La mejor enemiga

Fragmento

La_mejor_enemiga-3

Prólogo
Los muertos maduran

I

En el freeshop del aeropuerto parisino de Charles de Gaulle, Peter Khoury compró varios M&M’s de distintas presentaciones, chocolates Mars en miniaturas, una bolsa de Kinder Bueno y dos más de Toblerone. Peter no era amante de los dulces (para él había comprado latas de maní Planters y almendras Blue Diamond), pero pensó que no era mala idea llevar golosinas para los chicos que atendería en los próximos años (seguramente los chocolates no iban a durar tanto). Como buen médico pediatra recién recibido —con honores, en la Universidad de Londres—, creía que darles un regalito a los chicos facilitaba que fueran a la consulta. Algunos llegarían llorando y se irían felices de llevarse un Mars. Sobre todo si se tenía en cuenta que los chicos a los que iba a atender en el hospital Al-Shifa de la Franja de Gaza no tenían la oportunidad de acceder a esas golosinas.

A los 26 años Peter Khoury decidió dar un giro en la vida. Una de esas vueltas que marcan para siempre la existencia. En su familia siempre se había hablado del regreso a Palestina. Sus cuatro abuelos y su padre habían dejado Haifa cuando las tropas israelíes entraron a la ciudad en 1948. No les quedó otra que partir con lo puesto. Cerraron sus casas y se llevaron la llave con la ilusión de regresar algún día. Cuando llegaron a Inglaterra, su padre era un bebé. Su madre había nacido, como Peter, en Londres. Sin embargo, todos ellos (también sus hermanos, tíos y primos) se habían criado con la añoranza del país perdido desde la Nakba.

Durante sus estudios, Peter había hecho un curso de emergencias médicas en el hospital de la Universidad del Norte de Noruega. El curso lo dictaba Mads Gilbert, un prestigioso médico reconocido también por su militancia. Viajaba continuamente a Gaza, para dar ayuda sanitaria. Gilbert era muy buen profesor y Peter, un alumno destacado. No fue raro que se estableciera un vínculo afectivo entre ellos. A la salida de una clase, Gilbert le preguntó:

—Khoury, ¿su familia es cristiana maronita del Líbano? Lo supongo por su apellido.

—Somos cristianos ortodoxos, de Palestina. Tanto de parte de madre como de padre.

—¿De qué ciudades?

—Haifa, las dos familias.

Gilbert movió la cabeza afirmativamente.

—Cuando quiera, Khoury, nos tomamos una cerveza y le cuento de mi experiencia en Palestina. Creo que le puede interesar.

Por supuesto que le interesó todo lo que le contó el médico noruego. Los problemas para atender a tanta gente por falta de profesionales, insumos y medicamentos suficientes. El temor a que la persona a la que curaban un día de pulmonía podía morir al siguiente bajo los bombardeos. Gilbert sabía que él se estaba especializando en pediatría.

—Nos hacen falta pediatras en Al-Shifa.

—Cuando llegue el momento…

Pero Peter pensaba que le faltaban muchos años para que eso ocurriera. Terminó el curso, volvió a Londres, se recibió y comenzó las prácticas en el Great Ormond Street Hospital.

Tenía planificado tomarse un descanso en el verano: un viaje por los Países Bajos, Alemania, el norte de Italia y Francia. Cuarenta días para él solo y su mochila. Mientras preparaba el viaje recibió un mensaje de Mads Gilbert, su antiguo profesor noruego. El mensaje de texto no era personalizado, se notaba que era un SMS dirigido a mucha gente. Decía:

De parte del doctor Mads Gilbert en Gaza: Gracias por su apoyo. Bombardearon el mercado central de verduras en la ciudad de Gaza hace dos horas. 80 heridos, 20 muertos. Todos vinieron aquí a Al-Shifa. ¡Infierno! Nos hundimos en la muerte, la sangre y los amputados. Muchos niños. Mujeres embarazadas. Nunca experimenté algo tan horrible. En este momento se oyen los tanques. Cuéntenlo, pásenlo, grítenlo. Cualquier cosa. ¡Hagan algo! ¡Hagan más!

Peter sintió que debía ir a Palestina, como imaginó su padre, como añoraban sus abuelos. Pensó en suspender su viaje y partir hacia Gaza, pero fueron sus padres y abuelos los que lo convencieron para que hiciera primero su recorrida por Europa. No iba a tener mucho tiempo luego y era una buena forma de despedirse de su juventud para entrar definitivamente en el mundo de los adultos.

Decidió que su viaje por Europa se prolongaría en su estancia en Palestina. No regresaría a Londres. Los abuelos le entregaron las llaves de sus casas en Haifa, aunque él no iría a esa ciudad, que ahora formaba parte de Israel.

—Muchos palestinos tienen una llave, pero yo tengo dos. Soy millonario —le dijo a su abuelo paterno.

—Los palestinos somos millonarios cada vez que soñamos.

II

El vuelo de París a Tel Aviv tuvo muchísimas turbulencias, al punto que Peter Khoury volvió a rezar, algo que no hacía desde los doce años. Odiaba las turbulencias, les tenía terror. Los últimos minutos de vuelo, sobre territorio israelí, fueron de una suavidad relajante, aunque Peter no se relajaba nunca en un avión. Cuando finalmente la nave tocó el suelo de Tel Aviv, Peter agradeció a Dios en las tres versiones que conocía.

Había disfrutado su viaje por Europa continental, había visitado museos, bares, parques. Había conocido gente de lugares exóticos. Se había enamorado en cada ciudad que estuvo, pero trataba de desenamorarse enseguida. Esas chicas alemanas, francesas o italianas ocupaban su corazón, pero su alma estaba en Medio Oriente, en Palestina.

Ahora, en el aeropuerto de Tel Aviv, lo sucedido hacía unas semanas le parecía muy lejano, como si le hubiera ocurrido a un Peter que ya no existía, o que existía en otra dimensión, en la que seguía tomando cerveza, fumando porro y besándose con rubias o morenas que hablaban un inglés titubeante.

Había guardado las llaves de sus abuelos en la mochila despachada. Tomó la precaución de buscar llaves viejas sin valor y las puso junto a las otras dos en un llavero. Lo bien que hizo. En el control de aduana, cuando pasó la mochila, los agentes decidieron abrirla. Miraron con detenimiento el llavero.

—Son de mi casa de campo en las afueras de Londres —aclaró con una sonrisa despreocupada, muy ensayada frente al espejo.

El tipo de control migratorio lo miró: vio a un británico cargado con bolsas de freeshop, seguramente en busca de aventuras con chicas israelíes. Con parsimonia, Peter acomodó las camisas y jeans, y guardó las llaves en su campera. A partir de ese momento quería sentirlas cerca de su cuerpo.

En el control de pasaportes no hubo problemas. Un turista proveniente de Londres no era objeto de mucho estudio. Le preguntaron dónde pensaba parar y cuánto tiempo se quedaría. A propósito había sacado un pasaje de regreso para diez días más tarde, pasaje que no pensaba usar. Mintió sobre el lugar y los tiempos, tal como le habían aconsejado.

Al finalizar los controles se encontró con el bullicio del reencuentro de viajeros y familiares, de taxistas ofreciendo sus servicios, de turistas que ya se sentían perdidos. Buscó con la vista, pero fue Mads Gilbert el que lo vio antes. Se acercó a él y le dio un abrazo caluroso. Estaba un poco más viejo, pero mantenía ese espíritu juvenil que Peter vinculaba con los hombres nórdicos. Gilbert se ofreció a llevarle la mochila. Peter prefirió darle algunas bolsas del freeshop. Fueron caminando hacia el estacionamiento.

Parecían dos europeos despreocupados de todo. Gilbert le preguntó por los partidos de la Champions League y se quejó amargamente porque no habían tenido luz en esos días y se había perdido los encuentros de ida de octavos de final. A pesar de ser noruego (o tal vez por eso, porque los equipos noruegos no avanzaban nunca a instancias finales de la Champions), hinchaba por el Manchester United. En cambio Peter era hincha del Arsenal. El Manchester había empatado de visitante con el Milan, y el Arsenal había ganado de local contra la Roma. Peter le contó que vio ese partido en un pub romano, rodeado de “tifosi” que insultaban en su extraño idioma.

—Cuando Van Persie hizo el gol me agarré la cabeza como quejándome, pero por dentro gritaba “gooool”. Me saltaban las lágrimas de la alegría.

Llegaron al Hyundai Tucson de Gilbert. El auto estaba lleno de tierra y rayones. Debía tener por lo menos unos cinco años. Se acomodaron y salieron del aeropuerto Ben Gurion.

—Tenemos una hora de viaje, más los retenes de la policía israelí. Con nuestros papeles no vamos a tener problema de pasar los controles. Aunque nunca se sabe…

Tardaron casi tres horas. En cada retén las preguntas se repetían. Ya no era el turista británico visitando las bellezas naturales del país, sino un médico yendo a Gaza. Pero más allá de las preguntas y el tiempo perdido, no hubo objeciones a su paso.

Entraron en Gaza. La imagen del desierto con edificios a los lejos fue convirtiéndose primero en una sucesión de escombros de casas destruidas a ambos lados del camino: una ciudad bombardeada o derribada por los bulldozers israelíes. Pero luego surgía, como un milagro, una ciudad superpoblada de construcciones precarias mezcladas con algunas pizzerías modernas, casas de electrónica o de teléfonos y hasta una escuela rodeada de muros pintados con banderas palestinas y dibujos de rostros de muchachos. La gente se movía con tranquilidad llenando las veredas y las calles, lo que despertaba la ira de los conductores que tocaban bocina.

—Antes de llevarte a tu departamento quería hacerte un recorrido por Jabalia.

Peter nunca había estado en un lugar así. De alguna manera, le recordaba las favelas de Río de Janeiro, que había visitado unos años atrás. Lo que más le llamó la atención no fue la cantidad de gente y edificaciones precarias, sino los edificios bombardeados, semidestruidos, que todavía servían como morada.

—El campamento de Jabalia es uno de los más grandes en Gaza —le explicó Gilbert—. Está superpoblado y faltan habitaciones en buen estado, garrafas, luz eléctrica, agua potable. Sin embargo, esta gente no pierde la esperanza de vivir dignamente. Ah, y tenemos varios hospitales.

Peter observaba a su alrededor con sorpresa: el lugar era mucho peor de lo que había imaginado o visto en las fotos desde Londres.

—Te llevo a tu departamento, no está muy lejos de Al-Shifa. Hoy descansá, que mañana vas a comenzar una nueva vida.

—Ya la comencé —atinó a decir Peter.

III

Cada día de los siguientes cinco años, Peter Khoury se ocupó de salvar vidas, sobre todo las de los chicos que llegaban al hospital de Al-Shifa. Si un médico residente de cualquier hospital del mundo veía todo tipo de dolencias, enfermedades y situaciones, en Gaza resultaba cien veces peor. Porque era raro que en un hospital de Berlín o de Buenos Aires llegaran el mismo día veinte niños con heridas de bala, o con principios de asfixia (porque las tropas egipcias atacaban a los chicos que se metían en los túneles), o con los pulmones reventados (porque las tropas marinas israelíes disparaban a los botes de los pescadores). Gaza estaba superpoblada de niños, y por eso en todas partes eran víctimas. Y eso sin contar los casos menos extraordinarios y más comunes de chicos desnutridos, con problemas respiratorios crónicos, enfermedades endémicas, deformaciones en piernas o brazos.

Había cirugías que debían suspenderse porque Israel cortaba el suministro eléctrico; sangre y plasma que se arruinaban por la misma razón; intoxicaciones por agua contaminada; falta de vacunas y de prótesis dentales o de cadera y rodilla. Un panorama sin futuro para una sociedad básicamente de niños, adolescentes y jóvenes.

Los primeros años lo llamaban el “doctor inglés” y convivía con los demás profesionales provenientes de todas partes. La cirujana brasileña, el infectólogo sirio, los traumatólogos franceses, los oftalmólogos israelíes, la dermatóloga surcoreana y muchos más: Médicos del Mundo, Médicos sin Fronteras, Medical Aid for Palestine. Algunos llegaban a Gaza y no soportaban la presión. Se iban al mes, a los dos meses, a los seis. Otros, más valientes o más testarudos, aguantaban un año, quizás dos. Cumplían una misión importante en un país que necesitaba perentoriamente médicos. Después volvían a sus países, escribían papers, daban conferencias. Los médicos pasaban y el doctor inglés se quedaba en su departamento pequeño, pero con un balcón desde donde podía observar Gaza viva, en movimiento.

Pasado el tiempo, los nuevos médicos que llegaban ya ni sabían que él era inglés porque hablaba bastante bien el árabe (gracias a sus abuelos y a la costumbre familiar de seguir hablando la lengua de sus mayores). Las madres ya no decían “a mi hijo lo atendió un médico inglés”. Pedían por el doctor Khoury y creían que era libanés o palestino. Y a él le gustaba esa confusión porque en cinco años había curtido su piel, había aprendido a no llorar cuando en sus manos se le moría desangrado un chico, había consolado a madres (los padres rara vez aparecían), había visitado hogares llevando comida y medicamentos, incluso había arriesgado la vida cruzando por los túneles que comunicaban con Egipto, en busca de insumos para el hospital (de paso, aprovechaba la oportunidad para comprar golosinas).

La vida en Gaza era lo más parecido a un milagro que podía aceptar un espíritu ateo. El bloqueo resultaba una tortura colectiva pocas veces vista. Las fuerzas armadas israelíes conseguían niveles de sutileza o brutalidad que difícilmente podía ser comparada.

Las tropas israelíes entraban, amenazaban, demolían las casas de los atacantes suicidas (como castigo a toda la familia), destruían los molinos de harina, las fuentes de agua, vengaban la muerte de un soldado propio matando a decenas de civiles, ancianos, mujeres y niños. Las cifras estaban en todos lados, en periódicos y revistas, en webs y en Wikipedia. Pero para Peter esas cifras eran el pan amargo con el que alimentaba su amor por el pueblo de su familia.

Como consecuencia lógica se enamoró de una gazatí. Se llamaba Azima, era viuda y tenía dos hijos, un número inusualmente pequeño para las mujeres palestinas. Peter era el doctor de sus dos hijos, Nahid, la pequeña de dos años que había nacido póstumamente, y Omar, el chico de diez años al que Peter llamaba Messi porque la primera vez que lo atendió tenía puesta la camiseta 10 del Barcelona. En ese primer encuentro, Omar no tenía nada grave, una bronquiolitis y defensas bajas. Peter se fijó que la nena tuviera las vacunas para su edad y le pidió a Azima que volviera en una semana para control.

No se sorprendió cuando dos días más tarde vio a Omar en la playa jugando a la pelota con otros chicos de su edad. Tenía puesta la misma camiseta. A Peter le gustaba ver jugar a la pelota, así que se acomodó a un costado para mirar a esos chicos que soñaban con jugar algún día en el Barcelona, o en la Juventus, y en la selección palestina. Omar hizo un gol. Cuando terminó el partido, el chico lo reconoció y se acercó a él.

—Doctor, doctor, ¿vio el gol que hice?

—Muy bien, Messi, te felicito.

El resto de los chicos también se habían acercado y Omar les dijo orgulloso:

—Él es mi doctor, ¿no, doctor?

Uno de los chicos le preguntó con falso tono de preocupación:

—¿Está grave? ¿Se va a morir?

Todos se rieron, incluso Peter.

A la visita siguiente, Azima le llevó limones y ajos. Hablaron del encuentro con Omar en la playa. Ella le contó que era viuda y que vivía con su madre y otra hermana viuda.

Azima volvió varias veces por diversas consultas, la mayoría de las ocasiones por indicación de Peter. En una oportunidad llegó sin los chicos y en compañía de una joven. Se llamaba Iman, era una prima de Azima, tenía veintidós años y estudiaba enfermería. Azima quería saber si podía ayudarla. Peter le ofreció que fuera una vez por semana al hospital. No tenían presupuesto, pero aprendería mucho auxiliando en la guardia. Iman estaba feliz aunque el hospital de Al-Shifa le quedara lejos de donde vivía en Rafah.

Peter, tan rápido para resolver problemas en el hospital, tardó bastante tiempo en animarse a invitar a salir a Azima. Y cuando lo hizo la viuda le dijo que no. Desconcierto de Peter y algo de vergüenza. Pero a cambio, Azima lo invitó a almorzar a su casa, en el campamento de Shati, bastante cerca del hospital.

A pesar de los años que llevaba viviendo en Gaza, Peter no tenía muy claro con qué iba a encontrarse. Daba por hecho que no sería un almuerzo romántico a solas, creía que al menos los chicos estarían con ellos, seguramente la madre de Azima, incluso la hermana con sus propios hijos. Hizo bien en pensar esas posibilidades, pero se quedó corto: también estaban dos hermanos varones y un tío, porque un hombre no podía visitar la casa de mujeres solas, y la prima Iman, con una de sus hermanas. Había también como diez chicos que entraban, comían de pie y volvían a salir corriendo. Las mujeres se mostraron divertidas y buenas anfitrionas, los varones parecían más incómodos, como obligados a participar de un almuerzo sin quererlo. Peter tenía un carisma especial para hacer sentir cómodo a los demás, así que no le costó congeniar con los hombres de la familia.

Comieron una maqluba deliciosa, hecha con un cordero tiernísimo, piñones y almendras. El sabor de la canela cubría el arroz con azafrán. También hubo pepinos bañados en yogur con hierbabuena y ajo, hummus, y las infaltables hojas de parra rellenas. Terminaron la comilona con dulces hechos con higo y miel. Más tarde, café y narguile. Peter no fumó (nunca se había acostumbrado a ese aparato), pero se sorprendió cuando vio a la madre y a la hermana de Azima usar el narguile a pesar de que Hamas lo había prohibido a las mujeres. Al menos en esa casa las prohibiciones políticas no eran muy efectivas.

Las cinco mujeres lo acompañaron hasta afuera y lo saludaron con la mano hasta que dio la vuelta y lo perdieron de vista. Peter había pasado un almuerzo muy confortable, pero no sabía qué pensar. Durante su visita, se había esforzado para no mirar todo el tiempo a Azima, que cada minuto que pasaba le parecía más hermosa, dulce e inteligente. Le hubiera gustado tener aunque sea un par de minutos a solas, al menos en la despedida. ¿Había sido la manera que ella encontró para mostrarle que solo lo quería como un amigo de la familia? Sus dudas quedaron despejadas cuando a los pocos minutos recibió un mensaje de texto de ella:

Sos un hombre maravilloso. Si Alá quiere podemos vernos pronto. ¿Te gustaría caminar por la playa mañana a la noche?

Claro que quería.

A Peter le tocaba hacer guardia, pero la cambió con una médica norteamericana, también pediatra. Azima y él se encontraron tarde, caminaron por la playa, bajo la luna y las estrellas, hablaron mucho. Peter le contó de sus abuelos, de cómo durante la Nakba habían dejado Haifa, de su vida en Londres, de su alegría de vivir en Gaza. Ella le contó que no había salido nunca de Gaza y por eso le gustaba el mar de noche, cuando no se veían los barcos patrulla israelíes, porque imaginaba que más allá había un mundo que algún día conocería.

Se besaron, se acariciaron. Peter se apuró a decir que estaba dispuesto a casarse con ella. Azima tenía una hermosa risa.

—Tiempo al tiempo —fue su respuesta.

IV

¿Dónde habrían tenido sexo por primera vez Azima y Peter? ¿En algún rincón de esa playa bastante desolada? ¿En el departamento de él, que estaba en un edificio en que vivían sobre todo médicos extranjeros, por lo que las costumbres eran más relajadas que en los barrios y asentamientos musulmanes? ¿Se habrían casado? ¿Habrían tenido hijos? ¿Cuatro, cinco, como la mayoría de las parejas gazatíes? ¿Habría conseguido un pasaporte para que Azima y sus hijos pudieran salir de Gaza y así visitar a su familia en Londres? ¿Habrían sido, como en los cuentos infantiles, felices?

¿Iman, herida por misiles israelíes en la puerta de su casa, terminaría sus estudios de enfermería? ¿O las muertes de su madre y sus dos hermanos en ese mismo ataque solo le permitirían estar en el Centro de Salud Mental de la Comunidad de Rafah como paciente en recuperación?

Omar corre con la pelota por la playa, gambetea a uno, a dos, recibe una patada. Discuten, se insultan, vuelven a jugar. Están agotados. Se tiran en la playa. Hacen comentarios obscenos sobre las chicas del barrio. Se ríen a carcajadas. Caminan hacia el embarcadero. Unos van al mar, los otros buscan restos de cigarrillos en la arena. Omar se aleja porque cree ver algo brilloso a unos metros de donde están. Piensa que puede ser una esmeralda o un rubí. Vendería la piedra preciosa, se haría millonario, le compraría una casa a su madre. Pero cuando llega ve que es solo el vidrio roto de una botella. Omar es creyente y le pregunta a Alá qué clase de regalo es ese. Y el cielo parece responderle en ese mismo momento. Las explosiones se suceden. El terror lo paraliza. Un trueno, eso parece, cae en la playa donde estaban sus compañeros de juegos. Es un segundo, menos de un segundo. Cuando puede corre hacia donde estaban sus amigos. Ya hay gente ahí que grita, gime, implora a su dios, se rasguña el rostro. Omar no puede reconocer los cuerpos, pero son sus amigos. Su mejor amigo, Ismail Baker, de nueve años, está muerto. Los primos de Ismail estaban con él: Aed, diez años, muerto; Zacaría, diez años, muerto; Mohamed, once años, muerto. ¿Omar llegaría a jugar en la selección de Palestina?

Cuando comenzaron los bombardeos sobre el hospital, ¿Peter habrá pensado en sus padres envejeciendo solos en su casa de Islington, en aquella chica que había conocido en Ámsterdam cinco años atrás, en Azima abrazándolo? ¿Habrá pensado que no quería morir, no ese día?

¿Y los hábiles pilotos de los aviones F-16 que bombardearon con precisión quirúrgica las casas, las mezquitas, las universidades, los hospitales de los habitantes de Gaza en aquellos días de 2014? ¿Tendrían pesadillas, momentos de duda, miedos?

¿Y esa voz que dio la orden de atacar al hospital de Al-Shifa, que dio la orden de disparar los misiles sobre los chicos en la playa, qué hacía después de ver sus órdenes cumplidas, qué comía, por dónde viajaba, a quién acariciaba?

La_mejor_enemiga-4

1. Tres huidas

I

La primera vez que Verónica Rosenthal se fue de su casa tenía cinco años. No fue un acto precipitado sino planeado con tiempo. Había tomado una mochila, regalo de su cumpleaños, en la que guardó todo lo que iba a necesitar: bombachas, medias, una varita mágica con luces y sonidos, dos peluches pequeños (los grandes no entraban en la mochila), un alfajor Suchard —que después se convirtió en medio alfajor y más tarde en alfajor y medio cuando consiguió otro—, cepillo de dientes, una pinza de depilar de su mamá, una colita para el pelo, un peine fino para los piojos y un paquete de pastillas La Yapa, que le había quedado del cumpleaños de una compañera del jardín.

La razón por la que había decidido irse era muy clara: no quería que al crecer su madre la tratara como a Dani. Porque para su mamá, Leticia era la hija perfecta: linda, aplicada, respetuosa. Y Daniela era un desastre: desgreñada, burra, contestadora. Verónica sabía que cuando su madre se fijara en ella (hasta ahora la ignoraba, o la trataba como a un peluche más) se daría cuenta de que era como Daniela. Es más: ella quería ser Daniela. Por eso decidió irse a vivir con sus abuelos maternos. Ellos estarían contentísimos de recibirla como cada vez que iban de visita y la bobe hacía strudel, y ella le ponía crema chantilly. El zeide la llevaba a la calesita y le había prometido que cuando fuera un poco más grande ella lo iba a poder acompañar a la cancha de su querido club: Atlanta.

Hacía como un mes que le robaba todos los días unos veinte centavos a Ramira, la mujer que hacía la limpieza y las cuidaba cuando su mamá no tenía ganas de renegar con ellas. Ya tenía una fortuna de monedas que pensaba gastar en un taxi hasta la casa de los abuelos.

Aprovechó una mañana en la que no había ido al jardín porque estaba con varicela. Ella se sentía bien. Solo le picaba la cara, la espalda y las piernas, pero no se podía rascar porque si no, le iban a quedar marcas. Las hermanas ya se habían ido a la escuela, su madre debía estar en la peluquería y Ramira hacía las compras en el supermercado. Buscó la llave extra que tenían en la cocina y salió de su casa con la mochila al hombro. Era un lindo día de sol.

Como no quería que la descubrieran, ni cruzarse con su mamá, caminó por Posadas hasta Callao. Cruzó la avenida —mirando muy cuidadosamente el semáforo— y se puso a esperar a algún taxi que tuviera la luz roja de “Libre” encendida. En realidad, había un montón de taxis, así que eligió uno porque le cayó bien el chofer, un señor de barba blanca, que tranquilamente podía ser Papá Noel, que juntaba plata para los regalos de Navidad trabajando de taxista.

El taxi se detuvo. Ella subió, se acomodó como hacía su madre y, tratando de imitar la voz de ella cuando viajaban juntas, dijo:

—Hasta la casa de mis abuelos.

El taxista no sabía donde vivían los abuelos, y ella tampoco (el dato de una casa con árboles grandes en la vereda no sirvió para orientarlo). El hombre se bajó del taxi y buscó a un policía que estaba parado en la esquina. Verónica tenía ganas de llorar. La iban a llevar presa por las monedas robadas, por quitarle la pinza de depilar a su madre y por haberse rascado las piernas sin importarle las cicatrices. Sin embargo, el policía solo le preguntó dónde vivía. Ella no pudo hablar, pero le señaló la calle Posadas. A continuación, el agente le pidió que le mostrara la entrada de la casa. Y ella fue tan tonta o tan miedosa de ir presa que le hizo caso. Lo llevó hasta la puerta de entrada, el policía tocó el timbre y Ramira apareció gigante en la puerta. La abrazó, la apretó, lloró, le agradeció al policía y una vez que estuvo adentro le pegó unos cuantos chirlos en la cola, que treinta años después le seguían doliendo.

II

Antes que nada Caniggia, y después los demás: el Diego, Goyco, Ruggeri, Olarticoechea, Burruchaga y hasta Basualdo. Esos fueron los primeros ídolos de su vida. Verónica tenía diez años, se jugaba el mundial de fútbol en Italia y por segunda vez quiso irse a vivir a la casa de sus abuelos maternos.

Los platos que cocinaba su abuela Esther —los mejores knishes del mundo, un gefilte fish con jrein imposible de olvidar, los varenikes más deliciosos y un strudel sublime— habrían sido suficiente motivo para desear quedarse a vivir en la casa de Padilla y Malabia, pero la razón era otra: Verónica quería ser varón. Ella no tenía dudas de que los varones tenían una vida mejor que las chicas. Se ensuciaban, se agarraban a trompadas, jugaban al fútbol y yiraban en la calle hasta que oscurecía. Y si bien nunca le contó su deseo de ser varón a nadie (mucho menos a sus hermanas, tan femeninas ellas, como su madre, incluso Daniela, que por entonces se había rendido e imitaba a Leticia en todo), Verónica descubrió que su abuelo Elías la entendía. Por eso él le hablaba de fútbol, la llevaba a la cancha de Atlanta (el abuelo había sido dirigente del club en los gloriosos años sesenta) y la dejaba ir al Parque Centenario a jugar a la pelota con los chicos de la cuadra. Era casi un permiso en secreto, porque su abuela (y su madre) pensaban que ella iba a jugar con Lucía, la vecina un año mayor, pero en realidad las dos iban con Martín, Gonzalo, Hernán, Flavio y el Chino a jugar a la pelota contra los pibes de otras cuadras.

Gonzalo y Hernán eran los mayores y tenían por entonces doce; Flavio era el más chico, nueve. El Chino, Lucía y Martín —que eran mellizos— tenían once. Cuando jugaban contra otro equipo, Lucía no participaba, pero Verónica sí. Si jugaban entre ellos, Lucía también se metía. A la vuelta compraban una Coca grande en un kiosco. Estaban sucios y transpirados, pero nadie limpiaba el pico de la botella antes de tomar. Lo que más le gustaba a Verónica era que los pibes la trataban como a una más, jamás se burlaban de ella por ser mujer, ni la trataban distinto: eructaban, decían malas palabras, se sonaban los mocos con los dedos. Ninguno la llamaba por su nombre completo, le decían Vero, tal vez porque sonaba más masculino.

Al Chino y a Hernán también los veía en la cancha de Atlanta. Ellos iban con algún hermano o amigo mayor, y ella con su abuelo. La historia familiar contaba que el abuelo Elías llevaba primero a la abuela Esther, hasta que la maternidad no le permitió seguir yendo. Después lo acompañó su hijo Ariel, hasta que creció y prefirió pasar los sábados a la tarde con sus amigos ensayando en una banda de rock. Y finalmente, la hija menor de su hija mayor, Verónica.

Cada vez que se quedaba a dormir en la casa de Villa Crespo, Verónica usaba el cuarto que había sido de su tío Ariel, que se había casado unos años atrás con la tía Lisa. Le gustaba esa habitación llena de afiches y fotos: Titanes en el ring, el plantel de Atlanta 1973, The Wall (la película), la Plaza de Mayo el 10 de diciembre de 1983, Maradona y la Mano de Dios. Verónica había decidido que ese iba a ser su cuarto y no pensaba cambiar el decorado, como mucho agregaría una foto de Caniggia festejando con Maradona el gol a los brasileños.

El día que Argentina jugaba contra Yugoslavia, el abuelo la pasó a buscar temprano por su casa. Ella no quiso decir nada a nadie, pero se sentía mal. Había vomitado y tenía chuchos de frío. Había tomado a escondidas cuatro Mejoralitos (no era la primera vez, le gustaba el gusto frutal de esas aspirinas) y cuando el abuelo la subió al taxi ella disimulaba bastante bien su estado. Vio el partido junto a sus abuelos, a sus tíos Ariel y Lisa, y a su primo recién nacido. Festejó los penales atajados por Goycochea. En el almuerzo apenas comió y su abuela se dio cuenta de que estaba enferma. La hizo acostar en la cama del cuarto de Ariel y ella le pidió que no les avisara a sus padres. Le dijo que quería quedarse a vivir con ellos, que quería ir a una escuela en Villa Crespo, que podía ir a visitar a sus padres los domingos. La abuela le acarició la frente y le dijo que sí a todo. Ese día y esa noche Verónica soñó cosas rarísimas, tuvo mucho frío, después transpiró un montón (la abuela no dejó que se destapara), le dolió la cabeza y a la mañana se sintió mejor. La abuela le preparó un café con leche y, como ya no tenía fiebre, la dejó comer una medialuna de manteca. Cuando se preparaba para ver los partidos de ese día, sonó el timbre. Aparecieron sus padres, Daniela y Leticia para almorzar. A la hora de regresar al piso de Recoleta, intentó resistirse, buscar apoyo en su abuela, que miró para otro lado. Además, su madre le mostró la palma de la mano de manera amenazante.

Cuando salieron vio que Lucía y Martín estaban en la puerta de al lado, a punto de irse a jugar a la pelota al parque. La miraron con lástima. Ella no se hubiera sentido peor si la policía la hubiese llevado detenida.

Verónica volvió igualmente a la otra semana, y a la siguiente y a la posterior. Siguió jugando a la pelota con los pibes, pero sabía que eso no podía durar mucho, que en un momento iba a crecer y ya no podría jugar más con ellos. No quería ser una chica.

A pesar del ateísmo inculcado por la familia, ella le imploraba a Dios que su cuerpo no tomara formas femeninas.

—Diosito, que no me crezcan las tetas, por favor, que no me crezcan las tetas.

Y el hijo de puta de Dios le hizo caso.

III

Ella sabía mejor que nadie de sus huidas. Podía enumerarlas, clasificarlas, analizarlas. Lo que no podía era evitar huir. Si su vida se hubiera limitado a escaparse de su casa, todo habría sido más sencillo, pero con los años había conseguido elaborar tantas formas sutiles de escape que habría podido colmar las horas de terapia hablando de ellas, si no fuera porque descreía de las religiones y del psicoanálisis por igual.

Cada vez que daba un paso (o no lo daba) en su vida, se preguntaba si no estaría huyendo de algo. Había llegado a ser tan rebuscada que se preguntaba si no estaba huyendo de huir, o sea quedándose cobardemente. ¿Estaba todo bien con Federico o estaba huyendo de huir? Verónica sabía preguntarse muchas cosas, pero rara vez tenía una respuesta. Para eso tenía a Paula, o a cualquiera de sus otras amigas dispuestas a lanzar análisis muchos más económicos que los de un lacaniano, o menos aburridos que los de un cura o un rabino.

La pregunta no pasaba tanto por Federico, como por ella misma. Podría decirle sin mentir un ápice: “No sos vos, soy yo”. ¿Qué era lo que quería? Sentía que ciertos deseos y aspiraciones de vida se acercaban a su fecha de vencimiento a medida que ella se aproximaba a los treinta y cinco años. ¿Debía replantearse la vida? ¿Buscar un trabajo mejor pago, convertirse en editora, casarse, tener hijos, tomar clases de tango, hacerse amiga de sus hermanas, escribir un libro, recurrir a alguna cirugía estética? Si lo pensaba desde la perspectiva que ella tenía sobre el futuro a los veinticinco años, no le había ido nada mal. Tenía todo lo que entonces soñaba: departamento propio, un trabajo de redactora en una revista, cogía relativamente seguido y con un tipo al que quería y le gustaba. Salvo el ascenso de Atlanta, eternamente postergado, todo lo demás se había cumplido.

Porque a Federico lo quería. No había dudas, ¿o sí? En todo caso, dudaba si no se habían adelantado, si no hubiera sido preferible reencontrarse a los cuarenta y pico, cuando ya los caminos de la vida se aquietaban (eso creía). Estaba en ese punto donde muchas parejas deciden tener hijos y trasladar sus impaciencias a la crianza de niños. ¿Debía hacer lo mismo? No es que buscara aventuras con otras personas, ni le parecía insuficiente todo lo que le daba Fede. Lo que ella sentía era que había perdido la posibilidad de emocionarse ante el comienzo de una historia, de un enamoramiento, de descubrir que podía compartir con otra persona un deseo, una búsqueda, una obsesión.

Quizás la maternidad fuera eso: el comienzo de una historia, una emoción distinta e inesperada.

Desde hacía unas semanas que venía pensando en el tema de la maternidad, no como un deseo, sino como un temor. Durante unos días se había olvidado de tomar las pastillas anticonceptivas y habían decidido cuidarse ese mes con preservativos. ¿Cómo podía ser que se rompiera un forro? ¿Cuánta energía habían puesto ella y Federico para que cuando él sacara el forro descubriera que estaba roto y que el semen se había esparcido en su interior? Igual Fede no era un superhéroe del sexo. El semen no podía haber ido muy lejos, el espermatozoide no tenía por qué haber fecundado a su distraído óvulo.

Tal vez fue una suma de falsas certezas, de aguzados prejuicios, que hicieron que ella se descuidara y no tomara la pastilla del día después, ni la del siguiente, ni la de las setenta y dos horas que tuvo para hacer algo. Estaba con cierre de notas, tenía que resolver muchas cosas y, sobre todo, estaba convencida de que no podía quedar embarazada con lo que un forro roto había dejado en su cuerpo.

Se olvidó durante varios días, aunque cierta inquietud había quedado en algún compartimento de su cerebro. Cuando tomar la pastilla del día después se había vuelto inútil, empezó a sentir inmediatamente síntomas de embarazo: náuseas matutinas, sueño, hasta pensaba que se le habían hinchado los tobillos. Las tetas seguían iguales que siempre, lo que no se sabía si era una suerte o una desgracia. Cuando la regla no le vino en la fecha indicada, entró en pánico. ¿Qué más pruebas necesitaba?

Al salir de la redacción de Nuestro Tiempo, después de una jornada agotadora de entregas de notas, pasó por una farmacia y compró un test de embarazo. Pili la llamó para saber si quería ir de copas y ella se negó, para sorpresa de su amiga española.

—Te has convertido en una aburrida maruja que corre a cocinarle el guiso a su hombre.

Verónica la mandó a cagar y le cortó. La siguió insultando unos segundos más, algo que solía hacer con cierta habitualidad, pero que esa noche era otra señal de su estado irritable.

Cuando llegó al departamento de Federico, él ya estaba ahí. Había llevado la laptop a la cocina e intentaba preparar una receta de boeuf bourguignon que estaba en YouTube. Desde que vivían juntos, Federico se había esforzado en aprender a cocinar y le gustaba sorprenderla con platos muy elaborados. Ella, para compensar, preparaba tragos mientras él cocinaba. Salvo en días de malhumor o de tensión por la escritura de alguna nota, Verónica pensaba que tener a un hombre que le cocinara era más importante que el buen sexo, el buen diálogo y cualquier otra cosa que pudiera aportarle una pareja. Esa noche el humor no la acompañaba para considerarlo tan imprescindible (aunque el olor de la salsa por un momento la hizo dudar), le dio un beso y fue hacia el baño.

Alguna vez había escuchado decir que era mejor hacer los test de embarazo por la mañana, cuando la orina es más concentrada. La ansiedad por hacerse el test se contraponía con las ganas de pasar una noche tranquila. Lo mejor sería levantarse a la mañana siguiente, orinar el puto plástico, saber si estaba o no estaba y después seguir con las actividades del día. Una cena sin preocupaciones, un capítulo de The Walking Dead, un polvo más o menos digno, un rato de lectura de Formas del amor —la novela de David Garnett que la tenía muy enganchada— y un dulce sueño. Esperar hasta la mañana para cumplir con los trámites de su situación uterina.

A quién quería engañar. Mejor hacerlo ya.

Entró al baño, tiró la ropa de la cintura para abajo en un rincón, rompió con impericia la caja del test, leyó las instrucciones sin entender (nunca entendía instrucciones, menos si estaba nerviosa), quitó la tapa protectora, puso la tira reactiva debajo del chorro de pis unos segundos, tapó el test, lo apoyó sobre el borde de la bañera. Y esperó sentada en el inodoro.

Un minuto, dos, tres. Y dos opciones posibles.

Una rayita rosa: soy una pelotuda que se inventa preocupaciones. Dos rayitas rosas: soy una pelotuda que se inventa preocupaciones.

Las instrucciones de uso decían de tres a cinco minutos.

Minuto cuatro. Listo. Mirar ya el resultado.

Tomó el test entre sus manos y lo contempló. Dos rayitas azules. Más bien celestes, claritas, como con culpa de mostrarse a los ojos de Verónica. Dos rayitas que le indicaban que estaba embarazada, que dentro de ella había un embrión fecundado a partir de un espermatozoide que ella no podía dejar de imaginar con la cara y la tozudez de Federico y un óvulo más buscón que ella borracha.

Debía salir del baño con el test en la mano, oliendo a pis (eso no sería tan grave) y decirle:

—Querido, estoy embarazada.

Y se abrazarían y llorarían y reirían juntos como en las películas, o como ella imaginaba que habían hecho sus hermanas, tan fecundas y cumplidoras.

Maldita fecundidad de las Rosenthal.

Se puso la ropa interior, dejó el test sobre el lavatorio y se miró en el espejo. Se vio vieja, fofa, los ojos un poco saltones —no era para menos—, amagó llorar, pero la imagen del espejo no se lo permitió. Se mantuvo digna.

Había que tomar decisiones urgentes. Ordenó su cabeza y llegó a conclusiones que la tranquilizaron: el paso siguiente era tirar el test de embarazo. Nada de escenitas.

La_mejor_enemiga-5

2. Nuestro Tiempo

I

En 1985, Patricia Beltrán era una periodista veinteañera que intentaba consolidarse en alguna redacción mientras colaboraba en distintos medios porteños. Como casi todos los periodistas free lance escribía sobre cualquier tema que le pidieran: artículos políticos, entrevistas a intelectuales o a estrellas de la televisión, panoramas culturales, historias de vida, informes sociales. Quedaban solo afuera de su radar la crónica policial y los artículos deportivos, generalmente en manos de especialistas a los que no les gustaba la intromisión de otros periodistas.

Su amigo Carlos Arroyo trabajaba en la edición matutina del diario La Razón. Cuando ella llevaba alguna nota a las secciones de Espectáculos o Sociedad, aprovechaba para visitarlo en la mesa de Internacionales. Él siempre estaba con la sonrisa fácil, los pómulos que se ponían colorados por cualquier cosa, escondido detrás de un bigote profuso como los de un inmigrante genovés o los de un burócrata soviético. Fue Arroyo, que estaba al tanto de su situación laboral, el que le recomendó ir a Siete Días a ver a un editor amigo suyo.

—Llamalo de mi parte a Homero Alsina Thevenet, es uruguayo como yo, pero más viejo y más cascarrabias.

Le anotó el teléfono de la revista en una hoja de bloc y se la dio. Después se puso a recordar viejas historias de su país natal, cuando maltrataba desde un pasquín a HAT (así firmaba Alsina Thevenet sus afamadas críticas de cine). La conversación derivó en Onetti y sus mujeres. Arroyo se explayó en anécdotas con la delectación de quien sabe que está contando un chisme más o menos

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos