La provincia imaginaria

Fragmento

cap-3

Nota del autor a la edición de 2006

La primera edición de Las Estaciones Provinciales apareció en 1982, muchos años después de estar escrita y guardada en el cajón, tras vanos intentos de sacarla a flote.

El escritor paciente en que me había convertido, alguien capaz de seguir al pie de la letra aquella advertencia de Conrad de no pasar a la frase siguiente hasta no estar plenamente convencido de la que se acaba de escribir, era también un escritor indolente, al menos en el esfuerzo de llegar a serlo más allá de la escritura. No había otros reclamos ni otra voluntad que la de escribir, y en la satisfacción de hacerlo se cifraba una parte importante de mi vida, pero no el total de ella.

Escribir y vivir, una pauta que en mi caso venía de lejos, ya que a escribir había comenzado en la infancia, y en la adolescencia y juventud la escritura marcaba alguna orientación a la vida, en alguien bastante desnortado o, al menos, tan desnortado como la mayoría de mis amigos generacionales.

Era de prever que la vida y la escritura se mezclasen y, más allá de alguna incertidumbre pasajera, comencé a asumir la naturalidad de escribir para vivir y vivir para escribir, al margen de lo que la literatura supusiese en mi supervivencia material, lejos de la idea profesional del escritor, que me parecía inalcanzable.

Luego las cosas no son como se piensan, los libros van encontrando, con esfuerzo, su destino más allá de los cajones, y se produce ese encuentro cómplice con el lector, y el encuentro reproduce la complicidad agradecida de tu propia experiencia lectora. Es la respuesta que contiene la mejor recompensa a tu esfuerzo: lectores que están contigo, que te esperan, que asumen en la lectura, como uno tantas veces hizo, esa intensidad del placer de vivir que promueve la ficción, el compromiso del arte y de la vida, de la sensibilidad y la conciencia: la experiencia y la constatación de que existen realidades imaginarias en las que se puede vivir más allá de la vida propiamente dicha.

Vivir en la novela la vida de la novela, sin otro tiempo que el tiempo de la misma, con los personajes que pueden llegar a ser más inolvidables que las personas. La ficción como ejemplo de vida. Buena pauta para alguien que en su afán vitalista quisiera ser el vividor que en la inmediata realidad se encuentra limitado, y que en la libertad y en la experiencia del arte hará el hallazgo de una lucidez y plenitud con las que enriquecer y dar complejidad e intensidad a su existencia.

No sé hasta qué punto con Las Estaciones Provinciales el escritor paciente y secreto que yo era, muy ambicioso en sus retos y absolutamente indolente para el destino de los mismos, intentó no sólo vivir escribiendo la novela, sino también volver a hacerlo. Recuperar unas vidas, inventándolas por supuesto, en el tiempo que les correspondía y en el escenario donde habían discurrido: una ciudad de provincias en la España de los años cincuenta.

Podía adueñarme de una memoria urbana, reconocida en lo inmediato, para trastocarla y darle la vuelta atrás, y en mi sensibilidad y memoria quedaban muchas fotos sueltas, observaciones, aromas, sensaciones, emociones, ya que el tiempo de esa realidad estaba bastante petrificado o eternizado, no era un tiempo extinguido.

Pero sobre todo, podía adueñarme, y ése fue el mayor aliciente para escribir la novela, de un clima verbal, de un patrimonio de palabras y voces, ya irremediablemente amarilleadas en esa eternidad, que sostuvieran la atmósfera de una fábula sobre aquellos años en que tan difícil había sido vivir, en una realidad secuestrada y administrada desde el ordeno y mando, entre tanta miseria moral y tan pocas posibilidades.

Las palabras de ese tiempo y de esa ciudad, trasunto de tantas otras y de ahí su presencia innominada, a las que el autor paciente quería ser fiel, ya que en su adecuada apropiación radicaría buena parte de la verosimilitud de lo narrado. Era un ejercicio de memoria y de oído, de mirada y resonancia.

El arqueo de esas estaciones no le planteaba al escritor paciente, iba a decir al escritor en ciernes, especiales complejos estéticos, la confianza en el relato se sustentaba en la convicción de su conocimiento y memoria, en esa incierta verdad de lo que hubiese acontecido. Y saber contarlo, saber inventarlo, no ofrecía otras alternativas que las del fotográfico color sepia en una ficción que pretendía ser, eso sí, un viaje transversal por las plazas y calles, bares, despachos, domicilios, chabolas, afueras y poblados, de la ciudad que el protagonista observa con la lente engañosa de quien de ella se siente dueño y prisionero.

Ese protagonista es Marcos Parra, periodista del Vespertino, más zascandil de lo que debiera, menos donjuán de lo que quisiera, capaz de ir y venir con tanto denuedo como entusiasmo por esa ciudad que será su espejo definitivo, y por ese tiempo que le robará sin remedio la juventud y, si se descuida, el alma.

Un testigo de la vida que huye, de los malos tiempos que se la llevan, dispuesto a echar un cuarto a espadas, a tomar una copa, a verlas venir para dejar constancia de lo que no le permitirán.

Un perdedor o un héroe del fracaso, como me gusta denominar a mis personajes, que conoce a todo el mundo y que pertenece al rumor de esos tiempos que yo quise escuchar en la que fue mi primera novela.

Luis Mateo Díez

Primavera de 2006

cap-4

Las Estaciones Provinciales

 

 

Pelo de ceniza

tu ciudad raposa.

Con la luz degollada

y metida en un saco.

 

AGUSTÍN DELGADO

Discanto

cap-5

Capítulo primero

cap-6

1.

Me había acostado a las cuatro de la madrugada y a las nueve sonaba el teléfono como una chicharra loca. No hay respeto para las aves nocturnas. Tuve intención de dejar que la chicharra siguiese cantando hasta aburrirse, pero estaba bañado en sudor, las sábanas me aprisionaban las piernas como trapos mojados y la humedad de la almohada me hizo pensar en un llanto ajeno. Era una sensación de desasosiego y telarañas en la cabeza. Salir de Morfeo como de un hospital no precisamente esterilizado.

A la chicharra se unió en seguida la campana de los capuchinos y entonces se quebraron los zócalos de la habitación, bailó la lámpara en compases de vals mareante y por el centro del cerebro se me incrustó la cuchilla. Justo el filo de la navaja que ahonda el dolor de la resaca.

Me deslié de las sábanas, salté desnudo sobre las baldosas, abrí la puerta de la habitación, corrí por el pasillo y cogí el teléfono. Contagiosas penumbras apenas mordidas por láminas de luz desde las contraventanas cerradas. El polvillo incandescente entre los resplandores. La voz de Benito Calamidades me atacó sin piedad.

—¿Dónde te metes? Afrodisio está que se sube por las paredes. Ven en seguida.

Más allá de su voz se adivinaba el murmullo de una actividad nerviosa.

—¿Qué pasa?

Iba a librarme de la molesta legaña que cerraba mi párpado izquierdo como una esquirla cuando la propia voz de Afrodisio, que le había arrebatado el teléfono a Benito, silbó con la virulencia del sable en la batalla.

—Parra, te doy un cuarto de hora.

La comunicación se cortó y me quedé escuchando las intermitencias, un ahogo de señales que parecían surgir de mi propio cerebro abotargado.

Tómate la libertad de un sueño reparador después de una noche medianamente gloriosa y verás como nadie está dispuesto a perdonarte esa inocente decisión. No hay mayor desgracia que padecer la jerarquía de los pobres de espíritu.

Para librarme de la amenaza del director en funciones fui siguiendo un calculado programa de rehabilitación, imprescindible para superar los decrépitos tormentos en que estaba sumido: una ducha de agua fría; la búsqueda de ropa limpia, dificultada por la ausencia de doña Chelo, que se había ido a su pueblo a San Roque; el peligroso afeitado con la barbera mellada, y ese arpegio de colonias que infunden cierta laxitud refrescante. El tono presentable del ciudadano de medio pelo que ha sabido desprenderse a tiempo del polvo de sus ratoneras.

Abrí todas las ventanas, amontoné la ropa sucia en el barreño de la cocina, sacudí el colchón, tiré las colillas por la ventana del cuarto trastero.

Desde el campanario de los capuchinos la figura aconejada del lego Belarmino, el del sursum corda, me dio el santo y seña alzando el brazo izquierdo mientras mantenía la mano derecha en la frente haciendo visera. Con esa cotidiana bendición uno puede andar por la vida con la certeza de que en la gloria de los justos tiene butaca reservada. El lego, setenta y tantos años, acabará en los altares según aseguran sus admiradoras terciarias. Cualquier día, habida cuenta de sus galopantes cataratas, le veré despeñarse desde la torre.

Toda la inquina de agosto estaba en las calles. La luz agotadora que desde las primeras horas bruñe los pavimentos, el sol que cuartea tejados y fachadas, las calinas del secano como algodones etéreos o nubes de polvo que no se mueven. La tortura estival de una mano demasiado caliente que poco a poco se cierra sobre el cuello de la ciudad dejándola sin respiración.

Por el paisaje de las fuentes secas y las plazas asoladas la ruta hacia el periódico me pareció un suplicio a anotar en la cuenta de Afrodisio.

¿Qué razones fundamentales podían inducir a una amenaza tan perentoria? ¿Cómo diablos la voz de mando puede adquirir ese tono admonitorio y tajante, tan ajeno a la urbanidad debida entre gentes que comen del mismo pesebre? ¿Hay alguna disculpa para la autoridad inflada como un globo de verbena en un segundo de a bordo, cuyas dioptrías corren parejas con su imaginación de miope?

Eran preguntas sin respuestas, pero algo alentadoras para quien se las formulaba, y a medio camino busqué la sombra casi sepulcral del Isma para hacer por la vida con un café doble y una ensaimada de desecho.

—¿Te pilló el fuego? —me preguntó Venceslao el cerillas nada más entrar.

Tardé un momento en reaccionar ante este manco perspicaz, que tiene la mala costumbre de poner la zancadilla a los clientes o sorprenderles con un ambiguo corte de mangas, que él considera como una deferencia muy propia de su condición de caballero mutilado.

—Todavía no caen centellas —le contesté.

—Pero ¿te pilló o no te pilló? —volvió a inquirir.

En la barra Celedonio me enseñaba una taza sin asa.

—Mira, Parra, a ésta se la arrancó el mismo obús que dejó a ése sin la de meneársela.

Me senté, evitando a Venceslao que murmuraba:

—Toda la ciudad huele a chamusquina.

Mojé la ensaimada en el café y me vi en el espejo de las estanterías, entre el anís de las Cadenas y el licor de Lima.

He ahí la novedad de un rostro tocado por los malos pasos. Ni el rasurado ni la colonia podían ahuyentar la pérfida blancura azuladoamarillenta, pálido color suspiros de parranda.

—Dame los litines, Cele —le pedí luego al barman.

Cuando entré en el periódico el benemérito Argüello me lanzó una mirada de sabandija desde la garita. Tener a un sordomudo en funciones de conserje puede resultar chocante para las personas ajenas a la casa. Uno está curado de espantos. El benemérito Argüello es el suegro de Donato, el titular, y le suple en los permisos. En épocas normales ejerce de sacristán en la Colegiata. El latín es una lengua muerta, la suya también, tal vez ayuda a misa con el sentimiento.

Arsenio bajaba las escaleras cargado de papeles y sudando como un turco. Chocó conmigo en el rellano.

—El niño perdido y hallado en el templo —musitó con su voz de atiplado catequista y siguió escaleras abajo.

El vaho de la redacción, esa gruesa sobaquina donde se inmiscuyen agrios vapores del retrete cercano, polvillos del plomo linotípico y emanaciones de tinta, azotó mis mejillas y olfato. La sucia palmadita que uno olvida minutos después de sumergirse en tan dulce atmósfera.

Algo desentonaba con meridiana claridad en el ambiente.

Acostumbrados a la indolencia veraniega, llevábamos un mes con el nunca pasa nada como confortable divisa; el clamor de máquinas y trajines se parecía a la erupción de un volcán.

El escueto paisaje humano se atareaba como para paliar las voces de mando de Afrodisio, un trueno que salía de su despacho igual que en los mejores momentos de su úlcera duodenal y amenazadora.

De puntillas me fui a la vera de Benito, descamisado y derrumbado sobre la máquina como si una viga le hubiera caído en la cabeza.

—Parra, menos mal que llegaste, estoy hasta aquí —y señalaba la nuez de su garganta con el índice tembloroso.

—¿Se hundió la Catedral? —pregunté inocente.

Desde los ángulos estratégicos de la redacción las miradas de Rovira, don Baudilio, Chumilla y Alipio el botones vinieron hacia mí con el mismo estupor que las de los familiares del difunto Lázaro cuando salió de la tumba.

Tras la cristalera del despacho de Afrodisio se oía una cruda arenga dirigida a Paco el regente.

—Hueles a humo —le indiqué a Benito.

—Déjate de bromas, he estado toda la noche en el incendio.

Todavía tardó unos segundos en darse cuenta de que yo me encontraba en la más pura inopia.

—¿Dónde demonios has podido meterte para no enterarte de nada?

Hacer un guiño de complicidad o encogerse de hombros, cualquier cosa puede servir para que Benito divague en sus presunciones siempre en la misma dirección.

—No me lo digas.

—Hazme un resumen antes de que Afrodisio me eche la zarpa.

Paco salía del despacho con cara de haberlas recibido todas en el mismo lado.

—Un caserón en La Ventilla. Ardió como la yesca.

—¿Tan poca cosa para tanto lío?

—Hay un muerto.

La voz de Afrodisio escupió mi nombre y los queridos compañeros me miraron como al reo en trance de subir al cadalso.

—Cógelo por los cuernos —me animó Benito.

Entré en el despacho, cerré la puerta, me senté en el vértice de la mesa sin prestar mucha atención al ocupante.

Afrodisio sudaba ante la máquina y los papeles derramados. Se había quitado las gafas. De su nariz de pájaro pendía una gota. En los ojos le brillaban las heridas de la úlcera.

—Director, tomo nota de la merecida filípica, interpongo el correspondiente mea culpa y quedo a tu entera disposición.

Tardó un momento en hablar. Lo hizo después de secarse nariz y frente con el pañuelo y aliviar la corbata.

—Marcos, no te voy a aguantar ningún cachondeo. Tampoco quiero leerte la cartilla, porque allá tú con tu conciencia. Pero me ha sentado a perros. Llevamos un mes de holganza y cuando hay algo importante te esfumas. Somos o no somos profesionales, ése es el quid.

—¿Por dónde quieres que empiece?

—Benito se está cargando él solo el reportaje. Ponte al habla con el Jefe del Parque, una entrevista de última hora, lo que sea, y pícale. Vamos a cerrar algo más tarde. Tenemos una noticia y quiero explotarla. ¿Qué te parece esto?

Las pruebas de los titulares de primera página surgieron en sus manos ablandando su rostro, que llegó a esgrimir una sonrisa de satisfacción y orgullo.

—A seis columnas y cuerpo ochenta y dos —explicó como si me estuviera enseñando un trofeo profesional, la trucha más grande que hubiera pescado en su vida.

—Muy bonito —dije cogiendo las pruebas.

Afrodisio se levantó, estiró los brazos y fue hacia la ventana. Después se volvió y quedó mirando la lámpara del techo, seis velas falsificadas con polvo de siglos en las bombillas diminutas.

—Vamos a quitar las telarañas de los ojos de los lectores. Quiero un fogonazo de tinta. Quemarles las cejas.

Vi en Afrodisio al misionero visionario ante la tierra nueva.

—Si hay un muerto se puede tocar la veta fúnebre sentimental —sugerí.

—Hay un muerto y hay, a lo que parece, varias bestias achicharradas. La noticia tiene, por debajo del suceso espectacular, un filón subterráneo bastante vidrioso.

Me miró sin bajar del barco.

—Pues entremos a fondo.

Volvió a sentarse en la mesa.

—Parra, por ahora me conformo con la estricta información. Y no te creas que voy a echar en olvido tu injustificable desidia. Localiza al del Parque y no levantes cabeza en toda la mañana.

Me cuadré como un recluta.

—¿Ordena usted alguna cosa más?

Había comenzado a repasar unas fotografías. Habló sin mirarme, pero con la navaja viperina en los labios.

—Las malas noches se graban en las ojeras. Es difícil borrar determinadas huellas.

Me contuve para no responder.

—Dile a Chumilla que entre. Estas fotos parecen del pim, pam, pum.

Sujeté la puerta hasta que Chumilla, después de una señal y con cara de haber dormido de pie, entró, cerré y correspondí al respetable, que me seguía expectante, con el gesto de Pío XII en las manifestaciones de San Pedro.

—A mí me hubiera estrellado el tintero en la cabeza —masculló Rovira retrepado en su taburete de puntilloso confeccionador—. Se le ha subido la jefatura al moño.

Al pasar al lado de don Baudilio, que punteaba sobre la máquina la hucha del pobre contrastándola con sus cuentas, pisé algo blando. Bajo mi zapato se arrugó una teja lustrosa. Don Baudilio debió sentir el dolor en el corazón.

—Dámela, Parrita, es la tercera vez que me la pisan esta mañana y acabo de estrenarla.

Le dije a Alipio que me buscase el teléfono del Parque de Bomberos y me senté junto a Benito.

—Cuéntame algo más.

Benito dejó de teclear. Encendió un pitillo con la colilla del que tiraba e hizo un gesto de desamparo.

—El caserón está al final del barrio, como a doscientos metros del bloque de Regiones Devastadas. Un viejo chisme que fue fábrica de alpargatas. Estaba declarado en ruina, desmantelado. La dueña es una vieja que vive en Santander. Doña Clotilde Paniagua. En el barrio no la conoce ni Dios.

—¿Y el muerto?

—Sin identificar. Tal vez un mendigo. Tienen el cadáver en el depósito, daremos un toque al juzgado dentro de un rato.

—¿Qué más?

Benito me indicó los folios que llevaba escritos.

—¿Por qué no lo lees? Tengo la cabeza como un bombo. El fuego debió empezar a eso de las once. Causas desconocidas, aunque en el Parque te dirán que el fiambre hizo lumbre o tiró una colilla, vete a saber. Lo cierto es que aquello ardió como la yesca. Quedan justamente las paredes. El barrio se volcó con calderos, palanganas y hasta orinales. Los bomberos no te puedes imaginar qué pifia. Si no llega a ser por los paisanos arde La Ventilla entera.

—¿Y las bestias que dice Afrodisio?

Benito se iluminó con una sonrisa malévola.

—Las bestias eran por lo menos media docena de burros abiertos en canal y colgados de las vigas, y otra media que esperaban el cachetero atados a un pesebre. Y con eso sabes tanto como yo.

Sonreí a mi vez.

—Otro matadero de los que no huele la ronda de abastos.

—Pues sí señor, como el que tanto dio que hablar el año pasado.

Le cogí a Benito un pitillo del paquete, lo encendí. Con la primera bocanada se me iba la imaginación hacia una bella historia de carne fraudulenta, industriales rodados en las canchas del estraperlo, un bonito asunto al que Calamidades y yo habíamos prestado atención y que el siniestro volvía a ponernos en el plato. Buen tema para dejar de aburrirnos como ostras en un agosto tan parco en noticias que ni siquiera la Deportiva fichaba a nadie.

—No te puedes imaginar lo que fue aquello —siguió Benito—. El vecindario soliviantado, los bomberos sin saber qué hacer. Y entre el marasmo, los rebuznos de los burros achicharrándose. Pobres bestias.

Se le alargaba la cara bajo el recuerdo de la hoguera y los inocentes.

—¿Qué te ha dicho Afrodisio de eso?

—Mutis. Incendio, heroico comportamiento de los vecinos, dudosa eficacia del Cuerpo, mención al fallecido y anécdotas de la tragedia. Quiere un parte colorista con muchas bengalas. Algo que justifique los tipos de esos titulares desmesurados que desempolvó.

—Después hablamos con él. Hay que pincharle. Si nos da carta blanca encendemos una bomba y se la ponemos en la mismísima almorrana a los industriales.

Benito se animó.

—Una bomba de mondongo, longanizas y paletillas.

—Tan municipal y espesa como las intervenciones de don Sebastián Riello en el Pleno.

Alipio el botones me dio el teléfono del Parque. Chumilla salía del despacho de Afrodisio como de un ring donde le hubiesen derrotado a los puntos. Rovira le miró meneando la cabeza y volvió a repetir:

—Se le ha subido la jefatura al moño, ya es castigo.

—Estoy en el laboratorio —advirtió Chumilla antes de desaparecer.

El Parque comunicaba. Afrodisio asomó en la puerta.

—Benito, ¿acabas de una vez?

Benito había vuelto a teclear.

—Ya lo tengo casi apagado, director.

—Parra, ¿hablas o no hablas?

Le mostré el teléfono en mi mano.

—Chaval —le dijo a Alipio—, baja y avisa a Arsenio que es para hoy. Y llévale esto a don Paco.

—Si usía me concede un momento —aventuró Rovira con la sorna indefinida y volviéndose en el taburete—. Aquí la página diez no me cuadra.

Afrodisio fue a su vera.

—O quitamos la publicidad de Lozas Lesmes y Ultramarinos El Montañés o le cortamos la crónica a don Jesusín.

—Corta por lo sano. Lo de don Jesusín apesta ya con tanto veraneante ilustre.

—Luego dice que yo le tengo manía —se disculpó Rovira.

Afrodisio regresó al despacho. Estuve marcando siete u ocho veces hasta que logré comunicar.

—Aquí Marcos Parra, del Vespertino. Quiero hablar con el jefe.

Un lapso de dos minutos y una voz cantarina me llenó la oreja de cordialidad.

—Buenos días. Encantado. Soy Julián Centeno.

—Quiero noticias del incendio.

—A su entera disposición. Los trabajos están concluidos. Sólo queda un retén de seguridad. Misión cumplida.

Acerqué bolígrafo y papel.

—¿Se saben las causas?

—Pues no, hay que peritar con calma. Estamos en ello. Pero si lo desea le adelanto mi hipótesis. El difunto fue el agente provocador, apuesto doble contra sencillo. Un fueguecito para calentar las sopas, una colilla al albur. Cualquier cosa. Tenga en cuenta que el inmueble estaba abandonado, vigas semipodridas, materias de desecho que prenden como estopa. Si el difunto es un mendigo, como pensamos, podía estar enfermo o borracho, dispuesto a dormirla sin enterarse de nada. No tardaremos en ofrecerles nuestro parte.

—Los espectadores tuvimos ocasión de presenciar una actuación del Cuerpo bastante deficiente.

La voz se atipló.

—Lo niego. Hay mucho infundio contra nosotros. Ésa es una apreciación que no puedo admitir.

—Tal vez cuentan con equipo pasado de moda.

—Estoy de acuerdo en que en el presupuesto podían ser más generosos. Hay material que renovar y la dotación se queda corta. Pero siempre cumplimos a conciencia. El incendio se superó en un tiempo más que aceptable.

—Con la ayuda del vecindario.

—Mire, el vecindario ayuda y no ayuda. Las catástrofes desatan el pánico, los nervios se encrespan. Pero pensar, como sucedió, en un riesgo inmediato para el bloque de Regiones, que era el que estaba más cerca, y para el barrio, fue algo totalmente absurdo. Nuestro plan de contención, el dispositivo de seguridad, y le ruego que esto lo diga así, fue perfecto y preciso. Acorde a las normas más acrisoladas. Por favor, no sean ustedes quisquillosos. El Cuerpo de Bomberos es heroico y abnegado, derrocha amor propio, se lo digo yo. Por eso nos duele más el juicio apresurado e injusto de los profanos.

—También los espectadores escuchamos unos, digamos, aterrorizados rebuznos, y usted perdone. Es algo que está dando pie a muchas cábalas.

La voz se hizo delgada como un junco.

—Perdone que me remita en exclusiva a la parte técnica del siniestro, que es la única que me compete. Nuestra misión era apagar el fuego, efectuar los salvamentos, si los hubiere, y activar los dispositivos de seguridad.

—¿Cómo hallaron el cadáver?

—Perdone otra vez, pero de eso debe usted hablar con el juzgado de guardia, ellos lo levantaron.

—¿No hubo ningún otro hallazgo?

Pude adivinar una sonrisa forzada.

—Cenizas y humo. Aquello era un almacén de polvo.

—¿Qué más puede decirme?

—Sólo rogarle que recuerden la disciplina y sacrificio de nuestro Cuerpo. Y que no sean quisquillosos, por favor.

Era cuanto podía sacarle a un estricto funcionario preocupado en no mojarse ni la punta de los pies.

Me puse a la máquina y elaboré un preámbulo lleno de baldías inquisiciones antes de concederle la palabra al oráculo del Parque.

Arsenio había vuelto con sus galeradas, entraba en el despacho de Afrodisio y salía limpiándose las manos como Pilatos.

—Tienes cara de haber dormido al sereno —me dijo con su gracia más sosa que la sopa de un diabético.

—A otros se les pone igual en la Adoración Nocturna —le contesté.

Benito cantaba el punto final de su rollo incendiario. Se desperezó hacia atrás antes de incorporarse y su colmado cenicero cayó al suelo con un estrépito de cristales hechos añicos. La úlcera de Afrodisio chilló tras la cristalera.

—¿Vais a estaros quietos?

El dudoso equilibrio de Benito, apoyado en las patas traseras de la silla, se fue a pique ante el estruendo y la voz del director. Cayó de espaldas rozándose la cabeza en la pared, igual que un saco. Todos nos levantamos al mismo tiempo. Afrodisio asomó en la puerta.

—Pero ¿qué demonios sucede?

Los zapatos de Calamidades surgían por encima de la mesa pedaleando en el aire. Las manos buscaban sin suerte un asidero. Los folios del reportaje le resbalaban por el pecho.

—Sacarme de aquí, echarme una mano —gritaba.

Lo cogimos entre don Baudilio y yo y lo pusimos de pie. Afrodisio cerró la puerta del despacho murmurando:

—No en vano te llaman Calamidades.

Benito se acariciaba con gesto dolorido la nuca y los riñones.

—Para haberme roto la crisma.

Le ayudamos a recoger los folios. Alipio vino con la escoba.

—Te has quedado blanco.

—Un accidente laboral —masculló Rovira con sorna sin levantar los ojos de su cuadrícula.

Y entonces Benito, como si le hubieran pinchado, corrió hacia al absorto confeccionador y se le encaró a un metro.

—Sabandija. Métete la lengua en el calcetín. A mí ni me dirijas la palabra.

Del blanco había pasado al cianótico sin la más leve transición.

—Oigo un desagradable mosconeo —dijo Rovira sin inmutarse—. Alipio, ¿por qué no abres un poco más las ventanas?

—Ladilla —apostrofó Benito—. Me buscas y me vas a encontrar.

Teníamos ya sin remedio una nueva reyerta. Un viejo asunto de odios tribales que nunca llegarían a las manos, pero que sonoramente podían alcanzar puntos más álgidos que los de los conejos en el apareamiento.

Rovira se volvió con calma estudiada hacia su contrincante.

—A usted ni le conozco ni le considero.

Y después la cita clásica:

—Uno ha recibido la suficiente educación como para hacer oídos sordos a las palabras vanas.

Y tornaba a su cuadrícula.

Benito se iba convirtiendo progresivamente en un manojo de nervios. Don Baudilio me miraba. Teníamos la experiencia nefasta del arbitraje contemporizador. Sabíamos que la contienda necesitaba cubrir su derrotero verbal hasta desinflarse por sí misma. El propio Afrodisio lo sabía y por eso estaba haciéndose el sueco.

—¿De qué educación hablas? ¿Cuándo te has visto tú en un colegio de pago?

Rovira llevaba la ventaja de la calma, aunque por dentro le corroyeran los gusanos.

—Usted necesita sacudirse el pelo de la dehesa. Necesita pulirse para hablar conmigo. Y los hermanos de Champagnat dieron en hueso al intentarlo, según se ve. Es imposible sacar otra cosa que no sean bellotas del alcornoque.

—A ti, sabandija, los agustinos te echaron de Calahorra por tripero.

El tema tribal entraba en danza.

—Profesé de novicio y merecí sus respetos.

—Y el de las correas.

—Los padres agustinos, caballero, ejercen una pedagogía moderna. Lo que haya visto entre maristas allá ellos y usted.

—Los agustinos —remachó Benito con infinito desprecio—, una orden de desertores del arado.

Rovira se incorporó accionado por el resorte de la indignación.

—Una orden con licencia para todos los sacramentos. Y no como los maristas, que son legos, un cruce de maestros de escuela y sacristanes.

Las voces subían de tono.

—Cíteme santos —pedía Rovira—, dígame cuántas peanas consagradas ocupan esos señores del babero. Compáreme, si puede, al beato Marcelino con el Obispo de Hipona.

Rovira estaba ya electrizado.

Don Baudilio se decidió a meter baza con esa voluntad enmendadora tan inútil como peligrosa.

—Bueno, bueno, no os pongáis así.

Benito caminó hacia su mesa. Cogió los folios y los golpeó contra la máquina.

—No consiento que un miserable exclaustrado me insulte.

El taburete de Rovira cayó al suelo. Don Baudilio apenas pudo sujetar al confeccionador.

—Usted se traga esas palabras.

—Por Dios —suplicó don Baudilio al tiempo que veía rodar de nuevo su teja por el suelo.

Benito cerraba los puños.

—Ven aquí, si eres hombre, sabandija.

La voz de Afrodisio, que ya se hacía esperar, decretó combate nulo:

—No quiero oír más gritos. Se acabó. Benito, tráeme el reportaje.

Calma chicha tras la barata tempestad.

Don Baudilio intentaba componer la teja lacerada y Rovira liaba un cigarro como buscando sosiego en la minuciosa operación de la petaca y el librillo. Sus labios mascullaban un mudo soliloquio con gran aparato de gestos y salivaciones. Benito se encerró en el despacho de Afrodisio.

Volvía al plácido tecleo con una indómita desgana, desalentado entre el sudor que me hacía cosquillas en los sobacos y me perlaba la frente.

Las ventanas de la redacción, abiertas de par en par, como tres ojos sin párpados, dejaban entrar la vaharada luminosa que ya estaba abrasando el paisaje de torres y tejados.

El ventilador con las aspas quietas pendía sobre nuestras cabezas, inútil y absurdo, convertido desde hacía una semana en un enfermo incurable.

Cuando liquidé el último folio Rovira se me acercó limpiándose la cara con el pañuelo.

—Nos vamos a deshidratar —dijo.

—De algo hay que morir.

Me miró con cara de náufrago, asintiendo, apartó los folios y se apoyó en mi mesa.

—¿Has pensado lo del permiso?

—Por mí no hay problema. Habla con Afrodisio.

—Es que me fastidia hacerte la faena. La parienta se ha empeñado en que vayamos a su pueblo y tiene que ser a partir del quince, porque luego van mis cuñados. Yo por los chavales, que así se orean.

—Habla con él. Lo cambiamos. De verdad que no tenía pensado nada.

—Como eres el único que puedes echarme una mano.

Se quedaba mirando el ventilador, momentáneamente ensimismado en las aspas inmóviles.

—No te cases, Parra. Eso del matrimonio es un folletín —dijo absorto en sus pensamientos.

Comencé a recoger los folios.

—Hablaré con él, pero si te viene mal dímelo. Tampoco se hunde el mundo.

Se iba hacia su puesto limpiándose las manos.

—Es un pueblo del Páramo que no tiene ni un charco, fíjate qué plan, pero como nos falló lo de Educación y Descanso.

Con los folios en la mano entré en el despacho de Afrodisio. Benito discutía con él.

—No podemos aventurarnos. Y te dije bien claro que ni lo mentaras.

Benito se encogió de hombros al verme e hizo un gesto de disgusto señalando a Afrodisio, que peinaba el original con la estilográfica. Afrodisio me miró sombrío por encima de las gafas.

—Haz lo que quieras, pero ten en cuenta que los rebuznos los escuchó todo el barrio —advirtió Benito y se fue a la ventana con las manos en los bolsillos.

—¿Llamasteis al juzgado?

Me senté y cogí el teléfono.

—¿Con quién puedo hablar?

—Pregunta por Corsino, el número está ahí apuntado —me indicó Benito.

Marqué. La voz de Corsino el Oficial tardó un minuto en contestar con su timbre de chicharra.

—¿Qué hay del fiambre? —le pregunté.

—Identificado —anunció Corsino satisfecho, después de saludar y recordarme una añeja deuda de mus—. Toma nota si quieres. Arsenio Valderas García, hijo de Acisclo Valderas —deletreaba con acento procesal— y de Encarnación García, natural de Serrilla, municipio de Matallana, nacido el cuatro de noviembre de mil ochocientos ochenta y tres. Sin oficio conocido. Estuvo unos meses en el asilo y se escapó. A lo mejor, Parrita, te suena más como el Cribas.

La estampa del Cribas con la lata del vino y los mendrugos en la mano, la zamarra costrosa, las barbas amarillas, las polainas y las abarcas que daban a sus pasos un andar más lento que el de las locomotoras en maniobra, me llenó los ojos y recordé su voz salmodiando la limosna con el pareado: para un cuartillo y para un cuarterón, para un librillo y para un porrón.

—¿No hay ninguna duda?

—Ninguna, Parrita. Hasta la hermana Eulalia, la de las hermanitas, lo ha reconocido. El cadáver parece que está menos chamuscado de lo que puedas suponer. Esta tarde se le hace la autopsia. ¿Vale?

—Gracias, Corsino.

—A mandar.

Colgué. Afrodisio y Benito me miraban expectantes.

—Era el Cribas —dije y cogí un pitillo del paquete de Afrodisio.

—¿El Cribas?

—Un mendigo. ¿No me digas que no lo has visto nunca? Desde La Ventilla hasta el Ejido le conocían hasta las piedras.

—No me doy cuenta —afirmó Afrodisio.

Benito se sentó en el borde de la mesa. Podía adivinar el recuerdo de la misma estampa en sus ojos abstraídos. ¿Cuántas colillas le habríamos visto recoger en el bodegón de Miche, en el Pelao y en Casa Aparicio? ¿Cuántos porrones se habría bebido a nuestra salud?

—Era un viejo lleno de asma y de pulgas —dijo Benito—. Un buen paisano.

—¿Y qué se le habría perdido en el caserón?

—A lo mejor olió los chorizos de burro y entró a picar.

—O a dormir la mona. Lo cierto es que él ya no va a contárnoslo.

—Añade el dato y dile a Paco que cerramos.

Afrodisio ojeó mi entrevista.

—Llévate esto también.

Benito salió con los papeles.

Fumaba en silencio sin poder borrar aquella sombra parsimoniosa del Cribas tan habitual en las esquinas, en las tabernas y en las callejas, un espectro de mugre que emitía la monótona cantinela como quien reza el rosario de la aurora sin haberse despertado del todo.

Afrodisio se quitó las gafas.

—¿Te vas a quedar ahí toda la mañana?

—Pienso en el viejo y en la ocasión que tenemos para tirar de la manta en este asunto.

—Marcos, yo estoy en funciones. No quiero líos.

—Pero tampoco quieres hacer una hoja parroquial.

Volvió a ponerse las gafas después de repasar los cristales con el pañuelo.

—Sólo te pido que nos des vía libre a Benito y a mí.

—¿Y qué vais a hacer?

—Recoger toda la información que podamos y dejártela aquí, encima de la mesa.

—¿Para archivarla o para la caldera?

Afrodisio encendió un pitillo, cruzó las piernas y se me quedó mirando con cara de comadreja.

—Cuando la tengas podrás decidir. O que decida Cayetano cuando vuelva. Tú no arriesgas nada.

—Tendría que consultar con don Benigno.

Acentué mi gesto de desánimo con intención de levantarme. Un suspiro dramático y concluyente del que Afrodisio se resintió.

—Si para cualquier minucia tienes que dar cuenta al Consejo, será mejor olvidarlo. ¿Qué pintas tú y qué pintamos nosotros?

—Don Benigno —quiso disculparse Afrodisio— es persona comprensiva. Yo me cubro las espaldas.

—Don Benigno está en Babia. O somos profesionales o no lo somos, ése es el quid, como tú tantas veces repites. ¿Quién manda aquí en este momento? Déjate de pamplinas.

Le tenía acorralado y el pitillo tembló en sus dedos.

—No te exaltes. Vamos por partes. Discutamos el asunto.

—No hay nada que discutir, Afrodisio. No se trata

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