Ilión

Dan Simmons

Fragmento

Mientras tanto la Mente, de placer mermada,

se retira a la felicidad.

La Mente, ese Océano donde cada especie

busca con afán su parecido;

y sin embargo crea, trascendiéndolos,

muchos otros Mundos, y otros Mares;

aniquilando todo lo que está hecho

en un verde Pensamiento, en una verde Sombra.

ANDREW MARVELL,

The Garden

Se pueden apresar los bueyes y las pingües ovejas, se pueden adquirir los trípodes y los tostados alazanes; pero no es posible prender ni coger el

alma humana para que vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los dientes.

HOMERO (voz de Aquiles),

La Ilíada, Canto Noveno, 405-409

Un corazón amargo que deja pasar el tiempo y muerde.

ROBERT BROWNING,

Caliban upon Setebos

Agradecimientos

Agradecimientos

Aunque consulté muchas traducciones de la Ilíada durante la preparación de esta novela, me gustaría expresar mi particular reconocimiento a los siguientes traductores de la obra al inglés: Robert Fagles, Richmond Lattimore, Alexander Pope, George Chapman, Robert Fitzgerald y Allen Mandelbaum. La belleza de sus traducciones es manifiesta y su talento va más allá de la comprensión de este autor.

En lo que se refiere a la poesía derivada o la imaginativa prosa relacionadas con la Ilíada, que ayudaron a dar forma a este volumen, me gustaría agradecer especialmente el trabajo de W. H. Auden, Robert Browning, Robert Graves, Christopher Logue, Robert Lowell y lord Tennyson.

En relación con la investigación y los comentarios sobre la Ilíada y Homero, me gustaría reconocer el trabajo de Bernard Knox, Richmond Lattimore, Malcom M. Willcock, A. J. B. Wace, F. H. Stubbings, C. Kereny y los miembros de la scholia homérica, demasiado numerosos para mencionarlos a todos.

En lo referido a sus inteligentes comentarios sobre Shakespeare y el Caliban Upon Setebos de Robert Browning, agradezco los escritos de Harold Bloom, W. H. Auden y los editores de la Northon Anthology of English Literature. Por su valiosa aportación a la interpretación de Auden sobre Caliban Upon Setebos y otros aspectos de Calibán, remito a los lectores a Later Auden, de Edward Mendelson.

Las reflexiones de Mahnmut sobre los sonetos de Shakespeare fueron guiadas principalmente por el maravilloso libro The Art of Shakespeare´s Sonnets, de Helen Vendler.

Muchos de los comentarios de Orphu de Io sobre la obra de Marcel Proust fueron inspirados por Prous´t Way: A Field Guide to In Search of Lost Time, de Roger Shattuck.

A los lectores interesados en emular el irresistible amor de Mahnmut por Shakespeare, les recomendaría Shakespare: The Invention of the Human, de Harold Bloom, y Me and Shakespeare: Adventures with the Bard, de Herman Gollob.

Por los mapas detallados de Marte (antes de la terraformación), tengo una enorme deuda de gratitud con la NASA, el Jet Propulsion Laboratory y el libro de la National Geographic Society, editado por Paul Raeburn y con prólogo y comentarios de Matt Golombeck, Uncovering the Secrets of the Red Planet. La revista Scientific American ha sido una rica fuente de detalles, y debo dar las gracias por sus artículos «The Hidden Ocean of Europa», de Robert T. Pappalardo, James W. Head y Ronald Greeley (octubre de 1999), «Quantum Teleportation», de Anton Zeilinger (abril de 2000) y «How to Build a Time Machine», de Paul Davies (septiembre de 2002).

Por último, doy las gracias a Clee Richeson por los detalles acerca de cómo construir un horno de fundición con cúpula de madera.

1. Las llanuras de Ilión

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Las llanuras de Ilión

Cólera.

Canta, oh, Musa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo, asesino, ejecutor de hombres destinados a morir, canta la cólera que costó a los aqueos tantos buenos hombres y envió tantas almas vitales y valerosas a la temible Casa de la Muerte. Y de paso, oh, Musa, canta la cólera de los propios dioses, tan petulantes y poderosos aquí en su nuevo Olimpo, y la cólera de los posthumanos, muertos y desaparecidos como parecían, y la cólera de los pocos humanos auténticos que quedan, por ensimismados e inútiles que puedan haberse vuelto. Mientras estás cantando, oh, Musa, canta también la cólera de esos seres pensativos, sintientes, serios pero no del todo humanos que soñaban bajo los hielos de Europa, morían en la ceniza sulfurosa de Io y nacían en los fríos pliegues de Ganímedes.

Oh, y cántame, oh, Musa, a mí el pobre Hockenberry, nacido contra su voluntad... el pobre y muerto Thomas Hockenberry, doctorado en clásicas, Hockenbush para los amigos, amigos convertidos en polvo en un mundo ya olvidado. Canta mi cólera, sí, mi cólera, oh, Musa, por pequeña e insignificante que pueda ser esa cólera en comparación con la furia de los dioses inmortales, o con la ira del aniquilador de dioses, Aquiles.

Pensándolo bien, oh, Musa, no cantes nada de mí. Te conozco. Te he servido, oh, Musa, incomparable zorra. Y no me fío de ti, oh, Musa. Ni pizca.

Si voy a ser el coro reacio de esta historia, entonces puedo empezar por donde quiera. Elijo empezar por aquí.

Es un día como cualquier otro de los más de nueve años transcurridos desde mi renacimiento. Me despierto en los barracones de Escolo, ese lugar de arena roja y cielo azul y grandes rostros de piedra. Convocado por la musa, olisqueado y aprobado por los asesinos cerbéridos y transportado diligentemente veinticinco kilómetros en vertical hasta las verdes cumbres del Olimpo por la escalera mecánica de cristal a gran velocidad, (una vez en la mansión vacía de la musa) me entrega la misión el escólico saliente de guardia, me pongo mis ropas mórficas y la armadura de impacto, me coloco al cinto el bastón táser y luego me TCeo a las llanuras nocturnas de Ilión.

Si alguna vez han imaginado el asedio de Ilión, como yo hice profesionalmente durante más de veinte años, tengo que decirles que su imaginación, casi con toda certeza, no estaba a la altura de la tarea. La mía no lo estaba. La realidad es mucho más maravillosa y terrible de lo que incluso el poeta ciego nos haría ver.

Primero está la ciudad, Ilión, Troya, una de las grandes polis armadas del mundo antiguo: a más de cuatro kilómetros de distancia desde la playa donde ahora me encuentro pero aún visible y hermosa y dominando desde su terreno elevado, con sus vertiginosas murallas iluminadas por miles de antorchas y hogueras, sus torres no tan vertiginosas como Marlowe nos hizo creer, pero todavía sorprendentes: altas, redondeadas, extrañas, imponentes.

Allí están los aqueos y dánaos y otros invasores: técnicamente no son todavía «griegos», ya que esa nación no existirá hasta dentro de dos mil años, pero los llamaré griegos de todas formas. Cubren kilómetro tras kilómetro a lo largo de la costa. Cuando yo enseñaba la Ilíada, les contaba a mis estudiantes que la Guerra de Troya, a pesar de toda su gloria homérica, no había sido probablemente en realidad más que un asunto menor: unos cuantos miles de guerreros griegos contra unos cuantos miles de troyanos. Incluso los miembros mejor informados de la scholia (el grupo de expertos en la Ilíada que se remonta hasta hace casi dos mil años) estimaron a partir del poema que no podrían haber acudido más de cincuenta mil aqueos y otros guerreros griegos en sus naves negras.

Se equivocaban. Las estimaciones demuestran ahora que hay más de doscientos cincuenta mil griegos invasores y aproximadamente la mitad de troyanos defensores y sus aliados. Evidentemente todos los héroes guerreros de las Islas Griegas vinieron corriendo a la batalla (por el saqueo), y trajeron a sus soldados y aliados y criados y esclavos y concubinas consigo.

El impacto visual es sorprendente: kilómetro tras kilómetro de tiendas iluminadas, hogueras, defensas de estacas afiladas, kilómetros de zanjas cavadas en el duro terreno de las playas (no para ocultarse y resistir, sino como defensa contra la caballería troyana) e, iluminando todos esos kilómetros de tiendas y hombres y brillantes lanzas y escudos pulidos, miles de hogueras y fuegos de campamento y piras funerarias.

Piras funerarias.

Durante las últimas semanas, la enfermedad ha asolado las filas griegas, diezmando primero burros y perros, y luego abatiendo a un soldado aquí, un criado allá, hasta que, de repente, en los diez últimos días se ha convertido en una epidemia, y ha acabado con más héroes aqueos y dánaos de lo que han hecho en meses los defensores de Ilión. Sospecho que se trata de tifus. Los griegos están seguros de que es la ira de Apolo.

He visto a Apolo de lejos (tanto en el Olimpo como aquí), y es un tipo muy desagradable. Apolo es un dios guerrero, señor del arco plateado, «el que golpea desde lejos», y aunque es el dios de las curaciones, también es el dios de las enfermedades. Más que eso, es el principal aliado divino de los troyanos en esta batalla, y si pudiera salirse con la suya, los aqueos serían aniquilados. Proceda este tifus de los ríos llenos de cadáveres y demás aguas contaminadas o del arco plateado de Apolo, los griegos tienen razón al pensar que se la tiene jurada.

En este momento los «señores y reyes» aqueos (y cada uno de estos griegos es una especie de rey o señor en su propia provincia y a sus propios ojos) se reúnen en una asamblea pública cerca de la tienda de Agamenón para decidir un curso de acción que acabe con esta plaga. Me acerco despacio, casi reacio, aunque después de más de nueve meses de dedicar aquí mi tiempo, esta noche debería ser el momento más excitante de mi larga observación de esta guerra. Esta noche comienza en realidad la Ilíada de Homero.

Oh, he sido testigo de muchos elementos del poema de Homero poéticamente desplazados en el tiempo, como el llamado «catálogo de naves», el listado de todas las fuerzas griegas congregadas, recogido en el Canto Segundo de la Ilíada pero cuya reunión presencié hace nueve años durante los preparativos de esta expedición militar en Aulide, en el estrecho entre Eubea y el territorio griego. O la Epipolesis, la revista que pasó Agamenón al ejército, que tiene lugar en el Canto Cuarto de la epopeya de Homero pero que presencié poco después de que los ejércitos desembarcaran aquí, cerca de Ilión. Sucedió a este hecho lo que yo solía enseñar como la Teichoskopia, o «Vista desde la muralla», el momento en que Helena identifica a los diversos héroes griegos para Príamo y los otros líderes troyanos. La Teichoskopia pertenece al Canto Tercero del poema, pero tuvo lugar después del desembarco y de la Epipolesis en el transcurso real de los acontecimientos.

Si es que hay un transcurso real de los acontecimientos.

En todo caso, esta noche se celebra la reunión en la tienda de Agamenón y tendrá lugar la confrontación entre Agamenón y Aquiles. Es aquí donde empieza la Ilíada, y debería ser el centro de mis energías y mi habilidad profesional, pero la verdad es que me importa un carajo. Que posen. Que griten. Que Aquiles eche mano a la espada. Bueno, confieso que me interesa observar eso. ¿Aparecerá de verdad Atenea para detenerlo, o fue sólo una metáfora para explicar que es el sentido común de Aquiles el que intervino? He esperado toda mi vida para responder a esa pregunta y la respuesta está sólo a unos minutos de distancia, pero, extraña, irrevocablemente... me... importa... un... carajo.

Los nueve años de doloroso renacimiento y lenta memoria regresan y la constante guerra y las constantes poses heroicas, por no mencionar mi propia esclavitud en manos de los dioses y la musa, se han cobrado su precio. Me sentiría completamente feliz si apareciera ahora un B-52 y dejara caer una bomba atómica sobre griegos y troyanos por igual. Al carajo todos estos héroes y los carros de madera en los que se desplazan.

Pero avanzo hacia la tienda de Agamenón. Éste es mi trabajo. Si no observo esto y hago mi informe para la musa, mi situación continuará siendo la misma. Los dioses me reducirán a astillas de hueso y ADN polvoriento y me recrearán a partir de ellos y eso, como ellos dicen, será todo.

2. Ardis Hills, Ardis Hall

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Ardis Hills, Ardis Hall

Daeman se faxeó a estado sólido cerca de la casa de Ada y parpadeó estúpidamente al ver el sol rojo en el horizonte. El cielo estaba limpio de nubes y el ocaso ardía entre los altos árboles de la cordillera y hacía brillar el anillo-p y el anillo-e mientras rotaban en el cielo cobalto. Daeman se sentía desorientado porque era por la tarde y sólo un segundo antes, cuando se había faxmarchado de la fiesta del Segundo Veinte de Toby en Ulanbat, era de día. Habían pasado años desde la última vez que visitara la casa de Ada, y a excepción de en los casos de amigos a quienes visitaba regularmente (Sedman en París, Ono en Bellinbad, Risir en su casa en los acantilados de Chom, y pocos más), nunca había tenido ni idea de en qué continente o zona horaria se encontraría. Pero claro, Daeman no conocía los nombres ni las posiciones de los continentes, mucho menos los conceptos de geografía o zonas horarias, así que su propia falta de conocimiento no significaba nada para él.

Seguía siendo algo que desorientaba. Había perdido un día. ¿O lo había ganado? En cualquier caso, el aire olía distinto aquí: más húmedo, más rico, más salvaje.

Daeman miró en derredor. Se encontraba en el centro de un faxnódulo genérico: el círculo habitual de permfalto con postes de hierro rematados por una pérgola de cristal amarillo y cerca del centro del círculo, el poste que sostenía el inevitable signo codificado que no podía leer. No había ninguna otra estructura visible en el valle, sólo hierba, árboles, un arroyo en la distancia, la lenta revolución de ambos anillos cruzándose como el soporte cardánico de un grandioso y lento giroscopio.

Era una tarde cálida, más húmeda que en Ulanbat, y el faxpad estaba situado en un prado rodeado de colinas bajas. A tres metros del círculo había un antiguo carricoche abierto de una sola rueda, para dos personas, con un servidor igualmente antiguo que flotaba sobre el hueco del conductor y un único voynix de pie entre las varas de madera.

Había pasado más de una década desde que Daeman visitara por última vez Ardis Hall, pero ahora recordó la tremenda incomodidad de todo aquello. Absurdo, no tener tu casa en un fax-nódulo.

—¿Daeman Uhr? —inquirió el servidor, aunque obviamente sabía quién era.

Daeman gruñó y le tendió su ajada maleta Gladstone. El diminuto servidor se acercó flotando, recogió el equipaje con sus cuernos acolchados y lo cargó en el carruaje mientras Daeman subía a bordo.

—¿Esperamos a alguien más?

—Usted es el último invitado —repuso el servidor. Zumbó hasta su hueco hemisférico y chasqueó una orden. El voynix se enganchó a las varas y empezó a trotar hacia el sol poniente; sus oxidadas patas y la rueda del carruaje apenas levantaron polvo sobre el camino de grava. Daeman se acomodó en el cuero verde, apoyó ambas manos en su bastón y disfrutó del viaje.

Había venido no a visitar a Ada sino a seducirla. Esto era lo que hacía Daeman: seducir a mujeres jóvenes. Eso y coleccionar mariposas. El hecho de que Ada tuviera veintitantos años y Daeman se acercara a sus Segundos Veinte no suponía ninguna diferencia para él. Ni el hecho de que Ada fuera su prima hermana. Los tabúes sobre el incesto habían acabado hacía mucho tiempo. «Deriva genética» no era ni siquiera un concepto para Daeman, pero si lo hubiera sido, se habría confiado a la fermería para que lo arreglara. La fermería lo arreglaba todo.

Daeman había visitado Ardis Hill diez años antes en su papel de primo, para tratar de seducir a la otra prima de Ada, Virginia, por puro aburrimiento, puesto que Virginia tenía el atractivo de un voynix, cuando vio por primera vez a Ada desnuda. Caminaba por uno de los interminables pasillos de Ardis Hall en busca del conservatorio del desayuno cuando pasó ante la habitación de la joven. La puerta estaba entornada, y allí, reflejada en un alto espejo estaba Ada, bañándose ante una palangana con una esponja y expresión levemente aburrida (Ada era muchas cosas, pero Daeman había descubierto que no tendía al exceso de higiene). Su reflejo, el de esta mujer joven saliendo de la crisálida de su infancia, había sobresaltado al joven adulto que era sólo un poco mayor que Ada en la actualidad.

Incluso entonces, con la redondez de la infancia todavía presente en sus caderas y muslos y sus pechos de pezones en flor, Ada era una visión que merecía la pena contemplar. Pálida (la piel de la muchacha conservaba un suave tono blanco de pergamino no importaba cuánto tiempo estuviera al aire libre), de ojos grises, labios de frambuesa y pelo negro-negro que era el sueño de un erotómano aficionado. La moda era entonces que las mujeres se depilaran los sobacos, pero ni la joven Ada ni (según esperaba sinceramente Daeman) la adulta habían prestado más atención a eso que a la mayoría de las otras tendencias culturales. Congelado en el alto espejo (y clavado y montado en la bandeja de colección de la memoria de Daeman) estaba aquel cuerpo todavía infantil pero ya voluptuoso, de grandes pechos pálidos, piel cremosa, ojos atentos, con toda su palidez resaltada por cuatro matas de pelo negro: el signo curvo de interrogación del cabello, que llevaba cuidadosamente recogido excepto cuando jugaba, que era la mayor parte del tiempo; las dos comas bajo sus brazos, y el perfecto signo de exclamación negro (inmaduro aún para ser un delta) que conducía a las sombras entre sus muslos.

En el carruaje, Daeman sonrió. No tenía ni idea de por qué Ada lo había invitado a su fiesta de cumpleaños después de todo aquel tiempo (o a la de los Veinte de quien lo estuviera celebrando) pero confiaba en seducir a la joven antes de faxear de vuelta a su mundo real de fiestas y largas visitas y asuntos esporádicos con mujeres más mundanas.

El voynix trotaba sin esfuerzo, tirando del carricoche con sólo el susurro de la grava en el suelo y el suave zumbido de los antiguos giroscopios en el cuerpo del carruaje. Las sombras se extendían por el valle, pero el estrecho carril subía la montaña, captaba los últimos rayos del sol (partidos por el siguiente pico al oeste) y luego descendía hasta un valle más amplio entre campos de cultivo. Los servidores revoloteaban sobre los sembrados, pensó Daeman, como pelotas de croquet levitando.

La carretera se desvió hacia el sur (a la izquierda para Daeman), cruzó un río por un puente cubierto de madera y prosiguió a lo largo de una colina aún más empinada para internarse en un viejo bosque. Daeman recordaba vagamente haber ido en busca de mariposas por aquel bosque hacía diez años, el mismo día en que vio a Ada desnuda en el espejo. Recordó su excitación al capturar un raro ejemplar de capa llorosa cerca de una cascada, el recuerdo mezclado con la excitación de ver la pálida piel y el pelo negro de la muchacha. Recordó la mirada que le dirigió el reflejo de Ada cuando el pálido rostro se alzó tras sus abluciones (desinteresada, ni complacida ni furiosa, inmodesta pero no descarada, vagamente clínica), y miró a Daeman, petrificado a sus veintisiete años por la lujuria, de la misma forma en que el propio Daeman estudió a su capa llorosa fruto de su captura.

El carruaje se acercaba a Ardis Hall. Estaba oscuro bajo los viejos robles y olmos y álamos de la cima de la colina, pero habían emplazado linternas amarillas a lo largo del camino y se veían filas de linternas de colores en el bosque primigenio, quizá senderos marcados.

El voynix dejó atrás la arboleda y una visión crepuscular se abrió ante ellos: Ardis Hall brillando en la cima de la colina; blancos senderos y caminos de grava serpenteando en todas direcciones; el gran jardín herbáceo extendiéndose desde la mansión a lo largo de más de medio kilómetro antes de finalizar en otro bosque; el río más allá, reflejando todavía la luz moribunda del cielo, y a través de una abertura en las montañas, al sur, atisbos de picos boscosos (negros, carentes de luz) y luego más montañas más allá, hasta que las negras cordilleras se mezclaban con las nubes oscuras del horizonte.

Daeman se estremeció. No había recordado hasta ese momento que el hogar de Ada estaba cerca de los bosques de dinosaurios de aquel continente, fuera cual fuese. Recordó haberse sentido aterrado durante su visita previa, aunque Virginia y Vanessa y todos los demás le habían asegurado que no había ningún dinosaurio peligroso en setecientos kilómetros a la redonda. Todos lo habían tranquilizado, es decir, todos menos Ada, que con sus quince años apenas lo había mirado con aquella expresión calculadora y levemente divertida que pronto identificó como su expresión habitual. Entonces habían hecho falta las mariposas para que se atreviera a dar un paseo al aire libre. Ahora haría falta algo más. Aunque sabía que era perfectamente seguro con los servidores y voynix alrededor, Daeman no tenía ganas de ser devorado por un reptil extinto y despertar en la fermería con el recuerdo de esa indignidad.

El olmo gigante de la falda de Ardis Hall había sido adornado con docenas de linternas; unas antorchas cubrían el camino circular y los senderos de grava blanca que iban de la casa al patio. Unos centinelas voynix montaban guardia en los setos del camino y en los lindes de los oscuros bosques. Daeman vio que habían dispuesto una larga mesa cerca del olmo (las antorchas fluctuaban con la brisa de la noche alrededor del lugar de la fiesta), y que unos cuantos invitados iban congregándose para cenar. Daeman también advirtió complacido con su habitual esnobismo que la mayoría de los hombres todavía vestían túnicas blandas, albornoces y trajes de tarde de color tierra, un estilo que había pasado de moda hacía meses en los círculos sociales más importantes que Daeman frecuentaba.

El voynix recorrió el camino circular hasta las puertas de Ardis Hall, se detuvo ante un rayo de luz que brotaba de aquellas puertas y soltó las varas del carricoche tan suavemente que Daeman ni siquiera lo notó. El servidor revoloteó para recoger su maleta mientras Daeman se apeaba, contento de sentir los pies en el suelo, todavía un poco mareado por el faxeo del día.

Ada abrió la puerta y bajó las escaleras para saludarlo. Daeman se detuvo en seco y sonrió estúpidamente. Ada no era sólo más hermosa de lo que recordaba: era más hermosa de lo que hubiese podido imaginar.

3. Las llanuras de Ilión

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Las llanuras de Ilión

Los comandantes griegos están reunidos ante la tienda de Agamenón, hay un puñado de mirones interesados, y la discusión entre Agamenón y Aquiles está poniéndose al rojo vivo.

Debería mencionar que a estas alturas me he morfeado en la forma de Biante, no el capitán peleo del mismo nombre que lucha en las filas de Néstor, sino el capitán que sirve a Menesteo. Este pobre ateniense está enfermo de tifus y, aunque sobrevivirá para combatir en el Canto Decimotercero, rara vez sale de su tienda, que está lejos, costa abajo. Por su grado de capitán, Biante tiene peso suficiente para que los lanceros y curiosos le dejen paso, permitiéndome acceder al círculo central. Pero nadie esperará que Biante hable durante el inminente debate.

Me he perdido la mayor parte del episodio en que Calcante, hijo de Téstor y el «más claro de todos los adivinos», les ha dicho a los aqueos el verdadero motivo de la ira de Apolo. Otro capitán allí presente me susurra que Calcante ha solicitado inmunidad antes de hablar, exigiendo que Aquiles le protegiera si a los reyes y jefes congregados no les gustaba lo que iba a decir. Aquiles ha estado de acuerdo. Calcante le ha dicho al grupo lo que ya sospechaba, que Crises, el sacerdote de Apolo, había suplicado el regreso de su hija cautiva, y que la negativa de Agamenón había enfurecido al dios.

Agamenón se ha enfadado por la interpretación de Calcante.

—Suelta cagarrutas cuadradas de cabra —susurra el capitán, con risa que huele a vino. El capitán, a menos que yo esté equivocado, se llama Oro y caerá a manos de Héctor dentro de unas semanas cuando el héroe troyano empiece a masacrar aqueos a puñados.

Oro me cuenta que Agamenón ha accedido hace unos minutos a devolver a la muchacha esclava, Criseida.

«La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa», ha gritado Agamenón Atrida, pero entonces el rey ha exigido como recompensa una cautiva igualmente hermosa. Según Oro, que es un bocazas, Aquiles ha gritado: «Espera un momento, Agamenón, el más codicioso de todos los hombres.» Ha dicho que los argivos, otro nombre más para los aqueos, los dánaos, los malditos griegos con tantos nombres, no estaban dispuestos a entregar más botín a su jefe por el momento. Algún día, si la marea de la batalla se pone de nuevo a su favor, ha prometido Aquiles el ejecutor de hombres, Agamenón tendrá a su chica. Mientras tanto, le ha dicho a Agamenón que devuelva a Criseida a su padre y que cierre el pico.

—En ese punto el señor Agamenón, hijo de Atreo, ha empezado a cagar cabras enteras —ríe Oro, hablando tan fuerte que varios capitanes se vuelven a mirarnos con el ceño fruncido.

Yo asiento y miro hacia los círculos interiores. Agamenón, como siempre, está en el centro de todo. El hijo de Atreo parece un comandante supremo de la cabeza a los pies: alto, la barba recogida en rizos clásicos, el ceño de un semidiós y ojos penetrantes, músculos aceitados, vestido con los atuendos más hermosos. Directamente frente a él en el círculo está Aquiles. Más fuerte, más joven, aún más hermoso que Agamenón, Aquiles desafía toda descripción. Cuando lo vi por primera vez en el «catálogo de naves», hace más de nueve años, pensé que Aquiles tenía que ser el humano más parecido a un dios entre todos estos hombres que parecían dioses, tan impresionantes eran su físico y su presencia. Desde entonces, he advertido que a pesar de toda su belleza y poder, Aquiles es relativamente estúpido: una especie de Arnold Schwarzenegger pero infinitamente más guapo.

Alrededor de este círculo interno están los héroes sobre los que me pasé décadas enseñando en mi otra vida. No decepcionan cuando uno se los encuentra en carne y hueso. Cerca de Agamenón, pero obviamente no de su parte en la discusión que ahora está en alza, se encuentra Odiseo. Es una cabeza más bajo que Agamenón, pero más ancho de torso y hombros, y se mueve entre los señores griegos como un carnero entre las ovejas; la inteligencia y la habilidad se le notan en los ojos y han marcado las arrugas de su rostro ajado. Nunca he hablado con Odiseo, pero anhelo hacerlo antes de que esta guerra se acabe y él se marche a sus viajes.

A la derecha de Agamenón está su hermano menor, Menelao, el marido de Helena. Ojalá tuviera yo un dólar por cada vez que he oído a uno de los aqueos murmurar que su Menelao hubiera sido mejor amante («si hubiera tenido una polla más grande», fue como lo expresó crudamente Diomedes a un amigo hace unos tres años); en ese caso Helena no se hubiese fugado con Paris a Ilión y los héroes de las islas griegas no habrían malgastado los últimos nueve años en aquel maldito asedio. A la izquierda de Agamenón está Orestes, no el hijo de Agamenón, que se quedó en casa, malcriado, y que algún día vengará el asesinato de su padre y se ganará su propia obra teatral, sino sólo un leal lancero del mismo nombre que morirá a manos de Héctor durante la siguiente gran ofensiva troyana.

Detrás del rey Agamenón está Euríbates, el heraldo de Agamenón... que no hay que confundir con Euríbates, que es el heraldo de Odiseo. Junto a Euríbates se encuentra el hijo de Ptolomeo, Eurimedonte, auriga de Agamenón... y a quien no hay que confundir con el menos guapo Eurimedonte que es el auriga de Néstor (a veces admito que cambiaría gustoso todos estos gloriosos patronímicos por unos cuantos apellidos sencillos).

También en la mitad del semicírculo de Agamenón están esta noche Ayax el Grande y Ayax el Pequeño, comandantes de las tropas de Salamina y la Lócride. A estos dos nunca los confunden, excepto por el nombre, ya que Ayax el Grande parece un delantero de la Liga Nacional de Fútbol y Ayax el Pequeño un raterillo. Eurílao, tercero en el mando de los combatientes de Argólide, se halla junto a su jefe, Estenéleo, un hombre que cecea tanto que ni siquiera es capaz de pronunciar su propio nombre. El amigo de Agamenón y el comandante supremo de los combatientes de Argolis, el sincero Diomedes, también está aquí, no muy feliz esta noche, con la vista fija en el suelo y cruzado de brazos. El viejo Néstor («el claro orador de Pilos»), se encuentra cerca de la mitad del círculo interno y parece aún menos feliz que Diomedes mientras Agamenón y Aquiles se encrespan y se insultan.

Si las cosas suceden tal como las relata Homero, Néstor hará su gran discurso dentro de unos pocos minutos, tratando en vano de avergonzar tanto a Agamenón como al furioso Aquiles para que se reconcilien antes de que su ira sirva a los troyanos, y confieso que quiero oír el discurso de Néstor aunque sólo sea por la referencia que hace a la antigua guerra contra los centauros. Los centauros me han interesado siempre y Homero hace que Néstor hable de ellos y de la guerra contra ellos de manera casual: los centauros son una de las dos únicas bestias mitológicas que se mencionan en la Ilíada; la otra es la quimera. Anhelo escucharle hablar de los centauros, pero mientras tanto me mantengo apartado de los ojos de Néstor, ya que la identidad que estoy morfeando (Biante) es uno de los subordinados del viejo, y no quiero que me haga hablar. Ahora no hay peligro: la atención de Néstor y la de todos está enfocada en el intercambio de duras palabras y rencor entre Agamenón y Aquiles.

Junto a Néstor, y obviamente sin aliarse con ningún líder, está Menesteo (que morirá a manos de Paris dentro de unas semanas si las cosas van como cuenta Homero). Veo también a Eumelo, líder de los tesalianos de Feras; a Polixeno, caudillo de los epeos; a Talpio, el amigo de Polixeno; a Toante, comandante de los etolos; a Leonteo y Polipetes con sus peculiares atuendos argisanos; también a Macaón y su hermano Podalirio con unos cuantos tenientes tesalios entre ambos; al querido amigo de Odiseo, Leuco, destinado a morir dentro de unos días a manos de Antifo, y a otros que he llegado a conocer bien a lo largo de los años, no sólo de vista sino por el sonido de sus voces, además de por sus formas distintas de combatir y alardear y hacer ofrendas a los dioses. Por si no lo he mencionado todavía, diré que los griegos aquí congregados no hacen nada a medias: aplican al máximo sus capacidades, cada esfuerzo convertido en lo que un erudito del siglo XXI llamó «el riesgo total del fracaso».

Frente a Agamenón y a la derecha de Aquiles se encuentran Patroclo, el mejor amigo del ejecutor, cuya muerte a manos de Héctor desencadenará la auténtica cólera de Aquiles y la mayor masacre de la historia de la guerra, y Tiepólemo, el hermoso hijo del mítico héroe Heracles, que huyó de casa después de matar al tío de su padre, que pronto morirá a manos de Sarpedón. Entre Tiepólemo y Patroclo se ha colocado el viejo Fénix (amigo querido y antiguo tutor de Aquiles); susurra al hijo de Diocles, Orsíloco, que morirá muy pronto a manos de Eneas. A la izquierda del furioso Aquiles se encuentra Idomeneo, amigo mucho más íntimo del ejecutor de lo que daba a entender el poema.

Hay otros héroes en el círculo interno, por supuesto, además de incontables más en la muchedumbre que tengo detrás, pero ya captan la idea. Nadie carece de nombre, ni en el poema épico de Homero ni en la realidad diaria de estas llanuras de Ilión. Cada hombre lleva consigo el nombre de su padre, su historia, sus tierras y esposas e hijos y enseres en todo momento, en todos los encuentros marciales y retóricos. Es suficiente para agotar a un simple intelectual.

—¡Muy bien, deiforme Aquiles, haces trampas a los dados, haces trampas en la guerra, haces trampas con las mujeres... y ahora intentas hacerme trampas a mí! —está gritando Agamenón—. ¡Oh, no, ni hablar! No vas a engañarme así. Tienes a la esclava Briseida, tan hermosa como cualquiera de las que hemos tomado, tan hermosa como mi Criseida. ¡Quieres quedarte con tu recompensa mientras yo acabo con las manos vacías! ¡Olvídalo! Prefiero entregar el mando del ejército a Ayax, aquí presente... o a Idomeneo... o al astuto Odiseo... o a ti, Aquiles... a ti... antes de dejarme engañar.

—Hazlo pues —replica Aquiles—. Ya es hora de que tengamos un caudillo de verdad.

El rostro de Agamenón se vuelve púrpura.

—Bien. Echemos una negra nave al mar y llenémosla de remeros y de sacrificios para los dioses... llévate a Criseida si te atreves... pero tendrás que realizar los sacrificios, oh, Aquiles, ejecutor de hombres. Pero entérate, me cobraré una recompensa... y esa recompensa será tu hermosa Briseida.

El hermoso rostro de Aquiles se contrae de furia.

—¡Insolente! ¡Vas armado de desvergüenza y cubierto de avaricia, cobarde con cara de perro!

Agamenón da un paso adelante, suelta su cetro y echa mano a la espada.

Aquiles lo imita gesto por gesto y agarra el pomo de su propia espada.

—¡Los troyanos nunca nos han hecho ningún daño, Agamenón, pero tú sí! No fueron los lanceros troyanos quienes nos trajeron a esta orilla, sino tu propia avaricia... Estamos combatiendo por ti, colosal montón de vergüenza. Te seguimos hasta aquí para recuperar tu honor de los troyanos, el tuyo y el de tu hermano Menelao, un hombre que ni siquiera puede conservar a su esposa en el dormitorio...

Menelao da un paso al frente y echa mano a su espada. Los capitanes y sus hombres gravitan en torno a un héroe u otro, así que el círculo se rompe, dividiéndose en tres campos: los que pelearán por Aquiles, los que pelearán por Agamenón, y los que están cerca de Odiseo y Néstor, que parecen lo suficientemente disgustados para matarlos a ambos.

—Mis hombres y yo nos marchamos —grita Aquiles—. Volvemos a Ptía. Es mejor ahogarse en un barco vacío de vuelta a casa, derrotado, que quedarse aquí y perder la honra llenando la copa de Agamenón y aumentando el botín de Agamenón.

—¡Bien, vete! —grita Agamenón—. ¡Adelante, deserta! Nunca te he pedido que te quedes y luches por mí. Eres un gran soldado, Aquiles, pero, ¿qué tiene eso de especial? Es un don de los dioses y no tiene nada que ver contigo. ¡Te encantan la batalla y la sangre y dar muerte a tus enemigos, así que toma a tus lánguidos mirmidones y márchate! —escupe Agamenón.

Aquiles se estremece de furia. Está claro que se siente dividido entre la urgencia por girar sobre sus talones, tomar a sus hombres y marcharse de Ilión para siempre, y el abrumador deseo de desenvainar la espada y abrir a Agamenón como si fuera una oveja sacrificada.

—Pero entérate, Aquiles —continúa Agamenón, reduciendo su grito a un terrible susurro que oyen los centenares de hombres congregados—, te quedes o te marches, renunciaré a mi Criseida porque el dios, Apolo, insiste... ¡pero me quedaré a tu Briseida a cambio, y todos los hombres sabrán cuán superior es Agamenón al niño mimado de Aquiles!

Aquí Aquiles pierde el control y desenvaina su espada. Así podría haber terminado la Ilíada, con la muerte de Agamenón o la muerte de Aquiles, o la de ambos; los aqueos hubiesen regresado a casa, Héctor hubiese disfrutado de su vejez e Ilión hubiese permanecido en pie durante un millar de años y tal vez rivalizado con la gloria de Roma. Pero en este instante la diosa Atenea aparece tras Aquiles.

La veo. Aquiles se da la vuelta, el rostro torcido, y obviamente la ve también. Nadie más puede verla. No comprendo esta tecnología de capas de invisibilidad, pero funciona cuando yo la uso y les funciona a los dioses.

No, advierto inmediatamente, esto es algo más. Los dioses han detenido otra vez el tiempo. Es su forma favorita de hablar a sus humanos favoritos sin que los demás los oigan, pero yo lo he visto unas cuantas veces. Agamenón tiene la boca abierta (veo su saliva flotando en el aire), pero no se oye ningún sonido, no hay ningún movimiento de mandíbula ni muscular, ningún parpadeo de esos ojos oscuros. Lo mismo sucede con todos los hombres del círculo: están congelados, embelesados o abstraídos, petrificados. En el cielo, un ave marina se sostiene inmóvil en pleno vuelo. Las olas se encrespan pero no rompen en la orilla. El aire es tan denso como jarabe y todos nosotros estamos inmovilizados como insectos en ámbar. El único movimiento en este universo detenido proviene de Palas Atenea, de Aquiles y (aunque sólo se note porque me inclino hacia delante para oír mejor) de mí.

La mano de Aquiles reposa todavía en el pomo de su espada, extraída a medias de su hermosa vaina repujada, pero Atenea lo ha agarrado por el largo pelo y lo ha obligado a volverse hacia ella, así que él no se atreve a desenvainarla del todo. Hacerlo sería desafiar a la misma diosa.

Pero los ojos de Aquiles arden, más locos que cuerdos, mientras grita en medio del denso y viscoso silencio que acompaña estas paradas temporales:

—¿Por qué? ¡Maldición, maldición, por qué ahora! ¿Por qué vienes a mí ahora, diosa, Hija de Zeus? ¿Has venido a ser testigo de mi humillación ante Agamenón?

—¡Cede! —dice Atenea.

Si nunca han visto ustedes a un dios o a una diosa, todo lo que puedo decir es que son más grandes que la vida (literalmente, ya que Atenea debe medir dos metros diez), y más hermosos y sorprendentes que ningún mortal. Supongo que sus laboratorios nanotecnológicos y de ADN recombinante los hicieron así. Atenea combina cualidades de belleza femenina, presencia divina y poder puro de un modo que yo ni siquiera sabía que fuese posible antes de encontrarme devuelto a la existencia a la sombra del Olimpo.

Su mano sigue engarfiada en el pelo de Aquiles, y lo obliga a inclinar la cabeza hacia atrás y a apartarse del petrificado Agamenón y sus lacayos.

—¡Nunca cederé! —grita Aquiles. Incluso en este aire congelado que atenúa y apaga todo sonido, la voz del ejecutor de hombres es fuerte—. ¡Ese cerdo que se cree rey pagará su arrogancia con la vida!

—Cede —dice Atenea por segunda vez—. Hera, la diosa de blanca armadura me envía desde los cielos para detener tu cólera. Cede.

Puedo ver un destello de vacilación en los ojos enloquecidos de Aquiles. Hera, la esposa de Zeus, es la aliada más fuerte de los aqueos en el Olimpo y protectora de Aquiles desde su extraña infancia.

—No luches ahora —ordena Atenea—. Aparta la mano de la espada, Aquiles. Maldice a Agamenón si quieres, pero no lo mates. Haz lo que ordenamos ahora y te prometo una cosa: sé que ésta es la verdad, Aquiles, veo tu destino y conozco el futuro de todos los mortales: obedécenos ahora y un día serán tuyos deslumbrantes regalos como recompensa por esta afrenta. Desafíanos y muere ahora mismo. Obedécenos a ambas, a Hera y a mí, y recibe tu recompensa.

Aquiles hace una mueca, se zafa, parece hosco pero vuelve a envainar la espada. Contemplarlos a Atenea y a él es como contemplar dos formas vivas entre un campo de estatuas.

—No puedo desafiaros a ambas, diosa —dice Aquiles—. Es mejor que un hombre se someta a la voluntad de los dioses, aunque su corazón se rompa de cólera. Pero es justo entonces que los dioses oigan las plegarias de ese hombre.

Atenea esboza la más leve de las sonrisas y desaparece de la existencia (TCeándose de vuelta al Olimpo) y el tiempo continúa su marcha.

Agamenón está terminando su arenga.

Con la espada envainada, Aquiles se planta en el centro del círculo.

—¡Tú, pellejo borracho! —exclama el ejecutor de hombres—. Tú con tus ojos de perro y tu corazón de ciervo. Tú, «caudillo» que nunca nos has guiado a la batalla ni has puesto emboscadas con los mejores aqueos; tú, que careces del valor para saquear Ilión y por eso debes saquear las tiendas de su ejército; tú, «rey» que gobierna sólo a los más abyectos de nosotros. Te prometo, te juro solemnemente que este día...

Los cientos de hombres que me rodean toman aire como si fueran un solo hombre, más sorprendidos de esta promesa de maldición que si Aquiles hubiera simplemente atravesado a Agamenón como a un perro.

—Te juro que algún día todos los aqueos echarán de menos a Aquiles —grita el ejecutor de hombres, tan fuerte que detiene los juegos de dados a un centenar de metros en el campamento—. ¡Todos ellos, todos tus ejércitos! Pero entonces, Atrida, por mucho que te aflijas, no podrás hacer nada para socorrerlos, aunque muchos sucumban y perezcan a manos de Héctor, ejecutor de hombres. Y ese día desgarrarás tu corazón y te lo comerás, desesperado, pesaroso por haber deshonrado al mejor de todos los aqueos.

Y con eso Aquiles se vuelve sobre su famoso talón y sale del círculo, internándose en la oscuridad entre las tiendas y levantando la grava de la playa. Tengo que admitirlo: es un mutis cojonudo.

Agamenón se cruza de brazos y sacude la cabeza. Otros hombres comentan su sorpresa. Néstor se adelanta para pronunciar su discurso de en-los-días-de-la-guerra-con-los-centauros-todos-permanecimosjuntos. Esto es una anomalía (Homero hace que Aquiles esté todavía presente cuando Néstor habla), y mi mente escólica toma nota de ello, pero mi atención está muy, muy lejos.

Es entonces, al recordar la mirada asesina que Aquiles le ha lanzado a Atenea justo antes de que ella, tirándole del pelo, lo obligara a someterse, que se me ocurre el plan de acción más audaz, más obviamente condenado al fracaso, más suicida y maravilloso. Por un instante me cuesta respirar.

—Biante, ¿te encuentras bien? —pregunta Oro, a mi lado.

Miro al hombre, desconcertado. Momentáneamente no puedo recordar quién es él ni quién es «Biante», olvidada mi propia identidad morfeada. Sacudo la cabeza y me aparto del círculo de gloriosos guerreros.

La grava cruje bajo mis pies sin el heroico eco del mutis de Aquiles. Camino hacia el agua y lejos de miradas indiscretas me despojo de la identidad de Biante. Si alguien me viera ahora vería al maduro Thomas Hockenberry, con gafas y todo, lastrado por el absurdo atuendo de un lancero aqueo, con lana y piel cubriendo mi equipo morfeador y mi armadura de impacto.

El océano está oscuro. Oscuro como el vino, pienso, pero no me hace gracia.

Tengo la abrumadora necesidad, no por primera vez, de usar mi capacidad de invisibilidad y mi arnés de levitación para salir volando de aquí, para revolotear sobre Ilión una última vez, para contemplar sus antorchas y sus habitantes condenados, y luego volar hacia el sureste a través del mar oscuro como el vino (el Egeo), hasta llegar a las islas y el continente griegos que todavía no lo son. Podría ver cómo están Clitemnestra y Penélope, y Telémaco y Orestes. El profesor Thomas Hockenberry, de niño y de hombre, siempre se llevó mejor con las mujeres y los niños que con los varones adultos.

Pero estas mujeres y niños protogriegos son más asesinos y están más sedientos de sangre que ningún varón adulto que Hockenberry conociera en su otra vida incruenta.

Dejo el vuelo para otro día. De hecho, lo descarto por completo.

Las olas llegan una tras otra, con su tranquilizadora cadencia familiar.

Lo haré. La decisión llega con la felicidad del vuelo, no, no del vuelo, sino con la excitación de ese breve instante de gravedad cero que uno pasa cuando se lanza de un lugar elevado y sabe que no va a volver a terreno sólido. Hundirse o nadar, caer o volar.

Lo haré.

4. Cerca de Conamara Caos

4

Cerca de Conamara Caos

El sumergible moravec de Mahnmut el europano iba tres kilómetros por delante del kraken y ganaba terreno, lo cual debería haberle dado un poco de confianza a la diminuta criatura robo-orgánica, pero como el kraken solía tener tentáculos de cinco kilómetros de largo, no lo hacía.

Era un agravio. Peor que eso, era una distracción. Mahnmut casi había terminado su nuevo análisis del Soneto 117, estaba ansioso por enviarlo por e-mail a Orphu en Io, y lo último que necesitaba era que se tragaran su sumergible. Estudió el kraken, verificó que la enorme, hambrienta y gelatinosa masa continuaba persiguiéndolo, y se interfaceó con el reactor lo suficiente para añadir otros tres nudos a la velocidad de su nave.

El kraken, que estaba literalmente fuera de pie tan cerca de la región de Conamara Caos y sus filones abiertos, no pudo mantener el ritmo. Mahnmut sabía que, mientras ambos estuvieran viajando a esa velocidad, el kraken no podría extender por completo sus tentáculos para envolver al sumergible; pero si su pequeño sub se encontraba con algo (digamos un montón grande de algas iridiscentes) y tenía que frenar, o peor aún, se quedaba atrapado en los brillantes filamentos de basura, entonces el kraken caería sobre él como un...

—Oh, bueno, maldita sea —dijo Mahnmut, abandonando cualquier intento de buscar un símil y hablando en voz alta al silencio zumbante de la estrecha cavidad medioambiental del sumergible. Sus sensores estaban conectados con los sistemas de la nave y la visión virtual le mostraba enormes masas de algas iridiscentes delante. Las brillantes colonias flotaban a lo largo de las corrientes isotérmicas, alimentándose de las venas rojizas de sulfato de magnesio que se alzaban hacia los hielos de la superficie como múltiples raíces ensangrentadas.

Mahnmut pensó sumérgete y el sumergible se zambulló otros veinte kilómetros, esquivando las colonias inferiores de algas apenas por unas docenas de metros.

El kraken se zambulló tras él. Si los kraken pudieran sonreír, éste habría estado sonriendo: era la profundidad a la que cazaba.

Reacio, Mahnmut eliminó el Soneto 116 de su campo visual y consideró sus opciones. Ser devorado por un kraken a menos de cien kilómetros de Conamara Caos Central sería embarazoso. Era culpa de aquellos malditos burócratas: tenían que limpiar sus submares locales de monstruos antes de ordenar a uno de sus exploradores moravec que se presentara a una reunión.

Podía matar al kraken. Pero sin ningún sumergible recolector en mil kilómetros a la redonda, la hermosa bestia sería reducida a pedazos y devorada por los parásitos de las colinas de algas luminiscentes, por los tiburones salinos, por los gusanos de tubo que flotaban libres y por otros krakens mucho antes de que una recolectora de la compañía pudiera acercarse. Sería un desperdicio terrible.

Mahnmut apartó su visión virtual lo suficiente para echar un vistazo a su enviro-nicho, como si un atisbo de su apretujada realidad pudiera darle una idea. Lo hizo.

En su consola, junto a volúmenes encuadernados en tafetán de Shakespeare y la edición Vendler, estaba su lámpara de lava: una bromita de su antiguo socio moravec Urtzeil, hacía casi veinte años-J.

Mahnmut sonrió y reajustó su virtual en todas las longitudes de banda. Tan cerca de Caos Central tenía que haber diapiros, y los krakens odiaban a los diapiros...

Sí. Quince kilómetros sur-sureste había un banco entero, alzándose lentamente hacia la capa de hielo tan lánguidamente como las masas de cera lo hacían en su lámpara de lava. Mahnmut fijó su rumbo hacia el diapir más cercano y aceleró otros cinco nudos para asegurarse, si había seguridad posible dentro del alcance de los tentáculos de un kraken maduro.

Un diapir no era más que una masa de hielo cálido, calentado por las corrientes de aire y las zonas gravitatorias templadas de las profundidades que se alzaba a través del mar Epsomsalt hacia la capa de hielo que una vez cubrió Europa en su totalidad y que ahora, dos mil años-t después de que llegara la compañía de trabajo criobot, aún cubría más del 98 por ciento de la Luna. Este diapir, de unos quince kilómetros de diámetro, se alzaba rápidamente acercándose a la superficie de hielo.

A los krakens no les gustaban las propiedades electrolíticas de los diapiros. Incluso evitaban tocarlos con la sonda de sus tentáculos, mucho más evitaban el contacto con sus brazos y fauces asesinas.

El sub de Mahnmut llegó a la masa en ascenso unos buenos diez kilómetros por delante del kraken perseguidor, frenó, morfeó su casco exterior para la fuerza del impacto, colocó sensores y sondas, y se hundió en la masa viscosa. Mahnmut usó sónar y EPS para comprobar las corrientes lenticulares y de navegación a unos ocho mil kilómetros sobre él. En unos minutos el diapir se fundiría con la gruesa capa de hielo, flotaría hacia arriba a través de las fisuras, lentículas y corrientes, y brotaría en una fuente de un centenar de metros de altura. Durante un breve espacio de tiempo, ese punto de Conamara Caos parecería el parque de Yellowstone de la América de la Edad Perdida, con géiseres de azufre rojo y manantiales calientes. Luego el rastro se dispersaría en la gravedad de Europa, siete veces menor que la terrestre, caería como una tormenta de nieve a cámara lenta durante kilómetros a cada lado de las lentículas de la superficie y se congelaría en la fina y artificial atmósfera de Europa (en sus cien milibares), para añadir más eflorescencias abstractas a los ya torturados campos de hielo.

Mahnmut no podía morir en términos literales (aunque en parte orgánico, «existía» más que «vivía», y lo habían diseñado para ser duro), pero decididamente no quería convertirse en parte de una fuente o en un trozo congelado de eflorescencia abstracta durante los siguientes mil años-t. Olvidó un minuto tanto al kraken como el Soneto 116 mientras realizaba los cálculos (el ascenso del diapir, el progreso del sumergible a través de la masa viscosa, el rápido acercamiento a la capa de hielo) y luego centró sus pensamientos en la sala de motores y los tanques de lastre. Si funcionaba bien, saldría por el lado sur del diapir medio kilómetro antes del impacto con el hielo y aceleraría de inmediato para una salida de emergencia justo cuando la ola de la fuente del diapir fuera forzada por la corriente. Usaría aquella acelaración de cien kilómetros por hora para mantenerse por delante del efecto fuente: el sumergible le serviría de tabla de surf durante la mitad del trayecto hasta Conamara Caos Central. Tendría que recorrer los últimos veinte kilómetros o así hasta la base sobre la superficie cuando la ola se calmara, pero no tenía otra elección. Sería una entrada bestial.

A menos que algo hubiera bloqueado la corriente por delante. O a menos que otro sumergible viniera desde Central. Eso sería embarazoso durante los pocos segundos que pasarían antes de que Mahnmut y La Dama Oscura fueran destruidos.

Al menos el kraken ya no tendría nada que ver. Los bichos repugnantes se negaban a acercarse a más de cinco kilómetros de la superficie de hielo.

Tras haber introducido todas las órdenes y sabiendo que había hecho todo lo que se le ocurría para sobrevivir y llegar a la base a tiempo, Mahnmut volvió a su análisis del soneto.

El sumergible de Mahnmut (al que había bautizado hacía tiempo como La Dama Oscura), recorrió los últimos veinte kilómetros hasta Conamara Caos Central siguiendo una corriente de un kilómetro de ancho por la superficie del mar negro bajo un cielo negro. Un Júpiter en tres cuartos asomaba, las nubes brillaban y los bancos estaban cubiertos de colores apagados mientras un diminuto Io cruzaba la cara del gigante no muy lejos del helado horizonte. A cada lado de la corriente, acantilados de hielo estriado se alzaban varios cientos de metros, sus caras peladas gris oscuro y rojo turbio contra el cielo negro.

Mahnmut se sintió nervioso mientras recuperaba el soneto de Shakespeare.

Soneto 116

No, aparta a dos almas amadoras

adverso caso ni cruel porfía:

nunca mengua el amor ni se desvía,

y es uno sin mudanza a todas horas.

Es fanal que borrascas bramadoras

con inmóviles rayos desafía;

estrella fija que los barcos guía;

mides su altura, mas su esencia ignoras.

Amor no sigue la fugaz corriente

de la edad, que deshace los colores

de los floridos labios y mejillas.

Eres eterno, amor: si esto desmiente

mi vida, no he sentido tus ardores,

ni supe comprender tus maravillas.

Al cabo de tantas décadas, había llegado a odiar aquel soneto. Era una de esas cosas que los humanos recitaban en las bodas allá en la Edad Perdida. Era cursilón. Era un pasteleo. No era buen Shakespeare.

Pero encontrar los microregistros de los escritos críticos de una mujer llamada Helen Vendler (una crítica literaria que había vivido y escrito en uno de esos siglos —el XIX o el XX o el XXI; los sellos temporales del registro eran vagos en ese aspecto—), dio a Mahnmut la clave para traducir el soneto. ¿Y si el Soneto 116 no era, como había sido interpretado durante tantos siglos, una pegajosa afirmación, sino una violenta negativa?

Mahnmut volvió a repasar sus «palabras clave» anotadas en busca de apoyo. En la primera estrofa: «no, ni, nunca, ni, sin». Luego, en los dos tercetos: «no, no, ni». Reflejaban el nihilista «nunca, nunca, nunca, nunca, nunca» del rey Lear.

Era definitivamente un poema de negación. ¿Pero qué negaba?

Mahnmut sabía que el Soneto 116 formaba parte del ciclo del «Hombre Joven», pero también sabía que la expresión «Hombre Joven» era poco más que un añadido de años posteriores y más recatados. Los poemas de amor no iban dirigidos a un hombre, sino «al joven»: ciertamente un muchacho, probablemente no mayor de trece años. Mahnmut había leído las críticas de la segunda mitad del siglo XX y sabía que tales «expertos» interpretaban literalmente los sonetos como auténticas cartas homosexuales del dramaturgo Shakespeare. Pero Mahnmut también sabía, por obras más eruditas de épocas anteriores y de la última parte de la Edad Perdida, que esa interpretación literal motivada políticamente era pueril.

Shakespeare había estructurado un drama en sus sonetos, Mahnmut estaba seguro de ello. «El joven» y la posterior «Dama Oscura» eran personajes de ese drama. Había tardado años en escribir los sonetos; no eran el producto del calor de una pasión, sino de la madurez creativa de Shakespeare. ¿Y qué estaba explorando en estos sonetos? El amor. ¿Y cuáles eran las «verdaderas opiniones» de Shakespeare sobre el amor?

Nadie lo sabría jamás. Mahnmut estaba seguro de que el bardo era demasiado listo, demasiado cínico, demasiado sigiloso para mostrar sus verdaderos sentimientos. Pero obra tras obra, Shakespeare describió cómo los sentimientos fuertes (incluido el amor) convertían a las personas en idiotas. Shakespeare, como Lear, amaba a sus Locos. Romeo había sido el Loco de la Fortuna, Hamlet el Loco del Destino, Macbeth el Loco de la Ambición, Falstaff... bueno, Falstaff no era el Loco de nada... pero se volvió loco por el amor del príncipe Enrique y murió con el corazón roto cuando el joven príncipe lo abandonó.

Mahnmut sabía que el «poeta» del ciclo de sonetos, que a veces aparece como «Will», no era (a pesar de la insistencia de tantos obtusos eruditos del siglo XX) el Will Shakespeare histórico sino más bien otra creación dramática del dramaturgo/poeta para explorar todas las facetas del amor. ¿Y si este «poeta» era, como el infeliz conde Orsino de Shakespeare, el Loco del Amor? ¿Un hombre enamorado del amor?

A Mahnmut le gustaba esta interpretación. Sabía que la relación de «dos almas amadoras» entre el poeta mayor y el joven, no era de carácter homosexual, sino una auténtica comunión de sensibilidades, una faceta del amor honrada en días muy anteriores a los de Shakespeare. En apariencia, el Soneto 116 era una declaración evidente de ese amor y su permanencia, pero si en realidad era una negativa...

Mahnmut vio de pronto dónde encajaba. Como tantos grandes poetas, Shakespeare empezaba sus poemas antes o después de que empezaran. Pero si éste era un poema de negación, ¿qué estaba negando? ¿Qué le había dicho el joven al poeta mayor, tan cegado de amor que necesitaba una refutación tan vehemente?

Mahnmut apartó los dedos de su manipulador primario, tomó su stylus y escribió en la placa:

Querido Will:

Por supuesto que a ambos nos gustaría que el enlace de dos almas amadoras que tenemos, ya que los hombres no pueden compartir el matrimonio sacramental de los cuerpos, fuera tan real y permanente como el verdadero matrimonio. Pero no puede ser. La gente cambia, Will. Las circunstancias cambian. Cuando las cualidades de las personas o las propias personas desaparecen, el amor desaparece también. Te amé una vez, Will. Te amé de verdad, pero has cambiado, eres distinto, y por eso ha habido un cambio en mí y una alteración en nuestro amor.

Sinceramente tuyo,

EL JOVEN

Mahnmut miró la carta y se echó a reír, pero su risa se apagó en cuanto advirtió cómo cambiaba esto todo el Soneto 116. Ahora, en vez de una afirmación de amor perpetuo, el soneto se convertía en una violenta negativa a las calabazas del joven, en una argumentación en contra de un abandono tan egoísta. La nueva lectura del soneto era:

No, no aparta a dos almas amadoras

adverso caso ni cruel porfía (como tú afirmas):

nunca mengua el amor ni se desvía,

y es uno sin mudanza a todas horas.

Mahnmut apenas podía contener su nerviosismo. Todo en el soneto y en el ciclo entero de sonetos encajaba ahora. Quedaba poco de este amor del enlace de «dos almas amadoras» (poco más que furia, acusaciones, incriminaciones, mentiras y más infidelidades), todo lo que sería mostrado en el Soneto 126, donde «El Joven» y el amor ideal mismo serían abandonados por los placeres descarados de la «Dama Oscura». Mahnmut transfirió consciencia a su virtual y empezó a codificar una e-nota para su fiel interlocutor en la última docena de años-t. Orphu de Io.

Sonaron cláxons. Las luces parpadearon en la visión virtual de Mahnmut. Durante un segundo pensó: ¡El kraken!, pero el kraken nunca subiría a la superficie ni entraría en una corriente abierta.

Mahnmut guardó el soneto y sus notas, borró la e-nota de la cola de salida y abrió los sensores externos.

La Dama Oscura estaba a cinco kilómetros de Caos Central y en la región de control remoto de los hangares submarinos. Mahnmut dirigió la nave a la Central y estudió los acantilados de hielo que tenía delante.

Desde el exterior, Conamara Caos parecía igual que el resto de la superficie de Europa: un amasijo de cordilleras de presión que se alzaban heladas doscientos o trescientos metros, la masa de hielo bloqueando el laberinto de corrientes abiertas y lentículas negras, pero luego los signos de habitabilidad se volvían visibles: la boca negra de los hangares submarinos abriéndose, los ascensores moviéndose por la cara de los acantilados, más ventanas visibles en la superficie del hielo, luces de navegación pulsando y parpadeando en lo alto de los módulos de superficie, los habitáculos y las antenas y, muy por encima de donde el acantilado terminaba, contra el cielo negro, varias lanzaderas interlunares atracadas en la pista de aterrizaje.

Naves espaciales aquí en Caos Central. Muy inusitado. Mientras Mahnmut terminaba de atracar, fijaba en modo de espera las funciones de su nave y empezaba a separarse de los sistemas del sumergible, pensaba: ¿Para qué demonios me han llamado?

Terminado el atraque, Mahnmut revivió el trauma de limitar sus sentidos y su control a los torpes confines de su cuerpo más o menos humano y dejó la nave, caminó sobre el hielo iluminado de azul y tomó el ascensor de alta velocidad hasta los habitáculos situados en las alturas.

5. Ardis Hall

5

Ardis Hall

Una comida para una docena de personas sentadas a la mesa bajo el árbol iluminado por linternas: venado y jabalí silvestre, trucha de río, ternera de los rebaños de ganado que pastaban entre Ardis y los prados lejanos, caldos de los viñedos de Ardis, maíz fresco, calabaza, ensalada y guisantes del huerto, y caviar faxeado desde algún lugar.

—¿De quién es el cumpleaños y quién cumple Veinte? —preguntó Daeman mientras los servidores repartían la comida entre la docena de comensales de la larga mesa.

—Es mi cumpleaños, pero no celebro mis Veinte —respondió el hombre guapo y de pelo rizado llamado Harman.

—¿Disculpe? —Daeman sonrió sin comprender. Aceptó un poco de calabaza y pasó el cuenco a la dama que tenía al lado.

—Harman está celebrando su cumpleaños anual —dijo Ada desde la cabecera de la mesa. Daeman estaba físicamente agotado, pero qué hermosa estaba ella con aquel bronceado y la túnica de seda negra.

Daeman sacudió la cabeza, todavía sin comprender. Los cumpleaños anuales pasaban inadvertidos, no se celebraban.

—Así que no están celebrando un Veinte cumpleaños esta noche —le dijo a Harman, haciendo un gesto con la cabeza al servidor flotante para que volviera a llenar su copa de vino.

—Pero celebro mi cumpleaños —insistió Harman con una sonrisa—. El nonagésimo noveno.

Daeman se detuvo, asombrado, y luego miró en derredor rápidamente, pensando que se trataba de una especie de broma de aquel grupo de provincianos: desde luego, una broma de mal gusto. Nadie bromeaba con sus noventa y nueve años. Daeman sonrió débilmente y esperó el remate de la broma.

—Harman habla en serio —dijo Ada animadamente. Los demás invitados guardaron silencio. Desde el bosque se oyó la llamada de las aves nocturnas.

—Yo... lo siento —consiguió decir Daeman.

Harman negó con la cabeza.

—Me muero de ganas por llegar. Tengo un montón de cosas que hacer.

—Harman recorrió caminando ciento cincuenta kilómetros de la Brecha Atlántica el año pasado —dijo Hannah, la joven amiga de pelo corto de Ada.

Daeman ahora estaba seguro de que se estaban quedando con él.

—No se puede recorrer caminando la Brecha Atlántica.

—Pero yo lo hice. —Harman comía maíz de la mazorca—. Únicamente hice un reconocimiento. Sólo, como dice Hannah, ciento cincuenta kilómetros, y luego de vuelta a la costa norteamericana. Pero desde luego no fue difícil.

Daeman volvió a sonreír para demostrar que era un buen deportista.

—¿Pero cómo pudo llegar a la Brecha Atlántica, Harman Uhr? No hay fax-nódulos cerca.

No tenía ni idea de qué era la Brecha Atlántica, ni siquiera de qué era Norteamérica, y no estaba del todo seguro del emplazamiento del océano Atlántico, pero estaba seguro de que ninguno de los 317 faxnódulos estaba cerca de la Brecha. Había faxeado por cada uno de aquellos nódulos más de una vez y nunca había visto la legendaria Brecha.

Harman soltó el maíz.

—Caminé, Daeman Uhr. Desde la costa oriental norteamericana, la Brecha corre directamente por el paralelo cuarenta hasta lo que los humanos de la Edad Perdida llamaban Europa. España era la última nación-estado donde llega la Brecha, creo. Las ruinas de la antigua ciudad de Filadelfia (puede que la conozca como Nódulo 124, en la mansión de Loman Uhr) está sólo a unas cuantas horas de camino de la Brecha. Si hubiera tenido valor, y hubiera llevado comida suficiente, habría podido ir caminando hasta España.

Daeman asintió y sonrió y siguió sin tener absolutamente ni idea de qué hablaba aquel tipo. Primero la obscenidad de alardear de sus noventa y nueve años, luego toda esta cháchara sobre paralelos y ciudades de la Edad Perdida y caminar. Nadie caminaba más de unos cientos de metros. ¿Para qué hacerlo? Todo lo que era de interés humano se encontraba cerca de un fax-nódulo y las pocas rarezas lejanas (como la Ardis de Ada), se podían alcanzar en carruaje o en droshky. Daeman conocía a Loman, naturalmente: recientemente había celebrado el Tercer Veinte de Ono en la cara mansión de Loman, pero todo el resto del soliloquio de Harman eran paparruchas. El hombre obviamente se había vuelto loco en sus últimos días. Bueno, el último fax a la fermería y la Ascensión pronto se encargarían de eso.

Daeman miró a Ada, su anfitriona, con la esperanza de que ella interviniera para cambiar de tema, pero Ada sonreía como si estuviera de acuerdo con todo lo que Harman había dicho. Daeman contempló la mesa en busca de ayuda, pero los otros invitados habían estado escuchando amablemente (incluso con aparente interés), como si aquella cháchara fuera parte de su regular conversación provinciana a la mesa.

—La trucha está bastante buena, ¿verdad? —le dijo a la mujer que tenía a su izquierda—. ¿Estaba buena la suya?

Una mujer sentada al otro lado de la mesa, una fornida pelirroja probablemente entrada ya en su Tercer Veinte apoyó su más que prominente papada en el puño y le dijo a Harman:

—¿Cómo era? La Brecha, quiero decir.

El hombre del pelo rizado y el profundo bronceado se hizo de rogar, pero los otros miembros de la mesa (incluida la joven rubia por cuya trucha había inquirido Daeman y que había ignorado groseramente la pregunta) le pidieron a Harman que hablara. Por fin él accedió con un gracioso movimiento de la mano.

—Si nunca han visto la Brecha, es una visión fascinante desde la orilla. Tiene unos ochenta metros de ancho: una grieta que se extiende al este hasta donde alcanza la vista, estrechándose más y más hacia el horizonte hasta que parece sólo una franja brillante que se pierde allí donde el océano se encuentra con el cielo.

Caminar por ella es... un poco extraño. La arena de la playa no está húmeda al borde de la Brecha. No hay olas que la alcancen. Al principio toda tu atención se centra en uno u otro de los bordes... al internarte en sus profundidades, te das cuenta de pronto del brusco corte del agua, como una pared de cristal que separara al caminante de los vaivenes de la marea. Hay que tocar la barrera: nadie podría resistirlo. Esponjosa, invisible, cede levemente a la presión, fría por el agua que hay al otro lado, pero impenetrable. Sigues caminando sobre la arena seca... a lo largo de los siglos el fondo del mar sólo ha sentido la humedad de la lluvia, y por eso la arena y la tierra son sólidas, las criaturas y plantas marinas se han secado, disecadas hasta el punto de parecer fosilizadas.

»Una docena de metros más adelante, las paredes contenidas de agua a ambos lados se alzan por encima de tu cabeza. Las sombras se mueven en el interior. Ves peces pequeños nadando cerca de la barrera entre el aire y el mar, y luego la sombra de un tiburón, y luego el pálido brillo de una anémona, cosas flotantes que no puedes identificar del todo. A veces las criaturas marinas se acercan al borde de la Brecha, la tocan con sus frías cabezas, y luego se dan la vuelta rápidamente, como alarmadas. Un kilómetro más allá y el agua está tan por encima de tu cabeza que el cielo se vuelve más oscuro. Una docena o más de kilómetros y las paredes de agua a cada lado se alzan más de treinta metros sobre ti. Las estrellas salen en la rebanada de cielo que puedes ver, incluso de día.

—¡No! —dijo un hombre delgado de pelo rubio que estaba al extremo de la mesa. Daeman recordó su nombre: Loes—. Estás bromeando.

—No —respondió Harman—. No bromeo —sonrió de nuevo—. Caminé unos cuatro días. Dormía de noche. Volví cuando me quedé sin comida.

—¿Cómo sabías si era de día o de noche? —preguntó la amiga de Ada, la atlética joven llamada Hannah.

—El cielo es negro y las estrellas se ven en el cielo diurno —dijo Harman—, pero las franjas de océano a cada lado contienen todo el espectro de luz, de azul brillante arriba a negro oscuro en el fondo de la Brecha.

—¿Encontraste algo exótico? —preguntó Ada.

—Algunos barcos hundidos. Antiguos. De la Edad Perdida y anteriores. Y uno que podría ser... más nuevo. —Sonrió otra vez—. Fui a explorar uno de ellos: un casco enorme y oxidado que emergía de la pared norte de la Brecha, tendido sobre su costado. Entré aprovechando un agujero en el casco, subí por las escalerillas, me abrí paso por los suelos ladeados iluminándome con una pequeña linterna que llevaba, hasta que de pronto, en un espacio grande (creo que se llamaba bodega) allí estaba la Brecha, desde el techo hasta el suelo, una pared de agua, repleta de peces. Acerqué la cara a la fría pared invisible y vi mejillones, moluscos, serpientes de mar y formas de vida cubriendo todas las superficies, alimentándose unas de otras, mientras que en mi lado sólo había sequedad, óxido viejo, y los únicos seres vivos éramos yo y un pequeño cangrejito blanco que obviamente había emigrado, como yo, desde la orilla.

Se alzó viento y agitó las hojas del alto árbol que los protegía. Las linternas se bambolearon y su rica luz se esparció por el mantel de seda y algodón y los peinados y las manos y las caras cálidamente iluminadas alrededor de la mesa. Todos estaban embelesados. Incluso Daeman sintió interés, a pesar de que aquello no eran más que tonterías. Las antorchas en sus pebeteros a lo largo del camino fluctuaron y chisporrotearon con la súbita brisa.

—¿Qué hay de los voynix? —preguntó una mujer sentada junto a Loes. Daeman no recordaba su nombre. ¿Emme, tal vez?—. ¿Hay más o menos que en tierra? ¿Centinelas o móviles?

—No hay voynix.

Todos los comensales parecieron tomar aire. Daeman sintió la misma súbita inquietud que había experimentado cuando Harman anunció que cumplía noventa y nueve años. Sintió un arrebato de vértigo. Tal vez el vino era más fuerte de lo que pensaba.

—No hay voynix —repitió Ada en un tono no tanto de asombro como de tristeza. Alzó su copa de vino—. Un brindis —dijo. Los servidores se acercaron flotando para llenar las copas. Todos alzaron las suyas. Daeman parpadeó para espantar el mareo y se obligó a mostrar una sonrisa agradable y sociable.

Ada no pronunció ningún brindis, pero todos (incluso, después de un instante, Daeman) bebieron el vino como si lo hubiera hecho.

El viento había arreciado al final de la cena, las nubes se movían para oscurecer los anillos p y e, y el aire olía a ozono y a las cortinas de lluvia que cubrían las oscuras montañas al oeste, así que el grupo se trasladó al interior y luego se dividió mientras las parejas se encaminaban a sus dormitorios o a diversas alas y habitaciones para divertirse. Los servidores reprodujeron música de cámara en el conservatorio sur, la piscina cubierta de la parte trasera de la mansión atrajo a unas cuantas personas, y había un buffet de medianoche servido en el mostrador curvo del porche de observación de la primera planta. Algunas parejas se fueron a sus habitaciones privadas para hacer el amor, mientras que otras encontraron un lugar tranquilo para desplegar sus turín e irse a Troya.

Daeman siguió a Ada, que había acompañado a Hannah y al hombre llamado Harman a la biblioteca del segundo piso. Si Daeman quería que su plan para seducir a Ada antes de que terminara el fin de semana tuviera éxito, tenía que pasar con ella cada minuto disponible. Sabía que la seducción era a la vez una ciencia y un arte: una mezcla de habilidad, disciplina, proximidad y oportunidad. Sobre todo de proximidad.

Caminando junto a ella, Daeman notó el calor de su piel a través de la seda negra y marrón que llevaba. Su labio inferior, advirtió de nuevo después de una década, era enloquecedoramente carnoso, rojo, hecho para ser mordido. Cuando alzó el brazo para mostrar a Harman y Hannah la altura de los estantes de la biblioteca, Daeman contempló el sutil y suave movimiento de su pecho derecho bajo su fina vaina de seda.

Había estado en una biblioteca otras veces, pero nunca en una tan grande. La sala debía de tener más de treinta metros de largo y la mitad de esa altura, con un entresuelo que ocupaba tres paredes y escalerillas deslizantes en ambos niveles para alcanzar a los volúmenes más altos e inaccesibles. Había alcobas, huecos, mesas con grandes libros abiertos sobre ellas, zonas para sentarse aquí y allá, e incluso estantes de libros sobre el gran ventanal de la pared del fondo. Daeman sabía que los libros físicos aquí almacenados tenían que haber sido tratados con nanoquímica no-descompositiva muchos, muchos siglos antes, probablemente hacía milenios (aquellos artilugios inútiles estaban hechos de cuero y papel y tinta, por el amor del cielo), pero la sala con sus paneles de caoba y sus charcos de luz, los antiguos muebles de cuero y las paredes de libros acechantes seguía oliendo a viejo y a deterioro a la sensible nariz de Daeman. No era capaz de imaginar por qué Ada y los otros miembros de su familia mantenían aquel mausoleo en Ardis Hall, o por qué Harman y Hannah querían verlo esta noche.

El hombre del pelo rizado, que decía estar en su último año y que sostenía haber caminado por la Brecha Atlántica, se detuvo asombrado.

—Es maravilloso, Ada.

Subió por una escalerilla, la deslizó a lo largo de una estantería, y tendió una mano para tocar un grueso volumen de cuero.

Daeman se echó a reír.

—¿Cree que la función lectora ha regresado, Harman Uhr?

El hombre sonrió, pero pareció tan confiado que, por un segundo, Daeman casi esperó ver el dorado tropel de símbolos correrle por el brazo mientras la función lectora señalaba el contenido. Daeman nunca había visto en acción la función perdida, naturalmente, pero había oído a su abuela describirla y a otra gente mayor describiendo lo que disfrutaron sus tatarabuelos.

Ninguna palabra fluyó. Daeman apartó la mano.

—¿No desearía tener la función lectora, Daeman Uhr?

Daeman se oyó reír una vez más aquella extraña velada y fue agudamente consciente de que las dos mujeres jóvenes lo miraban con expresiones a caballo entre la diversión y la curiosidad.

—No, por supuesto que no —dijo por fin—. ¿Para qué? ¿Qué podrían decirme estas cosas viejas que tuviera importancia alguna para nuestra vida actual?

Harman siguió subiendo por la escalerilla.

—¿No siente curiosidad acerca del motivo por el cual ya no se ven posthumanos en la Tierra y por saber adónde fueron?

—En absoluto. Volvieron a sus ciudades en los anillos. Lo sabe todo el mundo.

—¿Por qué? —preguntó Harman—. Después de moldear nuestros asuntos durante milenios, de vigilarnos, ¿por qué se marcharon?

—Tonterías —dijo Daeman, quizás un poco más refunfuñón de lo que había pretendido—. Los posts siguen vigilándonos. Desde arriba.

Harman asintió, como iluminado, y deslizó la escalerilla unos metros por su guía metálica. La cabeza del hombre casi tocaba ahora la parte inferior del entresuelo de la biblioteca.

—¿Y los voynix?

—¿Qué pasa con los voynix?

—¿Se ha preguntado alguna vez por qué estuvieron inmóviles durante tantos siglos y están tan activos ahora?

Daeman abrió la boca, pero no tenía nada que decir a ese respecto. Al cabo de un momento, consiguió farfullar:

—Esa historia de que los voynix no se movían antes del fax final es una tontería absoluta. Mitos. Cuentos populares.

Ada avanzó un paso.

—Daeman, ¿te has preguntado alguna vez de dónde vienen?

—¿Quiénes, querida?

—Los voynix.

Daeman se rió sinceramente y con ganas.

—Por supuesto que no, señora mía. Los voynix siempre han estado aquí. Son permanentes, fijos, eternos... se mueven, a veces no están a la vista, pero siempre siguen presentes, como el sol o las estrellas.

—¿O los anillos? —preguntó Hannah con su suave voz.

—Exactamente. —A Daeman le complació que ella lo comprendiera.

Harman sacó un pesado libro de las estanterías.

—Daeman Uhr, Ada me ha contado que es usted todo un experto en lepidópteros.

—¿Cómo dice?

—Un experto en mariposas.

Daeman sintió que se ruborizaba. Siempre era agradable que reconocieran las habilidades de uno, incluso los desconocidos, incluso aquellos desconocidos que no estaban del todo en sus cabales.

—Un experto no, Harman Uhr, solamente un coleccionista que ha aprendido un poco de su tío.

Harman bajó la escalerilla y llevó el pesado libro a la mesa de lectura.

—Entonces esto debería interesarle.

Abrió el volumen. Página tras página aparecieron pintorescas representaciones de mariposas.

Daeman se acercó, sin habla. Su tío le había enseñado los nombres de unos veinte tipos de mariposas y él había aprendido de otros coleccionistas los nombres de unas cuantas de las mariposas que había capturado. Extendió la mano para tocar la imagen de una Cola de Golondrina Tigre Occidental.

—Cola de Golondrina Tigre Occidental —dijo Harman, y añadió—: Pterourus rutulus.

Daeman no comprendió las dos últimas palabras, pero se quedó mirando al hombre mayor, sorprendido.

—¡Usted las colecciona también!

—¡Qué va! —Harman tocó una imagen familiar, dorada y negra—. Monarca.

—Sí —dijo Daeman, confundido.

—Almirante Rojo, Fritilaria Afrodita, Campo de Media Luna, Azul Común, Dama Pintada, Febo Parnasiana —dijo Harman, tocando una imagen cada vez. Daeman conocía dos o tres nombres.

—Entiende usted de mariposas —dijo.

Harman negó con la cabeza.

—Nunca se me había ocurrido que los tipos distintos de mariposa tuvieran nombre, hasta ahora.

Daeman miró la mano gruesa del hombre.

—Tiene usted la función lectora.

Harman volvió a negar con la cabeza.

—Nadie tiene ya esa función palmar. Como tampoco nadie tiene la función

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