Todo Barrio

Carlos Giménez

Fragmento

Todo Barrio

Edición en formato digital: marzo de 2013

© 2001, 2005, 2006, 2007, Carlos Giménez
© 2013, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Gonzalo Suárez, por el prólogo

Diseño de la cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Ilustración de la cubierta: Carlos Giménez

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9032-505-6

Realización técnica: Estudio Fénix
Conversión a formato digital: Esdecómic Digital

www.megustaleer.com

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Prólogo

SIN PIEDAD

Barrio es, valga la paradoja, la genial autobiografía colectiva de un hombre bueno sin piedad. Y este prólogo no es, valga la advertencia, sino el superfluo preámbulo a una obra que se basta a sí misma y que, valga la redundancia, sobrepasa con creces todo lo que se pueda decir de ella. De poco vale merodearla con circunloquios, como me dispongo a hacer, porque el tema está tratado con tanta veracidad, ternura y virulencia que excede cualquier comentario y, al ser materia ilustrada, en la doble acepción de la palabra, convierte en obvia toda reflexión. Por otro lado, me

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pregunto por qué escribir sobre un libro en el que la mirada lleva la delantera sobre la letra escrita y el dibujo expresa lo que la literatura contrapuntea y apuntilla. Me lo pienso dos veces y me respondo: ¿por qué no?

Alguien dijo, con perdón, eso de que la memoria es mirada dormida si la alquimia de un artista no la rescata del recuento de datos. En este caso, Carlos Giménez es el artista y los datos. Un artista que afronta y trastea a cara de perro una triste realidad y unos datos como dardos para los que no hay alquimia que valga porque desde su infancia los lleva clavados en la memoria despierta de su víscera cardiaca. Por mi parte, este prólogo, preámbulo o prefacio me da la oportunidad de resarcirme del apasionante mal rato que el artista y sus datos me han hecho pasar.

De nuestra posguerra, sólo queda viva la mirada de los que, como Carlos Giménez, éramos niños cuando nuestros mayores sobrevivían, o sobremorían, a una miseria material y moral, en abyecta conjunción, que nosotros asumíamos con naturalidad, ya que no habíamos conocido nada mejor. Eran tiempos raros en los que las cigüeñas, bolsa en pico, volaban de París a Madrid para depositar su no siempre oportuno cargamento en los siempre sospechosos vientres de nuestras madres y, bajo una estrella de papel sobre musgo de la Plaza Mayor, llegaban del lejano Oriente tres Reyes de barro para premiar a los niños ricos y ningunear a los pobres. Nada nuevo, por cierto. Los designios divinos, por previsibles, no son tan inescrutables. Pero, en aquel entonces, bastaba un juguete para recordarnos que unos niños buenos habían ganado la guerra y otros malos la habían perdido. De los muertos se hablaba lo menos posible, en cuchicheos que dejaban

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presuponer hasta qué punto la tristeza cotidiana encubría un secreto todavía peor, hasta que la muerte irrumpía para corroborar por sí misma nuestras más siniestras pesadillas. A pesar de lo cual, a la primera oportunidad, la alegría brotaba a borbotones como el agua de la boca de riego que saciaba la sed en plena calle a la manera de un providencial manantial. Siempre me ha sorprendido comprobar con qué desfachatez, desafiando las más sórdidas circunstancias, la alegría se abre paso por los resquicios del subdesarrollo. De cualquier subdesarrollo en cualquier lugar del mundo. Recuerdo, al respecto, el regocijo de chiquillos que, entre chabolas de Soweto, jugaban a perseguirse y matarse de mentira mientras, metros más allá, otros disparaban y se mataban de verdad.

Viñeta a viñeta, en ocasiones retablo, Carlos Giménez desglosa implacable un pasado revivido y crea, negro sobre blanco, personajes que nos suscitan una repentina complicidad como si

los conociéramos de toda la vida. A veces, son ellos los que nos miran con una familiaridad rayana en el descaro, como si reclamaran algo más que nuestra tardía compasión. En otros momentos, somos nosotros los que nos vemos abducidos por ese tiempo pasado que muchos, por suerte, ni siquiera han conocido. Tanto da. El desamparo de la inocencia en un contexto feroz constituye el nexo que hace de este barrio nuestro barrio. Nos sentimos conmovidos porque algo nos dice que en cada cuadrícula se ha capturado un fragmento de dolorosa realidad, tal es la precisión quirúrgica de la pluma que, a corazón abierto, reconvierte el dibujo en escritura y viceversa para infundirnos una emoción no exenta de rabia retrospectiva y un horror no exento de vergüenza como si la culpa ajena nos concerniera.

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Por su conocimiento de la naturaleza humana, Carlos Giménez despierta reminiscencias de Dostoievski. O de Dickens. Barrio es, valga el envite, equiparable a Oliver Twist. Con una flagrante diferencia. No habrá final feliz. Ni concesión alguna que nos permita cobrar resuello: el enamoramiento infantil de Carlines y su vecinita Amapola, aleccionadora advertencia, se verá truncado por culpa de unos tebeos que provocan la terrorífica bronca de la madre de la niña. A partir de ese momento, Carlines y Amapola ni siquiera se saludan cuando se cruzan en la escalera, nos informa el autor, y la rama preventivamente desgajada no volverá a reverdecer.

Cito este episodio, entre otros amoríos frustrados, porque es uno de los raros momentos en los que se atisba la esperanza de que algo pueda, por una vez, mitigar nuestro desconsuelo en este Madrid de los 50, en los que la miseria de la posguerra, al sarcástico paso de la paz, ha dejado ya definitivamente instaurada la dictadura y, con ella, una mentalidad que todo lo impregna, embadurna y envenena. Ranas, libélulas y renacuajos comparten la ciénaga con sapos, mosquitos y culebras. En ese caldo de cultivo, algunas vidas parecen intercambiables, como si la desgracia, a diferencia de la buena fortuna, nos igualara a todos. Pero el dibujo no elucubra, la mirada no divaga y la narración no requiere ninguna retórica persuasiva, ninguna rémora descriptiva. La cuadrícula es el cuadrilátero donde, a la manera del púgil con su sombra, Giménez pelea con su infancia hasta que el niño que un día fue, y sigue siendo, acabe ganándole el último round.

Tras este preámbulo, puede que no fuera necesario poner en mayor evidencia la secreta vulnerabilidad y el pudor soterrado de

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nuestro demiurgo sin piedad. Pero es inevitable. Bastará un ejemplo. En la secuencia inicial del capítulo III, muerto el padre y enferma la madre, Carlines vuelve a casa tras casi nueve años internado en un tétrico «hogar» del Auxilio Social. Sorprendentemente, Giménez nos escamotea el reencuentro con la madre. En planos consecutivos, dibuja el rostro del hijo mientras come y la presencia materna queda reducida a una voz en off y a las manos que sirven un plato de huevos fritos, la taza de caldo, el pan y otras viandas que el famélico niño devora con avidez. En un principio, presuponemos que la urgencia en satisfacer el hambre prevalece sobre las efusiones afectivas. No tardaremos en descubrir que son otras las razones del narrador. Diríase, más bien, que la imagen de la madre es, para él, tabú. De ella sólo veremos, en el transcurso de sucesivas historias, unas manos con la bolsa de la compra, manos que planchan o machacan ajos en el mortero, manos que cocinan o sirven el guiso en la cacerola, manos con gachas y picatostes, manos que cosen o dan limosna a una decrépita mendiga. Manos de una madre a la que no vemos. Nunca sabremos cómo era en realidad. O cómo su hijo la veía. Se nos dice, eso sí, que sigue estando un poco delicada, que ha engordado algo porque, en el sanatorio, tenía que hacer reposo, pero que está mejor y hace vida casi normal, aunque se fatiga y no puede hacer esfuerzos porque tiene los pulmones escacharrados y descansa en cada rellano al subir la escalera. Del marido muerto conocemos el retrato, sonriente, apuesto y atildado, que se hizo en Barcelona rodeado de palomas, y lo que ella de él cuenta: que le gustaba hacer la paella y que, una vez, comieron carne de burro porque él le hizo creer que era de búfalo o, en otra ocasión, llegó tarde a casa

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y tuvieron una riña conyugal de la que se enteraron todos los vecinos. También averiguará Carlines que su padre era rojo, una mañana en la que, sin saberlo, va a buscar patatas con una bolsa de las que daba el ejército republicano. Por lo demás, la voz de la madre, siempre en off, y esas manos, siempre ocupadas, son el testimonio de una irreparable ausencia sobre la que el niño y el dibujante prefieren guardar silencio.

Quizás sea en «Malos tiempos» o en «Ese día…» donde el autor nos hace oír los gritos más estremecedores, y reveladores, por largo tiempo retenidos. Para ello, presuntamente, extrapola el personaje de Carlines al del pequeño Venancio que se despierta y juega en la cama con su madre hasta que se da cuenta de que está muerta o al del niño Alfredito que, aferrado a los barrotes del balcón, llama desesperado a su mamá cuando comprende que en la caja del coche fúnebre se la llevan para siempre. Así mismo, tengo la sospecha de que Giménez experimenta en sus propias entrañas la cólera del Sr. Dionisio cuando increpa a los curas que vienen a dar la extremaunción a su mujer recién fallecida. Ignoro por qué, entre otros, estos tres momentos adquieren a mis ojos, una mayor dimensión personal. Son quizás tres gritos que, al desbordar los cauces de la ficción, arrasan el recuerdo.

Gonzalo Suárez

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