El legado de Humboldt

Saul Bellow

Fragmento

El legado de Homboldt

El libro de baladas que Von Humboldt Fleisher publicó en la década de los treinta alcanzó un éxito inmediato. Era lo que todo el mundo había estado esperando. Yo, en verdad, había estado esperando con ansiedad allí en el Medio Oeste, pueden estar seguros de ello. Humboldt era un escritor de vanguardia, el primero de una generación, de aspecto atractivo, rubio, fuerte, juicioso, instruido. El hombre lo poseía todo. Todos los periódicos se ocuparon de su libro. Su fotografía apareció en Time sin ninguna crítica acerba, y en Newsweek, con un elogio. Leí con entusiasmo Las baladas de Arlequín. Por aquel entonces yo estudiaba en la Universidad de Wisconsin, y la literatura ocupaba mi mente día y noche. Humboldt me descubrió nuevos modos de hacer las cosas. Estaba embelesado. Envidiaba su suerte, su talento y su fama, por lo que en mayo me dirigí al este para poder verlo, quizá para acercarme a él. El autobús Greyhound, que seguía la carretera de Scranton, hacía el viaje en unas cincuenta horas, pero esto no me importaba. Las ventanas del autobús iban abiertas, y yo nunca había visto verdaderas montañas hasta aquel momento. Los árboles estaban cubiertos de flores y hojas; aquello me recordaba la Pastoral de Beethoven. Me sentía refrescado interiormente por el verdor. Manhattan también me gustó. Alquilé una habitación por tres dólares semanales, y pronto encontré trabajo como vendedor a domicilio de cepillos Fuller. Todo me entusiasmaba. Escribí a Humboldt una larga carta en la cual le expresaba mi admiración y fui invitado a Greenwich Village para discutir sobre literatura e intercambiar ideas. Humboldt vivía en la calle Bedford, cerca de Chumley. Primero me ofreció un café y después vertió un poco de ginebra en la misma taza.

—Bueno, eres un muchacho bastante agradable, Charlie —me dijo—, un tanto socarrón, quizá. Creo que muestras tendencia a una calvicie prematura. Y esos grandes ojos, bellos y emocionales… Pero eres un auténtico amante de la literatura, y esto es lo importante. Tienes sensibilidad —concluyó.

Mostraba predilección por esta palabra. Más tarde, la sensibilidad llegó a ser muy importante. Humboldt era muy amable. Me presentó algunas personas del Village y me consiguió trabajo como asesor literario. Siempre lo quise.

El éxito de Humboldt duró unos diez años y empezó a decaer al final de la década de los cuarenta. Al principio de los cincuenta conseguí hacerme famoso y llegué a ganar mucho dinero. ¡Ah, dinero, dinero, dinero! Humboldt esgrimía el argumento del dinero contra mí. En los últimos años de su vida, cuando no se sentía demasiado deprimido para hablar —en cuyo caso se encerraba en un silencio lunático—, iba por Nueva York hablando amargamente de mí y de mi «millón de dólares».

—Fijaos en el caso de Charlie Citrine —decía—. Vino de Madison, en Wisconsin, y llamó a mi puerta. Ahora ya ha conseguido su millón de dólares. ¿Qué clase de escritor o de intelectual puede ganar tanto dinero? ¿Un Keynes? De acuerdo, Keynes es una figura mundial. Un genio de la economía, el más destacado del grupo de Bloomsbury. Casado con una bailarina rusa. El dinero afluye a él. Pero ¿quién demonios es Citrine para hacerse tan rico? Éramos muy buenos amigos —precisaba Humboldt—. Pero hay algo impropio en ese tipo. Después de ganar tanta pasta, ¿por qué desaparece de la civilización? ¿Para qué ha vuelto a Chicago? Tiene miedo de que lo encuentren.

Cuando su mente estaba suficientemente lúcida, utilizaba su ingenio para criticarme. Realizaba un gran trabajo.

Pero no era el dinero lo que yo tenía en mente. ¡Oh, no, Dios mío! Lo que deseaba era hacer las cosas bien. Ansiaba hacer algo bueno. Y este sentimiento por el bien me retrotrajo a mi primer sentido peculiar de la existencia. Hundido en las tenebrosas profundidades de la vida, buscaba a tientas un sentido, temblando y desesperado, como una persona sutilmente consciente de los velos pintados, de Maya, de las cúpulas de vidrios multicolores que manchan la radiante blancura de la eternidad, estremecido en el intenso vacío. Me encontraba por completo trastornado por esas cosas. En realidad, Humboldt lo sabía, pero al final le era imposible mostrar por mí comprensión alguna. Enfermo y amargado, no podía dejar de acosarme. Únicamente ponía de relieve la contradicción existente entre los velos pintados y las grandes sumas de dinero. Pero el dinero que llegué a poseer llegó solo. Fue una cuestión de capitalismo que respondió a sus propias razones, oscuras y cómicas. El mundo lo hizo. Ayer leí en The Wall Street Journal acerca de la melancolía de la abundancia: «Durante los cinco milenios de historia conocida del hombre, jamás han existido tantos con tanta riqueza». Las mentes forjadas durante cinco milenios de penuria están deformadas. El corazón no puede aceptar un cambio semejante. Algunas veces, simplemente lo rehúsa.

En la década de los veinte, los muchachos de Chicago buscaban tesoros durante el deshielo de marzo. En los bordillos de las aceras se formaban montículos de nieve sucia que, al derretirse, hacían correr el agua en relucientes arroyuelos hacia las alcantarillas, dejando al descubierto un maravilloso botín: tapones de botellas, engranajes de motor, monedas de un centavo… La última primavera, ya casi un anciano, sin darme cuenta me desvié en la acera para seguir por el bordillo buscando algo. ¿Qué es lo que buscaba? ¿Qué estaba haciendo? ¿Y si encontrara una moneda de diez centavos? Supongamos que hubiera encontrado una moneda de cincuenta centavos, ¿qué habría ocurrido? No sé cómo me asaltó de pronto ese espíritu infantil, pero así sucedió. Todo estaba derritiéndose, el hielo, la discreción y la madurez. ¿Qué es lo que hubiera dicho Humboldt de ello?

Cuando alguien me contaba las observaciones mordaces que había hecho sobre mí, yo solía estar de acuerdo con lo que había dicho. «Le dieron a Citrine el premio Pulitzer por su libro sobre Wilson y Tumulty. El Pulitzer es para principiantes, para los polluelos. No es más que un premio al que dan publicidad unos falsos periódicos, concedido por estafadores y analfabetos. Uno se convierte en un anuncio andante del Pulitzer y, cuando estira la pata, las primeras palabras en la nota necrológica son: “Ha fallecido un ganador del Pulitzer”.» Y creo que tenía su parte de razón. «Charlie es un Pulitzer doble. Primero fue esa comedia sensiblera con la que hizo una fortuna en Broadway. Más los derechos de la película. ¡Le dieron un porcentaje de los beneficios brutos! Y no diré que fuera un plagio, pero algo me robó: mi personalidad. Infundió mi personalidad a su héroe.»

También en esto, aunque parezca descabellado, tenía quizá motivos justificados.

Era un conversador fascinante, un monologuista inagotable, improvisador febril; un campeón de la denigración. Pero ser difamado por Humboldt constituía casi una especie de privilegio, como ser el modelo de un retrato con dos narices pintado por Picasso o una gallina destripada por Soutine. El dinero siempre lo inspiró. Le encantaba hablar de los ricos. Formado en el periodismo sensacionalista de Nueva York, mencionaba con frecuencia los escándalos dorados de los años pasados, Peaches y Daddy Browning, Harry Thaw y Evelyn Nesbitt, además de la época del jazz, Scott Fitzgerald y los Super-Rich. Conocía a fondo a las herederas de Henry James. Algunas veces, él mismo elaboraba cómicos proyectos para hacer fortuna. Pero su auténtica riqueza era literaria. Había leído miles de libros. Solía decir que la historia era una pesadilla durante la cual él intentaba conseguir una buena noche de descanso. El insomnio lo convirtió en un hombre más erudito. Durante las primeras horas de la madrugada leía gruesos volúmenes —Marx y Sombart, Toynbee, Rostovtzeff, Freud—. Cuando hablaba de la riqueza, podía comparar el luxus romano con la opulencia de los protestantes norteamericanos. Generalmente seguía con los judíos —los judíos de Joyce, alrededor de la bolsa, con sus sombreros de seda—, para terminar con el cráneo forrado de oro o la máscara mortuoria de Agamenón, descubierta por Schliemann. Ciertamente, Humboldt dominaba el arte de hablar.

Su padre, un inmigrante húngaro-judío, había cabalgado con la caballería de Pershing en Chihuahua, persiguiendo a Pancho Villa en un México de prostitutas y caballos (muy distinto de mi padre, personaje cortés que rehuía modestamente abordar estos temas). Su padre se había sumergido en América. Humboldt hablaba de botas, clarines y campamentos. Más tarde llegaron las limusinas, hoteles de lujo y palacios en Florida. Su padre había vivido en Chicago durante el boom. Se dedicaba al negocio de bienes inmobiliarios y mantenía una suite en el hotel Edgewater Beach. Su hijo se reunía con él durante el verano. Humboldt también conocía Chicago. En los tiempos de Hack Wilson y Woody English, los Fleisher tenían un palco en Wrigley Field, e iban a ver los partidos en un Pierce-Arrow o un Hispano-Suiza (Humboldt estaba loco por los coches). Y allí estaban las adorables muchachas de John Held hijo, tan bellas, con sus bragas ajustadas. Y el whisky y los gángsteres, y los sombríos bancos de la calle La Salle, que guardaban en sus cajas fuertes de acero dinero del ferrocarril, de la carne de cerdo y de las cosechas. Este Chicago era totalmente desconocido para mí cuando llegué de Appleton. Yo jugaba con chiquillos polacos bajo las vías aéreas del ferrocarril. Humboldt comía pastel de chocolate con capas de coco y malvavisco en Henrici’s, donde yo nunca llegué a entrar.

Una vez vi a la madre de Humboldt en su lóbrego apartamento, en la avenida West End. Su rostro se asemejaba al de su hijo. La mujer era silenciosa, gorda, de gruesos labios, y llevaba un albornoz. Tenía el pelo blanco y espeso, de aspecto salvaje. El dorso de sus manos estaba cubierto de pecas, y en su rostro oscuro había otras manchas más oscuras todavía, tan grandes como sus ojos. Humboldt se inclinó para hablarle, pero ella no respondió y siguió mirando hacia el exterior mostrando una gran pesadumbre femenina. Humboldt estaba triste cuando nos fuimos y me confió: «Ella me dejaba ir a Chicago, pero yo debía espiar a mi padre y copiar los balances del banco y los números de las cuentas, anotando los nombres de sus clientes. Ella quería ponerle un pleito. Está loca; ya lo has visto. Pero entonces él lo perdió todo en la quiebra y murió de un ataque al corazón en Florida».

Este era el fondo de aquellas ingeniosas y alegres baladas. Era un maníaco-depresivo (según su propio diagnóstico). Poseía una colección de las obras de Freud y leía revistas psiquiátricas. Después de leer la Psychopathology of Everyday Life, uno sabía que toda la vida diaria era psicopatología. Humboldt estaba plenamente de acuerdo con ello. Con frecuencia me citaba El rey Lear: «En las ciudades, motines; en los campos, discordia; en los palacios, traición; y los lazos entre padre e hijo, rotos…». Ponía énfasis en «padre e hijo». «Ruinosos desórdenes nos siguen inquietamente a nuestras tumbas.»

En resumen, ahí fue adonde lo siguieron los ruinosos desórdenes hace ahora siete años. Al ir apareciendo nuevas antologías, bajé al sótano de Brentano y las revisé. Habían omitido los poemas de Humboldt. Esos cabrones, los directores funerarios de la literatura y los políticos que compilaban estas colecciones, no tenían espacio para el viejo Humboldt. Y, así, todo su pensamiento, sus escritos y sus sentimientos no contaban para nada. Aquellas incursiones entre líneas para recuperar la belleza no tenían efecto alguno, excepto para consumirlo a él. Murió en un lúgubre hotel de Times Square. Mientras que yo, otro tipo de escritor, quedé para llorarlo en medio de mi prosperidad en Chicago.

La noble idea de ser un poeta norteamericano ciertamente producía muchas veces en Humboldt el sentimiento de ser un bufón, un crío, un cómico, un bobo. Vivíamos como bohemios y estudiantes graduados en un ambiente de diversión y juegos. Quizá Norteamérica no necesitaba arte y milagros interiores. Poseía ya tantos milagros exteriores… Estados Unidos era una maquinaria enorme, descomunal. Y cuanto mayor su tamaño, menor el nuestro. Por eso, Humboldt se comportaba como un sujeto excéntrico y cómico. Pero de vez en cuando, cuando se detenía a pensar, la excentricidad quedaba a un lado. Intentaba reflexionar sobre sí mismo manteniéndose al margen de ese mundo norteamericano (yo también lo hice). Pude comprobar que Humboldt consideraba lo que debía hacer entre entonces y ahora, entre el nacimiento y la muerte, buscando respuesta a ciertas cuestiones importantes. Estas meditaciones no lo hicieron más cuerdo. Probó las drogas y la bebida hasta que finalmente hubo que aplicarle un tratamiento de electrochoque. Se trataba, según él apreció, de Humboldt contra la locura. Y la locura fue mucho más fuerte.

Yo no andaba muy bien recientemente cuando Humboldt actuó desde su tumba, por decirlo así, y provocó un cambio básico en mi vida. A pesar de nuestra gran pelea y de los quince años de distanciamiento, él me dejó algo en su testamento. Recibí un legado.

Era un hombre fascinante, pero se estaba volviendo loco. Únicamente a aquellos que reían demasiado fuerte les podía pasar inadvertido el elemento patológico. Humboldt, aquella gran persona, extravagante y atractiva, rubio y de cara ancha, aquel hombre encantador, locuaz y profundamente inquieto al que me sentía tan unido, apuró el Éxito, y murió, naturalmente, del Fracaso. ¿Qué otra cosa podía resultar de estos conceptos con mayúscula? Por mi parte, siempre he mantenido muy bajo el número de las palabras sagradas. En mi opinión, Humboldt tenía una lista demasiado larga: Poesía, Belleza, Amor, Tierra virgen, Locura, Política, Historia, Inconsciente. Y, por supuesto, Maníaco y Depresivo, siempre en mayúsculas. Según él, el mayor maníaco-depresivo norteamericano fue Lincoln. Para él Churchill era un caso clásico de manía depresiva, con sus estados de humor melancólicos. «Igual que yo, Charlie —me decía—. Pero reflexiona: si energía es deleite y exuberancia es belleza, el maníaco-depresivo sabe más que nadie sobre deleite y belleza. ¿Qué otra persona posee tanta energía y exuberancia? Quizá aumentar la depresión sea una estrategia de la mente. ¿No fue Freud quien dijo que la felicidad no era sino la remisión del dolor? Cuanto más dolor, tanto más intensa es la felicidad. Pero esto tiene un origen previo, y la mente crea el dolor a propósito. De cualquier modo, la humanidad se asombra por la exuberancia y la belleza de algunos individuos. Cuando un maníaco-depresivo escapa de sus furias, es irresistible. Conquista la historia. Creo que la exageración es una técnica secreta del inconsciente. En cuanto a los grandes hombres y a los reyes esclavos de la historia, pienso que Tolstoi estaba un tanto equivocado. No te confundas, los reyes son los enfermos más sublimes. Los héroes maníacos-depresivos atraen a la humanidad dentro de sus ciclos y la arrastran con ellos.»

El pobre Humboldt no impuso sus ciclos durante mucho tiempo. Nunca llegó a convertirse en el centro radiante de su época. La depresión se apoderó de él para siempre. Acabaron los períodos de manía y de poesía. Treinta años después de que Las baladas de Arlequín lo hicieran famoso, murió de un ataque al corazón en una pensión barata de West Forties, una de esas ramas del Bowery en medio de la ciudad. Aquella noche me encontraba en Nueva York. Había ido por cuestión de negocios, que por cierto no dieron ningún resultado. Ninguno de mis negocios era bueno. Alejado de todos, Humboldt vivía en un lugar llamado Ilscombe. Más tarde, fui a echar una ojeada. La Seguridad Social alojaba a los viejos allí. Murió una noche de calor sofocante. Me sentía incómodo incluso en el Plaza. El monóxido de carbono era espeso. Los vibrantes acondicionadores de aire goteaban sobre los transeúntes de la calle. Una noche de perros. A la mañana siguiente, en mi vuelo de regreso a Chicago, abrí el Times y me encontré con la nota necrológica de Humboldt.

Sabía que Humboldt moriría pronto, pues lo había visto en la calle dos meses atrás y llevaba la muerte reflejada en el rostro. Él no me vio. Tenía el aspecto de un gordo ceniciento, gris y enfermo. Había comprado una pasta seca y se la estaba comiendo. Su almuerzo. Lo observé escondido en el interior de un coche estacionado. No me acerqué a él, pues comprendí que no era oportuno. Por una vez, lo que me llevaba al este era un asunto decente. No estaba persiguiendo a ninguna mujerzuela, sino preparando un artículo para una revista. Aquella misma mañana había volado sobre Nueva York en una comitiva de helicópteros de la Guardia Costera, con los senadores Javits y Robert Kennedy. Más tarde asistí a un almuerzo político en el Central Park, en el restaurante Tavern on the Green, donde todas las celebridades habían quedado extasiadas contemplándose mutuamente. Yo estaba, según decían, «en muy buena forma». Cuando no tengo buen aspecto, parezco arruinado. Pero sabía que tenía buen aspecto. Además, llevaba dinero en el bolsillo y había estado mirando los escaparates de Madison Avenue. Si me hubiera encaprichado de una corbata de Cardin o Hermès, podría haberla comprado sin ni siquiera preguntar el precio. Mi vientre era liso y usaba calzoncillos de algodón cardado Sea Island que costaban ocho dólares el par. Era miembro de un club atlético de Chicago y, con un esfuerzo adecuado a mi edad, me mantenía en forma. Jugaba a una especie de squash, un juego duro y rápido. ¿Cómo hubiera podido hablar con Humboldt? Era demasiado. Mientras viajaba en el helicóptero que sobrevolaba Manhattan contemplando Nueva York como si estuviera dentro de una embarcación con fondo de cristal que navegara por encima de un arrecife tropical, Humboldt probablemente estaba buscando a tientas entre sus botellas tratando de recoger unas gotas de zumo para mezclar con su ginebra matinal.

Tras la muerte de Humboldt, mis ejercicios de cultura física se intensificaron. El último día de Acción de Gracias escapé de un atracador en Chicago. Salió de un callejón oscuro, pero lo aventajé. Fue puro reflejo. Di un salto y corrí hasta el centro de la calle. Cuando era niño, nunca destaqué en la carrera. ¿Cómo es posible que ahora, a los cincuenta años, tuviera la inspiración de huir y fuese capaz de correr a gran velocidad? Aquella misma noche, horas más tarde, me envanecía: «Todavía podría ganar a un jovenzuelo en las cien yardas». ¿Y ante quién me jactaba de la fuerza de mis piernas? Ante una mujer joven llamada Renata. Estábamos tendidos en la cama. Le conté cómo había conseguido escapar: corrí como un demonio, huí. Y ella me respondió, como si se esperara eso de ella (¡ah!, la cortesía, la gentileza de estas bellas muchachas):

—Estás en espléndida forma, Charlie. No eres un hombrón, pero sí vigoroso y fuerte, y también elegante. —Entretanto me acariciaba el torso desnudo.

Así que mi camarada Humboldt se había ido. Probablemente, sus huesos se habían deshecho en el cementerio de los pobres. Quizá no hubiera nada en su tumba, solo unos montoncitos de ceniza. Pero Charlie Citrine todavía era capaz de ganar en velocidad a exaltados delincuentes en las calles de Chicago, y Charlie Citrine estaba en plena forma y acostado al lado de una voluptuosa mujer. Este Citrine podía realizar algunos ejercicios de yoga y había aprendido a sostenerse sobre la cabeza para mejorar la artritis de la nuca. Renata estaba bien informada sobre mi bajo nivel de colesterol. También le había comunicado repetidas veces los comentarios de mi médico sobre mi próstata sorprendentemente juvenil y mi electrocardiograma supernormal. Fortalecido por la ilusión y la estupidez de estos orgullosos informes médicos, abracé el voluminoso busto de Renata, tendidos en el colchón Posturepedic. Ella me contempló con ojos de amor piadoso. Respiré su humedad deliciosa, sintiéndome partícipe del triunfo de la civilización norteamericana (teñida ahora con los colores orientales del Imperio). Pero en algún rincón fantasmagórico de la avenida de Atlantic City de mi mente vi un Citrine diferente, este al borde de la senilidad, con la espalda encorvada, y débil. Sumamente débil, empujado en una silla de ruedas a lo largo de las pequeñas olas saladas, olas que, como yo mismo, eran de tamaño reducido y sin fuerzas. ¿Y quién empujaba la silla? ¿Acaso era Renata, aquella Renata que había conquistado en las guerras de la felicidad con el ímpetu de mi violenta acometida? No, Renata era una gran chica, pero no podía imaginarla detrás de mi silla de ruedas. ¿Renata? Renata no. De ningún modo.

Allí, en Chicago, Humboldt se convirtió en uno de mis muertos importantes. Pasé mucho tiempo rumiando y comunicándome con los muertos. Además, mi nombre se hallaba vinculado al de Humboldt, pues, a medida que el pasado iba quedando atrás, los cuarenta empezaron a adquirir valor para las personas que fabricaban iridiscentes tejidos culturales, y se corrió la voz de que en Chicago vivía un individuo que había sido amigo de Von Humboldt Fleisher, un hombre llamado Charles Citrine. Personas que escribían artículos, tesis académicas y libros se dirigieron a mí por carta o tomaron un avión para discutir sobre Humboldt conmigo. Debo aclarar que, en Chicago, Humboldt era un tema natural para la reflexión. Situado en el extremo meridional de los Grandes Lagos —que constituyen el veinte por ciento del suministro mundial de agua fresca—, Chicago, con su gigantesca vida exterior, contenía todo el problema de la poesía y de la vida interior norteamericana. Aquí se podían contemplar esas cosas a través de una especie de transparencia de agua fresca.

—Señor Citrine, ¿a qué atribuye usted el encumbramiento y la caída de Von Humboldt Fleisher?

—Jovencitos, ¿qué es lo que pretendéis hacer con la obra de Humboldt? ¿Publicar artículos sobre ella y así escalar puestos en vuestras profesiones? Eso es puro capitalismo.

Pensaba en Humboldt con más gravedad y pena de lo que puede parecer en este relato. Quería a muy poca gente y no podía permitirme el lujo de perder a ninguno de los que amaba. Un signo infalible de mi cariño era que soñaba frecuentemente con Humboldt. Cada vez que lo veía, me conmovía profundamente y lloraba en el sueño. Una vez soñé que nos habíamos encontrado en la tienda de Whelan, en la esquina de la Sexta y la Octava, en Greenwich Village. En esta ocasión no era el hombre hinchado y ceniciento que había visto en la calle Cuarenta y seis, sino el Humboldt normal y robusto de la edad madura. Estaba sentado a mi lado, delante del surtidor de sifón, con una Coca-Cola. Me eché a llorar y le pregunté:

—¿Dónde has estado? Pensé que habías muerto.

Él permanecía sereno y silencioso, y parecía sumamente complacido. Me respondió:

—Ahora lo comprendo todo.

—¿Todo? ¿Qué es todo?

Pero él respondió únicamente: «Todo». No pude sacarle nada más, y lloré de felicidad. Pero esto solo era un sueño, un sueño propio de un alma enferma. En la vigilia, mi carácter está muy lejos de la firmeza. Nadie me concederá medalla alguna por mi entereza de carácter. Pero los muertos deben de comprender muy bien estas cosas. Ellos han abandonado finalmente la problemática y nebulosa esfera humana y terrestre. Tengo el presentimiento de que en la vida miramos hacia afuera desde nuestro ego, nuestro centro. En la muerte se está en la periferia, mirando hacia adentro. Se ve a los antiguos compañeros en Whelan, luchando todavía con la pesada carga de sí mismos, y se los anima insinuando que, cuando les llegue el turno de entrar en la eternidad, también empezarán a comprender y, finalmente, tendrán una idea de lo que ha sucedido. Como nada de esto es científico, nos asusta pensar en ello.

De acuerdo, intentaré ser breve en el relato. A los veintidós años, Von Humboldt Fleisher publicó su primer libro de poemas. Cualquiera hubiera creído que aquel hijo de inmigrantes neuróticos de la Ochenta y nueve y el West End —con un padre extravagante que había ido a la caza de Pancho Villa y que, en la fotografía que Humboldt me mostró, tenía un cabello tan ensortijado que la gorra de guarnición apenas se sostenía en su cabeza, y una madre, fruto de una de esas familias Potash y Perlmutter, numerosas, vociferantes y volcadas en los negocios y el béisbol, que había sido una linda morenita al principio y una demente tétrica y silenciosa después— aquel joven, repito, sería torpe, y que los críticos cristianos, celosos guardianes del establishment protestante y de la tradición gentil, rechazarían su sintaxis. De ningún modo. Las poesías eran puras, musicales, ingeniosas, radiantes, humanas. Creo que eran platónicas. Y al decir platónicas me refiero a la perfección original a la cual todos los seres humanos ansían regresar. Sí, las palabras de Humboldt eran impecables. La Norteamérica gentil no tenía por qué preocuparse. Presa de extremada agitación, esperaba que surgiera un Anticristo de los barrios bajos. Y en su lugar apareció este Humboldt Fleisher con su ofrecimiento de amor. Se comportaba como un caballero. Era encantador. Y se lo acogió calurosamente. Conrad Aiken lo elogió. T. S. Elliot se interesó favorablemente por sus poemas, e incluso Yvor Winters tuvo unas palabras amables para Humboldt. En cuanto a mí, pedí prestados treinta dólares y me fui entusiasmado a Nueva York y a la calle Bedford para poder conversar con él acerca de todo. Esto ocurrió en 1938. Cruzamos el Hudson en el ferry de la calle Christopher para comer almejas en Hoboken y hablamos de los problemas de la poesía moderna. Es decir, Humboldt me dio una lección al respecto. ¿Tenía razón Santayana? ¿Era la poesía moderna una demostración de barbarie? Los poetas modernos disponían de un material más maravilloso del que habían tenido Dante u Homero. No obstante, carecían de una idealización sana y firme. Era imposible ser cristiano, y también lo era ser pagano. Quedaba lo que todos sabemos.

Yo había ido para oír que las grandes cosas podían ser verdad, y eso fue lo que escuché en el ferry de la calle Christopher. Había que hacer gestos maravillosos y Humboldt los hizo. Me dijo que los poetas tenían la obligación de encontrar un modo de acercarse al pragmatismo norteamericano. Aquel día, Humboldt estuvo discurriendo para mí. Y allí estaba yo, extasiado, vestido como un vendedor de cepillos Fuller, con un sofocante traje usado de lana heredado de Julius. Los pantalones me quedaban anchos de cintura y la camisa me hacía bolsas, pues mi hermano Julius tenía el pecho muy desarrollado. Me enjugué el sudor con un pañuelo en el que había bordada la letra J.

Humboldt estaba empezando a engordar. Tenía los hombros bastante anchos, pero las caderas se conservaban todavía estrechas. Algún tiempo después llegó a tener un vientre voluminoso, como Babe Ruth. Sus piernas no permanecían quietas un momento y hacía movimientos nerviosos con los pies. Por abajo, un restregar constante; por arriba, dignidad y aires principescos y cierto encanto extravagante. Una ballena que surgiera en la superficie, al lado de una embarcación, miraría igual que Humboldt, con sus ojos grises muy separados. Era a la vez refinado y torpe, pesado y ligero, con un rostro pálido y a un tiempo sombrío. Su cabello dorado, ligeramente castaño, se erizaba rebelde —dos crestas ligeras y un valle oscuro—. Tenía una cicatriz en la frente. Siendo niño, se había caído sobre el filo de un patín que lo hirió hasta llegar al hueso. Sus pálidos labios eran abultados y sus dientes parecían inmaduros, como si se tratara de los dientes de leche. Consumía los cigarrillos hasta quemarse los dedos, y había huellas de quemaduras en su corbata y su americana.

Aquella tarde, el tema era el éxito. Yo era un provinciano y él me ponía al corriente de la ciudad. ¿Podría yo imaginar —me decía— lo que significaba dejar boquiabierto al Village con unos poemas y seguir después con ensayos críticos en el Partisan y la Southern Review? Tenía mucho que contarme sobre modernismo, simbolismo, Yeats, Rilke, Eliot, etcétera. Era también un buen bebedor. Y, naturalmente, había abundancia de muchachas. Además, por aquel entonces Nueva York era una ciudad muy moscovita, así que teníamos a Rusia por todas partes. Como dijo Lionel Abel, era el caso de una metrópoli que ansiaba pertenecer a otro país. El sueño de Nueva York era abandonar América del Norte y fusionarse con la Rusia soviética. La conversación de Humboldt iba fácilmente de Babe Ruth a Rosa Luxemburgo, Bela Kun y Lenin. Allí mismo, en aquel momento, me di cuenta de que, si no leía a Trotski inmediatamente, mi conversación no valdría la pena. Humboldt me hablaba de Zinoviev, Kamenev, Bujarin, el Instituto Smolni, los ingenieros Shajti, los juicios de Moscú, el libro de Sidney Hook De Hegel a Marx, Estado y Revolución de Lenin. De hecho, él se comparaba con Lenin. «Yo sé —me dijo— cómo se sintió Lenin en octubre, cuando exclamó: “¡Es schwindelt!”. Él no quería decir que estaba «schwindling» a todo el mundo, sino que se sentía mareado.* A pesar de toda su firmeza, Lenin era como una jovencita bailando el vals. Yo también siento el vértigo del éxito, Charlie. Mis ideas no me permiten dormir. Me voy a la cama sin haber probado gota y la habitación me da vueltas. También te sucederá a ti. Te lo advierto, para que estés preparado», me previno Humboldt. Poseía una maravillosa habilidad para el halago.

Exaltado hasta lo indecible, me mostraba tímido. Naturalmente, había recibido una intensa preparación y esperaba dejar sin aliento a todo el mundo. Cada mañana, en la breve reunión del equipo de vendedores de cepillos Fuller, decíamos al unísono: «Estoy en excelentes condiciones, me siento poderoso. ¿Y tú?». Pero lo cierto es que estaba en excelentes condiciones y me sentía fuerte. No tenía por qué fingir. No hubiera podido mostrar mayor entusiasmo. Entusiasmo para saludar a las amas de casa, entusiasmo para entrar y ver sus cocinas, entusiasmo para oír sus historias y sus quejas. La apasionada hipocondría de las mujeres judías era totalmente nueva para mí entonces, y escuchaba atentamente cuanto me contaban acerca de sus tumefacciones y de sus piernas varicosas. Deseaba que me hablasen del matrimonio, nacimiento, dinero, enfermedad y muerte. Sí, trataba de clasificarlas en categorías mientras permanecía allí sentado y tomando café. Eran burguesas y mezquinas, aniquiladoras de maridos, trepadoras, histéricas y demás. Pero este escepticismo analítico no servía para nada. Mi entusiasmo era excesivo. De modo que vendía con entusiasmo mis cepillos y con el mismo entusiasmo me dirigía por la noche al Village y escuchaba a los mejores conversadores de Nueva York —Schapiro, Hook, Rahv, Huggins y Gumbein—. Abrumado por su elocuencia, permanecía allí sentado como un gato en una sala de conciertos. Pero Humboldt era el mejor entre todos. Era, sencillamente, el Mozart de la conversación.

En el transbordador, Humboldt me dijo: «Triunfé demasiado joven, y ahora estoy turbado». Su exposición incluía a Freud, Heine, Wagner, Goethe en Italia, el hermano difunto de Lenin, los trajes de Hickok para el Salvaje Bill, los Giants de Nueva York, Ring Lardner en la gran ópera, Swinburne y la flagelación, John D. Rockefeller y la religión. A lo largo de estas divagaciones, el tema central era siempre ingenioso y apasionadamente buscado. Aquella tarde, las calles parecían cenicientas, pero la gris cubierta del ferry relucía. Humboldt tenía un aspecto desaliñado aunque magnífico, con su mente fluctuante como el agua y como las ondas de su cabello rubio, el rostro, de ojos grisáceos muy separados, pálido y tenso, las manos hundidas en los bolsillos y los pies juntos, calzados con unas botas de polo.

«Si Scott Fitzgerald hubiera sido protestante —decía Humboldt— el éxito no le habría hecho tanto daño. Fíjate en Rockefeller hijo: él sí sabía cómo manejar el éxito; simplemente decía que era Dios quien le había proporcionado toda la pasta. Naturalmente, esto era administración. Esto era calvinismo.» En cuanto había hablado de calvinismo, Humboldt se lanzaba a discurrir sobre la gracia y la depravación. De la depravación pasaba a Henry Adams, quien dijo que, dentro de unas pocas décadas, el progreso mecánico nos rompería la nuca de todas formas, y de Henry Adams saltaba al tema de la inminencia de una época de revoluciones, crisoles y masas, y luego seguía con Tocqueville, Horatio Alger y Ruggles de Red Gap. Gran amante del cine, Humboldt leía regularmente la revista Screen Gossip. Recordaba personalmente a Mae Murray como a una diosa envuelta en lentejuelas en el escenario de Loew, que invitaba a los muchachos a visitarla en California. «Fue la estrella de La reina de Tasmania y Circe la Encantadora, pero acabó sus días en el asilo como cualquier otra anciana. ¿Y aquel otro, cuyo nombre no recuerdo, que se mató en el hospital? Se clavó un tenedor en el corazón con la ayuda del tacón de su zapato; ¡pobre hombre!»

Todo esto era triste. Pero a mí, realmente, no me importaba cuánta gente había estirado la pata. Me sentía sumamente feliz. No había visitado nunca la casa de un poeta, ni había bebido ginebra pura, ni había comido almejas al vapor, ni jamás había olido la marea. Tampoco nunca había oído hablar de aquel modo sobre los negocios, sobre su poder para endurecer el alma. Humboldt hablaba maravillosamente de los maravillosos y abominables ricos. Había que considerarlos bajo la protección del arte. Su monólogo era un oratorio en el cual cantaba y ejecutaba todas las partes. Elevándose todavía más, comenzó a hablar de Spinoza, y de cómo la mente se inflamaba de gozo con las cosas eternas e infinitas. Este era Humboldt, el estudiante a quien el gran Morris R. Cohen había otorgado un sobresaliente en filosofía. Dudé de que se hubiese atrevido a hablar así a cualquier otra persona que no fuese un muchacho provinciano. Pero, después de Spinoza, Humboldt quedó algo abatido y dijo:

—Muchas personas están esperando mi caída. Tengo un millón de enemigos.

—¿Los tienes? ¿Y por qué?

—Supongo que no has leído nada sobre la sociedad caníbal de los indios kwakiutl —respondió el erudito Humboldt—. Cuando el candidato ejecuta la danza de su iniciación, cae en un frenesí y come carne humana. Pero si se equivoca en algún detalle del rito, lo destrozan entre todos.

—Pero ¿por qué tu poesía tendría que crearte un millón de enemigos?

Humboldt replicó que esta era una buena pregunta, pero resultaba evidente que él no lo creía así. Su humor se ensombreció y su voz se volvió monótona, chirriante, como si en su brillante teclado hubiera una nota falsa. Esta nota fue la que pulsó ahora. «Puedo creer que estoy haciendo una ofrenda al altar, pero ellos no lo ven así.» No, no era una buena pregunta, pues el hecho de que se la hiciera significaba que no sabía lo que era el Mal. Y si no conocía el Mal, mi admiración carecía de valor alguno. Él me perdonó porque yo era todavía un muchacho. Pero cuando percibí aquel sonido falso, me di cuenta de que debía aprender a defenderme. Humboldt había despertado mi afecto y mi admiración, que crecían con una celeridad peligrosa. Este flujo de entusiasmo me debilitaría, y cuando fuese débil y estuviera sin defensas, recibiría un golpe en la nuca. Así que pensé: ¡ajá, quiere que me adapte perfectamente a él, hasta lo más profundo! Me dominará y es mejor que esté alerta.

La misma noche sofocante en que obtuve mi éxito, Humboldt formaba parte de un piquete frente al teatro Belasco. Acababa de ser puesto en libertad de Bellevue. En lo alto de la calle centelleaba un gran aviso luminoso, «Von Trenck, de Charles Citrine». Había millares de bombillas eléctricas. Llegué, con mi corbatín negro, y allí estaba Humboldt, con una pandilla de compañeros y de vocingleros. Salí del taxi, con mi amiga, y la conmoción me sorprendió en la acera. La policía estaba controlando la multitud. Los compinches de Humboldt gritaban y vociferaban y él llevaba su pancarta como si fuese una cruz. En borrosos caracteres, pintados con yodo sobre algodón, aparecía escrito: «El autor de esta comedia es un traidor». La policía hizo retroceder a los manifestantes, por cuyo motivo Humboldt y yo no nos encontramos cara a cara. El ayudante del productor me preguntó si quería que lo hiciera detener.

—No —respondí, ofendido y tembloroso—. Yo era su protegido. Éramos compañeros, ¡endemoniado hijo de perra! Déjelo en paz.

Demmie Vonghel, la dama que me acompañaba, dijo:

—¡Buen chico! ¡Esto está bien, Charlie, eres un buen chico!

Von Trenck permaneció ocho meses en Broadway. El público me dedicó su atención casi un año entero, y yo nada le había enseñado.

Volvamos a la muerte de Humboldt. Murió en el Ilscombe, situado en la esquina del Belasco. En su última noche, según he reconstruido la escena, él estaba sentado en su cama, en aquel deteriorado lugar, probablemente leyendo. Los libros que tenía en la habitación eran los poemas de Yeats y Fenomenología de Hegel. Además de estos autores visionarios, leía el Daily News y el Post. Estaba al corriente de los deportes y de la vida nocturna, de la jet-set y de las actividades de la familia Kennedy, de los precios de los automóviles usados y de las demandas de trabajo. Pese a su desastrosa condición, conservaba sus normales intereses norteamericanos. Serían las tres de la madrugada —en los últimos tiempos dormía poco— cuando se decidió a bajar la basura y sufrió un ataque al corazón en el ascensor. Al parecer, cuando el dolor lo acometió, cayó contra el cuadro de los pulsadores y los apretó, incluido el de alarma. Sonaron timbres, se abrió la puerta y Humboldt salió tambaleándose al pasillo y cayó, desparramando en su caída los botes vacíos, los posos del café y las botellas que contenía el cubo. En su afán por respirar, se desgarró la camisa. Cuando la policía llegó para llevarlo al hospital, tenía el pecho descubierto. En el hospital ya no lo admitieron, de modo que lo transportaron al depósito de cadáveres. En el depósito no había lectores de poesía moderna. El nombre de Von Humboldt Fleisher no tenía significado alguno. Y allí quedó, por consiguiente, un abandonado más.

No hace mucho tiempo visité a su tío Waldemar en Coney Island. El viejo, aficionado a las carreras de caballos, estaba en un asilo.

—Los policías limpiaron a Humboldt —me dijo—. Le quitaron el reloj y la pasta, hasta la estilográfica. Humboldt siempre utilizó una estilográfica auténtica. Nunca escribió poesía con bolígrafo.

—¿Está usted seguro de que tenía dinero?

—Él nunca salía a la calle sin llevar por lo menos cien dólares en el bolsillo. Ya deberías saber cómo era cuando se trataba de dinero. Lo echo de menos. ¡Cómo echo de menos a ese muchacho!

Mis sentimientos eran los mismos que los de Waldemar. Me sentía más conmovido por la muerte de Humboldt que por el pensamiento de mi propia muerte. Él se había forjado a sí mismo para ser llorado y añorado. Asumió ese peso y llegó a manifestar en el rostro los sentimientos humanos más graves e importantes. Era imposible olvidar nunca una cara como la suya. Pero ¿para qué fin había sido creada?

Muy recientemente, durante la pasada primavera, me sorprendí pensando en esto por una extraña coincidencia. Me hallaba en un tren francés con Renata, haciendo un viaje que, como la mayoría de ellos, no necesitaba ni deseaba hacer. Renata señaló el paisaje y exclamó:

—¡Mira cuánta belleza ahí fuera!

Miré y, en efecto, tenía razón. Allí había auténtica belleza. Pero yo ya había visto la belleza muchas veces y cerré los ojos. Rehusé los ídolos de yeso de las apariencias. Se me había enseñado, como a todos, a ver esos ídolos y estaba harto de su tiranía. Llegué a pensar: El velo pintado ya no es lo que solía ser. La maldita cosa ya está desgastándose. Como una toalla de rollo en unos lavabos mexicanos de caballeros. Pensé en el poder de las abstracciones colectivas, y así sucesivamente. Anhelamos más que nunca la radiante vivacidad del amor infinito, y los ídolos infecundos frustran nuestras ansias cada vez más. Un mundo de categorías, carente de espíritu, espera el retorno de la vida. Es de suponer que Humboldt era un instrumento de este renacimiento. Esta misión, o vocación, se reflejaba en su rostro. La esperanza de una nueva belleza. La promesa, el secreto de la belleza.

Dicho sea de paso, en Estados Unidos esta condición confiere a la gente un aspecto muy extraño.

Era lógico que Renata llamara mi atención sobre la belleza. Ella tenía un interés personal en ello, pues estaba unida a la belleza.

De todos modos, el rostro de Humboldt mostraba claramente que comprendía lo que debía hacerse. Mostraba también que no había conseguido hacerlo. Él también dirigía mi atención hacia el paisaje. A finales de los cuarenta, él y Kathleen, recién casados, se mudaron de Greenwich Village a la rural New Jersey, y, cuando los visité, él era al mismo tiempo tierra, árboles, flores, naranjos, el sol, el paraíso, la Atlántida, Radamanto… Hablaba de William Blake en Felpham y del Paraíso de Milton, y despreciaba la ciudad. La ciudad era infame. Para poder seguir su intrincada conversación había que conocer sus textos básicos. Yo sabía cuáles eran: el Timeo, de Platón, Proust y Combray, Virgilio y el cultivo, Marvell y la jardinería, la poesía del Caribe de Wallace Stevens, y así sucesivamente. Una de las razones de la compenetración entre Humboldt y yo era que yo estaba dispuesto a tragarme el curso completo.

Humboldt y Kathleen vivían en una casa de campo. Humboldt iba a la ciudad varias veces por semana, por negocios —negocios de poeta—. Se hallaba en la cumbre de su reputación, aunque no de sus poderes. Había obtenido cuatro sinecuras, que yo supiera. Quizá hubiera más. Considerando normal vivir con quince dólares a la semana, yo no tenía medio alguno para poder estimar sus necesidades y sus ingresos. Era reservado, pero insinuaba sumas elevadas. Logró entonces un puesto para sustituir al profesor Martin Sewell, de Princeton, durante un año. Sewell se había marchado para pronunciar varias conferencias Fulbright sobre Henry James en Damasco. Su amigo Humboldt lo sustituiría. Se necesitaba un instructor en el programa, y Humboldt me recomendó. Aprovechando mis oportunidades en el boom cultural de la posguerra, yo había escrito las reseñas de montones de libros para The New Republic y el Times. Humboldt me dijo:

—Sewell ha leído tus críticas. Cree que eres bastante bueno. De hecho, pareces agradable e inofensivo con tus oscuros ojos de ingenuo y tus suaves modales del Medio Oeste. El viejo quiere verte de cerca.

—¿Verme de cerca? Está demasiado borracho para encontrar la salida ni de una frase.

—Como ya he dicho, «pareces» un agradable ingenuo hasta que se roza tu susceptibilidad. No seas tan altanero. Únicamente es una formalidad. La selección ya está hecha.

«Ingenuo» era uno de los vocablos ofensivos de Humboldt. Profundo conocedor de la literatura psicológica veía claramente a través de mi conducta. Mi melancolía y mi espiritualidad no lo engañaron ni un momento. Él conocía la ambición y la mordacidad, sabía de la agresión y de la muerte. El nivel de su conversación era tan elevado como él podía alcanzar, y mientras nos dirigíamos al campo en su Buick de segunda mano y se sucedían los campos, Humboldt hablaba sin cesar: la enfermedad napoleónica, Julian Sorel, el jeune ambitieux de Balzac,* el retrato de Marx de Luis Bonaparte, el Individualismo histórico mundial de Hegel. Humboldt se sentía especialmente vinculado con esta última obra, el intérprete del espíritu, el líder misterioso que imponía a la humanidad la tarea de comprenderlo, etcétera. Semejantes tópicos eran bastante corrientes en el Village, pero Humboldt ponía en estas discusiones un ingenio peculiar y una energía maníaca, una pasión por la complejidad y los dobles significados e insinuaciones fineganescos.

—En Estados Unidos —dijo—, este individuo hegeliano hubiera surgido probablemente del campo de izquierdas. Nacido en Appleton, Wisconsin, quizá, como Harry Houdini o Charlie Citrine.

—¿Por qué la tomas conmigo? Estás muy equivocado respecto a mí.

En aquella época, yo estaba enfadado con Humboldt. Estando en el campo una noche, había aconsejado a mi amiga Demmie Vonghel en contra mía, diciendo bruscamente durante la cena:

—Debes tener cuidado con Charlie. Conozco a las chicas como tú. Esperáis demasiado de un hombre. Charlie es un auténtico demonio.

Horrorizado por haber hablado de manera desconsiderada, se levantó de la mesa y salió apresuradamente de la casa. Lo oímos pisar fuerte los guijarros de la oscura carretera. Durante un rato, Demmie y yo permanecimos sentados junto a Kathleen. Esta dijo, finalmente:

—Te quiere mucho, Charlie. Pero hay algo en su cabeza. Algo sobre una misión tuya… algún tipo de misión secreta… y cree que no se puede confiar en personas de tu estilo. Él aprecia a Demmie y cree que así la protege. Pero no es nada, ni tan siquiera personal. No estarás ofendido, ¿verdad?

—¿Ofendido con Humboldt? Es demasiado fantástico para que uno pueda enfadarse con él. Y especialmente como protector de doncellas.

Demmie parecía divertida. Cualquier joven habría apreciado tal solicitud. Más tarde me preguntó con su brusquedad habitual:

—¿Qué es todo esto sobre una misión?

—Tonterías.

—Pero una vez me dijiste algo a mí, Charlie. ¿O es que Humboldt habla únicamente por hablar?

—Te dije que, a veces, tenía una extraña sensación, como si mi camino hubiera sido trazado de antemano en espera solo de llegar a un destino importante. Quizá lleve en mí una información inédita. Pero esto es simplemente una bobada.

Demmie —su nombre completo era Anna Dempster Vonghel— enseñaba latín en la escuela Washington Irving, al este de Unión Square, y vivía en la calle Barrow.

—Hay un rincón holandés en Delaware —decía Demmie—. De allí vinieron los Vonghel.

Terminada la escuela superior estudió los clásicos en Bryn Mawr, pero también había sido delincuente juvenil, y a los quince años formaba parte de una banda de ladrones de coches.

—Ya que nos amamos, tienes derecho a saberlo —me dijo—. Tengo antecedentes por: robo de tapas de cubos, marihuana, delitos sexuales, automóviles robados, perseguida por la policía, accidente, hospital, libertad vigilada, todo el repertorio. También sé unos tres mil versículos de la Biblia. Me educaron creyendo en el infierno y la condenación. —Su padre, un millonario provinciano, se paseaba en su raudo Cadillac escupiendo desde la ventanilla—. Se lava los dientes con detergente para la vajilla. Recolecta para su iglesia. Conduce el autobús dominical de la escuela. El último de los fundamentalistas de los viejos tiempos. Excepto que hay un montón de ellos por allí —concluyó.

Demmie tenía los ojos azules con el blanco muy limpio, y una nariz respingona tan desafiante como sus expresivos ojos. Sus dientes delanteros, demasiado grandes, le mantenían la boca ligeramente abierta. Tenía una cabeza alargada y elegante y un cabello rubio que ella partía simétricamente como las cortinas de una casa ordenada. Su tipo de rostro era el que hubiera podido encontrarse un siglo atrás en un carromato, un rostro de pionero, un rostro muy blanco. Pero lo primero que me atrajo de ella fueron sus piernas. Eran extraordinarias. Aquellas bellas piernas tenían un defecto excitante: las rodillas se juntaban y los pies estaban ligeramente vueltos hacia afuera, de modo que, cuando caminaba de prisa, la seda tirante de sus medias producía un ligero ruido de fricción. Entre el gentío de un cóctel, donde la conocí, casi no pude comprender lo que me estaba diciendo, pues mascullaba las palabras al incomprensible estilo del este, entonces de moda, con la mandíbula cerrada. Pero en camisón era la perfecta muchacha campesina, la hija de un granjero, y pronunciaba las palabras franca y claramente. Regularmente, hacia las dos de la madrugada, las pesadillas la despertaban. Su cristianismo era del tipo delirante. Poseía espíritus malignos que debía arrojar de sí. Temía el infierno. Cuando soñaba, se quejaba. Entonces se sentaba sollozando. Por mi parte, más dormido que despierto, intentaba apaciguarla y tranquilizarla.

—El infierno no existe, Demmie.

—Yo sé que hay infierno. Hay un infierno: existe.

—Pon tu cabeza en mi brazo. Vuelve a dormir.

Un domingo de septiembre de 1952, Humboldt me recogió enfrente del edificio donde Demmie tenía su apartamento, en la calle Barrow, cerca del teatro Cherry Lane. Muy diferente del joven poeta con quien fui a Hoboken a comer almejas, Humboldt era ahora corpulento y grueso. Demmie me avisó alegremente desde la escalera de emergencia del tercer piso donde cultivaba begonias (por la mañana no quedaba ni sombra de la pesadilla):

—Charlie, ya llega Humboldt en su cuatro ruedas.

Venía bajando por la calle Barrow, el primer poeta norteamericano con freno hidráulico, según solía decir. Rebosaba mística automovilística, pero no sabía aparcar. Lo observé mientras intentaba meter el coche en un espacio totalmente suficiente. Mi propia teoría es que el modo de estacionar de cada persona está íntimamente relacionado con la imagen que tiene de sí mismo y revela su sentimiento en cuanto a su parte posterior. Humboldt subió dos veces a la acera con la rueda trasera, y finalmente se conformó y desconectó el motor. Salió del coche vestido con una chaqueta deportiva a cuadros y botas de polo sujetas con correas, y cerró la puerta, que parecía tener dos metros de longitud. Me saludó silenciosamente, sin despegar sus gruesos labios. Sus ojos grises parecían más separados que nunca —la ballena emergiendo al lado del esquife—. Su bello rostro se había vuelto más grueso y ajado y tenía un aspecto suntuoso, como el de un Buda, pero no sosegado. Yo me había vestido para la formal entrevista y estaba demasiado comprimido, fajado y abotonado. Me sentía como un paraguas. Demmie había cuidado de mi apariencia. Me planchó la camisa, eligió la corbata y me alisó con un cepillo el pelo negro que por aquel entonces todavía me quedaba. Bajé. Y allí estábamos, con los ásperos ladrillos, los cubos de basura, las aceras inclinadas, las escaleras de emergencia contra incendios, Demmie agitando su mano desde arriba y su terrier blanco ladrando en el antepecho de la ventana.

—Que tengas un buen día.

—¿Por qué no viene Demmie? Kathleen está esperándola.

—Tiene que ordenar sus lecciones de latín. Programar las clases —le respondí.

—Si es tan concienzuda, puede hacerlo en el campo. La llevaré al primer tren.

—No lo haría. Además, a tus gatos no les gustará su perro.

Humboldt no insistió. Quería mucho a los gatos.

Recordando ahora, me parece ver a dos tipos raros en los asientos delanteros del ensordecedor «cuatro ruedas». El Buick estaba totalmente cubierto de barro y parecía un automóvil del personal de Flanders Field. Las ruedas se hallaban mal alineadas, y los neumáticos golpeaban excéntricamente. Bajo el débil sol otoñal, Humboldt conducía velozmente, aprovechando que las calles estaban poco concurridas por ser domingo. Era un conductor terrible: giraba hacia la izquierda desde el carril derecho, aceleraba bruscamente y luego disminuía la marcha, se pegaba al coche de delante. Yo lo censuraba. Naturalmente, yo conducía mucho mejor que él, pero las comparaciones eran absurdas, porque él era Humboldt y no un conductor de automóviles. Conducía inclinado sobre el volante, con los pies y las manos ligeramente temblorosos, como si fuese un niño, y el cigarrillo entre los dientes. Estaba excitado y hablaba sin cesar, distrayéndome, provocando, informando, abrumándome. La pasada noche no había podido dormir. Parecía estar enfermo. Naturalmente, bebía, y se medicinaba con píldoras, montones de píldoras. En su cartera de mano transportaba el Manual Merck, encuadernado en negro como la Biblia, y lo consultaba frecuentemente. Muchos farmacéuticos estaban dispuestos a facilitarle cuanto pidiera. Esto era algo que tenía en común con Demmie: ella también era una consumidora no autorizada de píldoras.

El coche trepidaba sobre el pavimento, abalanzándose hacia el túnel Holland. Junto a la enorme figura de Humboldt, este gigante del motor, en la lujosa y horrible tapicería del asiento delantero, yo experimentaba las ideas y las ilusiones que iban con él. Humboldt iba siempre acompañado de un enjambre, un gran caudal de conceptos. Comentó cuánto habían cambiado los pantanos de Jersey en el curso de su vida, con carreteras, depósitos y fábricas, y qué habría significado un Buick como este, con frenos y dirección hidráulicos, cincuenta años atrás. Imagina a Henry James como conductor, o a Walt Whitman, o a Mallarmé. Estábamos lanzados: disertó sobre maquinaria, lujo, dominio, capitalismo, tecnología, Mammon, Orfeo y la poesía, los ricos y el corazón humano, Estados Unidos, la civilización mundial… Su tarea consistía en unir todo esto, y más todavía. El automóvil cruzó el túnel bramando y rechinando hasta que salió a la brillante luz del sol. Los cañones de las chimeneas, artillería mugrienta, disparaban silenciosamente hacia aquel cielo de domingo bellas explosiones de humo. El olor ácido de las refinerías de gas penetraba en los pulmones como un aguijón. Los juncos eran de un color tan oscuro como la sopa de cebolla. En los canales había petroleros detenidos en su camino hacia el mar, el viento rugía, las grandes nubes eran blancas. Más allá, las casitas amontonadas tenían el aspecto de una futura necrópolis. Bajo el pálido sol de las calles, los vivientes se dirigían a la iglesia. Presionado por la bota de polo de Humboldt, el carburador jadeaba, los neumáticos golpeaban fuertemente el asfalto de la carretera. Las ráfagas de viento eran tan fuertes que hasta sacudían al poderoso Buick. Nos lanzamos por el Pulaski Skyway, mientras las listadas sombras de las vigas llegaban hasta nosotros a través del vibrante parabrisas. En el asiento posterior había libros, botellas, botes de cerveza y bolsas de papel: recuerdo Tristan Corbière, Les amours jaunes con una sobrecubierta amarilla, The Police Gazette, rosa con fotografías de policías vulgares y jovencitas pecadoras.

La casa de Humboldt estaba en Jersey, en pleno campo, cerca de la línea fronteriza con Pensilvania. Esta tierra marginal únicamente valía para granjas de aves de corral. Los caminos no estaban asfaltados y avanzábamos entre una nube de polvo.

Las zarzas latigueaban el Buick Roadmaster mientras nosotros nos mecíamos sobre los grandes resortes de la suspensión al cruzar aquellos campos miserables cubiertos de guijarros blancos. Con el silenciador roto, el coche era tan ruidoso que, a pesar de que ocupaba todo el camino, no era necesario el claxon. Se nos oía llegar. Humboldt gritó:

—¡Ya estamos en casa! —y se desvió.

Rodamos por un montecillo o promontorio. La parte frontal del Buick se alzaba y se hundía después en los hierbajos. Humboldt tocaba el claxon sin cesar temiendo por sus gatos, pero estos huyeron enseguida para refugiarse en la seguridad del tejado de la leñera, derribado durante el último invierno bajo el peso de la nieve.

Kathleen nos esperaba en el patio, robusta, de piel clara, y bella. Su rostro, definido según el vocabulario femenino de alabanza, tenía unos «huesos maravillosos». Pero estaba pálida, sin ningún color del campo. Humboldt explicó que ella salía muy raras veces. Permanecía sentada en casa leyendo libros. Aquí era exactamente como en la calle Bedford, con la excepción de que el barrio bajo que los rodeaba era rural. Kathleen se puso contenta al verme y me tocó la mano suavemente.

—Bienvenido, Charlie —me dijo. Y siguió—: Gracias por venir. Pero ¿dónde está Demmie? ¿Es que no ha podido venir? Lo siento mucho.

En aquel momento, se hizo la luz dentro de mi cabeza, y percibí todo con singular claridad. Vi la posición en la que Humboldt había colocado a Kathleen y la traduje en palabras: Échate aquí. Estáte quieta. No te muevas. Mi felicidad puede ser peculiar, pero cuando yo sea feliz, te haré también feliz a ti, más feliz de lo que nunca hayas podido soñar. Cuando yo esté satisfecho, las bendiciones de mi alegría se derramarán sobre toda la humanidad. ¿No era este —pensé— el mensaje del poder moderno? Esta era la voz del loco tirano hablando, con su peculiar anhelo de consumación, para cuyo fin todos debían permanecer quietos. Me di cuenta al instante. Pensé entonces que Kathleen debía de tener sus secretas razones femeninas para seguir el juego. Se suponía que también yo tenía que avenirme a él y, aunque de un modo distinto, también yo tenía que permanecer quieto. Humboldt había hecho planes igualmente para mí más allá de Princeton. Cuando no era poeta era un fanático programador. Y yo resultaba particularmente susceptible a su influencia. Hace muy poco tiempo que he empezado a comprender el motivo. Pero entonces él me conmovía constantemente. Cualquier cosa que hiciera era un motivo de alegría. Kathleen parecía darse cuenta de ello y sonrió para sí misma mientras yo salía del automóvil. Me quedé en pie sobre el pisoteado césped.

—Respira el aire puro —dijo Humboldt—. Muy diferente de la calle Bedford, ¿eh? —Y luego citó—: «Este castillo está situado en un bello lugar. También el aliento del cielo tiene aquí una fragancia amorosa».

Comenzamos entonces a jugar al fútbol. Él y Kathleen jugaban con frecuencia. Por eso la hierba estaba hollada. Kathleen pasaba la mayor parte del día leyendo. Para poder comprender la conversación de su esposo —decía ella—, tenía que ponerse al día en lo tocante a James, Proust, Edith Wharton, Karl Marx, Freud y así sucesivamente.

—Tengo que hacer una escena para conseguir sacarla de casa y jugar un poco al fútbol —dijo Humboldt.

Ella hizo un buen pase, un poderoso tiro curvo. Su grito pareció seguirla mientras corría con las piernas desnudas y paraba el balón con el pecho. Este, meneándose como la cola de un pato, pasó volando debajo de los arces por encima del tendedero de la ropa. Después de permanecer encerrado en el coche y comprimido por mi vestimenta para la entrevista, sentí placer en el juego. Humboldt corría pesadamente, agitándose. Embutidos en sus jerséis, él y Kathleen parecían dos torres de ajedrez, grandes, rubios y almohadillados. Humboldt exclamó:

—Fíjate en Charlie: salta como Nijinski.

Yo era tanto Nijinski como su casa el castillo de Macbeth. El cruce de las carreteras había excavado la pequeña escarpadura en la que se asentaba la casa y la tierra comenzaba a desmoronarse. Una y otra vez tenían que apuntalarla. O poner un pleito al ayuntamiento, decía Humboldt. Estaba dispuesto a pleitear con todos. Los vecinos criaban aves de corral en este terreno miserable. Bardanas, cardos, encinas enanas, algodoncillos, hoyos con yeso y charcos blanquecinos por todas partes. Todo estaba empobrecido. Hasta los arbustos parecían vivir de la caridad. Al otro lado del camino, las gallinas cacareaban roncas —parecían mujeres inmigrantes— y los zumaques estaban raquíticos, polvorientos y con aspecto de huérfanos. Las hojas otoñales se habían deshecho y la fragancia de su descomposición resultaba grata. El aire estaba vacío, pero era bueno. Al ponerse el sol, el paisaje adquirió el aspecto de una fotografía extraída de una antigua película en color sepia. Crepúsculo. Una aguada en rojo que se extendía desde la remota Pensilvania, el sonido de las esquilas de las ovejas, los perros en los ennegrecidos patios de las granjas. Yo había aprendido en Chicago a sacar algo de un escenario tan miserable. En Chicago, uno se convertía en experto del casi nada. Con la mirada serena, observé una escena serena y pude apreciar el zumaque rojo, las rocas blancas, el honguillo de los hierbajos, y la cabellera verde en la escarpadura que dominaba la encrucijada.

Era más que una simple apreciación. Existía ya una ligazón. Ya era amor. La influencia de un poeta contribuyó probablemente al desarrollo tan rápido de ese sentimiento por un lugar. No me refiero al privilegio de ser admitido en la vida literaria, aunque pudo haber existido un toque de eso. No, la influencia era otra: uno de los temas de Humboldt era el perenne sentimiento humano de la existencia de un mundo original, un mundo propio que estaba perdido. Algunas veces hablaba de la poesía como si fuese una misericordiosa isla Ellis, donde una multitud de forasteros iniciaran su naturalización, y de este planeta como de una imitación humanizada de aquel mundo propio, conmovedora pero insuficiente. Se refería a nuestra especie como náufragos. Pero el bueno y peculiar de Humboldt —reflexionaba yo (y yo era también bastante peculiar por propio derecho)— ahora había tomado sobre sí el reto entre los retos. Se necesitaba la confianza de un genio para salvar las distancias entre este lugar perdido, New Jersey, y el mundo propio de nuestro glorioso origen. ¿Por qué demonios aquel hijo de perra se ponía las cosas tan difíciles? Debía de haber comprado esta casa en un rapto de manía. Pero ahora, al adentrarme corriendo entre los hierbajos para coger la pelota que se meneaba como una cola mientras cruzaba por encima del tendedero, a la luz del crepúsculo, me sentía realmente muy contento. Pensé que él quizá lo consiguiera. Tal vez, estando perdido, uno debía perderse más; al llegar tarde a una cita, posiblemente era mejor caminar más despacio, según aconsejaba uno de mis queridos escritores rusos.

Estaba totalmente equivocado. No era un reto, y él ni siquiera intentaba vencer.

Cuando se hizo demasiado oscuro para poder jugar, entramos en la casa. Esta era Greenwich Village en el campo. Los muebles procedían de tiendas de baratillo, subastas y tómbolas parroquiales, y el edificio parecía asentarse en cimientos de libros y papeles. Nos sentamos en la salita y bebimos en vasos de mantequilla de cacahuete. La encantadora y rubia Kathleen, corpulenta y paliducha, con sus pecas descoloridas y su busto turgente, nos dirigía amables sonrisas, pero guardaba silencio casi por completo. Las mujeres hacen cosas maravillosas en beneficio de sus maridos. Ella amaba a un poeta-rey y le permitía que la mantuviera cautiva en el campo. Kathleen sorbía cerveza de un bote Pabst. La habitación era de techo bajo. Marido y mujer eran grandotes y estaban sentados lado a lado en el sofá Castro. Como en la pared no había espacio suficiente para la sombra que proyectaban, esta se alargaba hasta el techo. El papel de la pared, de color rosa —el mismo tono de la ropa interior de señora o de los bombones de nata—, tenía un diseño de rosas y enrejado. Un tapón de amianto con bordes dorados cubría el agujero de la pared por donde en otros tiempos penetraba el tubo de la estufa. Los gatos se acercaban y nos observaban a través de la ventana con aire solemne. Humboldt y Kathleen se turnaban para dejarlos entrar. Para abrir la ventana había que tirar de unos pernos anticuados. Kathleen apoyaba el pecho contra los cristales y alzaba el marco con la palma de la mano, empujando al mismo tiempo con el busto. Los gatos entraban erizados por la estática de la noche.

Poeta, pensador, bebedor problemático, adepto a las píldoras, hombre de genio, maníaco-depresivo, planificador intrincado, historia de éxito, en un tiempo escribió poemas de gran ingenio y belleza, pero ¿qué es lo que había hecho últimamente? ¿Había pronunciado las grandes frases y canciones que llevaba dentro de él? No, no lo había hecho. Los poemas no creados estaban consumiéndolo. Se había retirado a este lugar que a veces era una Arcadia para él y otras veces un infierno. Aquí escuchaba las difamaciones de sus detractores, otros escritores e intelectuales. También él se tornó malicioso, pero parecía no darse cuenta de lo que decía de los otros y cómo los calumniaba. Sabía tramar enredos e intrigar fantásticamente. Se estaba convirtiendo en uno de los mayores solitarios. Y no había nacido para ser un ermitaño. Estaba destinado a participar en una vida activa, era una criatura social. Sus planes y proyectos lo revelaban.

En aquel tiempo estaba entusiasmado con Adlai Stevenson. Creía que, si Adlai podía vencer a Ike en las elecciones de noviembre, la cultura alcanzaría todo su apogeo en Washington.

—Ahora que Estados Unidos es un poder mundial, se han terminado los filisteos. Se han terminado y son políticamente peligrosos —dijo—. Si Stevenson entra, entrará la literatura, entraremos nosotros, Charlie. Stevenson lee mis poemas.

—¿Cómo lo sabes?

—No puedo decirte cómo lo sé, pero estoy en contacto. Stevenson lleva mis poesías con él en su campaña. Los intelectuales están encumbrándose en este país. La democracia conseguirá finalmente iniciar la creación de una civilización en Estados Unidos. Por este motivo Kathleen y yo hemos abandonado el Village.

Él se había convertido ahora en un propietario. Habiéndose mudado a aquellos eriales olvidados entre los montañeses sudeños, Humboldt sentía que había penetrado en la propia corriente norteamericana. O, por lo menos, esta era su excusa, pues había otros motivos para el traslado: celos y decepción sexual. En cierta ocasión me contó una historia larga y complicada. El padre de Kathleen había intentado apartarla de él. Antes de que Humboldt y Kathleen contrajeran matrimonio, el viejo la había vendido a uno de los Rockefeller.

—Cierto día ella desapareció —me contó Humboldt—. Dijo que iba a la panadería francesa y tardó un año en regresar. Yo contraté a un detective particular, pero ya puedes suponer las medidas de seguridad que los Rockefeller, con sus millones, habían tomado. Hay túneles debajo del Park Avenue.

—¿Cuál de los Rockefeller la compró?

—«Compró» es la palabra —prosiguió Humboldt—. Su padre la vendió. Cuando leas algo sobre la trata de blancas en los suplementos dominicales, no lo tomes nunca a broma.

—Supongo que todo ocurrió contra la voluntad de Kathleen.

—Ella es muy dócil. Ya ves que es como una paloma. Cien por cien obediente a su depravado padre. Él le mandó «ve» y ella fue. Quizá en eso encontraba Kathleen su auténtico placer, que el alcahuete de su padre autorizaba…

Masoquismo, naturalmente. Esto formaba parte del juego psíquico que Humboldt había estudiado con sus modernos maestros, un juego mucho más sutil y rico que cualquier otro entretenimiento patentado de salón. Allí, en el campo, Humboldt se tendía en el sofá para leer a Proust y meditar sobre los motivos de Albertine. Raramente permitía que Kathleen fuese al supermercado sin ir acompañada por él. Él le escondía las llaves del automóvil y la mantenía en reclusión.

Pero Humboldt era todavía un hombre atractivo y Kathleen lo adoraba. No obstante, en el campo él sufría unos agudos terrores judíos. Él era un oriental y ella una doncella cristiana, y él tenía miedo. Temía que el Ku Klux Klan quemara una cruz en el patio o le disparara a través de la ventana mientras él estaba tendido en el sofá leyendo a Proust o inventando escándalos. Kathleen me dijo que él miraba debajo del capó del Buick, buscando alguna bomba. Más de una vez, Humboldt trató de hacerme confesar que yo sufría terrores similares con respecto a Demmie Vonghel.

Un granjero de la vecindad le había vendido leños verdes. Estos humeaban en el pequeño hogar cuando nos sentamos alrededor después de la cena. En la mesa quedó el esqueleto despojado de un pavo. El vino y la cerveza desaparecían rápidamente. Había un pastel de café Ann Page y un helado de nuez de arce que estaba derritiéndose. Un ligero hedor a sumidero llegó hasta la ventana, y los cilindros de Skellgas semejaban plateadas balas de artillería. Humboldt estaba diciendo que Stevenson era un hombre auténticamente culto. El primero desde Woodrow Wilson. Pero, en este aspecto, Wilson era inferior a Stevenson y a Abraham Lincoln. Lincoln conocía bien a Shakespeare y lo citaba en los momentos críticos de su vida: «Nada es formal en la inmortalidad, todo son bagatelas… Duncan está en su tumba; tras su inquieta vida febril ahora duerme tranquilo…». Estas eran las premoniciones de Lincoln cuando Lee estaba a punto de rendirse. Los hombres de la frontera nunca temieron la poesía. Eran los grandes negocios y su miedo a la feminidad, era el clericalismo eunucoide que capitulaba ante la vulgar masculinidad lo que convertía la religión y el arte en entidades afeminadas. Stevenson lo comprendía. Si Humboldt estaba en lo cierto (y yo no lo creía así), Stevenson poseía un alma aristotélica. Los miembros de su administración citaban a Yeats y Joyce. Los nuevos jefes legislativos conocerían a Tucídides. Consultarían a Humboldt acerca de cada mensaje del Estado de la Unión. Se convertiría en el Goethe del nuevo gobierno y fundaría Weimar en Washington.

—Ve pensando en lo que te gustaría hacer, Charlie. Para comenzar, algo en la biblioteca del Congreso.

Kathleen interrumpió:

—Hay un buen programa en el Late Late Show. Una vieja película de Bela Lugosi.

Se había dado cuenta de que Humboldt estaba sobreexcitado. Aquella noche no dormiría.

Así que sintonizamos la película de terror. Bela Lugosi era un científico loco que había inventado carne humana sintética. Embadurnaba su propio rostro para crear una máscara terrorífica e irrumpía en las habitaciones de bellas doncellas que gritaban y se desmayaban. Kathleen, más fabulosa que los científicos, más bella que cualquiera de las doncellas de la pantalla, permanecía allí sentada con su media sonrisa pecosa, vagamente ausente. Kathleen era sonámbula. Humboldt la había rodeado con toda la crisis de la cultura occidental. Cayó dormida. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo comprendo estas décadas de sueño. Es un tema que conozco muy bien. Entretanto, Humboldt nos impedía que pudiésemos irnos a la cama. Tomó Amytal para superar la bencedrina y, para postres, bebió ginebra.

Salí y caminé en la noche fría. La luz se desparramaba desde la casita de campo en forma de surcos y canales por encima de las enmarañadas hileras de zanahorias salvajes y ambrosías. Perros aulladores, quizá zorras, y estrellas destellantes. Aquel último programa de fantasmas trepidaba a través de la ventana, el científico loco en pugna con la policía, su laboratorio por los aires, y él, envuelto en llamas, con la carne sintética derritiéndose en su rostro.

En la calle Barrow, Demmie estaría también viendo esta película. Ella no sufría de insomnio. Por el contrario, temía al sueño y prefería las películas de terror a las pesadillas. A la hora de acostarse, Demmie siempre se inquietaba. Escuchábamos las noticias de las diez, paseábamos al perro, y jugábamos al chaquete y al doble solitario. Nos sentábamos después en la cama y veíamos a Lon Chaney lanzando cuchillos con los pies.

Yo no había olvidado que Humboldt había tratado de convertirse en el protector de Demmie, pero ya no le guardaba ningún rencor. Cuando se reunían Humboldt y Demmie, comenzaban a hablar al instante de viejas películas y nuevas píldoras. Cuando discutían sobre el Dexamil con tanta pasión y conocimientos, yo era incapaz de seguirlos. Pero me complacía que tuvieran tanto en común.

—Es un gran hombre —solía comentar siempre Demmie.

Y Humboldt dijo sobre Demmie:

—Esta chica conoce realmente la farmacopea. Es una muchacha excepcional. —Pero era incapaz de no entrometerse, así que añadió—: Hay algunas cosas, no obstante, que debería corregir.

—Bobadas. ¿Qué cosas? Ya fue delincuente juvenil.

—Esto no basta —dijo Humboldt—. Cuando la vida no embriaga, no es nada. O ardemos o nos pudrimos. Estados Unidos es un país romántico. Si tú sigues sobrio, Charlie, es porque eres un individualista recalcitrante y harías cualquier cosa. —Bajó entonces la voz y habló mirando al suelo—: ¿Y qué opinas de Kathleen? ¿Te parece ella alocada? Pero permitió que su padre la raptara y vendiera a Rockefeller…

—Todavía no sé cuál de los Rockefeller la compró.

—Yo no haría planes con Demmie, Charlie. Esa chica tiene que superar todavía mucha angustia.

Estaba entrometiéndose, simplemente eso. A pesar de ello, me llegó al corazón. Porque había mucha angustia en Demmie. Algunas mujeres lloran tan suavemente como una regadera en el jardín. Demmie lloraba apasionadamente, como solo puede llorar una mujer que cree en el pecado. Cuando rompía a llorar no solo causaba pena, sino que inspiraba respeto por su fortaleza de espíritu.

Humboldt y yo estuvimos hablando media noche, Kathleen me prestó un jersey; se dio cuenta de que Humboldt dormiría muy poco y quizá aprovechó mi visita para poder descansar algo, previendo una semana entera de noches maníacas en las que no dispondría de ningún invitado que la relevara.

A modo de prólogo de esta noche de conversación con Von Humboldt Fleisher (ya que fue una especie de recital), quisiera hacer una breve exposición histórica. Hubo un tiempo (inicios de la Edad Moderna) en que la vida perdió aparentemente la habilidad de organizarse. Había que organizarla. Los intelectuales asumieron esta tarea como propia. Desde los días de Maquiavelo hasta nuestra época, digamos, esta organización ha sido un proyecto magnífico y descomunal, tentador, engañoso y desastroso. Un hombre como Humboldt, inspirado, perspicaz, desquiciado, desbordaba entusiasmo con el descubrimiento de que la empresa humana, tan excelente y sumamente variada, necesitaba ahora la dirección de personas excepcionales. Él era una persona excepcional y, por consiguiente, candidato elegible para el poder. Bien, y ¿por qué no? El sentido común le decía claramente por qué no, y aquello daba comicidad al asunto. Mientras nos riéramos, estábamos a salvo. En aquella época, yo también era más o menos un candidato. También veía grandes oportunidades, escenas de victoria ideológica y triunfo personal.

Ahora unas breves palabras sobre la conversación de Humboldt. ¿Cómo era realmente la conversación del poeta?

Cuando comenzaba a hablar daba la impresión de un pensador equilibrado, pero no tenía aspecto de cordura. También a mí me gustaba hablar y procuraba seguirle la corriente tanto como podía. Durante un rato era un doble concierto, pero, de pronto, yo me veía estafado y arrojado sonoramente del escenario. Al razonar, enunciar, debatir y hacer descubrimientos, la voz de Humboldt se alzaba, se sofocaba, se alzaba de nuevo, él abría mucho la boca y le aparecían manchas oscuras debajo de los ojos, que parecían empañados. Brazos pesados, pecho abombado, los pantalones recogidos por debajo del vientre con un cinturón demasiado largo y el extremo de cuero sobrante colgando, Humboldt pasaba de declaración a recitativo, de recitativo se encumbraba al aria, y detrás de él tocaba una orquesta de insinuaciones, virtudes, amor a su arte, veneración de sus grandes hombres, pero también de sospecha y falsedad. Ante el observador, aquel hombre recitaba y se cantaba a sí mismo en arrebatos de locura.

Comenzó hablando del lugar del arte y la cultura en la primera administración de Stevenson; de su papel, nuestro papel, pues iríamos juntos a la siega. Empezó este tema con una apreciación de Eisenhower. Este no tenía valor para la política. Fíjate lo que permitió que Joe McCarthy y el senador Jenner dijeran sobre el general Marshall. No tenía arrestos. Pero brillaba en logística y relaciones públicas, y no era ningún tonto. Era el mejor tipo de oficial del Ejército, de trato fácil, jugador de bridge; le gustaban las chicas y leía novelas del Oeste de Zane Grey. Si el público deseaba un gobierno tranquilo, si se había recobrado suficientemente de la Depresión y quería un descanso de la guerra, y se sentía con fuerza suficiente para seguir adelante sin los New Dealers* y con suficiente prosperidad para ser ingrato, votaría por Ike, la clase de hombre descollante que podía encargarse en un catálogo de artículos de los almacenes Sears Roebuck. Quizá ya se había saciado bastante de grandes personalidades como Franklin Delano Roosevelt y hombres enérgicos como Truman. Pero no deseaba subestimar a Estados Unidos. Stevenson podía conseguirlo. Ahora veríamos hasta dónde podía llegar el arte en una sociedad liberal y si era compatible con el progreso social. Entretanto, habiendo mencionado a Roosevelt, Humboldt insinuó que este pudiera tener algo que ver con la muerte de Bronson Cutting. El avión del senador Cutting se había estrellado al regresar de su estado natal después de un recuento de votos. ¿Cómo sucedió? Quizá J. Edgar Hoover estaba involucrado en el asunto. Hoover mantenía su poder haciendo el trabajo sucio de los presidentes. Recuerda cómo trató de perjudicar a Burton K. Wheeler, de Montana. De esto, Humboldt pasó a la vida amorosa de Roosevelt. Y de Roosevelt y J. Edgar Hoover a Lenin y Dzerzhinski de la GPU. Volvió entonces a Sejano y a los orígenes de la policía secreta en el Imperio romano. Continuó hablando de las teorías literarias de Trotski y del peso que había tenido el gran arte en el bagaje de la Revolución. Volvió entonces a Ike y a la pacífica vida de los soldados profesionales en la década de los treinta. El vicio de la bebida de los militares. Churchill y la botella. Las precauciones confidenciales para proteger del escándalo a los importantes. Las medidas de seguridad en los burdeles masculinos de Nueva York. Alcoholismo y homosexualidad. Las vidas domésticas y matrimoniales de los pederastas. Proust y Charlus. La sodomía en el Ejército alemán antes de 1914. Ya muy entrada la noche, Humboldt leyó historia militar y memorias de guerra. Conocía a Wheeler-Bennett, Chester Wilmot, Liddell Hart, los generales de Hitler. También conocía a Walter Winchell y Earl Wilson y Leonard Lyons y Red Smith, y pasaba fácilmente de la prensa sensacionalista al general Rommel, y de Rommel a John Donne y T. S. Eliot. Con respecto a Eliot, parecía conocer extrañas circunstancias de las que nadie había oído hablar nunca. Rebosaba de tantos chismes y alucinaciones como de teoría literaria. La distorsión era inherente, sin duda, en toda poesía. Pero ¿qué venía primero? Y me ahogó en el tema, en parte un privilegio y en parte un fastidio, con ilustraciones de los clásicos y dichos de Einstein y Zsa Zsa Gabor, con referencias al socialismo polaco y a las tácticas en el fútbol de George Halas y a los motivos secretos de Arnold Toynbee y (de algún modo) al negocio de los automóviles usados. Muchachos ricos, muchachos pobres, muchachos judíos, muchachos gentiles, bailarinas, prostitución y religión, dinero viejo, dinero nuevo, clubes masculinos, Back Bay, Newport, Washington Square, Henry Adams, Henry James, Henry Ford, san Juan de la Cruz, Dante, Ezra Pound, Dostoievski, Marilyn Monroe y Joe DiMaggio, Gertrude Stein y Alice, Freud y Ferenczi. Con respecto a Ferenczi siempre expresaba la misma observación: solo la racionalidad podía ir más allá del instinto, y, por consiguiente, de acuerdo con Ferenczi, la racionalidad era también la cúspide de la locura. Como prueba de ello, ¡a qué grado de locura llegó Newton! Llegado a este punto, Humboldt solía referirse a Antonin Artaud. Artaud, el comediógrafo, invitó a los intelectuales más brillantes para que asistieran a una conferencia en París. Cuando estuvieron reunidos, no hubo conferencia. Artaud subió al escenario y les lanzó alaridos como una bestia salvaje.

—Abrió la boca y empezó a lanzar gritos —dijo Humboldt—. Gritos rabiosos. Mientras aquellos intelectuales parisienses permanecían sentados llenos de espanto. Para ellos fue un delicioso acontecimiento magnífico. ¿Por qué? Artaud, como el artista, era un sacerdote fracasado. Los sacerdotes fracasados se especializan en blasfemia. La blasfemia apunta a una comunidad de creyentes. En este caso, ¿qué tipo de creencia? Creencia únicamente en el intelecto, este que ahora Ferenczi ha llenado de locura. Pero ¿qué es lo que significa en un sentido más amplio? Significa que el único arte por el cual pueden interesarse los intelectuales es el arte que celebra la primacía de las ideas. Los artistas deben interesar a los intelectuales, esta nueva clase. Por ello, el estado de la cultura y la historia de la cultura se convierten en la materia del arte. Y por eso un escogido auditorio de franceses escucha respetuosamente los alaridos de Artaud. Para ellos, el propósito total del arte es sugerir e inspirar ideas y razonamientos. Las personas educadas de los países modernos constituyen una plebe pensadora que está en la fase que Marx denominaba acumulación primitiva. Sus afanes se centran en reducir las obras maestras a un discurso racional. Los gritos de Artaud son una expresión intelectual. Primero, es un ataque contra la religión del arte del siglo XIX, que la religión del razonamiento pretende sustituir…

—Y tú mismo puedes apreciar, Charlie —me decía Humboldt después de disertar algo más—, cuán importante resulta para la administración de Stevenson disponer de un asesor cultural como yo, que comprende un poco este proceso mundial.

En el piso superior, Kathleen se preparaba para acostarse. Nuestro techo era su piso. Sobre las tablas desnudas resonaban todos sus movimientos. Casi sentí envidia de ella. Temblaba de frío y me habría gustado cobijarme bajo las mantas. Pero Humboldt me explicaba que estábamos únicamente a quince minutos de Trenton y a dos horas de Washington en tren. Podía trasladarse allí rápidamente. Me confió que Stevenson se había puesto ya en contacto con él y que estaba preparándose una reunión. Humboldt me pidió que lo ayudara a redactar unas notas para esta conversación, y estuvimos discutiéndolas hasta las tres de la madrugada. Entonces me fui a la habitación y dejé a Humboldt sirviéndose una última copa de ginebra.

Al día siguiente, Humboldt prosiguió tenazmente. Me sentía un poco aturdido ante tanto análisis sutil y ante aquel despliegue de historia mundial derramado sobre mi cabeza durante el desayuno. Humboldt no había dormido en absoluto.

Para tranquilizarse decidió salir a correr. Con sus zapatos desgastados, pisaba fuerte sobre la arena. Levantando polvo hasta la cintura, con los brazos doblados sobre el pecho, bajó por el camino. Parecía hundirse en él bajo los zumaques y los pequeños arces, entre los bancales de la quebradiza Digitalia sanguinaris, cardos, cornicabras y bejines. Cuando regresó, traía briznas de hierba pegadas al pantalón. También para correr tenía un texto. Cuando Jonathan Swift era secretario de Sir Wm. Temple, se dedicaba a correr cada día algunos kilómetros para quemar energías. ¿Pensamientos demasiado ricos, emociones demasiado intensas, necesidades sombrías? También tú podrías trotar un poco por los caminos, así expulsarías la ginebra de tu sistema sanguíneo.

Me llevó a dar un paseo y los gatos nos acompañaron a través de la hojarasca y los matorrales. Ejecutaban saltos. Daban zarpazos atacando las telarañas a ras del suelo. Con sus colas de látigo, brincaban para afilar sus garras en los árboles. Humboldt quería mucho a los gatos. El aire de la mañana tenía un algo muy agradable. Humboldt entró y se afeitó, y después nos dirigimos a Princeton en el funesto Buick.

Mi trabajo era cosa decidida. Fuimos a almorzar con Sewell, un hombre refunfuñador, ligeramente borracho, de rostro chupado. Poco tenía que decirme. En el restaurante francés, él deseaba más bien chismorrear con Humboldt sobre Nueva York y Cambridge. Sewell, un cosmopolita, si alguna vez existió alguno (según su opinión), nunca había salido al extranjero. Humboldt tampoco conocía Europa.

—Si quisieras acompañarme, querido amigo —dijo Sewell—, podríamos arreglarlo.

—No me siento muy dispuesto —respondió Humboldt. Tenía miedo de ser secuestrado por antiguos nazis o agentes de la GPU.

Humboldt comentó después, mientras me acompañaba hasta el tren:

—Ya te dije que esta entrevista era tan solo una formalidad. Hace muchos años que nos conocemos, y hemos escrito uno acerca del otro, Sewell y yo. Pero no existe ningún resquemor entre nosotros. Únicamente me da qué pensar que Damasco se interese por Henry James. Bien, Charlie, sería una bonita temporada para ambos. Y si tuviera que ir a Washington, sé que puedo contar contigo para que aquí siga todo como es debido.

—¡Damasco! —exclamé yo—. Entre esos árabes, él será el jeque de la apatía.

El pálido Humboldt abrió la boca. A través de los dientes soltó su risa casi silenciosa.

En aquella época, yo era un aprendiz y un poco comediante, y Sewell me había tratado como tal. Le habría dado la impresión —así lo creí— de un hombre joven ligeramente musculoso, bastante atractivo pero negligente, con grandes ojos adormilados, algo grueso y con cierta renuencia (así lo demostró su mirada) a entusiasmarse por las empresas de otras personas. Me dolía que no hubiera sabido apreciarme. Pero este tipo de contrariedades me llenaba al propio tiempo de energía. Y si más tarde me convertí en una representación tan formidable de valores es porque había sacado buen provecho de desaires como este

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