El hombre en suspenso

Saul Bellow

Fragmento

Hubo un tiempo en que los hombres tenían la costumbre de dirigirse a sí mismos con frecuencia y por ello no les avergonzaba dejar constancia de sus transacciones interiores. Pero llevar un diario hoy en día se considera una especie de complacencia para consigo mismo, una debilidad, y de mal gusto, porque vivimos en una era en la que priva el endurecimiento. Hoy en día, el código del atleta, del muchacho duro (creo que una herencia norteamericana del gentleman curiosa mezcla de esfuerzo, ascetismo y rigor, cuyos orígenes se remontan según algunos a Alejandro Magno) es más fuerte que nunca. ¿Tienes sentimientos? Existen formas correctas e incorrectas de indicarlos. ¿Tienes vida interior? Eso no es asunto de nadie más que tuyo. ¿Tienes emociones? Estrangúlalas. Hasta cierto grado, todo el mundo obedece a este código. Y lo cierto es que admite una clase de sinceridad limitada, una franqueza con la boca cerrada. Sin embargo, tiene un efecto inhibidor de la sinceridad más auténtica. La mayor parte de las cuestiones serias son inaccesibles para las personas de carácter duro. Carecen de práctica en la introspección y, en consecuencia, están mal equipados para enfrentarse a adversarios contra los que no pueden disparar como si fuesen caza mayor ni superar en atrevimiento.

Si tienes dificultades, lidia con ellas en silencio, dice uno de sus mandamientos. ¡Al diablo con eso! Me propongo hablar de las mías, y si tuviera tantas bocas como Shiva tiene brazos y las hiciera hablar todas a la vez, seguiría sin poder hacerme justicia. En mi estado actual de desmoralizació llegado a serme necesario llevar un diario —es decir, hablar conmigo mismo— y no me siento en absoluto culpable ni demasiado indulgente hacia mi persona. Los hombres de cacter duro reciben una compensación por su silencio: pilotan aviones o torean o se dedican a la pesca del tarpó
tras que yo no suelo abandonar mi cuarto.

En una ciudad donde uno ha vivido casi toda su vida, no es probable que alguna vez sea un solitario, y, sin embargo, en un sentido muy real, eso es precisamente lo que soy. Me paso a solas diez horas diarias entre las cuatro paredes de una haón. El cuarto no está mal, la verdad sea dicha, aunque tiene las molestias habituales de las casas de huéspedes: olores de cocina, cucarachas y vecinos peculiares. Pero en el transcurso de los años me he ido acostumbrando a esas tres

Estoy bien provisto de libros. Mi mujer siempre me trae tulos nuevos con la esperanza de que los lea. Ojalá
En el pasado, cuando teníamos un piso propio, leía constantemente. Siempre estaba comprando nuevos libros, más r
do, lo reconozco, de lo que mi capacidad de lectura me pera leerlos. Pero mientras estuviera rodeado de ellos, eran garantes de una vida más amplia, mucho más preciosa y necesaria de la que me veía obligado a llevar cada dí imposible mantener siempre esa vida superior, por lo menos a tener sus signos al alcance de la mano. Cuando se vola insustancial, podía verlos y tocarlos. Ahora, sin embargo, ahora que estoy ocioso y debería ser capaz de dedicarme a los estudios que en otro tiempo comencé, descubro que soy incapaz de leer. Los libros no me sostienen. Al cabo de dos o áginas o, como sucede a veces, párrafos, sencillamente no puedo continuar.

Han pasado casi siete meses desde que renuncié
to de trabajo en la agencia de viajes Inter-American para presentarme cuando el ejército me llamara a filas. Todaví
toy esperando. Parece tratarse de algo trivial, una especie de comedia burocrática encorsetada por las formalidades. Al principio yo mismo adopté esa actitud hacia el asunto. Emó como unas vacaciones, un breve aplazamiento, en mayo pasado, cuando me enviaron a casa debido a que mis papeles no estaban en regla. Llevo viviendo aquí dieciocho añ
n soy canadiense, súbdito británico, y aunque sea un extranjero amistoso, no me podían reclutar sin una investigaci previa. Esperé cinco semanas y entonces le pedí al se Mallender, de la Inter-American, que volviera a aceptarme temporalmente, pero me dijo que el negocio ha decaí
to que se había visto obligado a despedir a los señ
y Bishop, a pesar de sus largos años de servicio, y no ten ninguna posibilidad de ayudarme. A fines de septiembre reuna carta en la que me informaban de que habí vestigado y aprobado y de nuevo, de acuerdo con las normas, me indicaban que me sometiera a un segundo aná
gre. Al cabo de un mes me notificaron que figuraba en 1A y me dijeron que debía estar preparado. Esperé una vez m Finalmente, cuando llegó noviembre, empecé a hacer averiguaciones y descubrí que, debido a una nueva clá
afectaba a los hombres casados, mi reclutamiento habí pospuesto. Pedí que volvieran a clasificarme, aduciendo que ía visto imposibilitado de volver al trabajo. Al cabo de tres meses de explicaciones me transfirieron a 3A. Pero antes de que pudiera actuar (una semana después, para ser exacto), me dieron cita para un nuevo análisis de sangre (cada uno de ellos solo es válido durante dos meses). Y así volvió
sarse mi incorporación a filas. Esta tediosa situació terminado todavía, estoy seguro de ello. Se prolongará
te otros dos, tres o cuatro meses.

Entretanto, mi mujer, Iva, me mantiene. Afirma que eso no es ninguna carga y que desea que disfrute de esta libertad, que lea y haga todas las cosas agradables que no podré ército. Hace más o menos un año, di comienzo, lleno ón, a varios ensayos, en especial biográficos, sobre

ósofos de la Ilustración. Estaba en medio de uno sobre Diderot cuando me detuve. Pero quedó vagamente entendido, cuando empecé a estar en suspenso, que seguirí ellos. Iva no quería que consiguiera un empleo. Al fin y al cabo, dada mi clasificación de 1A, tal vez no encontrarí

Iva es una chica silenciosa. Tiene una manera de ser que no estimula la conversación. Hemos dejado de confiar el uno en el otro; lo cierto es que son muchas las cosas que no puedo mencionarle. Tenemos amigos, pero ya no los vemos. Unos pocos viven en lugares distantes de la ciudad. Hay algunos en Washington, otros están en el ejército y uno en el extranjero. Mis amigos de Chicago y yo nos hemos ido distanciando sin cesar. No he tenido muchas ganas de verlos, aunque de haberlo hecho es posible que hubiéramos podido superar algunas de nuestras diferencias. Pero, tal como yo lo veo, el perno principal que nos mantenía unidos se ha roto, y hasta la fecha no he tenido ningún incentivo para sustituirlo. Y por eso estoy muy solo. Me paso el tiempo sentado en mi habin sin hacer nada, dedicado a prever las pequeñas crisis de la jornada, los golpecitos en la puerta de la muchacha de servicio, la llegada del cartero, los programas de la radio y las angustias infalibles y cíclicas de determinados pensamientos.

He pensado en trabajar, pero soy reacio a admitir que no s hacer de mi libertad y me someto a la esclavitud del trabajo porque carezco de recursos; en una palabra, de carácter. La tima vez que volvieron a clasificarme intenté enrolarme en la Marina, pero el reclutamiento parece ser el único canal abierto a los extranjeros. No puedo hacer más que esperar, o permanecer en suspenso, y me siento cada vez más desanimado. Tengo perfectamente claro que me estoy deteriorando, que voy haciendo acopio de una amargura y un rencor que, como si fuecidos, corroen mi dotación de generosidad y buena voluntad. Pero el retraso de siete meses es solo una de las fuentes de mi agobio. Una vez más, a veces lo considero como el ten de fondo contra el que se me ve oscilar. No es solo eso. Antes de que pueda evaluar con precisión el dañ
hecho, tendrán que cortar la cuerda de la que pendo.

He empezado a observar que, cuanto más activo se vuelve el resto del mundo, con tanta mayor lentitud me muevo, y que mi soledad aumenta en la misma proporción que su barullo y í. Esta mañana la mujer de Tad en Washington escribe diciendo que él ha volado a África del Norte. Jamá
ía sentido tan inmovilizado. Ni siquiera soy capaz de ir a la tienda en busca de tabaco, aunque me gustarí
poco. Esperaré. Y tan solo porque Tad está ahora desembarcando en Argel u Orán o ya está dando su primer paseo por la Kasba (el año pasado vimos juntos Pepé le Moko gro sinceramente por él, no siento envidia. Pero persiste la ón de que mientras él vuela a África raudo como un cohete y nuestro amigo Stillman viaja a Brasil, yo echo ra ces en mi silla. Es una sensación real, física. Tal vez podr vantarme, dar vueltas alrededor de la habitación o incluso ir a la tienda, pero hacer ese esfuerzo me pondría en un estado desagradable. Esta situación pasará si le hago caso omiso. Siempre he estado sometido a tales alucinaciones. En pleno invierno, al aislar una pared en la que daba el sol, he sido capaz de persuadirme de que, pese al hielo circundante, corr el mes de julio y no febrero. De modo similar, he invertido el verano y me he sugestionado para temblar pese al calor. Lo mismo sucede con la hora del día. Supongo que es un truco corriente. Tal vez puedes llevarlo demasiado lejos y da sentido de la realidad. Cuando entre Marie para hacer la cama, me levantaré, me pondré el abrigo e iré a la tienda, y as
á esta sensación.

Por regla general, estoy demasiado deseoso de encontrar un motivo para salir de mi habitación. En cuanto me encuentro en ella, empiezo a buscar uno. Cuando salgo, no voy muy lejos. Mi radio normal es de tres manzanas. Siempre temo tropezar con un conocido que se muestre sorprendido al verme y me haga preguntas. Evito ir al centro de la ciudad y, cuando debo hacerlo, me mantengo prudentemente alejado de ciertas calles. Y creo que desde mi época de escolar arrastro ón de que estar en la calle, ocioso, en pleno dí ícito.

Sin embargo, carezco de habilidad para encontrar motivos. No suelo salir más de cuatro veces al día, tres para comer y la cuarta para hacer un recado cuya necesidad me he inventado u obedeciendo a un impulso sin objetivo. No suelo dar largos paseos. Me estoy engordando debido a la falta de ejercicio. Cuando Iva protesta, le digo que, cuando esté rcito, perderé peso con mucha rapidez. En esta é
o el ambiente en las calles es lúgubre, y, además, no tengo chanclos. En ocasiones hago una excursión más larga, voy a ía o la peluquería o a Woolworth’s, en busca de sobres, o incluso más lejos, a instancias de Iva, para pagar una factura; o, sin que ella lo sepa, voy a ver a Kitty Daumler. án las visitas obligatorias a la familia.

He adquirido el hábito de cambiar de restaurante con regularidad. No quiero ser demasiado asiduo en ninguno de ellos, amigo de los hombres anuncio, las camareras y los cajeros, y verme en la necesidad de inventar mentiras para ellos.

Desayuno a las ocho y media. Luego voy a casa y me siento a leer el periódico en la mecedora junto a la ventana. Lo leo de la primera plana a la última, de una manera ritual, sin perderme una sola palabra. Empiezo por las tiras có
sigo porque lo he hecho así desde la infancia y me obligo a leer incluso las más recientes y más desabridas), a continuan leo las noticias serias y los artículos de opinió
mente, los chismorreos, la página familiar, las recetas, las ógicas, las noticias de sociedad, los anuncios, los crucigramas infantiles, todo. Reacio a dejarlo de lado, incluso vuelvo a leer las tiras cómicas para ver si me he dejado algo.

Al volver a la vida consciente tras la regeneració
do es tal cosa) del sueño, paso corporalmente de la desnudez al vestido y, en el aspecto mental, de una pureza relativa a la contaminación. Subo la hoja de la ventana y examino el tiempo; abro el periódico y admito la entrada del mundo en mi

Ahora estoy lleno del mundo, y despierto del todo. Es casi mediodía, hora de almorzar. Desde las once me he ido sintiendo cada vez más inquieto, imaginando que vuelvo a tener apetito. Ciertos sonidos acentúan el silencio de la casa, el cierre de una puerta en otra habitación, el goteo de un grifo, el susurro del vapor en el radiador, el repiqueteo de una quina de coser en el piso de arriba. En la cama sin hacer y las paredes hay brillantes franjas de luz solar. La muchacha de servicio llama y abre la puerta. Tiene un cigarrillo en los labios. Creo que soy el único ante quien se permite fumar; reconoce que carezco por completo de importancia.

En el restaurante descubro que no tengo nada de apetito, pero ahora no hay alternativa, así que como. Esta vez me cuesta un poco más subir la escalera. Entro en la habitaci respirando con dificultad y enciendo la radio. Fumo. Escuúsica sinfónica durante media hora, molesto cuando no logro adelantarme al locutor antes de que empiece a anunciar las prendas de vestir a crédito de cierto comercio. A la una de la tarde la jornada ha variado, ha adquirido una nueva clase de inquietud. Me esfuerzo por leer, pero no logro concentrar la mente en las frases de la página ni en las referencias de las palabras. Mi mente redobla sus esfuerzos, pero unos pensamientos de dudosa relevancia vienen y se van sin orden ni concierto, juntos los triviales y los importantes. Y de repente la dejo en blanco. Está tan vací
la calle. Me levanto y enciendo de nuevo la radio. Las tres de la tarde y no me ha ocurrido nada; las tres de la tarde y ya llega la oscuridad; las tres de la tarde, y el cartero ha apa

última vez y no ha dejado nada en mi buzó
do el periódico y hojeado un libro, y he tenido unos pocos pensamientos al azar…

El señor Cinco por cinco, mide cinco pies de altura
y otros cinco de anchura…

y ahora, como cualquier ama de casa, estoy escuchando la

La hija de la patrona nos ha advertido que no la pongamos demasiado alta, pues está enferma en cama desde hace má tres meses. Parece ser que la anciana no va a vivir mucho m ciega y casi calva; debe de tener cerca de noventa a
La veo en ocasiones, entre las cortinas, cuando subo la escalera. Su hija está al frente de la casa desde septiembre. Ella y su marido, el capitán Briggs, viven en el tercer piso. É
nece a la División de Intendencia. Tiene unos cincuenta a
(es mucho mayor que su mujer), y es un hombre de comón robusta, pulcro, de cabello gris y hablar pausado. A menudo le vemos pasear al otro lado de la valla, fumando ltimo cigarrillo antes de retirarse.

A las cuatro y media oigo al vecino de al lado, el se Vanaker, que tose y gruñe. Iva, por alguna razón que solo a ella concierne, le llama el «hombre lobo». Es un ser extra
y fastidioso. Estoy convencido de que su tos se debe en parte al alcohol y en parte a los nervios. Y es también una especie de actividad social. Iva no está de acuerdo en esto conmié que ese hombre tose para llamar la atenció
tanto tiempo viviendo en casas de huéspedes que tengo buen ojo para distinguir a esa clase de persona. Hace añ avenida Dorchester, había un viejo que se negaba a cerrar la puerta de su cuarto, se sentaba o tendía de cara al pasillo y ía y noche a cuantos pasaban. Y en la calle Schiía otro el grifo de cuyo lavabo siempre estaba abierto. Esa era su manera de hacernos conocer su existencia. El se

Vanaker tose. No solo eso, sino que cuando va al bañ
la puerta entreabierta. Camina pesadamente por el pasillo, y al cabo de un momento oyes los sonidos de su actividad. ltimamente Iva se ha quejado de esto a la señ
quien ha fijado con chinchetas un aviso en la pared: «
ga a los ocupantes que cierren la puerta cuando usen el ba
y que lleven bata para desplazarse». Por ahora no ha servido

Gracias a la señora Briggs nos hemos enterado de una serie de cosas interesantes acerca de Vanaker. Antes de que la anciana cayera enferma, le insistía continuamente para que fuese al él. «Cuando es evidente para cualquiera que mam
ve en absoluto.» Antes tenía la costumbre de bajar corriendo para responder al teléfono llevando solo los pantalones del … el motivo de la advertencia sobre la bata. El capit tuvo que intervenir y poner fin a semejante proceder. Marie ha encontrado cigarros a medio fumar en los suelos de las habitaciones desocupadas, y sospecha que Vanaker fisgonea en la casa. No es un caballero. Ella le limpia la habitació
Marie es muy exigente con el comportamiento de los blancos, y las aletas de la nariz se le ensanchan todavía má
él. Afirma que la anciana, la señora Kiefer, cierta vez ó con echarlo.

Vanaker es enérgico. Sin sombrero y con una chaqueta de ín, se apresura calle arriba y entre los arbustos nevados. Cierra bruscamente la puerta de la calle y, en el primer ón, se quita la nieve de las botas. Entonces, tosiendo como un loco, sube corriendo la escalera.

A las seis me encuentro con Iva en el restaurante de Fallon para cenar. Lo hacemos en ese local con bastante regularidad. A veces vamos al Merit o a una cafeterí Cincuenta y tres. En general, nuestras veladas son cortas. Volvemos a casa antes de medianoche.

Es un embotamiento narcótico. Hay ocasiones en las que ni siquiera soy consciente de que esta clase de vida no está Pero, por otro lado, hay ocasiones en las que me despierto perplejo y desazonado, y entonces me considero una ví moral de la guerra. He cambiado. Dos incidentes ocurridos la semana pasada me han mostrado hasta qué punto. Al primero apenas puedo llamarlo incidente. Estaba hojeando de Goethe y encontré la siguiente frase: «
n a la vida tiene unas causas tanto físicas como morales
í lo bastante estimulado para seguir leyendo: « cuanto reconforta en la vida se basa en la aparición regular de menos externos. Los cambios del día y la noche, de las estaciones, de las flores y los frutos y todos los demá
res recurrentes que se nos ofrecen y de los que podemos y debemos disfrutar, tales son los móviles principales de nuestra vida terrena. Cuanto más abiertos estamos a estos goces, ás felices somos; pero si estos fenómenos cambiantes se despliegan y no nos interesamos por ellos, si somos insensibles a tan hermosas incitaciones, entonces sobreviene el mal s doloroso, la dolencia más abrumadora: consideramos la vida como una carga odiosa. Dicen de un inglés que se ahorpara no tener que vestirse y desvestirse nunca más» leyendo con una sensación desacostumbrada. El encabezamiento en la siguiente página del texto de Goethe decía « sancio de la vida». Exactamente. El cansancio de la vida

. Entonces leí la afirmación: «Nada ocasiona tanto esta fatiga como la recurrencia de la pasión del amor»
el libro, profundamente decepcionado.

No obstante, sin poder evitarlo veía de qué manera tan diferente este mundo me habría afectado un año atrá mucho que yo había cambiado. Entonces podría haberme parecido cierto pero no especialmente notable. La ané
és podría haberme divertido, pero no conmovido. Ahora su hastío arrojó a la sombra esa «pasión de amor»

ó al instante su lugar para mí, al lado de ese asesino, Barnardine, en Medida por medida, cuyo desprecio por la vida igualaba a su desprecio de la muerte, de modo que no a de su celda para que lo ejecutaran. Sentirme atraí
esos dos era prueba de que realmente había cambiado.

Y ahora el segundo incidente.

Mi suegro, el viejo Almstadt, atrapó un fuerte resfriado, e Iva, sabiendo lo inepta que es su madre, me pidió
á y echara una mano.

Los Almstadt viven en el Northwest Side, a una deprimente hora de viaje en el Ferrocarril Elevado. Encontré
en un gran desorden. La señora Almstadt trataba de hacer las camas, cocinar, atender a su marido y responder al telé todo a la vez. El teléfono no estaba en silencio má
minutos seguidos. Sus amigos llamaban sin cesar, y a cada uno ía la historia completa de sus sinsabores. Mi suegra siempre me ha desagradado. Es una mujer de baja estatura, rubia, con un notable aspecto de solterona. Su color natural, cuando permite que se le vea, es sano. Tiene los ojos grandes y con una expresión de complicidad, pero, como no hay nada de lo que ser cómplice, tan solo reflejan su estupidez. Se empolva a conciencia y se pinta los labios dándoles la forma que se ha convertido en el recurso universal de sensualidad de todas las mujeres, desde las que apenas han madurado hasta las muy ancianas. La señora Almstadt, que se aproxima a la cincuentena, tiene ya muchas arrugas, algo que le preocupa sobremanera, y siempre está atenta a la aparició mascarillas y lociones faciales.

Cuando entré, estaba ocupada, hablando con alguien por fono, y fui a la habitación de mi suegro. Estaba acostado, con las rodillas erguidas y los hombros alzados, de modo que la cabeza parecía unida directamente al cuerpo, sin el cuello. és de una abertura del pijama se le veía la carne blanca y adiposa bajo un vello grisáceo. Parecía una persona desconocida, debido a la chaqueta del pijama abotonada y con un emblema en el bolsillo, y un poco ridícula. El pijama era cosa

ñora Almstadt. Ella le compraba la ropa, y lo hab vestido para la cama como un mandarín o un príncipe Romanoff. Sus anchos nudillos estaban unidos sobre el edredó seda. Me saludó con una sonrisa no del todo sincera y una ón que parecía revelar el temor de que caer enfermo pudiera considerarse poco viril o impropio de un padre. Sin embargo, al mismo tiempo procuraba dejar claro que pod permitirse pasar unos pocos días en cama. Llevaba una buena delantera; el negocio (esto me lo dijo con una mezcla conflictiva de despreocupación y desafío) estaba en buenas manos.

El teléfono volvió a sonar, y una vez más la señora Almstadt se puso a contar sus cosas a uno de sus innumerables cono

¿quién sabe quiénes son?). Su marido había enfermado a anterior, y llamaron al médico, quien dijo que este invierno hay una epidemia de gripe en toda regla. Estaba agotada, sencillamente agotada, tratando de llevar la casa y cuidar del seor Almstadt. No podrías dejar a un enfermo solo… ¿ puedes hacer sin una criada? Sus palabras caían sobre nosotros como una lluvia de bolitas de cristal. El viejo Almstadt no daba ninguna indicación de que la oyera; en ocasiones parecí ticamente sordo a lo que decía su mujer. Pero, claro, era imírla, pues la mujer tiene una voz aguda, atonal, que penetra en cualquier parte. Y lo que ahora me producí
sidad era si no le afectaba o si la consideraba un incordio. Durante los cinco años transcurridos desde que empecé
yerno, no le he oído nunca ni criticar ni defender a su esposa, salvo en las dos ocasiones en que dijo: «Katy es todaví
a; no ha llegado a hacerse adulta».

Antes de que fuera consciente de lo que decía, le pregunt
Cómo ha podido aguantar tanto tiempo, señ

Aguantar? —replicó él—. ¿Qué?

Con ella —seguí aventurándome—. A mí me fastidiaa, de eso no hay duda.

De qué me estás hablando? —inquirió el viejo, perplejo y enojado. Supongo que sería deshonroso permitir que nadie le dijera tales cosas a la cara. Pero yo no podí nerme. En aquel momento no me parecía un error, sino una pregunta de lo más natural. De improviso me encontraba en un estado mental que requería franqueza para su satisfacci Ninguna otra cosa serviría—. No sé qué quieres decir.

me estás hablando? —repitió.
—Bueno, escúchela.
—Ah, te refieres al teléfono.
—Sí, el teléfono.
Él pareció un tanto aliviado.
—A eso no le presto ninguna atención. Todas las mujeres son parlanchinas. Puede que Katy hable más que la mayor pero uno tiene que permitírselo. Ella…

—¿No ha llegado a hacerse adulta? —le interrumpí Dudo de que esto fuese lo que él pretendí
como la frase era suya no podía disentir. Con los labios muy prietos, asintió.

—Sí, en efecto. Algunas personas resultan ser distintas de ás. No todo el mundo es igual.

Hablaba con rigidez; aún estaba enojado. Tambié
que hacerme concesiones, de vez en cuando. De esa manera, indirectamente, me daba a entender que mi conducta no siempre era como debería ser. Había enrojecido mucho, y el color de su cara tardaba en volver a la normalidad, á
brillaba bajo el aplique de dos brazos cuya luz poseí tonalidad singular, como de té. ¿Estaba disimulando a prop sito una opinión que, es preciso admitirlo, tenía todo el derecho a sostener en privado, o creía realmente lo que decí
ltima era la explicación más probable. La cháchara, el tedio y todo lo demás eran de esperar; acompañaban a todo matriún había otra posibilidad a considerar, la de que no se resignaba y no hacía caso omiso a su mujer como afirmaba, sino que (y con toda probabilidad no era consciente de ía y le encantaba, quería que fuese desaliñ
latana, idiota y afectada, que soportarla fuese una satisfacci
Su cara, mientras nos mirábamos el uno al otro, adopt aspecto canino. Me sentí turbado, y rechacé mis imagina

El médico había extendido una receta y el viejo me pidi que fuese a la farmacia. Al salir oí que la señora Almstadt estaba diciendo: «Joseph, el marido de mi Iva está aquí echarnos una mano. Ahora no trabaja, está esperando a que le llamen a filas, así que dispone de todo el tiempo del mun

. Di un respingo y me volví, lleno de indignació
ella, apretando el negro instrumento en forma de riñó
tra la mejilla, me sonrió como si tal cosa. Me pregunté
a posible que no lo hubiera dicho intencionadamente, que fuese inocente, que sus pensamientos fuesen tan lisos y sin contenido como mostradores o fichas de dominó en blanco, que en ella se dieran a medias la malicia y la inocencia, o que actuara en ella una malicia de la que ella misma no sabí

En el exterior soplaba un fuerte viento; el sol, bajo y crudo en un campo de ásperas nubes, en

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