errabundos. Debía concentrarse, no fuera a convertirse ella en la víctima de esa noche.

Había que responder a las traiciones. Esa tarea era más por cuenta de Tronosombrío que de Cotillion, o eso le había explicado el Patrón de los Asesinos. Una vieja cuenta que saldar. Las intrigas se multiplicaban y ya eran bastante confusas, y la situación empeoraba, a juzgar por la agitación de Tronosombrío en los últimos tiempos. Algo de esa inquietud se había contagiado a Cotillion. Había habido rumores sobre otra convergencia de poderes. Más inmensa que cualquiera que hubiera acaecido hasta entonces y, de algún modo, Tronosombrío estaba en el centro. En el centro de todo.

Llegó cerca de la cúpula del templo hundido, la única estructura casi completa una vez adentrados en el Jen’rahb. Agazapada tras un bloque inmenso cuyas superficies estaban atestadas de glifos arcanos, se acomodó y estudió el modo de acercarse. Había líneas de visión potenciales en incontables direcciones. Sería todo un desafío si habían colocado vigilantes para proteger la entrada oculta a ese templo. Tenía que suponer que esos vigilantes estaban allí, ocultos en grietas y fisuras de todos lados.

Mientras miraba captó un movimiento que salía del templo y se alejaba a la izquierda con movimientos furtivos. Demasiado distante para distinguir detalles. En cualquier caso, una cosa estaba clara. La araña estaba en el corazón de su nido, recibiendo y enviando agentes al exterior. Ideal. Con un poco de suerte, los centinelas escondidos supondrían que ella era uno de esos agentes, a menos, por supuesto, que hubiera caminos concretos que hubiera que usar, un patrón alterado cada noche.

Había otra opción. Apsalar sacó el largo y fino chal conocido como telaba y se envolvió la cabeza con él hasta que solo quedaron expuestos los ojos. Desenvainó sus cuchillos y se pasó veinte latidos estudiando la ruta que iba a tomar, después salió como un rayo. Un movimiento rápido explotaba el factor sorpresa y además hacía de ella un objetivo más difícil. Mientras corría entre los escombros, esperaba el chasquido pesado de una ballesta, el quejido del cuadrillo al cortar el aire. Pero no se oyó nada. Al llegar al templo vio la fisura que servía de entrada y se dirigió allí.

Se deslizó en la oscuridad y se detuvo un momento.

El pasadizo hedía a sangre.

Mientras esperaba a que se le acostumbraran los ojos, contuvo el aliento y escuchó. Nada. Podía distinguir ya el corredor inclinado que tenía delante. Apsalar avanzó poco a poco y se detuvo al borde de una cámara más grande. Había un cuerpo tirado en el suelo polvoriento, entre un charco de sangre que iba aumentando. En el otro extremo del aposento había una cortina corrida delante de una puerta. Aparte del cuerpo, se veían unos cuantos muebles modestos en la habitación. Un brasero arrojaba una luz irregular naranja. En el aire, el olor amargo a muerte y humo.

Se acercó al cuerpo, los ojos puestos en la cortina del fondo. Sus sentidos le decían que no había nadie detrás de la cortina, pero si se equivocaba, el error podría resultar fatal. Al llegar a la figura encogida, envainó un cuchillo y después estiró la mano y empujó el cuerpo para ponerlo boca arriba. Lo suficiente para verle la cara.

Mebra. Al parecer alguien había hecho el trabajo por ella.

Un revoloteo de movimiento en el aire tras ella. Apsalar se agachó y rodó a la izquierda al tiempo que una estrella arrojadiza destellaba sobre ella y abría un agujero en la cortina. Se puso en pie, aunque todavía agachada, y se enfrentó al pasaje exterior.

Por donde una figura envuelta en ropas ceñidas grises entró en la cámara. La mano izquierda enguantada de la figura sostenía otra estrella de hierro, los múltiples bordes relucían con el veneno untado. En la mano derecha llevaba un cuchillo kethra, ganchudo y de hoja ancha. Una telaba ocultaba los rasgos del asesino, pero alrededor de los ojos oscuros había una masa de tatuajes grabados en blanco que destacaban contra la piel negra.

El homicida se apartó de la puerta con los ojos clavados en Apsalar.

—Mujer estúpida —siseó una voz de hombre en ehrlitano con fuerte acento.

—Clan meridional de los semk —dijo Apsalar—. Estás muy lejos de casa.

—No debía haber testigos. —La mano izquierda del hombre destelló.

Apsalar se dio la vuelta de golpe. La estrella de hierro pasó como un rayo y se estrelló contra la pared que tenía detrás.

El semk se abalanzó tras arrojar la estrella. En el mismo movimiento dejó caer la mano izquierda con fuerza y de lado para apartar el brazo con el que Apsalar sujetaba el cuchillo y después apuñaló con el kethra para buscar el abdomen de la mujer, de modo que pudiera rasgarla con la hoja y destriparla. Nada de lo cual consiguió.

Al tiempo que él bajaba el brazo izquierdo, Apsalar dio un paso a la derecha. El talón de la mano masculina crujió con fuerza contra la cadera de ella. El movimiento que hizo la asesina para apartarse del kethra obligó al semk a intentar seguirla con el arma. Mucho antes de que pudiera alcanzarla, ella ya le había clavado al semk su cuchillo entre las costillas y la punta le había perforado la parte posterior del corazón.

Con un gemido estrangulado, el semk se encorvó, se desprendió de la hoja del cuchillo y se precipitó al suelo. Lanzó su último suspiro y se quedó quieto.

Apsalar limpió el arma en el muslo del hombre y empezó a cortarle la ropa. Los tatuajes continuaban y cubrían cada parte de él. Un rasgo bastante común entre los guerreros del clan meridional, pero el estilo no era semk. Escritura arcana que serpenteaba por los miembros musculosos del asesino, parecida a las tallas que Apsalar había visto en las ruinas del exterior del templo.

El idioma del Primer Imperio.

Con una sospecha creciente, la asesina le dio la vuelta al cuerpo y descubrió la espalda. Y vio un trozo oscurecido, más o menos rectangular, encima de la clavícula derecha del semk. Donde el nombre del hombre había estado en otro tiempo, antes de que lo ocultaran con un ritual.

Ese hombre había sido sacerdote de los Sin Nombre.

Oh, Cotillion, esto no te va a hacer ninguna gracia.

—¿Y bien?

Telorast levantó la cabeza.

—¿Y bien qué?

—Es mona.

—Nosotras somos más monas.

Cuajo lanzó un bufido.

—En estos momentos, creo que difiero.

—Está bien. Si te gustan las morenas y letales.

—Lo que preguntaba, Telorast, es si nos quedamos con ella.

—Si no nos quedamos, Caminante del Filo no estará muy contento con nosotras, Cuajo. Y no querrás eso, ¿verdad? No sería la primera vez que no está contento con nosotras, ¿o ya se te ha olvidado?

—¡Bien! Tenías que sacarlo a colación, ¿verdad? Así que está decidido. Nos quedamos con ella.

—Sí —dijo Telorast—. Hasta que encontremos una forma de salir de este lío.

—¿Quieres decir que los engañemos a todos?

—Por supuesto.

—Bien —dijo Cuajo, se estiró por el muro en ruinas y se quedó mirando las extrañas estrellas—. Porque yo quiero recuperar mi trono.

—Yo también.

Cuajo olisqueó el aire.

—Muertos. Frescos.

—Sí. Pero no ella.

—No, no ella. —El fantasma se quedó callado un momento y después añadió—: No solo una cara bonita, entonces.

—No —asintió con tono lúgubre Telorast—, no solo una cara bonita.

Capítulo 2

Capítulo 2

Es un hecho sabido por todos que un hombre que resulta ser el hechicero más poderoso, más terrible y más letal del mundo debe tener una mujer a su lado. Pero de ello no se deduce, niños míos, que una mujer de similares proporciones requiera un hombre al suyo.

Y ahora bien, ¿quién quiere ser tirano?

Señora Wu

Escuela de niños abandonados y golfillos de Ciudad Malaz

1152 del Sueño de Ascua

Insustancial, aparecía y desaparecía, lleno de humo y entreverado de jirones, Ammanas no paraba de moverse sobre el antiguo Trono de Sombra. Los ojos como hematinas pulidas estaban clavados en la escuálida figura que tenía de pie delante. Una figura cuya cabeza carecía de pelo salvo por una maraña salvaje de rizos grises y negros encima de las orejas y por detrás del cráneo sutilmente deformado. Y dos cejas que competían con el flequillo en caótica rebeldía, escabulléndose y anudándose para igualar el desconcertante e inquietante tumulto de emociones de la arrugada cara que había debajo.

El sujeto no dejaba de murmurar, y no del todo en voz baja.

—No es tan aterrador, ¿verdad? Entra y sale, llega y se va, aquí y en otros sitios, una aparición de intención vacilante y quizá vacilante intelecto, mejor no dejarle que me lea el pensamiento... ¡ponte serio, no, atento, no, complacido! No, espera. Encogido. Aterrado. No, maravillado. Sí, maravillado. Pero no durante mucho tiempo, eso es cansado. Pon cara de aburrido. Dioses, ¿en qué estoy pensando? Lo que sea menos aburrido, por muy aburrido que pueda ser esto, con él mirándome desde ahí arriba y yo mirándole desde aquí abajo y Cotillion ahí de brazos cruzados, apoyado en la pared y con esa sonrisa de satisfacción, ¿qué clase de público es? La peor clase, digo yo. ¿Qué estaba pensando? Bueno, por lo menos estaba pensando. Estoy pensando, de hecho, y se podría suponer que Tronosombrío está haciendo lo mismo, suponiendo claro está que su cerebro no se haya escapado por algún agujero, puesto que no es nada más que sombras, así que ¿qué tiene dentro? El caso es que yo bien haría en recordarme, como estoy haciendo ahora, el caso es que él me emplazó a mí. Así que aquí estoy. Servidor legítimo. Leal. Bueno, más o menos leal. Fiable. La mayor parte del tiempo. Modesto y respetuoso, siempre. En apariencia para los demás y lo que es aparente para los demás es lo único que importa en este y cualquier otro mundo. ¿Verdad? ¡Sonríe! Una mueca. Pon cara de útil. Esperanzado. Agobiado, hirsuto, casual. Espera, ¿cómo se pone cara de casual? ¿Qué clase de expresión debe de ser esa? Debo reflexionar. Pero ahora no, porque esto no es casual, esto es circunstancial...

—Silencio.

—¿Mi señor? Yo no he dicho nada. Oh, será mejor que aparte la vista y piense en esto. No he dicho nada. Silencio. ¿Quizá esté haciendo una observación? Sí, tiene que ser eso. Vuelve a mirar ahora, con deferencia, y di en voz alta: «Desde luego, mi señor». Silencio. Ya está. ¿Cómo reacciona? ¿Es eso cólera creciente? ¿Cómo se va a saber con todas esas sombras? Bueno, si yo me sentara en ese trono...

—¡Iskaral Pust!

—¿Sí, mi señor?

—Lo he decidido.

—¿Sí, mi señor? Bueno, si ha decidido algo, ¿por qué no lo dice sin más?

—He decidido, Iskaral Pust...

—¡Está haciéndolo otra vez! ¿Sí, mi señor?

—Que tú... —Tronosombrío hizo una pausa y pareció pasarse una mano por los ojos—. Oh, vaya... —añadió con un murmullo, y después se irguió—. He decidido que tendrás que servir.

—¿Mi señor? ¡Aparta los ojos! Este dios está chiflado. ¡Sirvo a un dios chiflado! ¿Qué clase de expresión merece eso?

—¡Vete! ¡Sal de aquí!

Iskaral Pust hizo una reverencia.

—Por supuesto, mi señor. ¡De inmediato! —Después se quedó allí, a la espera. Miró a su alrededor y lanzó una mirada de súplica a Cotillion—. ¡Se me llamó! ¡No puedo irme hasta que el completo idiota del trono me libere! Cotillion lo entiende (podría ser diversión lo que hay en esos horrendos ojos fríos), oh, ¿por qué no dice nada? ¿Por qué no le recuerda a esa mancha charlatana del trono...?

Un gruñido de Ammanas y el sumo sacerdote de Sombra, Iskaral Pust, se desvaneció.

Tronosombrío se quedó entonces sentado, inmóvil, durante un tiempo antes de volver la cabeza poco a poco para mirar a Cotillion.

—¿Qué estás mirando? —preguntó.

—No mucho —respondió Cotillion—. Te has ido haciendo más insustancial en los últimos tiempos.

—Me gusta así. —Se estudiaron el uno al otro durante un momento—. ¡De acuerdo, voy un poco forzado! —El chillido resonó en la sala y el dios se tranquilizó—. ¿Crees que llegará a tiempo?

—No.

—Crees que si llega, ¿será suficiente?

—No.

—¿Y a ti, quién te ha preguntado?

Cotillion observó a Ammanas ponerse furioso, removerse y agitarse en el trono. Después, el Señor de Sombra se quedó quieto y levantó poco a poco un único dedo largo y delgado.

—Tengo una idea.

—Pues te dejo con ella —dijo Cotillion al tiempo que se apartaba de la pared—. Voy a dar un paseo.

Tronosombrío no respondió.

Cuando miró, Cotillion vio que se había desvanecido.

—Oh —murmuró—, esa sí que fue una buena idea.

Cuando salió de Fortalezasombría hizo una pausa para estudiar el paisaje. Tenía por costumbre cambiar en un solo momento, aunque no cuando alguien lo estaba mirando, lo que, suponía, era lo que lo salvaba. Una línea de colinas boscosas a la derecha, barrancos y quebradas justo delante y un lago fantasmal a la izquierda sobre el que navegaban media docena de barcos de velas grises a lo lejos. Demonios artorallah, que partían a atacar las aldeas aptorianas de la costa, sospechó Cotillion. No era frecuente que la región del lago apareciera tan cerca de la fortaleza y Cotillion sintió un momento de inquietud. Los demonios de ese reino parecían hacer poco más que esperar el momento propicio sin prestar demasiada atención a Tronosombrío y haciendo más o menos lo que les placía. Que por lo general suponía disputas varias, ataques relámpagos contra vecinos y pillajes surtidos.

Ammanas bien podría ponerlos a sus órdenes si así lo decidía. Pero casi nunca lo hacía, quizá no quería poner a prueba los límites de su lealtad. O quizá solo estaba ocupado con algún otro asunto. Con sus intrigas.

Las cosas no iban bien. Un poco forzado, ¿eh, Ammanas? No me sorprende. Cotillion podía compadecerse, y casi lo hizo, por un instante, antes de recordarse que Ammanas había provocado la mayor parte de los riesgos que lo acosaban. Y, por extensión, los que me acosan a mí también.

Los senderos que tenía delante eran estrechos, retorcidos y traicioneros. Requerían la máxima cautela con cada paso medido.

Así sea. Después de todo, no es la primera vez que lo hacemos. Y triunfamos. Por supuesto, esa vez había mucho más en juego. Demasiado, quizá.

Cotillion se puso en camino rumbo a los terrenos accidentados que tenía enfrente. Dos mil pasos y ante él había una pista que llevaba a un barranco. Las sombras rodaban entre las toscas paredes de roca. Reticentes a separarse cuando él se metió en la pista, se deslizaron como algas en bajíos alrededor de sus piernas.

Tanto en ese reino había perdido su legítimo... lugar. La confusión disparaba un tumulto airado en bolsas donde se reunían las sombras. Lamentos leves susurraban en sus oídos, como si estuvieran muy lejos, la voz de multitudes ahogándose. El sudor perló la frente de Cotillion y aceleró el paso hasta que dejó atrás aquel agujero.

El sendero empezó a subir y al final se abrió a una amplia meseta. Cuando entró en el claro, los ojos clavados en un círculo lejano de piedras rectas, sintió una presencia a su lado y se volvió para ver una criatura alta, esquelética, engalanada con trapos, que caminaba a su ritmo. No lo bastante cerca para estirar el brazo y tocarlo, pero demasiado cerca para el gusto de Cotillion, no obstante.

—Caminante del Filo. Ha pasado tiempo desde la última vez que te vi.

—No puedo decir lo mismo de ti, Cotillion. Camino...

—Sí, lo sé —lo interrumpió Cotillion—, caminas por senderos invisibles.

—Para ti. Los Mastines no comparten tu defecto.

Cotillion miró con el ceño fruncido a la criatura, después volvió otra vez la vista y vio a Baran detrás, a treinta pasos, sin acercarse. La inmensa cabeza pegada al suelo, los ojos relucientes, de un color carmesí amoratado.

—Te acechan.

—Les divierte, me imagino —dijo Caminante del Filo.

Continuaron así un tiempo, después Cotillion suspiró.

—¿Me has buscado? —preguntó—. ¿Qué quieres?

—¿De ti? Nada. Pero veo adónde te diriges y me gustaría presenciarlo.

—¿Presenciar qué?

—Tu conversación inminente.

Cotillion frunció el ceño.

—¿Y si yo prefiriera que no la presenciaras?

La cara esquelética mantenía una sonrisa permanente que de algún modo pareció ensancharse un poco más.

—No hay privacidad en Sombra, usurpador.

Usurpador. Hace ya mucho tiempo que habría matado al cabrón este si no estuviera ya muerto. Mucho tiempo.

—No soy enemigo vuestro —dijo Caminante del Filo como si adivinara los pensamientos de Cotillion—. Todavía no.

—Ya tenemos enemigos más que suficientes tal y como están las cosas. Por tanto —continuó Cotillion—, no deseo ninguno más. Por desgracia, puesto que no tenemos conocimiento de tu propósito o de tus motivos, no podemos predecir lo que podría ofenderte. Así que, en interés de la paz entre nosotros, ilumíname.

—Eso no puedo hacerlo.

—¿No puedes o no quieres?

—El defecto es tuyo, Cotillion, no mío. Tuyo y de Tronosombrío.

—Bueno, eso sí que es práctico.

Caminante del Filo pareció considerar la irónica observación de Cotillion durante un momento y después asintió.

—Sí, sí que lo es.

Mucho tiempo...

Se acercaron a las piedras rectas. No quedaba un solo dintel que uniera el círculo, solo escombros esparcidos por las laderas, como si alguna antigua detonación en el corazón del círculo hubiera reventado la masiva estructura, hasta las piedras verticales estaban todas inclinadas hacia fuera, como los pétalos de una flor.

—Este es un lugar desagradable —dijo Caminante del Filo cuando giraron a la derecha para tomar el camino de acceso formal, una avenida bordeada de árboles bajos y podridos, cada uno invertido con las raíces restantes aferrándose al aire.

Cotillion se encogió de hombros.

—Más o menos tan desagradable como casi cualquier otro sitio de este reino.

—Quizá tú lo creas, puesto que no tienes ninguno de los recuerdos que poseo yo. Acontecimientos terribles, hace mucho mucho tiempo, pero los ecos persisten.

—Aquí no queda mucho poder residual —dijo Cotillion cuando se acercaron a las dos piedras más grandes y pasaron entre ellas.

—Eso es cierto. Por supuesto, no es el caso en la superficie.

—¿La superficie? ¿A qué te refieres?

—Las piedras rectas están siempre medio enterradas, Cotillion. Y los hacedores pocas veces ignoraban lo que eso significaba. Mundo superior e inframundo.

Cotillion se detuvo, miró atrás y estudió los árboles volcados que bordeaban la avenida.

—¿Y esta manifestación que vemos aquí se entrega al inframundo?

—En cierto modo.

—¿La manifestación del mundo superior se encuentra en algún otro reino? ¿Donde uno podría ver un círculo de piedras inclinadas hacia dentro y árboles normales?

—Suponiendo que no estén enterradas por completo o erosionadas hasta convertirse en nada a estas alturas. Este círculo es muy antiguo.

Cotillion giró en redondo otra vez y observó los tres dragones que tenían enfrente, cada uno en la base de una piedra recta, aunque las cadenas gigantescas se metían en el suelo basto en lugar de en la roca curtida por los elementos. Con grilletes en el cuello y en los cuatro miembros, con otra cadena tensa que envolvía a cada dragón por la parte posterior de los hombros y las alas. Cada cadena estaba tan tirante que impedía cualquier movimiento, ni siquiera podían levantar la cabeza.

—Este —dijo Cotillion con un murmullo— es lo que has dicho, Caminante del Filo. Un lugar desagradable. Se me había olvidado.

—Lo olvidas cada vez —dijo Caminante del Filo—. Dominado por tu fascinación. Tal es el poder residual de este círculo.

Cotillion le lanzó una mirada rápida.

—¿Estoy hechizado?

La demacrada criatura se encogió de hombros con un leve tintineo de huesos.

—Es una magia sin propósito más allá del que logra. Fascinación... y olvido.

—Me cuesta aceptar eso. Toda hechicería tiene un objetivo deseado.

Otro encogimiento de hombros.

—Tienen hambre, pero son incapaces de alimentarse.

Tras un momento, Cotillion asintió.

—La hechicería pertenece a los dragones, entonces. Bien, eso puedo aceptarlo. ¿Y qué hay del círculo en sí? ¿Ha muerto su poder? Si es así, ¿por qué están todavía atados estos dragones?

—No está muerto, sencillamente no actúa de ninguna manera sobre ti, Cotillion. Tú no eres su propósito.

—Está bien. —Se giró cuando Baran apareció sin hacer ruido y dio un gran rodeo para evitar a Caminante del Filo, después clavó su atención en los dragones. Cotillion vio que se le erizaba el pelo del lomo—. Respóndeme a esto —le dijo a Caminante del Filo—, ¿por qué no quieren hablar conmigo?

—Quizá todavía tengas que decir algo digno de una respuesta.

—Es posible. ¿Cuál crees tú que será la respuesta, entonces, si hablo de libertad?

—Estoy aquí —dijo Caminante del Filo— para descubrir eso yo también.

—¿Puedes leerme el pensamiento? —preguntó Cotillion en voz baja.

La enorme cabeza de Baran giró poco a poco para contemplar a Caminante del Filo. El Mastín dio un único paso hacia la criatura.

—No soy omnisciente —respondió con calma Caminante del Filo, no parecía hacer caso de la atención de Baran—. Aunque a alguien como tú pudiera parecérselo. Pero he existido más eras de las que tú puedas calcular, Cotillion. Todos los patrones me son conocidos, pues se han dado ya incontables veces. Dado lo que se acerca a todos nosotros, no era difícil de predecir. Sobre todo, dada tu misteriosa clarividencia. —Los pozos muertos que eran los ojos de Caminante del Filo parecieron estudiar a Cotillion—. Sospechas, no es cierto, que los dragones están en el fondo de todo lo que vendrá.

Cotillion señaló con un gesto las cadenas.

—¿Llegan hasta el mundo superior, es de suponer? ¿Y qué senda es esa?

—¿Cuál crees tú? —replicó Caminante del Filo.

—Intenta leer mis pensamientos.

—No puedo.

—Así que estás aquí porque estás desesperado por saber lo que yo sé o incluso lo que sospecho.

El silencio de Caminante del Filo fue respuesta suficiente a esa pregunta. Cotillion sonrió.

—Creo que no haré esfuerzo alguno por comunicarme con estos dragones, después de todo.

—Pero terminarás haciéndolo algún día —respondió Caminante del Filo—. Y cuando lo hagas, estaré allí. Así pues, ¿de qué te sirve guardar silencio ahora?

—Bueno, pues para irritarte, supongo.

—He existido más eras de las que tú...

—Así que ya te han irritado antes, sí, lo sé. Y te irritarán otra vez, sin duda.

—Haz el esfuerzo, Cotillion. Pronto, si no ahora. Si deseas sobrevivir a lo que está por llegar.

—De acuerdo. Siempre que me digas los nombres de estos dragones.

Un respuesta desde luego reticente.

—Como desees...

—Y por qué los han encarcelado aquí y quién lo hizo.

—Eso no puedo hacerlo.

Se estudiaron el uno al otro; por fin, Caminante del Filo ladeó la cabeza.

—Parece que estamos en un punto muerto, Cotillion —observó—. ¿Cuál es tu decisión?

—Muy bien. Tomaré lo que haya.

Caminante del Filo miró a los tres dragones.

—Estos son de pura sangre. Eleint. Ampelas, Kalse y Eloth. Su delito fue... la ambición. Es un delito bastante común. —La criatura se volvió de nuevo hacia Cotillion—. Quizá endémico.

En respuesta a ese velado juicio, Cotillion se encogió de hombros. Se acercó más a las bestias encerradas.

—Supondré que podéis oírme —dijo en voz baja—. Se acerca una guerra. Dentro de solo unos años. Y sospecho que meterá en la refriega a prácticamente cada ascendiente de todos los reinos. Necesito saber, si quedarais libres, en qué bando lucharíais.

Reinó el silencio durante media docena de latidos, después una voz áspera sonó en la mente de Cotillion.

Vienes aquí, usurpador, en busca de aliados.

Una segunda voz lo interrumpió, esta con un nítido tono femenino.

En deuda por la gratitud de habernos liberado. Si tuviera que negociar desde tu posición, sería necio si esperara lealtad, confianza.

—Estoy de acuerdo —dijo Cotillion— en que eso es un problema. Es de suponer que me sugerirás que os libere antes de que empecemos a negociar.

Es lo justo —dijo la primera voz.

—Por desgracia, no me interesa tanto ser justo.

—¿Temes que te devoremos?

—En interés de la brevedad —dijo Cotillion—, y tengo entendido que a vuestra especie os encanta la brevedad.

El tercer dragón habló entonces, una voz pesada y profunda.

Liberarnos primero sin duda nos ahorraría el esfuerzo de negociar después. Además, tenemos hambre.

—¿Qué os trajo a este reino? —preguntó Cotillion.

No hubo respuesta.

Cotillion suspiró.

—Me sentiré más inclinado a liberaros (suponiendo que pueda), si tengo razones para creer que vuestro encierro fue injusto.

—¿Y pretendes tomar tú esa decisión? —preguntó la dragona.

—Este no me parece el mejor momento para ponerse cascarrabias —respondió Cotillion, exasperado—. La última persona que os juzgó es obvio que no falló a vuestro favor, y además fue capaz de hacer algo sobre el tema. Yo habría creído que todos estos siglos encadenados os habrían llevado a los tres a replantearos vuestros motivos. Pero parece que lo único que os pesa es no haber estado a la altura de la última entidad que se atrevió a juzgaros.

—dijo la dragona—, eso nos pesa. Pero no es el único pesar que tenemos.

—De acuerdo. Oigamos alguno de los otros.

Que los tiste andii que invadieron este reino fueran tan concienzudos en su destrucción —dijo el tercer dragón—, y tan rotundos en su insistencia, que el trono continúa sin reclamar.

Cotillion respiró hondo con lentitud. Miró a Caminante del Filo, pero la aparición no dijo nada.

—¿Y qué fue —les preguntó a los dragones— lo que tanto incitó su celo?

La venganza, por supuesto. Y Anomandaris.

—Ah, creo que empiezo a imaginar quién os encarceló a los tres.

Estuvo casi a punto de matarnos —dijo la dragona—. Una reacción exagerada por su parte. Después de todo, mejor un eleint en el Trono de Sombra que otro tiste edur, o, lo que es peor, un usurpador.

—¿Y cómo es que los eleint no serían usurpadores?

Tu pedantería no nos impresiona.

—¿Todo esto fue antes o después de la Partición del Reino?

Ese tipo de distinciones carecen de significado. La Partición continúa hasta este día, y en cuanto a las fuerzas que conspiraron para desencadenar el pavoroso acontecimiento, fueron muchas y variadas. Como una manada de enkar’al rodeando un drypthara herido. Lo que es vulnerable atrae a... los carroñeros.

—Así pues —dijo Cotillion—, si se os liberara, una vez más buscaríais el Trono de Sombra. Solo que, esta vez, alguien ocupa ese trono.

La veracidad de esa afirmación se puede debatir —dijo la dragona.

Cuestión de semántica —añadió el primer dragón—. Sombras arrojadas por sombras.

—¿Creéis que Ammanas está sentado en el Trono de Sombra equivocado?

El verdadero trono ni siquiera está en este fragmento de Emurlahn.

Cotillion se cruzó de brazos y sonrió.

—¿Y Ammanas sí?

Los dragones no dijeron nada y Cotillion percibió, con gran satisfacción, su repentina inquietud.

—Esa, Cotillion —dijo Caminante del Filo tras él—, es una distinción curiosa. ¿O solo estás simulando?

—Eso no puedo decírtelo —dijo Cotillion con una leve sonrisa.

Habló entonces la dragona.

Soy Eloth, Señora de las Ilusiones (Meanas para ti), Mockra y Thyr. Moldeadora de la Sangre. Todo lo que K’rul me ha pedido, lo he hecho. ¿Y tú te atreves a cuestionar mi lealtad?

—Ah —dijo Cotillion con un asentimiento—, entonces deduzco que sois conscientes de la guerra inminente. ¿Sois también conscientes de los rumores sobre el regreso de K’rul?

Su sangre está cada vez más enferma —dijo el tercer dragón—. Yo soy Ampelas, que moldeó la sangre en los caminos de Emurlahn. La hechicería que empuñan los tiste edur nació de mi voluntad, ¿lo entiendes ahora, usurpador?

—¿Que los dragones son propensos a realizar afirmaciones grandiosas y a hablar con estilo sentencioso? Sí, desde luego que lo entiendo, Ampelas. ¿Y debería ahora suponer que por cada una de las sendas, ancestrales y nuevas, hay un dragón correspondiente? ¿Sois los sabores de la sangre de K’rul? ¿Qué hay de los dragones soletaken, por ejemplo Anomandaris y, más pertinente, Scabandari Ojodesangre?

Nos sorprende —dijo el primer dragón tras un momento— que conozcas ese nombre.

—¿Porque vosotros lo matasteis hace ya mucho tiempo?

Una mala suposición, usurpador; peor, puesto que con ella has revelado el alcance de tu ignorancia. No, nosotros no lo matamos. En cualquier caso, su alma sigue viva, aunque atormentada. Aquella cuyo puño hizo pedazos su cráneo y, por tanto, destruyó su cuerpo no nos guarda lealtad alguna, ni, sospechamos, a nadie salvo ella misma.

—Tú eres Kalse, entonces —dijo Cotillion—. ¿Y qué sendero reclamas tú?

Yo dejo las afirmaciones grandiosas a mis parientes. No tengo necesidad de impresionarte, usurpador. Es más, me complace en grado sumo descubrir lo poco que comprendes.

Cotillion se encogió de hombros.

—Preguntaba por los soletaken. Scabandari, Anomandaris, Osserc, Olar Ethil, Draconus...

Caminante del Filo habló tras él.

—Cotillion, supongo que a estas alturas ya habrás conjeturado que estos tres dragones buscaban el Trono de Sombra por razones honorables.

—Para sanar Emurlahn, sí, Caminante del Filo, eso lo entiendo.

—¿Y no es eso lo que buscas tú también?

Cotillion se volvió para mirar a la criatura.

—¿Lo es?

Caminante del Filo pareció desconcertado por un momento, después ladeó un poco la cabeza y contestó.

—No es la sanación lo que te preocupa, es quién se sentará en el trono después.

—Tal y como yo entiendo las cosas —respondió Cotillion—, una vez que estos dragones hicieron lo que les pidió K’rul, se les obligó a regresar a Starvald Demelain. Puesto que eran las fuentes de hechicería, no se les podía permitir interferir o permanecer activos en los reinos, no fuera a ser que la hechicería dejara de ser predecible, lo que a su vez alimentaría al Caos, el enemigo eterno en esta gran intriga. Pero los soletaken resultaron ser un problema. Poseían la sangre de Tiam y con ella el inmenso poder de los eleint. Sin embargo, ellos podían viajar como les placiera. Podían interferir y lo hicieron. Por razones obvias. Scabandari era en su origen edur, así que se convirtió en su paladín...

—¡Después de asesinar al linaje real de los edur! —dijo Eloth con un siseo—. ¡Después de derramar sangre dracónica en el corazón de Kurald Emurlahn! ¡Después de abrir la primera herida fatal infligida a esa senda! ¿Qué se creía que eran las puertas?

—Los tiste andii para Anomandaris —continuó Cotillion—. Los tiste liosan para Osserc. Los t’lan imass para Olar Ethil. Esas conexiones y las lealtades nacidas de ellas son obvias. Draconus es un misterio mayor, por supuesto, ya que lleva desaparecido mucho tiempo...

—¡El más ultrajado de todos! —chilló Eloth. La voz llenó de tal modo el cráneo de Cotillion que este hizo una mueca, después dio un paso atrás y levantó una mano.

—Ahórramelo, por favor. La verdad es que todo eso no me interesa. Aparte de descubrir si había enemistad entre eleint y soletaken. Parece que la hay, con la posible excepción de Silanah...

Seducida por los encantos de Anomandaris —soltó de repente Eloth—. Y los ruegos incesantes de Olar Ethil...

—Para llevar el fuego al mundo de los imass —dijo Cotillion—. Pues esa es su orientación, ¿no es cierto? ¿Thyr?

No carece de tanto entendimiento como tú creías, Kalse —comentó Ampelas.

—Claro que —continuó Cotillion—, tú también reclamas Thyr, Eloth. Ah, qué inteligente por parte de K’rul, obligaros a compartir el poder.

Al contrario que Tiam —dijo Ampelas—, cuando nos matan, seguimos muertos.

—Lo que me lleva a lo que de verdad necesito entender. Los dioses ancestrales. No se limitan a ser de un mundo, ¿verdad?

Por supuesto que no.

—¿Y cuánto tiempo llevan por aquí?

Incluso cuando la Oscuridad gobernaba sola —respondió Ampelas—, había fuerzas elementales. Se movían sin que nadie las viera hasta la llegada de la Luz. Atadas solo a sus propias leyes. Es la naturaleza de la Oscuridad no regirse más que a sí misma.

—¿Y el Dios Tullido es ancestral?

Silencio.

Cotillion descubrió que estaba conteniendo el aliento. Había tomado una ruta sinuosa para llegar a esa pregunta y había hecho descubrimientos por el camino; había tantas cosas en las que pensar, de hecho, que su mente se había entumecido, asediada por todo aquello de lo que se había enterado.

—Necesito saberlo —anunció mientras expulsaba poco a poco el aire.

—¿Por qué? —preguntó Caminante del Filo.

—Si lo es —exclamó Cotillion—, entonces se deduce otra pregunta. ¿Cómo se mata a una fuerza elemental?

—¿Quieres romper el equilibrio?

—¡Ya se ha roto, Caminante del Filo! A ese dios lo derribaron a la superficie de un mundo. Y lo encadenaron. Su poder desgarrado y escondid

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