Los caminos de la quimera

Fragmento

cap-1

Nota de aniversario

La Fuente de la edad cumplió treinta años en junio de 2016 y este hecho remueve los recuerdos de su escritura y las satisfacciones que el autor experimentó con su publicación, ya que la novela conquistó en seguida muchos lectores y un inusitado reconocimiento.

Desde mi primera novela Las estaciones provinciales habían transcurrido cuatro años, y el escritor laborioso en que me estaba convirtiendo ya tenía muy claras sus motivaciones y el sentido de lo que le interesaba. El compromiso de la ficción con la vida presagiaba un destino paralelo al de la imaginación con la realidad, y yo estaba más cerca de la quimera de mis Cofrades protagonistas, de alguna conquista beneficiosa que al menos se alternara con la desgracia de vivir y abriese otros cauces y horizontes a la libertad de hacerlo, sabiendo que la vida se inventa para conocernos mejor y que en la ficción literaria se encuentra una parte sustancial del patrimonio universal de la imaginación humana.

La mayor satisfacción, como digo, que me proporcionó la novela fueron sus agradecidos lectores, con el aliciente de que muchos de ellos me transmitieron ese agradecimiento, identificados con el sentido de la fábula y de sus personajes, con los que establecían una jocosa familiaridad.

La verdad es que ése sigue siendo el rendimiento de la novela, tantos años después, con un amplio recuerdo de la misma desde perspectivas generacionales y la convicción de tratarse de una historia de raíz quijotesca y resonancias míticas.

Existe una extendida consideración, muy compartida entre estudiosos y lectores, probablemente también bastante aceptada entre los escritores, de que en la obra de un autor suele haber un título que, con mayor o menor justificación, se impone como ineludible referencia y marca su reconocimiento. Un título que hasta sobrepasa el nombre de su creador, que podría pervivir con su propia identidad en ese límite glorioso del anonimato. Seguro que se trata de una exageración, aunque muy tentadora, no puedo negarlo.

La Fuente de la edad me sigue persiguiendo años después y, aunque en algún momento, convencido de que he publicado otras novelas mucho más ambiciosas, sentí ese peso persecutorio, la insistencia de unos personajes celebrados como inolvidables, no puedo dejar de sumarme a tantos lectores agradecidos, aunque solo sea por puro agradecimiento.

Un agradecimiento a mis editores, quienes rescataron el aniversario de mi olvido, ya que nunca tuve memoria para fechas conmemorativas, y que me lleva, años atrás, a recordar a Felisa Ramos, la editora que entonces leyó el original en una noche y me llamó, a primera hora de la mañana siguiente, para decirme lo que yo más hubiera agradecido escuchar después del largo viaje de escritura acompañando a mis Cofrades.

Luis Mateo Díez

cap-2

Una idea, una fuente

Prólogo

Mis novelas suelen tener su origen en una idea o en una imagen y, a veces, la idea narrativa se reviste ya desde el comienzo de una imagen narrativa, lo que supone que ambas se integran suscitando el aliciente creativo de lo que empezaré a escribir, la historia que despega desde ese arranque embrionario.

Idea narrativa, imagen narrativa, un pálpito originario que contiene, si es bueno, mucho más de lo que parece, que suscita y sugiere y requiere.

No me importa decir que se trata de una idea poética o de una imagen poética, si ese pálpito es suficientemente revelador. A fin de cuentas de esa idea, de esa imagen, se va a nutrir el sentido de la novela, va a irradiar su destino.

La fábula que voy a contar remite en todo momento a ese embrión, la luz que la ilumine proviene de él. Tanto es así, que cuando hay suerte en el proceso de escritura de la novela, el aval que más seguridad me reportará, lo que más agradezco para transitar sin radicales zozobras en el primer tramo, suele ser el título, y un buen título expresa de algún modo esa idea o imagen, se acerca a ella, la sugiere.

Los que se me ocurren en seguida son los títulos que más me gustan, y con ellos obtengo una recompensa necesaria y una coartada contra el extravío. Por eso, es normal que comience a escribir mis novelas, una vez que la idea ha encontrado en mis cuadernos el desarrollo imprescindible, cuando la bitácora ya da cuenta suficiente de la navegación precisa, con el título decidido.

Cuando me dispuse a escribir La Fuente de la edad, la mayor convicción de los cinco años que le dediqué se sustentaba en el título que, en este caso, era una expresión muy propicia de su imagen narrativa, de la idea poética de la que partía.

Siempre digo que la edad me parece la conciencia del tiempo y mi Fuente, la que buscarían los Cofrades en una disparatada aventura, tenía las aguas de esa conciencia, aguas virtuosas que podrían conceder a quien se hiciese dueño de su mito no sólo la juventud sino la lucidez.

Los Cofrades que protagonizan la novela, vitalistas, despendolados, heridos por la mala fortuna de unos tiempos infames, que son los que les toca vivir, buscan en la Fuente la felicidad eterna que sólo puede construirse con la sabiduría y la libertad, ese placer no ajeno a la inocencia, en un tiempo donde poco queda de la misma, y que hay que ganar con el esfuerzo de la imaginación.

La Fuente es un mito, una quimera, un ideal, un camino de salvación que sólo con emprenderlo ya proporciona satisfacciones, aunque probablemente la salvación sea lo más quimérico del mismo, no hay aguas redentoras pero sí existen búsquedas liberadoras.

La búsqueda de ese mito promueve una aventura que se superpone a la precaria aventura de la existencia de los Cofrades; el ideal de la Fuente, que parece un ideal bastante quijotesco, rescata lo mejor de ellos mismos, su desatada fantasía es un salvoconducto hacia la lucidez, un aprendizaje de otro grado de supervivencia que posibilite la felicidad.

Entre la carne y el espíritu, tan sojuzgados ambos en la ciudad de los Cofrades, penden las carencias de ese tiempo, las imposturas, las frustraciones.

No hay corriente que se lleve la desgracia de vivir, sólo emociones anegadas, albañales. La ciudad está gobernada por quienes ganaron en una reyerta trágica, y ellos son los que administran la realidad. Pero, como bien sabemos, la imaginación es subversiva y en la aventura de los Cofrades es la imaginación quien establece las complicidades, la fraternidad de su destino.

Recuerdo haber visualizado a mis Cofrades por algún paisaje más o menos idílico, probablemente todavía no les conocía bien. Estaban en el monte, caminaban jubilosos, comentaban entre bromas los avatares de su excursión. Una imagen vitalista de exaltación y búsqueda, la expectativa del hallazgo, la cercanía de la plenitud.

La Fuente del sueño se correspondería después con la Fuente de la ciudad invernal, bajo la nieve, cuando ellos, inasequibles al desaliento, vuelven a conjurarse para seguir buscando.

Los Cofrades han integrado la quimera en sus existencias, hasta sus voces están salpicadas por las palabras de su sueño, apostar por la imaginación es apostar por la vida, la ciudad muerta no les corresponde.

Se sobrevive inventando lo que merecemos.

Luis Mateo Díez

Verano de 2002

cap

La Fuente de la edad

cap

Para Floro, Miguel, Antón y Fernando,

Cofrades fraternos

cap

I. El baúl de don José María Lumajo

cap-3

1. Los Cofrades

Bajo esa sombra primeriza del oscurecer, que parece una cortina granate en el relumbre de junio, Jacinto Sariegos se evade con el gesto solapado de la sabandija.

Tiene la atmósfera un vago esplendor de flores cautivas, yerbas quemadas, alientos lejanos de pinar, ráfagas inocentes que expanden momentáneamente sobre la ciudad el aroma de la arboleda y de las vegas.

Jacinto atesora en un instante ese aroma fluido que le libera de la salpicadura de los legajos, del polvoriento goteo de los expedientes, amordazados por los balduques en las destartaladas estanterías. Y avanza pegado a las aceras, vertiginoso sobre el desnudo riel de los bordillos, dispuesto a sobrevolar las esquinas con el fantasmal apresuramiento de quien está convencido de llegar tarde.

Antes, por el túnel del Archivo, donde se respira el vaho cotidiano de las apolilladas singladuras administrativas y los siglos apilan sus contenciosas efemérides entre las ruinas de las pilastras consistoriales, la sabandija era una ameba, cuyos seudópodos rastreaban cansados y ciegos el informe laberinto.

Sería el último en llegar a la azotea de Chon Orallo, donde la Cofradía iba a reunirse atendiendo a una invitación culinaria de Ovidio, el hermano de Chon, que había prometido una lujuriosa cazuela de ancas de rana. Siempre Jacinto contrariaba los cálculos del tiempo, temeroso y olvidadizo de citas y horarios, como si la vida subterránea del Archivo marcase un ritmo ajeno a todo: la cadencia impasible de aquel tiempo que allí se almacenaba, invasor e irremediable para los servidores.

Era preciso coronar los tres pisos del fúnebre caserón, alzado en la línea de la muralla donde se truncaba el riel del bordillo, que el abuelo de los Orallo reconstruyera con menos dinero del debido, al regreso de sus correrías mejicanas, ahuyentando a los viejos inquilinos para dar guarida a los herederos. Y ascender luego al abuhardillado refugio por el tramo suelto de la escalera, que se agarraba como el sendero a la cumbre. Una bombilla colgaba la desnuda miseria en el limitado rellano final, y el mugriento lucernario colaba a duras penas las cenitales lumbres del oscurecer.

Jacinto Sariegos llegaba, irremisiblemente condenado a exculpar su tardanza sin que nadie le diese crédito, pero como el mensajero a quien apura la noticia y desea alargar el momento de comunicarla, amparándose en acrecentar su valor y efecto. Golpeó la puerta de la buhardilla considerando un instante la rapada suciedad del puño de su camisa, y la veloz imagen de su difunta madre cruzó hacendosa el pasillo de su memoria.

—Están en ello —dijo el mensajero, con el gesto aturdido de quien da cuenta de una avería sin sustraerse a la sospecha de haberla provocado—. O nos metieron un submarino o alguno nos fuimos de la lengua —confirmó, exagerando la consternación.

Chon Orallo mantenía la puerta abierta y le observaba con el menosprecio de quien no admite justificaciones.

—Las ancas se ponen tiesas —declaró colérica—. ¿No hay modo de que por una vez seas puntual?

—Uno anda por ahí laborando para la causa, gastando saliva y medias suelas —protestó Jacinto, aspirando sin entusiasmo el aroma que llenaba la buhardilla—. ¿Están todos?

—Paco y Benuza ya se comieron media hogaza y van por la segunda botella.

De la cocina, incrustada como un oscuro agujero donde la loma del tejado rozaba el suelo en su declive, con las vigas mullendo a duras penas aquella deforme caída, manaba un humo ralo, que ascendía lamiendo el marco de la puerta desvencijada. Ovidio Orallo asomó envuelto en un riguroso mandil, remangada la camisa y salpicada la cara de sudor y pimentón. Alzó la mano con el cucharón de madera a modo de enseña.

—Ave, Jacintín, ya los batracios anuros crepitan y borbollonea la cazuela. Si me tardas cinco minutos, se me derriten las extremidades. Anda, Chonina, avisa que voy.

La brisa del oscurecer traía a la azotea la fresca humedad de las vegas, apenas difuminadas en la línea de las choperas que escoltaban el río, desde el límite perdido del barrio, que apiñaba su mole como un envejecido enjambre alrededor de la catedral. Las blancas agujas góticas crecían como dos cipreses de piedra sobre los tejados.

—Al fin, Sariegos —exclamó Paco Bodes, elevando los brazos con el suspiro del que ve cumplida la penitencia.

Los reunidos rechazaron el saludo exculpatorio del mensajero, que abrió cohibido una silla de tijera para acercarse a la mesa.

—Pues ya estamos la totalidad —aseguró en seguida don Florín—. Y como siempre, y para tales ocasiones, no estaría de más comenzar brindando a la memoria de Nuestro Padre Gerónides.

—Sí —reafirmó Ángel Benuza llenando los vasos vacíos—, que sea la beoda santidad de Nuestro Padre quien ilumine nuestros cuerpos astrales, y especialmente en estas circunstancias, cuando nos disponemos a cometer un sacrilegio mitológico.

—Esperar a que venga Ovidio —exigió Chon.

—Vamos, Chonina, déjanos libar este rascante clarete, no nos pongas condiciones —pidió Paco.

Todos menos Benjamín Otero, el sobrino de don Florín, bebieron secundando el brindis. El muchacho hacía una bola entre la yema de los dedos con la miga de la hogaza, y mantenía esa tímida actitud del monaguillo al que le tiemblan las vinajeras.

—Chamín —dijo su tío colocando la servilleta al cuello—, no te tomes al pie de la letra los consejos del galeno, y no olvides que un convaleciente ya no es un enfermo.

—La salud se esponja en la mesa y, por supuesto, en el lecho —opinó Paco Bodes—; yantar y ayuntarse, según la preclara lírica del Arcipreste.

Se aplacaban los Cofrades esperando la cazuela, con esa sopesada expectativa del caminante que da por cierto el refugio final, la morada reparadora. Alrededor de la mesa la calva de don Florín resplandecía amoratada por las lociones experimentales, acaso excedidas en los últimos días, y el lobanillo de Paco Bodes fulguraba embadurnado con el ungüento amaracino. Ángel Benuza acarició la perilla liberando un pelo caduco que dejó caer como un mosquito muerto.

—Nuestro Padre Gerónides —dijo—, y su nombre sea por siempre alabado, de quien tu tío Floro, Paco, Aquilino Rabanal y un servidor, somos evangelistas, exhortaba, querido Chamín, como signo de salud y bienestar, a la mística conjunción del lupanar y la taberna. La saya de Afrodita y el laurel de Baco.

—Afrodita, Afrodita —terció Chon Orallo, que colocaba el salvamanteles para la cazuela que Ovidio anunciaba a grandes voces desde la cocina—, la soez obsesión de ese guarnicionero carcamal que fue Gerónides. No les hagas caso, Chamín. Hay un principio femenino que impera sobre tanta manipulación y basura. Isis es el auténtico símbolo, y estos rijosos lo saben. La diosa madre, el poder mágico supremo.

—No desbarres, Chonina, no vengas a mezclarnos el Nilo con el Garaño. Y un respeto a Nuestro Padre —pidió Bodes.

—Me sacáis de quicio, no lo puedo remediar. Toda esa estúpida glorificación patriarcalista del lupanar y la taberna. ¿Qué mística conjunción ni qué ocho cuartos?

—Isis, querida amiga —explicó Benuza con la complacencia de un fraile en la conferencia cuaresmal—, es la diosa madre, eso nadie que tenga dos dedos de frente va a negártelo. Afrodita a su lado, una bagatela. Y está claro que por haber triunfado sobre la muerte, pudo devolverle la vida a su esposo Osiris, cuando éste se cayó del Panteón y quedó despedazado entre las aguas del Nilo. Ella recogió uno a uno sus trocitos. Pero al final, ¿qué es lo que le faltaba? Pues lo más importante, la pieza imprescindible, ese adminículo donde Osiris tenía el poder y la fuerza, como todo varón que se precie. El miembro.

—El cuerno del perchero de donde siempre cuelga vuestra sucia imaginación.

—Lo que tú digas, Chonina, pero Isis buscó como una loca ese sagrado instrumento, ese cetro magnético, que se había tragado un pez. Y no era un interés meramente simbólico el de la diosa madre, claro que no, era un interés genésico.

—Mira, Benuza, lo que de veras me gustaría saber es lo que hubiese sucedido si el pez, cosa nada difícil, hubiera picado el anzuelo de algún furtivo.

—Hija, no tengo yo hoy el cuerpo para especulaciones teológicas de tal voltaje.

—Mejor será —apuntó don Florín, que manoseaba nervioso la servilleta— pedirle a Isis que, al menos, a nosotros, por siempre nos libre de parecidos eventos.

Ovidio Orallo mostró la enorme cazuela, donde las ancas naufragaban en un mar crepitante. Algunas gozosas exclamaciones confirmaron el fervor de los Cofrades. En la azotea el eco de la charca, algo tan real o tan ficticio como todos los ecos sostenidos en la resonancia del oscurecer, fue, de repente, como un ambiguo y molesto recuerdo para la sabandija mensajera. Sariegos era el último y el más remiso en admirar las alabadas extremidades.

—Una metáfora aproximada —dijo Paco Bodes, aspirando el aroma y observando glotón el naufragio— podría ser: pálidos muslos de verdes ninfas en el bullicio del pimentón.

Ovidio se había quitado el mandil y se sentaba al lado de los comensales, dispuesto a seguir comprobando el éxito de su guiso.

—Lo más chocante es que el cocinero no pruebe bocado —dijo Jacinto, descargando sin entusiasmo el cucharón en su plato.

—Manías —confirmó Chon—, escrúpulos y manías.

—Me gusta pescarlas y prepararlas, pero reconozco que después no me tientan —confesó Ovidio.

—A mí —dijo Jacinto— lo que no me agrada es pensar en ellas mientras las como. Una rana siempre tiene esa cosa rara, como de otro mundo.

—Nada, tonterías —opinó don Florín—, por deformación profesional yo sería el más indicado para ponerlas en cuarentena, y ni caso. La prueba de la rana, una putada enorme para estos batracios inocentes, no me las hace menos apetitosas, y que conste, Ovidio, que estas ancas son superiores. Vaya tamaño.

—Están pescadas en la Charca de Cantarín, donde el regato.

—Lo problemático del banquete —dijo Ángel Benuza, limpiando la boca con la servilleta y sirviendo vino— es esa dimensión que tiene de sacrilegio mitológico. Bueno, problemático o emblemático. Hilando con lo que decíamos antes, Chonina, la rana era precisamente el atributo de la diosa Harit, que fue quien le echó una mano a Isis para resucitar y recomponer al descuartizado Osiris.

—A mí es que no me gusta pensar en ellas —observó Jacinto.

—Son unos seres —continuó Ángel, mondando hábilmente las ancas de su plato— lunares, representativos de la transición entre la tierra y el agua, y tienen ese destello ominoso, ese repelús, tan propio de animales de sangre fría.

—Pero el sacrilegio, Angelín, no parece preocuparte mucho —dijo Paco Bodes—. Limas de tal modo que al paso que llevas vas a dejarnos a los demás a dos velas.

—El sacrilegio mitológico es un concepto que no tiene nada que ver con el cristiano. Yo lo cometo con plena conciencia de exaltación y festividad, sin mediatizaciones punitivas. El sacrílego es una especie de depredador venturoso.

—Te pierde la labia, Benuza —opinó Chon Orallo.

—Más me pierde el meneo de las hembras pecadoras, que son las que más me gustan —contestó molesto—. Y también esta salsa afrodisíaca que puede llevarnos a todos a la debacle. A ti también, Chonina, por mucho que te hagas la estrecha.

—Hay que felicitarte muy seriamente, Ovidio —dijo don Florín, cargando de nuevo el cucharón en la cazuela—. Chamín, acerca el plato, que esto es fundamental para reponer energías.

—No voy a poder terminar lo que tengo.

—Vamos, muchacho —le animó Paco Bodes.

—Están muy buenas pero demasiado fuertes.

—Es que no bebes.

—Dejarlo en paz —pidió Chon Orallo—. Chamín ya sabe gobernarse. Para mí, Ovidio, se te fue la guindilla.

—Yo no estoy de acuerdo —dijo Benuza—; en el pimentón y en la guindilla está la ciencia de este guiso.

—Yo coincido con Ángel —afirmó Paco—. Además, con la guindilla conviene excederse siempre un pelín, lo justo para que se encienda la llama aromática. Nunca podré acordarme de una Oda a la Guindilla que escribí hace unos años. Uno de aquellos poemas que Aurelia Lucillo me tiró por el retrete.

Se alzaba la azotea con el desnudo paramento de ladrillos sobre el declive de los tejados, deformes en las abigarradas variaciones de hundimientos y colinas, oscurecidas las tejas por el humo de la antigüedad. Era como el recortado puente de mando de un raro navío, anclado en aquel mar de agolpadas techumbres.

Una cresta rojiza y destartalada amparaba la zona donde Ovidio Orallo almacenaba los artilugios de su taller, los cuadros y las llantas de algunas bicicletas colgados de la pared, los piñones, sillines, catalinas y guardabarros amontonados bajo el banco de trabajo. Los afanes ciclistas de Ovidio, diluidos en algunas lejanas y juveniles carreras, de las que apenas quedaba el recuerdo de una copa abollada y la borrosa fotografía de un apurado triunfo en la meta, habían derivado en su afición de mecánico, armador cuidadoso de bicicletas híbridas y experto en niquelados y pinturas al duco.

—Bueno, Jacinto —dijo don Florín cuando Chon retiraba la cazuela, en la que ya no podían ni apreciarse los restos del naufragio—, algo tendrá que contarnos.

El mensajero dejó el vaso vacío en la mesa y suspendió el gesto de alcanzar la botella más cercana. El circuito de sus pesquisas era mucho menos complicado que el laberinto del Archivo, donde las resmas y los anaqueles trenzaban los abigarrados espacios de aquella subterránea fosilización, donde transcurrían tantas horas de su vida.

—Hice lo que quedamos —aseguró, observando a los ya atentos Cofrades—. Al llegar se lo comentaba a Chon: estar están en ello, no cabe duda. Y o es mucha casualidad o de aquí se filtró.

—Vete al grano y no saques todavía conclusiones —le indicó Chon—, que eres muy dado a aventurar más de la cuenta.

—Lo que sospechábamos se confirma. Pacho Robla estuvo hablando de don José María Lumajo ayer mismo en la tertulia del Nacional. Es el tema que se trae con sus amigos del Casino, con Iruela y con Llombera y con Juanito Garfín. Lo que dijo Melendres es verdad.

—¿Y qué dijo Melendres? Para mí que nos estamos preocupando demasiado —repuso Paco Bodes—. ¿Es tan sospechosa y tan absurda la coincidencia? La figura de don José María ahí está, de nadie es patrimonio exclusivo.

—Ya —afirmó don Florín—, pero no vayamos a pecar de ingenuos. No deja de ser curioso que ahora, cuando estamos llegando a algunas conclusiones, y con la investigación de Aquilino muy avanzada, veamos a Pacho y a los suyos interesados en el ilustre presbítero. ¿Desde cuándo ni se habla ni se escribe por ahí de don José María?

—De cualquier modo no veo razones para pensar que alguno se haya ido de la lengua. Y la casualidad tampoco debe descartarse. Pacho Robla anda con lo de la protohistoria a cuestas, y no me digáis que por esos vericuetos no tiene que tocar la obra del ilustre presbítero. ¿Qué veis de raro en ello?

—Uno lo que ve es al adusto coronel retirado —dijo Benuza— con la protohistórica chimenea de su cerebro echando un humo pestilente. Mala racha para el patrimonio histórico provincial el día que el obús le llevó sus partes, en vez de desarbolarle las meninges.

—Si dejarais que éste —intervino Chon— contase lo que tiene que contar, si es que lo tiene, que lo dudo.

Jacinto Sariegos alcanzó la botella y cuando fue a servirse comprobó que estaba vacía. Los rimeros abultaban como granos llenos de escamas por los túneles del laberinto. De las mohosas flotaciones que carcomían el papel timbrado y de los quebradizos esqueletos de los expedientes de ruina, surgía un tufo de pretéritas profundidades, que en el más imprevisto instante regresaba a su nariz, como el persistente recuerdo de una emanación funeral.

—Os repito —aclaró— que Melendres estuvo en la tertulia del Nacional y el tema de ayer fue don José María, igual que la otra tarde en el Casino. Pacho mencionó unas cartas del presbítero que, al parecer, dan muchos datos, muchas referencias de lo que se le quemó en el incendio de su casa de la Plaza Mayor. Una correspondencia que mantuvo con alguien dos o tres años antes de morirse.

—Ay, amigo, pues eso sí que es importante —confirmó Paco Bodes—, eso nos sitúa ahora mismo, después de tanto bregar, por debajo de la línea de flotación. Menudo descubrimiento.

—Un año laborando y, de pronto, el mismo asunto aparece en manos del coronel y de los suyos.

—Tampoco sabemos si es el mismo asunto —aclaró don Florín—. No estamos precisamente nosotros por lo de la protohistoria. Chonina, yo te rogaría una cosa, y perdona que abusemos: si algo te queda de aquel orujo con guindas, dadas las circunstancias, no nos vendría mal una copa.

—Del de guindas no queda ni gota —informó Ovidio—, pero sí hay media botella de marrasquino, si no está apolillada.

—Tráela, que nos arriesgamos —decidió Paco.

—Tú estate quieto —ordenó Chon a su hermano—.Vais a conformaros con un café. Contar las botellas de vino vacías y decirme si no está ya bien.

—Chonina, lo malo de ti —opinó Ángel Benuza— es ese gas que te gastas. ¿No hay piedad para los gaznates secos en el templo de Isis?

Chon Orallo fue a la cocina después de indicarle a Ovidio que pusiese los pocillos.

—Necesitamos más información —concluyó don Florín—. ¿De dónde procede esa correspondencia, quién la tiene? Imaginaros que el presbítero habla en ella del Diario de La Omañona, que cuenta algo de la Fuente.

—El asunto ahí está —señaló Jacinto—, y algo habrá por el medio. Si aquí ninguno nos fuimos de la lengua.

—De la lengua no se ha ido nadie, Jacintín —confirmó Benuza—. No somos unos cantamañanas, y nada tenemos que rascar con esa secta menopáusica del Casino. Hay que sonsacar más a Melendres.

—Pues a partir de estas horas en el Capudre lo tenemos, con la Peña de los Lisiados.

—No cojas carrera, que viene Chon con el puchero.

—Y con un poco de vista le sacamos el marrasquino.

Chon Orallo sirvió el café llenando con mucho cuidado los pocillos.

—Entonces, ¿qué se decide? —preguntó.

—Se decide afinar la vigilancia y recabar más información —le contestó don Florín.

—Oye, Chonina —dijo Benuza—, este café de puchero no hay quien lo mejore.

—Pues, mira, tiene más achicoria que otra cosa.

—Doble virtud.

—Está que pide a gritos el colofón del aguardiente —insinuó Paco Bodes—. Justo el privilegio de los cafés hechos a conciencia.

Chon observó a los Cofrades, que removían los pocillos exagerando el gesto admirativo.

—Anda, anda, Ovidio —ordenó—, dales ese matarratas.

Según se adensaba el oscurecer, la humedad de las vegas parecía hacerse más cercana. Ascendía el aliento del ejido con el frescor vegetal de los prados y las huertas. El río se había perdido en la línea de las choperas, como una serpiente que se oculta entre las zarzas. Por las torres de la catedral merodeaban los últimos grajos antes de cobijarse entre las piedras.

Los Cofrades apuraron aquel licor exótico, degustando el polvoriento sabor de las cerezas amargas. En el puente de mando de la azotea la brisa contagiaba ese apacible rumor de un mar de junio, como si en el oleaje de los tejados se desprendiese un murmullo de peces, una salpicadura de escamas y de briznas.

—Aquilino —dijo don Florín— no va a llegar hasta el martes o el miércoles. Operan a una sobrina. Esto de la correspondencia de don José María va a pillarle desprevenido. Hay que moverse, no queda más remedio. Yo traía por aquí unos papeles para que hagamos un repaso. Lo primero a decidir son las fechas de la expedición. A él, una vez que esté en La Omañona, cualquiera le da lo mismo, pero lógicamente hay que fijarlas con tiempo, y hay que ultimar los preparativos.

—Siempre se habló de la segunda semana de julio —dijo Jacinto.

—Pues si nadie tiene inconveniente, podemos darla por buena. Tú, Chonina, ¿qué dices?

—Digo lo que dije: que voy. Y cuando decido una cosa ya no me vuelvo atrás, no seáis pesados. En el Instituto acabo a finales de mes, y los alumnos libres que me quedan no me duran día y medio, ni siquiera hay que darles cuerda para que se ahorquen.

—Así me gusta —corroboró Benuza, que se entretenía descifrando la borrosa etiqueta de la botella de marrasquino—. No olvidemos que en el Mágico Manantial conviene que beba primero alguna hija de Isis.

—Flamear de labios femeninos, en las aguas de siglos juveniles —recitó Paco Bodes—. Así canta Gaudencio Abrantes en el Deliquio de la Fontana.

—Primero habrá de producirse el hallazgo —consideró don Florín con ciertas reservas.

—Todo confluye, Floro, hazme caso —continuó Benuza—. Hacia la delimitación del Itinerario hay un soterrado fluir del que somos piezas engarzadas, en mayor o menor grado. Los acontecimientos de esta búsqueda tienen un perímetro astrológico, una paralela cósmica. En esta empresa ninguno nos la meneamos por capricho. Hay un impulso motriz hacia la virtud oculta de la Fuente. El mismo impulso que definía Diódoro de Sagüera como potencia del Imán Bullente. El eco de la charca devolvió a la memoria de Jacinto Sariegos su ficticio concierto, como si la apesadumbrada imagen del Archivo fuese absurdamente invadida por el croar de las aguas espesas, desbordadas en los túneles del laberinto. La sabandija percibió un ácido disgusto en el estómago, la ingrata sensación de las ancas indigestas resucitadas entre el limo y los juncos. Quiso aliviar con un sorbo de licor aquel inclemente y peligroso agujero de la memoria.

—Hay datos —decía don Florín, observando los papeles que había extraído del bolsillo interior de la chaqueta— para vislumbrar, al menos, algunas direcciones, siguiendo, como hemos decidido, las Excursiones Arqueológicas de don José María. Si nos situáramos en la casona de Aquilino tal que un día a dormir, yo calculo por lo menos cinco jornadas completas. Tú, Jacinto, que conoces algo aquel terreno, puedes darnos una idea mejor.

—Eso tiene que ser Aquilino —confesó Sariegos, a punto de descubrir en el rostro de los Cofrades el sinuoso gesto de los batracios anuros—. Yo conozco La Omañona, como quien dice, desde la ventanilla del coche de línea.

—Esas excursiones, ya lo hemos dicho muchas veces, son las que hay que reconstruir al detalle —opinó Chon Orallo—. Y no puede decirse que hayamos avanzado mucho.

—Bueno, con la investigación de Aquilino y con lo que modestamente uno ha contribuido, por supuesto que con la ayuda de todos —dijo Ángel Benuza—, ya se puede dibujar un plano, determinar el Itinerario básico. Lo difícil, desde luego, es atinar con exactitud con todas las trochas y veredas del presbítero. Pero, en fin, la expedición se organiza para ir investigando sobre el terreno, y no va a faltarnos información directa que, a la postre, acabará siendo la mejor, no lo dudéis.

—Yo confío que el martes o el miércoles Aquilino nos traiga alguna novedad —indicó don Florín—. La entrevista en El Escorial con el padre Procopio, que tanto trabajo le ha costado concertar, puede ser importante.

—No nos hagamos ilusiones —dijo Benuza—. Ese agustino tiene la inteligencia averiada y el resentimiento en la faltriquera. El ilustre presbítero era para él un heterodoxo corajudo. Abomina de su recuerdo, estate seguro, y, además, le roe el cardenillo de la envidia. ¿Leísteis su último libro? Conciencia y cruzada, la soflama moral de una urraca tiñosa y nacionalsindicalista.

—Pero trató con don José María en los años cruciales, cuando el evento prodigioso.

—Estuvieron enzarzados en una de aquellas polémicas sobre el Mons Vindius. Tenían un amigo común, el arcipreste de Salientinos, don Ulpiano, en cuya casa rectoral comieron juntos más de una vez.

—Truchas comerían —apuntó Ovidio—. Ese don Ulpiano fue el mayor furtivo de las riberas del Orugo. He oído yo contar que paseaba todas las tardes, con veda y sin ella, a la orilla del río, el breviario abierto en la mano izquierda y la escopeta cargada en la derecha. Y trucha de tamaño apropiado que veía, cartucho que te meto.

—Hombre, don Ulpiano Curueño, casi nadie —rememoró Paco Bodes—. Sus versos didascálicos sobre figuras cimeras de la historia patria, veinticinco mil alejandrinos con jardinera, van de Corocota y Viriato a Millán Astray y Mola. Lírica heroica y desparramada, la del arcipreste montaraz. Cuando uno empezaba, no era raro encontrar a don Ulpiano de jurado en las justas provinciales. Y poeta joven que olía, cartucho que te meto, como dice Ovidio de las truchas. Algún perdigón suyo me quedará a mí en el culo.

Entre el rumor de la brisa se desgranó un leve campanilleo, algo parecido a una señal de esquilas perdidas en la vega lejana.

El aleteo de los grajos se había extinguido y en la caja nocturna se diluían los ecos del barrio, como si las sombras esparcieran el silencio en su caída invasora.

—Aquilino algo saca —aseguró don Florín—. Veréis como sabe entendérselas con el padre Procopio.

—Mal se puede ordeñar un becerro —dijo Benuza.

El campanilleo se transformó en una salpicadura metálica, que arreciaba en las sombras cercanas, como un aviso que emergiera del oleaje de los tejados.

Chon Orallo dejó la bandeja, en la que recogía los pocillos, y se quedó escuchando progresivamente consternada, igual que quien oye la solitaria señal del leproso en el sendero del monte.

—Dorina —musitó, avanzando hacia el muro de la azotea, mientras el campanilleo crecía—. Anda, Ovidio, baja a avisar.

Los Cofrades escucharon entonces el canto de una voz atiplada, que se elevaba sobre la llamada metálica, abierta en la penumbra de los tejados como un dulce grito musical en el abismo:

Oíd, hermanitos

la hora es llegada,

el mundo se acaba

según está escrito,

—Una inocente —informó Ángel Benuza, ante el gesto asombrado y curioso de Benjamín Otero—. La hija de Guisatecha, el teniente que vive abajo. Una hermosa doncella a quien los dioses privaron de la razón.

—Quédate ahí quieta, Dorina —gritaba imperativa Chon Orallo asomándose a la balaustrada. Ovidio había salido corriendo.

La voz ascendía con esa pletórica entonación de quien canta desde la altura del coro en una celebración sagrada. El techo nocturno ampliaba su resonancia, con el mismo acento patético y solemne que pudiese contenerla entre las naves góticas. Apenas el temblor metálico de la campanilla rasgaba esa dulzura melodiosa, vibrante y sostenida:

Se acaban pesares,

dineros y famas,

se hunden los montes,

se secan las aguas.

—Ahí tienes, Paco —dijo Benuza—, un buen ejemplo de la lírica originaria, la del juglar medieval, admonitorio y penitente.

Los Cofrades acompañaron a Chon, que seguía pidiéndole a Dorina que no se moviese. La voz languidecía un instante para luego surcar, con un timbre más alto, las aéreas profundidades de la noche:

En esta ciudad

la suerte está echada

ni Alcalde, ni Obispo,

ni cura ni ama.

Ninguno que mande

salvarse se salva,

ni el Papa de Roma

ni Franco en España.

Moros y judíos

la misma calaña,

gabachos y rusos

tampoco se salvan.

Por el declive del tejado aledaño, a la derecha de la azotea, avanzaba Dorina Guisatecha como una sonámbula extraviada en el peligro del abismo. Sus pies desnudos se deslizaban sobre el musgo de las tejas. El blanco camisón, que cubría su cuerpo menudo, ondeaba en la brisa como la débil enseña del buque fantasma. Llevaba en una mano la campanilla que batía entre sus cantinelas, y en la otra el espadín de su padre, alzado con el gesto amenazador del ángel que portara la espada de fuego.

Caminó con seguro equilibrio, sin atender a las súplicas de Chon Orallo, hasta una chimenea. Sus largos cabellos se desmadejaban alargando su figura, desamparada y severa, en aquella cima, desde donde parecía contemplar el latido del mundo, la fronda ensoñada de todos los paisajes que el fuego arrasaría.

—Siéntate, siéntate ahí hasta que te cojan.

Apoyada en la chimenea comenzó a batir la campanilla con renovado estrépito. La llamada extendía un eco de afilados bronces, como si a su conjuro las campanas de todos los campanarios de la ciudad fuesen a tañer volteadas por alguna mano oculta.

—La inocencia la preserva —comentó Benuza—. Cualquiera de nosotros rodaría al primer paso. Ciertamente, la locura es un sueño virginal, un tránsito de lirios y de niebla.

Saliendo por una claraboya, el teniente Guisatecha se dirigió hacia su hija con la vigilante soltura de quien repite una vez más el salvamento, ayudado por algunos vecinos. Llegó hasta Dorina, le quitó la campanilla y el espadín y avanzó con ella de la mano. La muchacha le seguía abatida, con ese gesto ausente de la princesa rescatada del sueño, que todavía parece extraviada en las brumas interiores.

—No entiendo cómo se les puede escapar —comentó Chon indignada.

—No van a atarla —dijo Paco Bodes.

—Esa doncella se evade guiada por el desatino de su castillo interior —dijo Ángel Benuza—. Pero es una fuerza mistérica la que la transporta como un blanco símbolo a las alturas. Y es que más allá de la razón están el olimpo y el mito, no olvidemos la frase de Marcelario.

Los Cofrades regresaron a la mesa cuando el teniente Guisatecha entregaba a Dorina a su madre, que clamaba asomando histérica por la claraboya, y la campanilla, desprendida en un descuido, rodaba tejas abajo.

—Bueno —dijo don Florín—. Si Ovidio no prepara otra cazuela ni Chon nos ofrece otra copa, aquí ya nos dieron las diez últimas.

—Por mí las diez y las veinte —señaló la aludida, que volvía a recoger los pocillos en la bandeja.

—A Melendres podemos pillarle en el Capudre —recordó Jacinto—. Si queréis tirarle de la lengua.

—Todo lo que se pueda aclarar es importante —dijo don Florín—. Sólo nos faltaban Pacho y ese atajo de zánganos, ya es castigo.

Ovidio Orallo llegó con la acelerada respiración de quien ha bajado y subido las escaleras ante un reclamo urgente.

—¿La acostaron? —le preguntó su hermana.

—No pueden. Está arrodillada en la cocina rezando por la consumación de los tiempos.

—El pronóstico viene de una inocente —consideró Benuza— y, si uno no fuese tan descreído, no le haría oídos sordos. Lo que pasa es que uno, después de tanto rodar, sintoniza más con la Traca Apocalíptica del Beato de Turcia, el Finis Deleitosus, que predice la disolución cósmica con un gran orgasmo multitudinario. Será la convergencia de, al menos, un quinto de la humanidad en ese punto y momento de trasposición venérea, lo que provoque una suerte de volatilización general. La extrema fuerza de un deleite compaginado en tan grandiosa coincidencia, como sublimatio desintegradora y feliz. Ése sí que me parece un espléndido destino apocalíptico, una gran traca seminal y, desde luego, un definitivo acto de justicia para nuestra baqueteada y contingente condición.

—No sería malo, no —confirmó don Florín—. Al menos resulta un vaticinio consolador, lejos de esas negras tintas del temblor de dientes y el crujir de huesos.

—Todo es una metáfora —musitó Paco Bodes, cuya mirada se perdía por un momento más allá del confín de la azotea, donde el mar de la noche inundaba la ciudad.

cap-4

2. Nieblas del Capudre

Cuando la puerta bate sus hojas moviendo el juego duplicado de los espejos, que desorientan la imagen de los que van llegando, el humo del Capudre, una arcana emanación de cenicientos volcanes, contagia la atmósfera externa como un escape de enfermizas volutas, deparadoras de algún riesgo mortal al que sólo sobreviven los contumaces.

Se presiente el fragor de las nieblas que cubren espesas la superficie de los lagos, un instante de turbada vacilación igual que el que acompaña a lo desconocido, el tránsito desnortado por el vientre ruinoso, donde poco a poco florecerán las bombillas y adquirirán su apilado volumen las tinajas de escabeche, los bocoyes y los sacos de legumbres.

Hacia la Peña de los Lisiados, diezmada en el rincón del descansillo de donde se descuelgan las escaleras que bajan a la bodega, cruzaron los Cofrades surcando las nieblas del Capudre, entre los amotinados jugadores y los impasibles clientes del porrón, esparcidos en los taburetes y los escaños.

—Dicen que la maldad se cobija en la costumbre de la taberna —comentó Ángel Benuza—, pero lo cierto es que aquí, en este templo, yo siempre vi nobles rostros, humanísimos ademanes. Mira, Chamín, por aquellas mesas puedes contemplar el nirvana de la libación y la brisca.

Había un rumor remansado, ese coro monocorde que nivela los envites y las confidencias como en una canción de murmullos, y la sabandija creyó escuchar la monodia de las goteras que acompañaban sus tardes invernales en el subterráneo, cuando el temporal iba rescatando los húmedos desconchones de las bóvedas, aquella persistente salpicadura que hacía su aspergio sobre el polvo milenario de los legajos.

—¿Dónde va la procesión? —preguntó Avelino el Manco cuando los Cofrades se acercaron a la mesa que compartía con Nazario y Melendres.

—A mojar el cristo, si nos dejáis compartir esa jarra —contestó don Florín.

—Para tantos no va a dar, pero en esta casa vino venden el que se quiera. ¿No vais a sentaros?

—Muy en cuadro estáis —dijo Benuza.

—Y eso que Melendres no nos falla —aclaró Nazario—. De aquí a un año los Lisiados, si esto no se recompone, habremos desaparecido del Capudre. Unos que se van y otros que se los llevan.

—El jueves enterramos a Pelines —informó Avelino mientras todos se apretaban en el escaño.

—Y no hace ni un mes de lo de Feito —corroboró Nazario.

—Pelines —dijo Paco Bodes— llevaba al cuello la esquela y de ella se vanagloriaba. Acordaros de la tarjeta que imprimió en Navidades: lo que queda de Jesús Pelines, agente comercial, le felicita a usted las Pascuas.

—Es que no tuvo suerte con esa Benilde que se agenció para aliviar la soledad del viudo —comentó Melendres—. Abres la puerta buscando un consuelo y un respiro, y te entra un vendaval que te arrasa la vida.

—No se sabe lo que pasa, pero hay que reconocer que con frecuencia al pobre pardal se lo lleva la pájara de más cuidado —dijo Avelino—. Será difícil olvidar ese duelo: el féretro de Pelines por la costanilla y la Benilde en el balcón, guiñándole el ojo al cerillas del Autobar.

—La vida, amigos —consideró Ángel Benuza—, se reparte entre emulsiones desconsoladas, desafectos y engaño. Hay que vadear con equilibrio de esmerado funambulista para que la tromba no te arrastre.

Benjamín Otero, que se había sentado al lado de su tío, observaba con esa ingenua fascinación, que se abre a la extrañeza de las cosas más vulgares como insólitos descubrimientos, la manga de la chaqueta de Avelino el Manco, pegada al costado como la piel abandonada de una culebra. Don Florín había ordenado que trajesen unas jarras de vino y los correspondientes vasos. En el aroma del Capudre el vino derramado al abrir y cerrar las espitas, que iba formando un barro espeso con el serrín del suelo, fundía el agror con las variadas emanaciones de las tinajas y de la cocina.

—Tenemos los Lisiados —dijo Nazario, atrayendo la atención de todos, especialmente la de Benjamín, hacia los dos únicos dedos de su mano derecha, con los que cogía el vaso como si formaran una pinza— la condición de lo incompleto, la conciencia de que aquello que nos falta es ya patrimonio de la muerte, preludio de ese porvenir fatal. Aquí en la Peña nos cobijamos, los seis que fuimos al fundarla, dispuestos a alejar el recuerdo de lo que estamos privados. ¿Y cuál fue el mejor procedimiento? Al margen, claro está, de lo que con buen ánimo se come y se bebe en este templo.

Avelino suspiró elevando su único brazo, como en un exagerado gesto de resignada rememoración. Melendres cabeceaba pensativo, acariciando el grano que estaba a punto de reventarle en el lóbulo de la oreja como un pendiente roto.

—El procedimiento —continuó Nazario—, después de muchos vaivenes, convencidos de que la disipación sólo era un artificio para orillar la memoria, que confabularse contra el recuerdo es una manera más de quedar desarmados ante él, se le ocurrió precisamente a Eloy Sesma, que era quien más padecía con su falta de nariz.

—Gran narrador el Chato de Cirugedo —apuntó Paco Bodes—. Una pluma esmerada, concisa, eléctrica. No recuerdo novela como El Lobo del Desván.

—Sesma ideó que todo aquello de lo que cada uno estábamos privados se lo adjudicásemos a un séptimo contertulio de la Peña, un personaje a quien daríamos nombre y presencia entre nosotros, que tuviese ese rasgo de cada uno y que, como tal figuración, sería un espejo común donde mirar nuestras carencias recreadas, una fantasía para aceptar y derrotar a la vez el recuerdo y la penuria.

—Muy propio de un enorme fabulador como el Chato —dijo Paco Bodes.

—Fueron los mejores días de la Peña —señaló Avelino—. Jamás los Lisiados nos sentimos más a gusto en estos escaños del Capudre, nunca el vino cundió tanto.

—Orestes Enebro fue el nombre que le dimos a aquel personaje que aquí se sentaba con nosotros todos los días, a quien guardábamos su sitio y le servíamos su plato y su vaso. Tenía Orestes mis tres dedos, el brazo de Avelino, la pierna de Pelines, el ojo de Feito, la nariz de Eloy y, dentro del mayor secreto, los huevos de Toribio, aquellos de los que el pobre Toribín estaba privado sin la más mínima posibilidad de resignación.

La mirada de Nazario recorrió ensimismada la mesa hacia donde estaba Benjamín Otero, y el muchacho tuvo por un instante la equívoca sensación de estar invadiendo el sitio de alguien, de ocupar esa zona sagrada que nadie se merece.

Todos bebieron a la vez, como si el momentáneo silencio, un agujero en el ruidoso chapoteo del Capudre, hubiese hecho resurgir la fantasmal presencia de Orestes, su rastro imposible.

—Elías Feito —continuó Nazario— fue quien terminó con aquel juego que, quién sabe, igual era un disparate, pero que, como bien dice Avelino, dio los mejores días a la Peña, que nunca estuvo más unida ni bebió mejor.

El Manco ofreció su vaso para que don Florín, que servía, se lo llenase.

—Imaginaros —dijo— que cualquiera de vosotros rompe un secreto común, algo que os pertenece a todos, que entre todos guardáis. Pues lo de Elías fue peor. Destrozó aquello. Nos machacó aquella dichosa fantasía. Todos, menos Sesma, llegamos a perdonárselo, y ahora que está muerto con mayor motivo. La verdad es que hay que hacer justicia a la gracia descarnada de sus malditos pinceles porque, eso sí, como Feito nadie volverá a pintar en esta urbe.

La pinza de Nazario alzó el vaso como si al vidrio le hubiesen surgido dos alas metálicas. Bebió con la suficiente urgencia como para que don Florín se lo llenara.

—Una noche —dijo después— los Lisiados celebrábamos el triunfo de Pelines y Toribio en el campeonato de mus de los ferroviarios. Nos comimos y nos bebimos el premio haciendo la ronda completa, del Capudre al Miserias, las catorce estaciones, con un alto en el Palomo para que Toribio hiciera un intento con aquella medio gitana que la llamaban la Jata. Casi de madrugada estábamos, ya más que cocidos, en el Miserias, tomando las sopas, y Elías, a quien aquella noche, yo no sé por qué, lo recuerdo más tuerto que nunca, dijo que la espuela íbamos a tomarla en su buhardilla, que tenía algo que quería enseñarnos.

—Era el que estaba más borracho —reconoció Avelino, que parecía concentrarse en el recuerdo de la noche con la melancolía de quien nunca quiso alimentar el olvido.

—Aquella buhardilla donde tenía el estudio —continuó Nazario—, no sé si alguna vez estuvisteis en ella, era como el almacén de la vida de Feito, una guarida enorme y destartalada en la que había ido guardándolo todo, porque él tirar, jamás tiró nada. Allí bebimos otro rato, ya medio derrumbados entre tantos telares, y entonces se puso a buscar algo y dijo: vais a ver lo que hay aquí, mientras tropezaba y se reía.

Los dedos de Nazario reposaron sobre la mesa. Benjamín observó el ligero temblor que los hermanaba en su solitaria desdicha.

—Colocó una tabla en el caballete, una tabla no muy grande, y encendió la lámpara que pendía sobre él. La risa de Feito se había convertido en una especie de silbido. Se mantenía de pie con mucha dificultad. Ninguno entendíamos aquello. Recuerdo que fue Pelines quien advirtió que el cuadro estaba al revés. Feito lo colocó bien. Y allí nos quedamos todos mirando aquella tabla, cada cual intentando descifrar lo que en ella había, mientras él nos miraba con la curiosidad y el sarcasmo que el alcohol podían dejarle.

—Imaginaros —dijo Avelino el Manco— una figura que parece huir de un extraño paisaje vegetal, una figura que se sostiene en el aire, como si viniera de un mal sueño. En su rostro hay un ojo que rompe la cuenca, que se desborda como si fuese a reventar. Y una nariz que es el pico afilado de algún pájaro exótico. Su brazo izquierdo se desliza por la manga hinchada y cae más allá de los zapatos, y en la mano derecha hay dos dedos pequeños y tres que crecen como espinos. Una pierna aparece esculpida, atlética, bajo el pantalón cuidadosamente remangado. Y en ese lugar recóndito, donde hay que adivinar los atributos, cuelgan unas desbordantes protuberancias que inflan y deforman el pantalón.

—Yo no sé —siguió Nazario— el tiempo que tardé en percatarme de que lo que estaba viendo era un retrato de Orestes Enebro. En realidad, antes de tener conciencia de ello, escuché los primeros insultos, las voces desesperadas de Sesma, le vi saltar sobre Elías.

—La Peña se fue al carajo —dijo Avelino—. A todos nos costaba volver aquí.

—Sesma hubiera matado a Feito. No podéis imaginaros lo que tuvimos que bregar para sacarlo del estudio. Yo pienso que Feito, aun con la borrachera tan grande que tenía encima, se arrepintió aquella misma noche de lo que había hecho.

—Enojosa ocurrencia la suya —comentó Ángel Benuza—, pero habría que comprender también las veleidades del artista, los secretos y designios donde se cuecen sus sueños, sus obsesiones. Ese despiadado desacato para con sus compadres, acaso esconde algo de la fuerza incontrolable de su llama creadora, la que, por ejemplo, y es un suceso clásico, llevó a Sístulo Mendera, el famosísimo escultor parmesano, a degollar a su amada para con su sangre tiznar el busto donde la inmortalizara.

—Fue una forma cruel y caprichosa de acabar con Orestes —consideró Nazario— y de dejarnos a todos hundidos en la miseria. Y conste que yo nunca creí que Feito lo hubiese hecho con mala fe. Pero lo cierto es que lo hizo. ¿Quién de nosotros podrá jamás quitarse de la cabeza aquel retrato?

Entre la descripción y el recuerdo, con ese halo vagoroso de las apariciones que se dibujan en las estampas del santoral, la tabla de Elías voló como una paloma por aquel rincón del Capudre.

La sabandija no podía orillar el ojo desbordado que rompía la cuenca, que iba a liberarse de su cobijo reventando como un globo de cristal. Era un ojo aterradoramente similar a los de aquellas ranas que croaban pasmadas en la orilla de la charca.

—Poco a poco —dijo Avelino—, cuando el tiempo fue pasando, regresamos al Capudre, y luego se rehízo la Peña. A Elías no se le volvió a ver en unos meses. De Orestes jamás se volvió a hablar. Y una noche que aquí estábamos al completo, y hasta Melendres nos hacía compañía, se presentó Feito y nos pidió perdón.

—Los ánimos ya estaban calmados y todos, menos Sesma, se lo concedimos. Y así volvió a la Peña que, desde luego, ya nunca fue la de antes. Feito juró que había quemado la tabla. Él y Sesma nunca se hablaron, ni siquiera Eloy asistió hace un mes a su entierro. Cuando uno aparecía el otro se iba.

Don Florín y Paco Bodes llenaban los vasos.

En la niebla del Capudre se espesaba el rumor. Las mesas apiñadas conciliaban cada vez con mayor dificultad el manejo de la baraja y el reparto de las raciones.

Ángel Benuza alzó el vaso señalando a la bulliciosa concurrencia.

—Sed locuaces, capaces y pertinaces, decía don Aurelio Garrotín, aquel esmerado varón del que más de uno aprendimos los pilares de la oratoria en la Academia Bermudo, ¿verdad, Melendres?

—Bueno, en mi caso, y por aquella obligación paterna del ultramarinos y la bodega, más fueron los pilares de la contabilidad, el arte del suma y sigue, como decía don Venancio, el hermano de don Aurelio.

—Del testero de la idea al soplillo del número, ésa era la divisa didáctica de tan ilustres maestros. Bendito el foro de la Bermudo, amigo Melendres —recordó Benuza después de apurar el vaso—. En sus jamelgos pupitres, por las sombras de las pizarras y los jardines del mapamundi, copularon la solercia y el decoro, la ética y la ilustración. Lo que se dice la obra fraternal de los Garrotines.

Nazario y Avelino bebían con esa abstraída disposición del que parece huir de sus pensamientos sin conseguirlo. Benjamín Otero alternaba la mirada hacia aquellos dedos huérfanos, que acaso pudieran estrangular el vaso, y hacia la manga vacía de la chaqueta, que pendía como un trapo viejo. Le acosaba la imagen de Orestes en esos dos lugares del retrato, tal como la había descrito Avelino: aquellos dedos crecidos igual que espinos desde la base cercenada, y la hinchada manga cobijando un brazo monstruoso que llegaba al suelo.

—Aunque lo tuyo allí fueron las comerciales —siguió Benuza— y lo mío la retórica, no dudes que nos queda bastante de la misma pátina. Y eso que la vida, amigo Melendres, tira de cada cual por donde menos se espera.

—La vida es un erial —dijo Paco Bodes.

—Yo no la tengo por tanto —observó Nazario, con la voz soterrada del que habla desde otro mundo.

—Bastante, bastante tiene que quedarnos —convino Melendres—. La Academia Bermudo no acababa, ni muchísimo menos, en las cuentas y en las letras.

—Muchas veces —continuó Paco Bodes— se queda uno pensando en lo que este tránsito da de sí, de la nada a la nada, del zaguán a la ventana, como si dijéramos, y es cuando más apetece desatornillar la crisma.

—Ni siquiera —musitó Nazario.

—Oye, para esa divagación —comentó don Florín— tenéis que mojar un poco más las liendres. Estáis poco sobados. Y, desde luego, aquí en las jarras ya no hay ni gota.

Jacinto Sariegos avisó para que las repusieran.

Regresó el vino a las jarras como ese alimento que promueve la fertilidad de la tierra baldía y por un instante todos, menos Benjamín Otero, comprobaron la ansiedad de su larga sed. El Capudre, con sus simas y murmullos, acrecentaba ese fragor de la enorme garganta, de la lengua avara que rastrea como una serpiente entre los bocoyes y los pellejos.

—Tú sabes, amigo Melendres —siguió Benuza—, que hay antiguos compañeros de aquel sagrado foro con los que uno no puede congeniar. Mentes estrechas e indocumentadas que no captaron ni por el forro lo de la ética y la solercia. Precisamente a esas mentes les son propicios estos raquíticos tiempos que corren.

—Mira, Benuza, yo siempre anduve con el equilibrio necesario. A mí, también lo sabes de sobra, nadie tuvo que llamarme jamás al orden. No hay quien se me despinte, eso es verdad, pero lo mismo me ves aquí en el Capudre que en el Nacional o en el Casino o en el Miserias. Y siempre entre amigos.

—Por alguno de esos antros escucharás las voces de la incuria.

—Cierto que no hay sitio donde no se hable mal de alguien.

—Eso ya fue el deporte de los fenicios —dijo don Florín.

—Hombre, el Capudre y el Miserias aún mantienen —opinó Paco Bodes— el aliento inocente de la taberna. Son templos de solaz que redimen la mala inclinación de las comidillas y la malevolencia.

—Ya no hay lugar en el mundo —contestó Nazario.

—Son estos tiempos podridos —consideró Avelino el Manco, haciéndose con la jarra más cercana.

—Yo lo que digo —apuntó Sariegos— es que aquí Melendres tiene esa cualidad de en todas partes ser bien recibido. Que viene y va, y en cualquier sitio se encuentra como si fuera suyo.

—Melendres —dijo Benuza, acentuando el tono halagador— es de los pocos que asimiló la urbanidad de los Garrotines.

—Eso, Angelín, viniendo de ti es un cumplido de mucha monta. Vamos, que ni que me tomaras por una zagala en edad de merecer. Pero a don Venancio y a don Aurelio habría que habérselo oído decir.

—Aquí lo que estamos es franqueándonos un rato entre buenos amigos y grato paisaje —declaró Benuza—. Avelino y Nazario levantaban la nostálgica bandera de los Lisiados, que tanto les agradecemos, y tú, amigo Melendres, vas a contarnos alguna cosa porque, mira por dónde, va a gustarnos mucho oírtela.

—Coño, coño, ya no sabe uno en lo que va a parar. Pero a vuestra disposición me tenéis, eso no hay que dudarlo.

Don Florín alzó la jarra antes de proceder a llenar los vasos, que aguardaban codiciosos.

—Permitirme una invocación a Nuestro Padre Gerónides, que desde su alcohólica gloria por nosotros vela.

Se puso de pie y todos siguieron su ejemplo. Por un instante el silencio atemperó las nieblas del Capudre.

—Padre del trago divino —declamó don Florín—, infunde en esta hermandad, con el orujo y el vino, tu embriagada santidad.

Los Cofrades respondieron blandiendo en alto los vasos:

—Sólo a tu honra bebemos, otro interés no nos ata, aunque luego nos meemos, a lo largo de la pata.

—Y es así —comentó don Florín, cuando volvieron a sentarse—. Honramos la figura de Nuestro Padre, santificamos su santo nombre, no hay ningún grosero interés en este ejercicio de la libación. Pendencias, desahogos, desgracias, olvidos, no son materia de nuestra Cofradía. Hay que enaltecer la imagen del ya sagrado guarnicionero que a la diestra del Padre Eterno mora.

—Hay un asunto, amigo Melendres, que toca nuestra curiosidad —dijo Benuza—. Yo no sé si estás al tanto de la admiración que algunos profesamos a esa egregia figura de la etnología provincial que fue don José María Lumajo. Bueno, acotarle un solo terreno a la sabiduría del ilustre presbítero es a todas luces injusto. Lo cierto es que la figura y la obra de don José María no pueden, en paridad, contraponerse a nada de lo que en esta tierra se ha cosechado en muchos siglos. Y te encorajina que haya por ahí alguna pandilla de zánganos, de los que confunden el pensamiento con el castañeteo de sus meninges averiadas, que nieguen y ataquen esa figura. Sabes de sobra hacia dónde disparo.

Melendres asintió.

—No es sólo la obra de don José María lo que nos interesa, también su persona, todo lo que con él pueda relacionarse. Y desgraciadamente son muchas las lagunas a su alrededor. No hay proporción entre sus escritos y sus publicaciones. Era, según parece, un hombre desordenado, poco cuidadoso con sus cosas. Y para mayor desgracia, como sabrás, su casa de la Plaza Mayor se incendió y es muy difícil calcular los papeles de su archivo que allí se perdieron.

—Yo, la verdad —confesó Melendres—, del tal don José María poco sé. Algo que haya oído comentar.

—Nos gustaría que entendieras nuestra curiosidad —continuó Benuza—. Y que veas por nuestra parte precisamente eso, el intento de rescatar la obra y la figura de alguien que está a mil años luz del medio pelo que por ahí tanto abunda.

—Coño, Angelín, yo entender entiendo lo que queráis, y a vuestra disposición estoy. Lo que no sé es en lo que puedo ayudaros.

Ángel Benuza acarició la perilla y acercó su vaso vacío hacia la jarra que don Florín no parecía dispuesto a soltar.

—Pacho Robla y su camarilla, Iruela, Llombera, Juanito Garfín, tus contertulios del Nacional y del Casino, amigo Melendres, no se sabe a cuento de qué, acaso sólo para denigrar la figura del ilustre presbítero, nos consta, y tú mismo lo comentaste a Jacinto, que han descubierto algo, que don José María es últimamente tema de conversación entre ellos.

—Hombre, supongo que del presbítero podrá hablar y opinar quien quiera.

—Desde luego, pero a nosotros no nos gusta que sean ellos. Y sobre todo, y esto es lo más importante y lo que de veras nos inquieta, si cuentan con alguna información que no conocemos, si lograron algún escrito de los que podían considerarse perdidos.

—Algo me dijiste —apuntó Jacinto Sariegos— de unas cartas de don José María, a las que se había referido Pacho Robla.

Don Florín llenó los vasos más cercanos, entre ellos el de Melendres.

—Sí, de eso sí que me acuerdo, aunque mucha atención no presté porque yo estoy muy ajeno a esos temas. Pacho y Juanito, sobre todo, son los que más hablan de ello. Pacho está terminando la introducción del primer opúsculo de sus Estudios Protohistóricos Provinciales, y ahí, según parece, rebate muchas de las teorías de ese cura. La verdad es que siempre que hablan de él es para ponerlo pingando. Ángel tiene razón.

—¿Pero qué contaba exactamente Pacho de esas cartas? —preguntó Benuza.

Melendres bebió y observó complacido el gesto atento de los Cofrades.

—Coño, en vez de dar tantas vueltas cómo no fuisteis a preguntárselo.

—Mira, Melendres, no se te ocurra poner nunca en el mismo mortero la salmuera y el romero —dijo don Florín—. Con Pacho no va aquí nadie ni a apañar duros. Habrá que ver la protohistoria cocida por ese cerebro protervo e insustancial.

—Hablaron —dijo Melendres— de una correspondencia que ese cura había mantenido con alguien no mucho antes de morir. Cartas en las que se refería a sus escritos y a sus cosas.

—¿Pero las habían visto, las tienen ellos?

—Pues sí, las tienen, por lo menos algunas. Son copias a máquina, de esas hechas con un papel calco azulón que puedes perder los ojos. Y provienen del archivo del cura.

—O sea, que tú las viste también.

—El otro día en el Casino Pacho nos enseñó una carpeta raquítica, descolorida, pero yo no me fijé mucho porque es un tema, ya os lo he dicho, que no me interesa. Eran unas copias de esas que no hay quien las lea. Las estuvieron viendo Juanito y él.

—¿Y dijo que eran del Archivo?

—Bueno, son de esas copias que deja el que las escribe. El cura, al parecer, en los últimos años, vivió con una sobrina que le organizaba los papeles.

Los Cofrades coincidieron en una mirada de desaliento y suspicacia. Jacinto Sariegos controló a duras penas un ingrato ruido intestinal.

—¿Sabéis lo que os digo? —señaló Paco Bodes—. Que Pacho y Garfín han encontrado lo suficiente como para desvalijar a don José María. Lo más fácil del mundo es decir que estás rebatiendo aquello de lo que en el fondo te estás aprovechando. A fin de cuentas, de los trabajos protohistóricos del presbítero apenas se llegaron a publicar cuatro líneas. Esos trabajos, entre otras muchas cosas, sí que se sabe que se perdieron en el incendio. De eso nunca se consoló. Vete a saber lo que no habrá chupado Pacho de esas cartas.

—Ésa dicen que era la gran obra de don José María —informó don Florín—, y, al parecer, él mismo lo reconocía así. Una protohistoria provincial en la que llevaba invertidas infinitas horas, el resultado de tantas investigaciones y deducciones. Y el fuego se la vendimió. Igual que la biblioteca, que no era manca.

Ángel Benuza arrancó un pelo de la perilla y sopló sobre él.

—¿Tienes idea —le preguntó a Melendres— dónde pudieron agenciarse esas cartas?

Melendres se encogió de hombros.

Por un momento las voces del Capudre se elevaron entre la vaharada de las timbas, que habían concentrado mucha gente en algunas mesas.

—Van dando las de recoger —dijo Avelino el Manco.

Benjamín Otero observó cómo golpeaba ligeramente el vaso vacío sobre la mesa.

—Esta condenada de Toñina no se atrasa ni un minuto. Ya la siento bajar. Veréis como viene al vidrio.

Benjamín siguió desconcertado la mirada de los presentes hacia la mano solitaria de Avelino, que continuaba golpeando el vaso.

—Hoy no quiere asomar —dijo Nazario, sin demasiada curiosidad.

—Pues no le queda más remedio. En esto hay que portarse como los domadores profesionales. Ningún bicho vuelve a la jaula y recibe la ración, si no ha hecho el número completo.

Avelino estiró el brazo sobre la mesa. La manga de la chaqueta dejó más libre el puño de la camisa.

—Está ahí mismo, la condenada —dijo—. Ahora le da por hacerse de rogar, se me volvió zalamera, la tunanta.

—Hay mucho ruido hoy en el Capudre —dijo Nazario— con tanto naipe.

—Ruido lo hay siempre, y Toñina está acostumbrada.

—Pues ya ves.

Bajo el puño de la camisa de Avelino el Manco, Benjamín Otero creyó divisar el vibrátil triángulo de una diminuta cabeza.

—Vamos, Toñina, ¿qué van a pensar estos señores?

Avelino dejó el vaso y extendió la mano.

—Así me gusta.

Benjamín vio a la lagartija asomar y moverse hasta los dedos de Avelino, donde se detuvo alzando ligeramente la cabeza, con ese gesto de atención y recelo de quien acaba de salir del escondrijo.

—Es algo que me pone nervioso, no lo puedo remediar —contestó Sariegos a su lado.

—Vamos, Toñina, hasta el vidrio.

La lagartija avanzó por el dedo anular de su dueño hasta rozar el vaso.

—Y ahora, para que estos señores vean que cada día estás más educada, un numerito fácil. Anda, Nazario, pon esos palillos.

Nazario colocó unos palillos en la mesa. Avelino condujo la lagartija frente a ellos.

—Vamos, Toñina —la animó, acariciándole la piel parda con la yema del dedo.

Con una súbita agilidad, Toñina cruzó entre los palillos sin apenas rozarlos.

—Una demostración de paciencia y de aprendizaje, sí, señor —dijo don Florín.

—No hay bicho que no pueda desarrollar alguna pulgada de inteligencia —consideró Avelino—. Lo difícil es que logren la oportunidad.

—Al reino animal mejor es dejarlo donde está y como está —opinó Paco Bodes—. Si empezamos a darle demasiadas oportunidades, igual acabamos cagándola, que no es precisamente la condición humana demasiado esmerada. ¿Cuánta distancia puede haber de este saurio educado y caprichoso, que ya hasta el vino le gusta, a cualquiera de los zánganos de la camarilla protohistórica?

Nazario había vertido unas gotas de vino en la mesa y la lagartija cabeceaba golosa en ellas.

—Yo también levanto el campamento —anunció Melendres.

Benjamín observó cómo Avelino recogía a Toñina y, después de acariciarle el vientre, se la introducía por el cuello de la camisa, moviendo luego los hombros como para que el bicho encontrase el acomodo apetecido.

—Malo me pone —comentó Sariegos estremeciéndose.

—Aquí va como una reina —dijo Avelino levantándose—. Y quietecita se queda, sin menear siquiera la cola.

Melendres se detuvo un momento con Benuza, mientras todos se movían para dejar salir a los que se iban.

—Bueno, Angelín —le dijo guiñándole el ojo y palmeándole la espalda—, voy a irme del pico algo más de la cuenta, y algo más voy a decirte de lo que antes preguntabas, ya que tanto interés tenéis en el asunto del cura. Las cartas las consiguió Pacho Robla donde Olegario el Lentes. Otra cosa ya no me preguntes.

cap-5

3. El cautivo

Sintieron el remansado movimiento de las olas nocturnas, que contrastaban con las efervescentes nieblas del Capudre. Miraron el reguero luminoso de los faroles que coronaban la plazuela y, antes de decidirse a tomar la cuesta que se abría en el límite de la oscuridad porticada, confirmaron la intención de ir todos juntos a la guarida de Olegario el Lentes.

—Ingrato trabajo, a fe mía, el de dorarle la píldora al soplagaitas de Melendres —dijo Ángel Benuza, sopesando su esfuerzo ante los Cofrades.

—Démoslo todo por bien empleado —consideró don Florín—. La noche se nos pone inquisitiva. Aquí hay algo que sopla a favor de la causa, ya no me cabe la menor duda. Nuestro Padre brega por nosotros.

Caía la cuesta como un puñal vencido entre el dédalo de las callejas. Jacinto Sariegos iba a la zaga de los Cofrades, liberando en las esquinas el rumor de su estómago revuelto. El blanco y verde cuerpo de Toñina atraía, en su nerviosa fijación, un sudor frío, que parecía derramarse en su senda por el escondrijo: los íntimos recovecos donde Jacinto presentía un chapoteo de reptiles y de saurios. No podía evitar esa sensación del diminuto caimán boqueando y moviendo la cola en la humedad de la camiseta.

Doblando la derruida prominencia de un cubo de la muralla, divisaron, en su parcela de sombras menesterosas, el humilde hontanar del Caño Rucayo, con el pilón atascado y el agua rebosando. Unos peldaños facilitaban el acceso al enlosado hontanar, cuya fuente manaba en el cobijo de la hornacina.

—Quién fuera como aquella fuente, que en el fondo del laberinto vive con su risa de cristal, sin alma y sin edad —citó Paco Bodes.

—Una somera ablución —indicó don Florín— refrescará nuestro entendimiento. No pasemos de largo ante aguas tan límpidas y eméritas.

Bajaron los peldaños y, uno tras otro, bebieron en el Caño. Jacinto sintió un ligero alivio en el estómago.

—Si es cierto —comentó Benuza— que, como dice Publio Capistrano, todas las fuentes surgieron del Lagar del Edén, por cualquiera de ellas, siguiendo su oculto surco, a él arribaríamos. Son el sendero que nos queda para lograr ese mito.

—Por satisfechos nos daremos —apuntó don Florín— si alcanzamos el Mágico Venero de don José María. Esas aguas de juventud que encierran el poder medicinal del tiempo.

Jacinto Sariegos se había sentado en un peldaño, y Benjamín Otero intentaba descifrar la inscripción de números romanos que coronaba la hornacina.

—En su hontanar dormida —recitó Paco Bodes—, con el caudal dorado, del sueño enamorado, del oro de la vida.

Ángel Benuza introdujo un dedo en las aguas que rebosaban el pilón.

—Ese oro —dijo pensativo— que el bardo clásico enarbola, el oro de la vida, es la perfecta figuración de nuestro sueño y de nuestro empeño. Yo diría que estamos en pos del emblema alquímico de todos aquellos que quisieron transformar lo innoble, lo abyecto, el vil metal, la cotidiana zarandaja.

Los Cofrades observaron a Benuza, que acariciaba la perilla con el dedo mojado. Jacinto Sariegos distinguió el reflejo de la luna que se filtraba como una cascada, cayendo por las piedras del cubo de la muralla hacia el pilón de la fuente, donde se esparcía su nacarado destello. Una momentánea aureola de brillante metal salpicó la figura de Benuza cuando siguió hablando.

—Estos tiempos emputecidos que nos tocó vivir son hijos de la ignominia y del desastre —dijo, acentuando el tono declamatorio—. Ya veis quiénes los gobiernan: las peores varas, las más hipócritas, los zascandiles y las sotanas. La vida se va reduciendo al crespón y a la vergüenza. De la inteligencia han hecho un vertedero. Y yo me pregunto cómo podremos sobrellevarlos, quién tiene la receta para, al menos, hacerlos pasaderos, disimulando su terquedad y oprobio.

Volvió a introducir el dedo en el agua y agitó el apacible cristal.

Jacinto sintió por un instante que la imagen del orador se transformaba en una estatua de piedra marmórea, con el dedo índice brillando como una diminuta tea a la altura de la barbilla. Su estómago vaciló en seguida, como si del pilón surgieran con los reflejos nacarados las verdes salpicaduras de algunos cuerpos fríos. La voz de la estatua resonaba bajo el amparo de la hornacina.

—Tiempos emputecidos, sí señor, tiempos de buitres y de comadrejas, donde la intransigencia y el desprecio muerden el corazón de la ciudad, el aire público se contamina con el hedor de los sicarios, con la ponzoña de las huestes del hisopo y de la soflama nacionalsindicalista.

Benuza guardó silencio. El rumor del Caño depositaba en la noche esa voz de cristal nacida en el fondo del laberinto, que el eco parecía acrecentar, manando sin alma y sin edad en aquel hontanar del Rucayo, donde la sed y la edad perecedera de tantos hombres y de tantas caballerías se habría aplacado a lo largo de los siglos.

—Yo os digo, hermanos Cofrades —siguió Benuza bajando el tono casi hasta la confidencia—, que el oro de la vida nos pertenece, que de la innoble y miserable circunstancia en que moramos, a ese esplendor, a ese sueño, hay tan sólo un camino, que es el camino de nuestra aventura.

Resplandecía el mascarón de la muralla, como si la luna hubiese enfrentado su rostro desde el dintel de la noche, y estaba encendido el hontanar, como si una plateada lluvia viniera cubriendo el reducto de las sombras hasta anegarlo.

Benjamín Otero se había sentado junto a Sariegos y su tío, y Paco Bodes acompañaba a Ángel Benuza bajo la hornacina, destacados como dos actores en el centro del escenario.

—Y también os digo que aquí, al pie de este venero histórico, estamos ahora mismo místicamente ensamblados con el Oculto Manantial del presbítero. Escuchad su rumor en la voz del Rucayo. Oíd. Nos llama desde la sima donde fluyen sus aguas prodigiosas.

El silencio ante la indicación de Benuza hizo más consistente el ruido del Caño, su chorro parsimonioso sobre el pilón desbordado.

—Hay un lugar ameno, dice Gaudencio Abrantes en su Deliquio de la Fontana —comentó Paco Bodes—, donde discurren los cinco manantiales que alimentan los cinco sentidos del ser humano. Parecido será el lugar del venero de don José María donde, como canta el bardo calabrés: florecen las flores mayas, y trinan los ruiseñores, en los verdes resplandores, del robledo y de las hayas.

—Esas aguas deliciosas que vencen al tiempo —siguió Benuza, retomando el tono declamatorio— aliviarán esta costra, esta borisa de la cotidiana zarandaja en que nos vemos, este hedor de la roña del tiempo emputecido, de la turiferaria sobaquina y el imperial cascajo.

—También dice Gaudencio —señaló Paco Bodes, como dando cuenta de una familiar circunstancia— que la noche se cierra sobre ese ameno lugar aromada por las brisas montaraces de las gencianas, y que en ella se enciende la Luciérnaga Termópila, un faro azul que alumbra y anima las amorosas inclinaciones.

—Será nuestro solaz y remedio, no lo dudéis —remató Benuza—. A la sombra del mito moraremos luego, como esas felices criaturas que no tienen alma.

Por la calleja bajaban presurosos dos hombres que llevaban un balde. Desde un zaguán no lejano alguien les pedía que se diesen prisa. Jacinto Sariegos les vio venir corriendo hacia el Caño. Se había incorporado y sujetaba el estómago, como intentando poner un dique en el borde de la charca.

—Se muere, se muere —gritaron los hombres al ver a los Cofrades.

Más allá del cubo de la muralla, en las casas adosadas, se habían encendido las luces de algunas ventanas y una voz alertaba a los vecinos.

Don Florín reconoció a uno de los hombres, que en seguida se dispusieron a llenar el balde.

—¿Quién se muere, Mariano?

—Celenque —dijo el hombre, con la contenida emoción de lo irremediable—. El pobre Celenque está en las últimas.

—Dios, Dios —exclamó don Florín—. Olvidemos nuestras indagaciones y vayamos a velar al Cautivo.

—La fiebre se lo lleva —explicó el hombre—. Se acaba por momentos.

—Una época sucumbe con él. ¿Y cómo, huevos, no se escucha ya el llanto de esta ciudad impía?

Un grupo de hombres y mujeres subían por la calleja. La voz que alertaba a los vecinos parecía extenderse como un eco nocturno que rebotara en el lienzo de la muralla:

—Se muere Celenque, se muere el Cautivo.

Fueron por la calleja hasta la casa donde, poco a poco, la gente comenzaba a arremolinarse con ese expectante silencio que acompaña a las malas noticias. Cruzaron el zaguán y entraron en un patio empedrado. Los hombres del balde, acuciados por una mujer que les aguardaba, se perdieron por una de las puertas bajeras.

—El dolor hermana aquí a los reinos de este mundo —dijo Ángel Benuza, observando los rostros de la gente que se esparcía por el zaguán y el patio.

La claridad lunar rociaba los cantos desnudos del suelo, como una siembra de cristales nevados.

—El dolor es siempre más generoso que la dicha —corroboró Paco Bodes—, perdura y se reparte con mucha mayor prodigalidad.

Benjamín Otero siguió a los Cofrades por aquella puerta que conducía a un oscuro corredor que desembocaba en un pequeño corral. Los más variados objetos se amontonaban como una masa de polvorientos desperdicios. Dos hombres estaban sentados en un poyo de piedra, fumando con gesto abatido.

—Tino —llamó don Florín.

El aludido miró a los Cofrades con esa agradecida tristeza de quien, en la tribulación, recibe a los amigos.

—Se os echaba de menos —dijo, incorporándose para saludarles.

—Mismamente nos acabamos de enterar. ¿Cómo está?

—Agoniza —dijo Tino Bandera—. Si queréis escucharle el último suspiro, todavía llegáis a tiempo. Yo, la verdad, no tengo valor.

—Es un trance brutal —confirmó Benuza—, pero hay que saber entenderlo. Celenque consuma su cautiverio, cumple la profecía de su desgracia. Ahora la muerte le corona convirtiéndole definitivamente en un símbolo. Esta emputecida urbe jamás podrá borrarle de la memoria.

—Le está costando mucho trabajo morir —dijo Tino.

—Es la costumbre de la cautividad —comentó Benuza—. Te haces a la muerte, porque el prisionero vive siempre más cerca de la muerte que de la vida, y es imposible que luego su negra mano le sorprenda. La recibe con ese parco protocolo de quien la tuvo de visita mucho tiempo.

Desde el corral, por una puerta que tenía la viga del dintel hundida, penetraron en el oscuro calabozo de Celenque, después de bajar una pronunciada rampa.

Benjamín sintió el hedor de la cuadra, la agobiada atmósfera de la paja podrida y los resecos excrementos, las cuajadas telas de araña que pendían como trapos sucios del techo ahumado.

Al fondo, tras una destartalada cerca de tablas, vio temblar la luz de un candil entre un grupo de gente, y escuchó, en el silencio apenas interrumpido por los pasos de los Cofrades, un agónico jadeo y el arrastrado rebullir de un pesado cuerpo sobre el suelo.

Se acercaron respetando la ensimismada expectación de los presentes, un gesto común de desolada piedad. Benjamín vio la enorme argolla sujeta en el pesebre, la larga y pesada cadena que de ella surgía hasta abrazar el cuello del mulo Celenque, aquel cuerpo derrumbado que parecía desinflarse entre agudos estremecimientos. Jacinto, a su lado, buscaba molesto el apoyo de las tablas, asediado por el hedor de la cuadra.

Bajo la luz del candil fue distinguiendo Benjamín las huellas de los años del Cautivo, las cicatrices azules y moradas del cuerpo lacerado, que se desplomaba en la muerte. Observó los ojos ciegos, teñidos como por una nube de polvo que hubiera anegado en ellos cualquier residuo de luz, las greñas enmarañadas entre grumos de suciedad, y vio las monstruosas pezuñas crecidas como absurdas garras. Las abiertas mataduras cubrían las patas, el lomo y el vientre escuálido de Celenque, como señales de un cuerpo definitivamente desmoronado sobre sí mismo.

Dos mujeres aliviaban al moribundo mojando las bayetas en el balde y refrescando su cuello y su cabeza desorejada. Los espasmos concentraban un temblor de descarga eléctrica, como una tajante rotura de fibras y de músculos que quedasen cercenados en su violento latir. Un ronco estertor parecía preludiar la explosión interna, el hundimiento de las cavernas de aquel cuerpo minado por la condena y la desgracia, como si el estertor fuese el eco destrozado de una voz que nunca pudo articularse, de un grito que jamás se escuchó.

—Duro es el morir —dijo Ángel Benuza—, porque en ningún otro trance se encuentra uno más desnudo y abandonado, más perdido en el abismo interior.

—Ciertamente, le está costando —indicó don Florín.

—La parca es así de cruel —siguió Benuza—. Pero, como antes decía, el prisionero sabe recibirla mejor que nadie. El dolor de su larga noche se hermana sin solución de continuidad con el tránsito funeral. Para nosotros, será más perniciosa porque no estamos ni estaremos hechos a ella, nos hiere el mero anuncio de su escalofrío.

Jacinto se retiró hacia un lado. El hedor acumulaba las más antiguas y persistentes emanaciones, una atmósfera de clausura y corrupción, que anticipaba el mismo aliento de la muerte.

—No aguanto aquí —le dijo a Benjamín Otero, que también padecía la opresión del ambiente.

Tino Bandera se había quedado solo en el poyo de la entrada, y encendía otro cigarrillo con nerviosa seguridad. Vio salir a Jacinto y a Benjamín y les hizo un gesto para que se sentaran.

—Eso dura —dijo Sariegos—, y yo no tengo hoy el estómago para muchos trotes.

El rastro de la luna se colaba en el corral. Los objetos amontonados formaban contra la pared una ingente montaña, en la que apenas podían distinguirse las patas de una silla, los cuernos de un perchero, los mullidos de una yunta y algunas cazuelas y palanganas desportilladas.

—En realidad, lleva dos días muriéndose —dijo Tino—. O, para ser más exactos, quince años, que son los quince años de su cautiverio.

—¿Quince años? —preguntó Benjamín, que no podía orillar la imagen del moribundo.

Tino Bandera se recostó en la pared y movió la cabeza asintiendo, como si de repente el tiempo se derritiera en un benigno recuerdo de juventud.

—A Celenque lo traje yo a esta casa —dijo—, y lo traje cuando ya llevaba por lo menos ocho de prisión. Me dejaron hacerme cargo de él por una orden expresa de la Comandancia, cuando derribaron el Cuartel del Moro, comprometiéndome yo a que el mulo cumpliría la totalidad de su condena, la cadena perpetua a la que ahora la muerte va a poner fin.

Benjamín Otero escuchaba atento las palabras de Tino, mientras Jacinto intentaba huir de aquel reducto recién abandonado, que supuraba con el mismo hervor de la charca, a cuya orilla, desde el sucio tirante de la camiseta, se asomaba la vibrátil cabeza de Toñina.

—Esta ciudad —siguió Tino— padeció mucho durante la guerra, sobre todo en los primeros meses de la sublevación. Para ser sinceros, más de uno cambiamos aquí de chaqueta según se aclaraban los acontecimientos porque a lo que estábamos era a verlas venir, y de lo que se trataba era de salvar el pellejo. Cuando el asedio, aquí mandaba las tropas nacionales un tal comandante Pardiña, que se hizo fuerte al final precisamente en el Cuartel del Moro. Y allí en el Cuartel estaba Celenque, entre los mulos de la remonta, aquellos pobres mulos que tanto trajinaron por las trochas y las veredas de los frentes.

Tino lanzó la colilla a una cercana pila de piedra.

—Dicen que un día, cuando las cosas estaban ya muy negras, Pardiña pasaba revista a sus hombres e inspeccionaba las dependencias del Cuartel, porque era un militar muy ordenancista y estricto y ni en los momentos más delicados permitía el mínimo abandono, y quiso ver también las cuadras, comprobar que hasta las caballerías estaban a punto. Entonces entró en la cuadra de los mulos y puso de vuelta y media al cabo porque los animales estaban descuidados, y allí empezó a señalarle a éste y al otro y en una de ésas, en pleno cabreo, le pegó a Celenque en el lomo con la fusta. Y parece que Celenque, como tantas veces sucede con los mulos, que tienen esas reacciones imprevistas, lanzó una coz terrible, seguro que más asustado que dolorido, con la mala fortuna que le dio a Pardiña en la cabeza, cerca de la sien. Total, que lo dejó en el sitio, igual que si le hubiese alcanzado el cascote de un obús.

Jacinto se había levantado del poyo y paseaba por el corral.

—Se dijo que aquella desgracia fue la causa directa de la caída del Cuartel del Moro, de su precipitada rendición. Sin Pardiña, los heroicos defensores perdieron la moral. El caso es que la coz de Celenque se convirtió para las tropas republicanas del capitán Cornejo, que fueron las que tomaron el Cuartel, en una hazaña, y por ese derrotero continuarían las desgracias del mulo porque mejor hubiera sido que unos y otros le hubiesen olvidado. Cuentan que en el patio del Cuartel una compañía rindió honores militares a Celenque, que el mulo estuvo allí, en la posición adecuada, junto al capitán Cornejo, enjaezado como para un desfile de gala. Y que desde entonces recibió un trato especial, rebajado de todo servicio, con rancho aparte. Hasta hay quien dice, porque en esto son fáciles las exageraciones, que el capitán le asignó para su exclusivo cuidado a un machaca, que de cuando en cuando lo paseaba por las calles de la ciudad.

—Eso es cierto —confirmó Jacinto Sariegos, que volvía a sentarse en el poyo—, yo se lo oí contar a mi tío Emerenciano. Y gente de copete de aquí, que por aquellas fechas andaba temerosa, saludaba a Celenque al cruzarse con él por el Paseo de los Condes.

—Claro que todo esto duró poco —siguió Tino Bandera—. A los seis o siete meses, la ciudad ya estuvo definitivamente en manos de los nacionales. A Celenque lo habían dejado en la cuadra del Cuartel con sus compadres sobrevivientes de la remonta, ni siquiera media docena de mulos bastante mayores que él y mucho más trallados. Por un tiempo allí vivió, sin que, al menos en apariencia, nadie se acordase de él. Hasta que llegó un tal capitán Renedo, que había estado a las órdenes de Pardiña, y sacó a flote la historia, y lo primero que hizo fue buscar a Celenque. Desde ese momento, quedó el mulo arrestado, atado a la argolla del pesebre con una cadena corta y recibiendo apenas media ración. Aquel hombre hizo todo lo posible para que lo fusilaran. Y tengo entendido que una noche hasta lo sacaron al patio con el pelotón ya dispuesto. Pero había un coronel del arma de caballería que fue quien lo impidió, y quien dijo que el asunto del mulo debería considerarlo el correspondiente consejo.

—El coronel Furado —informó Jacinto—. El mismo que dio tanto que hablar con aquella sonada historia de una yegua, a la que no se sabe qué extraños vínculos llegaron a ligarle. Y que con ella fue liquidado por su mujer, exactamente el mismo día de la victoria, debajo del puente del Candín. Ella usó un máuser, y nadie pudo comprender cómo fue capaz de manejarlo tan cabalmente.

—Lo cierto es que a Celenque le hicieron el dichoso consejo y de él salió condenado a muerte, aunque luego, por alguna razón que no se sabe, le conmutaron la pena por la de cadena perpetua. Y le hicieron esa horrible afrenta, que a mí casi me parece la más penosa: le cortaron las orejas.

Tino cerraba los ojos, como si la imagen de ese suceso volviera a surgir desgajada de un mal sueño, que se repetía al contemplar la desmochada cabeza del mulo.

—Años más tarde —siguió— fui yo destinado al Cuartel, ya que por entonces todavía me ganaba la vida en el ejército, hasta que cansado de aguantar órdenes me licencié. Y apenas llevaba allí una semana cuando conocí a Celenque. No podéis imaginaros las condiciones en que sobrevivía: se había quedado ciego, los huesos le asomaban por la piel, era lo que se dice una llaga y una ruina. De él se hablaba en secreto, como si mentarlo fuera peligroso, pero raro era el quinto que no iba a verle, y había entre la tropa un respeto más que piadoso. En la ciudad ya entonces se hablaba del Cautivo.

—No sólo se hablaba —dijo Jacint

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