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Soy norteamericano, de Chicago sombría ciudad, Chicago, y encaro las dificultades como he aprendido a hacerlo, sin rodeos. Así será esta crónica, pues: de estilo libre; quien antes llama, antes es atendido, ya fuere inocente o no tan inocente su llamado. Dice Heráclito que carácter es destino. A fin de cuentas, no hay cómo disfrazar el jaez de tal llamado, ni almohadillando la puerta ni enguantándose la mano.
Sabido es que toda supresión es burda: suprimes una cosa y en el acto estás suprimiendo la de al lado.
Mis padres no significaron mucho para mí, pero a mi madre la quise. Era simplona; nada abstracto pude aprender de ella, aunque sí recibí sus lecciones acerca de lo palpable y visible. Instrucción tuvo escasa, la pobre. Mis hermanos y yo la queríamos. Hablo por ellos: por el mayor, sin temor a equivocarme; por el menor, Georgie —nacido subnormal—, también, pues no hace falta adivinarlo si él solía corretear, con su trote envarado, cantando por el patio trasero, de aquí para allá a lo largo de la valla de tejido de alambre:
Georgie Mahchy, Augie, Simey, Winnie Mahchy, todos, todos quieren a la Mamá.
Y acertaba, excepto en lo de Winnie, la perra de lanas de la Abuela Lausch,* perra vieja, sobrealimentada y de flojos pellejos. Mamá era la sierva de Winnie tanto como de la Abuela Lausch. Respirando con ruido y despidiendo ventosidades, la perra se echaba junto al taburete de la anciana, sobre un cojín con un berberisco bordado apuntando un arma de fuego a un león. Winnie era inseparable de la Abuela: parte de su comitiva; nosotros en cambio, apenas los gobernados, en especial Mamá. Mamá alcanzaba a la Abuela el platillo de la perra y esta recibía el alimento de manos de la Abuela y a sus pies. Pequeñuelos, aquellos pies y manos. La Abuela Lausch calzaba, sobre medias de algodón, zapatillas de color gris —¡ah, el gris de la felpa, gris del déspota de almas!— con cintas de color rosado. Mamá, sin embargo, tenía pies de buen tamaño y por casa usaba calzado varonil, por lo regular, sin cordones, y una cofia parecida a una efigie del cerebro hecha de algodón. Mansa y alta, Mamá, con ojos redondos como los de Georgie, verdes y suaves en su rostro alargado y fresco. Sus manos estaban enrojecidas por el trabajo doméstico. Pocos dientes le quedaban para aguantar lo que viniese. Simon y ella se ponían los mismos jerséis deshilachados. Además de tener ojos redondos, Mamá gastaba gafas de montura circular. Yo la acompañaba hasta el dispensario de la calle Harrison para conseguirlas. Adiestrado por la Abuela Lausch, yo iba a pergeñar las mentiras. Hoy sé que no eran tan necesarias, pero por entonces todos creían que sí, en particular de Abuela Lausch, un maquiavelo de barrio de los que de mozo tanto vi. La Abuela se las tenía sabidas mucho antes de que partiéramos; horas habrá pasado urdiéndolas, menuda bajo el jergón de plumas, en el frío de su cuarto, y me las hacía aprender en el desayuno. Según ella, Mamá no resultaría lo bastante sagaz para colocarlas oportunamente y en la forma apropiada. No se nos alcanzaba que acaso fuese innecesario tanto espíritu de lucha: para nosotros, aquello era una lid. Querrían saber en el dispensario por qué no pagaba la Beneficencia por las gafas,
* En alemán, «espiar». (N. del E.)
de manera que habría que pasar en blanco la Beneficencia y declarar que no siempre nos enviaba dinero mi padre y que mi madre tomaba huéspedes. Todo lo cual, en forma delicadamente selectiva —por omisión o por desprecio de algunos hechos de bulto—, era cierto. Lo bastante verdadero para ellos, cosa perfectamente inteligible para mis nueve años cumplidos. Yo era más apto para comprenderlo que mi hermano Simon, demasiado directo para tales argucias y quien, por otra parte, había extraído de sus lecturas una idea británica y escolar del honor: Los años de colegio de Tom Brown influyó en nosotros por largo tiempo y de un modo que no podíamos darnos el lujo de poner en práctica.
Simon era un rubio de pómulos altos y ojos grandes y grises, con brazos de jugador de críquet: me guío por las ilustraciones, ya que no practicábamos sino el softball.* Opuesta al estilo inglés de Simon estaba su patriótica inquina hacia Jorge III de Inglaterra. Nuestro alcalde había ordenado por entonces a la junta de educación que consiguiese libros de historia que trataran menos blandamente al monarca. Simon detestaba a Cornwallis. Me atraía semejante fuego patriótico, me atraía su abominación del General, su placer por la rendición de este en Yorktown, placer que solía brotar al mediodía mientras almorzábamos nuestros sándwiches de salchichón de Bolonia. La Abuela comía a esas horas pollo hervido y, en ciertas oportunidades, a George le tocaba el buche. Y Georgie, con su pelo encrespado, soplaba sobre esa friolera acanalada que le gustaba recibir, en prueba de estima antes que con el propósito de enfriarla. El marcial y aristocrático orgullo de Simon le descalificaba para la labor de astucia que había que llevar a cabo en el dispensario; él desdeñaba la mentira y era capaz de denunciarnos a todos, de rebote. De mí era dable fiarse, pues la tarea me placía, tratándose de estrategia. También yo tenía mis entusiasmos: los del mismo Simon, para empezar, aunque personalmente jamás encontré
* Juego semejante al béisbol pero que se juega con una pelota mayor y más blanda. (N. del E.)
mucho meollo en Cornwallis, y tenía los de la Abuela Lausch también. Por lo que concierne a la veracidad de las declaraciones que se me encomendaba hacer, pues bien, lo positivo es que teníamos un huésped. La Abuela Lausch no estaba emparentada con nosotros: ¡era el huésped en persona! Dos hijos la sostenían, uno desde Cincinnati y otro desde Racine, estado de Wisconsin. Sus nueras no la querían allá y ella, viuda de un poderoso negociante de Odessa —una divinidad para nosotros, calvo, de patillas, narigón, acorazado en su chaqué y chaleco cruzado de botonadura militar (una fotografía de color azul, ampliada y retocada por el señor Lulov, pendía en la sala de visita y se duplicaba entre ambas columnillas del espejo de luna; la estufa remataba ahí donde concluía el torso del señor Lausch)—, prefería vivir entre nosotros puesto que estaba acostumbrada a dirigir una casa, comandar, administrar, tramar e intrigar en el ramillete de lenguas que dominaba: francés y alemán, además de ruso, polaco, yiddish. ¿Y quién sino el señor Lulov, artista del retoque, establecido en la calle División, podría haber puesto a prueba su francés? ¡Valiente ejemplar, este obsequioso bebedor de té y farsante de siete suelas! Fuera de haber sido una vez cochero de alquiler en París y —si la tal especie era cierta— de haber sabido por lo mismo parlar en francés, entre otras cosas, tales como sacar tonadillas percutiéndose los dientes con un lápiz o bien cantar acompañándose con el tintineo de unas perras gordas que él hacía sonar contra la mesa, o de saber jugar al ajedrez.
Tanto al ajedrez como al klabyasch, la Abuela Lausch se empleaba a fondo como si hubiese sido un nuevo Tamerlán, erizándose en sonidos palatales de tipo felino y con esquirlas de oro en su mirada. Medíase en los lances del klabyasch con un tal señor Kreindl, vecino nuestro que le había enseñado sus reglas. Hombre fuerte y ventrudo de manos mochas y duras, Kreindl aporreaba la mesa con ellas al arrojar sus cartas diciendo a voz en cuello: Schtoch! Yasch! Menel! Klabyasch! mientras la Abuela lo ojeaba sardónicamente. Ella solía decir cuando se marchaba:
—Si tienes a un húngaro por amigo, no necesitarás enemigos…
No había fondo hostil en el señor Kreindl. Parecía amenazador por sus vociferaciones de instructor de reclutas, pero solo por eso. Antiguo alistado austrohúngaro, llevaba las marcas de la soldadesca: un cuello forzudo de empujar cañones, rubicundez de veterano, poderosa quijada y coronas de oro en la dentadura, un dejo de locura en la mirada, pelo suave bien corto y todo él napoleónico, por demás. Sus pies habían adoptado la postura marcial preconizada por Federico el Grande, pero a Kreindl le faltaban seis pulgadas de estatura para integrar una guardia prusiana. Ostentaba —eso sí— un magistral aire de independencia. Él, su mujer —callada y modesta frente al vecindario, pero un basilisco en casa— y un hijo estudiante de odontología vivían en lo que se daba en llamar el sótano inglés, en la parte anterior del edificio. El hijo, Kotzie, trabajaba de noche en la botica de la esquina, acudía al hospital del municipio como estudiante y es quien enteró a la Abuela Lausch de la existencia del dispensario gratuito. En realidad, ella lo había mandado llamar a fin de averiguar qué y cuánto podía obtenerse de las dependencias del estado o del municipio. Ella citaba en casa a la gente de la carnicería, de la tienda de ultramarinos, de la frutería y, recibiéndola en nuestra cocina, explicaba a todos que era menester hacer rebajas a la familia March. Mi madre, por lo regular, presenciaba estos manejos. Decía la anciana:
—Ya ve usted cómo es. ¿He de agregar más? Falta un hombre en la casa y hay niños que criar.
Tal era lo principal de su argumento. Cada vez que nos visitaba Lubin, el asistente social, ya casi de la familia, calvo, con lentes de montura de oro, cómodo en su peso, paciente en sus respuestas, y tomaba asiento en la cocina, ella le enjaretaba algo así:
—¿Cómo espera usted que se críen estos niños? ¡Cuéntemelo usted!
Él la oía tratando de conservar la calma, pero luego iba poniéndose como quien ha resuelto no dejar escapar el saltamontes posado en su mano y respondía:
—Pues, señora mía, la señora March podría subirle a usted su alquiler…
Y la Abuela replicaría, enviándonos fuera con ese objeto: —¿Sabe usted cómo andarían aquí las cosas, sin mí? ¡Gracias debería darme por mantenerlos unidos!
Y creo que habría añadido:
—Ya verá usted con qué cuadro se encuentra, señor Lubin,
cuando ya no forme yo parte de este mundo.
De ello tengo la absoluta certeza. A nuestros oídos jamás llegó nada capaz de debilitar su dominio, insinuando el final de este. Por lo pronto, habríamos acusado duramente el impacto. En su prodigiosa familiaridad con nuestras almas, ella obraba como el soberano que entiende finalmente la mezcla de amor, respeto y miedo que alienta en el corazón de sus súbditos: por lo tanto, no nos propinaba sobresaltos. Pero a Lubin sí, ya que ella seguía cierta política, además de sentir lo que sentía y tener que expresárselo. Él la sufría con exasperada resignación, del tipo de «Líbreme Dios de estos clientes», aunque intentaba parecer dueño de la situación. Sostenía su sombrero de hongo entre los muslos (sus ternos, de pantalones demasiado cortos siempre, dejaban al descubierto calcetines blancos y zapatos recios, negros, con mucho pliegue y marcas de dedos abultados) y miraba dentro de él como si hubiese estado considerando lo oportuno de soltar al saltamontes por un rato.
—Yo pago tanto como está a mi alcance —solía decir ella. Sacaba el estuche de cigarrillos escondido en su chal, cortaba un Murad en dos partes iguales con sus tijeras de coser y cogía la boquilla. Aún era el tiempo en que las mujeres no fumaban: exceptuada la clase intelectual, clase a la que ella se suscribía. Con la boquilla entre sus encías pequeñas y oscuras, a través de las cuales brotaba toda su astucia, su malicia, su autoridad, la Abuela ideaba inspiradas tácticas. Tenía tantas arrugas como una bolsa de papel usada; era una autócrata, intransigente y un jesuítico viejo halcón bolchevique pronto a caer sobre su presa, con sus piececillos grises apoyados en la caja y taburete de lustrabotas que Simon había construido en la clase de trabajo manual, con la perra Winnie, sucia y lanuda, junto a sí, dando mal olor. Si bien es cierto que ingenio y descontento no van por fuerza de la mano, no es esta anciana la persona de quien lo aprendí. Era imposible complacerla. A Kreindl, por ejemplo, en quien podíamos confiar, que cargaba con el carbón cuando Mamá estaba mala y pedía a Kotzie que preparase nuestras órdenes facultativas gratis, la Abuela lo llamaba «aquel húngaro de pacotilla», o bien «cerdo húngaro». Llamaba a Kotzie «manzana asada», a la señora Kreindl «gansa encubierta», a Lubin «el hijo del zapatero», al dentista «el carnicero», al carnicero «el tímido estafador». Aborrecía al dentista, quien en varias ocasiones había tratado de ponerle una dentadura postiza. La Abuela le acusaba de quemarle las encías cuando él le sacaba las impresiones dentales. Pero también es verídico que ella intentaba arrancarle las manos de su boca. Soy testigo: el impasible doctor Wernick, de constitución cuadrada, cuyos sólidos antebrazos podrían haber repelido a un oso, penosamente, resuelto, pero ansioso por los gritos ahogados de la Abuela, aguantaba sus arañazos. Verla forcejear de tal manera no era fácil para mí. Sé que al doctor Wernick le daba pena verme a mí, obligado como Simon, a escoltarla a donde fuere. En especial aquí necesitaba ella de alguien que diese testimonio de la torpeza y crueldad del doctor Wernick y fuese un sostén para el regreso. A la edad de diez años, yo tenía casi su altura y el desarrollo bastante para soportar su peso.
—Tú viste con tus ojos cómo me tapaba la cara con sus manazas, para que yo no pudiese respirar —decía la Abuela—: Dios le ha hecho para carnicero, ¿a qué dentista, entonces? ¡Qué mano pesada tiene! Lo principal en un dentista es la sensibilidad en las manos. Si sus manos no sirven, no deberían permitirle ejercer… Claro que la mujer de él se deslomó para que se licenciara. ¡Ahora me toca a mí ir a verle y dejarme abrasar hasta el alma!
Nosotros, los demás, no podíamos sino recaer en el dispensario —que era como un sueño con un sinfín de sillones de dentista, centenares de ellos alojados en un gigantesco arsenal, y verdes cuencos con diseño de uvas, de cristal, tornos erigidos en zigzag como patas de insecto y mecheros de gas en las bandejas giratorias de porcelana—, una tonante lobreguez en la calle Harrison de edificios municipales de piedra caliza y voluminosos tranvías encarnados con ventanillas enrejadas y salvavidas del tipo monárquico de mostachos de hierro por delante y por detrás. Se movían con pesadez y estruendo, dando campanadas, y sus tambores de freno resollaban en la nieve lodosa de las tardes invernales y en lo pardo de la piedra en las estivales, espolvoreadas de ceniza, humo y polvo de la pradera. Eran largas las paradas en la clínica del municipio, para que se apeasen cojos, lisiados, gibosos, los que blandían muletas, los mártires de sus muelas, las víctimas de sus ojos y toda la caravana.
Cada vez que iba yo a acompañar a mi madre para conseguirle gafas en el dispensario, recibía instrucciones de la Abuela a las que mi madre tenía obligación de asistir. Estaban proscritas las burradas. Mamá debía ejercitarse en el silencio. Mi cometido era dar todas las respuestas:
—Recuérdalo, Rebecca —amonestaba la Abuela. Mamá, de tan obediente, no se atrevía a contestar que sí: permanecía sentada, cruzando sus largas manos sobre la tela tornasolada del vestido que la anciana le había escogido para el caso. Suave y lozana, la tez de Mamá. Ninguno de nosotros había heredado de ella el color subido ni la forma respingona de la nariz, cuyo tabique se notaba en parte.
—Tú no te metas en esto —la adoctrinaba la Abuela—. Si te preguntan algo, mira a Augie, así.
E ilustraba con precisión de espanto cómo debía Mamá volverse hacia mí, salvo, por supuesto, los aires de reina.
—No te pongas a contarles nada; responde, apenas —me decía a mí.
Mi madre se mostraba afanosa de que yo mereciera la confianza de la Abuela siguiendo fielmente sus preceptos. Simon y yo constituimos milagros o accidentes en su vida; Georgie era, en cambio, su verdadera obra, a través de la cual ella se incorporaba a su destino después de haber obtenido efectos excelsos e inmerecidos.
—Augie: escucha a la Abuela, pon atención —es cuanto se animaba a decir cuando la Abuela daba a conocer su plan.
—Cuando te pregunten: «¿Dónde está tu padre?», tú dirás: «No lo sé, señorita». Si ella quiere saber dónde estaba parando la última vez que recibiste noticias suyas, le dirás que la última vez que nos envió un giro postal lo hizo desde Buffalo, estado de Nueva York, hace años. ¡Ni una palabra acerca de la Beneficencia! Ni mencionarla, ¿estamos? Nunca. Cuando te pregunte en cuánto está el alquiler, dile dieciocho dólares. Cuando te pregunte de dónde viene el dinero, dile que tenéis huéspedes. ¿Cuántos? Dos. Bien; ahora dime, ¿a cuánto el alquiler?
—Dieciocho dólares.
—¿Cuántos huéspedes?
—Dos.
—¿Cuánto pagan?
—¿Cuánto debo decir?
—Ocho dólares cada uno, a la semana.
—Ocho dólares.
—Así que, con sesenta y cuatro dólares al mes, no podéis
ir a una consulta privada. Las gotas para los ojos, solamente,
me costaron cinco dólares y me escaldaron los ojos. Y estas
gafas —añadió, asestando unos golpecitos al estuche— salieron diez dólares la montura y quince los cristales.
Excepto en ocasiones como esta, por necesidad pura, no mencionábamos a mi padre. Yo afirmaba recordarlo y Simon lo negaba, con razón. En realidad, me complacía imaginármelo.
—Vestía uniforme —insistía yo—: ¡Claro que lo recuerdo! Era soldado.
—¡Un cuerno! Tú no sabes nada.
—Quizá marino…
—Un cuerno. Él conducía un camión para la lavandería de
Hall Hermanos, en Marshfield. Eso hacía. Yo dije una vez que
él usaba uniforme. Lo que el mono ve, el mono imita; lo que el
mono oye, el mono repite.
El mono era fuente de considerable reflexión entre nosotros. En el aparador, sobre el tapiz continuo del Turquestán, con la boca, orejas y ojos tapados, teníamos a una trinidad menor de la casa: el mal no se mira, ni se dice, ni se escucha. La ventaja de los dioses menores es que puedes tomar sus nombres en vano. «Silencio en la sala, que el mono quiere hablar: habla, mono, habla.» «El mono y el bambú jugaban en la hierba…» No obstante, los monos adquieren poder en ciertas ocasiones, amén de resultar pavorosos en tal caso, y ser críticos sociales de respeto cuando la anciana, como un gran lama —pues, a fin de cuentas, ella es oriental para mí—, señalaba los tres monos en cuclillas, con las bocas y ventanas de la nariz dibujadas de rojo y sangre, y decía con sabiduría mientras lo duro de sus palabras se tocaba con la grandeza:
—Nadie os pide que améis al mundo entero, sino solo que seáis honestos, ehrlich.* No os jactéis de nada. Cuanto más queráis a la gente, tanto más os confundirán. Un niño ama; el adulto respeta. El respeto vale más que el amor. Aquel mono, el del medio, simboliza el respeto.
Nunca se nos ocurrió pensar que ella misma pecaba maliciosamente contra el convulso simio que se tapaba la boca con las manos, pero jamás se nos ocurría criticarla y mucho menos cuando la resonancia de algún magno principio hacía vibrar la cocina.
La Abuela nos daba lecciones de vida que estaban más allá de las posibilidades del pobre Georgie. Él solía besar a la perra, en un tiempo pendenciera doncella de la anciana y ahora maniática cascarrabias, soñolienta y suspirosa, entre digna de ser respetada por sus años de justas, mas no adorables ocupaciones. Pero Georgie la adoraba a pesar de todo. Y a la Abuela también, a quien besaba en la manga, en la rodilla, cogiendo la rodilla o el brazo en ambas manos y sacando su labio inferior hacia delante, casto, chapucero, tierno y diligente en sus caricias cuando curvaba sus angostas espaldas, con la blusa entalegándolo todo, con su pelambre blanquecina y puntiaguda, tupido como un erizo o un girasol ya sin semillas:
* «Honorable» en yiddish. (N. del T.)
—Oye, muchacho, tú que eres astuto, ¿quieres a esta vieja abuela, ministro mío, mi cavalier?* ¡Así me gusta! Tú sabes bien quién cuida de ti y te da buche y pescuezos. ¿Quién te hace tallarines? Sí. Los tallarines son escurridizos, difíciles de coger con el tenedor y difíciles de coger con los dedos. ¿Ves cómo tira el pajarillo de la lombriz? La lombricilla prefiere quedarse en la tierra. Ella no quiere salir. Basta ya, estás empapándome el vestido.
Entonces daba a su frente un empujoncillo seco con su vieja mano escrupulosa, habiendo cumplido su deber respecto a Simon y a mí, su deber de abrirnos los ojos; una advertencia de las suyas acerca de los corazones ingenuos rodeados de los recios y astutos, la lucha natural entre pájaros y lombrices y una humanidad desesperada e insensible. Todo esto ejemplificado en Georgie; pero la ilustración fundamental no era él sino Mamá, esclava por afecto, simplota y ahora abandonada con tres niños. Esto es lo que la anciana Lausch se había propuesto mostrarnos, ahora que, en la sabiduría del ocaso de su vida, ella tenía una segunda familia que dirigir.
¿Y qué habrá pensado Mamá cuando, por necesidad, introducíamos a mi padre en la conversación? Permanecía sentada y sumisa. Imagino que recordaría algún pormenor en cuanto a él; un plato que le hubiera gustado, acaso carne y patatas, quizá coles o salsa de arándanos; o, tal vez, que no le gustaban las camisas de cuello duro, o las de cuello blando; y que solía comprar el Evening American o el Journal. Pensaría en esto porque su pensar siempre había sido sencillo; pero sentía el abandono: dolores más fuertes que cualquier dolor consciente habían trazado una veta oscura en su simpleza. No sé cómo se las habría apañado antes, mientras estuvimos solos sin mi padre, mas luego sobrevino la p