Prólogo
Bilbao, junio de 2008
Faltaban escasos minutos para las dos de la madrugada, y Víctor seguía recostado sobre su cama aún sin deshacer. Ajeno a todo lo que no fueran sus propios pensamientos y la música que atronaba sus oídos, canturreaba la melodía que en ese momento sonaba en sus auriculares de diadema y movía inconscientemente el pie izquierdo, descalzo, al compás de las notas que los chicos de Sôber parecían haber entonado especialmente para él.
Quizás, como ellos decían, ahora se sintiera «arrepentido». Arrepentido por haberse decidido a optar a algo para lo que no sabía si estaba preparado. O tal vez, de lo que se arrepentiría el resto de su vida sería de echarse atrás y renunciar a algo que él mismo había solicitado motivado por una hoja de papel empujada por el viento en el aparcamiento de Schulz Technologisch.
Aquella misteriosa fuerza había arrastrado el folleto hasta el parabrisas de su coche, dejándolo allí pegado el tiempo suficiente para mostrarle un posible rumbo a seguir. Un camino nuevo se había abierto ante él aquel decisivo día, y el brillante estudiante de Ingeniería Informática lo había interpretado como una clara señal del destino.
Víctor Lago era un creyente confeso de esas señales que provenían de algún extraño lugar del universo. Y tras la llegada de una carta esa misma tarde, estaba esperando otra señal igual de clara que sabía que debía llegar en cualquier momento.
Llevaba horas escuchando música en su dormitorio, el cual abandonaría en pocos meses si aceptaba la oferta de la multinacional donde había estado realizando unas prácticas desde enero. Ofrecían a sus becarios en la filial española prorrogar un año el contrato de prácticas si se trasladaban a la sede en Alemania. Según especificaba la documentación que aún no había decidido si firmar o no, se les facilitaría —por un alquiler simbólico— un alojamiento compartido con otros becarios. Además de darles facilidades para compaginar la jornada laboral con los estudios, lo cual le venía de perlas para poder realizar el máster en el que estaba interesado.
Una irrechazable oportunidad a simple vista.
No obstante, había demasiadas cosas que tiraban de él para quedarse. En su casa, con sus padres y su hermana, a quienes adoraba e iba a echar muchísimo de menos. En su barrio, con su cuadrilla de amigos de toda la vida, muchos de los cuales conservaba desde parvulario. En su ciudad, donde estaban sus bares y restaurantes favoritos, su gimnasio y el equipo de fútbol siete con el que todavía se reunía cada dos domingos. Y, por supuesto, estaba ella. Una perturbadora debilidad que no sabía si era lo que más lo motivaba a quedarse o lo que lo empujaba con más fuerza a alejarse lo más pronto posible de la terrible tentación que suponía su mera presencia.
No me abandones, no me pidas que me aleje de ti.
Sí, la letra de la canción podía ser una señal. Pero desde que se había tumbado en su cama después de cenar, había escuchado cerca de cuarenta de sus canciones favoritas de todos los tiempos y de cada una de ellas se podría sacar una interpretación plausible. Así que no. Definitivamente, con los cascos puestos no iba a encontrar la señal que buscaba.
Algo hormigueó en su piel cuando, nada más liberar sus orejas del sonido que lo había mantenido evadido del exterior, escuchó sonar su móvil. Después de un par de segundos, supuso que serían sus amigos, insistiendo de nuevo para que saliera con ellos ya que era viernes por la noche. O sus compañeros de universidad, pues había una fiesta para celebrar el final de los exámenes. Una fiesta a la que él habría acudido si no hubiera encontrado aquella vital carta en su buzón.
El hormigueo se convirtió en pálpito cuando en la pantalla de su móvil apareció el rostro de su hermana. Zoe debería estar en su cama desde hacía una hora, y dudaba mucho que la llamada se estuviera realizando desde la habitación de al lado. Sus padres eran encantadores y comprensivos, pero muy estrictos con ciertas cosas. Hasta que cumpliera los dieciocho, Zoe no podía llegar a casa más tarde de la una de la madrugada los fines de semana. Y para eso faltaban unos cuantos meses.
Se preparó para echarle un buen sermón en cuanto descolgara el teléfono. Sus padres, cirujanos por vocación, se habían marchado durante un mes al sur de África para colaborar con una ONG, labor que llevaban mucho tiempo deseando poder desempeñar, pero que habían postergado hasta que sus hijos tuvieran edad suficiente para dejarlos solos. Al ser Zoe aún menor de edad, él se había quedado de responsable.
Lo que menos se habría podido imaginar de su hermana era que le hiciera eso. Ella era aún más formal que él y jamás traicionaría su confianza. Fue ese lógico pensamiento lo que le acabó por hacer rebotar el corazón en el pecho. Ella no le haría algo así, no aprovecharía la ausencia de sus padres para quedarse por ahí hasta las tantas. Sus progenitores eran amorosos, generosos y comprensivos, siempre que se respetaran las sencillas e inamovibles normas que habían establecido, entre ellas, colaborar en las labores domésticas, estudiar lo suficiente para no bajar del notable y no saltarse la hora límite de vuelta a casa. Por lo tanto, aquella llamada a esas horas solo podía significar que algo malo le había pasado.
Con un nudo en la garganta, respondió a la llamada.
—¿Zoe? —preguntó con la voz estrangulada.
—No, soy Elsa. No me conoces, pero estoy con Zoe ahora. ¿Eres su novio?
La voz sonaba empalagosa y también algo entrecortada a causa de la alta música de fondo.
—No, soy su hermano. ¿Por qué me llamas desde su móvil? ¿Y por qué no lo hace ella?
—Mira, Víctor, yo solo quiero ayudar, ¿vale? —La voz era ahora más clara e incluso algo exigente—. Eres la última persona a la que ella ha llamado, a las doce treinta exactamente, así que he pensado que sería buena idea marcar tu número.
—¿Por qué?
—Tu hermana está... mal. Y su amiga también.
El corazón le dio dos vuelcos más. Uno al oír el estado de su hermana. Y otro algo distinto al imaginar quién podría ser esa amiga.
—Las dos se han pasado un poco con el tequila y... bueno, yo no estoy mucho mejor. Aunque no tengo intención de marcharme aún, y creo que alguien debería llevarse a estas dos de aquí. ¿Vas a ser tú?
—Voy ahora mismo. —Se sentó en la cama, pulsó el botón del altavoz y comenzó a ponerse los calcetines. El estruendo de voces y música ensordecedora retumbó en su silenciosa habitación—. Por cierto... ¿dónde estáis?
—En la fiesta universitaria de ingenieros.
—¿Qué?
Las iba a matar. A las dos.
—En la fiesta que hay en el recinto que han habilitado junto a la universidad. Está en...
—Sí, ya sé dónde está —la cortó con un suspiro.
—¡Uff! —Tras ese sonido indefinido, de fondo, se oyó otro más preciso y más desagradable—. Yo que tú pondría algo en el suelo del coche que espero que tengas. Tu hermana está vomitando hasta la primera papilla.
Bueno, primero las iba a meter a ambas debajo de un chorro de agua bien fría. Luego las mataría. Lentamente.
—Quédate a su lado hasta que yo llegue —le solicitó mientras se ponía las deportivas—. Tardaré menos de quince minutos. Ten a mano el móvil por si no os encuentro y tengo que volver a llamaros. —Se levantó de un salto y se miró al espejo. De inmediato, se revolvió el oscuro pelo que llevaba demasiado largo y que había quedado algo aplanado por los auriculares. Eso le hizo pensar en algo. Se giró hacia su cama y se dirigió al móvil—. ¿Cómo eres? Físicamente, quiero decir, para poder reconocerte.
—Alta, rubia de pelo largo, liso. Y llevo un vestido rojo. Bastante cortito.
Dos ideas se le cruzaron por la mente. Primero, una muy inapropiada; y después, otra más desconfiada.
—¿Es una broma? ¿Te ha dicho Héctor que me llames para que vaya? ¿O ha sido Carlos? Porque como llegue allí y sea mentira, no respondo de mí.
Hubo un silencio y, después, se oyó otra arcada bastante más desagradable que la primera.
—Es en serio, tío, yo no pierdo mi tiempo con tonterías. Soy así, y así voy vestida. Pero te aseguro que mi falda es recatada en comparación con las que llevan tu hermana y la pelirroja. Y teniendo en cuenta que ahora mismo están medio tiradas en unas escaleras, te aconsejo que te des prisa si no quieres que los moscones que hay por aquí aprovechen su estado para... ya sabes. —Carraspeó antes de seguir hablando, cada vez con un tono más serio, incluso enfadado—. Yo me comprometo a quedarme aquí y esperarte, quince minutos, pero no soy su guardaespaldas. ¿Me has oído, Víctor el desconfiado?
Cogió las llaves del coche, las de casa, la cartera y, en un arranque de inspiración, vació la papelera de debajo de su escritorio y se la llevó consigo antes de salir disparado por la puerta.
—Espero que solo estés diciendo eso para que me dé más prisa.
—También. Te cuelgo. Y no tardes, que tengo ganas de ir a hacer pis.
Once minutos y medio más tarde, Víctor aparcó su coche en un lateral del recinto. Conocía de sobra la zona, llevaba acudiendo a aquella universidad los últimos cuatro años de su vida. Si estaban en unas escaleras, ya imaginaba por dónde podría ser. Saltó la valla para no tener que dar toda la vuelta para llegar a la zona de acceso, sin preocuparse por si lo veía alguien del equipo de seguridad que, obviamente, no se hacía cargo de que menores de edad se pusieran hasta las cejas de tequila. En cambio, un tío saltando la valla sería digno de búsqueda y captura. Lo tuvo en cuenta, pero en ese momento le dio exactamente igual. Era demasiado urgente encontrarlas antes de que sufrieran un coma etílico.
—¡Tequila! —gruñó, asustando a su paso a un grupo de chicos y chicas que se sentaba en el primer tramo de escaleras.
Nada menos que tequila. Cuando, supuestamente, si su hermana no le había mentido una y otra vez, lo único que ellas bebían los fines de semana era licor de frutas. A chupitos. ¡Valientes descerebradas!
El vestido rojo de Elsa lo ayudó a distinguirla a lo lejos. Aunque en realidad la detectó por el corro de tíos que había a su alrededor. Esperaba que fueran aquellas largas piernas y esa brillante melena lo que hubiera despertado su interés. No Zoe. Ni Nora, que sin duda era quien acompañaba a su hermana. No se le ocurría otra pelirroja con la que pudiera estar. Aunque ya se había temido que fuera ella antes de que Elsa le especificara el color de pelo de esa amiga sin nombre.
—Soy Víctor —le dijo a la rubia un segundo antes de darse la vuelta y buscar una cabeza morena y otra rojiza sin éxito alguno.
—Vaya, sí que has sido rápido. —Le echó un vistazo de pies a cabeza con una sonrisa que dejaba claro que lo que veía le agradaba—. Están allí, en ese banco. Mis amigos me han ayudado a levantarlas del suelo y, mientras yo las vigilaba, les han conseguido unas latas de Coca-Cola. Yo les había pedido dos cafés bien cargados, pero esa es la única cafeína que han podido encontrar.
A unos cuantos metros de las escaleras, y siguiendo la dirección que apuntaba el dedo de manicura perfecta y tan roja como el vestido de Elsa, Víctor divisó una maraña de pelo negro sujeto por dos manos. Los codos estaban apoyados en las rodillas desnudas y separadas y entre los pies había un charco de un color que se salía del círculo cromático.
—Tu hermana ha dejado de vomitar hace un par de minutos. Y la otra... creo que se ha dormido. Ni siquiera sé cómo se llama.
—Nora —susurró él, mirándola después de obligarse a sí mismo a hacerlo, aunque solo fuera para asegurarse.
Estaba sentada, pero de cintura para arriba podría decirse que estaba tumbada. La cabeza le descansaba en el brazo doblado y su larga cabellera ondulada le cubría parte de su pálido rostro. La corta faldita verde apenas le cubría los muslos y se le había caído el zapato del pie que no tocaba el suelo a causa de la postura. Si el tacón hubiera sido un par de centímetros más alto, cosa que no sabía si sería posible, habría caído de lleno en el charco de color mutante.
—La conoces. Genial. Espero que también sepas dónde vive. Ha perdido el bolso. O se lo han robado, a saber.
Al ver que el chico se quedaba allí paralizado, Elsa lo cogió por la muñeca y le puso el móvil de Zoe en la palma de su mano.
—Gracias —le dijo él con una sonrisa casi inapreciable.
Elsa no había visto a un tío tan conmocionado en su vida. Era enternecedor.
—De nada. Las chicas tenemos que ayudarnos entre nosotras —declaró como quien cita una ley sagrada—. He guardado mi número en el móvil de Zoe. ¿Podrías decirle mañana que me llame? Agradecería saber cómo están. O también podrías hacerlo tú mismo.
Víctor ni siquiera parpadeó cuando ella le guiñó un ojo y se alejó con el grupo de admiradores que no la dejaban ni a sol ni a sombra, aunque él no se había percatado hasta ese momento de que seguían allí y de que lo miraban con una mezcla de envidia y lástima. Alguno le sonaba de la universidad, pero vagamente.
Algo perplejo por lo sucedido, tardó unos instantes en reaccionar y acudir al encuentro de las dos ovejas descarriadas. En cuanto llegó frente a ellas, Zoe decidió levantar la cabeza como a cámara lenta. Y lo vio.
—¡Vic! —exclamó sonriente, al parecer contenta de que estuviera allí. Se levantó para ir a abrazarlo. Pero al instante se sentó de nuevo con la tez, habitualmente bronceada, muy pálida y la espalda rígida—. Será mejor que no me mueva, o vomitaré otra vez.
Víctor esquivó la asquerosa prueba del delito y la cogió por los hombros para que se levantara con cuidado.
—De eso nada. Nos vamos. Ahora.
Anduvo con ella un par de pasos y luego la soltó, para comprobar que podía hacerlo sola. Superó la prueba por muy poco.
—Nora se ha dormido. Ella no ha vomitado. Yo, sí. Mucho. Todo. O casi. —Se frotó la cara con ambas manos y se embadurnó los párpados con el rímel que ya se le había corrido antes—. Puede que aún me quede líquido en el cuerpo, en algún órgano vital. El resto debe de estar más seco que una uva pasa.
—Vale, mejor. —Le dio un empujoncito en la espalda para que continuara caminando—. Así no vomitarás en el coche.
—¿Coche? No, no puedo montarme en un coche.
—Lo harás.
—¿Tienes una bolsa?
—Me he traído la papelera de mi habitación.
—Buena idea.
Le señaló con un dedo, o lo intentó, porque su índice apuntó hacia la farola que había junto a Víctor, no a él. Después continuó andando a trompicones.
—Nora. —Víctor le dio unas palmaditas en la cara—. Nora, despierta.
Ella abrió un ojo y lo volvió a cerrar.
—Vízzztorrr —siseó con la voz de un moribundo en su último aliento. Después se frotó la nariz y abrió ambos ojos de golpe—. ¿Sabes que desde aquí pareces muy muy muy alto?
—Estás casi tumbada en ese banco. Vamos, te ayudaré a levantarte. Y te llevaré a tu casa.
—He perdido el bolso —lo dijo casi llorando.
—Lo sé. Lo buscaremos mañana. —«Pero lo más seguro es que no aparezca y haya que cambiar la cerraduras de tu casa», pensó, agradecido por una vez en su vida de que ella fuera demasiado joven. Significaba que no había tarjetas de crédito que cancelar.
Con cuidado de no rozar el charco apestoso, le puso el zapato en su pequeño y delicado pie descalzo. Inmediatamente, le obligó a su propia mano a no pasar más allá del tobillo.
—No puedo entrar en casa sin mis llaves. Mis padres no están.
—Genial —masculló mientras tiraba de sus muñecas para que se incorporara.
Contuvo el aliento cuando ella chocó contra su pecho.
—Y no vienen hasta el lunes. —Ronroneó como un gato adormilado—. Se han ido al pueblo.
¿Qué? ¿Dos días enteros, con sus dos noches, más lo que quedaba de la del viernes?
—¡Genial! —Esta vez fue más una exclamación desesperada.
—Empiezo a oír doble —balbuceó ella mientras se separaba unos centímetros de él, apoyando las palmas en sus pectorales.
—Te quedarás con nosotros, por supuesto.
Ya había dormido con Zoe más veces. Desde niña. Solo que hasta hacía un par de años esa idea no lo había perturbado. Y esa noche en concreto, lo mataba.
—Esa chica te ha llamado, ¿verdad? Era muy simpática. —Como si fuera algo habitual entre ellos, le rodeó el cuello con los brazos. Él se repitió mentalmente que lo hacía para no caerse, solo por eso—. Nos hemos tomado unos tequilas con ella. Los bebía como si fueran agua. —Hipó y se rio como una niña, cosa que su cuerpo pegado contra el de él dejaba claro que ya no era—. Por el color lo parecía.
—Pero no lo es. —Por su propia salud mental, retrocedió un paso.
—No, no lo es. Quema. Y yo ahora... veo dos Vics. —Señaló al aire, cerca de una oreja y luego de la otra. Víctor suspiró. Ella también estaba fatal—. Dejad de moveros, chicos —exigió tratando de ponerse seria.
—Joder, Nora. ¿En qué estabais pensando para poneros así?
—Vinimos a buscarte ¿sabes? —Le dio un golpe en el pecho con el mismo dedo que seguía señalando caras que solo ella veía—. Zo te llamó, y pensamos que podrías presentarnos a gente de la universidad. Como yo voy a estudiar aquí el curso que viene... —Tuvo que sostenerla cuando se desestabilizó hacia un lado—. No contestaste y vinimos directamente. Pero no te encontramos. ¿Dónde estabas? ¿Con alguna chica?
En vez de responder, buscó a su hermana con la mirada y cogió a Nora del brazo para que empezara a caminar.
—Venga, hay que irse.
—Te hemos cortado el rollo, ¿verdad? —Las cejas de un tono caoba se arquearon en un gesto triste. Y, por alguna extraña razón, esa frase pareció decirla sin el tonillo denso que la borrachera le estaba aportando a sus palabras—. Perdona.
—No, estaba solo en casa. Escuchando música. Por eso no he oído antes el móvil.
—Estoy mareada —dijo de pronto y detuvo sus pasos.
Víctor le rodeó la cintura para que se apoyara en él y volviera a andar.
—No haber bebido tanto —le reprochó acelerando el paso.
—Haber estado tú aquí para impedírmelo —contraatacó ella.
Esta vez fue él quien se detuvo y miró en esos enormes ojos verdes que ahora estaban algo vidriosos. Después la mirada se le deslizó involuntariamente hacia abajo, y lo vio. Aparte del par bien puesto que había bajo un apretado top negro, reconoció la prenda en sí. Era de Zoe. Como tantas otras veces, ese día se habían intercambiado ropa. Al igual que se prestaban libros y música o se pasaban los apuntes del instituto. Compartían todo, o casi. ¿Acaso se pensaba que, al ser hija única, su mejor amiga lo iba a ceder también a él como un pedazo más de tela?
—Te recuerdo que no soy tu hermano mayor —le aclaró por si la idea se le había pasado por la cabeza.
—Vaya, por fin te has dado cuenta —masculló para sí, aunque él pudo oírlo perfectamente.
Desde luego, esa no era la respuesta que había esperado. Sin saber qué pensar al respecto, la volvió a coger por la cintura y avanzó casi arrastrándola hasta que alcanzaron a Zoe, quien daba pasos de distintos tamaños.
Él las guio hasta el coche. Cuando se detuvieron frente a este, la cabeza de Nora le cayó sobre el hombro como si la corta caminata la hubiera dejado exhausta. El afrutado aroma de su pelo le nubló la mente por un momento y tardó más de lo que debería en abrir el coche.
—Yo no puedo ir atrás —declaró Zoe—. No hay ventanilla y me marearé si no me da el aire.
—Vale, voy yo. —Nora se despegó con dificultad de Víctor y se metió por detrás del asiento del copiloto—. Pienso dormirme en cuanto me siente.
Y así lo hizo.
El viaje de vuelta fue más largo, y más lento. Por suerte, la papelera de Víctor no fue necesaria en todo el trayecto. Pero solo porque Zoe esperó a que él parase frente a su casa para salir y vomitar en la acera.
—¡Qué bonito! —comentó con ironía desde el asiento del conductor. Y eso que no lo había visto. Solo había oído el impacto de una cantidad ingente de líquido siendo arrojada contra el suelo—. No pienso limpiarlo.
—Dame el bolso, rápido —exigió ella en un susurro asomando la cabeza por su ventanilla—. Voy a meterme en el baño y no voy a salir de allí en toda la noche.
—Tú misma.
La vio entrar corriendo en el portal antes de poder darle el cubo de la papelera. Supo que, aparte de la acera, iba a tener que limpiar el rellano y las escaleras.
«Simplemente, genial».
Se giró y vio que Nora estaba dormida. Y aunque la llamó y la zarandeó, así permaneció. Le costó un buen rato sacarla de su coche de tres puertas; y ella perdió, en la maniobra, ambos zapatos en el interior. Cuando al fin logró hacerse con ella, se preguntó si aquello era un castigo o una bendición. La tenía en sus brazos; dormida y borracha, sí, pero en sus brazos. ¿Sería aquella la señal que estaba esperando?
Ella se revolvió y abrió un solo ojo. Después sonrió.
—No. No eres mi hermano mayor, Vic. Eres mi príncipe azul.
Él sacudió la cabeza, soltando una risa desganada, se agachó como pudo para recoger los zapatos y meterlos en la papelera que sujetó solo con dos dedos. Acabó cerrando la puerta de una patada para luego pulsar el botón de la llave del coche con un nudillo antes de encaminarse hacia su casa.
—No existen los príncipes azules, Nora.
A duras penas, logró sustituir unas llaves por otras en su mano libre y abrir el portal. Tuvo que entrar de lado para caber con Nora en brazos y la dichosa papelera en la otra mano. Estirando al máximo uno de sus dedos meñiques, logró pulsar el botón del ascensor.
—Pues tú has venido a rescatarme y ahora me llevas en brazos a tu castillo —repuso en tono risueño, acurrucándose en su hombro.
—Yo no llamaría castillo a mi habitación, que es donde vas a dormir si no quieres que Zoe te vomite encima. —Él se iría al cuarto de sus padres. Probablemente—. Aunque sí es cierto que el tequila puede ser un lobo muy feroz.
Al salir del ascensor, Víctor miró de reojo hacia las escaleras y encontró lo que se temía: un húmedo hilillo de un color pardusco que llegaba hasta la puerta de su casa, abierta de par en par.
—Ese cuento no vale —protestó Nora, mirándolo con las pestañas entrecerradas—. En Caperucita Roja no había príncipes azules.
Nada más entrar en el domicilio, oyeron una arcada que superaba los decibelios permitidos a aquellas horas. Víctor se apresuró a llegar a su habitación para que a Nora no le dieran ganas de imitarla.
—¿Y qué había?
—¿Dónde?
Parecía haberse adormilado de nuevo. Y esta vez, con sus labios