Olympo

Dan Simmons

Fragmento

¿Cómo pudo Homero saber estas cosas? ¡Cuando todo esto sucedió, él era un camello en Bactria!

LUCANO,

El sueño

... la verdadera historia de la tierra debe ser en último término la historia de una guerra interminable. Ni sus amigos, ni sus dioses, ni sus pasiones dejarán al hombre en paz.

JOSEPH CONRAD,

Notas sobre la vida y cartas

Oh, no escribas más la historia de Troya

si tierra debe ser el pergamino de la Muerte.

Ni mezcles con cólera laya la alegría

que amanece sobre los libres:

aunque una sutil esfinge renueve

acertijos de muerte que Tebas nunca supo.

Otra Atenas surgirá

y a tiempos más remotos

lega, como el ocaso a los cielos,

el esplendor de su cenit;

y deja, si nada tan brillante puede vivir,

todo lo que la tierra puede tomar o puede dar el Cielo.

PERCY BYSSHE SHELLEY,

Hellas

Primera parte

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

1

Justo antes del amanecer, Helena de Troya despierta con el sonido de las alarmas antiaéreas. Palpa los cojines de su cama pero su actual amante, Hockenberry, se ha marchado: ha vuelto a perderse en la oscuridad antes de que las criadas despierten, como hace siempre después de sus noches de amor, como si se tratara de un acto vergonzoso. Sin duda ahora se encamina furtivamente hacia su casa por los callejones y callejas menos iluminados por las antorchas. Helena piensa que Hockenberry es un hombre extraño y triste. Entonces recuerda: «Mi marido ha muerto

Paris muerto en combate singular con el implacable Apolo, es realidad un hecho acaecido hace ya nueve días: los grandes funerales en los que participarán tanto troyanos como aqueos comenzarán dentro de tres horas si el dios auriga que ahora se alza sobre la ciudad no destruye Ilión por completo en los próximos minutos... pero Helena no puede creer que Paris haya muerto. ¿Paris, hijo de Príamo, derrotado en el campo de batalla? ¿Paris muerto? ¿Paris arrojado a las oscuras cavernas del Hades sin belleza de cuerpo ni elegancia de acción? Impensable. Se trata de «Paris», el hermoso muchacho que se la robó a Menelao, burlando a los guardias y cruzando los verdes prados de Lacedemonia. Se trata de Paris, su amante más atento incluso después de una larga década de guerra, a quien secretamente se refería como su «brioso semental cebado en la cuadra».

Helena se levanta de la cama y sale al balcón abriendo las cortinas de seda a la luz previa al amanecer de Ilión. A mediados de invierno nota el mármol frío bajo sus pies descalzos. El cielo está aún lo bastante oscuro para que resulten visibles cuarenta o cincuenta reflectores enfocados hacia las alturas rastreando dioses o diosas y carros voladores. Apagadas explosiones de plasma ondean sobre la semicúpula del campo de energía de los moravecs que protege la ciudad. De repente, múltiples rayos de luz coherente (sólido lapislázuli, verde esmeralda, rojo sangre) brotan del perímetro defensivo de Ilión. Mientras Helena observa, una enorme explosión sacude el cuadrante norte de la ciudad; su onda expansiva sacude las torres de Ilión y los rizos de su largo y oscuro cabello. Los dioses han empezado a utilizar bombas físicas para vencer el campo de fuerza durante las últimas semanas, y las bombas unicelulares proyectan cambios de fase cuánticos en el escudo de los moravecs. O eso han tratado de explicarle Hockenberry y la divertida criatura de metal, Mahnmut.

A Helena de Troya le importan un comino las máquinas.

«Paris ha muerto.» La idea le resulta insoportable. Helena estaba preparada para morir con Paris el día en que los aqueos, dirigidos por Menelao, su ex marido, y por su hermano Agamenón, derribaran las murallas, como debían hacer según su amiga la profetisa Casandra, y dieran muerte a cada hombre y niño de la ciudad, violaran a las mujeres y se las llevaran como esclavas a las islas griegas. Helena estaba preparada para ese día, preparada para morir por su propia mano o por la espada de Menelao, pero nunca creyó realmente que su amado, engreído, divino Paris, su brioso semental, su hermoso marido guerrero, pudiera morir antes que ella. Durante más de nueve años de asedio y gloriosa batalla, Helena confiaba en que los dioses mantuvieran a su amado Paris vivo e intacto en su cama. Y lo habían hecho. Pero ahora lo habían matado.

Recuerda la última vez que vio a su marido troyano, diez días antes, saliendo de la ciudad para enfrentarse en combate singular con el dios Apolo. Paris nunca había parecido más confiado con su elegante armadura de bronce resplandeciente, la cabeza bien alta, su largo cabello sobre los hombros como la crin de un garañón, sus dientes blancos brillando mientras Helena y miles de personas observaban y aplaudían desde la muralla, sobre las puertas Esceas. Sus rápidos pies lo habían llevado siempre «seguro y arropado en su gloria», como le gustaba cantar al bardo favorito del rey Príamo. Pero aquel día lo llevaron a su propia muerte a manos del furioso Apolo.

Y ahora está muerto y, si los informes entre susurros que Helena ha oído son ciertos, su cuerpo está calcinado y destrozado, los huesos rotos, el rostro dorado y perfecto convertido en un cráneo obscenamente sonriente, los ojos azules derretidos y reducidos a sebo, jirones de carne chamuscada cuelgan de sus pómulos calcinados como... como esos primeros trozos de carne ceremonial apartados del fuego del sacrificio porque han sido considerados indignos. Helena se estremece con el frío viento que trae el amanecer y contempla el humo que se alza sobre los tejados de Troya.

Tres cohetes antiaéreos del campamento aqueo situado al sur saltan al cielo en busca del dios auriga en retirada. Helena capta un atisbo de ese carro, un breve destello, tan brillante como la estrella de la mañana, perseguido por la cola de los cohetes griegos. Sin advertencia, la brillante mota cuántica se esfuma, dejando vacío el cielo matutino. «Volved al asediado Olimpo, cobardes», piensa Helena de Troya.

Las sirenas que anuncian que todo está despejado empiezan a ulular. La calle que pasa bajo los apartamentos de Helena en la mansión de Paris, tan cercana al derruido palacio de Príamo, se llena de pronto de hombres a la carrera, brigadas de bomberos que corren hacia el noroeste, donde se alza el humo en el aire invernal. Las máquinas voladoras moravec zumban sobre los tejados, como brillantes moscardones negros con sus sistemas de aterrizaje y sus proyectores giratorios. Algunos, ella lo sabe por experiencia y por los balbuceos nocturnos de Hockenberry, volarán con lo que él llama la cobertura aérea, demasiado tarde para ayudar, mientras que otros intervendrán para apagar el fuego. Luego troyanos y moravecs sacarán los cuerpos destrozados de los escombros durante horas. Como Helena conoce a casi todo el mundo en la ciudad, se pregunta aturdida quién estará en las filas de aquellos que han sido enviados al oscuro Hades tan temprano por la mañana.

«La mañana del funeral de Paris. Mi amante. Mi tonto y traicionado amante.»

Helena oye a las criadas que empiezan a agitarse. La más anciana de todas (la vieja, Aitra, antigua reina de Atenas y madre del real Teseo hasta que fue secuestrada por los hermanos de Helena en venganza por el secuestro de su hermana) está de pie en la puerta del dormitorio.

—¿Ordeno a las muchachas que te preparen el baño, mi señora? —pregunta Aitra.

Helena asiente. Contempla el cielo un instante más: ve el humo al noroeste espesarse y luego reducirse mientras las brigadas de bomberos y los motores de los moravecs lo controlan; observa otro instante los moscardones de batalla moravec que siguen abalanzándose hacia el este en inútil persecución del carro que ya se ha teletransportado cuánticamente, y luego se vuelve para entrar, los pies descalzos susurrando sobre el frío mármol. Tiene que prepararse para los ritos funerarios de Paris y para ver a su cornudo esposo, Menelao, por primera vez desde hace diez años. Ésta será también la primera vez que Héctor, Aquiles, Menelao, Helena y muchos otros aqueos y troyanos estén presentes en un acto público. Podría pasar cualquier cosa.

«Sólo los dioses saben qué será de este aciago día», piensa Helena. Y tiene que sonreír a pesar de su tristeza. Las oraciones a los dioses no obtienen respuesta. Los dioses, vengativos, ya no comparten nada con los mortales... o al menos nada excepto la muerte y la perdición y la terrible destrucción que sus manos divinas descargan sobre la tierra.

Helena de Troya se dispone a bañarse y a vestirse para el funeral.

Capítulo 2

2

El pelirrojo Menelao, engalanado con su mejor armadura, erguido, inmóvil, regio y orgulloso, guardaba silencio entre Odiseo y Diomedes. Encabezaba la delegación aquea de héroes congregados dentro de las murallas de Ilión para los ritos funerarios, para honrar a su ladrón enemigo, el hijo de Príamo, aquel cerdo miserable, Paris. Menelao no paraba de preguntarse cómo y cuándo matar a Helena.

Tenía que ser fácil. Estaba al otro lado de la ancha calle, en la muralla, a menos de quince metros, frente a la delegación aquea, en el corazón del enorme patio interior de Troya, en el balcón real, con el viejo Príamo. Con suerte, Menelao podría correr más rápido que nadie sin que fueran capaces de interceptarlo. E incluso sin suerte, si los troyanos tenían tiempo de interponerse entre su esposa y él, los abatiría como hierbajos.

Menelao no era un hombre alto, no era un noble gigante como su hermano ausente, Agamenón, ni un gigante innoble como el remilgado Aquiles, de modo que sabía que no podría saltar hasta el balcón; tendría que subir por las escaleras entre la multitud de troyanos allí congregados, abatiendo y empujando y matando a su paso. No le importaba.

Helena no iba a escapar. El balcón de la muralla del templo de Zeus sólo tenía una escalera que condujera a ese patio. Ella podía entrar en el templo, pero él podía seguirla, acorralarla allí. Menelao sabía que la mataría antes de ceder al ataque de docenas de airados troyanos, incluido Héctor, que dirigía la procesión funeraria que aparecía en aquel momento. Luego aqueos y troyanos se enzarzarían de nuevo en una guerra entre sí, olvidando su loca lucha contra los dioses. Naturalmente, Menelao perdería sin ninguna duda la vida si la guerra de Troya recomenzaba en aquel mismo lugar, aquel mismo día, como la perderían Odiseo, Diomedes y tal vez incluso el invulnerable Aquiles, ya que sólo había treinta aqueos en el funeral del cerdo de Paris, y miles de troyanos en el patio y las murallas y agrupados entre los aqueos y las puertas Esceas que tenían detrás.

«Merece la pena.»

Este pensamiento cruzó la mente de Menelao como la punta de una lanza. «Merece la pena, cualquier precio merece la pena por matar a esa perra infiel.» A pesar del clima (era un día de invierno, fresco y gris), el sudor le corría por debajo del casco, chorreaba por su corta barba roja y le goteaba sobre el peto de bronce. Había oído ese goteo, ese sonido de las salpicaduras contra el metal muchas veces, por supuesto, pero siempre era de sangre de sus enemigos manchando su armadura. La mano derecha de Menelao agarraba la empuñadura de su espada repujada de plata con ferocidad.

«¿Ahora?»

«Ahora no.»

«¿Por qué no ahora? Si no ahora, ¿cuándo?»

«Ahora no.»

Las dos voces que discutían dentro de su dolorido cráneo (ambas suyas, puesto que los dioses ya no le hablaban) estaban volviendo loco a Menelao.

«Espera a que Héctor encienda la pira funeraria y actúa entonces.»

Menelao parpadeó para apartarse el sudor de los ojos. No sabía qué voz era ésta, si la que lo urgía a la acción o la que cobardemente lo instaba a la contención, pero estuvo de acuerdo con la sugerencia. La procesión funeraria acababa de entrar en la ciudad por las enormes puertas Esceas. Traían el cadáver calcinado de Paris (oculto ahora bajo una mortaja de seda) al patio central de Troya, donde esperaban filas y filas de dignatarios y héroes, mientras las mujeres, Helena incluida, lo observaban todo desde el balcón superior. En cuestión de minutos, el hermano mayor del muerto, Héctor, prendería fuego a la pira y toda la atención se desviaría hacia las llamas que devorarían el cuerpo ya quemado. «Un momento perfecto para actuar: nadie reparará en mí hasta que mi hoja esté a un palmo del traicionero pecho de Helena.»

Tradicionalmente, los funerales por miembros de la familia real, como Paris, hijo de Príamo, uno de los príncipes de Troya, duraban nueve días. Muchos de esos días se dedicaban a los juegos funerarios: carreras de carros, competiciones atléticas y competiciones de tiro de lanza. Pero Menelao sabía que los nueve días de rigor desde que Apolo había convertido a Paris en un tizón se habían invertido en el largo viaje de carros y leñadores hacia los bosques que todavía quedaban en el monte Ida, a muchos kilómetros al sureste. Los pequeños seres-máquina llamados moravecs habían sido requeridos para acompañar con sus moscardones y artilugios mágicos a los leñadores y proporcionarles campos de fuerza como defensa contra un eventual ataque de los dioses. Y los dioses habían atacado, naturalmente. Pero los leñadores habían hecho su trabajo.

Al décimo día la madera estaba ya en Troya, lista para la pira, aunque Menelao y muchos de sus amigos, incluso Diomedes, que estaba de pie junto a él formando parte del contingente aqueo, pensaban que quemar el putrefacto cadáver de Paris en una pira funeraria era un absoluto desperdicio de buena leña, ya que tanto la ciudad de Troya como los muchos campamentos aqueos situados a lo largo de la orilla llevaban muchos meses sin troncos para encender las hogueras, tan agotados estaban los matorrales y antiguos bosques que rodeaban a la propia Ilión después de diez años de guerra. El campo de batalla estaba lleno de tocones. Incluso las ramitas habían sido saqueadas hacía mucho. Los esclavos aqueos cocinaban para sus amos con hogueras de estiércol, cosa que no mejoraba ni el sabor de la carne ni el agrio estado de ánimo de los guerreros aqueos.

Abriendo el cortejo funerario hacia Ilión iba una procesión de carros troyanos en fila de a uno. Los cascos de los caballos, forrados de fieltro negro, apenas hacían ruido sobre las anchas losas de la vía y la plaza de la ciudad. Montando aquellos carros, en silencio junto a sus aurigas, iban algunos de los más grandes héroes de Ilión, guerreros que habían sobrevivido a más de nueve años de la guerra original y a ocho meses de la guerra aún más terrible contra los dioses. El primero, Polidoro, también hijo de Príamo, iba seguido por el otro hermanastro de Paris, Méstor. El siguiente carro traía a Ifeo, el aliado troyano, y luego venía Laodoco, hijo de Antenor. Detrás, en su propio carro con incrustaciones de piedras preciosas iba el viejo Antenor en persona, entre los guerreros, como siempre, en vez de estar en la muralla, con los ancianos; lo seguían el capitán Polifetes y el famoso auriga de Sarpedón, Trasmelo, en lugar del propio Sarpedón, comandante de los licios, muerto a manos de Patroclo meses antes, cuando los troyanos todavía combatían a los griegos en vez de a los dioses. Luego venía el noble Pilartes; naturalmente, no el troyano a quien mató Áyax el Grande justo antes de que empezara la guerra contra los dioses, sino el otro Pilartes, el que tan a menudo combatía junto con Elaso y Mulio. En la procesión iban también el hijo de Megas, Perimo, además de Epistor y Melanipo.

Menelao reconoció a todos esos hombres, esos héroes, esos enemigos. Había visto sus rostros contorsionados y ensangrentados bajo los cascos de bronce un millar de veces al otro lado del letal espacio formado por las lanzas y las espadas que lo separaba de sus dos objetivos: Ilión y Helena.

«Está a quince metros de distancia. Y nadie espera mi ataque.»

A la cola de los silenciosos carruajes, algunos jóvenes conducían los animales para sacrificar: diez de los segundos mejores caballos de Paris y sus perros de caza, docenas de gruesas ovejas (un sacrificio considerable, ya que la lana y la carne escaseaban bajo el asedio de los dioses) y algunos toros viejos y tambaleantes de cuernos torcidos. El ganado no iba a ser sacrificado a los dioses (¿a quién había que sacrificarlos ahora que los dioses eran enemigos?), sino para que la pira funeraria ardiera más y mejor con su grasa.

Tras los animales para el sacrificio desfilaba la infantería de Troya, millares de hombres con pulidas armaduras en aquel oscuro día de invierno, fila tras fila de ellos desde las puertas Esceas hasta las llanuras de Ilión. En medio de esta masa de hombres avanzaba el catafalco de Paris, transportado por doce de sus camaradas más íntimos, hombres que hubiesen dado su vida por el segundo hijo de Príamo y que lloraban mientras llevaban el enorme palanquín.

El cadáver de Paris estaba cubierto por una mortaja azul, que a su vez ya cubrían miles de mechones de pelo, símbolo de duelo por parte de los hombres de Paris y sus parientes, ya que Héctor y sus familiares más cercanos se cortarían el pelo cuando encendieran la pira. Los troyanos no les habían pedido a los aqueos que contribuyeran con mechones al duelo, y si lo hubieran hecho (y si Aquiles, el principal aliado de Héctor en esos días de locura hubiera transmitido la petición, o peor aún, hubiera dado a sus mirmidones la orden de acatarla) Menelao habría liderado en persona la revuelta.

Menelao deseaba que su hermano Agamenón estuviera presente. Agamenón siempre parecía acertar el curso de acción. Agamenón era su auténtico líder argivo, no aquel usurpador, Aquiles; mucho menos ese bastardo troyano, Héctor, que presumía de dar órdenes a argivos, aqueos, mirmidones y troyanos por igual. No, Agamenón era el verdadero jefe de los griegos, y si hubiese estado allí, hubiera impedido a Menelao que atacara a Helena o se hubiese unido a él en la muerte llevando a cabo el intrépido ataque. Pero Agamenón y quinientos de sus leales habían dirigido sus negras naves de vuelta a Esparta y las islas griegas hacía siete semanas, y se esperaba que estuviesen fuera otro mes por lo menos, en teoría para buscar nuevos reclutas para la guerra contra los dioses, pero, en realidad, para reclutar en secreto nuevos aliados para una revuelta contra Aquiles.

Aquiles. Allí estaba aquel monstruo traidor, caminando apenas un paso por detrás del lloroso Héctor, que caminaba tras el catafalco sosteniendo en sus dos enormes manos la cabeza del hermano muerto.

Al ver a Héctor y el cadáver de Paris, un gran gemido escapó de las gargantas de los miles de troyanos congregados en las murallas y la plaza. Las mujeres que estaban en las terrazas y la muralla (las plebeyas, no las de la familia real de Príamo ni Helena) dieron comienzo a un agudo aullido. A su pesar, Menelao sintió que se le ponía la carne de gallina. Los gritos funerarios de las mujeres siempre lo afectaban de esta forma.

«Mi brazo roto y torcido», pensó Menelao, avivando su ira como se aviva una hoguera que se apaga.

Aquiles, el hombre-dios que pasaba de largo mientras el catafalco de Paris desfilaba solemnemente ante el contingente honorario de capitanes, le había roto el brazo a Menelao ocho meses antes, el día en que el asesino de los pies ligeros había contado a todos los aqueos que Palas Atenea había matado a su amigo Patroclo y se había llevado el cadáver al Olimpo para burlarse. Aquiles anunció entonces que griegos y troyanos ya no guerrearían entre sí, sino que asediarían el monte Olimpo.

Agamenón se había opuesto a aquello, se había opuesto a todo: a la arrogancia de Aquiles y a que le usurpara el poder como rey de reyes de todos los griegos reunidos en Troya; a la blasfemia de atacar a los dioses, no importaba de quién fuera el amigo asesinado por Atenea (eso en el caso de que Aquiles dijera la verdad), y a que miles y miles de combatientes aqueos quedaran bajo el mando de Aquiles.

La respuesta de Aquiles aquel aciago día había sido breve y sencilla: combatiría a cualquier hombre, cualquier griego, que se opusiera a su liderazgo y su declaración de guerra. Lucharía en combate singular o con todos a la vez. Y que el último hombre que quedara en pie liderara a los aqueos de esa mañana en adelante.

Agamenón y Menelao, los orgullosos hijos de Atreo, habían atacado juntos a Aquiles, con lanza, espada y escudo, mientras centenares de capitanes aqueos y miles de soldados de infantería observaban en pasmado silencio.

Menelao era veterano de guerra pero no un héroe de Troya de primera fila. Su hermano mayor, sin embargo, estaba considerado (al menos mientras Aquiles estuvo recluido en su tienda durante semanas) el más feroz luchador de todos los aqueos. Sus lanzas alcanzaban casi siempre el objetivo, su espada se abría paso a través de los escudos reforzados de los enemigos como una aguja a través de la tela, y no tenía piedad alguna ni siquiera con los más nobles enemigos que suplicaban por sus vidas. Agamenón era tan alto y musculoso y divino como el rubio Aquiles, pero su cuerpo soportaba una década más de cicatrices de batalla y sus ojos ese día estaban ensombrecidos por una furia demoníaca. Aquiles por su parte se mantuvo frío, con una expresión casi distraída en el rostro aniñado.

Aquiles desarmó a ambos hermanos como si fueran chiquillos. La poderosa lanza de Agamenón se desvió de la carne de Aquiles como si el hijo de Peleo y la diosa Tetis estuviera rodeado por uno de los invisibles escudos de energía de los moravecs. El salvaje mandoble de Agamenón (capaz, pensó Menelao en su momento, de atravesar un bloque de piedra) se estrelló en el hermoso escudo de Aquiles.

Luego Aquiles los desarmó a ambos, arrojó al océano las lanzas de repuesto y la espada de Menelao, los derribó sobre la arena y los despojó de la armadura con la facilidad con que un águila arranca la ropa de un cadáver indefenso. El de los pies ligeros le rompió primero a Menelao el brazo izquierdo (el círculo de capitanes y soldados de infantería jadeó al oír el chasquido del hueso) y luego la nariz a Agamenón de un empujón, aparentemente sin esfuerzo, con la palma de la mano. Luego le pateó las costillas al rey de reyes y puso su sandalia sobre el pecho del quejoso Agamenón mientras Menelao yacía gimiendo junto a su hermano.

Sólo entonces desenvainó Aquiles la espada.

—Jurad rendiros y obedecerme este día y os trataré a ambos con el respeto debido a los hijos de Atreo y os honraré como capitanes y aliados en la guerra que se avecina —dijo Aquiles—. Vacilad un segundo y enviaré al Hades vuestras almas de perro antes de que vuestros amigos puedan parpadear, y arrojaré vuestros cadáveres a los buitres para que nunca encuentren sepultura.

Agamenón, jadeando y gimiendo, casi vomitando la bilis que lo llenaba, se rindió y prometió obediencia a Aquiles. Menelao, sufriendo la agonía de una pierna herida, las costillas rotas y el brazo partido, lo imitó un segundo más tarde.

En total, treinta y cinco capitanes aqueos decidieron oponerse a Aquiles ese día. Todos fueron derrotados en menos de una hora. Los más valientes fueron decapitados cuando se negaron a rendirse y sus cadáveres arrojados a las aves y los peces y los perros, tal como Aquiles había amenazado con hacer, pero los otros veintiocho juraron lealtad y se rindieron. Ninguno de los grandes héroes aqueos de la talla de Agamenón (ni Odiseo, ni Diomedes, ni Néstor, ni los dos Áyax, ni Teucro) desafió al de los pies ligeros ese día. Todos juraron en voz alta, después de escuchar más sobre el asesinato de Patroclo a manos de Atenea y los detalles sobre el asesinato de Astianacte, el hijo de Héctor, cometido por la misma diosa, declarar la guerra a los dioses esa misma mañana.

Menelao notaba el brazo dolorido, porque los huesos no se habían soldado adecuadamente, a pesar de las atenciones de su famoso médico, Asclepio, y todavía le molestaba en los días húmedos y frescos como aquél, pero contuvo las ganas de frotárselo mientras el catafalco funerario de Paris y Apolo desfilaban lentamente ante la delegación aquea.

Ahora colocan el catafalco amortajado y cubierto de mechones de pelo junto a la pira funeraria, justo bajo el balcón de la muralla del templo de Zeus. La infantería se detiene. Los gemidos de las mujeres y los aullidos de las murallas cesan. En medio del súbito silencio, Menelao oye la áspera respiración de los caballos y ve luego el vapor de un animal que orina sobre una piedra.

En la muralla, Heleno, el viejo oráculo que está junto a Príamo, el principal profeta y consejero de Ilión, recita un breve responso que se pierde en el viento que sopla desde el mar y llega como un frío y recriminatorio aliento de los dioses. Heleno tiende un cuchillo ceremonial a Príamo, quien, aunque calvo, ha conservado unos cuantos mechones de pelo gris sobre las orejas para tan solemnes ocasiones. Príamo usa la afilada daga para cortarse un mechón. Un esclavo (el esclavo personal de Paris durante muchos años) lo recoge en un cuenco de oro y se lo pasa a Helena, que recibe el cuchillo de manos de Príamo y mira la hoja largamente, como si estuviera decidiendo si usarla contra sí misma y hundírsela en el pecho. Menelao siente una súbita alarma: eso lo privaría de su venganza, ahora tan próxima. Pero Helena alza el cuchillo, sujeta una de sus largas trenzas, y corta el extremo. El rizo castaño cae en el cuenco dorado y el esclavo se acerca a la loca Casandra, una de las muchas hijas de Príamo.

A pesar del esfuerzo y el peligro de traer la madera del monte Ida, la pira merece la pena. Como no han podido llenar la plaza de la ciudad con una pira real tradicional de cien pies de lado y que quedara todavía espacio para la gente, la pira sólo tiene treinta pies de lado, pero es más alta que de costumbre y llega hasta el balcón de la muralla. Anchos escalones de madera, pequeñas plataformas en sí mismos, han sido construidos en ascenso hasta la cima de la pira. Fuertes vigas, traídas de las murallas del palacio del propio Paris, sostienen la enorme montaña de leña.

Los fuertes porteadores llevan el catafalco de Paris hasta la pequeña plataforma situada encima de la pira. Héctor espera al pie de las anchas escaleras.

Los animales son rápida y eficazmente sacrificados por expertos carniceros especialistas en rituales religiosos (y, después de todo, piensa Menelao, ¿cuál es la diferencia entre las dos cosas?). Cortan las gargantas de ovejas y toros, su sangre se vierte en cuencos ceremoniales, se desollan y se les saca la grasa en cuestión de minutos. El cadáver de Paris es envuelto en pliegues de grasa animal, como un pan blando relleno de carne quemada.

Luego los cadáveres despellejados son transportados escaleras arriba y colocados alrededor del cuerpo calcinado de Paris. Del templo de Zeus salen mujeres (vírgenes con túnicas ceremoniales y el rostro cubierto por un velo) que llevan ánforas de aceite y miel. Como no pueden acercarse a la pira, entregan las ánforas a los guardaespaldas de Paris, convertidos ahora en porteadores del féretro, quienes las llevan escalones arriba y las colocan alrededor del catafalco con mucho cuidado.

Los diez caballos favoritos de Paris avanzan; eligen los cuatro mejores y Héctor rebana la garganta de los animales con el largo cuchillo de su hermano, moviéndose de un animal al siguiente con tanta rapidez que ni siquiera esos inteligentes, animosos y soberbios animales entrenados para la guerra tienen tiempo de reaccionar.

Es Aquiles quien, con salvaje celo y fuerza inhumana, arroja los cuerpos de los cuatro enormes garañones a la pira, uno tras otro, cada uno más arriba en la pirámide de vigas y troncos.

El esclavo personal de Paris conduce a seis de los perros favoritos de su amo a un claro, junto a la pira. Héctor pasa de un perro al siguiente, acariciándolos y rascándolos tras las orejas. Después se detiene a pensar un instante, como recordando todos los momentos en que ha visto a su hermano dar de comer a esos perros en la mesa y llevarlos a expediciones de caza a las montañas o los páramos, tierra adentro.

Héctor elige a dos de los animales, asiente para que se lleven a los demás, los abraza afectuosamente un minuto, sujetándolos por la piel suelta del cuello, como si fuera a ofrecerles un hueso o un regalo y, entonces, corta la garganta de ambos tan violentamente que la hoja casi separa la cabeza de los animales de sus cuerpos. El propio Héctor arroja los cadáveres de los dos perros a la pira, lanzándolos tan por encima de los cadáveres de los caballos que aterrizan al pie del mismo catafalco.

Luego, una sorpresa.

Diez troyanos acorazados de bronce y diez lanceros aqueos hacen avanzar un carro. En el carro hay una jaula. Dentro de la jaula, un dios.

Capítulo 3

3

En el balcón situado en la muralla del templo de Zeus, Casandra observaba la ceremonia funeraria de Paris con una creciente sensación de desastre inminente. Cuando el carro apareció en el patio central de Troya (tirado por ocho escogidos lanceros troyanos, no por caballos ni bueyes), con su única carga de un dios condenado, Casandra estuvo a punto de desmayarse.

Helena la sostuvo por el codo.

—¿Qué es eso? —preguntó la griega, su amiga, quien, con Paris, había traído todo aquel dolor y aquella tragedia a Troya.

—Una locura —susurró Casandra, apoyándose contra la pared de mármol, aunque no dejó claro si se refería a su locura, a la locura de sacrificar a un dios, a la locura de toda esa larga guerra o a la locura de que Menelao estuviera abajo en el patio, una locura que había sentido crecer a lo largo de la última hora como una terrible tormenta enviada por Zeus. Ni ella misma sabía lo que pretendía decir.

El dios capturado, retenido no sólo por los barrotes de hierro clavados en el carro sino también por la clara forma oval del campo de fuerza moravec que había logrado atraparlo, se llamaba Dionisos, o Dionisio, hijo de Zeus y Sémele, dios del vino y el sexo y los placeres. Casandra, cuyo señor personal desde la infancia había sido Apolo, el asesino de Paris, había sin embargo comulgado con Dionisos en más de una ocasión íntima. Aquel dios era la única divinidad capturada hasta entonces en combate desde el inicio de la nueva guerra. Había sido sometido por el divino Aquiles, la magia moravec había anulado su capacidad de teletransporte cuántico, el astuto Odiseo lo había convencido para que se rindiera y el campo de fuerza producido por el moravec que ahora titilaba a su alrededor como ondas de calor un día de verano lo controlaba.

Dionisos era poco imponente para tratarse de un dios: bajo de estatura, de apenas metro ochenta, pálido, regordete incluso para los cánones mortales, con una masa de rizos dorados y un esbozo de barba adolescente.

El carro se detuvo. Héctor abrió la jaula y atravesó con la mano el campo de fuerza semipermeable para arrastrar a Dionisos hasta el primer escalón de la pira. Aquiles también agarró por el cuello al pequeño dios.

—Deicidio —susurró Casandra—. Locura y deicidio.

Helena y Príamo y Andrómaca y el resto de los presentes en el balcón la ignoraron. Todos los ojos estaban fijos en el pálido dios y en los dos mortales, más altos y broncíneos, que tenía a cada lado.

A diferencia de la voz meliflua del oráculo Heleno, que se había perdido en el frío viento y los murmullos de la multitud, el vibrante grito de Héctor llegó hasta el abarrotado centro de la ciudad y reverberó en las altas torres y murallas de Ilión; probablemente era también claramente audible en la cima del monte Ida, situado varios kilómetros al este.

—Paris, amado hermano, estamos aquí para decirte adiós y decirlo de un modo que nos oigas incluso allí donde resides ahora, en las profundidades de la Casa de los Muertos.

»Te enviamos dulce miel, raro aceite, tus caballos favoritos y tus perros más leales... y ahora te ofrezco a este dios del Olimpo, hijo de Zeus, cuya grasa alimentará las ansiosas llamas y acelerará el viaje de tu alma camino del Hades.

Héctor desenvainó la espada. El campo de fuerza fluctuó y desapareció, pero Dionisos permaneció encadenado de pies y manos.

—¿Puedo hablar? —dijo el pálido diosecillo. Su voz no llegó tan lejos como la de Héctor.

Héctor vaciló.

—¡Dejad hablar al dios! —gritó el oráculo Heleno desde el lugar que ocupaba junto a Príamo en el balcón del templo de Zeus.

—¡Dejad hablar al dios! —gritó el oráculo aqueo Calcas desde su lugar junto a Menelao.

Héctor frunció el ceño pero asintió.

—Di tus últimas palabras, hijo bastardo de Zeus. Pero aunque sean una súplica a tu padre, no te salvarán hoy. Nada te salvará. Eres combustible para la pira de mi hermano.

Dionisos sonrió, pero su sonrisa fue trémula: trémula para un mortal, más para un dios.

—Troyanos y aqueos —exclamó el grueso diosecillo de barba insignificante—. No podéis matar a uno dios inmortal. Nací del vientre de la muerte, idiotas. Como niño-dios, hijo de Zeus, mis juguetes fueron aquellos profetizados como los juguetes del nuevo amo del mundo: dados, pelota, trompo, manzanas de oro, bocina y lana.

»Pero los titanes, a quienes mi padre había derrotado y arrojado al Tártaro, el infierno subterráneo, el reino de pesadilla situado bajo el reino de los muertos donde flota ahora vuestro hermano Paris como un pedo olvidado, vinieron con las caras blanqueadas con tiza como espíritus de los muertos y me atacaron con sus manos blancas y desnudas y me cortaron en siete trozos y me arrojaron a un caldero que se alzaba sobre un trípode colocado sobre un fuego mucho más caliente que esta débil pira que habéis construido aquí hoy.

—¿Has terminado? —preguntó Héctor, alzando la espada.

—Casi —dijo, la voz más alegre y más fuerte, su poder resonando en las lejanas paredes que habían devuelto antes el grito de Héctor—. Me hirvieron y luego me asaron sobre el fuego en siete hogueras, y el olor de mi comida fue tan delicioso que atrajo a mi padre, el propio Zeus, al festín de los titanes. Esperaba ser invitado a la cena, pero cuando vio mi cráneo de niño en el fuego y mis manos de niño en el guiso, atacó a los titanes con sus rayos y los devolvió al Tártaro, donde han residido aterrorizados los miserables hasta el día de hoy.

—¿Es eso todo? —dijo Héctor.

—Casi —respondió Dionisos. Alzó el rostro hacia el rey Príamo y los miembros de la familia real. La voz del diosecillo era ahora el bramido de un toro—. Otros dicen que mis miembros hervidos fueron arrojados a la tierra, donde Deméter los reunió... y así llegaron al hombre las primeras parras que os surten de vino. Sólo uno de mis infantiles miembros sobrevivió al fuego y la muerte, y Palas Atenea llevó ese miembro a Zeus, quien confió mi kradiaios Dionisos a Hipta, el nombre asiático de la Gran Madre Reaso, para que pudiera llevarlo en la cabeza. Mi padre usó ese término en broma, kradiaios Dionisos, ya que kradia, en la antigua lengua, significa «corazón» y krada significa «higuera», así que...

—Ya basta —exclamó Héctor—. Parlotear no prolongará tu vida de perro. Termina en diez palabras o menos, o yo terminaré por ti.

—Cómeme —dijo Dionisos.

Héctor blandió su gran espada con ambas manos y decapitó al dios de un solo golpe.

La multitud de troyanos y griegos jadeó. Todas las filas congregadas dieron un paso atrás. El cuerpo sin cabeza de Dionisos permaneció allí de pie, en la plataforma inferior, varios segundos, tambaleándose pero todavía erguido, hasta que de pronto se desplomó como una marioneta con los hilos rotos. Héctor agarró la cabeza caída, la boca aún abierta, la alzó por la escasa barba y la arrojó a la pira funeraria, tan alto que aterrizó entre los cadáveres de los caballos y los perros.

Usando luego la espada a modo de hacha, Héctor dio un paso atrás y cercenó los brazos de Dionisos y luego las piernas y después los genitales. Arrojó cada pedazo a un lugar distinto de la pira. Tuvo, no obstante, cuidado de no arrojarlos demasiado cerca del catafalco de Paris, pues él y los demás tendrían luego que rebuscar entre las cenizas para separar los reverenciados huesos de Paris de la indigna basura ósea de los perros, los caballos y el dios. Finalmente, Héctor cortó el torso en docenas de pequeños trozos carnosos y echó la mayoría a la pira y algunos a la jauría de perros supervivientes, a quienes los hombres que los sujetaban en la procesión funeraria habían soltado por la plaza.

Mientras los últimos trozos de hueso y cartílago eran reducidos a pedazos, una nube negra brotó de los penosos restos del cadáver de Dionisos, alzándose como un remolino de invisibles insectos negros, como un pequeño ciclón de negro humo, tan espeso que durante unos segundos el propio Héctor tuvo que detener su sombría labor y apartarse. La multitud, incluso las filas de infantería troyana y los héroes aqueos, también retrocedió. Las mujeres de la muralla gritaron y se cubrieron la cara con los velos que tenían en las manos.

Cuando la nube desapareció, Héctor arrojó los últimos pedazos de carne rosada y blancuzca a la pira y de una patada lanzó la caja torácica y la espina dorsal entre los haces de madera amontonada. Luego se despojó de su peto de bronce ensangrentado y permitió que sus ayudantes se llevaran la armadura manchada. Un esclavo trajo una bacina de agua y el alto guerrero se lavó los brazos, las manos y la frente, y aceptó luego de otro esclavo una toalla limpia.

Una vez aseado, vestido sólo con túnica y sandalias, Héctor alzó el cuenco dorado lleno de mechones recién cortados de pelo para el luto, subió los anchos escalones hasta la cima de la pira, donde descansaba el catafalco en su plataforma de resina y madera, y vertió el pelo de los seres queridos, amigos y camaradas de su hermano sobre la mortaja. Un corredor (el corredor más rápido de los juegos de la historia reciente de Troya) entró por las puertas Esceas con una antorcha, cruzó la multitud de guerreros y espectadores (una multitud que se abrió para dejarle paso) y subió los anchos escalones de la plataforma hasta el lugar donde Héctor esperaba.

El corredor le tendió a Héctor la fluctuante antorcha, hizo una reverencia y bajó de espaldas los escalones, sin incorporarse.

Menelao alza la cabeza cuando una nube oscura aparece en el cielo.

—Febo Apolo ensombrece el día —susurra Odiseo.

Un frío viento sopla del oeste cuando Héctor deja caer la antorcha entre los maderos empapados de grasa y resina, bajo el catafalco. La madera humea, pero no arde.

Menelao, que siempre ha sido más excitable en batalla que su hermano Agamenón o que muchos otros de los más fríos guerreros y más grandes héroes griegos, siente que su corazón empieza a latir con fuerza mientras se aproxima el momento de pasar a la acción. No le importa mucho que tal vez sólo le queden instantes de vida, mientras esa perra Helena caiga gritando al Hades antes que él. Si Menelao, hijo de Atreo, se sale con la suya, la mujer será arrojada al más profundo infierno del Tártaro donde los titanes de quienes hablaba el dios muerto Dionisos aún gritan y se revuelven llenos de desesperación y dolor.

Héctor hace un gesto y Aquiles acerca dos rebosantes copas a su antiguo enemigo y luego vuelve a bajar los escalones. Héctor alza las copas.

—¡Vientos del Oeste y el Norte —exclama con las copas alzadas—, ardiente Céfiro y Bóreas de fríos dedos, venid con fuerte ráfaga y encended la pira donde yace Paris de cuerpo presente, con todos los troyanos e incluso los honorables argivos llorando a su alrededor! ¡Ven, Bóreas, ven, Céfiro, ayudadnos a encender esta pira con vuestro aliento y os prometo espléndidas víctimas y generosas y rebosantes copas de libación!

—Esto es una locura —le susurra Helena a Andrómaca en el balcón superior—. Una locura. Nuestro amado Héctor invocando la ayuda de los dioses, a quienes combatimos, para que quemen el cadáver del dios que acaba de sacrificar.

Antes de que Andrómaca pueda responder, Casandra se ríe en voz alta entre las sombras, dirigiendo ceñudas miradas a Príamo y los ancianos que lo rodean.

Casandra ignora las miradas de reproche y le susurra a Helena y Andrómaca:

—Locura, sssí. Osssss dije que todo era locura. Es locura lo que Menelao planea, Helena: tu muerte, dentro de un instante, no menos sangrienta que la de Dionisos.

—¿De qué estás hablando, Casandra? —el susurro de Helena es áspero, pero se ha puesto muy pálida.

Casandra sonríe.

—Estoy hablando de tu muerte, mujer, dentro de unos minutos, pospuesta sólo por la negativa de un cadáver a arder.

—¿Menelao?

—Tu digno esposo —ríe Casandra—. Tu antiguo y digno esposo. El que no se pudre ahora como carbón en una pila de leña. ¿No oyes la respiración entrecortada de Menelao mientras se prepara para abatirte? ¿No hueles su sudor? ¿No escuchas los latidos de su oscuro corazón? Yo sí.

Andrómaca se aparta y da un paso hacia Casandra, dispuesta a conducirla al interior del templo, donde nadie pueda oírla ni verla.

Casandra vuelve a reírse y muestra una daga corta pero muy afilada que lleva en la mano.

—Tócame, perra, y te abriré como abriste a ese bebé esclavo que dijiste que era tu propio hijo.

—¡Silencio! —susurra Andrómaca. Sus ojos de pronto se llenan de furia.

Príamo y los otros ancianos se vuelven y fruncen de nuevo el ceño. Obviamente su senil semisordera no les ha permitido distinguir las palabras, pero el tono furioso, en susurros y siseos, debe resultarles inconfundible.

A Helena le tiemblan las manos.

—Casandra, tú misma me has dicho que todas tus predicciones de tantos años anunciando calamidades eran falsas. Troya aguanta, meses después de que predijeras su destrucción. Príamo está vivo, no muerto, en este mismo templo de Zeus como profetizaste. Aquiles y Héctor viven, cuando durante años dijiste que morirían antes de que cayera la ciudad. Ninguna de las mujeres ha sido arrastrada a la esclavitud como predijiste, ni tú a la casa de Agamenón (donde nos dijiste que Clitemnestra asesinaría al gran rey además de a ti y a tus hijos), ni Andrómaca a...

Casandra echa atrás la cabeza en un silencioso aullido. Bajo ellas, Héctor sigue ofreciendo sacrificios y vino con miel a los dioses de los vientos si encienden la pira de su hermano. De haberse inventado ya el teatro, a los espectadores el drama les parecería más bien una farsa.

—Todo eso se perdió —susurra Casandra, cruzándose el antebrazo con el filo de su daga. La sangre mana de su pálida carne y gotea sobre el mármol, pero no la mira. Sus ojos están fijos en Andrómaca y Helena—. El antiguo futuro ya no existe, hermanas. Los Hados nos han abandonado. Nuestro mundo y su futuro han dejado de existir, y otro ha cobrado vida, otro extraño kosmos. Pero la maldición de la segunda visión que me dio Apolo no me ha abandonado, hermanas. Menelao correrá hacia aquí dentro de unos segundos y hundirá su espada en tu hermoso pecho, Helena de Troya. —Escupe las últimas tres palabras con sarcasmo.

Helena agarra a Casandra por los hombros. Andrómaca logra quitarle el cuchillo. Juntas, las dos empujan a la joven entre las columnas y las sombras del interior del templo de Zeus. La joven clarividente se apretuja contra la balaustrada de mármol, mientras las otras dos mujeres mayores se alzan sobre ella como Furias.

Andrómaca acerca la hoja a la pálida garganta de Casandra.

—Hace años que somos amigas, Casandra —susurra la esposa de Héctor—, pero una palabra más, loca, y te cortaré la garganta como a un cerdo en el matadero.

Casandra sonríe.

Helena pone una mano sobre la muñeca de Andrómaca (aunque es difícil decir si para contenerla o para contribuir al asesinato) y la otra sobre el hombro de Casandra.

—¿Va a matarme Menelao? —susurra al oído de la atormentada vidente.

—Dos veces vendrá por ti hoy, y las dos veces se verá frustrado —susurra Casandra con voz átona. Sus ojos no enfocan a ninguna mujer. Su sonrisa es un rictus.

—¿Cuándo vendrá? ¿Y quién lo frustrará?

—Primero cuando la pira de Paris se encienda —dice Casandra, su tono tan plano y desinteresado como si recitara de un viejo libro infantil—. Y después cuando la pira de Paris se apague.

—¿Y quién lo frustrará? —repite Helena.

—Primero Menelao será detenido por la esposa de Paris —dice Casandra. Tiene los ojos en blanco—. Luego por Agamenón y por la que quiere ser la futura asesina de Aquiles, Pentesilea.

—¿La amazona Pentesilea? —dice Andrómaca, tan sorprendida que su voz resuena en el templo de Zeus—. Está a mil kilómetros de aquí, igual que Agamenón. ¿Cómo van llegar cuando se apague la pira funeraria de Paris?

—Calla —susurra Helena. A Casandra, cuyos párpados aletean, le dice—: Dices que la esposa de Paris impide que Menelao me asesine cuando se encienda la pira. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo?

Casandra se desploma en el suelo, exánime. Andrómaca guarda la daga en los pliegues de su túnica y abofetea varias veces a la joven, con fuerza. Casandra no despierta.

Helena da una patada al cuerpo caído.

—Que los dioses la maldigan. ¿Cómo voy a impedir que Menelao me asesine? Puede que falten minutos para...

Fuera del templo se alza el clamor de los troyanos y aqueos que abarrotan la plaza. Ambas mujeres oyen el chisporroteo y el rugido.

Los vientos han entrado obedientes por las puertas Esceas. La madera y la leña han capturado la chispa. La pira se enciende.

Capítulo 4

4

Menelao observaba cómo los vientos llegaban del oeste y sacudían las ascuas de la pira de Paris y las convertían primero en fluctuantes lenguas de fuego y luego en una ardiente hoguera. Héctor apenas tuvo tiempo de bajar corriendo los escalones y dar un salto antes de que toda la pira estallara en llamas.

«Ahora», pensó Menelao.

Las ordenadas filas de aqueos se habían roto al apartarse la multitud del calor del fuego y Menelao aprovechó la confusión para ocultar sus movimientos mientras dejaba atrás a sus compañeros argivos y atravesaba las filas de soldados troyanos que contemplaban las llamas. Se dirigió a la izquierda, al templo de Zeus y la escalinata. Menelao advirtió que el calor y las chispas del fuego (el viento soplaba hacia el templo) habían hecho que Príamo, Helena y los demás se apartaran del balcón y (lo más importante), lo mismo habían hecho los soldados de las escaleras, de modo que su camino estaba despejado.

«Es como si los dioses me estuvieran ayudando.»

Tal vez fuera así, se dijo Menelao. Había informes a diario de contactos entre argivos y troyanos y sus antiguos dioses. El hecho de que dioses y mortales estuvieran guerreando no significaba que los lazos y las viejas costumbres hubieran desaparecido por completo. Menelao conocía a docenas de iguales suyos que ofrecían en secreto sacrificios a los dioses por la noche, como habían hecho siempre, a pesar de que combatían a los dioses de día. ¿No había invocado el propio Héctor a los dioses de los vientos del Oeste y el Norte, a Céfiro y Bóreas para que le ayudaran a encender la pira de su hermano? ¿Y no habían aceptado los dioses, aunque los huesos y las tripas de Dionisos, el hijo del mismísimo Zeus, habían sido esparcidos sobre la misma pira como la carne inadecuada para el sacrificio que uno arroja a los perros?

«Es una época confusa para vivir.»

«Bueno —respondió la otra voz mental de Menelao, la voz cínica que no estaba dispuesta a matar a Helena—, no vivirás mucho tiempo, muchacho.»

Menelao se detuvo al pie de las escaleras y desenvainó la espada. Nadie se dio cuenta. Todos los ojos estaban clavados en la pira funeraria que ardía y chisporroteaba a varios metros de distancia. Cientos de soldados apartaron la mano de la espada para cubrirse los ojos y protegerse el rostro del calor de las llamas.

Menelao subió el primer escalón.

Una mujer, una de las vírgenes con velo que habían llevado el aceite y la miel a la pira, salió del pórtico del templo de Zeus a poco más de diez pies de Menelao y caminó directamente hacia las llamas. Todos los ojos se volvieron hacia ella y Menelao tuvo que detenerse en el último escalón y bajar la espada, ya que estaba de pie casi directamente detrás de ella y no quería llamar la atención.

La mujer se despojó del velo. La multitud de troyanos que había al otro lado del fuego, frente a Menelao, se quedó boquiabierta.

—¡Oenone! —exclamó una mujer desde el balcón.

Menelao miró hacia arriba. Príamo, Helena, Andrómaca y algunos otros habían vuelto al balcón al oír los gritos y jadeos de la multitud. No había sido Helena la que había hablado, sino una de las esclavas.

«¿Oenone?» El nombre le resultaba a Menelao vagamente familiar, un recuerdo anterior a los diez últimos años de guerra, pero no podía situarlo. Sus pensamientos estaban centrados en el próximo medio minuto. Helena se hallaba en el extremo de aquellos quince escalones, sin ningún hombre que se interpusiera entre ambos.

—¡Soy Oenone, la verdadera esposa de Paris! —gritó la mujer. Su voz fue apenas audible a pesar de lo cerca que estaba, debido a la furia del viento y al feroz chisporroteo del fuego.

«¿La verdadera esposa de Paris?» Desconcertado, Menelao vaciló. Había más troyanos que salían del templo y los callejones adyacentes para contemplar el espectáculo. Varios hombres subieron las escaleras hasta situarse junto a Menelao e incluso más arriba. El pelirrojo argivo recordó entonces lo que se comentaba en Esparta después del secuestro de Helena: que Paris estaba casado con una mujer de aspecto sencillo (diez años mayor que él el día de su boda) a la que había repudiado cuando los dioses lo ayudaron a secuestrar a Helena. «Oenone».

—Febo Apolo no mató al hijo de Príamo, Paris —gritó la mujer llamada Oenone—. ¡Yo lo hice!

Hubo gritos, incluso se dijeron obscenidades. Algunos guerreros troyanos avanzaron dispuestos a agarrar a aquella loca, pero sus camaradas los refrenaron. La mayoría quería oír lo que la perra tenía que decir.

Menelao vio a Héctor a través de las llamas. Incluso el más grande héroe de Ilión carecía de poder para interceder aquí, ya que el cadáver ardiente de su hermano se interponía entre él y la mujer de mediana edad.

Oenone estaba tan cerca de las llamas que sus ropas humeaban. Parecía mojada, como si se hubiera rociado de agua en preparación de esta acción. Sus grandes pechos caídos se transparentaban bajo la túnica empapada.

—¡Paris no murió debido a las llamas surgidas de las manos de Febo Apolo! —gritó la arpía—. Cuando mi marido y los dioses desaparecieron de la vista en Tiempo Lento hace diez días, intercambiaron flechazos: fue un duelo de arqueros, tal como Paris había planeado. Hombre y dios fallaron su objetivo. ¡Fue un mortal, el cobarde Filoctetes, quien disparó la flecha fatal que condenó a mi esposo!

Oenone señaló al grupo de aqueos entre los que el viejo Filoctetes se encontraba, cerca de Áyax el Grande.

—¡Mentira! —gritó el arquero, que había sido rescatado hacía poco de su isla de exilio y enfermedad por Odiseo, meses después de que comenzara la guerra con los dioses.

Oenone lo ignoró y dio un paso más hacia las llamas. La piel de sus brazos desnudos y su rostro enrojecieron por el calor. El vapor de su vestimenta se volvió denso como niebla a su alrededor.

—¡Cuando Apolo TCeó al Olimpo lleno de frustración, fue el cobarde argivo Filoctetes, por antiguos resentimientos, quien disparó su flecha envenenada contra la ingle de mi esposo!

—¿Cómo puedes saber eso, mujer? Ninguno de nosotros siguió al hijo de Príamo y a Apolo al Tiempo Lento. ¡Ninguno de nosotros vio la batalla! —gritó Aquiles, su voz un centenar de veces más clara que la de la viuda.

—Cuando Apolo vio la traición, TCeó a mi esposo a las faldas del monte Ida, donde yo llevo viviendo en el exilio desde hace más de una década... —continuó Oenone.

Hubo unos cuantos gritos, pero en su mayor parte los que llenaban la gigantesca plaza de la ciudad, los miles de guerreros troyanos, y quienes estaban en las murallas y los terrados de las casas, guardaron silencio. Todos esperaban.

—Paris me suplicó que lo acogiera.... —gritó la llorosa mujer, su pelo húmedo desprendiendo ahora tanto vapor como sus ropas. Incluso sus lágrimas parecían evaporarse—. Se moría por el veneno griego, sus pelotas y su amado miembro y su bajo vientre negros ya, pero me suplicó que lo curara.

—¿Como podría una mera arpía curarlo de un veneno mortal? —gritó Héctor, hablando por primera vez, y su voz resonó a través de las llamas como la de un dios.

—Un oráculo le había dicho a mi esposo que sólo yo podría curarlo de una herida mortal —replicó Oenone, su voz débil o derrotada por el calor y el rugido. Menelao oyó sus palabras, pero dudaba que en la plaza pudieran hacerlo.

—En su agonía, me imploró que aplicara bálsamo a su herida envenenada —gritó la mujer—. «No me odies, te dejé sólo porque los Hados me ordenaron que fuera con Helena. Ojalá hubiera muerto antes de traer a esa perra al palacio de Príamo. Te imploro, Oenone, por el amor que nos tuvimos y por los votos que una vez compartimos, que me perdones y me sanes ahora», me suplicó Paris.

Menelao la vio dar un par de pasos más hacia la pira, hasta que las llamas bailaron a su alrededor, ennegreciendo sus tobillos y haciendo que sus sandalias se encogieran.

—¡Me negué! —gritó ella, la voz ronca pero de nuevo fuerte—. Y murió. Mi único amor y mi único amante y mi único marido murió. Con horribles dolores, gritando obscenidades. Mis criadas y yo tratamos de quemar su cuerpo para darle a mi pobre marido condenado por los Hados la pira funeraria de héroe que se merecía, pero los árboles eran fuertes y difíciles de cortar y nosotras éramos mujeres, y débiles, y no conseguí hacer ni siquiera esta simple tarea. Cuando Febo Apolo vio lo pobremente que habíamos honrado los restos de Paris, se apiadó de su enemigo caído por segunda vez, TCeó su cuerpo profanado de vuelta al campo de batalla y dejó que el cadáver calcinado cayera de Tiempo Lento como si hubiera ardido en el combate.

»Lamento no haberlo curado. Lo lamento todo. —Oenone se volvió a mirar al balcón, pero parecía dudoso que pudiese ver a la gente con claridad a través de la bruma de calor y humo y dolor de sus ojos ardientes—. Pero al menos esa perra de Helena nunca volvió a verlo vivo.

Las filas de troyanos empezaron a murmurar hasta que el sonido se convirtió en un rugido.

Demasiado tarde, una docena de guardias troyanos corrieron hacia Oenone para retenerla e interrogarla.

Ella subió a la pira.

Primero su pelo estalló en llamas y luego su vestido. Increíble, imposiblemente, siguió escalando por la montaña de madera mientras su carne ardía y se ennegrecía y se desgajaba como pergamino calcinado. Sólo en los últimos segundos antes de caer se rebulló visiblemente en agonía. Pero sus gritos llenaron la plaza durante lo que parecieron minutos, aturdiendo a la multitud y silenciándola.

Cuando los troyanos volvieron a hablar, el suyo fue un grito para exigir que la guardia de honor de aqueos entregara a Filoctetes.

Furioso, confuso, Menelao contempló la escalinata. La guardia real de Príamo había rodeado a todos cuantos ocupaban el balcón. El camino hacia Helena quedaba bloqueado por una muralla de escudos troyanos y un bosque de lanzas.

Menelao bajó de su escalón y cruzó corriendo el espacio despejado junto a la pira. El calor le golpeó el rostro como un puño y se dio cuenta de que sus cejas empezaban a chamuscarse. En cuestión de segundos se unió a las filas de sus camaradas argivos, con la espada desenfundada. Áyax, Diomedes, Odiseo, Teucro y los demás habían formado su propio círculo alrededor de Filoctetes, también con las armas alzadas y dispuestas.

La abrumadora masa de troyanos que los rodeaba alzó sus escudos, aprestó sus lanzas y avanzó hacia las dos docenas de griegos condenados.

De repente el rugido de la voz de Héctor los inmovilizó a todos.

—¡Alto! ¡Lo prohíbo! Las locuras de Oenone, si es que esa mujer que se ha matado hoy era Oenone, pues no la he reconocido, no significan nada. ¡Estaba loca! Mi hermano murió en mortal combate con Febo Apolo.

Los furiosos troyanos no parecían convencidos. Las puntas de las lanzas y las espadas continuaron prestas y ansiosas. Menelao miró a su grupo de condenados y advirtió que, aunque Odiseo fruncía el ceño y Filoctetes se acobardaba, Áyax el Grande sonreía como si anticipara la masacre inminente que pondría fin a su vida.

Héctor se abrió paso y se interpuso entre las lanzas troyanas y el círculo de griegos. Seguía sin llevar armadura ni armas, pero de repente pareció el guerrero más formidable del campo.

—Estos hombres son nuestros aliados y mis huéspedes de honor en el funeral de mi hermano —gritó Héctor—. No los dañaréis. Todo aquel que desafíe mi orden morirá por mi mano. ¡Lo juro por los huesos de mi hermano!

Aquiles se bajó de la plataforma y alzó el escudo. Todavía iba vestido con su mejor armadura y armado. No dijo nada y no hizo ningún movimiento, pero todos los troyanos de la ciudad fueron conscientes de su presencia.

Los cientos de troyanos miraron a su líder, examinaron a Aquiles, contemplaron por última vez la pira funeraria donde el cadáver de la mujer había sido consumido por las llamas, y renunciaron. Menelao pudo sentir el espíritu de lucha huyendo de la multitud que los rodeaba, pudo ver la confusión en los curtidos rostros troyanos.

Odiseo condujo a los aqueos hacia las puertas Esceas. Menelao y los otros hombres bajaron sus espadas pero no las envainaron. Los troyanos les dejaron paso como un mar reacio pero aún hambriento de cadáveres.

—Por los dioses... —susurró Filoctetes desde el centro de su círculo mientras atravesaban las puertas y dejaban atrás más filas de troyanos—. Os juro que...

—Cierra el pico, viejo —dijo el poderoso Diomedes—. Si dices una palabra más antes de que lleguemos a las negras naves, te mataré yo mismo.

Más allá de las filas aqueas, tras las trincheras defensivas y bajo los campos de fuerza moravec, la confusión se extendía por toda la costa, aunque en los campamentos no podían haberse enterado del desastre que había estado a punto de producirse en la ciudad de Troya. Menelao se apartó de los demás y corrió a la playa.

—¡El rey ha vuelto! —gritó un lancero, que siguió corriendo e hizo sonar con fuerza un cuerno de concha—. El comandante ha regresado.

«No puede ser Agamenón —pensó Menelao—. No volverá al menos hasta dentro de un mes. Quizá dos.»

Pero era su hermano quien estaba en la proa de las más alta de las treinta naves negras que componían su flota. Su armadura dorada resplandecía mientras los remeros conducían el largo y fino navío hacia la playa.

Menelao se internó en el agua hasta que le cubrió las grebas de bronce que protegían sus espinillas.

—¡Hermano! —exclamó, agitando los brazos sobre la cabeza como un niño—. ¿Qué noticias hay de casa? ¿Dónde están los nuevos guerreros con los que juraste regresar?

Todavía a quince o veinte metros de la orilla, con el agua salpicando alrededor de la proa de su negro barco mientras remontaba la marea, Agamenón se cubrió los ojos como si el sol de la tarde lo deslumbrara y respondió:

—¡Desaparecidos, hermano! ¡Todos desaparecidos!

Capítulo 5

5

El cadáver se consumirá toda la noche.

Thomas Hockenberry, licenciado en lengua inglesa por la facultad Wabash, doctorado por Yale en estudios clásicos, antiguo miembro de la Universidad de Indiana (en realidad, jefe del Departamento de Lenguas Clásicas hasta que murió de cáncer en el año 2006 d. C.) y, más recientemente, nueve de los nueve años y ocho meses transcurridos desde su resurrección, escólico homérico para los dioses del Olimpo, uno de cuyos deberes era informar diaria y verbalmente a su musa, Melete de nombre, acerca de los acontecimientos de la guerra de Troya y ver cómo seguían o divergían de la Ilíada de Homero (los dioses, parece, son tan incultos como niños de tres años), deja atrás la plaza de la ciudad y la ardiente pira de Paris poco antes del anochecer y sube a la segunda torre más alta de Troya, dañada y peligrosa, para comer su pan, su queso y su vino en paz. En opinión de Hockenberry, ha sido un día largo y extraño.

La torre que suele elegir para retirarse está más cerca de las puertas Esceas que del centro de la ciudad, junto al palacio de Príamo pero no en la vía principal, así que la mayor parte de los almacenes de su base están vacíos. Oficialmente, la torre (una de las más altas de Ilión antes de la guerra, de casi catorce pisos de altura según considerarían en el siglo XX y en forma de junco reventón o de minarete, con una hinchazón bulbosa cerca de su cima) está cerrada al público. Una bomba de los dioses destruyó los tres pisos superiores y segó en diagonal la protuberancia, dejando las pequeñas habitaciones de la parte superior al aire libre, en las primeras semanas de la guerra actual. En el hueco principal de la torre hay alarmantes grietas y la estrecha escalera en espiral está cubierta de cascotes, argamasa y pedruscos. Hockenberry tardó horas en abrirse paso hasta la protuberancia del undécimo piso durante su primera incursión, hace dos meses. Los moravecs, siguiendo órdenes de Héctor, han colocado cinta plástica naranja en las entradas que advierten a la gente con gráficos pictogramas del peligro que corren si entran (la torre misma podría desplomarse en cualquier momento según las imágenes más alarmantes), y ordenan con otros símbolos que se mantengan apartados so pena de incurrir en la ira del rey Príamo.

Los saqueadores vaciaron el lugar a las setenta y dos horas de su destrucción y después los lugareños se mantuvieron alejados de la torre. ¿Qué sentido tiene un edificio vacío? Ahora Hockenberry se escabulle entre las tiras de cinta, enciende la linterna y comienza su largo ascenso sin que le preocupe mucho que lo arresten o le roben o lo interrumpan. Va armado con un cuchillo y una espada corta. Además, es bien conocido: Thomas Hockenberry, hijo de Duane, amigo ocasional (bueno, amigo no, pero interlocutor al menos) tanto de Aquiles como de Héctor, por no mencionar que es una figura pública con algo más que una relación casual con moravecs y rocavecs, así que hay muy pocos griegos o troyanos que estén dispuestos a hacerle daño sin pensárselo dos veces.

Pero los dioses... bueno, eso es otro cantar.

Hockenberry jadea al llegar al tercer piso, resopla y se detiene a recuperar el aliento en el décimo y hace los mismos ruidos que el Packard de 1947 de su padre cuando llega al destrozado undécimo. Ha pasado más de nueve años observando a estos semidioses humanos (griegos y troyanos por igual) guerrear y celebrar y amar y copular como modelos musculosos de anuncio del mejor gimnasio del mundo, por no mencionar a los dioses, masculinos y femeninos, que son anuncios ambulantes del mejor gimnasio del universo; pero Thomas Hockenberry, catedrático, nunca ha encontrado tiempo para ponerse en forma. «Típico», piensa.

La escalera continúa su ascenso por el centro del edificio circular. No hay puertas y, algunas noches, la luz llega al pozo central a través de las ventanas de las diminutas habitaciones en forma de porción de tarta que hay a cada lado, pero la ascensión sigue siendo a oscuras. Hockenberry usa la linterna para asegurarse de que las escaleras están en su lugar y de que no han caído más escombros. Al menos no hay pintadas en las paredes... una de las muchas bendiciones de una población completamente analfabeta.

Como siempre, cuando llega a su pequeño refugio en el actual piso superior, despejado hace tiempo por él mismo de escombros y polvo de escayola, pero abierto a la lluvia y el viento, Hockenberry decide que la escalada ha merecido la pena.

Se sienta en su bloque de piedra favorito, se quita la mochila, aparta la linterna que le prestó hace meses uno de los moravecs y saca su paquetito de pan fresco y queso seco. También saca su odre de vino. Sentado aquí, sintiendo la brisa de la noche llegar desde el mar para agitar su nueva barba y su largo cabello, mientras corta ociosamente trozos de queso y pan con su cuchillo de combate, Hockenberry contempla el panorama y deja que la tensión del día lo abandone.

La vista es buena, abarca casi trescientos grados, bloqueada sólo por un fragmento de muro que queda tras él; permite a Hockenberry ver la mayor parte de la ciudad a sus pies. La pira funeraria de Paris, apenas a unas cuantas manzanas al este, parece estar casi debajo desde tanta altura, y las murallas de la ciudad a su alrededor, con las antorchas y las hogueras recién encendidas, y el campamento aqueo extendiéndose al norte y al sur por la costa a lo largo de kilómetros. Las luces de cientos y cientos de fuegos le recuerdan a Hockenberry un panorama que una vez vio desde un avión que descendía sobre Lake Shore Drive, en Chicago, después de oscurecer: la línea de edificios del lago enjoyada con su cambiante collar de luces e incontables apartamentos encendidos. Y ahora, apenas visible sobre el mar color vino, se ven las naves negras que acaban de regresar con Agamenón y que flotan ancladas en vez de haber sido arrastradas a la orilla. El campamento de Agamenón (vacío durante el último mes y medio) está animado por las hogueras y lleno de movimiento esta noche.

Los cielos no están vacíos. Al noreste, el último de los agujeros de envoltura espacial, los agujeros de gusano o como se llamen (la gente llama desde hace seis meses el Agujero al que queda) abre un círculo en el cielo troyano que conecta las llanuras de Ilión con el océano de Marte. El suelo marrón de Asia Menor lleva directamente al polvo rojo marciano sin que haya siquiera una grieta en la tierra para separarlos a ambos. Es un poco más pronto en Marte y un crepúsculo rojo todavía remolonea allí, recortando el Agujero contra el cielo terrestre, más oscuro.

Las luces de navegación parpadean rojas y verdes en una docena de moscardones moravec que realizan patrullas nocturnas sobre el Agujero y la ciudad, revoloteando sobre el mar y yendo hasta las sombras entrevistas de los picos boscosos del monte Ida, al este.

Aunque el sol acaba de ponerse (temprano en esta noche de invierno), las calles de Troya están abiertas para los negocios. Los últimos comerciantes del mercado cercano al palacio de Príamo han recogido sus tenderetes y retiran la mercancía en carros (Hockenberry oye el chirrido de las ruedas de madera incluso desde esta altura), pero las calles cercanas, llenas de burdeles y posadas y casas de baños y más burdeles, cobran vida, llenándose de formas fluctuantes y nerviosas antorchas. Como es costumbre, en cada cruce importante de la ciudad y cada esquina y cada ángulo de las anchas murallas que la rodean se encienden cada atardecer enormes braseros de bronce donde arden hogueras de aceite o de madera toda la noche; eso precisamente hacen ahora mismo los vigilantes. Hockenberry distingue formas oscuras acercándose para calentarse alrededor de cada una de estas hogueras.

En todas menos en una. En la plaza principal de Ilión, la pira funeraria de Paris destaca sobre los demás fuegos de la ciudad y de sus alrededores, pero sólo una forma oscura se acerca a su calor: Héctor, que clama, llorando, llamando a sus soldados y criados y esclavos para que traigan más madera a las aullantes llamas mientras él usa una gran copa de doble asa para servirse vino de un cuenco dorado. Constantemente lo derrama en el suelo, cerca de la pira, hasta que la tierra queda tan empapada que parece rezumar sangre.

Hockenberry acaba de terminar su cena cuando oye pasos en la escalera de caracol.

De repente el corazón se le acelera y saborea el miedo. Alguien lo ha seguido, de eso no cabe duda. Las pisadas en los escalones son muy livianas, como si la persona que sube las escaleras intentara hacerlo disimuladamente.

«Tal vez es una mujer que viene a saquear», piensa Hockenberry, pero la esperanza pronto se esfuma: oye un leve eco metálico en la escalera, como el roce de una armadura de bronce. Además, sabe que las mujeres de Troya pueden ser más mortíferas que la mayoría de los hombres que ha conocido en su mundo de los siglos XX y XXI.

Hockenberry se levanta lo más silenciosamente que puede, aparta el odre de vino, el pan y el queso, envaina el cuchillo, extrae cuidadosamente la espada y retrocede un paso hacia la única pared que queda. El viento se alza y agita su capa roja mientras oculta la espada entre sus pliegues.

«Mi medallón TC. —Con la mano izquierda toca el pequeño aparato de teletransporte cuántico que cuelga sobre su pecho, bajo la túnica—. ¿Cómo es posible que haya pensado que no llevaba encima nada de valor? Aunque ya no pueda seguir usándolo sin ser detectado y perseguido por los dioses, es único. Su valor es incalculable.» Hockenberry saca la linterna y la sujeta extendida, como solía hacer cuando apuntaba con su bastón táser cuando tenía. Desea tener uno ahora.

Se le ocurre que podría ser un dios quien sube los últimos tramos de escaleras. Es sabido que los amos del Olimpo son capaces de colarse en Ilión disfrazados de mortales. Los dioses tienen buenos motivos para matarlo y recuperar su medallón TC.

La figura sube los últimos peldaños y sale al descubierto. Hockenberry enciende la linterna y la enfoca con el haz.

Es una figura pequeña y sólo vagamente humanoide: tiene las rodillas y los brazos articulados al revés, manos intercambiables y no tiene cara. Apenas levanta un metro del suelo, recubierto de plástico oscuro y metal gris, rojo y negro.

—Mahnmut —dice Hockenberry aliviado. Aparta el foco de luz de la placa visora del pequeño moravec de Europa.

—¿Llevas una espada bajo esa capa —pregunta Mahnmut en inglés—, o es que te alegras de verme?

Es costumbre de Hockenberry llevar yesca en la mochila para encender una pequeña hoguera cuando está aquí arriba. En los últimos meses el combustible ha sido a menudo boñiga seca de vaca, pero esta noche ha traído bastantes leños de dulce aroma traídos por los leñadores que proporcionaron la madera para la pira de Paris, que se venden por todas partes en el mercado negro. Hockenberry ha encendido un fueguecito y Mahnmut y él se sientan en bloques de piedra junto a él, uno frente al otro. El viento es frío y Hockenberry, al menos, se alegra de contar con una fogata.

—Hace unos cuantos días que no te veía —le dice al pequeño moravec. Hockenberry advierte cómo las llamas se reflejan en la brillante placa de plástico del visor de Mahnmut.

—He estado en Fobos.

Hockenberry tarda unos segundos en recordar que Fobos es una de las lunas de Marte. La más cercana, cree. O tal vez la más pequeña. En cualquier caso, una luna. Vuelve la cabeza para ver el enorme Agujero, situado a unos cuantos kilómetros al noreste de Troya: ya es también de noche en Marte; el disco del Agujero apenas destaca contra el cielo nocturno, y eso debido sólo a que las estrellas son levemente distintas allí, más brillantes, o están más apretujadas, o tal vez ambas cosas. Ninguna de las lunas marcianas es visible.

—¿Ha sucedido algo interesante mientras he estado fuera? —pregunta Mahnmut.

A Hockenberry la pregunta le da risa. Le cuenta al moravec los ritos funerarios de la mañana y la autoinmolación de Oenone.

—Qué mogollón —dice Mahnmut.

El ex escólico supone que el moravec usa deliberadamente frases hechas que considera específicas de la época en que Hockenberry vivió en la tierra. A veces, acierta; a veces, como ésta, es un desastre.

—No recuerdo de la Ilíada que Paris tuviera una esposa anterior —continúa Mahnmut.

—No creo que se mencione en la Ilíada. —Hockenberry trata de recordar si alguna vez ha enseñado ese dato. Cree que no.

—Debe de haber sido muy dramático.

—Sí —dice Hockenberry—, pero sus acusaciones de que Filoctetes fue quien realmente mató a Paris fueron todavía más dramáticas.

—¿Filoctetes? —Mahnmut ladea la cabeza de un modo que a Hockenberry se le antoja casi canino. Por algún motivo, ha llegado a asociar ese movimiento con la idea de que Mahnmut está accediendo a sus bancos de memoria—. ¿De la obra de Sófocles? —pregunta Mahnmut después de un segundo.

—Sí. Era el comandante original de los tesalios de Metone.

—No me suena de la Ilíada —dice Mahnmut—. Y no creo haberlo visto nunca tampoco.

Hockenberry niega con la cabeza.

—Agamenón y Odiseo lo dejaron en la isla de Lemnos hace años, cuando venían de camino hacia aquí.

—¿Y por qué hicieron eso? —La voz de Mahnmut, tan humana, parece interesada.

—Porque olía mal, principalmente.

—¿Olía mal? La mayoría de estos héroes humanos huelen mal.

Hockenberry se queda desconcertado. Recuerda que pensó lo mismo hace diez años, cuando empezó su trabajo como escólico, poco después de su resurrección en el Olimpo. Pero había dejado de advertir el tufo desde hacía seis meses más o menos. ¿Huele también él mal?, se pregunta.

—Filoctetes olía especialmente mal a causa de una llaga supurante.

—¿Una llaga?

—Lo mordió una serpiente venenosa cuando... bueno, es una larga historia. El habitual robo a los dioses. Pero el pie y la pierna de Filoctetes se pusieron tan mal que empezaron a supurar, apestaban y el arquero gritaba y se desmayaba cada tanto. Todo esto fue mientras venían en barco camino de Troya, hace diez años, recuerda. Así que al final Agamenón, siguiendo el consejo de Odiseo, desembarcó a Filoctetes en la isla de Lemnos y lo dejó allí literalmente para que se pudriera.

—Pero ¿sobrevivió?

—Obviamente. Probablemente los dioses lo mantuvieron vivo por algún motivo, pero sufrió una constante agonía por culpa de ese pie y esa pierna podridos.

Mahnmut vuelve a ladear la cabeza.

—Muy bien... Ahora estoy recordando la obra de Sófocles. Odiseo fue por él cuando el augur Heleno dijo a los griegos que no tomarían Troya sin el arco de Filoctetes, que le había sido entregado por... ¿quién? Heracles. Hércules.

—Sí, heredó el arco —dice Hockenberry.

—No recuerdo que Odiseo haya ido a traerlo, en la vida real, quiero decir, en estos últimos ocho meses.

Hockenberry niega de nuevo.

—Lo han hecho en secreto. Odiseo estuvo fuera unas tres semanas y nadie le dio mucha importancia. Cuando regresó, fue una especie de... bueno, me encontré a Filoctetes cuando volvía de comprar vino.

—En la obra de Sófocles, Neptolemo, el hijo de Aquiles, era una figura central —dice Mahnmut—. Pero nunca conoció a su padre en vida de Aquiles. No me digas que está aquí también.

—No que yo sepa. Sólo Filoctetes. Y su arco.

—Y ahora Oenone lo ha acusado de haber sido él y no Apolo quien mató a Paris.

—Ajá.

Hockenberry arroja unos cuantos palos más al fuego. Las pavesas giran con el viento y se elevan hacia las estrellas. La negrura de las nubes en movimiento se extiende sobre el mar. Hockenberry supone que lloverá antes del amanecer. Algunas noches duerme aquí arriba, usando su mochila como almohada y su capa como manta, pero esta noche no lo hará.

—Pero ¿cómo pudo Filoctetes entrar en Tiempo Lento? —pregunta Mahnmut. El moravec se levanta y camina en la oscuridad hacia el borde roto de la plataforma: evidentemente, no tiene miedo de los treinta metros de caída—. La nanotecnología que permite ese cambio sólo le fue inyectada a Paris antes de ese combate singular, ¿no es así?

—Tú debes saberlo —contesta Hockenberry—. Los moravecs sois quienes inyectaron a Paris esas nanocosas para que pudiera combatir al dios.

Mahnmut regresa junto al fuego pero permanece de pie. Extiende las manos como para calentarlas sobre las llamas. Tal vez se las esté calentando en efecto, piensa Hockenberry. Sabe que los moravecs tienen partes orgánicas.

—Algunos de los otros héroes, Diomedes, por ejemplo, aún tienen nanogrupos de Tiempo Lento en sus sistemas, de cuando Atenea o algún otro dios se los inoculó —dice Mahnmut—. Pero tienes razón, Paris los incorporó a su organismo hace diez días para el combate singular con Apolo.

—Y Filoctetes no ha estado aquí en estos diez años —responde Hockenberry—. Así que lo único que tiene sentido es que uno de los dioses lo haya acelerado con nanomemes de Tiempo Lento. Y se trata de una aceleración, no de un enlentecimiento del tiempo, ¿no?

—Así es —dice el moravec—. «Tiempo Lento» es un término equívoco. Al viajero del Tiempo Lento le parece que el tiempo se ha detenido, que todo y todos están petrificados en ámbar, pero en realidad, el cuerpo se mueve de una forma hiperrápida, reacciona en milisegundos.

—¿Por qué no arde esa persona? —pregunta Hockenberry. Podría haber seguido a Apolo y Paris en Tiempo Lento para observar la batalla; de hecho, si hubiera estado allí aquel día, lo habría hecho. Los dioses habían llenado su sangre y sus huesos de nanomemes para ese único propósito, y muchas veces había entrado en Tiempo Lento para ver a los dioses preparar a uno de sus héroes aqueos o troyanos para el combate—. Debido a la fricción —añadió—. Con el aire o lo que sea... —Se interrumpió mansamente. La ciencia no era su fuerte.

Pero Mahnmut asintió como si el escólico hubiera dicho algo inteligente.

—El cuerpo acelerado en Tiempo Lento ardería incluso por el calor interno si los nanogrupos preparados no impidieran también eso. Es parte del campo de fuerza nanogenerado por el cuerpo.

—¿Como Aquiles?

—Sí.

—¿Podría Paris haber ardido por eso? —pregunta Hockenberry—. ¿Por una especie de fallo nanotecnológico?

—Es muy improbable —dice Mahnmut, y se sienta en el bloque de piedra más pequeño—. Pero ¿por qué querría Filoctetes matar a Paris? ¿Qué motivo tendría?

Hockenberry se encoge de hombros.

—En los relatos de Troya que no pertenecen a la Ilíada ni son de Homero es Filoctetes quien mata a Paris. Con su arco y una flecha envenenada. Tal como describió Oenone. Homero incluso llega a decir que hay que traer a Filoctetes para que se cumpla la profecía de que Ilión caerá sólo cuando él se una a la lucha... en el canto segundo, creo.

—Pero los troyanos y los griegos son aliados, ahora.

Hockenberry no puede evitar sonreír.

—A duras penas. Sabes tan bien como yo que hay conspiraciones y rebeliones incipientes cociéndose en ambos campos. Nadie aparte de Héctor y Aquiles está contento con esta guerra contra los dioses. Es cuestión de tiempo que estalle otra rebelión.

—Pero Héctor y Aquiles forman un dúo imbatible. Y tienen a miles de troyanos y aqueos que les son leales.

—Hasta ahora —dice Hockenberry—. Pero tal vez los dioses hayan estado interviniendo.

—¿Ayudando a Filoctetes a entrar en Tiempo Lento? —dice Mahnmut—. Pero ¿por qué? La cuchilla de Occam sugiere que, si quisieran muerto a Paris, podrían haber dejado que Apolo lo matara, tal como todo el mundo suponía que había hecho hasta hoy. Hasta la acusación de Oenone. ¿Por qué hacer que un griego lo asesine...? —Se detiene y murmura—: Ah, sí.

—Eso es —dice Hockenberry—. Los dioses quieren acelerar el próximo motín, quitar de en medio a Héctor y Aquiles, romper esta alianza y hacer que griegos y troyanos vuelvan a matarse entre sí.

—De ahí el veneno —dice el moravec—. Para que Paris pudiera vivir lo suficiente para contarle a su esposa, su primera esposa, quién lo mató realmente. Ahora los troyanos querrán venganza e incluso los griegos leales a Aquiles estarán dispuestos a pelear para defenderse. Astuto. ¿Ha sucedido hoy algo más de interés comparable?

—Agamenón ha regresado.

—No jodas.

«Tengo que hablar con él respecto a su vocabulario —piensa Hockenberry—. Me parece estar hablando con uno de mis alumnos de la universidad.»

—Sí, eso es, no jodo —dice Hockenberry—. Ha vuelto de su viaje a casa un mes o dos antes de lo previsto, y trae algunas noticias realmente sorprendentes.

Mahnmut se inclina hacia delante, expectante. O al menos Hockenberry interpreta el lenguaje corporal del pequeño cyborg humanoide como expectación. La suave cara de plástico y metal no muestra más que los reflejos de la hoguera.

Hockenberry se aclara la garganta.

—La gente de casa ya no está —dice—. Han desaparecido. —Hockenberry había esperado una exclamación de sorpresa, pero el pequeño moravec espera en silencio—. Todos han desaparecido —continúa Hockenberry—. No sólo en Micenas, adonde regresó Agamenón... no sólo su esposa Clitemnestra y su hijo Orestes y todo el resto de ese reparto, sino todo el mundo. Las ciudades están vacías. La comida sin comer en las mesas. Los caballos pasan hambre en los establos. Los perros aúllan en hogares vacíos. Las vacas están sin ordeñar en los pastos. Las ovejas sin esquilar. Por todas partes donde Agamenón y sus barcos han recalado, en el Peloponeso y más allá... Lacedemonia, el reino de Menelao, vacío. La Ítaca de Odiseo... vacía.

—Sí —dice Mahnmut.

—Espera un momento. No te sorprende lo más mínimo. Lo sabías. Los moravecs sabíais que las ciudades y reinos griegos estaban vacíos. ¿Cómo?

—¿Quieres decir que cómo lo sabíamos? Sencillo. Hemos estado observando esos lugares desde la órbita terrestre desde que llegamos. Enviando sondas remotas para registrar datos. Hay mucho que aprender aquí en la Tierra tres mil años anterior a tu época... tres mil años antes de los siglos XX y XIX, quiero decir.

Hockenberry se sorprende. Nunca se le había ocurrido que los moravecs estuvieran prestando atención a otra cosa que no fuera Troya, los campos de batalla adyacentes, el Agujero conector, Marte, el monte Olimpo, los dioses, tal vez una luna marciana o dos... Jesús, ¿no era suficiente?

—¿Cuándo... desaparecieron? —consigue preguntar por fin Hockenberry—. Agamenón le cuenta a todo el mundo que alguna comida que encontró a la mesa todavía estaba fresca y podía comerse.

—Supongo que eso depende de tu definición de «fresca» —dice Mahnmut—. Según nuestras observaciones, la gente desapareció hace unas cuatro semanas y media. Justo cuando la pequeña flota de Agamenón se acercaba al Peloponeso.

—Jesucristo —susurra Hockenberry.

—Sí.

—¿Los visteis desaparecer? ¿Con vuestras cámaras satélite, vuestras sondas o lo que sea?

—En realidad no. Un instante estaban allí y al instante siguiente ya no estaban. Sucedió a eso de las dos de la madrugada, hora griega, así que no hubo mucho movimiento que registrar... en las ciudades griegas, me refiero.

—Las ciudades griegas... —repite aturdido Hockenberry—. ¿Quieres decir... que hay... que otra gente ha desaparecido también? En... digamos... ¿China?

—Sí.

El viento gira de pronto y esparce chispas en todas direcciones. Hockenberry se cubre la cara con las manos durante la tormenta de pavesas y luego las aparta de su capa y su túnica. Cuando el viento remite, echa al fuego sus últimos trozos de madera.

Aparte de a Troya y al Olimpo (que, según descubrió hace ocho meses, no está en la Tierra), Hockenberry sólo ha viajado a otro lugar en esta Tierra del pasado: a la Indiana prehistórica, donde dejó al otro único escólico superviviente, Keith Nightenhelser, para que los indios lo mantuvieran a salvo cuando la Musa inició su sangrienta matanza. Ahora, sin pretenderlo conscientemente, Hockenberry toca el medallón TC que lleva debajo de la camisa. «Necesito comprobar cómo está Nightenhelser.»

Como si le leyera la mente, el moravec dice:

—Todos los demás han desaparecido... todo el mundo que estuviera más allá de un radio de quinientos kilómetros de Troya. Africanos. Indios de Norteamérica. Indios de Suramérica. Los chinos y los aborígenes de Australia. Los hunos del norte de Europa y los daneses y los futuros vikingos. Los protomongoles. Todo el mundo. Todos los demás seres humanos del planeta, calculamos que había unos veintidós millones, han desaparecido.

—Eso no es posible —dice Hockenberry.

—No. Eso cabría pensar.

—¿Qué clase de poder...?

—Divino.

—Pero desde luego no estos dioses del Olimpo. Ellos sólo son... sólo...

—¿Humanoides más poderosos? —dice Mahnmut—. Sí, es lo que pensamos. Hay otras energías en danza aquí.

—¿Dios? —susurra Hockenberry, educado en una estricta familia baptista de Indiana antes de cambiar la fe por la educación.

—Bueno, tal vez —responde el moravec—, pero si es así, vive en o alrededor del planeta Tierra. Enormes cantidades de energía cuántica fueron liberadas de la Tierra o de cerca de la órbita de la Tierra en el mismo momento en que desaparecieron la esposa y los hijos de Agamenón.

—¿La energía procedía de la Tierra? —repite Hockenberry. Contempla la noche, la pira funeraria de abajo, la vida nocturna de la ciudad animándose en las calles, las distantes hogueras de los aqueos y las más distantes estrellas—. ¿De aquí?

—No de esta Tierra —dice Mahnmut—. De la otra Tierra. La tuya. Y parece que vamos a ir allí.

Durante un momento el corazón de Hockenberry late de manera tan salvaje que tiene miedo de vomitar. Luego cae en la cuenta de que Mahnmut no se refiere realmente a su Tierra, al mundo del siglo XXI, a los fragmentos que recuerda apenas de su antigua vida previa a que los dioses lo resucitaran a partir de ADN y libros y Dios sabe qué, no al mundo que regresa lentamente a su conciencia de la Universidad de Indiana y su esposa y sus estudiantes, sino a la Tierra concurrente con el Marte terraformado de casi tres mil años después de la breve y no tan feliz vida de Thomas Hockenberry.

Incapaz de permanecer sentado, se levanta y camina de un lado a otro por el derruido undécimo piso del edificio, acercándose primero a la pared caída del lado noreste y luego a la caída en vertical de los lados sur y oeste. Un guijarro empujado por su sandalia cae más de treinta metros a las calles oscuras de abajo. El viento le azota la capa y el largo pelo canoso. Hockenberry sabe desde hace ocho meses que el Marte que ahora es visible a través del Agujero coexistía en algún futuro sistema solar con la Tierra y los otros planetas, pero nunca había relacionado ese simple hecho con la idea de que esa otra Tierra estuviera realmente allí, esperando.

«Los huesos de mi esposa están mezclados con el polvo de esa Tierra —piensa, y entonces, al borde de las lágrimas, casi se echa a reír—. Mierda, mis huesos están mezclados con el polvo de allí.»

—¿Cómo podéis ir a esa Tierra? —pregunta, y de inmediato advierte la estupidez de la pregunta. Ha oído la historia de cómo Mahnmut y su enorme amigo Orphu viajaron hasta Marte desde el espacio de Júpiter con algunos otros moravecs que no sobrevivieron a su primer encuentro con los dioses. «Tienen naves espaciales, Hockenbush.» Aunque la mayoría de las naves moravec y rocavec aparecieron como por arte de magia a través de los Agujeros cuánticos que Mahnmut ayudó a crear, no por ello dejaban de ser naves espaciales.

—Estamos construyendo una nave para ese propósito en Fobos y sus alrededores —dice el moravec en voz baja—. Esta vez no vamos a ir solos. Ni desarmados.

Hockenberry no puede dejar de caminar de un lado a otro. Cuando llega al borde de la planta destrozada, tiene ganas de saltar a la muerte... unas ganas que lo tientan siempre que se encuentra en lugares altos, desde niño. «¿Por eso me gusta subir aquí? ¿Para pensar en saltar? ¿Pensar en suicidarme? —Se da cuenta de que así es. Se da cuenta de lo solo que se ha sentido en los últimos ocho meses—. Y ahora incluso Nightenhelser ha desaparecido... desaparecido con los indios, probablemente, absorbido por una aspiradora cósmica que ha hecho desaparecer a todos los humanos del planeta excepto a estos pobres malditos troyanos y griegos.» Hockenberry sabe que puede girar el medallón TC que cuelga sobre su pecho y aparecer en América del Norte en un santiamén, y buscar a su viejo amigo escólico en esa parte de la Indiana prehistórica donde lo dejó hace ocho meses. Pero también sabe que los dioses podrían rastrearlo a través de los intersticios del espacio de Plank. Por eso no ha TCeado en ocho meses.

Regresa junto al fuego y contempla al pequeño moravec.

—¿Por qué demonios me cuentas esto?

—Te invitamos a venir con nosotros —dice Mahnmut.

Hockenberry se sienta pesadamente. Al cabo de un minuto, es capaz de decir:

—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Qué utilidad puedo tener para vosotros en una expedición semejante?

Mahnmut se encoge de hombros de un modo muy humano.

—Eres de ese mundo —dice simplemente—. Aunque no de esa época. Hay humanos en esa otra Tierra, ¿sabes?

—¿Los hay? —Hockenberry oye lo aturdida y estúpida que suena su voz. Nunca se le había ocurrido preguntar.

—Sí. No muchos: la mayoría de los humanos por lo que parece evolucionaron a una especie de condición posthumana y se marcharon del planeta a ciudades anillo orbitales hace más de mil cuatrocientos años... pero nuestras observaciones sugieren que quedan unos pocos cientos de miles de humanos antiguos.

—Seres humanos antiguos —repite Hockenberry, sin intentar siquiera no parecer aturdido—. Como yo.

—Exactamente —dice Mahnmut. Se pone en pie, su placa visora apenas llega al cinturón de Hockenberry, y éste, que nunca ha sido un hombre alto, advierte de pronto cómo deben parecerles los mortales ordinarios a los dioses del Olimpo—. Opinamos que deberías venir con nosotros. Podrías resultar de muchísima ayuda cuando nos encontremos y hablemos con los humanos de tu Tierra futura.

—Jesucristo —susurra Hockenberry. Vuelve a acercarse al borde, se da cuenta de nuevo de lo fácil que sería dar un paso más hacia la oscuridad. Esta vez los dioses no lo resucitarían—. Jesucristo —repite una vez más.

Hockenberry ve la silueta oscura de Héctor junto a la pira funeraria de Paris. Sigue derramando vino en la tierra, sigue ordenando a sus hombres que alimenten las llamas con más madera.

«Yo maté a Paris —piensa Hockenberry—. He matado a todo hombre, mujer, niño y dios que ha muerto desde que tomé la forma de Atenea y secuestré a Patroclo y fingí matarlo para conseguir que Aquiles atacara a los dioses.»

De pronto, Hockenberry se ríe amargamente, sin importarle que la pequeña persona-máquina que tiene detrás piense que ha perdido la razón. «He perdido la razón. Esto es una locura. En parte no he saltado de este puñetero saliente antes porque lo considero faltar a mi deber... es como si necesitara seguir observando, como si siguiera siendo un escólico que informa a la Musa que informa a los dioses. He perdido por completo la razón.» No por primera ni por quincuagésima vez, le apetece echarse a llorar.

—¿Vendrás a la Tierra con nosotros, doctor Hockenberry? —pregunta Mahnmut en voz baja.

—Sí, claro, mierda, ¿por qué no? ¿Cuándo?

—¿Qué tal ahora mismo? —dice el pequeño moravec.

El moscardón estaba seguramente flotando en silencio a unas docenas de metros sobre ellos, pero con las luces de navegación apagadas. De repente la máquina negra y aserrada surge de la oscuridad con tanto ímpetu que Hockenberry casi se cae por el borde del edificio.

Una ráfaga de viento especialmente fuerte le ayuda a mantener el equilibrio y da un paso atrás justo cuando una rampa desciende del vientre del moscardón y golpea la piedra. Hockenberry ve un brillo rojo dentro de la nave.

—Tú primero —dice Mahnmut.

Capítulo 6

6

Acababa de amanecer y Zeus estaba solo en el Gran Salón de los Dioses cuando su esposa, Hera, entró llevando un perro sujeto con una correa dorada.

—¿Es ése? —preguntó el Señor de los Dioses desde su trono de oro, donde estaba sentado reflexionando.

—Lo es —respondió Hera. Soltó la correa del perro, que se sentó.

—Llama a tu hijo —dijo Zeus.

—¿A cuál?

—Al gran artificiero. Al que desea tanto a Atenea que se frotaría contra su muslo como haría este perro si no tuviera modales.

Hera se dio media vuelta. El perro se levantó para seguirla.

—Deja al perro —dijo Zeus.

Hera hizo un gesto para que el perro se quedara y el animal obedeció.

El perro era grande, gris, de pelo corto, y delgado, con suaves ojos marrones que extrañamente parecían a la vez estúpidos y astutos. Comenzó a moverse y sus patas rascaron el mármol mientras caminaba de un lado a otro alrededor del trono de oro de Zeus. Olisqueó las sandalias y los tobillos descalzos del Señor del Trueno, el hijo de Cronos. Luego se acercó al borde de la enorme laguna de holovisión, se asomó, no vio nada que le interesara en los oscuros videorremolinos de la estática superficial, perdió interés y se dirigió hacia una columna situada a muchos metros de distancia.

—¡Ven aquí! —ordenó Zeus.

El perro miró a Zeus, luego desvió la mirada. Empezó a oler la base de la enorme columna blanca, preparándose.

Zeus silbó.

El perro alzó la cabeza y se giró, irguió las orejas, pero no obedeció.

Zeus volvió a silbar y dio una palmada.

El perro gris acudió entonces rápidamente, corriendo, la lengua fuera, los ojos alegres.

Zeus se levantó de su trono y acarició al animal. Sacó un cuchillo de su túnica y cercenó la cabeza del perro con un único movimiento de su enorme brazo. La cabeza del animal rodó casi hasta el borde de la laguna de visión mientras el cuerpo se desplomaba en el mármol, las patas delanteras extendidas como si le hubieran ordenado tenderse y obedeciera con la esperanza de recibir una recompensa.

Hera y Hefesto entraron en el Gran Salón y se acercaron, cruzando cientos de metros de mármol.

—¿Jugando otra vez con los animalitos, mi señor? —preguntó Hera cuando se acercó.

Zeus agitó la mano como para indicarle que le daba igual lo que dijera, envainó la hoja en la manga de su túnica y regresó a su trono.

Hefesto era enano y rechoncho para tratarse de un dios, de poco menos de metro ochenta de estatura. Parecía un gran tonel velludo. El dios del fuego era también cojo y arrastraba la pierna izquierda igual que si fuera una cosa muerta, como así era, en efecto. Tenía una melena salvaje, y una barba aún más salvaje que parecía fundirse con el pelo de su pecho, y ojos enrojecidos que siempre se movían de un lado a otro. Parecía que llevara armadura, pero visto de cerca se notaba que la armadura era una sólida cobertura hecha de cientos de diminutas cajas y bolsas y herramientas y aparatos, algunos forjados de metal precioso, otros de hierro, algunos de cuero, otros al parecer de pelo tejido, que colgaban de correas y cinturones que cruzaban su cuerpo velludo. El artesano del metal definitivo, Hefesto era famoso en el Olimpo por haber creado una vez mujeres de oro, jóvenes vírgenes mecánicas que podían moverse y sonreír y dar placer a los hombres casi como si estuvieran vivas. Se decía que de sus tinas alquímicas había surgido también la primera mujer, Pandora.

—Bienvenido, artificiero —tronó Zeus—. Te habría llamado antes, pero no teníamos ollas de estaño ni escudos de juguete que reparar.

Hefesto se arrodilló junto al cuerpo sin cabeza del perro.

—No tenías por qué hacer esto —murmuró—. No había ninguna necesidad. Ninguna en absoluto.

—Me ha irritado.

Zeus levantó una copa del brazo de su trono dorado y bebió copiosamente.

Hefesto colocó de lado el cuerpo sin cabeza, pasó su gruesa mano por la caja torácica, como ofreciéndose a rascar el vientre del perro muerto, y apretó. Un trozo de carne y pelo se abrió. El dios del fuego metió la mano en las entrañas del perro y sacó una bolsa clara llena de trozos de carne y otras cosas. Luego sacó una ristra de carne rosa y húmeda de la bolsa.

—Dionisos —dijo.

—Mi hijo —repuso Zeus. Se frotó las sienes como si estuviera cansado de todo.

—¿He de entregar este trozo al Curador y las tinas, oh, hijo de Cronos? —preguntó el dios del fuego.

—No. Haremos que uno de los nuestros lo coma para que mi hijo pueda renacer según sus deseos. Esa Comunión es dolorosa para el anfitrión, pero tal vez eso enseñe a los dioses y diosas del Olimpo a tener más cuidado cuando se trata de mis hijos.

Zeus miró a Hera, que se había acercado más y estaba sentada en el segundo escalón de piedra del trono, con el brazo derecho apoyado afectuosamente en su pierna y tocando la rodilla de Zeus con su blanca mano.

—No, esposo mío —dijo en voz baja—. Por favor.

Zeus sonrió.

—Elige entonces, esposa.

Sin vacilación, Hera dijo:

—Afrodita. Está acostumbrada a meterse en la boca partes de hombres.

Zeus negó con la cabeza.

—Afrodita no. No ha hecho nada desde que estuvo en las tinas por provocar mi ira. ¿No debería ser Palas Atenea, la inmortal que nos trajo esta guerra con los mortales con su intemperado asesinato del amado Patroclo de Aquiles y del hijo de Héctor?

Hera apartó el brazo.

—Atenea niega haber hecho esas cosas, hijo de Cronos. Y los mortales dicen que Afrodita estaba con Atenea cuando mataron al bebé de Héctor.

—En la laguna de visión tenemos la imagen del asesinato de Patroclo, mujer. ¿Quieres que vuelva a ponértela? —En la voz de Zeus, tan grave que parecía un trueno lejano aunque susurrara, se notaban ya los signos de una ira creciente. El efecto era el de una tormenta que avanzara por el Salón de los Dioses.

—No, mi señor —dijo Hera—. Pero sabes que Atenea insiste en que fue el escólico perdido, Hockenberry, quien adoptó su forma e hizo esas cosas. Jura por el amor que te profesa que...

Zeus se levantó impaciente y se apartó del trono.

—Las bandas morfeadoras del escólico no fueron diseñadas para dar a un mortal la forma ni el poder de un dios —replicó—. No es posible. Por momentáneamente que sea. Algún dios o diosa del Olimpo cometió esas acciones... o bien Atenea o alguien de nuestra familia que adoptó la forma de Atenea. Ahora... elige quién recibirá el cuerpo y la sangre de mi hijo, Dionisos.

—Deméter.

Zeus se frotó la barba corta y blanca.

—Deméter. Mi hermana. ¿Madre de mi querida Perséfone?

Hera se levantó, retrocedió un paso y mostró sus manos blancas.

—¿Hay un dios en este monte que no sea pariente tuyo, esposo mío? Yo soy tu hermana además de tu esposa. Al menos Deméter tiene experiencia dando a luz cosas extrañas. Y tiene poco que hacer estos días, ya que los mortales no siembran ni recolectan ninguna cosecha de grano.

—Así sea —dijo Zeus, y ordenó a Hefesto—: entrega la carne de mi hijo a Deméter. Dile que es la voluntad de su señor, el mismísimo Zeus, que coma esta carne y vuelva a mi hijo a la vida. Asigna a tres de mis Furias para que la vigilen hasta que ese nacimiento tenga lugar.

El dios del fuego se encogió de hombros y se guardó en una de sus bolsas el trozo de carne.

—¿Quieres ver las imágenes de la pira de Paris?

—Sí —dijo Zeus. Regresó a su trono y se sentó, indicando el escalón que Hera había dejado libre cuando se puso en pie.

Ella regresó obediente y ocupó su lugar, pero no volvió a apoyar el brazo en su pierna.

Gruñendo para sí, Hefesto se acercó a la cabeza del perro, la agarró por las orejas y la llevó al estanque de visión. Se agachó en el borde, sacó una herramienta curva de metal de uno de sus cinturones del pecho y sacó de su cuenca el ojo izquierdo del perro. No manó sangre. Sacó el ojo con facilidad; filamentos rojos, verdes y blancos de nervio óptico se extendían hasta la cuenca vacía y se desenrollaron cuando el dios del fuego tiró. Cuando tuvo dos palmos de brillantes filamentos extendidos, sacó otra herramienta del cinturón y los cortó.

Tras quitar con los dientes mucosidades y aislamiento, Hefesto dejó al descubierto los brillantes cables de oro del interior y los conectó a lo que parecía ser una pequeña esfera de metal que sacó de una de sus bolsas. Arrojó el ojo y los filamentos nerviosos de colores al estanque mientras sostenía la esfera.

Inmediatamente el estanque se llenó de imágenes tridimensionales. El sonido rodeó a los tres dioses mientras surgía de los microaltavoces piezoeléctricos colocados en los muros y columnas.

Las imágenes de Ilión desde el punto de vista de un perro: bajas, con muchas rodillas desnudas y grebas de bronce para proteger las espinillas.

—Prefería nuestras antiguas imágenes —murmuró Hera.

—Los moravecs detectan y abaten todas nuestras cápsulas, incluso los puñeteros ojos de insecto —dijo Hefesto, todavía haciendo avanzar la procesión funeraria de Paris—. Tenemos suerte de poder...

—Silencio —ordenó Zeus. La voz resonó en los muros como un trueno—. Allí. Eso. Sonido.

Los tres contemplaron los últimos minutos de los ritos funerarios, incluida la muerte de Dionisos a manos de Héctor.

Vieron al hijo de Zeus mirar directamente al perro de la multitud cuando dijo: «Cómeme.»

—Puedes apagarlo —dijo Hera, cuando las imágenes mostraban a Héctor lanzando la antorcha a la pira.

—No —dijo Zeus—. Deja que siga.

Un minuto más tarde, el dios del Relámpago se levantó de su trono y caminó hacia el estanque de holovisión con el ceño fruncido, los ojos echando chispas y los puños apretados.

—¡Cómo se atreve el mortal Héctor a llamar a Bóreas y Céfiro para que animen la hoguera que contiene las tripas y las pelotas y las entrañas de un dios! ¡CÓMO SE ATREVE!

Zeus TCeó para marcharse y un trueno restalló mientras el aire llenaba de inmediato el espacio donde el dios se encontraba un microsegundo antes.

Hera negó con la cabeza.

—Contempla sin inmutarse el asesinato ritual de su hijo Dionisos, pero monta en cólera cuando Héctor trata de invocar a los dioses del viento. El Padre está mal, Hefesto.

Su hijo gruñó, recogió el ojo y lo colocó en una bolsa junto con la esfera metálica. Metió la cabeza del perro en otra bolsa más grande.

—¿Necesitas algo más de mí esta mañana, hija de Cronos?

Ella indicó el cadáver del perro, cuyo panel ventral seguía abierto.

—Llévate eso.

Cuando su hosco hijo se marchó, Hera se tocó el pecho y se teletransportó cuánticamente para abandonar el Gran Salón de los Dioses.

Nadie podía TCearse a los dormitorios de Hera, ni siquiera ella misma. Hacía mucho tiempo (si su memoria inmortal no la engañaba, ya que todas las memorias eran ya sospechosas) le ordenó a su hijo Hefesto que asegurara sus habitaciones con sus dotes de artificiero: con campos de fuerza de flujo cuántico, similares pero no idénticos a los que las criaturas moravec habían usado para proteger Troya y los campamentos aqueos de la intrusión divina, lo suficientemente fuertes para aguantar incluso a un Zeus furioso y desatado. Hefesto los había sujetado a las jambas de la puerta, cerrándolo todo con el cerrojo secreto de una clave telepática que Hera cambiaba cada día.

Abrió mentalmente ese cerrojo y entró, asegurando la brillante barrera de metal tras de sí y pasando a sus baños, donde se quitó la túnica y la fina ropa interior.

Primero Hera, la de ojos de buey, se dio su baño, que era profundo y estaba alimentado por los puros manantiales de hielo del Olimpo y calentado por los motores infernales de Hefesto que conectaban con el núcleo de calor del viejo volcán. Usó primero ambrosía para eliminar cualquier leve mancha o sombra de imperfección de su esplendorosa piel blanca.

Luego Hera, la de los níveos brazos, ungió su cuerpo eternamente adorable y excitante con crema de oliva y aceite perfumado. Se decía en el Olimpo que la fragancia de este aceite, usado solamente por Hera, agitaba no sólo a todas las divinidades masculinas de los salones de suelos de bronce de Zeus, sino que podía extenderse y llegar a la Tierra en una nube perfumada que hacía que los ingenuos mortales perdieran la cabeza con ansia frenética.

Luego la hija del poderoso Cronos arregló sus brillantes y ambrosíacos mechones alrededor de su afilado rostro y se vistió con una túnica ambrosíaca que le había hecho Atenea, cuando las dos fueron amigas hacía mucho tiempo. La túnica era maravillosamente suave, con muchos diseños y figuras, incluyendo un intrincado brocado rosa hecho por los dedos de Atenea y su telar mágico. Hera sujetó este material divino sobre sus altos pechos con un broche de oro y, justo bajo sus pechos, una cinta ornamentada con un centenar de borlas flotantes.

En los lóbulos de sus orejas cuidadosamente perforadas, que asomaban como pálidas y tímidos seres marinos de sus oscuros rizos perfumados, Hera se colgó los pendientes, triples gotas de racimos de moras cuyo destello plateado se clavaría como un anzuelo en todos los corazones masculinos.

Luego se cubrió la frente con un fresco velo de vaporosa tela dorada que brillaba como la luz del sol en contraste con sus rosados pómulos. Finalmente se calzó las flexibles sandalias en los suaves y pálidos pies, cruzando las cintas de oro sobre las suaves pantorrillas.

Radiante de la cabeza a los pies, Hera se detuvo junto a la pared reflectante de la puerta de su baño, observó el reflejo un momento en silencio y dijo en voz baja:

—Todavía lo tienes.

Dejó sus habitaciones y entró en el salón de mármol, se tocó el pecho izquierdo y se teletransportó cuánticamente.

Hera encontró a Afrodita, diosa del amor, caminando sola por las pendientes herbosas de la cara sur del monte Olimpo. Faltaba poco para la puesta de sol. Los templos y hogares de los dioses, al este de la caldera, estaban bañados de luz, y Afrodita había estado admirando el frío brillo del océano marciano al norte y los campos helados cercanos a la cima de los tres enormes volcanes visibles al este, hacia los cuales el Olimpo proyectaba su enorme sombra a lo largo de más de doscientos kilómetros. El panorama era levemente borroso debido al habitual campo de fuerza que rodeaba el Olimpo y que les permitía respirar y sobrevivir y caminar en gravedad casi terrestre tan cerca del vacío del espacio, por encima del terraformado Marte, y también a la titilante égira que Zeus había colocado alrededor del Olimpo al principio de la guerra.

El Agujero de allí abajo (un agujero recortado a la sombra del Olimpo, brillando por dentro con la puesta de sol de un mundo distinto y lleno de líneas de luces de fuegos mortales y transportes moravec en movimiento) era un recordatorio de esa guerra.

—Querida niña —llamó Hera a la diosa del amor—, ¿harías algo por mí si te lo pidiera, o te negarías? ¿Sigues enfadada conmigo por ayudar a los argivos estos diez años mortales mientras tú defendías a tus amados troyanos?

—Reina de los cielos, amada de Zeus, pídeme lo que quieras —respondió Afrodita—. Estoy ansiosa por obedecer. Haré lo que pueda hacer por alguien tan poderoso como tú.

El sol casi se había puesto y dejado a ambas diosas en la oscuridad, pero Hera advirtió que la piel de Afrodita y su omnipresente sonrisa brillaban con luz propia. Hera respondió sensualmente a ello como hembra: no podía imaginar cómo se sentían en presencia de Afrodita los dioses varones, mucho menos los mortales de débil voluntad.

Tras tomar aliento, ya que sus siguientes palabras la comprometerían en el más peligroso plan de todos los planes que había ideado nunca, Hera dijo:

—¡Dame tus poderes para crear Amor, para provocar Ansia, todos los poderes que usas para abrumar a los dioses y a los hombres!

La sonrisa de Afrodita permaneció, pero entornó levemente sus claros ojos.

—Por supuesto que lo haré, hija de Cronos, si así me lo pides... pero ¿por qué requiere mis escasas artes alguien que yace ya en los brazos del poderoso Zeus?

Hera mantuvo la voz firme mientras mentía. Como la mayoría de los mentirosos, dio demasiados detalles.

—Esta guerra me cansa, diosa del Amor. Los planes y esquemas entre los dioses y entre los argivos y troyanos hieren mi corazón. Ahora voy a los confines de la generosa otra-tierra a visitar a Océano, esa fuente de la que han brotado los dioses, y a la madre Tetis. Estos dos me criaron amablemente en su propia casa y me protegieron de Rea cuando el atronador Zeus, el del ancho ceño, expulsó a Cronos a las profundidades de la tierra y los yermos mares salados y construyó nuestro nuevo hogar aquí, en este frío mundo rojo.

—Pero ¿por qué, Hera, necesitas mis pobres encantos para visitar a Océano y Tetis? —preguntó Afrodita en voz baja.

Hera sonrió su traición.

—Los Antiguos se han distanciado, su lecho nupcial se ha enfriado. Ahora voy a visitarlos y disolver su antigua enemistad y enmendar su discordia. Durante demasiado tiempo han estado separados el uno de la otra y de su lecho de amor... Quiero atraerlos de vuelta al amor, al cálido cuerpo de cada uno, y las meras palabras no serán suficientes en este esfuerzo. Así que te pido, Afrodita, como amorosa amiga y una que desea que dos viejos amigos vuelvan a amar, que me prestes uno de los secretos de tus encantos para que pueda ayudar en secreto a Tetis a ganarse de nuevo el deseo de Océano.

La encantadora sonrisa de Afrodita se hizo aún más radiante. El sol se había puesto ya sobre el borde de Marte, la cima del Olimpo había sido arrojada a las sombras, pero la sonrisa de la diosa del amor caldeaba ambas cosas.

—No estaría bien por mi parte negarme a tu amorosa petición, oh esposa de Zeus, ya que tu marido, nuestro señor, nos manda a todos.

Con eso, Afrodita soltó de debajo de sus pechos su banda secreta y sostuvo en la mano la fina telaraña de tela y microcircuitos.

Hera la miró, la boca súbitamente seca. «¿Me atreveré a seguir adelante con esto? Si Atenea descubre lo que voy a hacer, ella y sus amigos dioses conspiradores me atacarán sin piedad. Si Zeus se entera de mi traición, me destruirá hasta un punto que ninguna tina sanadora ni ningún Curador extraño conseguirá restaurar siquiera en mí un simulacro de vida olímpica.»

—Dime cómo funciona —le susurró a la diosa del amor.

—En esta banda están todos los trucos de la seducción —dijo Afrodita en voz baja—. El calor del Amor, el palpitante arrebato del Ansia, las sinuosas pendientes del Sexo, los urgentes gritos del amante y los susurros del cariño.

—¿Todo en esa pequeña banda para el pecho? —dijo Hera—. ¿Cómo funciona?

—Contiene la magia para hacer que cualquier hombre se vuelva loco de deseo —susurró Afrodita.

—Sí, sí, pero ¿cómo funciona? —Hera oyó la impaciencia en sus propias palabras.

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó la diosa del Amor, riendo ahora—. Era parte del paquete que recibí cuando... él... nos hizo dioses. ¿Un espectro amplio de feromonas? ¿Segregadores de hormonas nanocreados? ¿Energía de microondas dirigida a los centros de sexo y placer del cerebro? No importa... Aunque es sólo uno de mis muchos trucos, funciona. Pruébatela, esposa de Zeus.

Hera sonrió. Se colocó la banda bajo sus altos pechos de modo que quedó apenas oculta por su túnica.

—¿Cómo la activo?

—¿Quieres decir cómo ayudarás a la Madre Tetis a activarla? —preguntó Afrodita, todavía sonriendo.

—Sí, sí.

—Cuando llegue el momento, tócate los pechos como si activaras los nanodisparadores TC, pero en vez de imaginar un lugar lejano donde teletransportarte, deja que un dedo toque el tejido de circuitos de la banda y ten pensamientos lujuriosos.

—¿Eso es todo? ¿Nada más?

—Eso es todo —dijo Afrodita—, pero será suficiente. Un nuevo mundo se encuentra en el tejido de esta banda.

—Gracias, diosa del Amor —dijo Hera formalmente. Lanzadas láser apuntaban hacia arriba, atravesando el campo de fuerza que había sobre ellas. Un moscardón moravec o una nave había salido por el Agujero y ascendía en el espacio.

—Sé que no regresarás sin haber cumplido tu misión —dijo Afrodita—. Lo que tu ansioso corazón esté dispuesto a hacer, estoy segura de que se cumplirá.

Hera sonrió una vez más. Luego se tocó los pechos, cuidando de no rozar la banda colocada justo bajo sus pezones, y se teletransportó, siguiendo la pista cuántica que Zeus había creado a través de los pliegues del espacio-tiempo.

Capítulo 7

7

Al amanecer, Héctor ordenó que apagaran con vino los fuegos funerarios. Después él y los camaradas más queridos de Paris empezaron a hurgar entre las ascuas, poniendo un cuidado infinito en la búsqueda de los huesos del otro hijo de Príamo mientras los separaban de las cenizas y los huesos calcinados de los perros, los caballos y el débil dios. Esos huesos menores habían caído todos cerca del borde de la pira, mientras que los restos calcinados de Paris habían permanecido cerca del centro.

Sollozando, Héctor y sus camaradas guardaron los huesos de Paris en una urna dorada que sellaron con una doble capa de grasa, como era costumbre para los valientes y los nacidos de noble cuna. Luego, en solemne procesión, llevaron la urna por las calles abarrotadas y los mercados (campesinos y guerreros por igual se apartaban para dejarlos pasar en silencio) y entregaron los restos al terreno despejado de escombros donde se alzaba el ala sur del palacio de Príamo antes del primer bombardeo olímpico, ocho meses antes. En el centro del cráter se alzaba una tumba provisional de bloques de piedra dispersos durante el bombardeo; de Hécuba, esposa de Príamo, reina y madre de Héctor y Paris, había ya en esa tumba los pocos huesos que habían podido recuperar de ella. Héctor cubrió la urna de su hermano con una liviana mortaja de lino y la colocó personalmente en el agujero.

—Aquí, hermano, dejo por ahora tus huesos —dijo Héctor delante de los hombres que lo habían seguido—, permitiendo que la tierra te abrace hasta que yo mismo te abrace en los oscuros salones del Hades. Cuando termine esta guerra, te construiremos a ti y a nuestra madre y a todos los otros que caigan (y posiblemente, a mí también) una tumba mayor, de la Casa de la Muerte misma. Hasta entonces, hermano, adiós.

Luego Héctor y sus hombres salieron y un centenar de héroes troyanos que esperaban cubrieron la tumba temporal de piedra con tierra y apilaron más escombros y rocas sobre ella.

Y luego Héctor, que no había dormido desde hacía dos noches, fue en busca de Aquiles, ansioso ahora por reemprender el combate con los dioses y más ansioso aún por derramar su dorada sangre.

Casandra despertó al amanecer y descubrió que iba desnuda, con la túnica rasgada y en desorden. Tenía las muñecas y tobillos atados con cuerdas de seda a los postes de una cama extraña. «¿Qué broma es ésta?», se preguntó, intentando recordar si, una vez más, se había emborrachado y perdido la conciencia en brazos de algún soldado dispuesto.

Entonces recordó la pira funeraria y haberse desmayado en brazos de Andrómaca y Helena.

«Maldita sea —pensó Casandra—. Mi bocaza me ha vuelto a meter en un lío.» Contempló la habitación: ninguna ventana, grandes bloques de piedra, sensación de humedad subterránea. Bien podía hallarse en la cámara de torturas subterránea de alguien. Casandra se debatió contra las cuerdas de seda. Eran suaves, pero estaban tensas y bien anudadas y permanecieron firmes.

«Maldita sea», volvió a pensar Casandra.

Andrómaca, la esposa de Héctor, entró en la habitación y contempló a la sibila. No llevaba nada en las manos, pero a Casandra no le costó imaginar la daga oculta en la manga de la túnica de la otra mujer. Durante un largo instante, ninguna de las dos habló. Finalmente, Casandra dijo:

—Vieja amiga, por favor, libérame.

—Vieja amiga, debería cortarte la garganta —respondió Andrómaca.

—Entonces hazlo, perra. No hables.

Casandra no tenía miedo, ya que incluso dentro del caleidoscopio de visiones cambiantes sobre el futuro de los últimos ocho meses transcurridos desde que los antiguos futuros habían cambiado, nunca había previsto que Andrómaca la matara.

—Casandra, ¿por qué dijiste eso de la muerte de mi bebé? Sabes que Palas Atenea y Afrodita entraron en la cámara de mi hijito hace ocho meses y lo mataron a él y a su ama de cría, diciendo que su sacrificio era una advertencia, que los dioses del Olimpo no se encontraban satisfechos por el fracaso de mi esposo en la quema de las naves argivas y que el pequeño Astianacte, a quien su padre y yo llamábamos Escamandro, iba a ser el cordero elegido para el sacrificio.

—Mentiras —dijo Casandra—. Desátame.

Le dolía la cabeza. Siempre tenía resaca después de las profecías más vívidas.

—No hasta que me digas por qué dijiste que yo había sustituido a un bebé esclavo por Astianacte en esa habitación ensangrentada —dijo Andrómaca, la mirada helada.

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