Dramatis personae
Los letherii
Tehol Beddict: Vecino indigente.
Bicho: Sirviente de Tehol.
Shurq Elalle: Pirata vagabunda.
Skorgen Kaban: Primer oficial de Shurq.
Ublaba Pung: Mestizo tarthenal sin empleo.
Ormly: Miembro del Gremio de los Cazarratas.
Rucket: Investigadora jefe del Gremio de los Cazarratas.
Karos Invictad: Centinela de los patriotas.
Tanal Yathvanar: Ayudante personal de Karos.
Rautos Hivanar: Maese de la Consigna Libertad de Mercaderes.
Venitt Sathad: Principal agente de campo de Rautos.
Triban Gnol: Canciller del Nuevo Imperio.
Nisall: Primera concubina del rey.
Janall: Emperatriz depuesta.
Turudal Brizard: Antiguo consorte.
Janath Anar: Prisionera política.
Sirryn Kanar: Guardia de palacio.
Brullyg (Temblor): Gobernante simbólico del Segundo Fuerte de la Doncella.
Yedan Derryg (La guardia)
Orbyn (Buscaverdad): Comandante de sección de los patriotas.
Letur Anict: Comisionado en Drene.
Bivatt: Atri-preda del Ejército Oriental.
Bruja de la Pluma: Esclava letherii de Uruth.
Los tiste edur
Rhulad: Gobernante del Nuevo Imperio.
Hannan Mosag: Ceda imperial.
Uruth: Matriarca del emperador y esposa de Tomad Sengar.
K’risnan: Hechiceros del emperador.
Bruthen Trana: Edur en palacio.
Brohl Handar: Supervisor del este en Drene.
Llegan con la flota edur
Yan Tovis (Crepúsculo): Atri-preda del ejército letherii.
Varat Taun: Su teniente.
Taralack Veed: Agente gral de los Sin Nombre.
Icarium: Arma de Taralack.
Hanradi Khalag: Hechicero de los tiste edur.
Tomad Sengar: Patriarca del emperador.
Samar Dev: Erudita y bruja de Siete Ciudades.
Karsa Orlong: Guerrero toblakai.
Taxiliano: Intérprete.
Los lezna’dan
Mascararroja: Exiliado que ha regresado.
Masarch: Guerrero del clan Renfayar.
Hadralt: Caudillo del clan Ganetok.
Sag’Churok: Guardaespaldas de Mascararroja.
Gunth Mach: Guardaespaldas de Mascararroja.
Torrente: Cara de cobre.
Natarkas: Cara de cobre.
Los perseguidos
Seren Pedac: Corifeo letherii.
Temor Sengar: Tiste edur.
Tetera: Huérfana letherii.
Udinaas: Esclavo fugado letherii.
Marchito: Espectro de sombra.
Silchas Ruina: Ascendiente tiste andii.
El Refugio
Ulshun Pral: Imass.
Rud Elalle: Huérfano adoptado.
Hostil Rator: T’lan imass.
Til’aras Benok: T’lan imass.
Gr’istanas Ish’ilm: T’lan imass.
Los malazanos
Cazahuesos
Tavore Paran: Comandante de los Cazahuesos.
Lostara Yil: Segunda de Tavore.
Keneb: Puño de los Cazahuesos.
Blistig: Puño de los Cazahuesos.
Faradan Sort: Capitana.
Madan’tul Rada: Teniente de Faradan Sort.
Larva: Hijo adoptado de Keneb.
Pico: Mago, segundo de la capitana Faradan Sort.
Octava Legión, Novena Compañía
Cuarto pelotón
Violín: Sargento.
Chapapote: Cabo.
Koryk: Mestizo seti, infante de marina.
Sonrisas: Kanesiana, infante de marina.
Sepia: Zapador.
Botella: Mago del cuadro.
Corabb Bhilan Thenu’alas: Soldado.
Quinto pelotón
Gesler: Sargento.
Tormenta: Cabo.
Arenas: Infante de marina.
Narizcorta: Infantería pesada.
Destello de Ingenio: Infantería pesada.
Uru Hela: Infantería pesada.
Cachipolla: Infantería pesada.
Séptimo pelotón
Cordón: Sargento.
Casco: Cabo.
Cojo: Infante de marina.
Ebron: Mago del pelotón.
Crujido (Jambadar Tronco): Zapador.
Peccado: Maga.
Octavo pelotón
Hellian: Sargento.
Pejiguero: Cabo primero.
Sinaliento: Cabo segundo.
Balgrid: Mago de pelotón.
Tavos Estanque: Infante de marina.
Quizás: Zapador.
Laúdes: Sanador del pelotón.
Noveno pelotón
Bálsamo: Sargento.
Olor a Muerto: Cabo.
Rebanagaznates: Infante de marina.
Galt: Infante de marina.
Lóbulo: Infante de marina.
Jarretesgrandes: Mago del pelotón.
Doceavo pelotón
Thom Tissy: Sargento.
Tulipán: Cabo.
Rampa: Infantería pesada.
Jibb: Infantería media.
Chorrogaviota: Infantería media.
Tirabarro: Infantería media.
Bellig Harn: Infantería pesada.
Decimotercer pelotón
Urb: Sargento.
Reem: Cabo.
Masan Gilani: Infante de marina.
Tazón: Infantería pesada.
Hanno: Infantería pesada.
Lametazo de Sal: Infantería pesada.
Escaso: Infantería pesada.
Octava Legión, Tercera Compañía
Cuarto pelotón
Pravalak Borde: Cabo.
Miel: zapador.
Correa Ponche: Zapador.
Bajío: Infantería pesada.
Miratrás: Infantería pesada.
Quinto pelotón
Badan Gruk: Sargento.
Fruncida: Infante de marina.
Roce: Infante de marina.
Nep Surco: Mago.
Reliko: Infantería pesada.
Inmenso Vacío: Infantería pesada.
Décimo pelotón
Remilgo: Sargento.
Caza: Cabo.
Mulvan Pavor: Mago.
Neller: Zapador.
Muertecalavera: Infante de marina.
Sacaprimero: Infantería pesada.
Otros
Banaschar: El último sacerdote de D’rek.
Asimismo: Fabricante de espadas meckros.
Sandalath Drukorlat: Tiste andii, esposa de Asimismo.
Nimander Golit: Tiste andii, descendiente de Anomander Rake.
Phaed: Tiste andii, descendiente de Anomander Rake.
Cuajo: Esqueleto de reptil poseído.
Telorast: Esqueleto de reptil poseído.
Onrack: T’lan imass, no vinculado.
Trull Sengar: Renegado tiste edur.
Ben Adaephon Delat: Mago.
Menandore: Soletaken (hermana de Amanecer).
Sheltatha Sabiduría: Soletaken (hermana de Atardecer).
Sukul Ankhadu: Soletaken (hermana Moteada).
Kilmandaros: Diosa ancestral.
Clip: Tiste andii.
Cotillion: La Cuerda, dios patrón de los asesinos.
Emroth: T’lan imass rota.
Seto: Fantasma.
El viejo Joroba Arbat: Tartheno.
Sucinta: Antigua presa.
Brevedad: Antigua presa.
Tirón: Bruja temblor.
Chapoteo: Bruja temblor.
Prólogo
La senda ancestral de Kurald Emurlahn
La era de la Partición
En un paisaje desgarrado por el dolor, los cadáveres de seis dragones yacían repartidos por una fila desigual que cubría mil pasos o más de la llanura, la carne desgarrada, los huesos rotos sobresaliendo, las mandíbulas abiertas y los ojos secos y quebradizos. Allí donde la sangre se había derramado por el suelo, los espectros se habían reunido como moscas para chuparla y habían quedado atrapados; los fantasmas se retorcían y exhalaban gritos huecos de desesperación a medida que la sangre se oscurecía y se fundía con el suelo inerte, y cuando al fin la sustancia se endureció y se convirtió en piedra vítrea, esos fantasmas quedaron condenados a un encierro eterno en esa prisión tenebrosa.
La criatura desnuda que atravesaba el basto sendero formado por los dragones caídos podía rivalizar en masa con estos, pero estaba atada a la tierra y caminaba sobre dos piernas arqueadas, los muslos gruesos como árboles milenarios. La anchura de los hombros igualaba la altura de un tartheno toblakai; desde un cuello grueso oculto bajo una melena de cabello negro brillante, la parte frontal de la cabeza era sobresaliente: frente, pómulos y mandíbula, y los ojos hundidos revelaban unas pupilas negras rodeadas por un blanco opalescente. Los brazos formidables eran de una largura desproporcionada, las manos enormes casi arañaban el suelo. Los pechos le colgaban, grandes y pálidos. Fue pasando sin prisa junto a los cadáveres magullados y medio podridos. El movimiento de su paso era de una fluidez extraña, en absoluto pesado, y cada miembro se revelaba como dueño de articulaciones extras.
La piel, del tono del hueso blanqueado por el sol, se oscurecía hasta un rojo venoso en los extremos de los brazos de la criatura; varios cardenales rodeaban los nudillos, un encaje de carne agrietada que exponía el hueso aquí y allá. Las manos habían sufrido daños, el resultado de asestar golpes demoledores.
La criatura se detuvo, levantó la cabeza y observó tres dragones que surcaban el aire en las alturas, entre las nubes enturbiadas; aparecían y desaparecían entre el humo del reino moribundo.
Las manos de la criatura terrestre se crisparon y un gruñido grave surgió de las profundidades de su garganta.
Tras un largo rato, reanudó su viaje.
Más allá del último de los dragones muertos, en un lugar donde se alzaba una cordillera de colinas, la más grande de estas se abría como si una garra gigante hubiera arrancado el corazón del cerro y en esa grieta rugía un desgarro, un roto en el espacio por el que se desangraba el poder en chorros nacarados. La malicia de esa energía era evidente en el modo en que devoraba los lados de la fisura, royendo como ácido las rocas y peñascos del antiguo margen.
El desgarro no tardaría en cerrarse y el último que lo había atravesado había intentado sanar la puerta tras él. Pero una sanación así no se podía hacer con prisas y esa herida volvió a sangrar.
Sin hacer caso de la virulencia que se derramaba por el desgarro, la criatura se acercó poco a poco. En el umbral hizo una nueva pausa y se volvió para mirar el camino por el que había llegado.
Sangre dracónica que se endurecía y convertía en piedra, láminas horizontales de esa sustancia que ya comenzaba a separarse de la tierra circundante para alzarse en un borde que formaba muros extraños, desarticulados, algunos de los cuales empezaron entonces a hundirse, a desvanecerse de ese reino. Atravesaron un mundo tras otro. Para reaparecer al fin, sólidos e impermeables, en otros reinos, dependiendo de la orientación de la sangre, y esas eran leyes que no se podían desafiar. Starvald Demelain, la sangre de dragones y la muerte de la sangre.
A lo lejos, tras la criatura, Kurald Emurlahn, el Reino de Sombras, el primer reino nacido de la unión de Oscuridad y Luz, convulso en su agonía. A mucha distancia de allí todavía se libraban guerras civiles, mientras que en otras zonas la fragmentación ya había empezado, secciones inmensas del tejido arrancadas de ese mundo, desconectadas, perdidas y abandonadas para... o bien sanarse solas, o morir. Con todo, todavía llegaban intrusos, como carroñeros reunidos alrededor de un leviatán caído, arrancando con impaciencia sus propios trozos del reino para su uso privado. Destruyéndose unos a otros en fieras batallas por los restos.
No había imaginado, nadie podía haber imaginado, que un reino entero podía morir así. Que los actos despiadados de sus habitantes podían destruir... todo. Los mundos continúan viviendo, había sido la creencia, la suposición, hicieran lo que hicieran los que moraban sobre ellos. La carne desgarrada sana, el cielo se despeja, y algo nuevo sale reptando de la mugre salobre.
Pero no en esa ocasión.
Demasiados poderes, demasiadas traiciones, crímenes demasiado inmensos que todo lo consumen.
La criatura miró la puerta una vez más.
Y luego, Kilmandaros, la diosa ancestral, la cruzó.
Las ruinas de la heredad k’chain che’malle
tras la caída de Silchas Ruina
Los árboles estallaban en el frío cortante que descendía como una mortaja, invisible pero palpable, sobre ese bosque devastado, atormentado.
A Gothos no le costó seguir el sendero de la batalla, los choques sucesivos de dos dioses ancestrales guerreando con el dragón soletaken, y a medida que el jaghut atravesaba su mutilada extensión, llevaba con él la gelidez brutal de Omtose Phellack, la senda de Hielo. Sellándolo de forma irrevocable, como me pediste, Mael. Encerrando la verdad para convertirla en algo más que recuerdo. Hasta el día que presencie la ruptura en mil pedazos del propio Omtose Phellack. Gothos se preguntó con aire ocioso si en algún momento había creído que tal ruptura no tendría lugar. Que los jaghut, en toda su perfecta brillantez, eran únicos, triunfantes en eterno dominio. Una civilización inmortal cuando todas las demás estaban condenadas.
Bueno, era posible. Una vez había creído que toda la existencia estaba bajo el control benigno de una omnipotencia cariñosa, después de todo. Y los grillos existen para dormirnos con canciones. Quién sabía qué otras tonterías podrían haber penetrado en su cerebro joven e ingenuo tantos milenios atrás.
Ya no, por supuesto. Las cosas terminan. Las especies se extinguen. La fe en cualquier otra cosa era simple presunción, el producto de un ego desencadenado, la maldición de la prepotencia supina.
Bueno, ¿y qué creo ahora?
No se permitiría una carcajada melodramática como respuesta a esa pregunta. ¿Qué sentido tenía? No había nadie cerca que pudiera apreciarla. Incluyéndose él. Sí, estoy condenado a vivir con mi propia compañía.
Es una maldición privada.
La mejor.
Subió por un cerro roto, fracturado, una elevación violenta del lecho de roca, donde una inmensa fisura se había abierto. Los lados verticales espejeaban por la escarcha cuando Gothos llegó al borde y miró. En algún lugar de aquella oscuridad, allí abajo, dos voces se alzaban en una discusión.
Sonrió.
Abrió la senda y utilizó una astilla de poder para elaborar un descenso lento y controlado hacia el fondo oscuro de la fisura.
Cuando Gothos se acercó, las dos voces cesaron, dejando solo un siseo áspero, palpitante (el aliento aspirado en oleadas de dolor), y el jaghut oyó el deslizamiento de escamas por la piedra, hacia un lado.
Se posó sobre fragmentos rotos de piedra, a unos pocos pasos de donde se encontraba Mael y, diez pasos más allá, la forma enorme de Kilmandaros, la piel con un vago tono luminiscente (de un modo casi enfermizo), de pie con los puños apretados, una actitud beligerante en su faz brutal.
A Scabandari, el dragón soletaken, lo habían empujado hasta un hueco de la cara del acantilado y estaba agazapado; las costillas astilladas debían de hacer de cada aliento una agonía. Tenía un ala hecha pedazos, medio arrancada. Una pata trasera estaba rota, sin duda, los huesos atravesaban la carne. Su vuelo había llegado a su fin.
Los dos ancestrales miraban a Gothos, que se adelantó sin prisas y después habló:
—Siempre es para mí un placer —dijo— cuando un traidor es a su vez traicionado. En este caso, por su propia estupidez. Lo cual es incluso más delicioso.
—El Ritual... ¿has acabado, Gothos? —preguntó Mael, dios ancestral de los mares.
—Más o menos. —El jaghut clavó la mirada en Kilmandaros—. Diosa ancestral. Los hijos que tienes en este reino se han perdido.
La mujerona bestial se encogió de hombros y le contestó con voz suave y melodiosa:
—Siempre se están perdiendo, jaghut.
—Bueno, ¿y por qué no haces algo para remediarlo?
—¿Por qué no lo haces tú?
Se alzó una ceja fina y Gothos enseñó los colmillos en una especie de sonrisa.
—¿Es una invitación, Kilmandaros?
La mujerona miró al dragón.
—No tengo tiempo para esto. He de regresar a Kurald Emurlahn. Lo mataré ahora... —Y se acercó más.
—No debes —repuso Mael.
Kilmandaros lo miró, las manazas se abrieron y después volvieron a apretarse los puños.
—Es lo que no dejas de repetir, cangrejo hervido.
Mael se encogió de hombros y se volvió hacia Gothos.
—Explícaselo, por favor.
—¿Cuántas deudas quieres tener conmigo? —le preguntó el jaghut.
—¡Oh, vamos, Gothos!
—Muy bien. Kilmandaros. Dentro del Ritual que en estos momentos desciende sobre esta tierra, sobre los campos de batalla y estos feos bosques, se niega la propia muerte. Si mataras aquí al tiste edur, su alma se desprendería de su carne, pero permanecería, su poder solo reducido de un modo marginal.
—Pienso matarlo —murmuró Kilmandaros con su tono suave habitual.
—Entonces —la sonrisa de Gothos se ensanchó— me necesitarás.
Mael lanzó un bufido.
—¿Por qué te necesito? —le preguntó Kilmandaros al jaghut.
Él se encogió de hombros.
—Ha de prepararse un finnest. Para albergar, para encerrar, el alma de este soletaken.
—Muy bien, entonces haz uno.
—¿Como favor a los dos? Me parece que no, diosa ancestral. No; por desgracia, como aquí Mael, debes reconocer la deuda. Conmigo.
—Tengo una idea mejor —dijo Kilmandaros—. Te aplasto el cráneo entre el índice y el pulgar y luego meto tu cadáver por la garganta de Scabandari, para que se ahogue con tu pomposa persona. A mí me parece una muerte digna para los dos.
—Diosa, con la edad te has vuelto amargada y hosca —dijo Gothos.
—No es de sorprender —respondió ella—. Cometí el error de intentar salvar Kurald Emurlahn.
—¿Por qué molestarse? —le preguntó Mael.
Kilmandaros le enseñó los dientes irregulares.
—El precedente es... poco grato. Vete a enterrar la cabeza en la arena otra vez, Mael, pero te lo advierto, la muerte de un reino es una promesa para todos los demás reinos.
—Como digas —dijo el dios ancestral tras un momento—. Y sí que admito esa posibilidad. En cualquier caso, Gothos exige recompensa.
Los puños se relajaron y se volvieron a apretar.
—Muy bien. De acuerdo, jaghut, elabora un finnest.
—Esto servirá —dijo Gothos al tiempo que sacaba un objeto de un desgarrón de su raída camisa.
Los dos ancestrales se lo quedaron mirando un rato, después Mael lanzó un gruñido.
—Sí, ya lo veo. Una elección bastante curiosa, Gothos.
—Las únicas que hago —respondió el jaghut—. Venga, Kilmandaros, procede, a tu sutil manera, a concluir la patética existencia del soletaken.
El dragón siseó y chilló de rabia y miedo al ver avanzar a la diosa ancestral.
Cuando la diosa metió un puño en el cráneo de Scabandari, justo en el centro del saliente que había entre y encima de los ojos del dragón, la grieta del denso hueso resonó como un canto fúnebre por toda la grieta, y con el impacto brotó sangre de los nudillos de la diosa.
La cabeza rota del dragón chocó con un golpe seco contra el lecho roto de piedra y los fluidos se derramaron bajo el cuerpo inerte.
Kilmandaros se dio media vuelta para mirar a Gothos.
Este asintió.
—Tengo al pobre cabrón.
Mael dio un paso hacia el jaghut y extendió una mano.
—Yo me llevo el finnest, entonces...
—No.
Los dos ancestrales miraron a Gothos, que sonrió de nuevo.
—Será el pago de la deuda. Para cada uno de vosotros. Reclamo el finnest, el alma de Scabandari, que será mía. Nada queda pendiente entre nosotros ya. ¿No estáis complacidos?
—¿Qué pretendes hacer con él? —exigió Mael.
—No lo he decidido todavía, pero te aseguro que será de lo más curioso y desagradable.
Kilmandaros volvió a apretar los puños y los levantó a medias.
—Siento la tentación, jaghut, de enviar a mis hijos a por ti.
—Una pena, entonces, que se hayan perdido.
Ninguno de los dos ancestrales dijo otra palabra más cuando Gothos abandonó la fisura. Siempre le complacía ser más listo que unos viejos chochos y todo su manido y brutal poder. Bueno, al menos era un placer momentáneo, en cualquier caso.
El mejor tipo de placer.
Cuando regresó al desgarro, Kilmandaros se encontró con otra figura de pie ante ella. Manto negro, cabello blanco. Una expresión de meditación arqueada clavada en la fisura desgarrada.
¿A punto de entrar por la puerta o esperándola a ella? La diosa ancestral frunció el ceño.
—No eres bienvenido en Kurald Emurlahn —dijo.
Anomandaris Purake posó los ojos fríos en la monstruosa criatura.
—¿Imaginas que me planteo reclamar el trono?
—No serías el primero.
Él volvió a mirar el desgarro.
—A ti te asedian, Kilmandaros, y Caminante del Filo tiene compromisos en otro lado. Te ofrezco mi ayuda.
—En tu caso, tiste andii, no sería fácil ganarse mi confianza.
—No hay motivo para ello —respondió él—. Al contrario que muchos otros de mi especie, yo admito que las recompensas de la traición nunca pueden superar el coste. Ahora hay soletaken, además de los dragones salvajes, luchando en Kurald Emurlahn.
—¿Dónde está Osserc? —preguntó la diosa ancestral—. Mael me informó de que...
—¿Que estaba planeando interponerse en mi camino otra vez? Osserc pensó que yo tomaría parte en la muerte de Scabandari. ¿Por qué habría de hacerlo? Mael y tú bastabais. —Lanzó un gruñido—. Ya me imagino a Osserc, dibujando un círculo tras otro. Buscándome. El muy idiota.
—¿Y el modo en que Scabandari traicionó a tu hermano? ¿No deseas vengarte por eso?
Anomandaris la miró y le dedicó una pequeña sonrisa.
—Las recompensas de la traición. Para Scabandari el coste resultó demasiado alto, ¿no? En cuanto a Silchas, bueno, ni siquiera las Azath duran para siempre. Casi le envidio su recién hallado aislamiento de todo lo que nos afligirá en los milenios venideros.
—Desde luego. ¿Deseas unirte a él en un túmulo parecido?
—Creo que no.
—Entonces me imagino que Silchas Ruina no estará muy predispuesto a perdonarte la indiferencia el día que sea libre.
—Quizá te sorprendas, Kilmandaros.
—Tú y los tuyos sois un misterio para mí, Anomandaris Purake.
—Lo sé. Bueno, diosa, ¿tenemos un pacto?
La diosa ladeó la cabeza.
—Pienso echar del reino a los pretendientes; si Kurald Emurlahn ha de morir, que lo haga solo.
—En otras palabras, quieres dejar el Trono de Sombra sin ocupante.
—Sí.
Él lo pensó un momento, después asintió.
—De acuerdo.
—No me ofendas, soletaken.
—No lo haré. ¿Estás lista, Kilmandaros?
—Forjarán alianzas —respondió la diosa—. Todos nos harán la guerra.
Anomandaris se encogió de hombros.
—Hoy no tengo nada mejor que hacer.
Los dos ascendientes atravesaron la puerta y, juntos, cerraron el desgarro tras ellos. Después de todo, había otros caminos a ese reino. Caminos que no eran heridas.
Al llegar a Kurald Emurlahn contemplaron un mundo en el que se habían hecho estragos.
Y se pusieron a limpiar lo que quedaba de él.
La Lezna’dan en los últimos días del rey Diskanar.
La preda Bivatt, capitán de la guarnición Drene, estaba muy lejos de casa. Veintiún días en carreta al mando de una expedición de doscientos soldados del Ejército del Estandarte Raído, una tropa de treinta jinetes de la caballería ligera de Rosazul y cuatrocientos miembros del equipo de apoyo, incluyendo civiles; se había bajado del caballo después de dar órdenes de montar el campamento y había recorrido los cincuenta y muchos pasos hasta el borde del risco.
Cuando llegó a la elevación, el viento le asestó un martillazo en el pecho, como si estuviera impaciente por lanzarla atrás, por arrancarla de ese borde magullado de tierra. Más allá del risco, el océano era una visión sacada de la pesadilla de un artista, un paisaje marino desgarrado, revuelto, con densas nubes retorcidas que se hacían jirones en el cielo. El agua era más blanca que verde azulada, la espuma hervía, las coronas blancas volaban entre las rocas cuando las olas machacaban la orilla.
Aun así, vio con un escalofrío que le aporreó los huesos que ese era el lugar.
Un barco pesquero, empujado muy lejos de su rumbo, metido en el remolino letal que era esa extensión del océano en la que ningún barco mercante, por muy grande que fuera, se aventuraría por gusto. Una extensión que, ochenta años antes, había capturado una ciudad meckros y la había deshecho en mil pedazos, empujando a las profundidades a veinte mil o más moradores de ese asentamiento flotante.
La tripulación del pesquero había sobrevivido el tiempo suficiente para encallar su malhadada nave y ponerla a salvo en aguas que llegaban a la cadera a unos treinta pasos de la playa de roca. La captura perdida, el barco convertido en astillas por las olas implacables, los cuatro letherii se las arreglaron para llegar a tierra firme.
Para encontrar... esto.
La preda Bivatt se apretó más la correa del yelmo, no fuera a arrancárselo el viento junto con la cabeza, y continuó examinando los restos que bordeaban esa costa. El promontorio sobre el que se encontraba estaba socavado y caía una altura de tres hombres hasta una orilla de arena blanca en la que se amontonaban filas alargadas de quelpos muertos, árboles arrancados y los restos de la ciudad meckros hundida ochenta años antes. Y otra cosa. Algo más inesperado.
Canoas de guerra. De las que se hacen a la mar, cada una tan larga como una ballena cara de coral, de proa alta, más larga y ancha de manga que las naves tiste edur. No lanzadas a la orilla como restos de un naufragio, no, ninguna de las que ella veía mostraba daño alguno. Estaban ordenadas en hileras playa arriba, aunque estaba claro que se había hecho un tiempo atrás, meses al menos, quizá años.
Una presencia a su lado. El mercader de Drene al que habían contratado para abastecer esa expedición. La piel apenas sin color, el cabello de un rubio pálido, tan claro que era casi blanco. El viento estaba sacando un color rojo subido a la cara redonda del hombre, pero la preda podía ver los ojos de color azul claro clavados en la formación de canoas de guerra y rastreando la playa, primero al oeste, luego el este.
—Tengo cierto talento —le dijo el mercader a la preda en voz muy alta para que se le oyera por encima de la galerna.
Bivatt no dijo nada. El mercader sin duda tenía habilidad con los números, el talento que afirmaba tener. Y ella era oficial del ejército letherii y más que capaz de calcular la dotación probable de cada una de aquellas enormes naos sin su ayuda. Un centenar, veinte arriba o abajo.
—¿Preda?
—¿Qué?
El mercader hizo unos gestos de impotencia.
—Estas canoas. —Señaló playa arriba y después abajo—. Debe de haber... —Y luego no supo qué decir.
Bivatt lo entendía de sobra.
Sí. Filas y filas, todas ordenadas en aquella orilla inhóspita. Drene, la ciudad más cercana del reino, estaba a tres semanas de distancia, al sudoeste. Justo al sur de allí estaba la tierra de los lezna’dan, y de las rondas estacionales de las tribus con sus enormes rebaños apenas se ignoraba nada. Los letherii estaban conquistándolos, después de todo. No se había informado de nada parecido.
Así pues, no mucho tiempo atrás había llegado una flota a esa costa, momento en el que todo el mundo había desembarcado y se había llevado todo lo que tenían con ellos, y luego era de presumir que habían puesto rumbo al interior.
Debería haber habido señales, rumores, una reverberación entre los leznas, como mínimo. Deberíamos haber oído algo.
Pero no habían oído nada. Los invasores extranjeros se habían limitado a... desaparecer.
No es posible. ¿Cómo puede ser? Bivatt examinó las filas una vez más, como si esperara que revelaran un detalle fundamental, algo que aliviara el martilleo enloquecido de su corazón y el frío plomizo de sus miembros.
—Preda...
Sí. Un centenar por embarcación. Y aquí, ante nosotros... apiladas en filas de cuatro o cinco de profundidad, ¿qué? ¿Cuatrocientas, quizá quinientas?
La orilla norte era una masa de canoas de guerra de madera gris, llegaba casi hasta donde ella alcanzaba a ver hacia el oeste y también al este. Subidas más allá de la marea. Abandonadas. Llenando esa costa como un bosque derribado.
—Por encima del medio millón —dijo el mercader—. Son mis cálculos. Preda, en el nombre del Errante, ¿se puede saber dónde han ido todos?
Bivatt frunció el ceño.
—Dele una patada a ese nido de magos que tiene, Letur Anict. Que se ganen sus exorbitados honorarios. El rey necesita saberlo. Cada detalle. Todo.
—De inmediato —dijo el hombre.
Mientras, ella haría lo mismo con el pelotón de acólitos del ceda. La redundancia era necesaria. Sin la presencia de los estudiantes elegidos por Kuru Qan, ella nunca se enteraría de todo lo que Letur Anict se guardaba en su informe final, jamás podría destilar las verdades de las medias verdades y las mentiras absolutas. Un problema constante cuando se trataba con contratistas privados; después de todo, ellos también tenían sus propios intereses y la lealtad a la corona era, para criaturas como Letur Anict, el nuevo comisionado de Drene, siempre secundaria.
Bivatt empezó a buscar una forma de bajar a la playa. Quería echar un vistazo más de cerca a esas canoas, sobre todo porque parecía que habían desmantelado secciones de sus proas. Una cosa muy rara. Con todo, un misterio manejable, un misterio del que puedo ocuparme y así no tengo que pensar en el resto.
«Más de medio millón.»
Por la bendición del Errante, ¿quién está ahora entre nosotros?
La Lezna’dan, tras la conquista edur
Los lobos habían llegado y después se habían ido, y allí donde se habían sacado los cadáveres a rastras de la masa sólida de la cima de la colina (donde los soldados desconocidos habían librado su última batalla), las señales de su festín eran evidentes, y ese detalle permaneció con el jinete solitario mientras llevaba su caballo al paso entre los cuerpos espatarrados e inmóviles. Saquear así a los muertos era... inusual. Los lobos de piel parda de esa llanura eran tan oportunistas como cualquier otro depredador de la Lezna’dan, por supuesto. Aun así, la larga experiencia con los humanos debería haber hecho huir a las bestias ante el primer olor amargo, aunque estuviera mezclado con el de la sangre derramada. Entonces ¿qué los había atraído a ese silencioso campo de batalla?
El jinete solitario, el rostro oculto tras una máscara de escamas carmesíes, tiró de las riendas cerca de la base de la colina baja. Su caballo se estaba muriendo, atormentado por escalofríos; antes del final del día, el hombre tendría que ir a pie. Mientras estaba desmontando su campamento al amanecer, esa mañana, una serpiente cornuda había picado al caballo mientras comía en una mata de hierbas de tallo astillado al borde de un barranco. El veneno era lento pero implacable, y no lo podía neutralizar ninguna de las hierbas y medicinas que llevaba el hombre. La pérdida era de lamentar pero no desastrosa, puesto que no viajaba con prisas.
Los cuervos dibujaban círculos sobre su cabeza, pero no descendió ninguno, ni su llegada los había apartado tampoco del festín; de hecho, había sido verlos sobrevolando la colina lo que lo había guiado hasta allí. Sus graznidos eran infrecuentes, de un tono extraño y apagado, casi quejumbroso.
Las legiones de Drene se habían llevado a sus muertos y no habían dejado más que a sus víctimas para alimentar las hierbas de la llanura. La escarcha de la mañana todavía dibujaba mapas relucientes en la piel oscura como la muerte, pero ya había empezado a fundirse y le pareció que esos soldados muertos estaban llorando, los rostros quietos, los ojos abiertos, las heridas mortales.
Se aupó sobre los estribos y examinó el horizonte (todo lo que podía ver) en busca de sus dos compañeros, pero las pavorosas criaturas todavía tenían que regresar de su caza, y se preguntó si habían encontrado un rastro nuevo y más tentador: los soldados letherii de Drene, que marchaban triunfantes y saciados de regreso a su ciudad. Si era así, habría una matanza ese día. La idea de venganza, sin embargo, era secundaria. Sus compañeros eran indiferentes a esos sentimientos. Que él viera, mataban por placer. Así pues, la aniquilación de los drene, y cualquier venganza que pudiera atribuirse al hecho, existía solo en su mente. La distinción era importante.
Pese a todo, una presunción de lo más satisfactoria.
Sin embargo, esas víctimas eran desconocidos, esos soldados con sus uniformes grises y negros. Despojados de armas y armaduras, los estandartes tomados como trofeos, su presencia en la Lezna’dan (en el corazón de la tierra natal del jinete) era perturbadora.
Conocía a los letherii invasores, después de todo. Las numerosas legiones con sus nombres peculiares y fieras rivalidades; conocía también a la intrépida caballería de los rosazules. Y los reinos y territorios todavía libres que lindaban con la Lezna’dan, los rivales d’rhasilhani, los keryn, el reino de Bolkando y el estado de Saphinand; había tratado o cruzado la espada con ellos años antes, y ninguno era como esos soldados.
De piel pálida, cabello del color de la paja o rojo como el óxido. Ojos azules o grises. Y... tantas mujeres.
Su mirada se posó en una de esos soldados, una mujer cerca de la cima de la colina. Mutilada por la hechicería, la armadura fundida en la carne retorcida, había sigilos visibles en esa armadura...
Desmontó, subió por la ladera abriéndose camino entre los cuerpos, los mocasines resbalando en barro empapado de sangre, hasta que se agachó al lado de la mujer.
Pintura en el camisote de bronce ennegrecido. Cabezas de lobo, un par. Uno tenía el pelo blanco y un solo ojo, el otro era de pelo plateado y negro. Un sigilo que el hombre no había visto antes.
Desconocidos sin duda.
Extranjeros. Allí, en la tierra de su corazón.
Tras la máscara frunció el ceño. Me fui. Demasiado tiempo. ¿Soy yo ahora el extraño?
Reverberaron redobles pesados por todo el suelo bajo sus pies. Se irguió. Sus compañeros regresaban.
Así pues, no había habido venganza, al fin y al cabo.
Bueno, todavía había tiempo.
El aullido lúgubre de los lobos lo había despertado esa mañana, sus llamadas habían sido lo primero que lo había llevado allí, a ese lugar, como si buscaran un testigo, como si de verdad lo hubieran emplazado. Y si bien sus gruñidos lo habían instado a continuar, no había llegado a ver a las bestias ni una sola vez.
Los lobos se habían alimentado, sin embargo, en algún momento de esa mañana. Habían sacado cuerpos a rastras de entre la multitud.
Sus pasos se fueron ralentizando a medida que bajaba la ladera, se fue deteniendo poco a poco hasta que se quedó inmóvil y contuvo el aliento mientras observaba con más atención los soldados muertos que lo cubrían todo.
Los lobos se han alimentado. Pero no como lo hacen los lobos... no... así...
Torsos desgarrados, costillas que sobresalían... habían devorado corazones. Nada más. Solo los corazones.
Los redobles se oían con más fuerza, más cerca, el estrépito de las garras siseando entre la hierba. En el cielo, los cuervos chillaron y huyeron volando en todas direcciones.

La mentira se alza sola, el solitario engaño
con la espalda vuelta, da igual la dirección
de tu reticente acercamiento, y con cada paso
tu objetivo sigue adelante, tu zancada se pierde,
el sendero se pliega sobre sí mismo, una y otra vez
caminas y lo que se alzaba solo ante ti,
errante como una desgracia, un pronunciamiento accidental,
ahora revela su legión de hijos, esta masa
que hierve en hebras y nudos y, rodeado,
no puedes coger aliento, no puedes moverte.
El mundo es tu obra, y un día,
amigo mío, te alzarás solo entre
un mar de muertos, la adquisición de tus palabras
todas sobre ti y el viento te abrirá con una carcajada
un nuevo sendero que llevará al tormento interminable;
el solitario engaño es su soledad, la mentira es
la mentira que se alza sola, las hebras y los nudos
de la multitud se tensan en recto juicio
con el que tú, otrora, con tanta libertad estrangulaste
a cada cual que decía la verdad, cada voz disidente.
Así que ahora alivia tu sed en mi compasión
y vete al otro mundo muerto de sed en el yermo.
Fragmento encontrado el día en que la poetisa
Tesora Veddict fue arrestada por los patriotas
(seis días antes de su Ahogamiento)
Capítulo 1
Dos fuerzas, en otro tiempo en cruel oposición, se encontraron convertidas en virtuales compañeras de cama, aunque ninguna llegó a decidir a cuál le abrieron las piernas primero. Los hechos puros y duros son los siguientes: resultó que la estructura jerárquica original de las tribus tiste edur encajó a la perfección con el sistema de poder letherii, poder que se alcanzaba a través de la riqueza. Los edur se convirtieron en la corona, que se aposentó con facilidad sobre la glotonería hinchada de Lether, pero ¿una corona posee voluntad propia? ¿El portador se comba bajo su carga? Otra verdad ahora, en perspectiva, se hace evidente. Tan impecable como pareció ser esa fusión, bajo la superficie se produjo un ayuntamiento más sutil y mucho más letal: el de los defectos concretos de cada sistema, y esa combinación iba a resultar ser una infusión muy volátil.
La dinastía Hiroth (volumen XVII)
La colonia, una historia de Lether,
Dinith Amara
De dónde es este?
Tanal Yathvanar observó al centinela rotar con lentitud los extraños objetos en sus regordetas manos, las piedras de ónice de los muchos anillos que adornaban los cortos dedos refulgían bajo los haces de sol que entraban por las ventanas abiertas. El objeto que Karos Invictad manipulaba era una deforme colección de cierres de bronce, los extremos doblados y convertidos en ondas que se retorcían unas alrededor de otras para formar una jaula rígida.
—Rosazul, creo, señor —respondió Tanal—. Uno de los de Senorbo. De media se tarda en resolverlo tres días, aunque el récord está en poco menos de dos...
—¿Quién? —quiso saber Karos, y alzó la vista desde su sillón, tras el escritorio.
—Un mestizo tartheno, si se lo puede creer, señor. Aquí, en Letheras. Según dicen, el tipo es retrasado, pero posee un talento natural para resolver rompecabezas.
—Y el reto es deslizar los cierres con una configuración concreta para provocar un derrumbamiento repentino.
—Sí, señor. Se aplasta. Por lo que he oído, el número concreto de manipulaciones es...
—No, Tanal, no me lo digas. Ya deberías saberlo. —El centinela, comandante de los patriotas, dejó el objeto en la mesa—. Gracias por el regalo. Y ahora —una breve sonrisa—, ¿hemos incomodado a Bruthen Trana tiempo suficiente, te parece? —Karos se levantó e hizo una pausa para colocarse bien las sedas carmesíes (el único color y el único material que vestía), después cogió el pequeño cetro que había convertido en el símbolo oficial de su cargo, palosangre negra de su tierra natal edur con chapa plateada tachonada de ónices pulidos, y señaló con él la puerta.
Tanal se inclinó y salió el primero al pasillo, rumbo a las amplias escaleras por donde bajaron al piso principal; atravesaron sin prisas las puertas dobles y salieron al complejo.
Habían colocado la fila de prisioneros a plena luz del sol, cerca del muro occidental del recinto. Los habían sacado de sus celdas una campanada antes del amanecer y era poco más del mediodía. La falta de comida y agua, y el calor abrasador de la mañana, todo ello combinado con los brutales interrogatorios de la última semana, había provocado que más de la mitad de los dieciocho detenidos perdiera la conciencia.
Tanal vio el ceño del centinela al ver los cuerpos inmóviles derrumbados y encadenados.
El enlace tiste edur, Bruthen Trana, de los den-ratha, estaba de pie, a la sombra, más o menos enfrente de los prisioneros; su figura alta y silenciosa se giró poco a poco cuando se acercaron Tanal y Karos.
—Bruthen Trana, sea usted muy bienvenido —dijo Karos Invictad—. ¿Está usted bien?
—Procedamos, centinela —dijo el guerrero de piel gris.
—De inmediato. Si quiere acompañarme, podemos examinar a cada prisionero reunido aquí. Los casos concretos...
—No tengo ningún interés en acercarme a ellos más de lo que estoy —dijo Bruthen—. Se han ensuciado con sus propios desechos y apenas corre la brisa en este recinto.
Karos sonrió.
—Entiendo, Bruthen. —El centinela apoyó el cetro en un hombro y se volvió hacia la fila de detenidos—. No es necesario que nos acerquemos, como usted dice. Empezaré con el del extremo izquierdo, entonces...
—¿Inconsciente o muerto?
—Bueno, a esta distancia, ¿quién sabe?
Al observar el ceño del edur, Tanal se inclinó ante Bruthen y Karos y recorrió los quince pasos que lo separaban de la fila. Se agachó para examinar la figura echada, después se irguió.
—Vive.
—¡Entonces despiértalo! —ordenó Karos. Su voz, cuando se alzaba, se hacía aguda, lo suficiente para estremecer a cualquier oyente lo bastante idiota; es decir, idiota si el centinela presenciaba esa reacción instintiva. Ese tipo de descuidos no ocurrían más que una vez.
Tanal pateó al prisionero hasta que el hombre consiguió emitir un sollozo seco, áspero.
—En pie, traidor —dijo Tanal en voz baja—. Son órdenes del centinela. Levántate o empezaré a romper huesos en ese saco patético que llamas cuerpo.
Observó mientras el prisionero se incorporaba con esfuerzo.
—Agua, por favor...
—Ni una sola palabra más. Ponte derecho, enfréntate a tus crímenes. Eres letherii, ¿no? Muéstrale a nuestro invitado edur lo que eso significa.
Tanal regresó entonces con Karos y Bruthen. El centinela había empezado a hablar.
—... relación conocida con elementos disidentes del Colegio de Médicos, cosa que ha admitido. Aunque no se le puede achacar ningún delito concreto, está claro que...
—El siguiente —interpuso Bruthen Trana.
Karos cerró la boca y sonrió sin mostrar los dientes.
—Por supuesto. El siguiente es poeta, escribió y distribuyó una llamada a la revolución. No niega nada y, de hecho, usted mismo puede ver su estoico desafío incluso desde aquí.
—¿Y el que tiene al lado?
—El propietario de una posada, frecuentaban la taberna de la misma elementos indeseables (soldados desencantados, de hecho), y dos de ellos están entre estos detenidos. Nos informó de la sedición una puta honorable...
—¿Una puta honorable, centinela? —El edur esbozó una media sonrisa.
Karos parpadeó.
—Bueno, sí, Bruthen Trana.
—Porque informó sobre un tabernero.
—Un tabernero implicado en traición...
—Que exigía una tajada demasiado alta de las ganancias de la moza, más bien. Continúe, y, por favor, sea breve en sus descripciones de los delitos.
—Por supuesto —dijo Karos Invictad, el cetro daba suaves golpecitos en su blando hombro, como una batuta que marcara una marcha lenta.
Tanal, de pie junto a su comandante, se mantuvo en posición de firmes mientras el centinela reanudaba su informe sobre las transgresiones concretas de esos letherii. Los dieciocho prisioneros eran una muestra representativa de los más de trescientos encadenados en las celdas subterráneas. Un número decente de arrestos para esa semana, reflexionó Tanal. Y a los traidores más notorios les aguardaban los Ahogamientos. De los más o menos trescientos veinte, un tercio estaba destinado a caminar por el fondo del canal, cargados con unos pesos aplastantes. Los corredores de apuestas se quejaban porque ya nadie sobrevivía a la ordalía. Por supuesto no se quejaban en voz muy alta, ya que los verdaderos agitadores se arriesgaban a sufrir el mismo destino; no habían hecho falta más que unos cuantos Ahogamientos en los primeros días para enmudecer las protestas del resto.
Era un detalle que Tanal había terminado por apreciar, una de las leyes perfectas de Karos Invictad sobre la coacción y el control, enfatizada una y otra vez en el extensísimo tratado que el centinela estaba redactando sobre el tema al que más aprecio tenía: «Coja cualquier segmento de la población, imponga definiciones estrictas pero claras sobre sus características concretas, y luego fije como objetivo que las cumplan. Soborne a los débiles para que expongan a los fuertes. Mate a los fuertes, y el resto será suyo. Continúe con el siguiente segmento».
Los corredores de apuestas habían sido objetivos fáciles, no caían bien a demasiada gente, sobre todo a los jugadores empedernidos, y de esos cada vez había más.
Karos Invictad concluyó su letanía. Bruthen Trana asintió, se volvió y dejó el complejo.
En cuanto desapareció, el centinela miró a Tanal.
—Una vergüenza —dijo—. Los que estaban inconscientes.
—Sí, señor.
—Un cambio de cabezas en la muralla exterior.
—De inmediato, señor.
—Bueno, Tanal Yathvanar, antes de nada debes venir conmigo. Solo será un momento, después podrás volver a las tareas pendientes.
Regresaron al interior del edificio; los pasos cortos del centinela obligaban a Tanal a frenar una y otra vez de camino al despacho de Karos.
El hombre más poderoso, sin contar con el propio emperador, ocupó de nuevo su lugar tras el escritorio. Cogió la jaula de cierres de bronce, cambió alrededor de una docena en un frenesí de movimientos precisos y el rompecabezas se aplastó. Karos Invictad le sonrió a Tanal y después tiró el objeto sobre el escritorio.
—Envía una misiva a Senorbo, en Rosazul. Infórmale del tiempo que necesité para encontrar una solución y luego añade, como nota personal mía, que temo que esté perdiendo su toque.
—Sí, señor.
Karos Invictad estiró una mano para coger un pergamino.
—Bueno, ¿cuál fue el porcentaje de intereses que acordamos que me pertenecía en la posada de la Serpiente Boca Arriba?
—Creo que Rautos indicó cuarenta y cinco, señor.
—Bien. Con todo, creo que procede tener una reunión con el maese de la Consigna Libertad. A finales de esta semana servirá. A pesar de los ingresos de los últimos tiempos, continuamos sufriendo una extraña escasez de dinero en metálico, y yo quiero saber por qué.
—Señor, ya conoce las sospechas de Rautos Hivanar sobre ese asunto.
—De forma vaga. Le complacerá saber que ahora estoy dispuesto a escuchar con más atención las susodichas sospechas. Así pues, dos temas en el orden del día. Programa la reunión para que dure una campanada. Oh, y una última cosa, Tanal.
—¿Señor?
—Bruthen Trana. Estas visitas semanales. Quiero saber si está obligado. ¿Es la forma edur de mostrar el descontento real o es un castigo? ¿O es que a esos cabrones les interesa de verdad lo que se cuece aquí? Bruthen no hace ningún comentario, jamás. Ni siquiera pregunta qué castigos se siguen de nuestras sentencias. Es más, su grosera impaciencia me cansa. Puede que nos merezca la pena investigarlo.
Tanal alzó las cejas.
—¿Investigar a un tiste edur?
—Con discreción, por supuesto. Cierto, no nos ofrecen más que una apariencia de lealtad incondicional, pero no puedo evitar preguntarme si de verdad son inmunes a la sedición entre los suyos.
—Incluso si no lo son, señor, con todo respeto, ¿son los patriotas la organización adecuada...?
—Los patriotas, Tanal Yathvanar —dijo Karos con aspereza—, poseen la cédula imperial para vigilar el imperio. En esa cédula no se hace distinción entre edur y letherii, solo entre leales y desleales.
—Sí, señor.
—Y ahora, creo que te aguardan tareas pendientes.
Tanal Yathvanar se inclinó y salió del despacho.
La finca dominaba un saliente de tierra en la orilla norte del río Lether, cuatro calles al oeste del canal Quillas. Unos muros escalonados marcaban sus límites y bajaban por la orilla hasta meterse en el agua, sobre postes para atemperar el tirón de la corriente, hasta una distancia de más de dos botes de largo. Poco más allá se alzaban unas estacas de amarre. Había habido riadas esa estación. Un suceso infrecuente en el último siglo, observó Rautos Hivanar mientras hojeaba el Compendio de la Finca, un tomo familiar de notas y mapas que recogía los ochocientos años de linaje Hivanar sobre esa tierra. Se acomodó en el sillón afelpado y con una languidez contemplativa se terminó el té de balat.
El administrador y agente principal de la casa, Venitt Sathad, se adelantó sin ruido para devolver el Compendio al cofre de madera y hierro hundido en el suelo, bajo la mesa de mapas; después volvió a colocar las tablas, desenrolló la alfombra y cubrió el punto. Una vez completada su tarea, dio un paso atrás para regresar a su puesto junto a la puerta.
Rautos Hivanar era un hombre grande, de complexión rubicunda y rasgos robustos. Su presencia tendía a dominar cualquier sala, por espaciosa que fuera. Se encontraba en la biblioteca de la hacienda, cuyos muros estaban recubiertos de estantes hasta el techo. Pergaminos, tabletas de arcillas y libros encuadernados llenaban cada espacio disponible; el saber reunido de un millar de eruditos, muchos de los cuales ostentaban el nombre Hivanar.
Como cabeza de familia y supervisor de sus inmensas propiedades financieras, Rautos Hivanar era un hombre muy ocupado, y las exigencias sobre su intelecto se habían redoblado desde la conquista tiste edur (que había desencadenado la formación y reconocimiento oficial de la Consigna Libertad, una asociación de las familias más acaudaladas del Imperio de Lether) de modos que jamás habría imaginado antes. Le costaría mucho explicar lo tediosas o enervantes que le parecían todas esas actividades. Pero eso era en lo que se habían convertido, a medida que sus sospechas se transformaban poco a poco, de forma gradual, en certezas; al tiempo que empezaba a percibir que, en algún lugar, allí fuera, había un enemigo (o enemigos) empeñado en la singular tarea del sabotaje económico. No simple malversación, una actividad con la que él mismo estaba muy familiarizado, sino algo más profundo que lo abarcaba todo. Un enemigo. Un enemigo de todo lo que sustentaba a Rautos Hivanar y la Consigna Libertad de la que él era maese; de hecho, de todo lo que sustentaba al propio imperio, fuera quien fuera el que se sentaba en el trono, fueran quienes fueran incluso esos bárbaros salvajes, miserables, que se pavoneaban en la cumbre de la sociedad letherii como grajillas grises sobre un alijo de baratijas.
Tal comprensión por parte de Rautos Hivanar en otro tiempo habría provocado en su interior una respuesta entusiasta. La simple amenaza habría bastado para lanzar una caza vigorosa, y la noción de una agencia con un propósito tan diabólico (una agencia, se veía obligado a admitir, guiada por el más sutil de los genios) debería haber animado la partida hasta que su persecución terminara convirtiéndose casi en una obsesión.
En su lugar, Rautos Hivanar se encontró buscando anotaciones en los polvorientos libros de cuentas en busca de pruebas de riadas pasadas; estaba persiguiendo un misterio mucho más mundano que no interesaría más que a un puñado de académicos que hablaban entre dientes. Y eso, admitía con frecuencia para sí, era muy raro. No obstante, la compulsión cobraba fuerzas, y por la noche yacía junto a la masa recostada y sudorosa que era su mujer, desde hacía treinta y tres años, y se encontraba con que sus pensamientos trabajaban sin cesar, luchaban contra el flujo cíclico de las corrientes del tiempo y trataban de encontrar un modo de remontarse atrás, con toda su susceptibilidad, hasta eras pasadas. Buscando. Buscando algo...
Con un suspiro, Rautos dejó la taza vacía y se levantó.
Cuando se acercó a la puerta, Venitt Sathad (cuyo linaje familiar ya llevaba seis generaciones endeudado con los Hivanar) se adelantó para recuperar la frágil tacita y partió en pos de su amo.
Salieron al recinto del muelle, cruzaron el mosaico que representaba la investidura de Skoval Hivanar como ceda imperial tres siglos antes y bajaron las escaleras llanas de piedra a lo que, en épocas más secas, era el jardín inferior. Pero las corrientes del río se habían arremolinado allí y se habían llevado tierra y plantas, lo que había expuesto una disposición muy peculiar de cantos rodados colocados como en una calle pavimentada, enmarcada con postes de madera dispuestos en un rectángulo; los postes ya no eran más que tocones podridos que se alzaban de los charcos que había dejado la riada.
Al borde del nivel superior, varios trabajadores, bajo la dirección de Rautos, habían utilizado baluartes de madera para impedir que se derrumbara y, en un lado, había una carretilla llena de la multitud de objetos curiosos que había expuesto la riada. El suelo pavimentado estaba sembrado de esa clase de objetos.
En total, caviló Rautos, todo un misterio. No había ningún documento que revelara que el jardín inferior había sido otra cosa distinta a lo que era, y las anotaciones del paisajista (que databan de poco después de la finalización del edificio principal de la finca) indicaban que a ese nivel la orilla no era otra cosa más que antiguos sedimentos de riadas.
La arcilla había conservado la madera, al menos hasta hacía poco, así que no había forma de saber cuándo se había erigido el extraño constructo. La única indicación de su antigüedad se encontraba en los objetos, todos los cuales eran de bronce o de cobre. No eran armas, que se podrían encontrar si se tratara de un túmulo, y si eran herramientas, entonces eran para actividades olvidadas mucho tiempo atrás, puesto que ni un solo trabajador de los que Rautos había llevado a ese lugar era capaz de desentrañar la función de esos utensilios; no se parecían a ninguna herramienta conocida, no eran para trabajar la piedra, ni la madera, ni para procesar alimentos.
Rautos cogió uno y lo examinó, y por lo menos era la centésima vez que lo hacía. Bronce, fabricado con un molde de arcilla (la pestaña era claramente visible), el objeto era largo, parecía redondeado, pero doblado casi en ángulo recto. Unas incisiones formaban un patrón sombreado en la articulación. Ninguno de los extremos mostraba modo alguno de añadir un accesorio, así pues su función no era formar parte de un mecanismo más grande. Rautos levantó su peso considerable con la mano. Había algo desequilibrado en ese objeto, a pesar del ángulo central. Lo dejó y sacó una lámina circular de cobre, más fina que la capa de cera de la tableta de un adivinador. Ennegrecida por el contacto con las arcillas, pero los bordes solo estaban empezando a mostrar señales de verdete. Se habían hecho un sinfín de agujeros en la lámina, sin ningún patrón concreto, pero cada agujero era uniforme y perfecto, de una redondez impecable, sin borde que indicara desde qué lado se había hecho el agujero.
—Venitt —dijo—, ¿tenemos un mapa que recoja las ubicaciones precisas de estos objetos cuando se encontraron en un principio?
—Desde luego, maese, no hay más que unas cuantas excepciones. Lo examinó la semana pasada.
—¿Lo examiné? Muy bien. Extiéndelo de nuevo en la mesa de la biblioteca esta tarde.
Ambos hombres se volvieron cuando la portera de la verja apareció por el estrecho pasaje lateral que había en el lado izquierdo de la casa. La mujer se detuvo a diez pasos de Rautos y se inclinó.
—Maese, un mensaje del centinela Karos Invictad.
—Muy bien —replicó Rautos con aire distraído—. Me ocuparé de él dentro de un momento. ¿El mensajero aguarda respuesta?
—Sí, maese. Está en el patio.
—Ocúpate de que le ofrezcan un refrigerio.
La portera se inclinó y se fue.
—Venitt, creo que debes prepararte para emprender un viaje en mi nombre.
—¿Maese?
—El centinela al fin percibe la magnitud de la amenaza.
Venitt Sathad no dijo nada.
—Has de viajar a Drene —dijo Rautos, los ojos una vez más puestos en el misterioso constructo que dominaba la terraza inferior—. La Consigna requiere un informe muy concreto de los preparativos que se llevan a cabo allí. Por desgracia, las misivas del comisionado no están siendo muy satisfactorias. Necesito confianza en esos asuntos si he de concentrarme al máximo en la amenaza que tenemos aquí.
Una vez más, Venitt no dijo nada.
Rautos miró al río. Los barcos pesqueros se reunían en la bahía de enfrente y dos mercantes se iban acercando a los muelles principales. Uno de ellos, que lucía la bandera de la familia Esterrict, parecía dañado, quizá por el fuego. Rautos se limpió la tierra de las manos y dio media vuelta para regresar al edificio; su sirviente echó a andar tras él.
—Me pregunto qué yace bajo esas piedras.
—¿Maese?
—No importa, Venitt. No hacía más que pensar en voz alta.
El campamento lezna’dan había sido atacado al amanecer por dos tropas de la caballería rosazul de la atri-preda Bivatt. Doscientos lanceros cualificados metiéndose a caballo en un torbellino de pánico entre las figuras que salían como podían de las chozas de pieles; los perros de guerra de raza drene, que llegaron momentos antes que los soldados montados, se habían abalanzado sobre las jaurías de perros pastores y de tiro leznas y en unos momentos las tres razas se habían enzarzado en una batalla despiadada.
Los guerreros leznas no estaban preparados y pocos tuvieron tiempo para buscar siquiera sus armas antes de que los lanceros irrumpieran entre ellos. En unos momentos la matanza se extendió hasta abarcar a los ancianos y los niños. La mayor parte de las mujeres lucharon junto a sus parientes varones, esposa y marido, hermana y hermano, muriendo juntos en una última mezcla de sangre.
El combate entre los letherii y los leznas duró doscientos latidos enteros. La guerra entre los perros fue mucho más prolongada, pues los perros pastores (si bien más pequeños y más compactos que sus atacantes) eran rápidos y no menos crueles, mientras que los de tiro, criados para arrastrar carros en verano y trineos en invierno, eran comparables a la raza drene. Adiestrados para matar lobos, los perros de tiro demostraron poder competir con los perros de guerra, y si no hubiera sido por los lanceros que se tomaron como un deporte el matar a las bestias moteadas, se hubieran vuelto las tornas de la batalla. En cualquier caso, la jauría lezna optó al final por evadirse y los supervivientes huyeron a la llanura, hacia el este; unos cuantos perros de guerra drene fueron a darles caza antes de que los llamaran sus adiestradores.
Mientras los lanceros desmontaban para asegurarse de que no había supervivientes entre los leznas, otros salían a caballo para recoger los rebaños de myrid y rodaras del valle siguiente.
La atri-preda Bivatt permanecía a horcajadas sobre su semental, luchando por controlar a la bestia a pesar del olor a sangre que impregnaba el aire matinal. A su lado, sentado con torpeza y obvia incomodidad en la extraña silla, Brohl Handar, recién nombrado supervisor tiste edur de Drene, observaba a los letherii saquear de forma sistemática el campamento, desnudar los cadáveres y sacar los cuchillos. Los leznas se trenzaban las joyas (la mayor parte de oro) a conciencia en el cabello, lo que obligaba a los letherii a rebanar esas secciones de cuero cabelludo para hacerse con el botín. Por supuesto, era algo más que conveniencia lo que dictaba esa mutilación, porque también se había extendido a la recolecta de jirones de la piel que se había decorado con tatuajes; el estilo particular de los leznas era rico en color y con frecuencia perfilado con puntadas de hilo de oro. Esos trofeos adornaban los escudos redondos de muchos lanceros.
Los rebaños capturados pertenecían desde ese momento al comisionado de Drene, Letur Anict, y cuando Brohl Handar observó los cientos de myrid que llegaban por la colina, y cuyo pelaje negro y lanudo les daba todo el aspecto de cantos rodados cuando empezaron a bajar a centenares por la ladera, quedó claro que la fortuna del comisionado había aumentado de forma notable. Los seguían los más altos rodaras, de lomo azul y cuello largo; las largas colas se agitaban casi aterradas cuando los perros de guerra que flanqueaban el rebaño se abalanzaban una y otra vez en ataques fingidos.
La atri-preda lanzó un suspiro que siseó entre los dientes.
—¿Se puede saber dónde está el comisionado? Esos malditos rodaras van a lanzarse en estampida. ¡Teniente! ¡Que los adiestradores llamen a sus mastines! ¡Deprisa! —La mujer se desató el yelmo, se lo quitó y lo dejó sobre el pomo de la silla. Después miró a Brohl—. Ahí lo tiene, supervisor.
—Así que estos son los leznas.
La mujer hizo una mueca y apartó los ojos.
—Un campamento pequeño para lo que suelen ser. Setenta y tantos adultos.
—Pero rebaños grandes.
La mueca femenina se transformó en un ceño.
—En otro tiempo eran más grandes, supervisor. Mucho más grandes.
—Deduzco entonces que esta campaña suya está consiguiendo expulsar a estos intrusos.
—No es mi campaña. —La atri-preda pareció sorprender algo en los ojos del hombre porque añadió—: Sí, por supuesto, yo estoy al mando de las fuerzas expedicionarias, supervisor. Pero recibo mis órdenes del comisionado. Y, hablando con propiedad, los leznas no son intrusos.
—El comisionado afirma otra cosa.
—Letur Anict ostenta un alto cargo en la Consigna Libertad.
Brohl Handar estudió a la mujer por un momento.
—No todas las guerras se libran por la riqueza y la tierra, atripreda —dijo después.
—Debo disentir, supervisor. ¿Acaso los tiste edur no invadieron de forma preventiva para responder a lo que se percibía como una amenaza de pérdida de tierra y recursos? La asimilación cultural, el fin de su independencia. Y no me cabe la menor duda —continuó Bivatt— de que los letherii buscábamos arrasar su civilización, como ya habíamos hecho con la tarthena y tantas otras. Y por tanto, una guerra económica.
—No me sorprende, atri-preda, que su raza lo viera de esa manera. Y es posible que el rey hechicero tuviera tales preocupaciones en mente. ¿Los conquistamos para poder sobrevivir? Quizá. —Brohl se planteó decir algo más, pero después sacudió la cabeza y observó los cuatro perros de guerra que se acercaban a un perro ganadero herido. La bestia coja se enfrentó a ellos, pero no tardó en caer pataleando; luego se quedó silenciosa e inerte cuando los perros de guerra le desgarraron el vientre.
—¿Se pregunta alguna vez, supervisor —preguntó Bivatt—, qué bando ganó en realidad esa guerra?
El otro le lanzó una mirada lúgubre.
—No, no me lo pregunto. Sus exploradores no han encontrado ninguna otra señal de leznas en esta zona, según tengo entendido. ¿Así que ahora el comisionado consolidará los derechos letherii de la forma habitual?
La atri-preda asintió.
—Puestos avanzados. Fuertes, caminos elevados. Los colonos llegarán a continuación.
—Y después el comisionado seguirá extendiendo sus codiciosas intenciones hacia el este.
—Como bien dice, supervisor. Por supuesto, estoy segura de que reconoce que las adquisiciones benefician también a los tiste edur. El territorio del imperio se expande. Estoy convencida de que el emperador estará complacido.
Era la segunda semana de Brohl Handar como gobernador de Drene. Había pocos tiste edur en esa esquina remota del imperio de Rhulad, menos de un centenar, y solo los tres miembros de su equipo pertenecían a la tribu de Brohl, los arapay. La anexión de la Lezna’dan mediante lo que venía a ser un genocidio sistemático había comenzado años antes (mucho antes de la conquista edur), y los detalles concretos de quién gobernara en la lejana Letheras no parecían tener demasiada relevancia en esa campaña militar. Brohl Handar, patriarca de un clan dedicado a cazar focas de grandes colmillos, se preguntó (y no por primera vez) qué estaba haciendo allí.
Su función de supervisor parecía consistir en poco más que la mera observación. El verdadero poder del gobierno lo tenía Letur Anict, el comisionado de Drene, que «ostenta un alto cargo en la Consigna Libertad». Una especie de gremio de mercaderes, había descubierto, aunque no tenía ni idea de qué era, en concreto, lo liberador de esa misteriosa organización. A menos, por supuesto, que fuera la libertad de hacer lo que les placiese. Incluyendo el uso de tropas imperiales para contribuir a la adquisición de más riquezas todavía.
—Atri-preda.
—¿Sí, supervisor?
—Estos leznas... ¿se defienden? No, no como hicieron hoy. Me refiero a si montan incursiones. ¿Concentran a sus guerreros para prepararse para una guerra generalizada?
La mujer parecía incómoda.
—Supervisor, en esto hay dos... bueno, niveles.
—Niveles. ¿Qué significa eso?
—Oficial y... extraoficial. Es una cuestión de percepción.
—Explíquese.
—La creencia entre el pueblo común, según se ha promulgado a través de los agentes imperiales, es que los leznas se han aliado con los ak’ryn al sur, así como con los d’rhasilhani y los dos reinos de Bolkando y Saphinand (en pocas palabras, todos los territorios que bordean el imperio), y han creado una fuerza beligerante, belicista y potencialmente abrumadora, la horda de la conspiración de Bolkando, que amenaza todos los territorios orientales del Imperio de Lether. Es solo cuestión de tiempo que esa horda termine de reunirse, momento en el que se pondrá en marcha. Por consiguiente, cada ataque lanzado por el ejército letherii sirve para reducir el número con el que los leznas pueden contribuir; y además, la pérdida de ganado valioso debilita a su vez a los salvajes. Es muy posible que la hambruna consiga lo que las espadas solas no pueden, el derrumbamiento total de los leznas.
—Entiendo. ¿Y la versión extraoficial?
La atri-preda lo miró.
—No hay ninguna conspiración, supervisor. Ninguna alianza. Lo cierto es que los leznas siguen luchando entre ellos; después de todo, sus pastos están menguando. Desprecian a los ak’ryn y los d’rhasilhani, y es muy probable que jamás hayan conocido a nadie de Bolkando o Saphinand. —La militar vaciló un momento antes de continuar—. Es cierto que tuvimos un choque con una especie de compañía mercenaria hace dos meses, la desastrosa batalla que provocó su nombramiento, sospecho. Ascendían a quizá setecientos y tras media docena de escaramuzas, encabecé una fuerza de seis mil letherii y fuimos en su persecución. Supervisor, perdimos casi tres mil soldados en esa batalla final. Si no hubiera sido por nuestros magos... —Bivatt sacudió la cabeza—. Y seguimos sin tener ni idea de quiénes eran.
Brohl estudió a la mujer. Él no sabía nada de ese choque. ¿La razón de su nombramiento? Quizá.
—La versión oficial que mencionó antes, la mentira, justifica la matanza de los leznas a los ojos del pueblo llano. Todo lo cual sirve al deseo del comisionado de hacerse más rico todavía. Entiendo. Dígame, atri-preda, ¿por qué necesita Letur Anict todo ese oro? ¿Qué hace con él?
La mujer se encogió de hombros.
—El oro es poder.
—¿Poder sobre quién?
—Quien sea, todo el mundo.
—Salvo los tiste edur, que son indiferentes a la idea letherii de riqueza.
La militar sonrió.
—¿Lo son, supervisor? ¿Todavía?
—¿Qué quiere decir?
—Hay hiroth en Drene, sí, los ha conocido. Cada uno de ellos afirma ser pariente del emperador y con esa afirmación han requisado las mejores fincas y tierras. Tienen cientos de endeudados como esclavos. Muy pronto, quizá, habrá tiste edur entre los miembros de la Consigna Libertad.
Brohl Handar frunció el ceño. En un risco lejano había tres perros leznas, dos de tiro y un perro ganadero más pequeño, que observaban cómo se llevaban los rebaños por el campamento destruido, el ganado chillando por el hedor a sangre derramada y excrementos. El tiste edur estudió las tres siluetas del risco. Se preguntó adónde irían ahora.
—Ya he visto suficiente. —Le dio la vuelta al caballo con un tirón demasiado brusco de las riendas; la cabeza de la bestia se levantó de golpe, bufó, dio unos pasos atrás y giró. Brohl tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el equilibrio.
Si a la atri-preda le hizo gracia, fue lo bastante inteligente como para que no se le notara.
En el cielo habían aparecido las primeras aves carroñeras.
El río Jasp Sur, uno de los cuatro tributarios del río Lether que bajaba de las montañas Rosazul, estaba flanqueado en la orilla sur por un camino elevado que, poco más adelante, comenzaba su largo ascenso al paso montañoso tras el que se encontraba el antiguo reino de Rosazul, sometido ya al Imperio de Lether. El Jasp Sur bajaba rápido por allí, el impulso de su descenso salvaje de las montañas no lo había ralentizado todavía la inmensa llanura que iba cruzando. El agua helada azotaba los enormes cantos rodados dejados por glaciares extinguidos largo tiempo atrás y arrojaba al aire una bruma gélida que flotaba en nubes sobre el camino.
La figura solitaria que aguardaba a los seis guerreros tiste edur y su séquito era, si acaso, más alta que cualquier edur, pero delgada, envuelta en un manto negro de piel de foca con la capucha subida. Dos tahalíes le cruzaban el pecho y de ellos colgaban dos espadas largas letherii; los pocos mechones de largo cabello blanco que habían escapado al viento estaban húmedos y se pegaban al cuello del manto.
Para los edur merude que se acercaban, la cara que se asomaba a la cogulla parecía pálida como la muerte, como si un cadáver acabara de salir arrastrándose de las aguas paralizantes del río, un ente congelado durante mucho tiempo entre las venas blancas de las montañas que los aguardaban.
El guerrero que iba en cabeza, un veterano de la conquista de Letheras, les hizo un gesto a sus compañeros para que se detuvieran y se acercó a hablar con el desconocido. Además de los otros cinco edur, había diez soldados letherii, dos carretas cargadas y cuarenta esclavos encadenados unos a otros en una fila tras la segunda carreta.
—¿Desea compañía —preguntó el merude, y entornó los ojos para ver algo más de aquella cara en sombras— para el ascenso al paso? Se dice que quedan bandidos y renegados en las alturas.
—Soy mi propia compañía.
La voz era ronca, el acento arcaico.
El merude se detuvo a tres pasos. Ya podía ver algo más de la cara. Rasgos edur, más o menos, pero blancos como la nieve. Los ojos eran... desconcertantes. Rojos como la sangre.
—Entonces ¿por qué bloquea nuestro camino?
—Capturaron a dos letherii dos días atrás. Son míos.
El merude se encogió de hombros.
—Entonces debería haberlos mantenido encadenados por la noche, amigo. Estos endeudados echan a correr a la menor oportunidad. Por suerte para usted, los capturamos. Oh, sí, por supuesto que los devolveré a su cuidado. Por lo menos la chica; el hombre es un esclavo fugitivo de los hiroth, o eso revelan sus tatuajes. Le espera un Ahogamiento, por desgracia, pero consideraré ofrecerle un sustituto. En cualquier caso, la chica, joven como es, es valiosa. Confío en que pueda desembolsar el coste de recuperarla.
—Me los llevo a los dos. Y no le pago nada.
El merude frunció el ceño.
—Los perdió por descuidado —dijo—. Nosotros fuimos diligentes y los recuperamos. Por tanto, esperamos compensación por nuestros esfuerzos, del mismo modo que usted debería esperar que su descuido le suponga un coste.
—Desencadénelos —dijo el desconocido.
—No. ¿A qué tribu pertenece? —Los ojos todavía clavados sin vacilación alguna en los suyos parecían profundamente... muertos—. ¿Qué le ha pasado a su piel? —Tan muerta como la del emperador—. ¿Cómo se llama?
—Desencadénelos ya.
El merude sacudió la cabeza y se echó a reír (una carcajada un tanto débil), después les hizo un gesto a sus compañeros para que se adelantaran al tiempo que él empezaba a sacar su alfanje.
La incredulidad ante lo absurdo del desafío ralentizó su reacción. El arma estaba a medio salir de la vaina cuando una de las espadas largas del desconocido salió con un destello de su funda y abrió la garganta del edur.
Con un grito de rabia, los otros cinco guerreros sacaron sus espadas y se abalanzaron. Los diez soldados letherii siguieron su ejemplo a toda prisa.
El desconocido observó derrumbarse al líder, un chorro de sangre cayó en la bruma del río que descendía sobre el camino. Desenvainó la otra espada larga y se adelantó para recibir a los cinco edur. Un choque de hierro y las dos armas letherii estaban cantando en las manos del desconocido, un timbre creciente con cada golpe que absorbían.
Dos edur dieron un tropezón hacia atrás al mismo tiempo, ambos heridos de muerte, uno en el pecho y el otro con un tercio del cráneo rebanado. Este último se dio la vuelta, la lucha continuaba, pero él estiró un brazo para recoger el fragmento de cuero cabelludo y hueso y echó a andar como un borracho por el camino.
Cayó otro edur, la pierna izquierda amputada. Los dos que quedaban retrocedieron a toda prisa y les gritaron a los letherii que en ese momento vacilaban tres pasos por detrás de la lucha.
El desconocido continuó presionando. Paró una estocada del edur de la derecha con la espada larga de la mano izquierda, deslizó la hoja por debajo y la subió, la llevó a la izquierda antes de que un giro de muñeca arrancara el arma de la mano del atacante; después lanzó una estocada recta que enterró la punta en la garganta del edur. Al mismo tiempo extendió la espada larga del brazo derecho e hizo una finta por lo alto. El último edur se echó hacia atrás para evitar ese amago e intentó una cuchillada destinada a cortar la muñeca del desconocido. Pero la espada larga se hundió entonces con un movimiento hábil y apartó el alfanje al tiempo que la punta se clavaba en el ojo derecho del guerrero y rompía los delicados huesos orbitales de camino al cerebro.
El desconocido avanzó entre los dos edur que caían y derribó a los dos letherii más cercanos, momento en el que los ocho restantes se rindieron y echaron a correr tras las carretas, donde los propios conductores se revolvían y abandonaban, aterrados, el lugar, y después siguieron corriendo junto a la fila de pasmados prisioneros. Volaron camino abajo arrojando las armas en el proceso.
Cuando un letherii concreto pasó enfrente de uno de los esclavos, una pierna salió disparada y puso la zancadilla al hombre; pareció entonces que la cadena se retorció cuando el esclavo emboscado saltó sobre el indefenso letherii, la cadena suelta envolvió el cuello y el esclavo la tensó. Las piernas patearon, los brazos se agitaron y las manos arañaron, pero el esclavo no cejó y al final cesaron los esfuerzos del guardia.
Silchas Ruina, las espadas todavía lamentándose en sus manos, se acercó a donde Udinaas continuaba estrangulando al cadáver.
—Ya puedes parar —dijo el tiste andii albino.
—Puedo —dijo Udinaas con los dientes apretados—, pero no quiero. Este cabrón era el peor de todos. El peor.
—Su alma ya está ahogándose en la bruma —comentó Silchas Ruina, y se volvió cuando dos figuras surgieron de los arbustos que bordeaban la zanja del lado sur del camino.
—Sigue ahogándolo —dijo Tetera desde donde estaba encadenada, fila abajo—. Me hizo daño, fue ese.
—Lo sé —respondió Udinaas con voz áspera—. Lo sé.
Silchas Ruina se acercó a Tetera.
—Te hizo daño. ¿Cómo?
—Lo habitual —respondió ella—. Con la cosa entre las piernas.
—¿Y los otros letherii?
La niña sacudió la cabeza.
—Esos solo miraban. Se reían, siempre riéndose.
Silchas Ruina se volvió cuando llegó Seren Pedac.
Seren tuvo un escalofrío al ver la expresión en los ojos misteriosos del tiste andii cuando Silchas Ruina se dirigió a ella.
—Perseguiré a los que huyen, corifeo. Y me reuniré con vosotros antes del fin del día.
Seren apartó los ojos, su mirada vislumbró por un instante a Temor Sengar, de pie junto a los cadáveres de los tiste edur merude; después dejó a toda prisa que su mirada recorriera la llanura salpicada de rocas que llevaba al sur, por donde todavía vagaba el tiste edur que había perdido un tercio del cráneo. Pero esa visión también resultó demasiado conmovedora.
—Muy bien —dijo, y miró con los ojos entornados las carretas y los caballos que permanecían en los yugos—. Continuaremos por este camino.
Udinaas, que al fin había agotado toda su rabia con el cuerpo letherii que tenía debajo, se levantó y la miró.
—Seren Pedac, ¿qué hay del resto de estos esclavos? Debemos liberarlos a todos.
Seren frunció el ceño. Con el agotamiento le costaba pensar. Meses y meses de ocultarse, huir y eludir tanto a edur como a letherii; sus esfuerzos por dirigirse al este bloqueados una y otra vez, lo que los obligaba a ir siempre al norte, y el terror interminable que moraba en su interior, todo ello había abotargado sus pensamientos. Liberarlos. Sí. Pero entonces...
—Solo más rumores —dijo Udinaas, como si le leyera el pensamiento, como si él pudiera hallar las ideas de ella antes que ella misma—. De esos hay de sobra y confunden a nuestros cazadores. Escucha, Seren, ya saben dónde estamos, más o menos. Y estos esclavos harán todo lo que puedan para evitar que los vuelvan a capturar. No tenemos que preocuparnos demasiado por ellos.
La corifeo alzó las cejas.
—¿Respondes por tus compañeros endeudados, Udinaas? Todos los cuales darán la espalda a la oportunidad de comprar con información vital una vida libre, ¿no?
—La única alternativa, entonces —dijo él, mirándola—, es matarlos a todos.
Los que escuchaban, aquellos a los que las palizas no habían convertido en autómatas sin opinión, alzaron la voz de repente con proclamas y promesas, extendiendo las manos hacia Seren y haciendo repicar las cadenas. Los otros levantaron la vista con miedo, como myrid que captaran el olor de un lobo que no podían ver. Algunos sollozaron, encogidos en el barro pétreo del camino.
—El primer edur que mató —dijo Udinaas— tiene las llaves.
Silchas Ruina había bajado por el camino. Apenas visible entre la bruma, el tiste andii se transformó en algo enorme, alado, y emprendió el vuelo. Seren echó un vistazo a la fila de esclavos y comprendió con alivio que ninguno había visto el vuelo de Silchas.
—Muy bien —respondió a Udinaas, y se acercó a donde permanecía Temor Sengar, cerca de los edur muertos.
—He de coger las llaves —dijo la corifeo, y se agachó junto al primer edur caído.
—No lo toques —dijo Temor.
Ella alzó los ojos y lo miró.
—Las llaves... las cadenas...
—Ya las busco yo.
Seren asintió, se irguió y dio un paso atrás. Observó mientras él rezaba una plegaria silenciosa y después se arrodillaba junto al cuerpo. Encontró las llaves en una saquita de cuero atada al cinturón del guerrero, una saquita que también contenía un puñado de piedras pulidas. Temor cogió las llaves con la mano izquierda y sostuvo las piedras en la palma de la derecha.
—Estas —dijo— son de la costa merude. Seguramente las recogió cuando no era más que un niño.
—Los niños crecen —dijo Seren—. Hasta de los árboles rectos brotan ramas torcidas.
—¿Y qué defecto tenía este guerrero? —quiso saber Temor, mirándola con rabia desde el suelo—. Siguió a mi hermano, como hicieron todos los demás guerreros de las tribus.
—Algunos, con el tiempo, le dieron la espalda, Temor. —Como tú.
—A lo que yo le he dado la espalda se encuentra a la sombra de aquello hacia lo que me vuelvo, corifeo. ¿Pone eso en duda mi lealtad hacia los tiste edur? ¿Mi propia raza? No. Eso es algo que a todos os conviene olvidar, una y otra vez. Entiéndeme, corifeo. Me esconderé si he de hacerlo, pero no mataré a los míos. Teníamos dinero, podríamos haber comprado su libertad...
—No la de Udinaas.
El otro enseñó los dientes y no dijo nada.
Sí, Udinaas, sé que sueñas con matarlo. Si no fuera por Silchas Ruina...
—Temor Sengar —dijo Seren—. Has elegido viajar con nosotros y no puede haber duda, ninguna duda, de que Silchas Ruina está al mando de esta exigua partida. Pueden desagradarte sus métodos si quieres, pero solo con él llegarás al final. Lo sabes.
El guerrero hiroth apartó la mirada y volvió a observar el camino, parpadeando para espantar el agua.
—Y con cada paso, el coste de mi búsqueda aumenta, un endeudamiento que tú deberías entender, corifeo. La forma de vida letherii, las cargas de las que nunca se puede escapar. Ni dejar atrás comprándolas.
La corifeo extendió la mano para coger las llaves.
El guerrero las dejó en su mano sin querer encontrarse con sus ojos.
No somos muy diferentes de estos esclavos. Seren sopesó el peso del hierro que tintineaba entre sus dedos. Encadenados juntos. Y sin embargo... ¿quién tiene el medio para liberarnos?
—¿Adónde ha ido? —preguntó Temor.
—A dar caza a los letherii. Confío en que no pongas objeciones.
—No, pero tú deberías, corifeo.
Supongo que sí. La corifeo echó a andar hacia donde aguardaban los esclavos.
Un prisionero cerca de Udinaas había reptado hasta él y Seren oyó la pregunta que le susurraba.
—Ese asesino alto... ¿era el Cuervo Blanco? Lo era, ¿verdad? He oído...
—Tú no has oído nada —dijo Udinaas mientras levantaba el brazo cuando vio acercarse a Seren—. La de tres bordes —le dijo—. Sí, esa. Que el Errante nos lleve, os tomasteis vuestro tiempo.
Seren manipuló la llave hasta que el primer grillete se abrió con un chasquido.
—Se suponía que vosotros dos teníais que estar robando en una granja, no dejando que os cogieran unos rastreadores de esclavos.
—Los rastreadores acamparon en los puñeteros terrenos, nadie nos sonreía esa noche.
La corifeo abrió el otro grillete y Udinaas salió de la fila frotándose los verdugones rojos que le rodeaban las muñecas.
—Temor intentó disuadir a Silchas —dijo Seren—. ¿Sabes?, a juzgar por esos dos, no me extraña que los edur y los andii hayan librado diez mil guerras.
Udinaas lanzó un gruñido mientras los dos se dirigían a donde se encontraba Tetera.
—Temor está resentido por haber perdido el mando —contestó el antiguo esclavo—. Que sea a manos de un tiste andii solo empeora las cosas. Sigue sin convencerse de que la traición fue al revés todos esos siglos atrás, que fue Scabandari el que primero sacó el cuchillo.
Seren Pedac no dijo nada. Se colocó delante de Tetera, bajó la cabeza y miró la cara sucia de la niña, los ojos antiguos que se alzaban poco a poco para encontrarse con los suyos.
Tetera sonrió.
—Te he echado de menos.
—¿Cuánto abusaron de ti? —le preguntó Seren mientras le quitaba los grandes grilletes de hierro.
—Puedo caminar. Y he parado de sangrar. Eso es buena señal, ¿verdad?
—Es probable. —Pero esa charla sobre violaciones no era agradable, Seren tenía sus propios recuerdos que la acosaban cada minuto del día—. Habrá cicatrices, Tetera.
—Estar vivo es duro. Siempre tengo hambre, y me duelen los pies.
Odio a los niños con secretos, sobre todo a los que tienen secretos de los que ni siquiera son conscientes. Busca las preguntas adecuadas, no hay otra forma de hacer esto.
—¿Qué más te molesta de estar entre los vivos otra vez, Tetera? —¿Y... cómo? ¿Por qué?
—Sentirme pequeña.
El brazo derecho de Seren lo pellizcó un esclavo, un anciano que estiraba la mano en busca de las llaves con una esperanza patética en los ojos. Seren se las dio.
—Libera a los otros —le dijo. El hombre asintió con vigor mientras hurgaba en sus grilletes—. Bueno —le dijo Seren a Tetera—, esa es una sensación que todos debemos aceptar. Demasiado del mundo se resiste a nuestros esfuerzos por amoldarlo a lo que nos complacería. Vivir es conocer la insatisfacción y la frustración.
—Todavía quiero desgarrar gargantas, Seren. ¿Eso es malo? Creo que tiene que serlo.
Al oír a Tetera, el anciano se encogió y redobló sus torpes intentos de liberarse. Tras él, una mujer maldijo con impaciencia.
Udinaas había trepado al fondo de la carreta de cabeza y estaba muy ocupado saqueándola en busca de todo lo que pudieran necesitar. Tetera fue a reunirse con él con movimientos torpes.
—Tenemos que salir de esta bruma —murmuró Seren—. Estoy empapada. —Se acercó a la carreta—. Daos prisa con eso, vosotros dos. Si otra compañía nos encuentra aquí, podríamos meternos en un lío. —Sobre todo ahora que Silchas Ruina se ha ido. Habían sobrevivido hasta ese momento solo gracias al tiste andii. Cuando ocultarse y evadir a los que los buscaban fallaba, se expresaban sus dos espadas, la espeluznante canción de la eliminación. El Cuervo Blanco.
Había pasado una semana desde la última vez que habían visto a edur y letherii que eran con toda claridad cazadores. Cazadores que buscaban al traidor, Temor Sengar. Que buscaban al que los había traicionado, Udinaas. Pero Seren Pedac estaba confusa, debería haber ejércitos enteros dándoles caza. Si bien la persecución era persistente, era porfiada más que feroz en su ejecución. Silchas había mencionado una vez, de pasada, que los k’risnan del emperador estaban haciendo hechicerías rituales cuya intención era atraer y atrapar. Y que al este los aguardaban trampas, y también alrededor de la propia Letheras. Seren entendía las del este, pues su destino siempre había sido las tierras salvajes que había más allá del imperio, tierras donde Temor (por alguna razón que no quiso explicar) creía que hallaría lo que buscaba; una creencia que Silchas Ruina no refutó. Pero rodear la capital en sí desconcertaba a Seren. Como si Rhulad tuviera miedo de su hermano.
Udinaas bajó de un salto de la carreta de cabeza y se dirigió a la segunda.
—Encontré dinero —dijo—. A montones. Deberíamos llevarnos también estos caballos, podemos venderlos una vez que bajemos el puerto.
—Hay un fuerte en el puerto —dijo Seren—. Puede que no tenga guarnición, pero no hay garantías, Udinaas. Si llegamos con caballos... y los reconocen...
—Podemos rodear el fuerte —respondió él—. Por la noche. Sin que nos vean.
Seren frunció el ceño y se limpió el agua de los ojos.
—Eso es más fácil sin caballos. Además, estas bestias son viejas, están deshechas, no nos darán mucho por ellas, sobre todo en Rosazul. Y cuando regrese el wyval, seguro que se mueren de terror.
—El wyval no va a volver —dijo Udinaas mientras le daba la espalda, la voz áspera—. El wyval se ha ido, y punto.
Seren sabía que no debería dudar de él. El espíritu del engendro del dragón había vivido en su interior, después de todo. Pero no había una explicación obvia para la desaparición repentina de la bestia alada, al menos ninguna que Udinaas quisiera compartir. El wyval se había ido más de un mes antes.
Udinaas juró desde donde se había agachado en el fondo de la carreta.
—Aquí no hay nada más que armas.
—¿Armas?
—Espadas, escudos y armaduras.
—¿Letherii?
—Sí. Bastante mediocres.
—¿Qué estaban haciendo estos traficantes de esclavos con una carreta cargada de armas?
El antiguo esclavo se encogió de hombros, se bajó, pasó junto a ella a toda prisa y empezó a desenganchar los caballos.
—Estas bestias lo habrían pasado mal en el ascenso.
—Ya vuelve Silchas Ruina —dijo Tetera, y señaló el camino.
—Qué rápido.
Udinaas lanzó una carcajada dura.
—Los muy idiotas deberían haberse desperdigado, haberlo obligado a darles caza uno por uno. En su lugar, seguro que se reagruparon como los estúpidos soldaditos buenos que eran.
Desde cerca de la carreta de cabeza habló Temor Sengar.
—Tu sangre es muy clara, Udinaas, ¿verdad?
—Como el agua —respondió el antiguo esclavo.
Por el amor del Errante, Temor, él no eligió abandonar a tu hermano. Lo sabes. Y tampoco es el responsable de la locura de Rhulad. Así que, ¿qué parte del odio que sientes por Udinaas es porque te sientes culpable? ¿A quién hay que culpar de verdad por Rhulad? ¿Por el emperador de las Mil Muertes?
El tiste andii de piel blanca salió sin prisas de entre las brumas, una aparición, el manto negro reluciendo como piel de serpiente. Las espadas una vez más en la vaina que amortiguaría sus gritos; las voces de hierro, reticentes a desvanecerse, persistirían durante días.
Cómo odiaba Seren ese sonido.
Tanal Yathvanar estaba de pie mirando a la mujer desnuda que había en su cama. Los interrogadores habían trabajado duro con ella para arrancarle las respuestas que buscaban. Estaba casi destrozada, la piel llena de cortes y quemaduras, las articulaciones hinchadas y moteadas de cardenales. Apenas había estado consciente cuando la había usado la noche anterior. Era más fácil que con las putas, y, además, no le costaba nada. A él no le interesaba mucho golpear a sus mujeres, solo verlas golpeadas. Comprendía que su deseo era una perversión, pero esa organización (los patriotas) era el refugio perfecto para personas como él. Poder e inmunidad, una combinación letal. Sospechaba que Karos Invictad era más que consciente de las escapadas nocturnas de Tanal y que se guardaba esa información como un cuchillo envainado.
No es como si la hubiera matado. No es como si ella fuera a recordar esto siquiera. De todos modos, está destinada a los Ahogamientos, ¿qué importa si yo disfruto un poco antes? Los soldados hacen lo mismo. Él había soñado con ser soldado una vez, años antes, cuando en su juventud albergaba nociones románticas y equivocadas del heroísmo y la libertad sin restricciones, como si lo primero justificara lo segundo. Había habido muchos asesinos nobles en la historia de Lether. Gerun Eberict había sido uno de esos hombres. Había asesinado a miles: ladrones, matones y gandules, depravados e indigentes. Había «limpiado» las calles de Letheras, ¿y quién no había disfrutado de la recompensa? Menos mendigos, menos rateros, menos sin techo y demás fracasados decrépitos de la era moderna. Tanal admiraba a Gerun Eberict, había sido un gran hombre. Asesinado por un matón que le había hecho papilla el cráneo; una pérdida trágica, sin sentido y cruel.
Un día encontraremos a ese asesino.
Le dio la espalda a la mujer inconsciente, se colocó bien la túnica ligera para que las costuras del hombro quedaran uniformes y rectas y después cerró los broches del cinturón de armas. Uno de los requisitos del centinela que debían cumplir los oficiales de los patriotas: llevar cinturón, daga y espada corta. A Tanal le gustaba sentir su peso, la autoridad implícita en el privilegio de llevar armas cuando a todos los demás letherii (salvo los soldados) se lo prohibía la proclama del emperador.
Como si fuéramos a rebelarnos. El maldito idiota cree que ganó la guerra. Todos lo creen. Pandilla de bárbaros lerdos.
Tanal Yathvanar fue hasta la puerta, salió al pasillo y se dirigió al despacho del centinela. Un momento antes de que llamara a la puerta sonó la segunda campanada después de mediodía. Un murmulló lo invitó a entrar.
Encontró a Rautos Hivanar, maese de la Consigna Libertad, ya sentado enfrente de Karos Invictad. El hombretón parecía llenar la mitad de la habitación y Tanal observó que el centinela había colocado su sillón tan atrás como había podido, de modo que estaba inclinado contra el alfeizar de la ventana. En ese espacio Karos intentaba encontrar una postura de afable comodidad.
—Tanal, nuestro invitado está insistiendo mucho en sus sospechas. Lo suficiente para convencerme de que debemos dedicar mucha más atención a encontrar la fuente de la amenaza.
—Centinela, ¿el propósito es la sedición o la traición, o estamos tratando con un ladrón?
—Un ladrón, diría yo —respondió Karos al tiempo que le lanzaba una mirada a Rautos Hivanar.
Las mejillas del hombre se hincharon y después exhaló un lento suspiro.
—Yo no estoy tan seguro. A primera vista parece que nos enfrentamos a un individuo obsesivo, consumido por la codicia y que, por tanto, atesora riquezas. Pero solo como dinero en sí, y por eso está resultando tan difícil encontrar un rastro. No hay propiedades, no hay ostentación, no se hace alarde de privilegios. Ahora bien, como sutil consecuencia, la escasez de dinero es al fin perceptible. Cierto, no se ha producido ningún daño real en la estructura financiera del imperio. Todavía. Pero si continúa la merma —sacudió la cabeza—, comenzaremos a notar la tensión.
Tanal se aclaró la garganta.
—Maese —preguntó entonces—, ¿ha dedicado a alguno de sus agentes a investigar la situación?
Rautos frunció el ceño.
—La Consigna Libertad prospera precisamente porque sus miembros albergan la convicción de que son los jugadores más poderosos en un sistema inatacable. La confianza es una cualidad muy frágil, Tanal Yathvanar. Cierto, unos cuantos que tratan de forma específica con finanzas me han transmitido su preocupación. Druz Thennic, Barrakta Ilk, por ejemplo. Pero no se ha formalizado nada aún, no hay una sospecha real de que algo vaya mal. Sin embargo, esos hombres no son tontos. —Miró por la ventana que había detrás de Karos Invictad—. La investigación la deben llevar a cabo los patriotas con la mayor discreción. —Los ojos de párpados pesados bajaron y se posaron en el centinela—. Tengo entendido que en los últimos tiempos ha puesto las miras en académicos y eruditos.
Un encogimiento de hombros modesto y un alzamiento de cejas de Karos Invictad.
—Los muchos caminos de la traición.
—Algunos son miembros de familias establecidas y muy respetadas de Lether.
—No, Rautos, no los que hemos arrestado.
—Cierto, pero esas desafortunadas víctimas tienen amigos, centinela, que a su vez han acudido a mí.
—Bueno, amigo mío, es un asunto muy delicado, desde luego. Pisa usted terreno muy poco firme, sin más que barro bajo sus pies. —Se adelantó en el sillón y plegó las manos en el escritorio—. Pero lo investigaré de todos modos. Es posible que la última serie de arrestos haya conseguido sofocar el desencanto que reina entre los intelectuales, o por lo menos que haya eliminado a los más notorios de esa panda.
—Gracias, centinela. Y bien, ¿quién llevará a cabo su investigación?
—Bueno, de eso me ocuparé yo en persona.
—Venitt Sathad, mi ayudante, que aguarda abajo, en el patio, puede servir como enlace entre su organización y yo esta semana; después asignaré a otra persona.
—Muy bien. Deberían bastar informes semanales, al menos para empezar.
—De acuerdo.
Rautos Hivanar se levantó y, tras un momento, Karos Invictad siguió su ejemplo.
De repente el despacho estaba atestado y Tanal retrocedió un poco, enfadado por la intimidación que sentía por instinto que se alzaba en su interior. No tengo nada que temer de Rautos Hivanar. Ni de Karos. Soy su confidente, de los dos. Confían en mí.
Karos Invictad estaba un paso por detrás de Rautos, una mano en la espalda del hombre cuando el maese abrió la puerta. En cuanto Rautos salió al pasillo, Karos sonrió, le dijo unas últimas palabras a su visitante, que respondió con un gruñido, cerró la puerta y se volvió hacia Tanal.
—Una de esos académicos tan respetados está ensuciando tus sábanas, Yathvanar.
Tanal parpadeó.
—Señor, se la sentenció a los Ahogamientos...
—Revoca el castigo. Que la aseen.
—Señor, bien podría ser que después recuerde...
—Podrías ejercer cierta moderación, Tanal Yathvanar —dijo Karos Invictad con tono frío—. Arresta a alguna hija de los que ya están encadenados, maldito seas, y diviértete con ellas. ¿Me he explicado bien?
—S-sí señor. Si ella se acuerda...
—Entonces habrá que darle una indemnización, ¿no crees? Confío en que mantengas tus finanzas en orden, Yathvanar. Y ahora, desaparece de mi vista.
Cuando Tanal cerró la puerta tras él, tuvo que hacer un esfuerzo para aspirar una bocanada de aire. El muy cabrón. No podía advertirme para que no la tocara, ¿no? ¿Quién cometió este gran error? Pero quieres hacérmelo pagar a mí. Por todo ello. Que Filo y Hacha te lleven, Invictad, no sufriré solo.
No lo haré.
—En la depravación se observa cierta fascinación, ¿no te parece?
—No.
—Después de todo, cuanto más enferma está el alma, más dulce es su castigo.
—Suponiendo que lo haya.
—Hay un punto central, estoy seguro. Y debería estar justo en el centro, según mis cálculos. Quizá el fulcro en sí tenga algún defecto.
—¿Qué cálculos?
—Pues los que te pedí que hicieras por mí, por supuesto. ¿Dónde están?
—Los tengo en la lista.
—¿Y cómo calculas el orden de tu lista?
—Ese cálculo no me lo pidió.
—Cierto. Pero en fin, si dejase las patas quietas, podríamos comprobar mi hipótesis como es debido.
—No quiere, y yo lo entiendo. Usted está intentando ponerlo en equilibrio sobre el punto medio de su cuerpo, pero él está diseñado para levantar esa parte con todas esas patas.
—¿Son observaciones formales? Si lo son, anótalas.
—¿En qué? Nos tomamos la tableta de cera para almorzar.
—No me extraña que me sienta como si pudiera comerme una vaca sin ni siquiera un hipido. ¡Mira! ¡Ja! ¡Está encaramado! ¡Perfectamente encaramado!
Los dos hombres se inclinaron para examinar a Ezgara, el insecto que tenía una cabeza en cada extremo. Nada único, por supuesto, los había a montones en esos días, llenando un nicho arcano en la complicada miasma de la naturaleza, un nicho que llevaba vacante un sinfín de milenios. Las patitas como ramitas rotas de la criatura pataleaban con gesto impotente.
—Lo está torturando —dijo Bicho— con una depravación clara, Tehol.
—Solo lo parece.
—No, es así.
—Está bien. —Tehol estiró la mano y levantó al indefenso insecto del fulcro. Las cabezas del animalito giraron sobre sí mismas—. Además —añadió mientras miraba de cerca la criatura—, no era esa la depravación de la que hablaba. ¿Cómo va el negocio de la construcción, por cierto?
—Hundiéndose a toda prisa.
—Ah. ¿Es una afirmación o indigencia menospreciada?
—Nos estamos quedando sin compradores. No hay dinero en metálico y se acabaron los créditos, sobre todo cuando resulta que los promotores no pueden vender las propiedades. Así que he tenido que despedir a todo el mundo, incluyéndome a mí.
—¿Y cuándo ocurrió todo eso?
—Mañana.
—Típico. Siempre soy el último en enterarme. ¿Crees que Ezgara tiene hambre?
—Comió más cera que usted, ¿adónde se cree que van todos los desperdicios?
—¿Los suyos o los míos?
—Amo, yo ya sé adónde van los suyos, y si Biri se entera...
—Ni una palabra más, Bicho. Bien, según mis observaciones y de acuerdo con las anotaciones que no has hecho, Ezgara ha consumido una cantidad de comida equivalente en peso a un gato ahogado. Sin embargo, sigue siendo diminuto y estando ágil y en forma, y gracias a nuestro almuerzo de cera de hoy, sus cabezas ya no chirrían cuando giran, lo que me tomo como una buena señal, puesto que ahora no nos despertará cien veces cada noche.
—Amo.
—¿Sí?
—¿Cómo sabe cuánto pesa un gato ahogado?
—Selush, por supuesto.
—No entiendo.
—Tienes que acordarte. Hace tres años. El gato salvaje que atraparon con una red en la hacienda Rinnesict, el que estaba violando a un pato ornamental que no podía volar. Lo sentenciaron al Ahogamiento.
—Una muerte terrible para un gato. Sí, ya me acuerdo. Los aullidos se oyeron en toda la ciudad.
—Ese mismo. Un benefactor anónimo se compadeció del empapado cadáver felino y le pagó a Selush una pequeña fortuna para que amortajase a la bestia para darle un enterramiento como era debido.
—Está usted loco. ¿Quién haría eso y por qué?
—Con segundas intenciones, por supuesto. De otro modo, ¿qué validez tendría la comparación? A modo de descripción, llevo años esperando para usarla.
—Tres.
—No, mucho más. De ahí mi curiosidad y oportunismo. Antes del líquido final de ese gato yo temía expresar en voz alta la comparación, que, al carecer de veracidad por mi parte, podría invitar al ridículo.
—Es usted de lo más sensible, ¿no?
—No se lo digas a nadie.
—Amo, en cuanto a esas criptas...
—¿Qué pasa con ellas?
—Creo que habría que ampliarlas.
Tehol usó la punta del índice derecho para acariciar el lomo del insecto, o si no, para ponerlo de los nervios.
—¿Ya? Bueno, ahora mismo, ¿a qué profundidad estás bajo el río?
—Más de medio camino.
—¿Y eso son cuántas?
—¿Criptas? Dieciséis. Cada una de la altura de tres hombres por dos.
—¿Todas llenas?
—Todas.
—Oh. Así que es de presumir que ya está empezando a doler.
—Construcciones Bicho será la primera gran empresa en derrumbarse.
—¿Y a cuántas arrastrará con ella?
—No hay forma de decirlo. Tres, quizá cuatro.
—Creí que habías dicho que no había forma de decirlo.
—Entonces no se lo diga a nadie.
—Buena idea. Bicho, necesito que me construyas una caja, con especificaciones muy específicas que ya se me ocurrirán más tarde.
—Una caja, amo. ¿Sirve la madera?
—¿Qué clase de frase es esa? La madera no sirve a nadie.
—No, que si sirve, ya sabe, si vale.
—Sí, sirve esa madera.
—¿Tamaño?
—Desde luego. Pero nada de tapa.
—Por fin entra en detalles.
—Ya te dije que lo haría.
—¿Para qué es la caja, amo?
—No puedo decírtelo, por desgracia. No de forma específica. Pero la necesito pronto.
—En cuanto a las criptas...
—Haz diez más, Bicho. El doble de tamaño. En cuanto a Construcciones Bicho, aguanta un poco más, acumula deudas, elude a los acreedores, no dejes de comprar materiales y mételos en almacenes que cobren un alquiler exorbitante. Ah, y malversa todo lo que puedas.
—Perderé la cabeza.
—No te preocupes. A aquí Ezgara le sobra una.
—Vaya, pues gracias.
—Y ni siquiera chirría.
—Qué alivio. ¿Qué está haciendo ahora, amo?
—¿A ti qué te parece?
—Que se vuelve a la cama.
—Y tú tienes que construir una caja, Bicho, una caja de lo más lista. Pero acuérdate, nada de tapa.
—¿Puedo al menos preguntar para qué es?
Tehol se acomodó en su cama, estudió el cielo azul por un momento y después le sonrió a su criado, que resultaba que era un dios ancestral.
—Pues para que tenga su castigo, Bicho, ¿para qué si no?
Capítulo 2
El momento del despertar nos aguarda a todos
en un umbral o donde el camino vira
si de la vida se tira, chispas como polillas al interior
a esta única astilla de tiempo que resplandece
como el sol sobre el agua, nos acrecentaremos
convertidos en una masa hecha pequeña, nervada de temores
y atravesada por todo lo que de repente es
valioso, y el ahora se traga,
el peso del yo es una inmediatez aplastante,
en este día donde el camino vira,
llega el momento del despertar.
Reflejos en invierno,
Corara de Drene
El ascenso a la cima empezó donde terminaba el camino construido por los letherii. Con el río dando voz a su incesante rugido a quince pasos a su izquierda, los adoquines toscos se desvanecieron bajo un deslizamiento de piedras negras en la base de una morrena. Unos árboles arrancados alzaban ramas dobladas y retorcidas entre los escombros, miembros sobresalientes de los que colgaban raíces enroscadas que chorreaban agua. Ringleras de bosque trepaban por la ladera de la montaña hacia el norte, al otro lado del río, y los riscos recortados que bordeaban el torrente de agua por ese lado verdeaban por el musgo. La montaña contraria, que flanqueaba la pista, era un contraste inhóspito decorado con un encaje de fisuras, un paisaje roto, excavado y casi sin árboles. En medio de esta fachada hecha pedazos las sombras distinguían extrañas irregularidades de líneas y ángulos; y en la pista en sí, aquí y allá, se habían tallado unos escalones anchos y gastados, erosionados por el agua y siglos de pisadas.
Seren Pedac creía que una ciudad había ocupado en otro tiempo toda la ladera de la montaña, una fortaleza vertical tallada en la roca viva. Incluso distinguía lo que ella creía que eran grandes ventanas abiertas, y quizá los salientes fragmentados de balcones en las alturas, desdibujados entre las brumas. Sin embargo, algo (algo enorme, terrible en su monstruosidad) había impactado contra el lado entero de la montaña y había borrado de su faz la mayor parte de la ciudad con un solo golpe. Casi podía discernir el perfil de esa colisión, pero entre los pedregales de escombros que resbalaban por las laderas hendidas la única piedra visible pertenecía a la montaña en sí.
Se encontraban en la base de la pista. Seren observaba los ojos exánimes del tiste andii, que escrutaban las alturas con cautela.
—¿Y bien? —preguntó.
Silchas Ruina sacudió la cabeza.
—No de mi gente. K’chain che’malle.
—¿Una víctima de vuestra guerra?
Él la miró como si intentara calibrar la emoción que se ocultaba tras la pregunta, después le contestó.
—La mayor parte de las montañas en las que los k’chain che’malle tallaron sus fortalezas flotantes están ahora bajo las olas, inundadas tras el desplome de Omtose Phellack. Las ciudades están talladas en la piedra, aunque solo las primeras versiones son como las ves aquí, abiertas al aire en lugar de enterradas en el fondo de la piedra informe.
—Una transformación que sugiere una necesidad repentina de autodefensa.
Silchas asintió.
Temor Sengar había pasado junto a ellos y estaba empezando a subir. Tras un momento, Udinaas y Tetera lo siguieron. Seren había insistido en dejar los caballos atrás y se había impuesto. En el claro que tenían a la derecha había cuatro carretas cubiertas con lonas. Era obvio que ningún vehículo conseguía subir y a partir de aquel punto todo el transporte se hacía a pie. En cuanto a la cantidad de armas y armaduras que transportaban los explotadores, o bien habrían tenido que esconderlo por allí y aguardar a un equipo que lo llevara a hombros, o habrían cargado a los esclavos como mulas.
—Yo nunca he cruzado este puerto concreto —dijo Seren—, aunque he visto esta ladera desde lejos. Incluso entonces me pareció ver pruebas de un cambio de forma. Una vez se lo pregunté a Casco Beddict, pero no quiso decirme nada. En algún momento, sin embargo, creo que nuestra pista nos lleva al interior.
—La hechicería que destruyó esta ciudad fue formidable —dijo Silchas Ruina.
—Quizá alguna fuerza de la naturaleza...
—No, corifeo. Starvald Demelain. La destrucción fue obra de dragones. Eleint de pura sangre. Al menos una docena, trabajando en armonía, un desencadenamiento combinado de sus sendas. Inusual —añadió.
—¿Qué parte?
—Una alianza tan grande, para empezar. Y también el alcance de su rabia. Me pregunto qué crimen cometieron los k’chain che’malle para merecer semejante represalia.
—Yo sé la respuesta —dijo un susurro sibilante tras ellos; Seren se volvió, bajó los ojos y los entornó para mirar el espectro insustancial que se había agazapado allí.
—Marchito. Me preguntaba adónde habías ido.
—Viajes al corazón de la piedra, Seren Pedac. Al interior de la sangre congelada. ¿Cuál fue su crimen, te preguntas, Silchas Ruina? Pues nada menos que la aniquilación garantizada de toda existencia. Si los aguardaba la extinción, entonces también moriría todo lo demás. ¿Desesperación o un rencor maligno? Quizá ninguna de las dos cosas, quizá un desgraciado accidente, esa herida en el centro de todo. Pero ¿qué nos importa? Todos seremos polvo para entonces. Indiferentes. Insensibles.
Silchas Ruina le contestó sin volverse.
—Ten cuidado con la sangre congelada, Marchito. Puede apoderarse de ti de todos modos.
El espectro lanzó un siseo que era una carcajada.
—Como una hormiga en la savia, sí. Ah, pero es tan seductora, amo.
—Estás advertido. Si quedas atrapado, yo no puedo liberarte.
El espectro se deslizó junto a ellos y subió fluyendo por los irregulares escalones.
Seren se colocó bien la cartera de cuero que llevaba en los hombros.
—Los fent transportaban las provisiones en equilibrio sobre la cabeza. Ojalá pudiera hacer yo lo mismo.
—Las vértebras se compactaban —dijo Silchas Ruina—, lo que daba como resultado un dolor crónico.
—Bueno, ahora mismo noto unos cuantos crujidos en las mías, así que me temo que no veo la diferencia. —Empezó a subir—. ¿Sabes?, como soletaken podrías...
—No —dijo él al seguirla—, hay demasiada sed de sangre en la transformación. La avidez draconiana de mi interior es donde reside mi rabia, y no es fácil dominar esa rabia.
La corifeo, incapaz de contenerse, lanzó un bufido burlón.
—¿Te divierte, corifeo?
—Scabandari está muerto. Temor vio su cráneo aplastado. A ti te apuñalaron y luego encerraron, y ahora que estás libre, lo único que te consume es el deseo de venganza... ¿contra qué? ¿Un alma incorpórea? ¿Algo menos que un espectro? ¿Qué quedará de Scabandari a estas alturas? Silchas Ruina, la tuya es una obsesión patética. Al menos Temor Sengar busca algo positivo, y no es que lo vaya a encontrar, dado que tú con toda probabilidad aniquilarás lo que quede de Scabandari antes de que tenga la oportunidad de hablar con él, suponiendo que sea siquiera posible. —Cuando el otro no dijo nada, Seren continuó—. Al parecer mi destino es guiar ese tipo de misiones. Igual que mi último viaje, el que me llevó a las tierras de los tiste edur. Todo el mundo reñido, por todas partes motivos ocultos y en conflicto. Mi tarea era singular, por supuesto: llevar a los muy idiotas y después apartarme todo lo posible cuando se sacaran los cuchillos.
—Corifeo, mi rabia es más complicada de lo que crees.
—¿Qué significa eso?
—El futuro que nos planteas es demasiado simple, demasiado confinado; sospecho que cuando lleguemos a nuestro destino, nada procederá según anticipas.
Seren lanzó un gruñido.
—He de aceptarlo, puesto que fue lo que ocurrió en la aldea del rey hechicero. Después de todo, las repercusiones supusieron la conquista del Imperio de Lether.
—¿Asumes la responsabilidad, corifeo?
—Asumo la responsabilidad de muy pocas cosas, Silchas Ruina. Eso tiene que ser obvio.
Los escalones eran empinados, los bordes gastados y traicioneros. A medida que subían el aire se iba enrareciendo, las brumas se arremolinaban procedentes de las cataratas que caían a su izquierda, el sonido era un rugido que trepaba entre las piedras en un tumulto de ecos. Donde las antiguas escaleras se desvanecían por completo se habían construido caballetes de madera que formaban algo parecido a un cruce entre una escala y unos escalones apoyados en aquella roca escarpada, sesgada.
Tras subir un tercio del camino encontraron un saliente donde pudieron reunirse para descansar. Entre los escombros esparcidos de la plataforma había restos de métopas, cornisas y frisos que lucían tallas demasiado fragmentadas para ser identificables, lo que sugería que una fachada entera había existido alguna vez justo encima de ellos. Los andamios se convirtieron en una auténtica escala y, a la derecha, a una altura de tres hombres, se abría la boca de una cueva rectangular, casi con forma de puerta.
Udinaas se quedó mirando ese portal oscuro durante un buen rato antes de volverse hacia los otros.
—Sugiero que lo intentemos.
—No es necesario, esclavo —respondió Temor Sengar—. Esta pista es recta, simple, fiable...
—Y cuanto más subimos, más helada está. —El endeudado hizo una mueca y se echó a reír—. Oh, es que hay canciones que cantar, ¿verdad, Temor? Los peligros y tribulaciones, las glorias del sufrimiento, todo para ganar tu heroico triunfo. Quieres que los ancianos que en otro tiempo fueron tus nietos reúnan al clan alrededor del fuego para relatar tu historia, la misión de un guerrero solitario en busca de su dios. Ya casi los oigo describiendo al formidable Temor Sengar de los hiroth, hermano del emperador, con su recua de seguidores, la niña perdida, la inveterada guía letherii, un fantasma, un esclavo, y, por supuesto, el némesis de piel blanca. El Cuervo Blanco con sus elocuentes mentiras. Pero si tenemos toda la gama de arquetipos, ¿a que sí? —Metió la mano en la cartera que tenía al lado, sacó una bota de agua, dio un largo trago y se limpió la boca con el dorso de la mano—. Pero imagina que todo sea para nada, que te precipites de un escalón resbaladizo y caigas desde una altura de quinientos hombres a una muerte ignominiosa. No es como dice el cuento, por desgracia, pero claro, la vida no es un cuento, ¿no? —Volvió a guardar el cuero y se echó al hombro su mochila—. El esclavo amargado elige una ruta diferente hacia la cima, el muy idiota. Claro que —hizo una pausa para sonreírle a Temor—, alguien tiene que ser la moraleja en esta épica, ¿no?
Seren observó al hombre trepar los peldaños. Cuando llegó enfrente de la boca de la cueva, subió los brazos hasta que se agarró al borde de piedra con una mano y siguió con un pie que fue estirando hasta que la punta del mocasín se apoyó en el saliente. Y después, con un cambio rápido de peso combinado con un empujón que lo alejó de la escala, giró con agilidad sobre una pierna y levantó la otra en el aire. Se adelantó, empujado por el peso de la cartera que llevaba a la espalda, y entró en la oscuridad de la puerta.
—Nada mal hecho —comentó Silchas Ruina, y había algo parecido a la diversión en su tono, como si hubiera disfrutado al ver al esclavo picar la arrogancia sentenciosa de Temor Sengar, lo que revelaba dos perspectivas en su comentario—. Me parece que voy a seguirlo.
—Yo también —dijo Tetera.
Seren Pedac suspiró.
—Muy bien, pero sugiero que nosotros usemos cuerdas y dejemos los alardes para Udinaas.
La boca de la cueva reveló que había sido un pasillo que, con toda probabilidad, había llevado a un balcón antes de que la fachada se hubiera partido. Unas secciones inmensas de los muros, desgarradas por las grietas, habían cambiado de posición y se habían asentado en ángulos opuestos. Y cada grieta, cada fisura que Seren podía ver por todos lados, hervía con los cuerpos peludos de murciélagos que se retorcían, despertados por su presencia, chirriando y a punto de sufrir un ataque de pánico. Cuando Seren dejó su mochila en el suelo, Udinaas se puso a su lado.
—Toma —dijo, su aliento surgía en penachos—, enciende tú este farol, corifeo; cuando baja la temperatura, las manos se me entumecen. —Cuando ella lo miró, el antiguo esclavo posó los ojos en Temor Sengar y luego dijo—: Demasiados años metiendo las manos en agua helada. Un esclavo entre los edur no sabe de comodidades.
—No pasabas hambre —dijo Temor Sengar.
—Cuando un árbol de palosangre caía en el bosque —dijo Udinaas—, nos enviaban a traerlo a rastras a la aldea. ¿Recuerdas esos momentos, Temor? A veces, el tronco cambiaba de posición de forma inesperada, se deslizaba por el barro o lo que fuera y aplastaba a un esclavo. Uno de ellos era de nuestra casa, tú no te acuerdas de él, ¿verdad? ¿Qué es un esclavo muerto más? Los edur gritabais cuando pasaba eso, decíais que el espíritu del palosangre tenía sed de sangre letherii.
—Ya basta, Udinaas —dijo Seren, que por fin consiguió encender el farol. Cuando brotó la luz, los murciélagos salieron como una explosión de las grietas y de repente el aire se llenó de aleteos frenéticos. Una docena de latidos después, las criaturas se habían ido.
Seren se irguió y levantó el farol.
Estaban pisando una pasta gruesa y mohosa, guano, plagada de larvas y escarabajos, de la que se alzaba un hedor pestilente.
—Será mejor que entremos —dijo Seren— y nos quitemos esto. Hay fiebres...
El hombre chillaba mientras los guardias que tiraban de las cadenas lo llevaban a rastras por el patio hasta el muro de los anillos. Los pies aplastados dejaban manchas sanguinolentas en los adoquines. Los chillidos de acusación surgían del hombre como un lamento, una rabia estridente ante la forma del mundo, el mundo letherii.
Tanal Yathvanar lanzó un leve bufido.
—Oiga eso. Qué ingenuidad.
Karos Invictad, de pie junto a él en el balcón, le lanzó una mirada severa.
—Qué necio eres, Tanal Yathvanar.
—¿Centinela?
Karos Invictad apoyó los antebrazos en la barandilla y miró con los ojos entornados al prisionero. Unos dedos como gusanos hinchados de río se entrelazaron poco a poco. En las alturas se carcajeaba una gaviota.
—¿Quién representa la mayor amenaza para el imperio, Yathvanar?
—Los fanáticos —respondió Tanal tras un momento—. Como ese de ahí abajo.
—En absoluto. Escucha lo que dice. Lo embarga la certeza. Se atiene a una visión segura del mundo, un hombre con las respuestas correctas; no hay ni que decir que las propias preguntas previas eran las correctas. En un ciudadano con certidumbre, Yathvanar, se puede influir, convertir en lo contrario, lo puedes transformar en un diligente aliado. Lo único que hay que hacer es encontrar lo que más lo amenaza. Prender su miedo, reducir a cenizas los cimientos de su certeza, y después ofrecerle una forma alternativa de pensar, de ver el mundo, igual de cierta. Extenderá los brazos, cruzará el abismo, por ancho que sea, y se aferrará a ti con todas sus fuerzas. No, nuestros enemigos no son los que están seguros. Equivocados en estos momentos, como en el caso de ese hombre de ahí abajo, pero siempre vulnerables al miedo. Quítales el consuelo de sus convicciones y engatúsalos con otras fabricadas por ti, que parezcan contundentes y razonables. Podemos tener la seguridad de que al final las abrazarán.
—Entiendo.
—Tanal Yathvanar, nuestros mayores enemigos son aquellos que carecen de certezas. Los que tienen preguntas, los que contemplan nuestras pulcras respuestas con un escepticismo inextinguible. Esas preguntas nos asaltan, nos socavan... Agitan. Has de entender que esos peligrosos ciudadanos comprenden que no hay nada sencillo; su postura es todo lo contrario a la ingenuidad. Los hace humildes la ambivalencia de la que son testigos, y desafían nuestras sencillas y consoladoras afirmaciones de claridad, de un mundo en blanco y negro. Yathvanar, cuando desees insultar del peor modo posible a un ciudadano así, llámalo ingenuo. Se pondrán furibundos, se quedarán casi sin palabras... hasta que observas que sus mentes dan marcha atrás y revelan una cascada de expresiones cuando se preguntan a sí mismos: ¿quién es el que se atreve a llamarme ingenuo? Bueno, es su respuesta, está claro que una persona en posesión de certezas, con toda la arrogancia y pretensión que supone tal posición; una confianza, así pues, que permite el juicio displicente, el rechazo burlón articulado desde la más elevada postura. Y a partir de entonces en los ojos de tu víctima entrará la luz del reconocimiento, en ti él se enfrenta a su enemigo, su enemigo más real. Y conocerá el miedo. De hecho, el terror.
—Surge entonces la pregunta, centinela...
Karos Invictad sonrió.
—¿Poseo yo certezas? ¿O de hecho me veo plagado por preguntas y dudas y me debato en las corrientes salvajes de la complejidad? —Se quedó callado un momento antes de continuar—. No me atengo más que a una certeza. El poder es lo que da forma al rostro del mundo. En sí mismo, no es ni benigno ni malicioso; no es más que la herramienta con la que el que lo empuña reforma todo lo que le rodea, le da nueva forma para que se adapte a su... comodidad. Por supuesto, expresar poder es promulgar una tiranía, que puede ser sutil y blanda o cruel y dura. Implícita en el poder (político, familiar, como quieras) está la amenaza de la coerción. Contra todos los que optan por resistirse. Y que conste que si está disponible la coerción, no te quepa duda de que se utilizará. —El centinela hizo un gesto—. Escucha a ese hombre. Me está haciendo todo el trabajo. Abajo, en las mazmorras, sus compañeros de celda oyen sus desvaríos y algunos se unen al coro, los guardias toman nota de quién, y esa es una lista de nombres que examino a diario, porque esos son los que puedo ganarme. Los que no dicen nada, o los que dan la espalda, esa es la lista de los que deben morir.
—Así que —dijo Tanal— lo dejamos chillar.
—Sí. La ironía es que es ingenuo de verdad, aunque no por supuesto en el sentido al que te referías en un principio. Es su misma certeza la que revela su alegre ignorancia. Es una ironía mayor que ambos extremos del espectro político revelan una convergencia de medios y métodos y, de hecho, hasta la misma actitud de los creyentes, su ferocidad contra los que les llevan la contraria, la sangre que derramarán con gusto por su causa, para defender su versión de la realidad. El odio que revelan hacia los que expresan dudas. El escepticismo disfraza el desprecio, después de todo, y ser despreciado por alguien que no se atiene a nada es sufrir la herida más profunda, la más cortante. Así que nos aferramos a la certeza, Yathvanar, y pronto convertimos en nuestra misión arrancar de raíz y aniquilar a los que plantean preguntas. Ah, y qué placer derivamos de ello...
Tanal Yathvanar no dijo nada, lo embargaba una tormenta de sospechas, ninguna de las cuales podía aislar o ubicar.
—Juzgaste muy rápido, ¿no? —dijo Karos Invictad—. Ah, cuántas cosas revelaste con ese comentario desdeñoso. Y admito que me divirtió la respuesta instintiva que suscitaron en mí tus palabras. Ingenuo. Que el Errante me lleve, me apetecía arrancarte la cabeza del cuerpo, como decapitar a una mosca de los pantanos. Quería mostrarte el verdadero desdén. El mío. Por ti y todos los que son como tú. Quería coger esa expresión burlona de tu cara y meterla en una picadora. ¿Crees que tienes todas las respuestas? Debes de creerlo, dada la facilidad con la que juzgaste y hablaste. Bueno, patética criaturita, un día la incertidumbre llamará a tu puerta, se te meterá por la garganta y a ver qué llega antes, la humildad o la muerte. En cualquier caso, te concederé un momento de compasión, que es lo que me distingue a mí de ti, ¿no? Hoy llegó un paquete, ¿verdad?
Tanal parpadeó. Ves como todos poseemos un ansia. Después asintió.
—Sí, centinela. Un nuevo rompecabezas para usted.
—Excelente. ¿De quién?
—Anónimo.
—Qué curioso. ¿Forma parte del misterio, o es temor al ridículo cuando lo resuelva tras pensarlo un simple instante? Bueno, ¿cómo ibas a poder contestar tú a esa pregunta? ¿Dónde está ahora?
—Deberían haberlo entregado en su despacho, señor.
—Bien. Deja que el hombre de abajo se pase chillando el resto de la tarde. Luego envíalo otra vez abajo.
Tanal se inclinó cuando Karos dejó el balcón. Esperó un centenar de latidos antes de abandonarlo él también.
Muy poco después descendió al nivel inferior de las antiguas mazmorras y bajó por una escalera de caracol hasta unos pasillos y celdas que no se habían usado de forma regular en siglos. Las recientes riadas habían inundado ese nivel y el superior, aunque desde entonces las aguas ya habían bajado y dejado a su paso densos sedimentos y el hedor de aguas estancadas y sucias. Con un farol en la mano Tanal Yathvanar fue descendiendo por un canal inclinado hasta que llegó a lo que una vez había sido la cámara de inquisición principal. Unos mecanismos arcanos, corroídos por el óxido, se agazapaban en el suelo adoquinado, o bien estaban clavados a los muros, con una jaula parecida al armazón de una cama suspendida del techo por gruesas cadenas.
Justo enfrente de la entrada había un artilugio con forma de cuña repleto de esposas y cadenas que podía tensar un trinquete montado en un lado del muro. La cama inclinada miraba hacia la cámara y esposada a ella estaba la mujer que le habían ordenado liberar.
Estaba despierta y apartó la cara de la luz repentina.
Tanal dejó el farol en una mesa atestada de instrumentos de tortura.
—Hora de la toma —dijo.
Ella no dijo nada.
Una académica muy respetada. Y mírala ahora.
—Todas tus grandilocuentes palabras —dijo Tanal—. Al final resultaron menos sólidas que el polvo al viento.
La voz femenina era entrecortada, ronca.
—Ojalá algún día te atragantes con ese polvo, hombrecito.
Tanal sonrió.
—«Hombrecito.» Intentas herirme. Un esfuerzo patético. —Se acercó a un baúl que había apoyado en la pared, a su derecha. Había contenido yelmos de tortura, pero Tanal había sacado los aplastacráneos y había llenado el baúl con petacas de agua y alimentos secos—. Tendré que traer calderos con agua jabonosa —dijo mientras sacaba lo necesario para hacerle a la mujer algo de comer—. Por inevitable que sea la defecación, el olor y las manchas son muy desagradables.
—Oh, así que te ofendo, ¿eh?
Tanal la miró y sonrió.
—Janath Anar, profesora titular de la Academia de Estudios Imperiales. Por desgracia, parece que no has aprendido nada de las costumbres imperiales. Aunque se podría argüir que eso ha cambiado desde que has llegado aquí.
La mujer lo estudió, una expresión extraña y pesada en sus ojos amoratados.
—Desde el Primer Imperio hasta hoy, hombrecito, siempre ha habido épocas de tiranía pura y dura. Que los actuales opresores sean tiste edur apenas merece una nota siquiera. Después de todo, la verdadera opresión procede de vosotros. Letherii contra letherii. Es más...
—Es más —dijo Tanal burlándose de ella—, los patriotas son un regalo, un favor que los letherii hacen a los suyos. Mejor nosotros que los edur. Nosotros no hacemos arrestos indiscriminados; no castigamos por ignorancia; no somos aleatorios.
—¿Un regalo? ¿De verdad crees eso? —preguntó la mujer sin dejar de estudiarlo—. A los edur les importa un bledo en un sentido u otro. Es imposible matar a su líder y eso convierte su dominio en absoluto.
—Un tiste edur de alto rango colabora con nosotros casi a diario...
—Para manteneros a raya. A ti, Tanal Yathvanar, no a tus prisioneros. A ti y a ese loco de Karos Invictad. —La académica ladeó la cabeza—. ¿Me pregunto por qué las organizaciones como las vuestras las dirigen de forma invariable patéticos fracasos humanos? Pervertidos y psicóticos de mentes estrechas. A todos los maltrataron los matones del colegio siendo niños, claro está. O abusaron de ellos padres retorcidos; estoy segura de que tienes historias terribles que confesar de tu miserable juventud. Y ahora que el poder está en tus manos, ah, cómo debemos sufrir el resto.
Tanal se acercó con la comida y la petaca de agua.
—Por el amor del Errante —dijo la mujer—, suéltame al menos un brazo para que pueda comer sola.
Él se colocó a su lado.
—No, lo prefiero así. ¿Te humilla que te den de comer como si fueras un bebé?
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Janath mientras él destapaba la petaca.
Tanal se la puso en los labios agrietados y la miró beber.
—No recuerdo haber dicho que quisiera nada —respondió.
La académica apartó la cabeza y tosió, el agua se le derramó por el pecho.
—Lo he confesado todo —dijo tras un momento—. Tienes todas mis notas, mis traidoras conferencias sobre la responsabilidad personal y la necesidad de compasión...
—Sí, tu relativismo moral.
—Refuto cualquier noción de relativismo, hombrecito, cosa que sabrías si te hubieras molestado en leer esas notas. Las estructuras de una cultura no evitan ni excusan la ilegalidad manifiesta ni la injusticia. El statu quo no es sagrado, ni un altar que pintar con ríos de sangre. La tradición y la costumbre no son argumentos sólidos...
—Por el Cuervo Blanco, mujer, eres una auténtica conferenciante. Me gustabas más inconsciente.
—Pues vuelve a darme una paliza y déjame sin sentido —respondió ella.
—Por desgracia, no puedo. Se supone que debo liberarte.
Los ojos de la mujer se entornaron y se clavaron en los suyos; al cabo los volvió a apartar.
—Qué descuido por mi parte —murmuró.
—¿En qué sentido? —preguntó él.
—Casi me sedujo. El atractivo de la esperanza. Si se supone que tienes que liberarme, jamás me habrías traído aquí abajo. No, yo he de ser tu víctima privada, y tú mi pesadilla privada. Al final, las cadenas que te aten a ti podrán rivalizar con las mías.
—La psicología de la mente humana —dijo Tanal mientras le metía un poco de pan empapado de grasa en la boca—. Tu especialidad. Resulta que puedes leer mi vida con la misma facilidad con la que lees un pergamino. ¿Se supone que eso ha de asustarme?
Ella masticó y después, con cierto esfuerzo, tragó.
—Yo empuño un arma mucho más letal, hombrecito.
—¿Y cuál sería?
—Me deslizo en tu cabeza. Veo a través de tus ojos. Nado en las corrientes de tus pensamientos. Estoy aquí de pie, contemplando a esa criatura manchada por sus propios excrementos, encadenada a esta cama de violaciones. Y al final empiezo a entenderte. Es más íntimo que hacer el amor, hombrecito, porque todos tus secretos se desvanecen. Y por si te lo estuvieras preguntando, sí, lo estoy haciendo incluso ahora. Estoy escuchando mis propias palabras como las escuchas tú, siento la tensión que se apodera de tu pecho, ese extraño escalofrío bajo la piel a pesar del sudor fresco. El miedo repentino, cuando te das cuenta del alcance de tu vulnerabilidad...
La golpeó. Con la fuerza suficiente para ladearle la cabeza. A la profesora le brotó sangre de la boca y tosió, una, dos veces, recuperaba el aliento en jadeos entrecortados, líquidos.
—Podemos reanudar esta comida más tarde —dijo él luchando por no dar inflexión a sus palabras—. Supongo que chillarás lo que te toque en los días y semanas venideros, Janath, pero te aseguro que tus gritos no llegarán a nadie.
Una peculiar tos seca sacudió a la mujer.
Tras un momento, Tanal se dio cuenta de que se estaba riendo.
—Una bravuconería impresionante —dijo con sinceridad—. Al final puede que te libere de verdad. Por ahora, no me decido. Estoy seguro de que lo entiendes.
La mujer asintió.
—Zorra arrogante —dijo Tanal.
La académica se rio otra vez.
Su carcelero retrocedió.
—No creas que voy a dejar el farol —gruñó.
La carcajada femenina lo siguió al pasillo, cortándolo como vidrios rotos.
El ornamentado carruaje, con adornos de palosangre reluciente, estaba inmóvil, aparcado en un lado de la avenida principal de Drene. Sus altas ruedas montaban a horcajadas la cloaca abierta. Los cuatro caballos, de un blanco óseo, permanecían apáticos bajo aquel calor impropio de la estación, las cabezas colgando por encima de las colleras. Justo delante de ellos, un arco abierto enmarcaba la calle y tras él se veía el laberinto extenso del Mercado Mayor, una inmensa explanada atestada de puestos, carretas, ganado y todo un gentío.
El flujo de riquezas, la cacofonía de voces y la multitud de manos que ofrecían o aferraban parecían culminar en una fuerza que apaleaba los sentidos de Brohl Handar incluso donde estaba sentado, protegido por los lujosos confines del carruaje. Los sonidos palpitantes del mercado, el flujo constante y caótico de gente bajo el arco y las multitudes en la calle misma, todo hacía pensar al supervisor en el fervor religioso, como si estuviera presenciando una versión frenética de un funeral tiste edur. En lugar de mujeres expresando sus rítmicos gruñidos de dolor constreñido, los boyeros obligaban a las bestias a abrirse paso rebuznando entre la masa. En lugar de jóvenes no iniciados en la sangre que vadeaban aguas cubiertas con espuma ensangrentada hundiendo los remos en las olas, se oía el estrépito de las ruedas de las carretas y los gritos agudos de los buhoneros. El humo de las piras y ofrendas que envolvían una aldea edur era allí un río denso, polvoriento, matizado por un millar de olores. Estiércol, pis de caballo, carne asada, verduras y pescado, pieles de myrid sin curar y pieles curtidas de rodara; desechos medio podridos y los aromas empalagosos de drogas narcóticas.
Allí, entre los letherii, no se arrojaban ofrendas valiosas al mar. El marfil de las focas de grandes colmillos se apoyaba en las estanterías como filas de dientes de algún mecanismo de tortura de madera. En otros puestos reaparecía ese mismo marfil, pero tallado con mil formas diferentes, muchas de ellas imitando objetos religiosos de los edur, los jheck y los fent, o como piezas de algún juego de mesa. El ámbar pulido era un adorno, no las lágrimas sagradas del atardecer capturado, y el propio palosangre había sido tallado para transformarlo en cuencos, tazas y utensilios de cocina.
O para adornar un carruaje ostentoso.
Por una rendija de las contraventanas, el supervisor observó la oleada que iba y venía por la calle. De vez en cuando aparecía algún edur entre la multitud, una cabeza más alto que la mayor parte de los letherii, y a Brohl le pareció que podía leer cierta perplejidad tras sus expresiones altaneras y distantes; y una vez, en el rostro de un anciano del consejo, a quien Brohl conocía en persona, un anciano vestido con ostentosidad y repleto de anillos, vio el brillo de la avaricia en los ojos.
El cambio pocas veces se elegía y por lo común su llegada era lenta, sutil. Cierto, los letherii habían experimentado la conmoción de ejércitos derrotados, un rey asesinado y una nueva clase gobernante, pero al final tanto revés repentino no había resultado ser tan catastrófico como se podría haber esperado. La madeja que mantenía unido a Lether era resistente y, como ya sabía Brohl, mucho más fuerte de lo que parecía. Lo que más lo inquietaba a él, sin embargo, era la facilidad con la que esa madeja enredaba a todos los que se encontraban en medio.
Te toca y te envenena, nada letal todavía, solo embriagadora. Dulce, pero quizá, en último caso, fatal. Es lo que se puede esperar de... la comodidad. Aun así, él se daba cuenta de que no todos contaban con la recompensa de la comodidad; de hecho, parecía inquietantemente escasa. Mientras que los que poseían riquezas era obvio que se regocijaban en lucirla, esa misma ostentación subrayaba el hecho de que eran una minoría clara. Pero ese desequilibrio era, comprendía al fin, necesario. No todo el mundo podía ser rico, el sistema no permitiría tal igualdad, pues el poder y el privilegio que ofrecía dependían justo de lo contrario. De la injusticia, ¿o cómo si no se pueden apreciar los regalos del privilegio? Para que haya ricos, tiene que haber pobres, y más de los últimos que de los primeros.
Reglas sencillas a las que se llegaba con facilidad a través de la simple observación. Brohl Handar no era un hombre sofisticado, un defecto que le recordaban a diario desde su llegada como supervisor de Drene. No tenía ninguna experiencia concreta en el gobierno, y pocas de las habilidades que poseía se podían aplicar a sus nuevas responsabilidades.
El comisionado, Letur Anict, estaba librando una guerra no oficial contra las tribus de allende las fronteras, y estaba usando tropas imperiales para robar tierras y consolidar sus recién adquiridas propiedades. Un baño de sangre que no tenía ninguna justificación real, el objetivo era la riqueza personal. De momento, sin embargo, Brohl Handar no sabía lo que iba a hacer sobre el tema, si es que de verdad iba a hacer algo. Había preparado un largo informe para el emperador en el que proporcionaba detalles bien documentados para describir la situación en Drene. Ese informe continuaba en posesión de Brohl, porque había empezado a sospechar que, si lo enviara a Letheras, no llegaría al emperador, ni a ninguno de sus asesores edur. El canciller letherii, Triban Gnol, parecía ser cómplice y quizá incluso estaba confabulado con Letur Anict, lo que insinuaba una inmensa red de poder oculta bajo la superficie y que parecía prosperar sin trabas y sin que la afectara el gobierno edur. De momento, todo lo que Brohl Handar tenía eran sospechas, indicios de esa insidiosa red de poder. Una conexión era segura, y era con esa asociación letherii de familias acaudaladas, la Consigna Libertad. Era posible que esa organización estuviera en el fondo de todo el poder oculto. Pero no podía estar seguro.
Brohl Handar, un noble menor entre los edur y recién nombrado supervisor de una pequeña ciudad en una esquina remota del imperio, sabía de sobra que no podía desafiar a una entidad como la Consigna Libertad. De hecho, estaba empezando a creer que las tribus tiste edur, repartidas como estaban por esa inmensa tierra, eran poco más que restos de un naufragio que sorteaban las corrientes indiferentes de un río profundo e hinchado.
Y, sin embargo, está el emperador.
Que es muy probable que esté loco.
No sabía a quién acudir; ni siquiera si lo que estaba presenciando era, en verdad, tan peligroso como parecía.
A Brohl lo sobresaltó una conmoción cerca de la puerta del mercado, se inclinó hacia delante y apoyó un ojo en la ranura que quedaba entre las contraventanas.
Un arresto. La gente se iba apartando a toda prisa de la escena mientras dos letherii anodinos, uno a cada lado, empujaban a su víctima de cara contra uno de los postes de la puerta. No se gritaban acusaciones, no había negativas atemorizadas. El silencio compartido por los agentes patriotas y su prisionero dejó un extraño temblor en el supervisor. Como si los detalles no le importaran a ninguno.
Uno de los agentes hizo un registro en busca de armas, no encontró ninguna y luego, mientras su compañero sujetaba al hombre contra el ornamentado poste, le quitó la cartera que llevaba en el cinturón, a la altura de la cadera, y empezó a revolver en ella. La cara del prisionero estaba ladeada y apretada contra el bajorrelieve de la amplia columna cuadrada, unas tallas que representaban alguna gloria pasada del Imperio de Lether. Brohl Handar sospechaba que a todos los implicados se les escapaba la ironía.
Al tipo se le acusaría de sedición. Siempre era la misma acusación. Pero ¿contra qué? No contra la presencia de los tiste edur, eso sería inútil, después de todo; y desde luego casi no había habido ningún intento de represalias, al menos ninguno del que se hubiera enterado Brohl Handar. Así que... ¿qué, con exactitud? ¿Contra quién? Siempre había endeudados, y algunos huían de sus deudas, pero la mayoría no lo hacía. Había sectas construidas alrededor de inquietudes políticas o sociales, y muchas de ellas buscaban a sus miembros entre los restos privados de derechos de las tribus sometidas (los fent, los nerek, thartenos y demás). Pero desde la conquista, la mayor parte de esas sectas o bien se habían disuelto, o habían huido del imperio. Sedición. Una acusación que silenciaba cualquier debate. En algún lugar, por tanto, tenía que existir una lista de las creencias aceptadas, la multitud de convicciones y fes que componían la doctrina adecuada. ¿O se estaba produciendo algo más insidioso?
Se oyó un arañazo en la puerta del carruaje y un momento después se abrió.
Brohl Handar estudió la figura que subía al pescante y que hizo ladearse el carruaje con su peso.
—Por supuesto, Orbyn —dijo—, entre.
Músculo ablandado por años de inactividad, cara carnosa, las mandíbulas pesadas y flácidas, Orbyn Buscaverdad parecía sudar de forma incesante, fuera cual fuera la temperatura ambiente, como si una presión interna expulsara las toxinas de su mente hacia la superficie de la piel. El jefe local de los patriotas era, en opinión de Brohl Handar, la criatura más despreciable y maliciosa que había conocido jamás.
—Su llegada es muy oportuna —dijo el tiste edur cuando Orbyn entró en el carruaje y se acomodó en el banco de enfrente; el olor acre de su sudor flotó hasta él—. Aunque no era consciente de que supervisaba en persona las actividades diarias de sus agentes.
Los labios finos de Orbyn se plegaron en una sonrisa.
—Nos hemos topado con cierta información que podría ser de interés para usted, supervisor.
—¿Una más de sus inexistentes conspiraciones?
La sonrisa se ensanchó por un momento, un simple destello.
—Si se está refiriendo a la conspiración de Bolkando, por desgracia, esa pertenece a la Consigna Libertad. La información que hemos conseguido concierne a su gente.
Mi gente.
—Muy bien. —Brohl Handar esperó. Fuera, los dos agentes se estaban llevando a su prisionero a rastras y a su alrededor se reanudaba el flujo humano, sibilino y evasivo.
—Se ha avistado una partida al oeste de Rosazul. Dos tiste edur, uno de ellos de piel blanca. A este último creo que se le conoce como el Cuervo Blanco, un título que nos resulta muy inquietante a los letherii, por cierto. —Pestañeó, los párpados entornados—. Los acompañaban tres letherii, dos féminas y un esclavo fugado con los tatuajes de propiedad de la tribu Hiroth.
Brohl se obligó a permanecer imperturbable, aunque la tensión le atenazó el pecho. Esto no es asunto tuyo.
—¿Tiene más detalles sobre su ubicación actual?
—Se dirigían al este, a las montañas. Hay tres pasos, solo dos abiertos tan al principio de la temporada.
Brohl Handar asintió lentamente.
—Los k’risnan del emperador también son capaces de determinar su paradero general. Esos pasos están bloqueados. —Hizo una pausa y después añadió—: Es como predijo Hannan Mosag.
Los ojos oscuros de Orbyn lo estudiaron entre los pliegues de grasa.
—Pretende recordarme la eficacia edur.
Sí.
El hombre conocido como «Buscaverdad» continuó.
—Los patriotas tienen preguntas respecto al tiste edur de piel blanca, ese tal Cuervo Blanco. ¿De qué tribu procede?
—De ninguna. No es tiste edur.
—Ah. Me sorprende. La descripción...
Brohl Handar no dijo nada.
—Supervisor, ¿podemos ayudar?
—No será necesario en este momento —respondió Brohl.
—Por curiosidad, me pregunto por qué no han rodeado ya a la partida y efectuado la captura. Mis fuentes indican que el tiste edur no es otro que Temor Sengar, el hermano del emperador.
—Como he dicho, los pasos están bloqueados.
—Ah, entonces están cerrando la red en estos mismos momentos.
Brohl Handar sonrió.
—Orbyn, acaba de decir que la conspiración de Bolkando cae en el ámbito de la Consigna Libertad. Con eso, ¿está diciéndome en realidad que a los patriotas no les interesa el tema?
—En absoluto. La Consigna utiliza nuestra red de forma habitual...
—Por lo que sin duda los recompensan.
—Por supuesto.
—Me encuentro...
Orbyn alzó una mano y ladeó la cabeza.
—Tendrá que disculparme, supervisor. Oigo alarmas. —Se levantó con un gruñido y abrió de un empujón la puerta del carruaje.
Perplejo, Brohl no dijo nada y observó irse al letherii. Cuando se cerró la puerta, estiró la mano hacia un pequeño compartimento y sacó una bola tejida llena de hierbas aromáticas que se llevó a la cara. Un tirón de un cordón avisó al cochero de que recogiera las riendas. El carruaje dio un bandazo cuando empezó a avanzar. Brohl empezó a oír las alarmas, una cacofonía frenética. Se inclinó hacia delante y habló por el tubo del altavoz.
—Vayamos hasta esas campanas, cochero. —Dudó y después añadió—: No hay prisa.
La guarnición de Drene disponía de una docena entera de edificios de piedra situados en una colina baja al norte del centro de la ciudad. Arsenal, establos, barracones y el cuartel general de mando, todo bien fortificado, aunque el complejo no estaba amurallado. Drene había sido ciudad-estado en un tiempo, siglos atrás, y tras una prolongada guerra con los leznas, el asediado rey había invitado a las tropas letherii a alcanzar la victoria contra los nómadas. Décadas después habían salido a la luz pruebas de que el conflicto en sí había sido el resultado de ciertas manipulaciones letherii. En cualquier caso, las tropas letherii nunca habían abandonado la ciudad; el rey aceptó el título de visir y tras una sucesión de trágicos accidentes, tanto él como todo su linaje desaparecieron de la faz de la tierra. Pero eso ya se había convertido en historia, esa historia que se contemplaba con indiferencia.
Cuatro avenidas principales salían de la plaza de armas de la guarnición; la que llevaba al norte convergía con el Camino de la Puerta que conducía a la muralla de la ciudad y la pista de la Costa Norte, la menos frecuentada de las tres rutas terrestres que entraban y salían de la ciudad.
Entre las sombras, bajo el balcón con tejado a dos aguas de una finca palaciega algo más allá del arsenal, en la avenida del norte, una figura baja y ágil permanecía en la penumbra fresca desde la que podía verlo todo sin obstáculos. Una capucha de tejido basto ocultaba los rasgos, aunque si alguien se hubiera molestado en pararse y hubiera guiñado mucho los ojos, se habría sorprendido de ver el destello de unas escamas carmesíes donde debería estar la cara y unos ojos ocultos en ranuras ribeteadas de negro. Pero había algo en la figura que alentaba el desinterés. Las miradas la eludían, pocas veces comprendiendo que, de hecho, había alguien esperando en esas sombras.
Se había colocado ahí justo antes del amanecer y ya era bien entrada la tarde. Los ojos clavados en la guarnición, los mensajeros que entraban y salían del cuartel general, la visita de media docena de mercaderes nobles, la adquisición de caballos, chatarra, sillas de montar y materiales diversos. Estudió las pieles sin curar de los escudos redondos de los lanceros, las caras planas, la piel oscurecida hasta alcanzar un tono entre púrpura y ocre que hacía que los tatuajes fueran sutiles y extrañamente hermosos.
A última hora de la tarde, cuando se alargaban las sombras, la figura observó dos hombres letherii que cruzaban su campo de visión por segunda vez. Su falta de atención parecía... llamativa, y un instinto le dijo a la figura encapuchada que era hora de irse.
En cuanto pasaron a su lado subiendo la calle hacia el oeste, la figura salió de entre las sombras con paso rápido y silencioso tras los dos hombres. Percibió que de repente se ponían en alerta, y quizá algo alarmados. Momentos antes de alcanzarlos, giró a la derecha y se metió por un callejón que llevaba al norte.
Quince pasos después encontró un hueco oscuro en el que podía esconderse. Se echó hacia atrás el manto y lo sujetó para dejar libres los brazos y las manos.
Pasaron una docena de latidos antes de oír sus pisadas.
Los observó pasar junto a él, cautos, los dos con cuchillos desenfundados. Uno le susurró algo al otro y vacilaron.
La figura permitió que su pie derecho arañara el suelo cuando se adelantó.
Los otros giraron en redondo.
El látigo cadaran de la Lezna’dan fue un susurro que salió serpenteando, el cuero (tachonado con filos superpuestos con forma de medialuna, afilados como dagas y del tamaño de una moneda) surgió con un destello que dibujó un arco resplandeciente y lamió la garganta de los dos hombres. Salpicó la sangre.
Observó cómo se derrumbaban. La sangre fluyó a borbotones, más del hombre de la izquierda, y se extendió por los adoquines grasientos. La figura se acercó a la otra víctima, desenvainó un cuchillo y le clavó la punta en la garganta; luego, con un movimiento ágil fruto de la práctica, cortó la cara del hombre, llevándose piel, músculo y pelo. Repitió la espeluznante operación con el otro hombre.
Dos agentes menos de los patriotas con los que lidiar.
Por supuesto trabajaban en tríos, uno siempre seguía a distancia a los dos primeros.
En la guarnición sonaron las primeras alarmas, una colección aguda de campanas que repicaron por el aire polvoriento sobre los edificios.
Plegó sus horripilantes trofeos y los metió bajo un pliegue de la camisa suelta de lana de rodara que le cubría el camisote de hojuelas; después, la figura echó a andar por el callejón rumbo a la puerta del norte.
Un pelotón de la guardia de la ciudad apareció por la otra bocacalle, cinco letherii con armaduras y yelmos que empuñaban espadas cortas y escudos.
Al verlos, la figura echó a correr; liberó el látigo cadaran que llevaba en la mano izquierda y con la derecha soltó de una sacudida los cordones de cuero crudo que le ataban a la cadera el hacha rygtha con forma de medialuna. Tenía un mango grueso, de la longitud del hueso del muslo de un hombre adulto, y a cada extremo iba acoplada una hoja de hierro con forma de medialuna y cuyos planos estaban en perpendicular. Cadaran y rygtha, armas ancestrales de la Lezna’dan, su dominio era prácticamente desconocido entre las tribus desde hacía al menos un siglo.
La policía, por tanto, jamás se había enfrentado a esas armas.
A diez pasos de los tres primeros guardias, el látigo se disparó, un ocho sesgado, desdibujado, que engendró gritos y chorros de una sangre que se derramó casi negra en la oscuridad del callejón. Dos de los letherii se tambalearon hacia atrás.
La figura ágil y fibrosa se acercó al último hombre de la primera fila. La mano derecha se deslizó por el mango hasta toparse con un reborde bajo la medialuna de la izquierda; el mango se levantó con un golpe seco, en paralelo a la parte inferior del antebrazo de la figura, un movimiento que bloqueó una estocada desesperada de la espada corta del guardia. Luego, cuando el lezna adelantó el codo, la hoja derecha salió con un destello y cortó la cara del hombre al impactar justo debajo del yelmo y hacer un tajo en el puente nasal y el hueso frontal antes de hundirse en la materia blanda del cerebro. La medialuna, ahusada y bien afilada, se desprendió con facilidad cuando el lezna se deslizó junto al guardia que empezaba a caer; el látigo regresó de un movimiento que lo había mandado por encima de la cabeza de su dueño y envolvió con un siseo el cuello del cuarto letherii (que chilló y dejó caer la espada mientras intentaba deshacerse de aquellas hojas letales); el lezna se agazapó, deslizó la mano derecha por el mango de la rygtha hasta el reborde de la hoja derecha y después lanzó un tajo. El quinto guardia levantó el escudo con una sacudida repentina para bloquearla, pero fue demasiado tarde, la hoja lo alcanzó entre los ojos.
Un tirón del látigo decapitó al cuarto guardia.
El lezna soltó el mango del cadaran y sujetó la rygtha por los dos extremos, se acercó al último guardia, le aporreó la garganta con el mango y le aplastó la tráquea.
Recogió el látigo y se apartó.
Una calle, el ruido de los lanceros a la derecha. La puerta, a la izquierda, a cincuenta pasos, estaba invadida por guardias y las cabezas se giraban hacia él.
La figura se lanzó directamente a por ellos.
La atri-preda Bivatt tomó en persona el mando de una tropa de lanceros. Con veinte jinetes tras ella, condujo su caballo a medio galope siguiendo el rastro del baño de sangre.
Los dos agentes de los patriotas en el centro del callejón. Cinco guardias de la ciudad al final del mismo.
Salió cabalgando a la calle, viró su montura a la izquierda y sacó su espada larga al acercarse a la puerta.
Cuerpos por todas partes, veinte o más, y solo dos parecían seguir vivos. Bivatt se quedó mirando por debajo del borde del yelmo, un sudor frío le cosquilleaba bajo la armadura. Sangre por todas partes. En los adoquines, las paredes y la propia puerta llenas de salpicaduras. Miembros amputados. El hedor a vientres vacíos e intestinos derramados. Uno de los supervivientes estaba chillando, la cabeza se agitaba de un lado a otro. Le habían rebanado las dos manos.
Junto a la puerta de la ciudad, Bivatt vio al frenar que había cuatro caballos derribados, sus jinetes tirados en el camino. El polvo que flotaba indicaba que el resto de la primera tropa en llegar se había lanzado en su persecución.
El otro superviviente se acercó tambaleándose. Había sufrido un golpe en la cabeza, el yelmo estaba abollado por un lado y la sangre le corría por ese lado de la cara y el cuello. En sus ojos, cuando la miró, una expresión de horror. El hombre abrió la boca, pero no brotó ninguna palabra.
Bivatt examinó la zona una vez más y después se volvió hacia su finadd.
—Llévese a la tropa, vaya tras ellos. ¡Y saque las armas, maldito sea! —Bajó la cabeza y miró con furia al guardia—. ¿Cuántos había?
El otro la miró con la boca abierta.
Estaban llegando más guardias. Un sajador corrió hacia el hombre que chillaba y que había perdido las manos.
—¿Ha oído mi pregunta? —siseó Bivatt.
El hombre asintió.
—Uno. Un hombre, atri-preda —dijo.
¿Uno? Ridículo.
—¡Descríbalo!
—Escamas... su cara eran escamas. ¡Rojas como la sangre!
Un jinete de su tropa regresó del camino.
—La primera tropa de lanceros está muerta, todos, atri-preda —dijo con tono agudo y tenso—. Camino abajo. Todos los caballos menos uno... señor, ¿lo seguimos?
—¿Que si lo siguen? ¡Maldito idiota... pues claro que lo siguen! ¡No le pierdan el rastro!
Una voz habló tras ella.
—Esa descripción, atri-preda...
Bivatt se giró en la silla.
Orbyn Buscaverdad, empapado en sudor, se encontraba en medio de la carnicería y había clavado los ojitos en ella.
Bivatt le mostró los dientes en una especie de gruñido.
—Sí —soltó de repente. Mascararroja. Nada menos.
El comandante de los patriotas de Drene frunció los labios y bajó los ojos para examinar los cadáveres que había por todos lados.
—Parece —dijo— que su exilio de las tribus ha terminado.
Sí.
Que el Errante nos proteja.
Brohl Handar se bajó del carruaje y examinó la escena de la batalla. No podía ni imaginarse qué clase de armas habían usado los atacantes para lograr la clase de daño que veía ante él. La atripreda había tomado el mando e iban apareciendo más soldados; mientras, Orbyn Buscaverdad permanecía a la sombra de la entrada de la garita de la puerta de la ciudad, observando sin decir nada.
El supervisor se acercó a Bivatt.
—Atri-preda —dijo—, aquí no veo a más muertos que los suyos.
La mujer lo miró con furia, pero era una mirada que contenía más que simple rabia. El supervisor vio miedo en los ojos femeninos.
—Alguien se infiltró en la ciudad —le contestó—, un guerrero lezna.
—¿Esto es obra de un solo hombre?
—Es el menor de sus talentos.
—Ah, entonces sabes quién es el hombre.
—Supervisor, estoy bastante ocupada...
—Hábleme de él.
La mujer hizo una mueca y le hizo un gesto para que la acompañara a un lado de la puerta. Los dos tuvieron que pasar con cuidado por encima de los cuerpos tirados en los adoquines resbaladizos.
—Creo que acabo de enviar una tropa de lanceros a la muerte, supervisor. No estoy del humor más adecuado para tener una conversación prolongada.
—Hágame el favor. Si hay una partida de guerra de guerreros leznas al borde de esta ciudad, tiene que haber una respuesta organizada... una respuesta —añadió al ver la expresión ofendida de la militar— que implique a los tiste edur además de sus unidades.
Tras un momento, Bivatt asintió.
—Mascararroja. El único nombre por el que lo conocemos. Incluso en la Lezna’dan, allí no tienen tampoco más que leyendas sobre su origen...
—¿Y son?
—Letur Anict...
Brohl Handar siseó de rabia y miró furioso a Orbyn, que se había acercado hasta donde podía oírlos.
—¿Por qué es que cada desastre comienza con el nombre de ese hombre?
Bivatt reanudó su relato.
—Hubo una escaramuza, hace ya años, entre una rica tribu lezna y el comisionado. En pocas palabras, Letur Anict codiciaba los inmensos rebaños de la tribu. Despachó agentes que, una noche, entraron en un campamento lezna y lograron raptar a una joven, una de las hijas del jefe del clan. Verá, los leznas tenían por costumbre llevarse niños letherii. En cualquier caso, esa hija tenía un hermano.
—Mascararroja.
La atri-preda asintió.
—Un hermano menor. En fin, que el comisionado incorporó a la chica a su casa y en poco tiempo la chica estaba endeudada con él...
—Sin duda sin ni siquiera ser consciente de ello. Sí, lo entiendo. Así que, para cancelar esa deuda y con ello adquirir la libertad de la joven, Letur exigió los rebaños del padre.
—Sí, más o menos. Y el líder del clan accedió. Por desgracia, cuando las fuerzas del comisionado se acercaron al campamento lezna con su valiosa carga, la chica se clavó un cuchillo en el corazón. A partir de ahí las cosas son bastante confusas. Los soldados de Letur Anict atacaron el campamento lezna y mataron a todo el mundo...
—El comisionado decidió que, de todos modos, se llevaría los rebaños.
—Sí. Resultó, sin embargo, que hubo un superviviente. Unos cuantos años después, a medida que las escaramuzas se hicieron más fieras, las tropas del comisionado se encontraron perdiendo combate tras combate. Se volvían las tornas en las emboscadas. Y el nombre de Mascararroja se oyó por primera vez... un nuevo caudillo. Bueno, lo que sigue es incluso menos preciso que lo que he descrito hasta el momento. Al parecer hubo una reunión de clanes y Mascararroja habló, es decir, riñó con los ancianos. Pretendía unir a los clanes contra la amenaza letherii, pero no hubo forma de convencer a los ancianos. Rabioso, Mascararroja fue poco prudente al hablar. Los ancianos le exigieron que se retractara de lo dicho. Él se negó y lo exiliaron. Se dice que viajó al este, a las tierras salvajes que hay entre esta tierra y Kolanse.
—¿Qué significa esa máscara?
Bivatt negó con la cabeza.
—No lo sé. Dice una leyenda que mató a un dragón muy poco tiempo después de la matanza de su familia. No era más que un niño, lo que hace poco probable la historia. —La atri-preda se encogió de hombros.
—Así que ahora ha vuelto —dijo Brohl Handar—, o algún otro guerrero lezna ha adoptado la máscara y pretende meter el miedo en los corazones letherii.
—No, era él. Utiliza un látigo recubierto de filos y un hacha con dos cabezas. Son armas casi míticas por sí solas.
El supervisor la miró con el ceño fruncido.
—¿Míticas?
—Las leyendas leznas sostienen que en otro tiempo su pueblo libró una guerra, lejos, al este, cuando los leznas moraban en las tierras agrestes. El cadaran y la rygtha eran armas diseñadas para lidiar con ese enemigo. No tengo más detalles que los que le acabo de dar, salvo que parece que fuera lo que fuera ese enemigo, no era humano.
—Cada tribu tiene relatos de guerras pasadas, una época de héroes...
—Supervisor, las leyendas leznas no son así.
—¿Ah, no?
—No. En primer lugar, los leznas perdieron esa guerra. Por eso huyeron al oeste.
—¿No ha habido expediciones letherii que se adentraran en las tierras agrestes?
—No desde hace décadas, supervisor. Después de todo, sigue habiendo enfrentamientos con los varios territorios y reinos que hay a lo largo de esa frontera. Prácticamente acabaron con la última expedición, solo hubo una única superviviente que se volvió loca por lo que había visto. Hablaba de algo llamado la Noche Siseante. La voz de la muerte, al parecer. En cualquier caso, nadie pudo curarle la locura, así que se le dio muerte.
Brohl Handar lo pensó un momento. Había llegado un oficial y estaba esperando para hablar con la atri-preda.
—Gracias —le dijo a Bivatt, después dio media vuelta.
—¿Supervisor?
La miró otra vez.
—¿Sí?
—Si Mascararroja lo consigue esta vez... me refiero a con las tribus; bueno, entonces sí que necesitaremos a los tiste edur.
El otro alzó las cejas.
—Por supuesto, atri-preda. —Y quizá así pueda conseguir que me escuchen el emperador y Hannan Mosag. Maldito sea ese Letur Anict. ¿En qué nos ha metido ahora?
Puso al caballo letherii a galope tendido, dejó el camino del norte y atajó por el este, cruzó campos recién labrados que antaño eran pastos de la Lezna’dan. Su paso atrajo la atención de los granjeros, y del último villorrio que rodeó salieron tres soldados apostados que habían ensillado caballos y se lanzaron a perseguirlo.
En una hondonada del valle que acababa de dejar Mascararroja, los soldados encontraron la muerte entre un coro de chillidos animales y humanos, penetrantes pero muy breves.
Una ráfaga de rhizanes giró en una nube estridente encima de la cabeza del guerrero lezna, la violencia los había ahuyentado de sus anfitriones favoritos, las alas batiendo como tambores diminutos y las largas colas serradas siseando en el aire tras Mascararroja. Este ya hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a su ubicua presencia. Habitantes de las tierras salvajes, esos reptiles voladores del tamaño de comadrejas estaban muy lejos de casa, a menos que a sus anfitriones (en el valle que dejaba atrás y seguramente preparando otra emboscada) los pudieran llamar su casa.
Fue frenando al caballo y cambió de posición, incómodo en la poco práctica s