1
Hampshire, Inglaterra Junio de 1876
Había sido un error autoinvitarse a la boda.
Claro que, de todas formas, a Tom Severin le importaban un bledo la educación y las buenas maneras. Le gustaba aparecer allí donde no lo habían invitado, consciente de que era demasiado rico como para que se atrevieran a echarlo. Sin embargo, debería haber previsto que la boda Ravenel sería un aburrimiento mortal, como cualquier otra boda. Paparruchas románticas, comida tibia y muchas flores, demasiadas. Esa mañana, durante la ceremonia, no cabía ni una más en la pequeña capilla de la propiedad, Eversby Priory, tal como si hubieran vaciado el mercado completo de flores de Covent Garden. El ambiente estaba tan cargado de su perfume que acabó con un leve dolor de cabeza.
Después de la ceremonia deambuló por la antigua mansión de estilo jacobino en busca de un lugar tranquilo donde sentarse y cerrar los ojos. En el exterior, los invitados se congregaron en la entrada principal para despedir a los recién casados, que se marchaban de luna de miel.
Con la excepción de unas cuantas personas como Rhys Winterborne, un galés propietario de unos grandes almacenes, el grueso de los invitados era de origen aristocrático. Eso significaba que la conversación versaba sobre temas que a Tom le importaban un pimiento. La caza del zorro. Música. Ancestros ilustres. En ese tipo de reuniones no se hablaba de negocios, ni de política ni de otra cosa que a él le resultara interesante.
La mansión de estilo jacobino ofrecía la imagen de ajado esplendor típica de esos edificios señoriales. A Tom no le gustaban las cosas viejas, ni el olor a moho y a polvo acumulado durante siglos, ni las alfombras desgastadas, ni los antiguos cristales de las ventanas llenos de burbujas que distorsionaban el exterior. Tampoco le veía el encanto a la belleza de la campiña circundante. La mayoría de la gente diría que Hampshire, con sus verdes colinas, sus frondosas arboledas y sus cristalinos ríos, era uno de los lugares más hermosos de la Tierra. Sin embargo, y en términos generales, a él solo le gustaba la naturaleza para llenarla de calzadas, puentes y vías ferroviarias.
Los vítores y las carcajadas del exterior se colaron en el tranquilo interior de la mansión. Sin duda, los recién casados acababan de escapar bajo una lluvia de granos de arroz. Todos parecían genuinamente felices, algo que a Tom le resultaba irritante a la par que incomprensible. Era como si todos estuvieran al tanto de un secreto que él desconocía.
Desde que amasó su fortuna gracias al ferrocarril y a la construcción, Tom no esperaba verse de nuevo asaltado por la envidia. Pero allí estaba, corroyéndolo con delicadeza, de manera que soltó un suspiro. La gente siempre bromeaba sobre su vitalidad y su acelerado estilo de vida, y sobre el hecho de que nadie parecía ser capaz de seguirle el ritmo. En ese momento tuvo la impresión de que ni siquiera él podía hacerlo.
Necesitaba algo que lo sacara de esa especie de trance.
Tal vez debería casarse. A sus treinta y un años ya iba siendo hora de buscar una esposa y de tener hijos. Allí fuera había un nutrido grupo de jovencitas disponibles, todas de sangre aristocrática y educación exquisita. Casarse con cualquiera de ellas supondría ascender en el escalafón social. Pensó en las hermanas Ravenel. La mayor, lady Helen, se había casado con Rhys Winterborne, y lady Pandora acababa de hacerlo con lord St. Vincent esa misma mañana. Pero quedaba una..., la gemela de Pandora, lady Cassandra.
Todavía no se la habían presentado, pero la vio la noche anterior durante la cena a través de los frondosos centros de mesa y del bosque de candelabros de plata cuyas velas iluminaban a los comensales. Según lo que había visto, era joven, rubia y callada. Cualidades que no eran todas las que buscaba en una esposa, pero sí que podían ser un buen punto de partida.
Oyó que alguien entraba en la estancia y el ruido lo sacó de sus pensamientos. «Maldición», pensó. Con todas las habitaciones desocupadas que había en esa planta, tenían que haber elegido esa. Estaba a punto de ponerse en pie para anunciar su presencia cuando unos sollozos femeninos lo hicieron replegarse en el sillón. ¡No! Una mujer llorando.
—Lo siento —se disculpó la recién llegada con voz trémula—. No sé por qué me he puesto tan sentimental.
En un primer momento, Tom creyó que le estaba hablando a él, pero al cabo de un instante oyó una réplica masculina.
—Supongo que no será fácil separarse de una hermana que siempre ha estado a tu lado. De una hermana gemela, además. —Quien hablaba era West Ravenel, con un tono de voz suave y agradable que jamás lo había oído usar antes.
—Lloro porque sé que voy a echarla de menos. Pero me alegra mucho que haya encontrado al amor de su vida. Me alegra muchísimo... —Se le quebró la voz.
—Ya lo veo —replicó West con sorna—. Toma, usa mi pañuelo para secarte esas lágrimas de felicidad.
—Gracias.
—No sería extraño que te sintieras un poco celosa —añadió West con afabilidad—. No es ningún secreto que quieres encontrar pareja, mientras que Pandora siempre ha renegado del matrimonio.
—No estoy celosa, pero sí preocupada. —La mujer se sonó la nariz con delicadeza—. He asistido a todas las cenas y a todas las fiestas, y me han presentado a todo el mundo. Algunos de los caballeros disponibles han sido muy agradables; pero, aunque no he encontrado nada que me disguste en ellos, tampoco he descubierto algo que me guste especialmente. He claudicado en la búsqueda del amor, ya solo quiero encontrar a alguien a quien pueda amar con el tiempo, y ni siquiera eso ha sido posible. Debo de estar haciendo algo mal. Acabaré para vestir santos.
—Eso es un dicho muy anticuado.
—¿Y cómo describirías tú a una mujer soltera de mediana edad?
—¿Una mujer con un listón alto? —contestó West.
—Tú puedes llamarla como quieras, los demás seguirán viendo a una solterona que se ha quedado para vestir santos. —Una pausa tristona—. Además, estoy gorda. Todos los vestidos me quedan estrechos.
—Yo te veo como siempre.
—Tuvieron que sacarles a las costuras del vestido anoche a la carrera. No me cerraban los botones de la espalda.
Tom se movió con sigilo para asomarse por la oreja del sillón. Se quedó sin aliento y solo atinó a contemplarla, maravillado.
Tom Severin acababa de enamorarse a primera vista. Esa mujer lo había conquistado por completo.
Era hermosa de la misma manera que lo eran el fuego y la luz del sol: cálida, resplandeciente y dorada. Su imagen le provocó un sentimiento de vacío que ansiaba paliar. Era todo lo que él no había podido tener durante su dura juventud: las esperanzas y las oportunidades perdidas.
—Cariño, escúchame —dijo West con suavidad—. No tienes por qué preocuparte. Seguro que conoces a alguien nuevo o que se te cruza en el camino algún conocido que no supiste apreciar a primera vista. Algunos hombres requieren de un tiempo para poder apreciarlos. Como pasa con las ostras o con el queso gorgonzola.
La muchacha soltó un trémulo suspiro.
—Primo West, si cuando cumpla los veinticinco todavía no me he casado..., y tú sigues soltero..., ¿querrías ser mi ostra?
West la miró mudo por la sorpresa.
—Vamos a acordar que algún día nos casaremos —siguió ella— si nadie más nos quiere. Seré una buena esposa. Me he pasado toda la vida soñando con tener mi propia familia y un hogar alegre donde todos se sientan seguros y sean felices. Ya sabes que nunca protesto ni doy portazos ni refunfuño por los rincones. Lo único que necesito es cuidar de alguien. Quiero importarle a alguien. Antes de que me digas que no...
—¡Lady Cassandra Ravenel! —la interrumpió West—. Esa es la idea más ridícula que se le ha ocurrido a alguien desde que Napoleón decidió invadir Rusia.
Ella lo miró con gesto de reproche.
—¿Por qué?
—Por citar una entre mil razones, eres demasiado joven para mí.
—No eres mayor que lord St. Vincent y él acaba de casarse con mi hermana gemela.
—Por dentro soy muchísimo más viejo que él, le llevo varias décadas. Mi alma está arrugada como una uva pasa. Hazme caso, no te conviene casarte conmigo.
—Sería mejor que quedarme sola.
—¡Qué tontería! Hay un abismo de diferencia entre quedarse sola y sentirse sola. —West extendió una mano para apartarle un mechón rubio dorado que se le había quedado pegado a la mejilla por culpa de las lágrimas—. Ve a echarte un poco de agua fría en la cara y...
—Yo seré su ostra —lo interrumpió Tom, que se puso de pie y se acercó a la pareja. Ambos lo miraron boquiabiertos y sin dar crédito.
Él tampoco acababa de creerse lo que estaba haciendo. Si algo se le daba bien eran las negociaciones a la hora de cerrar cualquier acuerdo comercial, y esa no era la mejor forma de abordar el asunto. Con tan solo cuatro palabras acababa de ponerse en la posición más débil de todas.
Sin embargo, la deseaba tanto que no había podido contenerse.
Cuanto más se acercaba ella, más difícil le resultaba pensar con claridad. El corazón le latía con un ritmo errático y rápido contra las costillas.
Lady Cassandra se acercó más a West como si buscara su protección, y lo miró como si fuera un lunático. Tom no podía culparla. De hecho, se estaba arrepintiendo de haberse acercado de esa manera, pero ya era demasiado tarde para retroceder.
West lo miraba con el ceño fruncido.
—Severin, ¿qué estás haciendo aquí?
—Estaba descansando en aquel sillón. No he encontrado un momento oportuno para interrumpiros una vez que empezasteis a hablar. —Era incapaz de apartar la mirada de lady Cassandra. Esos ojos tan grandes de expresión sorprendida eran de un agradable azul oscuro y parecían estar cuajados de estrellas por el brillo de las lágrimas, ya olvidadas. Sus voluptuosas curvas eran firmes y preciosas, no había ni un solo hueso a la vista ni tampoco una línea recta en su figura: todo era suave, sensual y tentador. Si fuera suya..., por fin podría experimentar el alivio que sentían otros hombres. No tendría que pasarse el día compitiendo, asaltado por un ansia que nunca acababa de saciar.
—Me casaré con usted —le dijo Tom—. Cuando lo desee. Sean cuales sean las condiciones.
West empujó con delicadeza a lady Cassandra hacia la puerta.
—Cariño, vete mientras yo hablo con este desquiciado.
Ella asintió con un ligero movimiento de la cabeza en respuesta y obedeció a su primo.
Una vez que desapareció por el vano de la puerta, Tom la llamó sin pensar:
—¿Milady?
Lady Cassandra reapareció y se asomó por la jamba de la puerta.
Tom no sabía qué decirle, pero no podía permitir que se marchara con la idea de que no era perfecta tal como era.
—No está usted gorda en absoluto —añadió con voz ronca—. Cuanto mayor sea su presencia en el mundo, mejor.
Como halago no era ni el más ingenioso ni el más apropiado. Pero ese ojo azul que lo observaba desde el otro lado del vano de puerta lo miró con un brillo jocoso antes de desaparecer.
Todos los músculos del cuerpo se le tensaron por el instinto de seguirla como si fuera un sabueso tras un rastro.
West se volvió para mirarlo con expresión atónita y molesta.
Antes de que su amigo pudiera hablar, Tom le preguntó con urgencia:
—¿Puedo quedármela?
—No.
—Pero debo hacerla mía, déjame hacerla mía...
—¡No!
Tom adoptó su actitud de empresario.
—La quieres para ti. Lo entiendo perfectamente. Podemos negociar.
—Acabas de oír mi negativa a casarme con ella —señaló West irritado.
Una negativa que Tom no se había creído en ningún momento. ¿Cómo podía West, o cualquier hombre con sangre en las venas, no desearla con un ansia voraz?
—Es evidente que se trata de una estrategia para sorprenderla después —repuso—. Pero te daré un cuarto de una de mis empresas de construcción de ferrocarriles por ella. Y acciones de una empresa minera. Además de dinero contante y sonante. Dime cuánto.
—¿Estás loco? Lady Cassandra no es una posesión que yo te pueda entregar como si fuera un paraguas. De hecho, no te daría ni un paraguas.
—Podrías convencerla. Es evidente que confía en ti.
—¿Y crees que usaría eso en su contra?
Tom estaba perplejo y carcomido por la impaciencia.
—¿Qué sentido tiene contar con la confianza de una persona si no puedes usarla en su contra?
—Severin, lady Cassandra no se casará contigo —repuso West exasperado.
—Pero es lo que siempre he deseado.
—¿Cómo lo sabes? De momento lo único que has visto es a una muchacha bonita de pelo rubio y ojos azules. ¿Se te ha ocurrido preguntarte qué hay en su interior?
—No. No me importa. Por dentro puede ser como quiera, siempre y cuando me permita tener el exterior. —Al ver la expresión que puso West, Tom añadió a la defensiva—: Ya sabes que nunca he sido una persona sentimental.
—¿Te refieres a que no sabes lo que son los sentimientos humanos? —replicó West con acritud.
—Tengo sentimientos. —Tom guardó silencio—. Cuando quiero.
—Yo tengo uno ahora mismo. Y antes de que dicho sentimiento me obligue a estamparte una patada en el culo, voy a poner cierta distancia entre nosotros. —Lo atravesó con una mirada letal—. Mantente alejado de ella, Tom. Busca a otra inocente a la que corromper. Tal y como están las cosas, ya tengo bastantes excusas para matarte.
Tom enarcó las cejas.
—¿Todavía estás escocido por lo del contrato aquel? —le preguntó sorprendido.
—Siempre estaré escocido por aquello —le aseguró West—. Intentaste engañarnos para quedarte con los derechos de explotación de la mina que está en nuestra propiedad aunque sabías que estábamos al borde de la bancarrota.
—Eso era un asunto de negocios —protestó Tom.
—¿Y qué hay de la amistad?
—La amistad y los negocios son dos cosas separadas.
—¿Estás tratando de decir que no te importaría que un amigo intentara desplumarte, sobre todo si estuvieras interesado en ese dinero?
—El dinero me interesa siempre. Por eso tengo tanto. Y no, no me importaría que un amigo intentara desplumarme. Me quitaría el sombrero solo por el esfuerzo demostrado.
—No lo dudo —replicó West, no precisamente con admiración—. Aunque seas un malnacido despiadado con la voracidad de un tiburón toro, siempre has sido honesto.
—Y tú siempre has sido justo. Por eso te pido que le hables a lady Cassandra de mis buenas cualidades y de las malas.
—¿Qué buenas cualidades? —le soltó West con brusquedad.
Tom tuvo que pensarlo un instante.
—¿Que soy muy rico? —respondió.
West gimió y meneó la cabeza.
—Tom, es posible que me dieras lástima si no fueras un cretino egoísta. No es la primera vez que te veo así y ya sé cómo va a acabar esto. Precisamente este es el motivo de que tengas más casas de las que puedes habitar, más caballos de los que puedes montar y más cuadros de los que puedes colgar porque te faltan paredes. En tu caso, es inevitable que sufras una desilusión. En cuanto consigues el objeto de tu deseo, el hechizo desaparece. Así que, sabiendo eso, ¿crees que Devon o yo te permitiríamos cortejar a Cassandra?
—No perdería el interés en mi esposa.
—¿Cómo no ibas a perderlo? —repuso West en voz baja—. Lo único que te interesa es la conquista.
2
Después de salir a toda prisa de la sala de música, Cassandra corrió escaleras arriba para lavarse la cara. Un paño humedecido con agua fría la ayudó a aliviar el enrojecimiento. Sin embargo, era imposible aliviar el dolor sordo que empezó a sentir en cuanto vio que el carruaje de Pandora se alejaba de la casa. Su gemela, su otra mitad, había comenzado una nueva vida con su esposo, lord St. Vincent. Y ella estaba sola.
Mientras controlaba de nuevo la necesidad de echarse a llorar, bajó despacio por la grandiosa escalinata doble del enorme vestíbulo. Tendría que relacionarse con los invitados a la boda en los jardines, donde se había preparado un bufet informal. Los invitados se movían a sus anchas mientras llenaban los platos de borde dorado con panecillos calientes, huevos escalfados sobre pan tostado, codorniz ahumada, macedonia de frutas y porciones de tarta charlota hecha con bizcocho y crema bávara. Los criados cruzaban el vestíbulo para salir con bandejas de té, de café y de champán helado.
En circunstancias normales, se trataba de un evento del que Cassandra habría disfrutado de lo lindo. Le encantaba deleitarse con el desayuno, sobre todo cuando se podía terminar con algo dulce, y la tarta charlota era uno de sus postres preferidos. Sin embargo, no estaba de humor para hablar con nadie. Además, de un tiempo a esa parte había comido demasiados dulces, como la tarta de mermelada a la hora del té del día anterior, y también estaban los helados de frutas entre los platos de la cena de anoche y un petisú entero, relleno de crema de almendras y decorado con una buena capa de cobertura. Y una de las florecillas de mazapán de una bandeja de púdines.
A media escalinata tuvo que detenerse en busca de aire. Se llevó una mano a las costillas, porque llevaba el corsé más ceñido de lo habitual. Normalmente, los corsés de uso cotidiano se usaban para ayudar a mantener la espalda recta y una postura adecuada, pero no se ajustaban tanto como para resultar molestos. Los corsés solo se ceñían con fuerza en ocasiones especiales, como la de ese día. Con el peso que había ganado, se sentía fatal, embutida como estaba, jadeante y acalorada. Las ballenas parecían atraparle todo el aire en la parte alta de los pulmones. Colorada, se sentó a un lado de la escalinata y se apoyó en la barandilla. Le escocían de nuevo los rabillos de los ojos.
«¡Ay, esto se tiene que acabar!» Molesta consigo misma, sacó el pañuelo del bolsillo oculto de su vestido y se lo pegó con fuerza a los ojos para contener el nuevo reguero de lágrimas. Al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que alguien subía la escalinata con paso firme.
Avergonzada de que la sorprendieran en los escalones como a una niñita perdida, intentó ponerse de pie.
Una voz ronca se lo impidió.
—No..., por favor. Solo quería darle esto.
A través de las lágrimas vio la oscura silueta de Tom Severin, que se detuvo un escalón por debajo de ella, con dos copas de champán helado en las manos. Le ofreció una.
Hizo ademán de aceptarla, pero titubeó.
—Se supone que no debo tomar champán a menos que esté mezclado con ponche.
Él esbozó una sonrisilla torcida.
—No se lo diré a nadie.
Cassandra aceptó la copa, agradecida, y bebió. La burbujeante y fría bebida era deliciosa y le suavizó el seco nudo que tenía en la garganta.
—Gracias —susurró.
Él la saludó con una breve inclinación de cabeza y se dio media vuelta para marcharse.
—Espere —dijo ella, aunque no estaba segura de si quería que se fuera o que se quedara.
El señor Severin se volvió hacia ella con expresión interrogante.
Durante su breve encuentro en la sala de música, estaba demasiado alterada como para haberse fijado en los detalles de su persona. Él se había comportado de una forma rarísima al aparecer de esa manera tan inesperada para proponerle matrimonio a una desconocida. Además, le había avergonzado muchísimo que oyera su llorosa confesión a West, sobre todo cuando le contó que habían tenido que sacarles a las costuras del vestido.
Sin embargo, en ese momento le resultaba imposible no reparar en lo guapísimo que era, tan alto y tan elegante por su delgadez, con el pelo oscuro, la tez clara y luminosa, y unas gruesas cejas levemente curvadas que le otorgaban una expresión un poco diabólica. Si analizara sus rasgos uno a uno —la nariz larga, la boca ancha, los ojos pequeños, y los pómulos y el mentón afilados—, no se le podría tildar de ser tan atractivo. No obstante, cuando se unía todo, su aspecto era deslumbrante e interesante, hasta el punto de resultar más memorable que una apostura convencional.
—Puede sentarse conmigo si lo desea —se descubrió diciendo.
El señor Severin titubeó.
—¿Eso es lo que desea? —la sorprendió al preguntar.
Cassandra tuvo que pensarse la respuesta.
—No estoy segura —admitió—. No quiero estar sola..., pero tampoco me apetece mucho estar con alguien.
—En ese caso, soy la solución perfecta. —Se sentó en el escalón, a su lado—. Puede decirme lo que le apetezca. No hago juicios morales.
Cassandra tardó en replicar, distraída un instante por sus ojos. Eran azules con motitas de un verde brillante alrededor de las pupilas, pero un ojo era mucho más verde que el otro.
—Todo el mundo los hace —repuso a la postre.
—Yo no. Mi definición del bien y del mal es distinta de la de la mayoría de las personas. Podría decirse que soy un nihilista moral.
—¿Eso qué es?
—Alguien que cree que nada es bueno o malo en sí mismo.
—Ay, eso es espantoso —protestó.
—Lo sé —repuso él, que parecía contrito.
Otras muchachas bien educadas tal vez se habrían escandalizado, pero Cassandra estaba acostumbrada a las personas poco convencionales. Había crecido con Pandora, cuyo cerebro retorcido y acelerado le había insuflado vida a un insoportable aislamiento. De hecho, el señor Severin poseía una energía contenida que le recordaba un poco a su hermana. Esos ojos reflejaban el funcionamiento acelerado de una mente que iba mucho más deprisa que la de los demás.
Tras beber otro sorbo de champán, descubrió aliviada que ya no tenía ganas de llorar y que podía respirar con normalidad de nuevo.
—Se supone que es usted un genio, ¿verdad? —le preguntó al recordar una discusión entre Devon, West y el señor Winterborne, todos amigos del señor Severin. Los tres habían estado de acuerdo en que el magnate del ferrocarril poseía una de las mentes más privilegiadas que conocían en el mundo de los negocios—. A veces, las personas inteligentes pueden convertir algo sencillo en algo muy complicado. Por eso le cuesta distinguir entre el bien y el mal.
Sus palabras le arrancaron una breve sonrisa.
—No soy un genio.
—Está siendo modesto —replicó ella.
—Nunca soy modesto. —El señor Severin apuró el champán, dejó la copa en el escalón y se volvió hacia ella para mirarla de frente—. Tengo un intelecto superior a la media y memoria fotográfica. Pero eso no es ser un genio.
—Qué interesante —replicó Cassandra con inquietud mientras pensaba «Vaya por Dios..., más rarezas»—. ¿Hace fotografías con la mente?
Vio el asomo de una sonrisa en sus labios, como si fuera capaz de leerle el pensamiento.
—No es eso. Retengo las imágenes con más facilidad que la información en sí. Algunas cosas, como esquemas, listas o páginas de libros, las recuerdo al detalle, igual que si estuviera viendo una fotografía. Recuerdo la disposición de los muebles y los cuadros que cuelgan de las paredes de casi todas las casas en las que he estado. Cada palabra de cada contrato que he firmado y cada acuerdo comercial que he negociado están aquí. —Se dio unos golpecitos en la sien con un largo dedo.
—¿Está de broma? —le preguntó asombrada.
—Por desgracia, no.
—¿Por qué diantres es una desgracia ser inteligente?
—En fin, ahí está el problema: recordar ingentes cantidades de información no quiere decir que sea inteligente. Eso depende de lo que se haga con dicha información. —Esbozó una sonrisa burlona—. Almacenar demasiada información hace que el cerebro sea ineficaz. Se supone que debemos olvidar una cierta cantidad de información porque no es necesaria o porque nos lastra. Sin embargo, yo recuerdo todos los intentos fallidos junto con los éxitos. Todos los errores y los resultados negativos. A veces, es como estar en medio de una tormenta de arena: hay demasiadas cosas volando a mi alrededor para ver con claridad.
—Tener memoria fotográfica parece algo agotador. Aun así, usted la ha aprovechado al máximo. No se le puede tener lástima, la verdad.
Él sonrió al escucharla y agachó la cabeza.
—Supongo que no.
Cassandra apuró las últimas gotas de champán antes de soltar la copa.
—Señor Severin, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Por supuesto.
—¿Por qué se ofreció a ser mi ostra? —Se puso tan colorada que sintió que le ardía la cara—. ¿Es porque soy guapa?
Él levantó la cabeza.
—En parte —admitió sin vergüenza alguna—. Pero también me gustó lo que dijo: que nunca protesta ni da portazos, y que no busca el amor. Yo tampoco lo busco. —Hizo una pausa, mirándola fijamente con esos brillantes ojos—. Creo que haríamos una buena pareja.
—No me refería a que no quiero encontrar el amor —protestó ella—. Solo me refería a que estaría dispuesta a que el amor surgiera con el tiempo. Para que no haya dudas, también quiero un marido que pueda corresponderme.
El señor Severin se tomó su tiempo para replicar.
—¿Y si tuviera un marido que, aunque no guapo, tampoco es un adefesio y que además es rico? ¿Y si fuera amable y considerado y le diera lo que le pidiese: mansiones, joyas, viajes al extranjero, su propio yate y un tren lujoso y privado? ¿Y si fuera increíblemente hábil en...? —Dejó la frase en el aire, como si se hubiera pensado mejor lo que estaba a punto de decir—. ¿Y si fuera su protector y su amigo? ¿Le importaría mucho que no pudiera amarla en ese caso?
—¿Por qué no iba a poder amarme? —le preguntó a su vez, intrigada e inquieta—. ¿Acaso no tiene corazón?
—No, sí que lo tiene, pero nunca ha funcionado de esa forma. Está... congelado.
—¿Desde cuándo?
Él meditó la respuesta.
—¿Desde que nació? —replicó.
—Los corazones no nacen congelados —repuso Cassandra con sagacidad—. Algo debió de sucederle.
El señor Severin se volvió y la miró con una expresión un tanto burlona.
—¿Cómo sabe tanto sobre el corazón?
—Leo novelas —contestó Cassandra, emocionada, aunque se llevó un chasco al oírlo reír entre dientes—. Muchas novelas. ¿No cree que una persona pueda aprender algo leyendo novelas?
—Nada que se pueda aplicar a la vida real. —Sin embargo, en esos ojos de color azul y verde se veía una chispa amigable, como si la encontrase interesante.
—Pero las novelas tratan de la vida. Una novela puede contener más verdad que miles de artículos de periódico o de informes científicos. Puede hacer que una persona imagine, solo por un instante, que es otra persona... y luego se entiende mejor a las personas que son distintas de uno mismo.
Su forma de escucharla resultaba muy halagadora, porque lo hacía con suma atención e interés, como si sus palabras fueran flores que estuviera recogiendo para guardarlas entre las páginas de un libro.
—Me doy por corregido —dijo él—. Veo que tendré que leer una. ¿Alguna sugerencia?
—No me atrevería a sugerirle una. No conozco sus gustos.
—Me gustan los trenes, los barcos, las máquinas y los edificios altos. Me gusta la idea de viajar a lugares nuevos, aunque parece que nunca tengo tiempo para ir a ninguna parte. No me gustan los sentimientos ni el romanticismo. La historia me aburre. No creo en los milagros, en los ángeles ni en los fantasmas. —La miró expectante, como si acabara de lanza