I
En seguida, con las primeras palabras que le dirigió, quiso avisarla de que no se proponía comprometerse en una relación demasiado seria, es decir, que le habló más o menos así:
—Te quiero mucho y deseo, por tu bien, que nos pongamos de acuerdo para ser muy cautos.
Eran palabras tan prudentes, que resultaba difícil considerarlas dichas por amor a alguien y con un poco más de franqueza deberían haber sido éstas:
—Me gustas mucho, pero en mi vida nunca podrás ser más importante que un juguete. Tengo otros deberes: mi carrera, mi familia.
¿Su familia? Una sola hermana, que no representaba el menor estorbo, ni físico ni moral, pequeña y pálida y unos años más joven que él, pero mayor por el carácter o tal vez por el destino. De los dos, él era el egoísta, el joven; ella vivía para él, como una madre olvidada de sí misma, pero no por ello dejaba él de considerarla otro destino importante unido al suyo y que pesaba sobre él y así, al sentirse los hombros cargados con tamaña responsabilidad, pasaba por la vida con cautela y dejando aparte todos los peligros, pero también el gozo, la felicidad. A los treinta y cinco años, sentía en su alma el ansia insatisfecha de placeres y amor y ya la amargura de no haberlos disfrutado y en la cabeza un profundo miedo a sí mismo y a la debilidad de su carácter, más sospechada, en verdad, que conocida por experiencia.
La carrera de Emilio Brentani era más complicada, porque se componía de dos ocupaciones y dos fines muy distintos. Con un empleíllo de poca importancia en una compañía de seguros obtenía el dinero justo que la familia necesitaba. La otra carrera era la literaria y, aparte de una modesta reputación, que satisfacía más la vanidad que la ambición, no le rendía nada, pero lo cansaba aún menos. Desde hacía muchos años, después de haber publicado una novela elogiadísima por la prensa de su ciudad, no había hecho nada: por inercia, no por desconfianza. La novela, impresa en papel de mala calidad, había amarillecido en el almacén del editor, pero, mientras que, a su publicación, se había hablado de Emilio sólo como una gran promesa para el futuro, ahora se lo consideraba algo así como una respetable figura literaria que contaba en la modesta ejecutoria de la ciudad. No es que se hubiese modificado la primera sentencia, sino que había evolucionado.
Con la clarísima conciencia que tenía de la nulidad de su obra, no se jactaba del pasado, pero tanto en el arte como en la vida creía encontrarse aún en el período de preparación y en lo más profundo de su ser se consideraba una máquina potente y genial en construcción, pero que aún no había llegado a la fase de actividad. Vivía siempre esperando, impaciente, algo que debía producir su cabeza —el arte— y algo que debía llegarle de fuera —la fortuna, el éxito—, como si la edad de las mayores capacidades no hubiese llegado a su ocaso para él.
Angiolina, una rubia de grandes ojos azules, alta y fuerte, pero esbelta y cimbreña, con el rostro iluminado por la vida y un color ambarino teñido de rosa por una salud excelente, caminaba junto a él, con la cabeza inclinada hacia un lado, como vencida por el peso del mucho oro que la cubría, y mirando al suelo, que a cada paso tocaba con su elegante sombrilla, como si con ello quisiera comentar las palabras que oía. Cuando creyó haber entendido, dijo, al tiempo que lo miraba tímidamente y a hurtadillas:
—¡Qué extraño! Nadie me ha hablado así nunca.
No había entendido y se sentía halagada, al verlo asumir una función que no le correspondía: la de alejar el peligro de ella, por lo que el afecto que él le ofrecía cobró un cariz fraternalmente dulce.
Tras sentar aquellas premisas, el otro se sintió tranquilo y recobró un tono más propio para aquella circunstancia. Vertió sobre la rubia cabeza las declaraciones líricas que a lo largo de tantos años había madurado y afinado su deseo, pero, al hacerlo, él mismo las sentía renovarse y rejuvenecer como si hubieran nacido en aquel instante, al calor de los azules ojos de Angiolina. Tuvo la sensación, que no experimentaba desde hacía muchos años, de componer, de sacar de su interior ideas y palabras: un alivio que daba a aquel momento de su triste vida un aspecto extraño, inolvidable, de pausa, de paz. ¡Entraba en ella la mujer! Ésta, radiante de juventud y belleza, debía iluminarla por entero, al hacerle olvidar el triste pasado de deseo y soledad y prometerle una alegría para el futuro que, desde luego, ella no comprendería.
Se había acercado a ella con la idea de vivir una aventura fácil y breve, de las que había oído describir con tanta frecuencia y que a él no le habían tocado en suerte nunca o al menos nunca habían sido dignas de recordación. Ésta se había anunciado como fácil y breve en verdad. La sombrilla había caído a tiempo para brindarle un pretexto con el que acercarse e incluso, tras quedar enredada —¡parecía cosa de malicia!— en la cintura adornada de encajes de la muchacha, se había negado a desprenderse sin tirones muy visibles, pero después, ante aquel perfil asombrosamente puro, aquella hermosa salud —para los retóricos, corrupción y salud parecen inconciliables— había aflojado su impulso, temiendo haberse equivocado y, por último, quedó encantado al admirar una cara misteriosa de facciones precisas y dulces, ya satisfecho, ya feliz.
Ella le había contado poco de sí misma y en aquella ocasión, totalmente embargado por su propio sentimiento, ni siquiera lo oyó. Debía de ser pobre, muy pobre, pero de momento —lo había declarado con cierto orgullo— no necesitaba trabajar para vivir. Así la aventura resultaba aún más agradable, porque la cercanía del hambre constituye un impedimento para la diversión. Así, pues, Emilio no indagó demasiado, pero creyó que sus conclusiones lógicas, aun basadas en semejantes fundamentos, debían bastar para tranquilizarlo. Si la muchacha era, como hacían pensar sus límpidos ojos, honesta, no sería él, desde luego, quien se expondría al peligro de depravarla; en cambio, si el perfil y los ojos mentían, tanto mejor. En ambos casos podía haber diversión y en ninguno de ellos peligro.
Angiolina no había entendido gran cosa de las premisas, pero era evidente que no necesitaba comentarios para comprender el resto; incluso las palabras más difíciles carecían de ambigüedad. Los colores de la vida resaltaron en la hermosa cara y la mano, de forma pura, aunque grande, no se substrajo a un beso castísimo de Emilio.
Se detuvieron largo rato en la terraza de Sant’Andrea y contemplaron el mar en calma y coloreado en la noche estrellada, clara pero sin luna. Por el paseo situado debajo pasó un carro y en el gran silencio que los rodeaba el ruido de las ruedas en el terreno desigual tardó mucho en dejar de oírse. Se divirtieron siguiéndolo, cada vez más tenue, hasta que se disipó en el silencio universal y se alegraron de que para los dos desapareciera en el mismo instante.
—Nuestros oídos están acompasados —dijo Emilio, con una sonrisa.
Ya lo había dicho todo y no sentía necesidad de hablar más. Interrumpió un largo silencio para decir:
—¡Tal vez este encuentro nos traiga suerte!
Era sincero. Había sentido la necesidad de dudar de su felicidad en voz alta.
—¡Tal vez! —replicó ella intentando comunicar a su voz la emoción que había sentido en la de él.
Emilio sonrió de nuevo, pero se consideró obligado a ocultarlo. Dadas las premisas por él sentadas, ¿qué clase de suerte podía resultar a Angiolina por haberlo conocido?
Después se separaron. Ella no quiso que la acompañara por la ciudad y él la siguió a cierta distancia sin poder aún alejarse de ella del todo. ¡Oh, qué figura más hermosa! Ella caminaba con la calma de su fuerte organismo, segura por el empedrado cubierto de un cieno resbaladizo: ¡cuánta fuerza y cuánta gracia juntas en aquellos movimientos firmes como los de un felino!
Dio la casualidad de que el día siguiente se enteró de muchas más cosas sobre Angiolina de las que ella le había contado.
Se tropezó con ella a mediodía en el Corso. La inesperada suerte le inspiró un saludo alegre, un gesto amplio con el cual su sombrero bajó hasta poca distancia del suelo; ella respondió con una leve inclinación de la cabeza, pero corregida por una mirada brillante, magnífica.
Un tal Sorniani, hombrecillo amarillento y delgado, muy mujeriego, según contaban, pero también vanidoso y lenguaraz a costa del buen nombre ajeno y del propio, se colgó del brazo de Emilio y le preguntó cómo era que conocía a aquella muchacha. Eran amigos desde niños, pero llevaban años sin hablarse y había de pasar entre ellos una mujer hermosa para que Sorniani sintiese la necesidad de acercarse a él.
—Me la presentaron en casa de unos conocidos míos —respondió Emilio.
—¿Y qué hace ahora? —preguntó Sorniani, con lo que daba a entender que conocía el pasado de Angiolina y se sentía en verdad indignado por no conocer su presente.
—No lo sé —dijo Emilio y añadió con indiferencia bien disimulada—. A mí me dio la impresión de ser una muchacha decente.
—¡Un momento! —dijo Sorniani, resuelto, como si quisiera afirmar lo contrario, y, tras una breve pausa, cambió de tono—. Yo no sé nada y, cuando la conocí, todo el mundo la consideraba honesta, si bien en cierta ocasión se encontró en una posición algo equívoca.
Sin que Emilio necesitara incitarlo para que siguiera, contó que aquella pobrecilla había pasado cerca de una gran fortuna, que después se había convertido, por culpa propia o ajena, en una gran desventura. En su primera juventud había enamorado profundamente a un tal Merighi, hombre muy apuesto —reconocía Sorniani, aunque a él no le había gustado— y comerciante acomodado. Éste se le había acercado con los propósitos más honestos; la había separado de su familia, que no le gustaba demasiado, y la había acogido en casa de su madre.
—¡De su madre! —exclamaba Sorniani—. Como si ese bobo —necesitaba presentar al hombre como un bobo y como indecente a la mujer— no hubiese podido gozar de la muchacha también fuera de su casa y no delante de su madre. Después, al cabo de unos meses, Angiolina regresó a su casa, de la que nunca debería haber salido, y Merighi abandonó, junto con su madre, la ciudad, tras hacer creer que se había empobrecido a consecuencia de especulaciones desafortunadas. Según otros, lo sucedido había sido un poco diferente. La madre de Merighi, tras descubrir un embrollo vergonzoso de la muchacha, la había echado de su casa.
Después añadió, sin que se lo pidieran, otras variaciones sobre el mismo tema, pero resultaba demasiado evidente que lo complacía desahogarse sobre aquel asunto excitante y Brentani retuvo sólo las palabras a las que podía prestar fe plena, los hechos que debían ser notorios. Había conocido de vista a Merighi y recordaba su alta figura de atleta, la pareja ideal para Angiolina. Recordaba haber oído que lo describían —o, mejor dicho, criticaban— como un idealista en el comercio: un hombre demasiado audaz, convencido de poder conquistar el mundo con su actividad. Por último, por las personas con las que había de tratar a diario en su empleo había sabido que aquella audacia había costado cara a Merighi, quien se había visto obligado a liquidar su empresa en condiciones desastrosas. Así, pues, las palabras de Sorniani se las llevaba el viento, porque ahora Emilio creía poder conocer con exactitud lo sucedido. A Merighi, empobrecido y desalentado, le había faltado valor para fundar una nueva familia y así Angiolina, que había de llegar a ser una mujer burguesa, rica y seria, acababa en sus manos, como un juguete. Sintió una profunda compasión de ella.
Sorniani había presenciado en persona las manifestaciones de amor de Merighi. Lo había visto varias veces, esperando un largo rato, los domingos, en el umbral de la iglesia de Sant’Antonio Vecchio, a que ella hubiera dicho sus oraciones arrodillada junto al altar y contemplando absorto aquella cabeza rubia, que relucía incluso en la penumbra.
«Dos adoraciones», pensó, conmovido, Brentani, a quien resultaba fácil intuir la ternura que mantenía clavado a Merighi en el umbral de aquella iglesia.
—Un imbécil —concluyó Sorniani.
Las informaciones de Sorniani realzaron la importancia de su aventura para Emilio. La espera del jueves, en que iba a verla de nuevo, cobró un cariz febril y la impaciencia lo volvió charlatán.
Su amigo más íntimo, un tal Balli, escultor, se enteró del encuentro justo un día después de que se produjera.
—¿Por qué no podría divertirme un poco también yo, si me resulta tan barato? —había preguntado Emilio.
Balli lo escuchó con la más evidente expresión de asombro. Era amigo de Brentani desde hacía más de diez años y por primera vez lo veía apasionarse por una mujer. Le preocupó al instante ver el peligro que amenazaba a Brentani.
El otro protestó:
—¿Yo en peligro, a mi edad y con mi experiencia?
Brentani hablaba a menudo de su experiencia. Lo que creía poder llamar así era algo procedente de los libros: una gran desconfianza y un gran desprecio de sus semejantes.
En cambio, Balli había empleado mejor sus cuarenta años cumplidos y su experiencia le permitía juzgar la de su amigo con aptitud. Era menos culto, pero siempre había ejercido sobre él algo así como una autoridad paterna, consentida, deseada por Emilio, quien, pese a su destino, poco alegre, pero en modo alguno amenazador, y a su vida, en la que nada imprevisto había, necesitaba respaldos para sentirse seguro.
Stefano Balli era un hombre alto y fuerte, de ojos azules y juveniles en una de esas caras de tez broncínea que no envejecen: la única señal de su edad eran las incipientes canas en su pelo castaño, la barba cuidadosamente recortada y una figura correcta y un poco dura. A veces, cuando lo animaba la curiosidad o la compasión, su mirada de observador resultaba dulce, pero se volvía durísimo en la lucha y la discusión más trivial.
Tampoco él había conocido el éxito. Al rechazar sus bocetos, un jurado había alabado tal o cual detalle, pero ninguna de sus obras había acabado en plaza alguna de las muchas que hay en Italia. Aun así, nunca se había sentido abatido por el fracaso. Se contentaba con la aprobación de algún artista particular por considerar que su originalidad había de impedirle el éxito en gran escala, el favor de las masas, y había seguido rigiendo su vida conforme a cierto ideal de espontaneidad, a una rudeza voluntaria, a una sencillez o, como él decía, lucidez de la que, según creía, había de resultar su «yo» artístico depurado de toda clase de ideas o formas ajenas. No pensaba que el resultado de su obra pudiera humillarlo: aun así, si un éxito personal inaudito no le hubiese brindado satisfacciones que ocultaba o incluso negaba, pero que contribuían no poco a mantener erecta su apuesta figura esbelta, los razonamientos no lo habrían salvado del desaliento. Para él, el amor de las mujeres era algo más que una satisfacción de la vanidad, pese a que, por ser, por encima de todo, ambicioso, no sabía amar. Se trataba del éxito o se le parecía mucho; por amor al artista, las mujeres amaban también su arte, pese a ser tan poco femenino. Así, profundamente convencido de su genialidad y sintiéndose admirado y amado, conservaba con toda naturalidad su actitud de persona superior. En materia de arte, emitía juicios ácidos e imprudentes y en la sociedad mostraba un comportamiento poco cauteloso. Gustaba poco a los hombres y sólo se aproximaba a aquellos a los que había podido imponerse.
Unos diez años antes, se había tropezado con Emilio Brentani, entonces un jovencito, egoísta como él, pero menos afortunado, y le había tomado afecto. Al principio sintió predilección por él sólo porque recibía su admiración; mucho después, con la costumbre llegó a serle caro, indispensable. Su relación cobró la impronta de Balli. Llegó a ser, como todas las escasas relaciones del escultor, más íntima de lo que Emilio, por prudencia, habría deseado, y sus intercambios intelectuales permanecieron limitados a las artes plásticas, respecto de las cuales coincidían enteramente, porque en ellas regía una sola idea, aquella a la que se había consagrado Balli: la reconquista de la sencillez o ingenuidad que los —así llamados— clásicos nos habían robado. El acuerdo resultaba fácil: Balli enseñaba y el otro ni siquiera habría podido aprender. Nunca hablaban de las complejas teorías literarias de Emilio, ya que Balli detestaba todo lo que ignoraba, y Emilio sufrió la influencia de su amigo incluso en la forma de caminar, hablar, gesticular. Como hombre, en el sentido auténtico de la palabra, que era, Balli se negaba a recibir y, cuando Brentani se encontraba a su lado, podía tener la sensación de ir acompañado por una de las muchas mujeres a él sometidas.
—En efecto —dijo después de haber oído a Emilio todos los detalles de la aventura—, no debería haber peligro. El carácter de la aventura ha quedado ya fijado por esa sombrilla que tan oportunamente se escapó de su mano y por la cita al instante convenida.
—Es cierto —confirmó Emilio, si bien no dijo que había concedido tan poca importancia a aquellos dos detalles, que, al destacarlos Balli, lo habían sorprendido como hechos nuevos.
—Entonces, ¿crees que Sorniani tiene razón?
Desde luego, en su juicio sobre las informaciones de Sorniani no los había tenido en cuenta.
—Preséntamela —dijo Balli, prudente— y después juzgaremos.
Brentani no pudo callar ni siquiera con su hermana. La señorita Amalia nunca había sido hermosa: alta, flaca y descolorida (Balli decía que había nacido gris), de muchacha sólo le habían quedado las manos blancas, finas, maravillosamente torneadas, a las que dedicaba todos sus cuidados.
Era la primera vez en que él le hablaba de una mujer y Amalia escuchó, asombrada y con la faz al instante alterada, aquellas palabras que creía honestas, castas, pero que en la boca de él resultaban henchidas de deseo y amor. Él no había contado aún nada y ella, ya espantada, había murmurado la admonición de Balli:
—Procura no hacer una tontería.
Pero después quiso que él le contara todo y Emilio creyó poder confiar su admiración y la felicidad sentida aquella primera noche sin revelar sus propósitos y esperanzas. No se daba cuenta de que lo que expresaba era lo más peligroso. Ella estuvo escuchándolo, mientras le servía en silencio y solícita a fin de que no hubiera de interrumpirse para pedir esto o lo otro. Cierto es que ella había leído, con la misma expresión, el medio millar de novelas mostradas con ostentación en el viejo armario convertido en biblioteca, pero la fascinación que ahora sentía era —y ella, asombrada, ya lo sabía— totalmente distinta. No era una oyente pasiva, no era la vivencia ajena lo que la apasionaba; su propio destino se reavivaba intensamente. El amor había entrado en aquella casa y vivía a su lado, inquieto, activo. Con un solo soplo había disipado la estancada atmósfera en que ella había pasado, sin advertirlo, sus días y miraba a su interior, asombrada de que, dada su naturaleza, no hubiera deseado gozar y sufrir.
Hermano y hermana entraban en la misma aventura.
II
Pese a la obscuridad, la reconoció al instante, cuando doblaba la esquina del Campo Marzio. Para ello le iba a bastar ya con ver avanzar su sombra con aquel movimiento sin ritmo, es decir, sin impulsividad: el de un cuerpo dirigido con mano segura, afectuosamente. Corrió a su encuentro y ante el asombroso color de aquella cara —extraño, intenso, uniforme, sin mácula— sintió que por el pecho le subía un himno de júbilo. Ella había acudido y, cuando se apoyó en su brazo, le pareció que se había entregado por entero.
La llevó hacia el mar, lejos del paseo por el que pasaban aún algunos transeúntes y, en la playa, se sintieron bien a solas. Le habría gustado besarla en seguida, pero no se atrevió a hacerlo, pese a que ella, quien no había dicho ni palabra, le sonreía, incitante. Ya la simple idea de que, de atreverse, habría podido pasarle los labios por los ojos o la boca lo emocionó profundamente, lo dejó sin aliento.
—¡Oh! ¿Por qué ha tardado tanto? Temía que no viniera.
Hablaba así, pero había olvidado su resentimiento; como ciertos animales, en el amor sentía la necesidad de lamentarse, hasta el punto de que después le pareció haber explicado su descontento con palabras alegres:
—Me parece imposible tenerla aquí.
Aquella reflexión le dio idea cabal del sentimiento de su felicidad.
—Y yo que no creía que pudiera haber una noche más bella que la de la semana pasada.
¡Oh, cuánto más contento se sentía ahora, que podía gozar de la conquista lograda!
Pasaron al beso demasiado pronto, en vista de que, después de aquel primer impulso de estrecharla en seguida en sus brazos, ahora se habría contentado con mirar y soñar, pero ella entendía aún menos los sentimientos de Emilio que éste los suyos. Él se había atrevido a acariciarle tímidamente el pelo: ¡cuánto oro! Pero oro era también su piel —había añadido— y toda su persona. Creía, así, haber dicho todo, pero no así Angiolina. Se quedó un instante pensativa y habló de una muela que le dolía.
—Aquí —dijo y enseñó su purísima boca, las rojas encías, los dientes sólidos y blancos, un cofre de piedras preciosas, engastadas y distribuidas por un artífice inimitable: la salud.
Él no se rió y besó la boca que se le ofrecía.
Aquella desmesurada vanidad no lo inquietó, puesto que tanto la gozaba: más aún, no la advirtió. Él, que, como todos los que no viven, se había creído más fuerte que el espíritu más alto, más indiferente que el pesimista más convencido, miró en derredor las cosas que habían asistido al gran acontecimiento.
No estaba mal. La luna no había salido aún, pero ahí fuera, en el mar, había un centelleo iridiscente: parecía que el sol acabara de pasar y todo brillase aún con la luz de él recibida. En cambio, a ambos lados el azul de los promontorios lejanos estaba obscurecido por la noche más tétrica. Todo era enorme, ilimitado, y en todas aquellas cosas lo único que se movía era el color del mar. Tuvo la sensación de que en aquel instante sólo él, en la inmensa naturaleza, actuaba y amaba.
Le habló de todo lo que Sorniani le había contado y al final le preguntó por su pasado. Ella se puso muy seria y habló en tono dramático de su aventura con Merighi. ¿Abandonada? No era la expresión idónea, porque había sido ella quien había pronunciado la palabra decisiva para exonerar a los Merighi de su compromiso. Cierto es que la habían fastidiado de todas las formas posibles y habían dado a entender que la consideraban una carga para la familia. La madre de Merighi (¡oh, aquella vieja gruñona, mala, enferma de su demasiada bilis!) se lo había espetado con toda claridad:
—Eres nuestra desgracia, porque, si no fuera por ti, a saber qué dote podría encontrar mi hijo.
Entonces, por su propia voluntad abandonó aquella casa, volvió con su madre —pronunció con dulzura esta dulce palabra— y, poco después, enfermó de dolor. La enfermedad fue un alivio, porque con la fiebre se olvidan todas las penas.
Después quiso saber quién se lo había contado.
—Sorniani.
Tardó en recordar el nombre, pero después exclamó riendo:
—Ese feo ser amarillo que siempre va acompañado de Leardi.
También conocía a Leardi, un joven que comenzaba entonces a vivir, pero con ímpetu, que en seguida lo había situado en primera línea entre los vividores de la ciudad. Se lo había presentado Merighi muchos años antes, cuando los tres eran casi niños y jugaban juntos.
—Lo quiero mucho —concluyó con una franqueza que hacía creer en la sinceridad de todas sus demás palabras.
Y también Brentani, quien empezaba a preocuparse por que aquel joven y temible Leardi fuera tras ella, se tranquilizó ante aquellas últimas palabras: «¡Pobrecilla!», pensó. «Tan honesta y tan poco astuta».
¿No habría sido mejor volverla menos honesta y más astuta? Tras hacerse esa pregunta, se le ocurrió la magnífica idea de educar él a aquella muchacha. A cambio del amor que recibía de ella, sólo podía darle una cosa: el conocimiento de la vida, el arte de aprovecharla. También el suyo era un don preciosísimo, porque, con aquella belleza y aquella gracia y dirigida por una persona experta como él, podría salir victoriosa en la lucha por la vida. Así, gracias a él, conquistaría por sí sola la fortuna que él no podía brindarle. Al instante quiso transmitirle parte de las ideas que le venían a la cabeza. Dejó de besarla y adularla y, para enseñarle el vicio, adoptó el aspecto austero de un maestro de la virtud.
Con una ironía para consigo mismo con la que con frecuencia se complacía, se puso a compadecerla por haber caído en las manos de un hombre como él, pobre de dinero y de cualquier otra cosa: energía y valor. Porque, si hubiese tenido valor —y, al hacerle por primera vez una declaración de amor más seria que todas las anteriores, su voz se alteró con una gran emoción—, habría tomado a su rubia en sus brazos, la habría estrechado contra su pecho y la habría llevado por la vida, pero, en cambio, no se sentía capaz de tanto. Oh, la miseria compartida por los dos era algo horrible; era la esclavitud, la más dolorosa de todas. La temía para él y para ella.
Entonces ella lo interrumpió:
—A mí no me daría miedo —a él le pareció que ella quería cogerlo por el cuello y arrojarlo a aquella condición que tanto temía—: yo viviría junto al hombre al que quisiera, pobre y resignada.
—Pero yo no —dijo él, tras una breve pausa y fingiendo haber vacilado un instante—. Yo me conozco. En la estrechez no podría siquiera amar.
Y, tras otra