Prólogo
1976: MEMORIA DE LOS TIEMPOS FUTUROS
A la memoria de Juan Peñalver
Los años de la Transición fueron para mí un tiempo de agitación permanente en el que, seguramente por influencia del paso y el peso de los años que iba acusando, sentí a menudo más inquietud e incertidumbre –y, por qué no, más miedo– que en la última etapa del franquismo, pese a que el final de la dictadura se cerrara prácticamente con el broche de cinco fusilados dos meses antes de la muerte del tirano.
En medio de la tensión por decidir si, tras Franco, advendría un tiempo de ruptura o de reforma, uno se sentía partícipe de la construcción de una Historia cuyo final no habían publicitado aún con gran trompetería, aunque hubiese alguna que otra voz aislada que ya lo insinuara (por anunciar, se habían anunciado muchos finales: el del Arte, el de la Novela, el de la Filosofía…). Y, en la medida en que la Historia aún existía, poseíamos la posibilidad de equivocarnos «con cierta gloria» en ese afán por alumbrar un hombre –valga la incorrección política– y un mundo nuevos y mejores, aunque luego descubriéramos la poca y tergiversada información que teníamos sobre ambos modelos a estrenar.
De lo que fue toda aquella ansiedad urgente e insurrecta me quedan en la memoria, entre otras cosas, estas obras de Carlos Giménez que fueron apareciendo en el semanario El Papus en 1976 como un ejemplo de ese compromiso cívico que siempre ha acompañado el quehacer del que es y sigue siendo, por derecho propio, uno de nuestros más notables historietistas y al que, en nuestro afán de clasificar todo, se ha tendido a encuadrar como uno de los más elevados representantes del realismo de este universo de las viñetas cuando a mí, por el contrario, me parece que su depuradísima estilización hace de él, más bien, un manierista privilegiado para preguntarse acerca de esa verdad de la que
nunca podrá decirse todo (si algo hay en su estilo es todo menos naturalismo en sentido estricto).
Nos habíamos conocido unos tres años antes y me había parecido «un narrador de raza», de los que surgen a lo sumo dos o tres por generación, con una capacidad innata para medir los tiempos y los silencios de un relato, ya fuera algo que contase verbalmente o a través de sus páginas, un tusitala hipnótico que siempre se convertía en el centro de toda reunión. Y también había entrevisto a un hombre empeñado en acumular toda la experiencia profesional posible para poder rescatar una memoria, lo que finalmente haría, como aquella a la que se refería Tácito cuando hablaba de «una memoria de los tiempos futuros», la única capaz de liberar lo que un día perdimos (en su caso, básicamente, la infancia en un hogar de Auxilio Social en Paracuellos) y lo que otro día advendría, que es en lo que andábamos empeñados unos cuantos en esos convulsos momentos.
A diferencia de Hermano Lobo o de Por Favor, en la última de las cuales yo colaboraba con mis compañeros de El Cubri, El Papus llegaba a un público más popular gracias sobre todo al humor libertario y verborreico de Ivá, Óscar, o Já, que poseían una capacidad nada intelectualizada para desenmascarar la falsedad de una casta política heredera del franquismo que se resistía con todas sus energías a que cualquier acontecimiento pudiera desbaratar la secuencia de los hechos que habían diseñado para todos los españoles. Por esa razón, sin duda, aunque a todas las publicaciones les tocó lidiar con la censura, y vivir secuestros y suspensiones, a El Papus fue a la única a la que se le puso una bomba un 20 de septiembre de 1977. Un turbio atentado, en apariencia únicamente obra de la extrema derecha, en el que falleció el conserje, Juan Peñalver, y que vivió de cerca el dibujante Adolfo Usero, hermano por elección de Carlos y otra memoria herida desde la niñez, que estaba dibujando en su mesa una adaptación que yo le había escrito del «Domingo Rojo» de Máximo Gorki.
Es en ese contexto, en el que la Historia estaba haciéndose, o así lo creíamos, y que se cerraría enérgicamente con el intento de golpe del 23 de febrero de 1981, aviso definitivo para navegantes ansiosos de poder elegir la carta marina con la que hacer aquella singladura, en el que se fueron publicando estos trabajos que son la fiel representación, no por hondamente subjetiva menos veraz, de aquella contienda política en la que –no lo olvidemos nunca– hubo golpes, hubo tiros y hubo también muertos.
Su intención política y poética estaba tabulada irremediablemente por el corto plazo, que es cosa que se percibe, pero que no los lastra. Aquellas páginas eran una respuesta apremiante a una realidad inmediata, que se modificaba a cada momento sin perder su condición de tupida y oscura tela que el Poder trataba de depositar sobre nosotros y que nos afanábamos en desgarrar para hacer algo de luz.
Pero, si su lectura ha soportado bien el paso del tiempo, y no necesita acotaciones al margen, es porque Giménez, aunque muchos de los argumentos los trazara Ivá (aquel gran ingenuo en el sentido etimológico de la palabra: nacido libre), supo encontrar el lenguaje más conveniente para elaborar un inventario de aquellos días de sueños por desliarse.
Es cierto que hay obras más notables de este autor, que forman parte sustantiva de nuestro patrimonio, pero pocas con el planteamiento coral, sobresaliente y calculado ejercicio de retórica, que conforma este particular J´accuse con el que nuestro autor hace explícito un compromiso ético alejado de toda épica, en el que el protagonista es un individuo colectivo, afirmándose en todo momento como individuo múltiple y poliédrico, tan pequeño en escala y poder como grande en su solidaridad y, por tanto, auténticamente libre (todo lo contrario que el eslogan con que Carlos bautizó este conjunto y que fue consigna de demagogia y propaganda de la España surgida del desastre de la guerra civil).
Estamos ante el trabajo de un moralista, en el sentido más elevado del término, ese que yo asocio a Albert Camus sin ir más lejos, o a Montaigne por qué no, un moralista que pretende cumplir lo mejor posible con un servicio público en el que la obra no nazca sometida, pese a la rapidez con que se gesta, a ninguna consigna predeterminada, sino que sea una mediación entre iguales que convoque a la demolición de lo que está tratando de establecerse mediante la imposición. Una mediación que es una suerte de vínculo entre lo que el autor se debe a sí mismo y aquello que debe a los demás, un servicio mezcla de sano egoísmo airado y altruismo sin el que yo sería incapaz de concebir uno solo de los trabajos de Giménez desde que abandonara el ámbito de la ficción comercial, en el que ya nos había deslumbrado.
Y sin duda es por eso por lo que estas páginas, recorridas por un sólido estilo de argumentación, tienen ese temblor especial y ese júbilo íntimos del que sabe que sus imágenes no deben caer en la
indolencia, lugar donde naufraga casi toda la iconografía progresista de combate, si quieren constituirse en la carga de la prueba de una verdad concreta e irrefutable (que es en lo que muchos nos enredábamos entonces, impetuosos siempre, a veces incluso con ciertas discusiones no exentas de sectarismo, para evitar que las imágenes nacieran inanes o mutiladas).
Fueron días excesivos y de excesos, como acaece siempre que el futuro rebosa de posibilidades, por los que deambulábamos con la sensación de estar entre dos épocas, sin dejar que el escepticismo encontrara cobijo en nosotros. Días y noches en Premiá de Mar, donde vivía Carlos, o en Barcelona, ciudad libre entonces de problemas identitarios, en los que a ratos pesaba más la teoría y a ratos los sentidos, sobre los que él era todo un maestro. Días y noches hablando de cómo mostrar la cotidianeidad en esa faceta, que siempre posee, más universal.
No éramos héroes ni teníamos madera de héroes para la mayoría de las decisiones a las que se nos convocaba o a las que nos obligábamos de buen grado. Lo único que nos preocupaba, y que el momento parecía reclamarnos, era encontrar el centro de gravedad más preciso desde el que hablar en nuestras historietas de una pesadilla que parecía indefinida y que no creaba más que quebrantos en el alma de unas gentes con cuya solidaridad de fondo queríamos fundirnos.
Y todo aquello que estábamos viviendo me recordaba una polémica, que estos días he vuelto a refrescar, que había tenido lugar durante nuestra guerra civil: la que mantuvieron el cartelista Josep Renau, nuestro maestro del fotomontaje, y el pintor Ramón Gaya a propósito de la propaganda que en aquellos momentos bélicos se estaba haciendo en el bando republicano.
Mientras el primero negaba la finalidad puramente emocional del artista libre, un resabio burgués o pequeño burgués, para proclamar en su lugar el acatamiento de la libertad disciplinaria, la libertad condicionada a exigencias objetivas –es decir, exteriores a su voluntad individual–, el segundo, más modesto y también más receloso del partidismo a ultranza, reclamaba decir cosas emocionadas –emocionadas más que emocionantes, puntualizaba– frente a la fórmula y el cálculo. «Lo que ha de lograrse –escribía Gaya– es expresar, decir, levantar, encender aquello que habita ya de antemano en las gentes.»
Y esto último era precisamente lo que estaba haciendo Carlos en aquellas páginas de El Papus, en las que no «vendía» nada, nada «anunciaba», y de nada trataba de convencer: tan solo exponer esa vacilación, ese estremecimiento, que, como decía el artista murciano, habita en la mano desnuda, en el brazo verdadero del creador, y que a él le poseía cuando se sentaba ante su tablero, muy a menudo con la música de Joan Manuel Serrat como fondo, para ser una pequeña parte de una urdimbre de identidades que se negaban a la exclusión, una vez más, de esa Historia cuya muerte, como dije al principio, no habían todavía pregonado a los cuatro vientos (lo que, por otro lado, también sabemos desde la enunciación del señorito Fukuyama, es cíclico).
España. Una, Grande y Libre es el espejo de unos acontecimientos que, a mi entender, todavía hablan a los que no están instalados en la indiferencia.
Felipe Hernández Cava