Hace unos años escribí una pequeña colección de cinco cuentos, cada uno de ellos titulado con el nombre de los cinco árboles que más cercanos están en mi recuerdo o que mayor reincidencia han tenido en mi memoria: el tilo, el ciprés, el nogal, el chopo y el aliso.
Esos cuentos suceden caprichosamente en la referencia de esos árboles, no hay mayor atadura, pero ahora, al reunir por vez primera todos mis cuentos, desperdigados como ramas variopintas por diversos lugares, me percato de la oportunidad y el sentido del título que puse a aquella colección, y lo recobro como título del presente volumen, además de usar la colección casi a modo de proemio.
Esos cinco cuentos están fuera del tiempo o, al menos, con esa idea fueron escritos, con la intención de rememorar el arquetipo de un género que, como bien sabemos, tiene las más hondas raíces populares y es, sin duda alguna, el que mejor marca un cierto patrón narrativo, la pauta de una estructura narrativa en la que todo es significativo y en la que los elementos sustanciales son la necesidad y la medida. Con algo tan extremo, como lo necesario o lo imprescindible y lo medido y lo justo, es como se logra la intensidad de esa estructura a la que nada conviene el artificio. O el esplendor, la perfección, de lo que Truman Capote requería como la redondez y el brillo de una naranja.
En mi destino de escritor, por circunstancias de la vida, que tanto tienen que ver con la historia, la geografía y los afectos, hay un sustrato de cuentos contados y escuchados, en seguida emparentados con los leídos. Una experiencia, nada extraña por otra parte, que orienta el designio de un aprendizaje de lo imaginario en la oralidad.
Los cuentos estaban en mi vida desde muy temprano. La voz narrativa resonaba casi al tiempo que la utilitaria. Los recados y los deberes tenían un cumplimiento paralelo al que los cuentos indicaban en las ensoñaciones. La imaginación verbal también fraguaba una memoria temprana en la que se depositaba otro modo de sentir y de vivir. Algunas emociones originarias podían confundirse entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre los afectos familiares o vecinales y los que se intensificaban en la invención.
Los cuentos también como aprendizaje de la vida. O los cuentos como formas de vida. La propia memoria de la imaginación, el patrimonio de una infinita referencia literaria tan universal como particular e íntima.
Luego me hice escritor, un narrador también más temprano de lo debido, un niño escritor, lo que ya es el colmo de los colmos, y como no podía ser menos, un escritor de cuentos.
Me pareció que en ese género, tan comprometido con mi existencia y experiencia, cuando ya era un devorador de todos los cuentos posibles, radicaba mi condición de escritor. Con los cuentos tenía más que suficiente, aunque, por supuesto, el lector inmoderado nunca dejaría de hacer descubrimientos allí donde hubiese algo que leer.
La condición de cuentista derivó en seguida, antes de lo previsible, en la de narrador, que era la conciencia abierta hacia ese otro destino de las historias que a uno se le ocurren y que no encajan en el género. El narrador abría obviamente las puertas a otras posibilidades, novelas cortas, novelas largas, ficciones en las que intentar el hallazgo de un destino y un sentido propicio a lo que ellas requiriesen.
Dicen que el narrador elige por instinto el mejor cauce expresivo de lo que quiere contar, la trama que se desarrolla en la complejidad, las palabras necesarias. El destino de las historias, el sentido de las mismas, al menos en quienes como narradores nos confesamos contadores de historias.
El narrador fue del cuento a la novela, volvió cuantas veces quiso y hasta, en algún momento, tuvo la sensación de novelar tejiendo cuentos o de usar esas estructuras narrativas tan significativas, y tan propicias para urdir sugerencias más arquetípicas y universalizadoras, en el interior de las tramas novelescas o en la voz de algún personaje, más capaz de contar su vida como un cuento o de recabar en su memoria la imaginación con que los cuentos cauterizan y expanden la experiencia de vivir mostrando, además, el latido universal de esa experiencia.
La ficción nos une y nos ampara. Los cuentos son piezas sustanciales del conocimiento humano. De la realidad imaginaria todos somos deudores, y no parece mal camino, en los tiempos que corren, hacer lo posible por seguir acreditando la ficción para que, al menos, por despiadado que sea el despojo espiritual a que nos vemos abocados, no nos roben o rebajen los bienes de la imaginación.
Reunir los cuentos que llevo escritos, que es lo que intenta este volumen, me ha resultado más fácil materialmente que mentalmente. Los cuentos se me van de las manos, las novelas las tengo más atadas, aunque también debo confesar mi condición de propietario indolente de las mismas, una secuela de aquella indolencia del escritor primerizo.
Lo que ya está escrito siempre me interesa menos que el proyecto en marcha, y la propensión de las invenciones al anonimato siempre me subyugó. No se trataría del escritor que se esconde sino de la obra que busca la perfección en el olvido, como le sucedía al protagonista de una de mis novelas más queridas.
Se me han ido de las manos, en libros perdidos y recuperados, en colecciones sueltas, y también en libros que no eran estrictamente de cuentos: libros en los que había cuentos además de otras cosas.
Reunirlos, pues, exigía un esfuerzo de memoria y reconsideración, dejar que vuelvan y adquieran la consistencia de las ramas del árbol al que pertenecen. Ellos contienen sin duda huellas insustituibles de mi mundo literario, tonalidades y hallazgos variados, y hasta puede que respondan a intereses y retos contrapuestos, tras la deriva de tantos años.
El árbol y las ramas se acomodaban bien a la metáfora del título y al propio esfuerzo de recobrarlos y compaginarlos. Es lo que he hecho. Un cierto orden cronológico, los capítulos que son los títulos de los libros de donde vienen, la comprobación de una variedad de asuntos y obsesiones que no pueden causarme, ahora que los leo juntos, especial extrañeza.
El padre va reconociendo a los hijos que vuelven a casa, después de llevar tanto tiempo en lejanos lugares y sin que desde entonces hayan hecho un regreso común, y se sienta a la mesa con ellos. Es el momento en que los hijos debieran también reconocer al padre y sentirse a gusto al verse juntos. También puede ser un buen momento para que el escritor poco complaciente consigo mismo sienta la incertidumbre de la reunión familiar y se llene de cautelas e inseguridades.
Pero del árbol de los cuentos se trata. La imagen es suficientemente cautivadora. Recordemos que en algunos poblados africanos los miembros de la tribu suelen reunirse a la sombra generosa del árbol más frondoso, a veces del único que hay a mano, para contar y escuchar los viejos relatos tradicionales. Y que en algunas tribus del Amazonas ese mismo árbol los congrega para contar sus historias. Es el árbol de los cuentos y el árbol de la memoria. La memoria y la imaginación se confunden, algunos hasta nos proponemos intercambiar a la una por la otra para que ambas sean más potentes, y tampoco debemos olvidar que el papel en que los libros se imprimen viene de los árboles y que la obsesión o la manía de escribir requiere, como suele decirse, tener madera de escritor.
La perfección del olvido, esa ambición moral y estética de que una ficción no necesite dueño, se corresponde muy bien, a mi modo de ver, con la ambición de un cuento perfecto, tan imposible como imprescindible. No hay opción para las historias complacientes, la vida que se gana en las ficciones debe ser más poderosa que la verdadera.
LUIS MATEO DÍEZ
Primavera de 2006
El árbol de los cuentos
El tilo
Un hombre llamado Mortal vino a la aldea de Cimares y le dijo al primer niño que encontró: avisa al viejo más viejo de la aldea, dile que hay un forastero que necesita hablar urgentemente con él.
Corrió el niño a casa del Viejo Arcino que, como bien sabía todo el mundo en Cimares, tenía más edad que nadie.
Hay un forastero que le quiere hablar con mucha urgencia, dijo el niño al Viejo.
Las prisas del que las tiene suyas son, la edad que yo tengo me la gané viviendo con calma, si quiere esperar que espere.
El hombre daba vueltas alrededor de un tilo muy grande que había a la entrada del pueblo. Cuando volvió el niño y le dijo lo que había comentado el Viejo Arcino, estaba muy nervioso.
Es poco el tiempo que queda, musitó contrariado, una docena más de vueltas al árbol y termina el plazo.
El niño le miraba aturdido, el hombre le acarició la cabeza: lo que menos vale de la edad de un hombre es la infancia, dijo, porque es lo que primero acaba. Luego viene la juventud, siguió diciendo mientras volvía a dar vueltas, y nada hay más vano que las ilusiones que en ella se fraguan. El hombre maduro empieza a sospechar que al hacerse más sabio, más se acerca a la muerte, entendiendo que la muerte sabe más que nadie y siempre sale ganando. De la vejez nada puedo decir que no se sepa.
El Viejo Arcino llegó cuando el hombre estaba a punto de dar la docena de vueltas.
¿Se puede saber lo que usted desea, y cuál es la razón de tanta prisa?..., le requirió.
Soy Mortal, dijo el hombre, apoyándose exhausto en el tronco del tilo.
Todos lo somos, dijo el Viejo Arcino. Mortal no es un nombre, mortal es una condición.
¿Y aun así, aunque de una condición se trate, sería usted capaz de abrazarme?..., inquirió el hombre.
Prefiero besar a este niño que darle un abrazo a un forastero, pero si de esa manera queda tranquilo, no me negaré. No es raro que llamándose de ese modo ande por el mundo como alma en pena.
Se abrazaron bajo el tilo.
Mortal de muerte y mortandad, musitó el hombre al oído del Viejo Arcino. El que no lo entiende de esta manera lleva las de perder. La encomienda que traigo no es otra que la que mi nombre indica. No hay más plazo, la edad está reñida con la eternidad.
¿Tanta prisa tenías?..., inquirió el Viejo, sintiendo que la vida se le iba por los brazos y las manos, de modo que el hombre apenas podía ya sujetarlo.
No te quejes, que son pocos los que viven tanto.
No me quejo de que hayas venido a por mí, me conduelo del engaño con que lo hiciste, y de ver correr asustado a ese pobre niño...
El ciprés
Le dijeron a Morindo que la única posibilidad de hablar con su padre, que llevaba muerto tres meses, era ir al cementerio un día de luna llena.
Hay dos cosas que ayudan a entender que Morindo aceptase aquel consejo o se prestara a un asunto tan absurdo. La primera, esa simplicidad con que algunas personas preservan la inocencia, de modo que a base de ser más crédulos de lo debido evitan malearse. La segunda, la imperiosa necesidad que tenía Morindo de hablar con su padre, porque el buen hombre se había muerto de repente y como era muy desordenado todo lo había dejado patas arriba y no había manera de encontrar ni las cosas más necesarias.
Con la luna llena y el licor que a tu padre más le gustase, y unas pastas o algún otro dulce que fuera de su capricho, le dijeron. Te sientas en la tumba, descorchas la botella, pones al lado la bandeja con las golosinas, y esperas lo que haga falta. La noche de luna llena está más claro y apacible el cementerio.
Lo estaba. Tanto que cuando Morindo hizo lo que le habían dicho y se sentó al pie de la tumba, casi agradeció la espesura del ciprés cercano. La serenidad ayudó a que se durmiera, tras cabecear un rato.
¿A qué vienes, Morindo?..., inquirió una voz que tardó en sacarlo del sueño.
A traerle estas galletas y este licor que a usted tanto le gustaba.
No es mala idea. Vete detrás del ciprés y ni se te ocurra mirarme. Los difuntos no tenemos buen aspecto y un hijo es mejor que recuerde a su padre como era de vivo.
Obedeció Morindo y se ocultó tras el árbol.
También quería preguntarle una cosa, dijo al cabo de un rato.
Pues piénsatela bien, que los difuntos sólo una podemos contestar, y la ocasión la pintan calva.
¿Dónde dejó usted el candil?...
Cabeza de chorlito, badulaque, increpó la voz. Ya me amargaste el licor. ¿A eso vienes al cementerio, para eso me requieres?... Una sola pregunta que a un difunto puedes hacer, ¿y eso es lo que se te ocurre?...
¿Y qué se me iba a ocurrir?..., inquirió Morindo abochornado.
¿Es que no te apetece saber algo del más allá, qué se cuece por aquí, si hay o no hay vida eterna?...
No se me ocurrió, pero si todavía estuviera a tiempo y usted se aviniese a decírmelo.
Ni hay candil, ni vida eterna, ni Cristo que lo fundó. Las pastas están duras y el licor, ya te digo, me lo amargaste. Te sale un hijo tonto y ése es el mayor castigo para un padre hasta en el otro mundo. Trepa al ciprés y que no vuelva a verte.
Trepó Morindo y subió como pudo hasta la rama más alta. Allí arriba la noche era todavía más clara y serena.
Ahora me doy cuenta de lo poco que soy, se dijo atribulado. Mi padre tiene toda la razón: nadie requiere a un muerto por una bagatela, menuda ocasión perdida para saber algo del más allá.
Se durmió y estuvo soñando con un jilguero que volaba cantando entre las tumbas y que vino a despertarlo en el momento en que sentía el vértigo de la caída.
Vuela conmigo, Morindo, le dijo el jilguero. Se vive mejor de pájaro que de humano, sobre todo cuando se es bobo.
Me parece que no valgo ni para una ni para otra cosa, confesó Morindo con tristeza. No hay candil, no hay eternidad. Limpio las migas de mi padre en la tumba y vuelvo a casa, a no ser que tenga la mala suerte de romperme la crisma.
El nogal
De todos los niños del orfanato de Oduela, el más avispado se llamaba Milo y el más infeliz Cano.
Milo era alto y moreno y ni siquiera las legañas devaluaban la convicción de su mirada. Cano era bajo y rubio, incapaz de alzar los ojos o de que su voz se oyera más allá del cuello de la camisa. No se entendía muy bien que fueran tan amigos porque a Milo le ponía nervioso la pobreza de espíritu de Cano, aunque probablemente era también esa pobreza la que suscitaba su afecto.
De suyo, el día que desaparecieron no extrañó a nadie que lo hubieran hecho juntos. Saltar la tapia del patio del orfanato era una hazaña bastante desmedida pero no imposible. La noche que Milo y Cano se fueron era más oscura y tormentosa de lo habitual y ningún compañero dio la alerta de la desaparición. En el orfanato nadie comprometía nada y todos callaban cuando pasaba algo porque en el desvalimiento la defensa natural es el silencio, nadie tiene nada que dar ni nada que recibir ni, por tanto, que decir.
Lo único que yo recuerdo de mi vida, contó Milo, es un perro que se llamaba Listo. ¿Tú no te acuerdas de nada?...
De un árbol muy grande, dijo Cano mohíno.
Llevaban varios días deambulando y, de un pueblo a otro, Milo siempre conseguía algo, o pidiendo o con diestras raterías.
Sabiendo que se llamaba Listo, comentó Cano mientras comían unas rosquillas que les había dado una niña, lo mejor es llamarlo. Un perro no olvida al amo.
Pues un árbol muy grande bien puede ser un nogal. ¿Te acuerdas de si daba nueces?...
Me parece que las daba.
Cano llamaba a Listo y Milo inspeccionaba los árboles que iban encontrando.
Yo creo que mis padres me abandonaron, dijo Cano un día, cuando ya llevaban muchas jornadas sin rumbo, de uno a otro pueblo, y cada vez con más precaria subsistencia. A veces cuando lloro, veo las ramas de ese árbol tan grande. Debí de llorar mucho debajo de ellas.
Yo jugaba con Listo, dijo Milo. Y no recuerdo otra cosa que a un anciano que le tiraba piedras, a lo mejor era mi abuelo.
Iban por el campo. Cano lloraba cuando tenía hambre. A Milo le ponía nervioso aquel llanto inocuo.
La mañana que Cano divisó la copa de un nogal en el corral de un caserío, comenzó a correr como un loco. Milo lo alcanzó cuando subía a la tapia, y asomó a su lado.
Era un nogal frondoso y al pie del tronco había un perro dormido.
Listo, llamó Milo.
El perro se desperezó y comenzó a ladrarles.
Estuvieron tentados de saltar la tapia pero no se decidieron. El perro ladraba sin demasiada agresividad y se movía alrededor del nogal como si lo defendiera.
Entonces se escuchó la voz de alguien que podía ser el amo.
Listo, Listo, ¿qué pasa?...
De la casa salió un anciano y, antes de fijarse en ellos, cogió del suelo una piedra y se la tiró al perro.
Vamos, vamos, requirió Milo con urgencia.
Corrieron por el campo hasta que no pudieron más.
Hay que volver, dijo entonces Milo.
¿Dónde?..., inquirió Cano.
Al hospicio. Está claro que tú y yo no tenemos nada que hacer en el mundo.
El chopo
Dicen que en Carva fue un viajero, en Villamida un vagabundo y en Antil un mendigo. Más o menos en los tres sitios sucedió lo mismo y hasta podría pensarse que el viajero, el vagabundo y el mendigo se parecían más de la cuenta.
La verdad es que si se piensa un momento es fácil sacar la conclusión de que un viajero muy bien puede con el tiempo hacerse vagabundo y acabar de mendigo. Es como un destino más o menos absurdo o degradado, pero en los tres casos se va por la vida, se anda por el mundo y, al fin, se requiere la subsistencia de puerta en puerta.
Nadie recuerda cómo se llamaban, casi ni siquiera cómo eran. El que va y viene pierde la identidad en el camino o, mejor, sólo en él la alcanza.
Un viajero trae la maleta como contraseña. Dicen que bajó del coche de línea y llamó en la primera casa de Carva. Le abrió una chica joven que se llamaba Cericia y estaba recién casada. Al día siguiente se fue el marido de Cericia y, cuando en el pueblo se percataron, el viajero se había convertido en el hombre de aquella casa. Eso duró unos meses. Volvió el marido, se fue el viajero.
Un vagabundo trae las manos en los bolsillos y una colilla en los labios. Llamó a la puerta de la última casa de Villamida. Le abrió una niña vestida de luto. La niña vivía con su madre, que era una viuda joven que se llamaba Amarila. Sustituyó al marido muerto y por unos meses hizo de padre de aquella niña triste. El día que se fue lloraban la madre y la hija.
Un mendigo trae a la espalda el zurrón con los cuatro mendrugos de las limosnas. Se sentó en el poyo a la entrada de una alquería de Antil, y cuando la hija mayor de la casa, que se llamaba Oreda, le dijo que pasara si quería calentarse, dejó el zurrón y obedeció. Los padres de Oreda aceptaron al mendigo como si fuera su yerno y las hermanas lo consideraron su cuñado. Cuando murieron los padres y se casaron las hermanas, Oreda y el mendigo quedaron solos y dueños de la alquería. Para entonces ya tenían tres hijos. El mendigo desapareció una mañana de abril, cuando los hijos ya estaban criados.
En los tres casos, el viajero, el vagabundo y el mendigo hicieron lo mismo todos los días después de comer. Salían de casa, se acercaban al chopo más cercano, se sentaban apoyando la espalda en el tronco, fumaban un cigarro y suspiraban satisfechos.
El aliso
Cuando el tren llegó a la aldea de Brazares hubo fiesta.
El tramo ferroviario se iba ampliando con mucha dificultad porque la orografía del valle era complicada y, además, coincidían muchos intereses contrapuestos derivados del largo pleito de las compañías del ferrocarril y la mina, que se habían escindido y vuelto a fusionar más de una vez.
El tren minero iba a compaginar su recorrido con el transporte de viajeros cuando alcanzara la cabecera de Brazares. Iba a convertirse en un mixto que al menos en algunos viajes permitiría ir y venir a la gente de las aldeas del valle, frustrada por el destino de aquellos largos convoyes sucios y grasientos en los que ni siquiera los fogoneros parecían personas.
Carbón y pasajeros era lo que llevaban pidiendo en la cuenca desde hacía mucho tiempo: el humo de las santafés y un estruendo de progreso por donde el silencio olía a pobreza.
De los primeros en apearse en Brazares, tras el viaje inaugural, fue un rubio más alto que un aliso, vestido con chaqueta a cuadros y pantalón bombacho, con un maletín en la mano derecha y una boquilla con el pitillo apagado en los labios.
Los que repararon en él no tuvieron la sensación de percibir a un extraño, les pareció que el rubio movía la cresta con la complacencia del gallo que reconoce el corral o del aliso que se cimbrea con el viento del bosque que más le gusta.
Brazares, el fin del mundo, dicen que dijo, limpiándose la carbonilla de las solapas. ¿En la aldea hay sitio donde hospedarse o el que no tiene techo se las arregla al sereno?..., inquirió en la propia estación.
Pregunte por doña Canda, le informaron. El fin del mundo ya no es lo que fue. La hulla trajo el ferrocarril y los ingenieros, y se empiezan a ver más forasteros que naturales. La gente viene con los caprichos que tenía, dispuesta a duplicarlos, y el dinero empieza a correr como en cualquier capital. Aquí ya podemos decir que todos somos mundiales.
Ni siquiera doña Canda se percató de que era rubio teñido, y eso que la buena mujer calaba a los huéspedes a primera vista: la solvencia, el trato, las manías y, por supuesto, cualquier detalle que insinuara la más mínima rareza o extravagancia. El porte y la indumentaria le daban un aire distinguido y la boquilla le servía para que resaltara el brillo de los dientes.
Veinticuatro horas después en el Cavila, el bar de Brazares donde lo mismo podía beberse un champán francés que un whisky de malta, jugó el rubio las primeras partidas, haciendo del dinero más ostentación que cualquiera de los jugadores habituales, perdiendo más que ganando y con pocos miramientos. Parecía uno de esos jugadores entretenidos, ilusos, que se fijan poco porque da la impresión de que les sobra el dinero y no saben cómo pasar el rato.
Del azar me prevalezco para que la vida sea más placentera, decía el rubio cuando la racha era mala, sin perder la sonrisa y sin que la boquilla dejara de moverse entre los dientes. Me peta el ambiente minero. El oro dorado para los anillos, el negro para la siderurgia. Las manos sucias del picador mejor que las limpias del contable.
A usted, por lo que se dice y comenta, lo están llevando al huerto cuatro desaprensivos, le dijo un día doña Canda, que sentía un especial afecto por aquel huésped tan educado y familiar. El tren incrementó el vicio del juego. El que pierde hasta las pestañas lo hace en beneficio del más taimado. No se entiende que haya venido tan lejos a que lo desplumen.
Veinte días más tarde, el último sábado del mes, concurrieron al Cavila, como era habitual, los ingenieros y directivos, la flor y nata de la compañía minera.
Era la partida mensual por la que el rubio había demostrado especial interés, desde que se enteró que se celebraba. Una partida famosa en toda la cuenca, mucho más preciada desde que el ferrocarril alcanzara la cabecera de Brazares.
El palomo tiene más ganas que nadie, informó el propio Cavila guiñando un ojo a la concurrencia.
En las partidas de postín como en la vida en general no juega el que quiere sino que el que hace méritos, dijo el ingeniero jefe, que era el más zumbón de todos ellos.
Al rubio no le dejaron sentarse hasta media noche. Se jugaba sin tope. Había en el Cavila un ambiente caldeado, con más whisky y champán que nunca.
Sólo las consumiciones valían un potosí, contaba Meandro, que era un minero silicótico que pasaba la vida en el Cavila, dispuesto a aceptar cualquier invitación.
Amaneció el domingo.
El Cavila permanecía cerrado a cal y canto, sin que nadie hubiera salido. De la timba no había noticia. Tocó a misa la campana en la ermita. Las doce y media. A primera hora de la tarde un parroquiano despistado aporreó la puerta del bar.
Cerrado por defunción, dijo molesta la voz del dueño.
Ya era de noche. La bombilla de la puerta del bar no se había apagado desde el día anterior, se apagó la mañana del lunes cuando, al fin, se fueron los participantes en la timba, que por la cara parecían venir de velar un cadáver.
El mixto salió a las ocho cuarenta y tres. Era un lunes nublado, llovía a mares. Las laderas del valle escurrían la propia suciedad de los lavaderos como si el agua ya cayese sucia de las nubes.
Equipaje propiamente dicho no trajo, más allá del maletín y la muda, decía doña Canda.
El rubio había tomado el mixto. No estaba tan arreglado como cuando llegó, la chaqueta y los bombachos se habían arrugado, las ramas del aliso se veían un poco abatidas, no tenía la boquilla en los labios.
Y desteñía, dijo doña Canda, aquel pelo no era el mismo.
Yo reconocí al hijo de Pesero cuando todos pusieron en la mesa el último talón y él sacó del bolsillo interior de la chaqueta una baraja que daba grima verla, contó Meandro, el silicótico, sujetando la tos con esfuerzo. Probablemente era el más indicado para reconocerlo porque era el que había compartido más horas de trabajo con Pesero, y el rubio algo tendría de los ojos del padre, acaso el mismo brillo que hace que las hojas de los tilos se parezcan.
¿No querrá que juguemos con esa porquería?..., había dicho el administrador, que de todos los presentes era el que hacía mayores esfuerzos para que no se le cerrasen los ojos.
Si vuelvo a ganar la última mano, observó el rubio, con esta baraja les propongo la definitiva oportunidad, a la carta más alta: todo lo que llevo ganado por la última peseta que cada cual guarde en el bolsillo. La misericordia del entibador es el prurito del hijo del mismo y hoy le hago este homenaje a mi padre.
Pesero, el de la aldea de Omada, cuenca arriba. Todas las minas que yo trabajé hasta verme como me veo las entibó él, dijo Meandro, el silicótico. El hijo era la rama del mismo árbol, sólo engañaba el pelo que se habría teñido para disimular.
Perdieron sin remedio, y con las cartas de aquella baraja mugrienta volvieron a perder hasta el último céntimo. La propia empresa minera iba a entrar en bancarrota después de aquel desaguisado.
La baraja es tuya, Meandro, me dijo el rubio engañoso cuando acabó de recoger el dinero y los talones. Jugabais con ella en el Pozo Sotillo entre barreno y barreno y me consta que jamás ganasteis otra cosa que alguna llamada al orden del capataz.
Pocos en Brazares se acuerdan de Pesero porque los años no pasan en balde y los hombres de la mina pierden relieve cuando la dejan, pero agrada ver cómo los hijos no olvidan a los padres.
Me gusta que el fin del mundo ya no lo sea, dicen que le dijo el rubio a doña Canda después de pagarle la pensión con una generosa propina. El progreso a todos nos hace progresar, y hasta que llegó aquí yo no quise volver. De un tiempo a esta parte, lo único que saboreo en la vida es el champán francés.
Brasas de agosto
El difunto Ezequiel Montes
1.
El difunto se llamaba Ezequiel Montes. Aquí le recordamos por algunos detalles intrascendentes: el labio leporino, la gorra visera y un andar de cangrejo que insinuaba la dificultad de los pies planos. Tenía trazas de cazador, aunque no lo era, barbas enredadas y los ojos saltones y punzantes como las liebres. Era mediano de estatura, alto de cuello, atravesado de nariz, cargado de hombros y corto de brazos. Parecía un roble viejo de los que se cuartean en la Dehesa de Pobladura.
Atrajo nuestra curiosidad cuando le vimos aparecer, hace unos seis años, por el Teso de los Corredores, un agosto caliente como pocos, la misma tarde del día de Nuestra Señora.
Estábamos bañándonos en la charca y andábamos desnudos por los juncos pescando ranas y atrapando gusarapas, atareados en llenar una cazuela de ancas que luego nos preparaban con pimentón y cebolla en la cantina de Cecilio.
El hombre nos preguntó por el nombre del pueblo, dejó la bolsa que traía a la espalda en el verde de la charca, quitó las botas, metió los pies en el agua y lió un cigarro.
Cuando fumaba, descubrimos con mayor nitidez la extrañeza del labio leporino y nuestra curiosidad nos embebió en una contemplación descarada que a él no parecía molestarle.
Después se marchó hacia el pueblo babeando la colilla por encima de las barbas y atascando los pasos en el polvo del camino vecinal.
Recuerdo que vestía una sahariana comida por el sol y los sudores, pantalones de mahón arremangados encima de las botas y camisa caqui con tres botones saltados.
La gorra visera, de color pajizo, le rozaba el saliente de las orejas y se deslizaba hacia la frente dejando al aire un pequeño mechón de pelos encanecidos.
Por el pueblo hubo muchos comentarios con la llegada de Ezequiel. Cuando los hombres se enteraron de su intención de quedarse a vivir aquí, el recelo abrió paso a las más variadas sospechas y durante los primeros días todos nos mirábamos con complicidad.
En las cocinas se hablaba en secreto del extraño personaje cuyo labio producía especial aversión, sobre todo a las mujeres.
En casa de Cecilio alquiló una habitación y pagó un mes por adelantado. El cantinero contaba que era hombre de pocas palabras y que a él su dinero le parecía tan bueno como el de cualquiera.
Solía pasarse las mañanas sentado en un escaño de la cantina, bebiendo copas de orujo y escribiendo en papel de carta con una estilográfica de color marrón.
Por las tardes, después de la siesta, paseaba por el pueblo y se iba al Soto controlado por la mirada disimulada de todos y llevando los dedos de la mano derecha hasta el vértice de la visera cuando se cruzaba con alguien.
Al cabo de una semana, su presencia era tan habitual y anodina que estábamos acostumbrados, y el nombre de Ezequiel se mezclaba en las conversaciones para salpicar la gracia ajena de aquel labio imposible o los andares desmadejados que suscitaban las risas de las mozas.
Seguían causando sensación las barbas enredadas, que le daban un aspecto de sanroque, y la gorra visera.
Nosotros le esperábamos por la tarde a la salida de la cantina e íbamos tras él por las veredas de las norias hasta el Soto, convencidos ya de que se trataba de un ser inofensivo y despreocupados del misterio de su presencia en el pueblo.
Un día, cuando el hombre llevaba casi un mes entre nosotros, le dijo a Cecilio que necesitaba los servicios de una persona de confianza para hacerle un recado muy importante. El cantinero se ofreció él mismo y Ezequiel le confió una carta muy abultada, de varias cuartillas, lacrada en un sobre azul. Le rogó que no hablase con nadie y que la entregara según sus órdenes y aguardara la respuesta.
La carta era para doña Chon, la señora de Pobladura.
Emérita, la mujer de Cecilio, apenas tuvo tiempo para correr de casa en casa comunicando el secreto de Ezequiel, y en seguida todos supimos que el cantinero había marchado con el mensaje para la señora y que Ezequiel aguardaba una respuesta sentado en el rincón del escaño y bebiendo más orujo que de costumbre.
Aquel día, cuando yo volví a casa con mi padre —habíamos pasado la mañana aricando remolacha—, mi madre nos contó que el hombre del labio —ella siempre le llamaba así— era un enamorado de doña Chon, y que estaba en el pueblo para concertarle una entrevista.
Mi padre sacaba vino del pellejo para la botella y escupió la colilla de cuarterón; después, moviendo la cabeza, se quedó mirando el chorro morado que bajaba por el cuello de cristal y dijo:
—Pobre desgraciado.
Cecilio no trajo ninguna contestación a la carta de Ezequiel. A su regreso, el hombre estaba casi borracho y el cantinero, según contó después, pasó un mal rato para hacerle entender que doña Chon y su ama de llaves, la tía Enedina, le habían despedido de malos modos.
La única obsesión de Ezequiel era saber si al menos se habían hecho cargo de la carta. Cecilio tuvo que confesarle que la misma había sido destruida en su presencia por la propia señora que, además, le había recordado una pequeña deuda de trigo que el cantinero tenía con ella.
2.
Tras este suceso, Ezequiel se hundió en una visible consternación y en el pueblo se le toleraba con mayores contemplaciones orillando las burlas del labio leporino y los andares cadenciosos.
Pasó un invierno tristón y despegado, consumiendo las reservas de orujo de Cecilio, atascado en largas borracheras nada ruidosas. Sólo en contadas ocasiones salía de la cantina y se animaba con nosotros persiguiendo los pardales en la nieve, o corriendo una liebre desorientada de las que se acercan al pueblo deslumbradas por los reverberos.
En la primavera comenzó de nuevo a consumir las cuartillas con la estilográfica, se arregló las barbas y estrenó una camisa de colores chillones que le trajo de la ciudad el cobrador del coche de línea.
Cecilio comunicó a los amigos que Ezequiel volvía a las andadas y que aquella carta infinita, en la que estaba invirtiendo mes y medio, tendría la misma dirección que la anterior.
Él se negaba de antemano a oficiar de mensajero y solicitaba ayuda para cuando llegase el momento de volver con el recado a doña Chon.
Entre todos, siempre de espaldas a Ezequiel, convencieron a Mauricio, el alguacil, para que se hiciese cargo del mensaje cuando llegase el momento.
El asunto se estaba convirtiendo en un problema de todo el vecindario, y las mujeres comentaban la obstinación de aquel hombre y compadecían su ánimo a la vez que se informaban del número de cuartillas en que iba aumentando la carta, haciendo cábalas sobre la extraordinaria inspiración del amante.
Fue un viernes de junio cuando Ezequiel dio fin a la misiva y volvió a solicitar de Cecilio sus servicios.
El cantinero se disculpó y señaló a Mauricio como persona de entera confianza.
El hombre accedió y Mauricio marchó aquella tarde para Pobladura con el sobre azul lacrado y vigilado por la curiosidad de todos.
En la cantina, los hombres alargaron las partidas y los chavales nos sentamos en los poyos de la entrada disimulando un juego de chapas o arracimados en las ventanas para observar a Ezequiel, que consumía las copas de orujo en un rito imperturbable y acelerado.
Al anochecer regresó el alguacil, entró en la cantina con la gorra en las manos, se acercó a Ezequiel y le comunicó que su recado estaba cumplido.
El hombre le preguntó si traía alguna respuesta y Mauricio le dijo que sí y le entregó un sobre blanco pequeño y manoseado.
Lo abrió Ezequiel con extraordinaria paciencia y sacó una tarjeta amarillenta.
Nadie pudo ver lo que en ella estaba escrito.
Ezequiel la guardó en el bolsillo de la sahariana, suspiró y volvió a llenar su vaso consumiéndolo de un sorbo.
La atención de todos quedó suspensa en aquellos ojos saltones y vivaces que se fueron apagando lentamente.
3.
Se pensaba en el pueblo que las cosas habrían cambiado de alguna manera y que Ezequiel tomaría una decisión.
Pero pasaron tres días de obsesiva curiosidad y nada había cambiado visiblemente en el talante y las costumbres del hombre.
Sus paseos siguieron prodigándose y sus estancias en la cantina continuaron en las mismas condiciones, apegado a las copas de orujo, con intermitentes arrebatos sobre el cartapacio de las cuartillas, que en ocasiones rompía y tiraba al suelo convertidas en pedazos.
El verano, atareado en las siegas y la cosecha, nos alejó a todos de Ezequiel, que estaba convirtiéndose poco a poco en una figura entrañable y olvidada, como esas imágenes imperceptibles que se retiran de los altares y se guardan en la sacristía.
Sólo en ocasiones las mujeres, al verle pasar desde la era, compadecían el silencio y la creciente ruina de aquel hombre ensimismado, que contemplaba los pájaros en la rastrojera y dormía la siesta recostado en los pilares de paja.
Por noviembre tuvo un achaque que llegó a preocupar seriamente a Cecilio.
Una tos abotargada y cadenciosa estremecía la cantina y el orujo llenaba las horas amargas y dolientes del enfermo, cuyo rostro estaba empalideciendo hasta tornar blanco como la cal.
Emérita le convenció para que se quedara unos días en la cama.
Ella nos informaba de las profundas melancolías de Ezequiel y todos celebramos con alegría su recuperación, cuando una mañana le vimos salir a la plaza con una manta sobre los hombros y atrapar un pardal arrecido.
Recuerdo aquel invierno crudo y furioso de carámbanos y nieve.
La noche de San Silvestre se reunieron los hombres del pueblo en casa de Cecilio y bebieron como locos.
Ezequiel estaba alegre y se exaltaba con las historias de lobos que relatan los viejos recordando las mentiras de sus mayores en los filandones pasados.
La noche terminó en una borrachera colectiva, y los chavales y las mujeres quedamos durmiendo en las cocinas, amedrentados por aquel bullicio violento que rompía el silencio exuberante de la nevada, como si la excitación de nuestros padres fuera como un presagio del más absoluto de los abandonos.
Por febrero —la nieve estaba brillante con el resol y las heladas—, Ezequiel volvió a ensimismarse en el escaño, iniciando otra carta y orillando las tertulias de la cantina.
Todos esperábamos que, como siempre, su dedicación durara largo tiempo, pero quedamos sorprendidos al observar que al cabo de tres días ponía fin a la misiva y la preparaba cuidadosamente en el sobre lacrado.
Mauricio estaba convencido para repetir su labor de mensajero.
Cecilio esperaba con impaciencia las órdenes de Ezequiel.
Las mujeres se reunían en las cocinas obsesionadas por las noticias de la nueva obstinación, asegurando que aquel hombre había perdido el juicio.
Una extraña ansiedad nos dominaba a todos, porque Ezequiel había guardado la carta y parecía no tener intención de enviarla.
Cuatro días después, la mañana de un domingo que amaneció arrebatada por los presagios de la nieve, Ezequiel salió del pueblo y tomó el camino de Pobladura.
Había untado las botas con sebo y llevaba puesta toda la ropa que tenía.
Por el filo de las ventanas y las puertas todo el pueblo espió aquellos pasos bamboleantes e inseguros, y le vimos desaparecer con la visera calada, las manos en los bolsillos de la sahariana y la colilla apagada en el labio leporino.
Algunos propusieron seguirle, y Cecilio y mi padre marcharon tras él con la intención de tenerle vigilado a una distancia suficiente.
Fue un domingo turbio, desapacible.
La nieve cedió a un viento de locura y los cierzos cuajaban en el aire una saliva fría que se colaba por todas las rendijas.
Llegó la noche y la ventisca había crecido enmarañada por las violencias del azote, desgajando carámbanos de los aleros y amontonando la nieve en las paredes.
Un grupo de hombres armados de faroles, estacas y palas salió después al camino y regresaron todos casi al amanecer con Ezequiel tendido en unas parihuelas cubierto con una manta.
Las barbas tenían el rigor del hielo y hasta el labio leporino le bajaban dos escamas de nieve cuajada que contrastaban con el fulgor morado de la piel.
4.
El resto del invierno lo pasó el hombre en la cama bajo los cuidados de Emérita.
Poco antes de la primavera volvimos a verle y era aparente el enorme decaimiento de salud.
Se ayudaba con un bastón y caminaba en intermitentes bandazos, sofocado y ausente.
Las barbas le habían crecido derramadas hasta el pecho, los ojos entibiecían la soñolencia de una mirada que iba atrofiándose hasta desaliñar el destello de su vivacidad.
Se cubría con un echarpe de lana y arrastraba las botas haciendo círculos alrededor de la fuente de la plaza.
Al atardecer se sentaba en el poyo del pilón y quedaba adormecido.
En estas condiciones pasó su último año con nosotros.
Un día le pidió a Cecilio que le llevaran a la ciudad y solicitaran su internamiento en el asilo de ancianos.
Tramitaron la solicitud y al cabo de quince días había una plaza a su disposición.
Era —esto lo recuerdo con mayor nitidez que cualquier cosa— un trece de abril, cuando Ezequiel se marchó en la furgoneta de Cecilio, acompañado por mi padre y Emérita.
Yo estaba en el juncal de la charca y el coche atravesó el camino vecinal arremolinando el polvo.
En el asiento trasero, Ezequiel iba adormecido, la gorra visera caída sobre los ojos, las manos contenidas contra el pecho y la colilla amarillenta bailando en la ranura del labio leporino.
Cecilio conducía, y mi padre y Emérita, sentados a su lado, apuraban la serena tristeza del viaje con el gesto sombrío en el que se cumplen los designios irremediables.
Dos años después un telegrama nos anunciaba la muerte de Ezequiel en el asilo. A su entierro fueron muchos hombres y mujeres del pueblo.
Y no tardamos en saber que, el mismo día de la noticia de su muerte, doña Chon, la señora de Pobladura, había encargado las misas gregorianas en su memoria, y que en sus distanciadas y raras salidas a la calle se la veía vestida de luto riguroso.
Entonces comenzaron a correr las más diversas versiones sobre la auténtica identidad del difunto, pero la última clave de aquellos misterios la encontró Cecilio en el bolsillo de un viejo pantalón de Ezequiel, un día en que haciendo limpieza en los baúles de las habitaciones aparecieron diversas prendas que le habían pertenecido.
Era una tarjeta ribeteada con el negro de las esquelas.
Llevaba escritos los nombres de doña Chon y Ezequiel garrapateados con tinta color sepia, y al lado dos corazones dibujados con exhaustiva minuciosidad.
En la otra cara de la tarjeta, apenas visible bajo las huellas amarillas, una frase de amor que relataba las esperanzas de un regreso, escrita con la misma caligrafía que el hombre había empleado en las cuartillas de sus cartas, y la anotación: En San Juan de Puerto Rico a veinte de mayo de mil novecientos veintinueve.
Fue a raíz de aquel descubrimiento cuando los más viejos del pueblo recordaron la sombra difuminada de un primo de la señora, que había huido a las Américas después del oscuro suceso de la muerte violenta de don Baldomero Torres, el hacendado pretendiente familiar de doña Chon, cuya cabeza separada del cuerpo y con los ojos fregados en el barro de la torrentera apareció en un barranquillo del Teso de los Corredores.
Los grajos del sochantre
1.
Después del coro, los prebendados de la canonjía catedralicia, erguidos aún entre el degüello del órgano, las luminarias que atentan al claroscuro invernal y el sopor de los inciensos, desfilan abotargados por las naves laterales camino de la sacristía: roquetes calados, muceta abrigada con resol de lamparones y el bonete en las manos con la borla morada como un penacho de autoridad.
Las sotanas deslizan un careo de prisas y silbidos, y la luz depone los colores de las vidrieras difuminando verdes y amarillas y anaranjadas tonalidades en las calvas venerables.
El hormigueo de los prebendados se apaga en el trasiego de orugas que dominan los espacios soterrados de la catedral, a esta hora de término de las vísperas, perpetuada en la oquedad de las naves góticas, donde el temple de las voces atascadas y monótonas que entonaron el salmo del salterio impregna las cavidades de los arcos como un eco perturbador.
En la sacristía, el manoseo de canónigos y beneficiados elimina mucetas y roquetes y los labios engordan en el encuentro de un cigarro que disipa las somnolencias del incienso.
El último resuello de la colilla —transmutada en las salpicaduras de la nicotina— rompe en la caverna de los bronquios y detiene la huella de los labios ensalivados que se arquean sobre las escupideras.
El órgano desinfla el ruido estertorio de las tubas dejando por un momento el rencor del aire aprisionado que se disgrega en los cuerpos de metal.
2.
Don Ceferino Saldaña —sochantre beneficiado— vivía en una casa de la Plaza de la Catedral, atendido por una sobrina que había rescatado del pueblo, huérfana y viuda sin hijos.
Era hombre de extremada corpulencia, cantor moderado, latinista de menor cuantía, retirado ya de la vida activa después de ocho parroquias y una campaña oratoria bastante desarreglada.
Sus famas le señalaban como personaje de pasado vidrioso, excesivamente apegado a las mieles del aguardiente, pero constructor empedernido de iglesias y promotor de numerosas preceptorías.
Cuando accedió al beneficio —auspiciado por la amistad con una familia relacionada con el obispo— abandonó los patronazgos espirituales y buscó la tranquilidad de la vejez, invirtiendo el patrimonio en fincas cedidas en renta, tomando la capellanía de las Siervas y dando clases de latín, en sus horas perdidas, en una academia de poco renombre.
El ingreso en la catedral —cuyo deán había sido compañero suyo en los días lejanos del seminario— supuso para don Ceferino la culminación de sus ambiciones.
Desde entonces sus únicas salidas de orador sagrado fueron a su pueblo, por la fiesta del Corpus, invitación que se tomaba siempre por su cuenta y momento de absoluta satisfacción, ya que de esta manera estrangulaba a los perversos mentores del vecindario, derrochando la dignidad de su cargo en contrapartida a las malas lenguas.
Don Ceferino había envejecido sin mucha piedad y el aguardiente le servía para compensar los achaques del reuma y orillar las soledades de la conciencia.
El reposo de la ciudad —descubierta en los paseos del atardecer— avivaba la reseca imaginación de sus años rurales, y el cansancio de los años empezó a proponerle determinadas obsesiones que su sobrina no sabía si achacar al alcohol o al ocio.
En la catedral era tenido entre sus compañeros por persona de pocas luces, y el intermitente engaitamiento de su voz le había procurado algunas llamadas al orden del chantre.
La aridez de su aspecto y determinadas explosiones de carácter, cada vez menos frecuentes, le ayudaron al principio, cuando localizado por el lectoral —cabecilla de la facción más refractaria a la convivencia de la diócesis— fue empleado como caballo de batalla para las sórdidas escaramuzas con los canónigos de la colegiata.
El apasionamiento en esas escaramuzas —que eran la muestra más visible de una guerra subterránea sin armisticio— le puso en evidencia en tres ocasiones memorables, y el obispo tomó cartas en el asunto haciéndole llegar su amonestación y disgusto.
Don Ceferino —a quien el lectoral celebraba como auténtico paladín— tuvo que dar marcha atrás y retirarse como un guerrero acobardado.
3.
Cuando cruza la Plaza de la Catedral embozado en el manteo, un reloj rompe la atmósfera húmeda acribillando el abismo de nubes con las secas palpitaciones de la campana, y en las torres de la catedral los grajos desperezan el sueño de los agujeros y rasgan el vacío de las alturas alocando las alas y graznando violentos.
Don Ceferino vuelve los ojos y su mirada persigue el vértigo de las plumas negras, orientando la contundencia de un odio que se expande sobre los cuerpos veloces y conmueve la arrebatada indignación hasta hacerle gruñir.
La más firme obsesión del beneficiado está dirigida desde hace año y medio a la persecución de estos pájaros.
En los sueños de don Ceferino se mezclan con insistencia las salvas aterradoras de la bandada: negros como la noche y el cuerno de los demonios, voraces y desgarrados en los graznidos de ultratumba, sugeridores de una burla descarnada en la confabulación sobre las piedras y los recovecos de los hastiales góticos.
Es un odio intransigente y nervioso. Don Ceferino no puede olvidar la amotinación de aquel ser subversivo que en la misa mayor de un Domingo de Ramos, cuando él entonaba las dificultades del Evangelio ante el rigor del cabildo catedralicio, se coló por las naves y fue a posarse en su desorientación en el mismísimo facistol de su canto, corrompiendo la solemnidad del momento con agudos graznidos, que después las malas lenguas comparaban a la voz irremediable del beneficiado.
De aquella burla prodigiosa nació el primer arrebato de don Ceferino, y la misma tarde del domingo, armado con una estaca, subió a las torres y descuartizó media docena de pájaros.
Desde entonces sus cacerías estuvieron organizadas con insistencia y resultaron demoledoras.
En ocasiones preparaba reclamos y pasaba horas escondido y ofuscado, con la estaca en la mano, la respiración contenida y un trémulo fervor de genocida.
Estas aventuras de las torres llegaron a conocimiento del deán.
El sochantre recibió la reprimenda con indignación y, aunque tuvo que prometer que dejaría de comportarse como un cazador furtivo y despreciable, se juró a sí mismo que indagaría todos los métodos posibles para continuar el exterminio sin llamar la atención.
En el cabildo, las hazañas de don Ceferino se vieron adornadas con intransigentes y malévolas suspicacias, y, en el juego de las insidias, el beneficiado comprobó que eran muy pocos los amigos que le quedaban.
Apenas se han diluido las campanadas de la media tarde, cuando don Ceferino entra en casa, quita el manteo y la teja, cambia los zapatos por unas zapatillas que la sobrina ha calentado en el horno, pone la vieja dulleta, el bonete y la bufanda, y después de merendar su chocolate con picatostes, sube a su despacho con el cigarro recién liado y todavía sin encender en los labios.
El despacho del sochantre es una habitación de maderas y vigas desnudas, estanterías desarticuladas, donde duerme el polvo sobre viejos florilegios sin lomo, una mesa camilla y un armario enorme que encierra los secretos personales y cuya llave permanece siempre colgada al cuello de don Ceferino.
Se sienta ante la mesa camilla —donde la sobrina ha dejado el diario de la tarde del que don Ceferino sólo lee los sucesos—, enciende el cigarro, repasa someramente un libro de cuentas, donde anota progresiones de débitos de sus rentistas, y después, cerrada la puerta del despacho con doble paso de llaves, abre el armario, extrae una botella de aguardiente y un vaso, consume cuatro sorbos rebosantes y dispone encima de la mesa unos complicados artefactos de alambre.
Desde que sus actividades de cazador en las torres han sido prohibidas, el beneficiado persigue a los grajos con unas trampas que ha construido él mismo.
Las coloca en el saliente del balcón y promueve el cebo pródigamente.
Los pájaros, antes del anochecer, suelen bandear los espacios de la plaza y en los herrajes del balcón de don Ceferino encuentran el apoyo de los leves vuelos entrecruzados y graznantes. El sochantre lleva comprobada la asiduidad de sus enemigos, pero todavía no ha conseguido que caigan en sus trampas.
Con el balcón abierto, las luces apagadas y las trampas cubiertas de cebo, sentado en la silla desde donde puede divisar cualquier acercamiento, transcurren las horas del atardecer y se avecina la noche, sentenciada en una expectación ansiosa que el sochantre alivia bebiendo aguardiente y consumiendo cigarros.
Los pensamientos de don Ceferino en estas vigilancias asiduas y excitadas divagan en el mare mágnum de las discordias diocesanas, los cabildeos envilecedores que su mente arrebatada repasa sin ninguna salvedad, ofuscado en la premonición de los pájaros salvajes y carcomido por las hieles de tantas indignaciones acumuladas en la humillación.
El tabaco rezuma la amargura diluida de la nicotina y el aguardiente atrae a la intolerancia del cerebro todas las reservas de sus imprevistas fantasmagorías.
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