Lady Vespasia Cumming-Gould vaciló un momento al final de la escalera. Applecross, en Berkshire, era una de esas magníficas casas de campo en que se descendía por una larga escalera curva de mármol hasta desembocar en un inmenso vestíbulo, donde en aquel momento se congregaban los invitados, a la espera de que anunciaran la hora de la cena.
Uno tras otro, los reunidos fueron levantando la vista. Esperar a todos habría sido una muestra de presunción. Vespasia iba vestida de raso gris perla, un tono que no a todo el mundo le sentaba bien, pero el mismísimo príncipe Alberto había afirmado que era la mujer más hermosa de Europa, con su glorioso pelo y los huesos exquisitos. Un comentario que no había hecho la menor gracia a la reina, probablemente porque era cierto.
Pero no se trataba de una fiesta de la realeza, sino de una sencilla reunión de fin de semana a principios de diciembre. La temporada londinense, con su agitada vida social, había terminado, y los propietarios de casas de campo habían vuelto a ellas con la vista puesta en Navidad. Corrían rumores de una posible guerra en Crimea, pero aparte de eso, la segunda mitad del siglo solo era testigo de grandes progresos y prosperidad, en el seno de un imperio que abarcaba todo el globo.
Omegus Jones se acercó al pie de la escalera para recibir a su invitada. No solo era el anfitrión perfecto, sino también un amigo desde hacía varios años, si bien ya estaba adentrado en la cincuentena, y Vespasia apenas acababa de cumplir los treinta. Su marido, mayor que ella, era el primero de los dos al que había conocido. Sus hijos estaban en la casa de Londres, a buen recaudo.
—Mi querida Vespasia, estás bellísima —dijo Omegus con una sonrisa de disculpa—. De lo cual eres muy consciente, así que haz el favor de no insultar a mi inteligencia fingiendo sorpresa o, peor aún, negando la realidad.
Era un hombre delgado de expresión irónica, sentido del humor, y una elegancia natural tan evidente en un camino rural como en un salón de Londres.
—Gracias —aceptó ella.
Una réplica ingeniosa habría sido inapropiada, y en cualquier caso, la franqueza del hombre le había robado la capacidad de pensar en una.
Había una docena de personas reunidas, incluida ella. Los más importantes desde el punto de vista social eran lord y lady Salchester, seguidos de muy cerca por sir John y lady Warburton. La hermana de lady Warburton se había casado con un duque, tal como conseguía recordar a los demás de una docena de maneras diferentes. De hecho, el padre de Vespasia había sido conde, pero ella nunca hablaba de eso. Era una cuestión de cuna, no de logro personal, y a quienes importaba ya lo sabían. Recordarlo a la gente era poco delicado, pues si carecías de otros valores, a los demás les daba igual.
También estaban presentes Fenton y Blanche wyford, dos jóvenes solteros muy cotizados, Peter Hanning y Bertie Rosythe, Gwendolen Kilmuir, viuda desde hacía algo más de un año, e Isobel Alvie, quien había perdido a su marido hacía tres años.
No era habitual servir refrescos antes de la cena, sino conversar hasta que el mayordomo tocaba el gong. En ese momento, los invitados pasaban al comedor en estricto orden de prioridad, cuyas reglas eran complicadas y nunca debían quebrantarse.
Lady Salchester, una amazona formidable, iba vestida de un tono vino tinto, con una falda de miriñaque de proporciones gigantescas. Estaba hablando de las carreras de la temporada anterior, en particular de las celebradas en Royal Ascot.
—¡Un magnífico animal! —dijo con entusiasmo, en voz un poco más alta de lo normal—. Ninguno se le podía comparar.
Lady Warburton sonrió como si estuviera de acuerdo.
Bertie Rosythe, esbelto, rubio, con un traje soberbio hecho a medida, intentaba disimular su aburrimiento, y no lo hacía nada mal. Si Vespasia no le hubiera conocido, hasta habría podido suponer que estaba interesado en el tema.
Isobel estaba a su lado, una morena impresionante, menos que hermosa, pero de ojos bonitos y un ingenio soberbio.
—En efecto, un magnífico animal —susurró—. Y lady Salchester no tenía nada que hacer.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Vespasia, a sabiendas de que el comentario albergaba un sinfín de significados.
—Fanny Oakley —contestó Isobel, al tiempo que se acercaba más a ella—. ¿No la viste en Ascot, con independencia de lo que estuvieras haciendo?
—Miraba las carreras —replicó Vespasia con sequedad.
—¡No seas absurda! —exclamó Isobel—. ¡Santo cielo! No apostarías dinero, ¿verdad? Me refiero a dinero auténtico.
Vespasia comprendió por su expresión que estaba preocupada por si había terminado contrayendo deudas de juego, un problema con el que era fácil que tropezara una mujer joven de medios considerables y muy poco de qué ocuparse, con el marido ausente casi siempre y una servidumbre interminable que se ocupaba de su casa y sus hijos.
Vespasia se preguntó por un momento, estremecida, si Isobel era lo bastante inteligente para haber reparado en el triste vacío abierto en su matrimonio, y comprendido, aunque fuera en parte, lo que estaba sucediendo. Era deseable tener amigos (sin ellos, la vida solo aportaría placeres superficiales), pero existían zonas del corazón en las que nadie se adentraba. Algunos dolores solo podían padecerse en secreto. Isobel no podía suponer lo que había ocurrido en Roma durante las apasionadas revoluciones del 48. Nadie podía. Fue uno de esos amores que solo aparecen una vez en la vida, sepultado ahora y en el que únicamente pensaba en sueños. Ella y Mario Corena nunca volverían a encontrarse. Applecross era el mundo de la realidad.
—En absoluto —replicó Vespasia en tono desenvuelto—. La competición no necesita el acicate del dinero para ser divertida.
—¿Te refieres a los caballos? —preguntó Isobel en voz baja.
—¿A qué, si no? —contestó Vespasia.
Isobel rió.
Lord Salchester vio a Vespasia y la examinó con aire de admiración. Lady Salchester sonrió con labios cálidos y ojos glaciales.
—Buenas noches, lady Vespasia —dijo con penetrante nitidez—. Me alegro de verla. Parece bastante recuperada de los rigores de la temporada social. —Era una referencia menos que cordial a un resfriado veraniego debido al cual Vespasia había aparecido cansada y distante en las regatas de Henley—. Confiemos en que el año que viene no le resulten tan fatigosos —añadió. Era veinte años mayor que Vespasia, pero también una mujer de enorme resistencia, que nunca había sido hermosa.
Vespasia era consciente de que lord Salchester no dejaba de observarla, al igual que Omegus Jones. Fue este último quien suavizó su réplica. El ingenio no siempre era divertido cuando ahondaba en heridas ya abiertas.
—Eso espero —contestó—. Cuando alguien es incapaz de seguir el ritmo, resulta engorroso para todo el mundo. Procuraré por todos los medios no volver a hacerlo.
Isobel se quedó sorprendida. Lady Salchester estaba estupefacta.
Vespasia sonrió con dulzura y se excusó. Gwendolen Kilmuir estaba enfrascada en una animada conversación con Bertie Rosythe. Tenía la cabeza algo inclinada, la luz se reflejaba en su lustroso pelo castaño y en el rosa ciruela intenso de su vestido. Hacía más de un año que se había quedado viuda, y a las primeras de cambio había abandonado el color negro. Era una mujer joven, de apenas veintiocho años, y no albergaba la menor intención de guardar luto ni un día más de lo que la sociedad exigía. Miraba con timidez a Bertie, pero sonreía, y su rostro poseía una dulzura y una calidez que era imposible pasar por alto.
Vespasia miró a Isobel y percibió una mirada pensativa en sus ojos. Después sonrió y se desvaneció.
Bertie se volvió y las vio. Como siempre, se comportaba con una cortesía exquisita. En cambio, a Gwendolen le costaba asumir su goce. Vespasia vio que los músculos de su cuello y barbilla se tensaban, y que su pecho se hinchaba cuando respiró hondo y consiguió dibujar una sonrisa.
—Buenas noches, lady Vespasia, señora Alvie. Será un placer cenar juntas.
—Como siempre —murmuró Isobel—. Creo que también cenamos juntas en casa de lady Cranbourne durante el verano, ¿no es así? Y en la recepción al aire libre de la reina. —Sus ojos recorrieron de arriba abajo el tafetán cereza de Gwendolen—. Me acuerdo de su vestido.
Gwendolen se ruborizó. Bertie sonrió vacilante. De repente, y con un susto considerable, Vespasia comprendió que el interés de Isobel por Bertie no era tan indiferente como parecía. El dardo de su comentario la había traicionado. Tal crueldad no era propia de la persona que ella conocía.
—¿Te acuerdas de su vestido? —preguntó con fingida sorpresa—. Qué delicia. —Miró con leve desdén el dorado rojizo de Isobel, con sus anchas faldas—. En estos tiempos pocos vestidos llaman la atención, ¿no crees?
Isobel contuvo el aliento, y un destello de ira asomó a sus ojos.
Gwendolen rió, como liberada de una repentina tensión, y se volvió de nuevo hacia Bertie.
Lady Warburton se reunió con ellas, y la conversación degeneró en una serie de tópicos.
Anunciaron la cena, y Omegus Jones ofreció su brazo a Vespasia, cosa que consideró un honor singular en presencia de lady Salchester, y entraron en el comedor azul y dorado formando una solemne y correcta procesión, cada invitado en dirección al asiento que le habían destinado ante la reluciente mesa.
Las arañas se reflejaban en el brillo de la cubertería, astillados prismas de luz sobre hileras de copas de cristal en un campo de servilletas de hilo dobladas como lirios. El fuego ardía en la chimenea. Crisantemos blancos del jardín llenaban los cuencos de la mesa, perfumaban la sala con algo que recordaba a la tierra y las hojas de otoño, la suave fragancia de los bosques.
La cena empezó con el más ligero de los consomés. Había nueve platos, pero nadie esperaba que alguien pudiera dar buena cuenta de todos. Las damas en particular, muy preocupadas por la figura y la delicadeza de la cintura, elegirían con sumo cuidado. Donde la supervivencia física era relativamente fácil, se creaban normas para que la supervivencia social fuera más difícil. Si no eras aceptada, te convertías en una proscrita, una persona que no encajaba en ningún sitio.
La conversación derivó hacia temas más serios. Sir John Warburton habló de la situación política, expresó sus puntos de vista con seriedad, y sus manos bronceadas destacaron contra el hilo blanco de la tela.
—¿Cree de veras que habrá guerra? —preguntó Peter Hanning con el ceño fruncido.
—¿Con Rusia? —Sir John enarcó las cejas—. No es imposible.
—¡Disparates! —exclamó lord Salchester, y alzó la copa de vino en el aire—. ¡Nadie nos declarará la guerra! ¡Sobre todo por algo tan absurdo como Crimea! Se acordarán de Waterloo y nos dejarán en paz.
—Waterloo ocurrió hace treinta y cinco años —indicó Omegus Jones—. Los hombres que combatieron, hace mucho tiempo que rindieron sus espadas.
—¡El ejército inglés no ha cambiado un ápice, señor! —replicó Salchester, con el bigote erizado.
—Eso temo —admitió en voz baja Omegus, con los labios apretados, la mirada triste y lejana.
—Fue el mejor ejército del mundo, el más invencible.
Salchester alzó la voz aún más.
—Vencimos a Napoleón —corrigió Omegus—.
Pero los tiempos cambian. Ni el bien ni el mal, ni el
orgullo ni la compasión, se transforman, pero sí el arte
de la guerra: nuevas armas, nuevas ideas, nuevas estrategias.
—No me gustaría llevarle la contraria en su propia mesa, señor —replicó Salchester—. La cortesía me impide decirle lo que pienso de sus opiniones.
Una repentina sonrisa iluminó el rostro de Omegus, dulce e inmutable.
—Esperemos que no suceda nada capaz de demostrar cuál de los dos está en lo cierto.
Lacayos con librea y camareras con delantales ribeteados de encaje blanco se llevaron los platos de sopa y sirvieron el pescado. El mayordomo sirvió el vino. Las luces centelleaban. El tintineo de los cubiertos sobre la porcelana se impuso como fondo de las conversaciones.
Vespasia miraba más que escuchaba. Rostros y gestos le revelaban más sobre los sentimientos que las palabras, escogidas con suma cautela. Se fijó en la frecuencia con que Gwendolen miraba en dirección a Bertie Rosythe, el rubor de su cara, la facilidad con que reía cuando él hacía gala de su ingenio, lo cual complacía a Bertie. Este le dedicaba casi el mismo grado de atención, pero procuraba no demostrarlo tanto.
Vespasia no era la única persona que se había dado cuenta. Percibió la satisfacción de Blanche Twyford, y recordó que había oído uno de sus comentarios, que entonces comprendió más. Había hablado de bodas primaverales, lo cual provocó que Gwendolen se ruborizara. Tal vez esperaba una declaración durante aquel fin de semana. Al menos, eso parecía.
Fenton Twyford parecía menos complacido. Su rostro moreno albergaba una expresión cautelosa. Un par de veces, la mirada que dirigió a Bertie insinuó desasosiego, como si una vieja sombra cruzara sus pensamientos, pero Vespasia no adivinó qué podía ser. ¿Bertie no era el buen partido que todo el mundo suponía? ¿O Gwendolen no estaba a su altura? Por lo que Vespasia sabía, la joven viuda era de buena familia, rica aunque de escasa distinción, y libre del menor escándalo. Su difunto marido, Roger Kilmuir, también era de reputación intachable, y estaba relacionado con la aristocracia. Si su hermano mucho mayor que él hubiera muerto sin descendencia, lo cual parecía muy probable, habría heredado el título y todo lo que conllevaba.
Pero había fallecido en un infortunado accidente, de esos que ocurrían hasta a los mejores jinetes. Gwendolen había quedado destrozada en su momento. Era motivo de regocijo ver que estaba intentando recuperar de nuevo la felicidad.
Uno a uno, se fueron llevando los platos ribeteados de oro, trajeron otros limpios y sirvieron más vino. Hasta que solo quedaron montones de uvas del invernadero, y aguamaniles de plata para eliminar hasta el último vestigio de adherencias.
Las damas se excusaron y pasaron a la sala de estar, para que los caballeros pudieran tomar oporto y fumar, quienes así lo desearan.
Vespasi