El planeta de Mr. Sammler

Saul Bellow

Fragmento

El planeta de Mr. Sammler

I

Poco después del amanecer, o de lo que en un cielo normal habría sido el alba, Mr. Artur Sammler recorrió con su único ojo, al que dominaba una ceja espesa, los libros y papeles que tenía en su dormitorio en el West Side y sintió la vehemente sospecha de que no eran los libros ni los papeles que buscaba. En cierto modo eso carecía de importancia para un hombre desocupado de más de setenta años. Había que ser un maniático para empeñarse en tener razón. Tenerla era en gran medida cuestión de explicaciones. El intelectual se había convertido en una criatura explicativa. Todo el mundo explicaba: los padres a sus hijos, las esposas a sus maridos, los conferenciantes a su auditorio, los especialistas a los legos, unos colegas a otros, los médicos a sus pacientes, y el hombre a su propia alma. Las raíces de esto, las causas de aquello otro, la fuente de los acontecimientos, la historia, la estructura y los porqués. La mayor parte de todo ello entraba por un oído y salía por el otro. El alma quería lo que buenamente quería. Tenía su propio y natural conocimiento. Pobre pájaro, estaba incómodamente posado en superestructuras de explicación, sin saber hacia dónde emprender el vuelo.

Cerró el ojo unos momentos. A Sammler se le ocurrió que aquello era una bomba holandesa sacando agua para mantener secas unas cuantas hectáreas de tierra. Lo del mar invasor constituía una metáfora para la multiplicación de hechos y sensaciones. Porque la tierra era una tierra de ideas.

Ya que no tenía una tarea a la que atender al despertar, pensó que bien podía darle al sueño otra oportunidad de resolver imaginativamente ciertas dificultades y se cubrió con la manta eléctrica desconectada, llena de bultos y durezas. La cubierta de raso era agradable al tacto. Estaba adormilado, pero en realidad no quería dormirse. Tenía que estar consciente.

Se sentó y enchufó la manta. La noche anterior, antes de acostarse, había preparado el agua. Le gustaba ver los cambios de los hilos cenicientos. Volvieron furiosamente a la vida, lanzando chispitas, y quedaron rígidos y rojos bajo el frasco de laboratorio Pyrex. Algo más profundo fallaba. Solo tenía un ojo en buenas condiciones. El izquierdo no distinguía más que la luz y la sombra. Pero el ojo bueno, oscuro y brillante, permanecía atento por entre los pelillos de la ceja, como suele ocurrirles a algunas razas de perros. Tenía la cara pequeña para su estatura, y la combinación le confería un aspecto llamativo.

Sin embargo, lo verdaderamente llamativo de él estaba en su mente, y le preocupaba. Durante varios días, en el autobús de costumbre que tomaba a última hora de la tarde para volver de la biblioteca de la calle Cuarenta y dos, Mr. Sammler había estado observando cómo operaba un ratero. El hombre subió en Columbus Circle. El delito lo cometió cuando pasaban por la calle Setenta y dos. Si Mr. Sammler no hubiese ido de pie en el autobús y no hubiera sido alto, no habría podido ver con su único ojo bueno lo que ocurría. Ahora se preguntaba si no se habría acercado demasiado, si no lo habría descubierto mirando. Como siempre, llevaba gafas oscuras, pero era imposible que lo hubiesen tomado por ciego. No llevaba bastón blanco, sino un paraguas muy arrollado, al estilo inglés. Además, no tenía el aspecto de un ciego. El ladrón llevaba gafas negras. Era un negro corpulento con un abrigo de pelo de camello extraordinariamente elegante, como si su sastre fuera Mr. Fish, del West End, o Thurnbull & Asser de Jermyn Street (Mr. Sammler conocía bien Londres). Los perfectos círculos color violeta del negro, encajados en una estupenda montura dorada, se volvieron hacia Sammler: aquella cara mostraba el descaro de un gran animal. Sammler no era tímido, pero había pasado por muchos trastornos en la vida. Nunca se habituaría a la mayor parte de esa clase de incidentes. Sospechaba que el delincuente se daba cuenta de que un blanco alto y anciano (¿quizá lo creyera ciego?) había estado observándolo y había visto hasta los menores detalles de su actuación delictiva. Mirándolo todo el tiempo. Como si hubiera estado contemplando una operación a corazón abierto. Y aunque estaba decidido a no volverse cuando el ladrón lo mirase, no pudo evitar que su vieja, compacta y civilizada cara se pusiese muy colorada, se le erizó el corto cabello y sintió un picor en los labios y las encías. También experimentó molestias en la base del cráneo, donde los nervios, músculos y vasos sanguíneos se entrelazaban estrechamente. El aliento de la Polonia de la guerra pasaba por los dañados tejidos… aquellos nervios semejantes a fideos, que era como él los consideraba.

Los autobuses resultaban soportables; el metro, matador. ¿Debería renunciar al autobús? No se había cuidado de sus propios asuntos como debía hacer en Nueva York un hombre de setenta años. El problema de Mr. Sammler era que nunca tenía en cuenta su edad, no se percataba de su situación, lo que significaba hallarse protegido, así como los privilegios de aislamiento que hacía posibles una renta de cincuenta mil dólares en Nueva York, y que incluían ser socio de un club, disponer de taxis, porteros, protección. Para él, los autobuses, o el chirriante metro, el almuerzo en el restaurante automático. No tenía graves motivos de quejas, pero sus años de «inglés», las dos décadas como corresponsal de diarios y revistas de Varsovia, le habían dejado hábitos no precisamente adecuados para un refugiado en Manhattan. Sus expresiones eran más propias de un club de Oxford; tenía la cara de un conferenciante del British Museum. Sammler se había enamorado de Inglaterra antes de la Primera Guerra Mundial, cuando era un escolar en Cracovia. La mayor parte de aquellas tonterías, sin embargo, ya las había apartado de sí. Volvió a considerar el tema de la anglofilia, pensando con escepticismo en Salvador de Madariaga, Mario Praz, André Maurois y el coronel Bramble. Conocía el fenómeno. Sin embargo, ante aquel elegante bruto del autobús al que había visto robar el contenido de un bolso —que seguía abierto y colgando del hombro de su dueña— adoptó una actitud inglesa. Un rostro seco, pulcro y estirado declaró que nadie había transgredido los límites del prójimo, y que le bastaba con ocuparse de sus propios asuntos. Pero Mr. Sammler sintió un intenso calor en las axilas, y que estas estaban húmedas. Cogido a la correa, apretado por otros cuerpos, soportando sus pesos y apoyando el suyo sobre estos cuando los gruesos neumáticos tomaban con un gruñido la gigantesca curva de la calle Setenta y dos.

En verdad, no parecía conocer su edad ni en qué etapa de la vida se hallaba. Eso se reflejaba en su manera de andar. Por la calle se mostraba tenso, rápido, ágil e inquieto; su cabello de anciano parecía flotar detrás de su cabeza. Al cruzar, sostenía en alto el paraguas y hacía señas con él a los coches, autobuses, camiones y taxis que se acercaban para indicarles hacia dónde se dirigía. Aunque corriera el riesgo de que lo atropellasen, no podía evitar su estilo de caminar como un ciego.

Con el episodio del ratero había demostrado una temeridad similar. Sammler sabía que aquel hombre trabajaba en el autobús de Riverside. Lo había visto robar y lo había denunciado a la policía. Esta no se mostró muy interesada. Sammler se sintió como un tonto por haber ido de inmediato a una cabina telefónica de Riverside Drive. Por supuesto, el teléfono estaba destrozado. La mayoría de los teléfonos públicos no funcionaba. Las cabinas servían de urinarios. Nueva York se estaba poniendo peor que Nápoles o Salónica. Desde ese punto de vista, era como una ciudad asiática o africana. Y los barrios opulentos tampoco se libraban de ello. Se abría una puerta enjoyada para entrar en la degradación, y de un lujo bizantino hipercivilizado se pasaba al estado salvaje, el bárbaro mundo de color que brotaba de abajo. De hecho, podía haber barbarie a un lado y a otro de la enjoyada puerta. Por ejemplo, en lo sexual. Evidentemente, el asunto consistía, como Mr. Sammler empezaba a comprender, en obtener los privilegios y los modos libres de la barbarie bajo la protección del orden civilizado, los derechos de propiedad, la refinada organización tecnológica, y demás. Sí, eso debía de ser.

Mr. Sammler molió el café en un molinillo cuadrado; lo sostenía entre las rodillas mientras hacía girar la manivela en sentido contrario al de las agujas del reloj. Realizaba las acciones más corrientes con una especial y pedante torpeza. En Polonia, Francia e Inglaterra, los estudiantes, jóvenes caballeros de su tiempo, no tenían experiencia en la cocina. Ahora realizaba él las cosas de las que antes se encargaban para él las cocineras y doncellas. Y las hacía con una cierta rigidez sacerdotal. Reconocimiento de su ascendencia social. Una ruina histórica. Transformación de la sociedad. Aquello iba más allá de la autohumillación. Había superado esas ideas durante la guerra, en Polonia, en especial el estúpido dolor de perder los privilegios de clase. Lo mejor que podía, disponiendo de un solo ojo, se remendaba los calcetines, se cosía los botones, limpiaba el fregadero y al comenzar la primavera preparaba su ropa de lana para guardarla. Por supuesto, contaba con mujeres: su hija Shula y su sobrina política, Margotte Arkin, en cuyo piso vivían. Cuando se les ocurría realizaban esas cosas para él. A veces era mucho lo que hacían, pero no de modo fijo y rutinario. De la rutina se encargaba él. Eso seguramente formaba parte de sus impulsos «juveniles» (una «juventud» mantenida no sin ciertos estremecimientos). Sammler los conocía de sobra. Era divertido: en las viejas que llevaban pantalones ceñidos y en los viejos hombres sexuales, notaba esos temblores de vivacidad con que obedecían el estilo juvenil soberano. Las potencias son las potencias: señores, reyes, dioses. Y, desde luego, nadie sabía cuándo debía renunciar. Nadie llegaba a un acuerdo decente con la muerte.

Sostuvo sobre el cazo el café molido que tenía en el cajoncito del molinillo. La resistencia al rojo del hornillo se fue poniendo blanca. Los bucles de alambre fluctuaban. Saltaron unas burbujas de agua. Individualmente, las pioneras llegaban a la superficie con cierta gracia. Luego todas ellas se pusieron a hervir a la vez. Echó el café molido. En su taza, un terrón de azúcar y una polvorienta cucharada de Pream. En la mesilla de noche guardaba una bolsita de cebollas de Zabar. Eran de plástico, como una transparente bolsa uterina atada con un clip de plástico blanco. La mesilla de noche, guarnecida de cobre y que había servido antes de recipiente para que no se le secaran los cigarros puros, valía para tener frescas las cosas. Había pertenecido al esposo de Margotte, Ussher Arkin, una persona excelente que había muerto tres años antes en un accidente de aviación, y a quien Sammler, que había lamentado mucho su muerte, echaba de menos. Cuando la viuda le invitó a ocupar un dormitorio en el amplio piso de la calle Diecinueve Oeste, Sammler pidió que le pusieran aquel humidificador de Arkin en su habitación. Margotte, que era sentimental, dijo: «Desde luego, tío. Una ocurrencia muy bonita. Le tenías cariño a Ussher». Margotte era alemana, romántica. Sammler era algo más. Ni siquiera podía decirse que fuera tío de ella. Esta era sobrina de la esposa de él, que había muerto en Polonia en 1940. Su difunta esposa. La difunta tía de la viuda. Adondequiera que se mirase, o se intentara mirar, estaban los difuntos. No resultaba fácil acostumbrarse a ello.

Bebió zumo de pomelo de una lata con dos aberturas triangulares que tenía sobre el alféizar de la ventana. Apartó la cortina, se asomó y miró. Arenisca oscura, balaustradas, balcones, hierro dulce. Como estampas de un álbum, el rosa pardo de los edificios contrastaba con el negro intenso de las verjas y los canalones. ¡Qué pesada parecía allí la vida humana, esas formas de solidez burguesa! Ese intento de permanencia provocaba tristeza. Ya estábamos volando a la luna. ¿Acaso tenía uno derecho a esperanzas privadas, si eran como las burbujas en el cazo? Sin embargo, la gente exageraba los trágicos acentos de su condición. Insistía demasiado en las seguridades desintegradas; aquello en lo que antes se creía y confiaba, quedaba amargamente rodeado de negra ironía. Se trataba de un modo de traducir la rechazada negrura burguesa de la estabilidad. También eso resultaba inadecuado, incorrecto. La gente justificaba la ociosidad, la tontería, la superficialidad, la destemplanza, la sensualidad, dándole la vuelta a la respetabilidad de antes.

La vista que Sammler tenía hacia el este era un suave vientre de asfalto que se elevaba y bajo el cual hervían las alcantarillas. Aceras rotas y cubiertas de cubos de basura. Piedras oscuras. Los ladrillos amarillos de casas como la suya. Pequeños racimos de antenas de televisión semejantes a látigos, gráciles y temblequeantes dendritas de metal que recogían imágenes del aire y llevaban hermandad y comunión a la gente encerrada en los pisos. Hacia el oeste, el Hudson fluía entre Sammler y las grandes industrias Spry de Nueva Jersey, que lanzaban su mensaje eléctrico a través de la noche: SPRY. Pero él estaba medio ciego.

En el autobús, no obstante, había visto bastante bien. Había visto que se cometía un delito. Informó a los guardias, que no se mostraron muy impresionados. Podría haberse olvidado de aquel autobús, pero en cambio se obstinó en repetir la experiencia. Fue a Columbus Circle y permaneció allí hasta que vio de nuevo a su hombre. En cuatro fascinantes ocasiones fue testigo de los robos que cometía, y la primera tarde lo vio sacar la cartera de un bolsillo trasero del pantalón con levedad hasta hacerla caer abierta. Luego Sammler vio al elegante negro mover tranquilamente los dedos sin temor a estar delinquiendo, pasar las hojas de plástico de un portadocumentos con tarjetas de la Seguridad Social o de crédito, un lápiz de labios, unos pañuelos de papel, y abriendo el cierre de un monedero. Con el mismo ritmo despreocupado, los dedos sacaron dos dólares. Luego, con el toque de un médico sobre el vientre de un paciente, el negro cerró el monedero. Sammler, que se sentía como encogido por el esfuerzo y a quien le rechinaban los dientes, seguía mirando el bolso abierto de cuero, que ya había sido objeto del robo, colgando junto a la cadera de la mujer, y se sintió irritado con esta. De que no hubiera advertido nada. ¡Qué idiota! Iba por ahí con una especie de molde estúpido en el cráneo. Nada de instinto y como si no viviera en Nueva York. Mientras, el hombre se apartaba de ella, con los anchos hombros metidos en el abrigo de pelo de camello. Las gafas oscuras, diseño original de Christian Dior, el poderoso cuello envuelto en un pañuelo de seda color cereza. Bajo la nariz africana, un bigote perfectamente recortado. Se inclinó un poco hacia él y a Sammler le pareció que el abrigo olía a perfume francés. ¿Y si el hombre se hubiera fijado entonces en él? ¿Lo habría seguido hasta su casa? De eso Sammler no estaba seguro.

Maldito lo que le importaban el glamour, el estilo ni el arte de los criminales. Para él no eran héroes sociales. A veces había hablado acerca de eso con una de sus parientes más jóvenes, Angela Gruner, la hija del doctor Arnold Gruner, de New Rochelle, quien lo había traído a Estados Unidos en 1947 sacándolo de un campo de deportados en Salzburgo. Porque Arnold (Elya) Gruner tenía sentimientos familiares hacia el Viejo Mundo, y al leer las listas de refugiados en los periódicos yiddish había encontrado los nombres de Artur y Shula Sammler. Angela, que iba varias veces por semana a su psiquiatra a la vuelta de la esquina de donde Sammler vivía, visitaba a este con frecuencia. Era una de esas jóvenes hermosas, apasionadas y ricas que siempre pertenecían a una importante categoría social y humana. Mala educación. En literatura, casi todo francés. En el Sarah Lawrence College. Y Mr. Sammler tenía que esforzarse por recordar el Balzac que había leído en Cracovia en 1913. Vautrin, el criminal fugitivo. Trompe-la-mort. No, las historias de delincuentes no iban con él. Angela enviaba dinero a fundaciones para la defensa de asesinos y violadores negros. Allá ella.

Sin embargo, Mr. Sammler tenía que admitir que en cuanto vio actuar al carterista experimentó el enorme deseo de verlo robar de nuevo. No sabía por qué. Era algo extraordinario e, ilícitamente —es decir, en contra de sus sólidos principios—, anhelaba que se repitiera. Recordaba sin esfuerzo un detalle de sus viejas lecturas: el momento de Crimen y castigo en que Raskolnikov descargaba el hacha sobre la cabeza de la vieja, el escaso y grasiento cabello de esta, con mechones grises, la trenza de cola de rata sujeta a su cuello por un peinecillo roto de asta. O sea que el horror, el crimen, el asesinato, vivificaban todos los fenómenos, los detalles más corrientes de la experiencia. Tanto en el mal como en el arte había iluminación. Desde luego, recordaba el cuento de Charles Lamb: quemar una casa para asar un cerdo. ¿Era necesaria una conflagración general? Todo lo que se necesitaba era un fuego controlado en el sitio adecuado. Sin embargo, para pedirles a todos que no encendieran fuego hasta que no pudiera hacerse en el sitio indicado y de acuerdo con un estilo oportuno, quizá fuese pedir demasiado. Y mientras Sammler, apeándose del autobús, se proponía telefonear a la policía, el delito le daba el beneficio de una visión aumentada. El aire era más resplandeciente a última hora de la tarde, cuando aún quedaba luz del día. El mundo, Riverside Drive, se iluminaba de manera perversa porque la luz brillante hacía muy explícitos todos los objetos, y esa luminosidad tentaba al señor Minuciosamente Observador que era Artur Sammler. Por favor, presten atención todos los metafísicos. Así es esto. Nunca verán ustedes con mayor claridad. ¿Y qué conclusión sacan de ello? Esta cabina telefónica tiene el suelo de metal; las puertas verdes son suavemente plegables, pero el suelo está cubierto de orina seca, el teléfono de plástico está aplastado y al final del cable cuelga un muñón.

En tres manzanas no encontró un teléfono en el que pudiera introducir como es debido una moneda, y tuvo que regresar a su casa. En el vestíbulo de esta, la administración del edificio había instalado una pantalla de televisión para que el portero pudiese vigilar a los criminales. Pero el portero siempre estaba fuera. El zumbante rectángulo de radiación electrónica se encontraba vacío. Debajo se hallaba la respetable alfombra, oscura, de color terroso. El interior de la puerta del ascensor —unos flexibles rombos de metal que se doblaban— estaba mugriento y reluciente.

Sammler fue a su piso y se sentó en el sofá que Margotte había forrado con grandes cuadros de bandanas de Woolworth atados en las esquinas y clavados con alfileres a los viejos cojines. Marcó el número de la policía y dijo:

—Quiero denunciar un delito.

—¿Qué clase de delito?

—Un carterista.

—Un momento; ahora le pongo.

Se oyó un largo zumbido. Una voz a la que la indiferencia o el cansancio hacía atonal dijo:

—Sí.

Mr. Sammler, con su inglés de Oxford con acento polaco, procuró hablar del modo más sintético, directo y objetivo posible. Para ahorrar tiempo y evitar interrogatorios complicados y detalles innecesarios.

—Quiero denunciar a un carterista que opera en el autobús de Riverside.

—Vale.

—¿Perdón?

—Que muy bien, que de acuerdo. Informe.

—Un negro, de metro ochenta de estatura y alrededor de noventa kilos, de unos treinta y cinco años, muy bien parecido y que viste muy bien.

—Vale.

—Pensé que debía llamar.

—Vale.

—¿Van ustedes a hacer algo?

—Se supone que debemos hacerlo, ¿no cree? ¿Cómo se llama usted?

—Artur Sammler.

—Bien, Art. ¿Dónde vive?

—Querido señor, eso ya se lo diré, pero le he preguntado qué piensan hacer ustedes con ese hombre.

—¿Qué le parece que debemos hacer?

—Arrestarlo.

—Primero tenemos que cogerlo.

—Deberían ustedes poner a uno de sus hombres en el autobús.

—No disponemos de nadie para destinarlo al autobús. Hay muchos autobuses, Art, y faltan hombres. Abundan las convenciones, los banquetes y cosas así que debemos vigilar, Art. Peces gordos y jefazos. Hay muchos clientes de Lord and Taylor, Bonwit’s y Saks que se dejan el bolso en la silla mientras van a estudiar el género.

—Ya comprendo. Les falta a ustedes personal y hay prioridades, presiones políticas. Pero yo podría indicar quién es ese hombre.

—Otra vez será.

—¿No quieren ustedes que les diga quién es?

—Claro que sí, pero hay una lista de los que esperan.

—¿Y tengo yo que esperar en esa lista?

—Eso es, Abe.

—Artur.

—Arthur.

Sentado muy tenso, echado hacia delante bajo la brillante luz de la lámpara, Artur Sammler, que de pronto se sintió como un motociclista al que un guijarro de la carretera ha dado levemente en la frente, sonrió. ¡Estados Unidos! (se lo decía a sí mismo). Anunciado en todo el universo como la más deseable, la más ejemplar de todas las naciones.

—Vamos a ver si le entiendo, oficial, señor detective. Ese hombre va a robar a más gente pero ustedes no van a hacer nada por impedirlo. ¿Es eso?

Eso era. El silencio se lo confirmó, aunque no se trataba de un silencio corriente.

—Adiós, señor —dijo Mr. Sammler.

Después de eso, en vez de evitar aquel autobús, Sammler lo tomó con mayor frecuencia que nunca. El ladrón tenía una ruta fija, se vestía para el trayecto, para su trabajo. Siempre con elegancia. A Mr. Sammler le llamó la atención, aunque no le asombró, comprobar que aquel hombre llevaba un pendiente de oro. Eso era demasiado para no contarlo y por primera vez habló a Margotte, su sobrina y patrona, y a Shula, la hija de esta, de aquel guapo, impresionante y arrogante carterista, aquel príncipe africano o gran bestia negra que iba en busca de alguien a quien devorar entre Columbus Circle y Verdi Square.

A Margotte le fascinó el asunto. Y estaba dispuesta a discutir durante todo el día, desde todos los puntos de vista, con pedantería alemana, cualquier cosa que fuera fascinante. ¿Quién era aquel negro? ¿Cuáles eran sus orígenes, su clase, sus actitudes raciales, sus puntos de vista psicológicos, sus verdaderas emociones, sus ideas estéticas y políticas? ¿Sería un revolucionario? ¿Lucharía en las guerrillas negras? A menos que tuviese algo en que pensar, Sammler era incapaz de estarse allí oyendo a Margotte. Esta no dejaba de ser agradable, pero en el aspecto teórico resultaba muy aburrida, y cuando le daba por un tema serio, uno estaba perdido. Por eso Sammler se dedicó a moler su café, hervir agua, meter cebollas en la fresquera e incluso orinar (mientras meditaba sobre la melancolía inherente a la naturaleza humana, que se afanaba continuamente, según Aristóteles). Porque las mañanas podían transcurrir mientras Margotte, con su natural bondad, especulaba. Sammler había aprendido la lección una semana en que ella quiso analizar la frase de Hannah Arendt «La banalidad del mal» y lo retuvo en el cuarto de estar, sentado en un sofá (hecho de caucho, con armazón de madera contrachapada y tubos metálicos de cinco centímetros, y que en el respaldo tenía unos cojines trapezoidales cubiertos con tela de algodón gris oscuro). Él no podía decidirse a decir qué pensaba, en primer lugar porque muy pocas veces la escuchaba. Por otra parte, dudaba mucho de poder expresarse con claridad. Además, casi toda la familia de ella, como la suya propia, había muerto a manos de los nazis, aunque Margotte hubiera logrado escapar en 1937. Él, en cambio, no. La guerra lo había sorprendido, con Shula y su ahora difunta esposa, en Polonia. Habían ido allí para liquidar las propiedades de su suegro. Los abogados deberían haberse ocupado de ello, pero Antonina quería supervisarlo personalmente. La mataron en 1940 y la fábrica que tenía el padre de ella, de instrumentos de óptica (pequeña), fue desmantelada y enviada a Austria. No le pagaron ningún tipo de indemnización después de la guerra. Margotte, en cambio, recibió dinero del gobierno alemán por la propiedad que su familia tenía en Frankfurt. Arkin no le había dejado mucho y ella necesitaba ese dinero alemán. En tales circunstancias no se puede discutir con la gente. Sin duda, también él había sufrido sus penalidades, y ella lo reconocía. Había perdido a su mujer, había perdido un ojo. Sin embargo, desde un punto de vista teórico, ahora era posible discutir la cuestión. Solo como cuestión. El tío Artur, sentado, las rodillas altas en la silla giratoria, los ojos bajo unas cejas claras y abundantes, cubiertos por cristales oscuros, la frente surcada de venas y la boca apretada, decidido a mantenerse callado.

—La cosa es —dijo Margotte— que no nos hallamos ante un gran espíritu maligno. Esa gente era demasiado insignificante, tío. No eran más que personas corrientes, de clase baja, empleados de poca importancia, pequeños burócratas, o lumpenproletariat. Una sociedad de masas no produce grandes criminales. Es a causa de la división del trabajo en la sociedad por lo que se hace pedazos la idea de la responsabilidad general. Se desmigaja. Es como si, en vez de en una selva con enormes árboles, hubiera que pensar en pequeñas plantas con raíces podridas. La civilización moderna ya no crea grandes fenómenos individuales.

El difunto Arkin, que solía mostrarse afectuoso e indulgente, sabía cómo hacer callar a Margotte. Era alto, espléndido, bigotudo y tenía un cerebro sutil y excelente. Su fuerte había sido la teoría política. Enseñaba en el Hunter College, a mujeres. Muchachas encantadoras, idiotas, tontas, según decía. De vez en cuando topaba con alguna inteligencia femenina poderosa, pero muy irritable, quejosa, con demasiada ideología sexual, pobrecilla. Fue al ir a Cincinnati para dar una conferencia en algún colegio hebreo, cuando el avión en que Arkin viajaba se estrelló. Sammler reparaba en el modo en que la viuda de Arkin intentaba imitarlo. Se había convertido en una teórica política. Hablaba en nombre de él y como se suponía que lo hubiera hecho, pero no quedaba nadie para proteger esas ideas. Lo mismo les ocurrió a Sócrates y a Jesús. Había que admitir que, hasta cierto punto, Arkin disfrutaba con la atormentadora conversación de Margotte. Sus tonterías le agradaban, y bajo sus bigotes hacía una mueca dirigida a sí mismo, extendía los brazos hacia los extremos de los cojines trapezoidales y tras quitarse los zapatos (como hacía siempre que se sentaba) ponía un pie encima del otro. Pero cuando ella llevaba ya un rato hablando, Sammler decía: «¡Basta, ya está bien de ese schmaltz de Weimar. ¡Basta, Margotte!». Esa viril interrupción no volvería a oírse en aquel disparatado cuarto de estar.

Margotte era baja, llenita. Sus piernas, cubiertas con medias negras de malla, eran atractivamente redondas, sobre todo en la parte inferior de los muslos. Cuando estaba sentada, adelantaba un pie igual que una bailarina, con el empeine curvado hacia fuera. Apoyaba el fuerte puño en la cadera. Arkin le dijo una vez al tío Sammler que Margotte era un mecanismo de primera clase a la espera de que alguien lo impulsara en la dirección adecuada. Añadió que se trataba de una buena chica pero que en su enérgica bondad podía ser utilizada de modo tremendamente equivocado. Sammler se daba perfecta cuenta de ello. Margotte era incapaz de lavar un tomate sin mojarse las mangas. Robaron en el piso porque ella, para admirar una puesta de sol, había abierto la ventana y había olvidado cerrarla. Los ladrones entraron en el comedor desde el tejadillo que había justo debajo. La compañía de seguros no reconoció el valor sentimental de sus medallones, cadenitas, anillos y reliquias familiares. Las ventanas estaban ahora clavadas y tapadas con cortinas. Se comía a la luz de las velas. Solo la luz necesaria para ver las reproducciones enmarcadas del Museo de Arte Moderno y, al otro lado de la mesa, a Margotte sirviendo, salpicando el mantel; su adorable sonrisa, oscura y tierna, con sus limpios e imperfectos dientecillos, y los ojos de un azul oscuro, carentes de maldad. Una criatura molesta, terca, animada, voluntariosa, inhábil. Las copas y la vajilla estaban grasientas. Se le olvidaba tirar de la cadena del váter. Pero todo eso podía soportarse fácilmente. Lo malo era su seriedad y la tozudez germánica con que consideraba todo lo referente a este mundo. Como si no supusiese bastante trastorno ser judía, la pobre mujer era, además, alemana.

—Así pues, ¿qué opinas de eso, querido tío Sammler? —preguntó por fin—. Sé que has pensado mucho en ello. Tienes tanta experiencia… y tú y Ussher conversabais tanto sobre aquel loco, Rumkowski, el de Lodz… ¿Qué crees?

El tío Sammler tenía unas mejillas compactas y de buen color para un hombre de más de setenta años, y no estaba muy arrugado. Sin embargo, en el lado izquierdo, el lado ciego, presentaba unas largas resquebrajaduras, semejantes a las de un cristal roto o un pedazo de hielo.

Contestar resultaba de poca utilidad. De hecho, produciría más discusión, más explicaciones. Sin embargo, se estaba dirigiendo a él otro ser humano. Y Sammler era anticuado: se hacía necesaria la cortesía de alguna respuesta.

—La idea de hacer que el gran crimen del siglo parezca algo sin importancia no es banal. Política y psicológicamente, los alemanes tuvieron una ocurrencia genial. La banalidad no era más que camuflaje. ¿Qué mejor medio para librar de la maldición al asesinato que hacerlo pasar por corriente, aburrido, trivial? Con horrible penetración psicológica hallaron la manera de disfrazar aquello. Los intelectuales no comprenden. Sus ideas sobre esta clase de cosas las sacan de la literatura. Esperan hallar un héroe malvado como Ricardo III. Pero ¿crees que los nazis sabían lo que era el asesinato? Todos (excepto ciertas presumidas refinadas) saben en qué consiste el asesinato. Es un conocimiento humano muy antiguo. Desde el comienzo de los tiempos, los mejores y más puros seres humanos han comprendido que la vida es sagrada. Desafiar esa antigua convicción no representa una banalidad. Hubo una conspiración contra el carácter sagrado de la vida. La banalidad es el disfraz adoptado por una voluntad poderosa para abolir la conciencia. ¿Puede tacharse de banal un proyecto como ese? Para ello tendría que serlo la vida humana. El enemigo de esa profesora es la propia civilización moderna. Utiliza a los alemanes para atacar al siglo veinte, para denunciarlo en términos inventados por los alemanes. Se vale de una historia trágica para fomentar las disparatadas ideas de los intelectuales de Weimar.

¡Argumentos! ¡Explicaciones!, pensó Sammler. Todos les explicarán todo a todos hasta que la próxima y nueva versión común esté lista. Esta versión, residuo de lo que durante un siglo o así las personas vienen diciéndose unas a otras, será, como la antigua, una ficción. Quizá se incorporen más elementos de la realidad a la nueva versión. Pero lo importante era que la vida debía recobrar su plenitud, su turgencia normal y satisfecha. Por supuesto, todas las opiniones rancias, antiguas debían desaparecer para que estuviésemos más cerca de la naturaleza, y esto último era necesario para equilibrar los logros del Método moderno. Los alemanes habían sido los gigantes de este tanto en la industria como en la guerra. Para descansar del racionalismo y el cálculo, de la maquinaria, la planificación, la técnica, contaban con el romanticismo, la mitomanía y un peculiar fanatismo estético. También estos eran como máquinas (la máquina estética, la máquina filosófica, la máquina mitomaníaca, la máquina de la cultura). Máquinas en el sentido de ser sistemáticos. El sistema exige mediocridad, no grandeza. El sistema se basa en el trabajo. El trabajo en relación con el arte es banalidad. De ahí la sensibilidad del alemán culto para todo lo banal. Esto pone en evidencia la norma, el poder del Método y la sumisión de ellos al mismo. Sammler tenía todo eso resuelto. Alerta al peligro y la desgracia de las explicaciones, no era lo que se dice un explicador. E incluso en el pasado, en los encantadores años veinte y treinta, cuando un «inglés» que vivía en Great Russell Street conocía personalmente a Maynard Keynes, Lytton Strachey y H. G. Wells y le encantaban los puntos de vista británicos, todo ello antes del gran achuchón, la física humana de la guerra con sus volúmenes y sus vacíos (aquel período de dinámica y acción directa sobre el individuo, comparable biológicamente al nacimiento) nunca se había fiado mucho de su juicio en lo referente a los alemanes. La República de Weimar no le atraía para nada. No, hubo una excepción: había admirado a los Plank y Einstein, y a muy pocos más.

De todos modos, no iba a ser uno de esos amables tíos europeos con los que las Margottes de este mundo podían pasarse todo el día discutiendo al más alto nivel. A ella le habría gustado que la siguiese por todo el piso mientras se pasaba dos horas vaciando las bolsas de la compra o buscando una salchicha para el almuerzo que tenía en la despensa; o mientras batía y alisaba la cama con sus fuertes y cortos brazos (desde la muerte de Ussher había conservado piadosamente sin cambios el dormitorio: su silla giratoria, su taburete, sus Hobbes, Vico, Hume y Marx subrayados), que conversase con ella. Sammler sabía que, incluso si podía meter alguna palabra, estaba irremediablemente cercado de antemano. A Margotte la impulsaban unos enormes deseos de hacer el bien. Y verdaderamente era buena (eso no podía negarse), siempre se hallaba ilimitada, dolorosa e inevitablemente del lado bueno, del mejor lado, en cada gran cuestión humana: la creatividad, los jóvenes, los negros, los pobres, los oprimidos, las víctimas, los pecadores, los hambrientos.

Una significativa observación acerca de Ussher Arkin, y que dio mucho que pensar después de su muerte, era que había aprendido a practicar el bien como si de un vicio se tratara. Debía de haber estado pensando en su esposa como compañera sexual. Probablemente ella lo hubiese inducido a inventos eróticos y hubiera hecho de la monogamia un desafío fascinante. Margotte, que siempre estaba hablando de Ussher, lo llamaba, germánicamente, «mi Hombre». «Cuando mi Hombre vivía…» «Mi Hombre solía decir…» A Sammler le daba pena su enviudada sobrina. Uno podía criticarla indefinidamente. Con su elevación mental resultaba aburrida, le robaba a uno despiadadamente el tiempo y acababa haciéndole perder la paciencia. Hablaba, por ejemplo, de trastos, pues en la casa acumulaba muchos, por ejemplo las plantas que pretendía cultivar. Plantaba aguacates, semillas de limón, guisantes, patatas. ¿Podía haber algo más sucio e inútil que aquellas macetas? Las matas se arrastraban por el suelo y trataban de elevarse por una cuerda esperanzadoramente sujeta del techo con grapas. Las ramas de los aguacates parecían bengalas que hubieran caído tras estallar en el aire y daban unas hojas color óxido, puntiagudas, de muy mal aspecto. Esa botánica fealdad, que era el resultado de tanto remover la tierra, de tanto regar, de afanarse con los brazos y el pecho, de tanta constancia y esperanza, le decía a uno algo, ¿no? Ante todo, decía que los hechos individuales se encontraban llenos de mensajes y significados, pero no se podía estar seguro de lo que esos mensajes querían decir. Margotte deseaba tener un emparrado en su cuarto de estar, una pantalla de hojas relucientes, un jardín, bendiciones de frescor y belleza, algo que le permitiese ser, como mujer, la germinadora, la matriarca de aljibes y jardines. La humanidad, a la que chiflan los símbolos, tratando de pronunciar lo que ni siquiera entiende. Entretanto, solo había aquellas pobres ramitas sin plumas extendidas en forma de abanico; nada de morado de pavo real, ni azul suave, ni auténtico verde, sino nuevas manchas ante los ojos. ¿Acaso la redimía un sentimiento de pronto y disponible calor humano? No, no existía modo de estar seguro de ello. El cansancio del incesante esfuerzo analítico le produjo a Mr. Sammler dolor de cabeza. Lo peor era que aquellas plantas mortecinas no podían responderle. No había suficiente luz. Demasiado desorden.

Pero si se hablaba de desorden, mucho peor era su hija, Shula. Él había vivido con Shula durante años, al este de Broadway. También ella tenía muchas rarezas, a juicio de su viejo padre. Coleccionaba cosas con auténtica pasión. Para decirlo claramente, era una basurera. Más de una vez la había visto por Broadway buscando en cubos de la basura (o, como los llamaba él, cubos de desechos). No era vieja, ni tenía mal aspecto, ni siquiera iba demasiado mal vestida si se miraba prenda por prenda. La impresión que producía en conjunto no habría sido peor que vulgar de no haber estado evidentemente chalada. Vestía una minifalda de un verde tapete de mesa de billar, que revelaba unas piernas de apariencia sensual pero sin sensualidad interna; un ancho cinturón de cuero; una tosca blusa guatemalteca que le cubría los hombros y el busto, y en la cabeza una peluca como la que se pondría un hombre que quisiera imitar a una mujer en una convención de vendedores. Su propio cabello era muy rizado, lo cual representaba una pequeña distorsión que la enfurecía. Exclamaba que su pelo era demasiado fino, masculino. Esto último era verdad, pero no lo otro. Lo había heredado de la madre de Sammler, una mujer histérica, sin duda, y que no tenía nada de masculina. Pero ¿cómo saber cuántas dificultades y complicaciones iban asociadas con el cabello de Shula? Y más arriba, siguiendo una línea imaginaria de iluminación sobre la nariz, que era fina pero distorsionada por inquietantes movimientos, sobre la ridícula protuberancia de los labios (como hinchados, pintados de rojo oscuro), y hacia abajo por entre los pechos hasta la mitad del cuerpo, ¡qué problemas debía de haber! Sammler le había oído contar que había llevado su peluca a un buen peluquero para que la arreglase y este había rechazado el trabajo porque no le reportaba suficiente dinero. Sammler no sabía si aquel era un incidente aislado que implicaba a un estilista homosexual o si había ocurrido en varias ocasiones aisladas. Veía muchos elementos insólitos en su hija. Cosas que no podían relacionarse efectivamente unas con otras. Por ejemplo, las pelucas hacían pensar en que mantenía con el judaísmo una relación de ortodoxia. Al parecer conocía a muchos rabinos de famosas sinagogas de Central Park West y en el East Side. Asistía a sermones y conferencias gratuitas. Sammler no sabía de dónde sacaba Shula paciencia para eso. En cuanto a él, era incapaz de soportar durante más de diez minutos una conferencia. Pero ella, con sus grandes y listos ojos de chiflada, la cara cubierta de maquillaje blanco y el ceño fruncido en una expresión de concentración, permanecía sentada sobre su arrugada falda, sujetando entre las rodillas la bolsa de la compra con las cosas que había ido recogiendo, cupones y literatura barata. Después era la primera en preguntar. Llegó a conocer muy bien al rabino, a la esposa de este y al resto de su familia metiéndose en discusiones dadaístas en torno a la fe y el ritual. El sionismo, Masada, los árabes. Pero también pasaba por períodos cristianos. Había pasado cuatro años oculta en un convento polaco, la llamaban Slawa, y ahora había veces en que solo respondía por ese nombre. Para Pascua de Resurrección era casi siempre católica. Cumplía con el Miércoles de Ceniza y a veces el viejo caballero la veía con una mancha de ceniza entre los ojos. Con los ricitos judíos de pelo ensortijado descendiéndole de la peluca junto a las orejas y los floridos labios muy rojos, escéptica, acusadora, afirmando algo serio sobre su aspiración vital, su derecho a ser… lo que fuese. Siempre iba muy maquillada: la boca completaba las premisas establecidas desde un punto de vista insensato por los oscuros ojos. Quizá no estuviera chiflada del todo. Pero llegaba, por ejemplo, diciendo que unos policías montados la habían atropellado en Central Park. Intentaban capturar un ciervo que se había escapado del zoo y ella estaba absorta leyendo un artículo de Look, de modo que la habían arrollado. Sin embargo, estaba muy contenta. Para Sammler, ella era demasiado alegre. Por la noche escribía a máquina, y mientras lo hacía cantaba. La tenía empleada el primo Gruner, el médico, que había inventado ese trabajo para ella. Gruner la había salvado (a eso había llegado) de su igualmente chiflado esposo, Eisen, allá en Israel, adonde diez años atrás había enviado a Sammler para que se llevase a Shula-Slawa a Nueva York.

Aquel era el primer viaje que Sammler hacía a Israel.

Muy breve. Por asuntos de familia.

Eisen era un hombre insólitamente guapo, muy atractivo, al que habían herido en

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