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Italo Svevo

Fragmento

UNA LUCHA

UNA LUCHA

Una mujercita que vive sola y recibe con libertad en su casa es propiedad de quien quiera tomarla. Así pensaban al menos Arturo Marchetti y Ariodante Chigi, el primero célebre poeta de N.; el otro, igualmente célebre, pero como actor, esgrimidor, cultivador del deporte. Precisamente así pensaban la primera tarde en que fueron admitidos en casa de Rosina, hermosa rubita que acababa de llegar a N. Fácil había de ser la conquista, pero a nuestras dos celebridades se la dificultó su presentación simultánea.

Ya la primera tarde, Rosina se comportó de un modo que no resultara injusto para ninguno de los dos. No cabe duda de que había advertido la facilidad de palabra y la elocuencia del poeta, su agudeza, la belleza de su rostro, sin pelo, por desgracia, aunque provisto de dos ojos azules, tan expresivos como su palabra, pero también hizo su efecto en ella la masculina apostura del moreno Ariodante, sus serenos, pero enérgicos gestos, su sana y hermosa voz. Las virtudes de uno iban en detrimento del otro.

Salieron al mismo tiempo de la casa de Rosina y en la calle, antes de separarse, el poeta, sin poder resistir la tentación de averiguar las intenciones de su gigantesco rival, le preguntó: «Simpática, ¿verdad?»

«Pues sí, ¡simpática!», repitió Ariodante con indiferencia. «Pero camina un poco curvada y es una lástima; si mantuviera su rubia cabecita más alta, causaría mejor impresión».

Esa observación crítica alivió el corazón de Arturo: «Parece que no le gusta; como es una persona que ha seducido a tantas, una mujer más o menos no le descabala las cuentas».

En cambio, el pobre Arturo se había pasado la vida leyendo y escribiendo. Hasta los treinta y cinco años, cuando moría su juventud, no se había decidido a introducir el nuevo elemento —la mujer— en su vida. Hasta entonces la había soñado como el ideal, la finalidad de la vida; se preservaba para ese fin, quería poder ofrecer a su mujer un corazón joven, intacto. Esa mujer soñada —soñada como suya— debía ser una persona del todo especial y debía tener una cabecita digna de llevar la corona de laurel que él quería colocarle, pero esa mujer no apareció y, cuando le pareció que la había encontrado, ella rechazó la corona de laurel ofrecida y prefirió flores artificiales de metal o puro carbono cristalizado. Ya se había cansado de esperar y se acercó a Rosina pensando: “Al menos quiero divertirme: si encuentro algo mejor, la dejo; si no, hago con ella la novela de mi vida”.

Para sorpresa suya, también el día siguiente se encontró con Ariodante junto a Rosina. Parecía que el gigante estuviera totalmente desocupado para dedicar su tiempo a una mujer que tan mal caminaba.

Arturo supo encontrar un instante propicio para lanzar su declaración; quería adelantarse a Ariodante. Sus palabras tuvieron el ardor de una antigua pasión, mientras que iban dirigidas a una mujer que había conocido el día anterior, pero no era la mujer la que le había inspirado aquel amor, era un amor antiguo que se derramaba sobre una mujer.

La mujercita pareció emocionada; después de haberse dejado convencer por el elocuente Arturo de que un amor podía nacer, crecer y agigantarse en veinticuatro horas, cometió la vulgaridad de interrumpir al poeta diciendo, mientras señalaba a Ariodante: «También él me ha dicho hoy casi las mismas cosas». No se podía plantear el asunto con mayor claridad; habría sido lo mismo que decirle:

«Yo lo amo a usted, pero también él me ama».

Arturo enrojeció y conviene confesar que el sentimiento más intenso que de momento experimentó fue el de consternación. Sabía que Ariodante era un hombre que con sus gruesos puños podría aplastarlo de tal modo, que el único rastro de su pasado por la Tierra que quedaría serían sus versos editados e inéditos. Se mantuvo muy reservado toda aquella tarde y Rosina, que lo advirtió, se mostró más dulce con él por miedo a haberlo ofendido. Él acogió sus gentilezas cohibido y sin quitar ojo a Ariodante a fin de prevenir agresiones imprevistas, pero éste no se movía; charlaba y miraba a los dos jóvenes con la afabilidad de un gran perro que se deja tirar de las orejas por niños, por saber que no pueden hacerle demasiado daño.

Volvieron a encontrarse juntos en la calle, Arturo trémulo en la obscuridad, hasta el punto de que Ariodante lo advirtió. Tuvo la delicadeza de preguntarle si padecía de los nervios y, al despedirse de él, le aconsejó que bebiera mucho vino y montara a caballo. Arturo se quedó tranquilizado. “Es muy fuerte”, pensó, “pero no violento”.

Nunca había oído hablar de que Ariodante hubiera dado palizas, pero, al informarse el día siguiente, se enteró de un bofetón que había asestado y del que el abofeteado había tardado un mes en recuperarse. Le contaron que Ariodante se había herido en un pie, que le pisó por descuido un amigo suyo, quien en una cena quería chocar su vaso con el suyo. Con el dolor, Ariodante primero le tiró a la cara el líquido que aún tenía en el vaso y después el propio vaso y al final le dio aquel famoso bofetón.

“Hay que mantenerse alejado de esos pies”, pensó el poeta y creyó poder abandonar cualquier otra preocupación. Sabía en teoría que el principal elemento para el éxito en el amor es el valor y que cualquier vacilación equivale a una renuncia.

Iba varias veces al día a casa de Rosina y casi siempre encontraba en ella a Ariodante, por lo que ya no volvió a tener valor para preguntarle si le gustaba aquella mujercita. El gimnasta siguió mostrándose muy cortés con él, le dejaba hablar e invitaba incluso a Rosina a escuchar, pero también quería participar y Arturo se veía obligado a oír, a su vez, y admirar proezas, marchas forzadas, rasgos de fuerza muscular. Lo hacía del mejor grado, por su cortesía natural, por miedo y también porque esperaba que, como a él, las palabras de Ariodante aburrieran también a Rosina, pero Ariodante siguió pareciendo al poeta una gran muralla colocada entre Rosina y él: estando presente el otro, Arturo debía volver a tragarse las hermosas frases ya preparadas y éstas, al encontrar cerrada la válvula de seguridad y volver al punto de donde procedían, enardecían la mente que las había producido. Cuando el poeta notó que su amor se había vuelto apasionado, advirtió también, por haber estudiado filosofía, que se trataba de un amor airado: amaba a Rosina porque allí estaba Ariodante.

Esperó y creyó poder vencer en la lucha en que se había empeñado.

Sabía hablar, sabía conmover, se encontraba casi ejerciendo su oficio: ¿por qué no había de vencer frente a Ariodante, que era la ineptitud en persona? Pensaba que Rosina no era poco perspicaz y, en virtud de la extraña ilusión que los amadores se hacen sobre el valor intelectual de su amada, exageraba —cierto es— el de la suya, pero no se engañaba con la idea de que ella hubiera de ser, por sus propias inclinaciones, más favorable a él que a Ariodante. Rosina disfrutaba con la conversación, con las agudezas, con los calembour, demasiado finos para el caletre, ya enmohecido, de Ariodante.

Actuó con mucha habilidad. Rosina hablaba con gusto y él con frecuencia le dejaba —cosa difícil para un literato— hablar y daba muestras de escucharla con atención religiosa; la vio ruborizarse de placer ante un cumplido sobre la originalidad de sus ideas y no se mostró parco en elogios semejantes; antes de publicar un poema, se lo llevó para que lo revisara.

Un mes después, pudo comprobar que había ganado mucho terreno sobre su adversario. Besaba a su amada en ambas manos y una vez pudo besarla en la cara. Además, ella le contaba —señal evidente de que era el favorito— todo lo que Ariodante hacía para corromperla y se reía de ello con él.

Por muy poco tiempo, Arturo se sintió satisfecho de aquellos triunfos suyos, es decir, mientras pudo parecerle que daba pasos adelante; cuando dejó de avanzar, se irritó como si retrocediera. Quería que Rosina pasara a ser su amante de hecho y de título y encontró una resistencia que le pareció seria; exigía que Rosina pusiera fin a las visitas de Ariodante y Rosina se negó y se excusó diciendo que no podía expulsar de su casa a quien siempre se había comportado en ella como una persona educada.

Antes de lograr que Rosina estuviera de su parte, Arturo había tratado a Ariodante con desenvuelta obsequiosidad adulándolo como saben hacerlo los poetas: con lisonjas tremendas, a las que algún rasgo original en la forma daba aspecto de sinceridad y tal vez de verdad. Encomiaba la figura de Ariodante, su agilidad y su fuerza, que detestaba profundamente. Ariodante recibía aquellas adulaciones con la benevolencia con la que acoge elogios quien cree merecerlos. Estaba habituado a ellas, pero más groseras, porque el entusiasmo con que Arturo las emitía les infundía un valor que también él apreciaba; sentía una gran gratitud para con su rival y también la manifestaba afablemente a Regina: «¡Es muy ingenioso!», le dijo con frecuencia con la expresión de quien sabe de lo que habla.

Al verse agraciado con las gentilezas de la Dulcinea, la conducta de Arturo cambió un poco, sus expresiones de admiración a Ariodante se moderaron, a veces se permitió incluso dejar translucir su menosprecio, pero con palabras disimuladas, que sorprendían a Ariodante, lo dejaban perplejo, no le infundían la certeza de haber sido ofendido y, por tanto, tampoco el derecho a reaccionar. Arturo no sentía la necesidad de ofender a su rival, pues seguía siendo el vencedor: a Ariodante correspondía odiar y agredir, pero éste no hacía caso; seguía haciendo su corte como si no se hubiera dado cuenta de la fortuna del poeta. Ariodante sentía un profundo desprecio por las mujeres a las que cortejaba. Rosina le gustaba, pero no tanto como para considerar oportuno ofender a nadie por ella; ya podía habérsele el poeta adelantado en los favores de la mujercita, que él se contentaba con llegar en segundo lugar. No lo perturbaba ninguna de las necesidades psíquicas que atormentaban a Arturo. Seguía allí presente, pero no en plan de enemigo; hacía la corte a conciencia, pero sin esperar un resultado inmediato.

Pese a la posición tan favorable que había conquistado, fue Arturo el primero en impacientarse por la espera.

Un día, Rosina le enseñó y elogió unos versos que Ariodante le había dedicado. Estaban copiados de algún Secretario galante, pero Arturo no lo sabía y el entusiasmo de Rosina lo obligó a considerarlos hermosos, porque no quería entrar en una discusión para no hacer pensar que lo movía la envidia. Aquello le inspiró una ira que más adelante él mismo consideró irracional. Entonces, ¿la causa de Ariodante no estaba tan perdida como él había creído? ¿Y aquella calma, aquella resignación de Ariodante no debía hacer creer que también a él se le había concedido algún favorcito? Su imaginación, fácil de excitar, hacía avanzar sus sospechas como si en pocas horas hubieran ocurrido otras cosas que las confirmaran; le colocaba delante imágenes, la última de las cuales fue la de Rosina y Ariodante besándose. ¿No era posible que Rosina lo traicionara con Ariodante y a éste con él y se comportase tan hábilmente, que el uno nunca se enterara de los favores concedidos al otro? Unos celos agudos le atravesaron el corazón; sentía un dolor tan intenso, que casi le parecía debido a una causa física.

Decidió despejar aquella dudas. Si creían engañarlo y burlarse de él, no sabían con quién se las habían y muy pronto se enterarían. Cortaría el nudo gordiano, en vista de que no podía desatarlo. Colocaría a Rosina en tal tesitura, que se vería obligada a decidir entre Ariodante y él, pero de forma inequívoca. Si decidía a su favor, debería demostrárselo antes que nada poniendo en la puerta a Ariodante y, si se negaba, él consideraría que se había inclinado por su rival y la abandonaría. Sí, ¡la abandonaría! Un hombre como él no se merecía verse expuesto a la burla. No necesitaba a Rosina; tenía su arte, su diosa: ésta debía bastarle.

Recorrió el camino entre su casa y la de Rosina con el rápido paso de quien tiene prisa, pero con la cabeza gacha, de soñador.

Por alguna razón extrañísima, tal vez derivada de simpatías artísticas, él se encontraba muy bien en el papel de víctima. Oh, si Rosina se inclinaba por Ariodante, él encontraría acentos magníficos en el acto de abandonarla, acentos de dolor y afecto con apariencia de espontaneidad. No la odiaría; al contrario, del afecto que había sentido le quedaría una gran conmiseración para con ella por preferir a Ariodante. No concretaría demasiado su pensamiento y sólo en caso de que ella se lo preguntara le diría —pero entonces con toda sinceridad—, lo que pensaba de Ariodante, de sus músculos y sus versos.

Al entrar en el saloncito de Rosina, vio primero en él, aunque estaban uno junto a otra, a Ariodante y después apenas a Rosina. Arturo hizo ademán de retirarse. La escena soñada se esfumaba: ¿qué podía hacer él en aquella habitación ocupada por tres?

Ariodante lo detuvo: «Pero, don Arturo, ¡adelante!»

Arturo entró y con paso inseguro se acercó a Rosina.

«Temía molestar», dijo. Su voz pareció rota por la conmoción de un modo que a él mismo lo sorprendió.

«Usted no molesta a nadie», le respondió Ariodante.

¿Era ironía o resultaba alterado el sonido de la voz por los labios, que retenían descuidadamente un puro? Ante la duda, Arturo se limitó a mirarlo con aire desafiante. No se comprometía y ofendía, en caso de haber sido ofendido. Ariodante no había tenido intención de expresarse irónicamente, pero comprendía una mirada desafiante mejor que una palabra ofensiva.

Respondió a la mirada con otra mirada seria y amenazante.

Rosina monologaba con rectitud. Hablaba del calor y de la lluvia y no lograba sacar a los dos hombres otra cosa que monosílabos.

“No ha notado mi ira”, pensó Arturo con la amargura del amante al que gustaría ser siempre observado y estudiado por la amada. Ni siquiera sentía ya deseos de hacer la escena de despedida; quería vengarse abandonándola sin explicación.

En voz baja y a bocajarro, le dijo que había ido a despedirse; era necesario abreviar, en vista de la gran dificultad para entenderse.

«¿Molesto tal vez?», dijo Ariodante, al tiempo que miraba con curiosidad a Rosina, quien con la sorpresa había cambiado de color. Arturo se sintió indignado ante semejante interrupción; no lo dejaban en paz ni siquiera cuando quería levantar el campo con honor. Miró a la cara a Ariodante y le dijo con ojos centelleantes de ira: «¡Usted siempre molesta o al menos siempre me molesta a mí!».

Ariodante empalideció. El brutal ataque, totalmente inesperado, lo dejó mudo. Había cogido el puro y le dirigía miradas torvas. «¡Ah! ¿Sí?», murmuró. «¿Molesto?» Y después de nuevo: «No lo sabía. ¡Vaya! ¿Molesto?» Arturo no oía nítidamente las palabras, parecía que a Ariodonte no le importara que lo oyeran y movía la boca sólo para acompañar el pensamiento y facilitarlo. El sonido que de ella salía se asemejaba al gruñido amenazante de un perrazo que no quiere espantar al enemigo antes de haberle hincado los dientes y que no sabe dominarse hasta estar del todo callado.

Arturo no pensó en esa semejanza. Al contrario: pensó, triunfante, que Ariodante estaba a punto de quedar en un triste mal lugar; en una discusión había de manifestar toda su nulidad mental. Para alargar la discusión, pensó que convenía reformarla, llevarla en tono más amistoso. Antes de reanudarla, sonrió para ese fin a Ariodante, con una sonrisa que debía ser humorística y pedir y conceder compasión: fue una mueca horrible.

Pensó en expresar delante de Rosina su opinión sobre los versos de Ariodante. A un crítico imparcial siempre le estaba permitido un debate con el autor mismo.

Quería salir vencedor de la discusión y comenzó con violencia para dejar pasmado a Ariodante. «¿Por qué escribe usted versos?», le gritó. «¿Es que no se da cuenta de que son malos y es una indecencia darlos a leer?» «Indecencia» es una expresión crítica, pero Ariodante, que no lo sabía, se puso en pie de un salto, como si lo hubieran abofeteado.

«¿Quién le ha dado derecho a decirme insolencias?» Había dado dos pasos hacia Arturo.

Las hostilidades estaban declaradas y Arturo, excesivamente pálido, había comprendido que había pasado el momento de las discusiones críticas. Comprendió, además, que ya no se podía pensar en la retirada y dio también él un paso hacia Ariodante.

Fue Rosina la que aceleró el desarrollo de la crisis. Se arrojó entre los dos rivales y, dirigiéndose a Ariodante, gritó: «¡Oh! ¡No le haga daño!» Al poeta se le arreboló el rostro, hasta entonces lívido. «¿Hacerme daño?», gritó. «¡Que lo intente este señor!» Tras tomar a Rosina de los hombros, la apartó de un empujón; ella fue a sentarse sollozando.

Los contendientes se encontraron frente a frente. Arturo había adoptado instintivamente una posición de esgrimidor. Estaba apoyado enteramente en el pie derecho, que había adelantado; el izquierdo, recto y rígido, parecía un puntal, de madera, lamentablemente; Ariodante había recuperado toda su calma: ¡ya no se trataba de buscar palabras! Se mantenía negligentemente sobre su gruesas piernas, con la espalda curvada, los brazos colgando en los costados, como si fueran miembros sin vida; su rostro estaba tranquilo y a punto de sonreír y, además, sin ironía. “¿Y si le diera una bofetada?”, pensó el poeta, al ver que el adversario dejaba, aparentemente, indefensa la cara. La bofetada sería ya algo ganado; sabía que una bofetada era lo único que podía abrigar la esperanza de asestar a Ariodante, ¡no dos! Además, recordaba ciertas leyes de honor que su adversario tal vez conociera y respetase, en virtud de las cuales a una bofetada no se podía responder con otra bofetada, sino que, para reparar la ofensa, eran necesarias sangre... o disculpas.

Tomó impulso con la mano izquierda, pero a medio camino se la vio aferrada por la diestra de Ariodante, de improviso animada.

En el primer choque, Arturo había perdido su posición ventajosa; el pie izquierdo había avanzado y él vacilaba.

«¡Suélteme! ¿Quiere soltarme?» Sentía que le dolían los huesos de la mano que Ariodante mantenía apresada; gritaba y amenazaba como un niño. Intentó liberar la mano con la ayuda de la que había quedado libre; la diestra de Ariodante se abrió a medias y le aferró también ésa. Ariodante estaba más tranquilo que nunca y se reía sin disimulo.

¡Era demasiado! Con la rabia de la impotencia, al ver a su lado e inmóvil el brazo derecho de Ariodante, Arturo le hincó los dientes. Sintió liberadas las manos libres, pero inmediatamente recibió un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido.

Dio, tambaleándose, dos pasos atrás. Delante de sus velados ojos todas las cosas de la habitación bailaban infernalmente. “Aquí no se respetan las leyes espaciales”, pensó, al ver dos objetos en el mismo sitio. Se le había debilitado la memoria. Vio a Ariodante avanzar hacia él, magnífico, con el busto derecho, casi elegante, los puños cerrados y los ojos centelleantes y se sintió aún artista para admirar y no sintió temor, pero bajó la cabeza de forma instintiva ante un puño cerrado y, al recibirlo en la cabeza, se desplomó en el suelo como un trapo al que le falta apoyo.

Ese segundo golpe le devolvió por un instante la memoria. Recordó a Rosina y la lucha y pensó también que, al recuperar las fuerzas, estaría obligado a desafiar a Ariodante; después se desvaneció.

Al volver en sí, Arturo se encontró en su cama. Sentía un fuerte dolor en la cabeza y, al llevarse la mano a ella, advirtió que la tenía vendada. “¿Cómo diablos he venido a parar aquí?” Le parecía haber recibido aquel tremendo puñetazo sólo media hora antes; la vivacidad de la impresión resultaba aumentada por el fuerte dolor de cabeza.

Se enteró por su sirviente de que lo había traído a casa un hombre alto y fuerte, en el cual, con muy pocos datos, no costó a Arturo reconocer a Ariodante. El sirviente añadió que aquel señor lo había ayudado a meterlo en la cama y, después de haberlo ayudado, se había quedado una buena hora. Al sirviente le había parecido incluso que aquel señor había llorado.

“Rosina lo habrá expulsado”, pensó Arturo.

Era la hora del crepúsculo; en el cuartito de Arturo, ya semiobscuro, reinaba una gran calma. El sirviente estaba sentado en medio del cuarto, inmóvil, y procuraba no respirar por temor a molestar a su amo, al que creía dormido.

En cambio, en la obscuridad de la alcoba el poeta mantenía los ojos muy abiertos. Yacía boca arriba con las mantas subidas hasta la barbilla y soñaba. No cesaba de ver las mismas figuras: la de Rosina, que lo miraba, dulce y afligida, y le mandaba besos, noblemente amenazante contra Ariodante; Ariodante, lloroso, como lo había visto el sirviente; por último, la suya, algo abatida, pero noble, de músculos débiles, pero con los destellos de la inteligencia en los ojos.

Compuso mentalmente versos sobre esas tres apariciones. Ilustró la tercera con un soneto en el que la comparaba con la de un profeta desarmado, que acaso pueda ser quemado vivo, pero cuya influencia sobrevive. Al salir del sueño, sonrió. Creía haber actuado hábilmente aun sin saberlo. La paliza recibida debía servir para cerrar la puerta de Rosina en la cara a Ariodante. Ahora pensaría en alcanzar la meta.

Pasó la noche con esos dulces sueños y se despertó por la mañana casi totalmente restablecido.

Nada más despertar, el sirviente le entregó dos cartas. Le llamó la atención la forma exterior de los dos pliegues.

Una de ellas era de Ariodante. Le pedía que lo disculpara por el exceso a que se había dejado arrastrar; estaba dispuesto a darle cualquier clase de satisfacción, pero esperaba que con aquellas disculpas por escrito bastaría. Arturo arrojó con desprecio la carta lejos de sí. La segunda era de Rosina. Pese a su brevedad, Arturo, al leerla, tuvo tiempo para cambiar de color diez veces; después cayó jadeante sobre la almohada.

Le anunciaba que se marchaba y con Ariodante, quien le había prometido no volver a hacer daño al «poeta genial».

Arturo lo admiró, como había admirado a Ariodante, cuando éste le daba la paliza.

«Debería haberlo previsto», murmuró.

EL ASESINATO DE VIA BELPOGGIO

EL ASESINATO DE VIA BELPOGGIO

I

Entonces, ¿matar era algo tan fácil? Se detuvo sólo un instante en su carrera y miró hacia atrás; en la larga calle iluminada por pocos faroles vio yacer en tierra el cuerpo de aquel Antonio del que ni siquiera conocía el apellido y lo vio con una exactitud que al instante lo maravilló, así como en aquel breve instante casi había podido percibir su fisonomía, aquel rostro delgado de sufriente y la posición del cuerpo, natural, pero inhabitual. Lo veía en escorzo, ahí, en la cuesta, con la cabeza reclinada en un hombro, porque se había golpeado contra el muro; en toda la figura, sólo las puntas de los pies, rectas y muy prolongadas en el suelo por la escasa luz de los lejanos faroles, estaban como si el cuerpo al que pertenecían se hubiese tumbado por su propia voluntad; todas las demás partes eran en verdad las de un muerto o, mejor dicho, un asesinado.

Eligió las calles más directas; las conocía todas y evitaba las callejuelas por las cuales no se alejaría directamente.

Era una fuga desmesurada, como si los guardias le pisaran los talones. Casi tiró al suelo a una mujer y siguió su camino sin hacer caso de las imprecaciones que ésta le lanzaba.

Se detuvo en la plaza de San Giusto. Sentía que la sangre le corría vertiginosamente por las venas, pero no jadeaba nada, por lo que no era la carrera lo que lo había fatigado. ¿Tal vez el vino que había tomado poco antes? No el asesinato; eso seguro que no: no lo había fatigado ni espantado.

Antonio le había rogado que le sostuviera por un instante aquel fajo de billetes de banco. Poco después, cuando Antonio le pidió que se los devolviese, se le ocurrió la idea de que lo separaba muy poco de la propiedad absoluta de aquel fajo: ¡la vida de Antonio! Aún no había concebido del todo la idea, cuando ya la había puesto en ejecución y se maravillaba de que, pese a no ser aún una resolución, le hubiera dado la energía para asestar aquel tremendo golpe: hasta el punto de que se resentía en los músculos del brazo.

Antes de abandonar la plaza, rompió el envoltorio que encerraba el fajo de billetes de banco, lo tiró y distribuyó desordenadamente su contenido por los bolsillos; después se encaminó con paso que pretendió sosegado, pero que, muy pronto y pese a que intentaba frenarlo, volvió a acelerarse, porque moderarlo en el llano resultaba difícil, después de haber subido corriendo. No tardó en ser presa de un intenso jadeo que lo obligó a detenerse, precisamente bajo el castillo, con su centinela, quien miraba la ciudad en la que acababa de cometerse el grave crimen.

En la escalinata que conduce a la Piazza delle Legna le resultó más fácil moderar el paso, pero sólo fijándose en poner los dos pies en un escalón antes de bajar al siguiente. Quería reflexionar, pero sólo supo adoptar la actitud. No tardó en decirse que no era necesario, ¡en vista de que ahora todos sus movimientos iban dictados por la necesidad! Volvió a acelerar el paso. No tardaría en dirigirse a la estación e intentaría partir para Udine; desde allí le resultaría fácil pasar a Suiza.

Entonces ya era totalmente dueño de sí. Se había disipado la ligera niebla producida en su cabeza por la cena que le había pagado el pobre Antonio. No había sido la causa del crimen, pero el vino, proporcionado por su propia víctima, le había facilitado su ejecución.

Si no hubiera tenido aquellos vapores en la cabeza, no habría podido olvidar que, tras cometer el crimen, faltaba mucho aún para que pudiera asegurarse su fruto y, con su carácter poco enérgico, inerte, siempre habría buscado medios y modos y habría acabado actuando sólo sobre seguro y, por tanto, nunca.

¿Dónde se podía matar sobre seguro? Y, si hubiera existido el lugar, ¿se habría podido llevar a Antonio hasta él? Le dieron ganas de reír; aquel Antonio era tan imbécil, que se habría podido llevarlo expresamente a un matadero más lejano.

Ahora caminaba seguro y sosegado por la calle, pero no se le ocultaba que su tranquilidad se debía a que ninguno de los transeúntes podía estar aún enterado del crimen por él cometido. Para éstos, él era aún, absolutamente, un hombre honrado y los miraba con seguridad a la cara, como para disfrutar por última vez del derecho que estaba a punto de perder.

Pero en la estación volvió a ser presa de la agitación de poco antes. Allí debía dar el paso que había de tener tanta importancia en su destino. Si lo dejaban partir, estaba salvado. Qué calma no le daría sentirse llevar lejos con la vertiginosa velocidad del rápido, porque, con un sentido que antes no habría creído tener, veía avanzar desde el otro extremo de la ciudad la noticia del homicidio y la persecución y sabía que, si no huía, muy pronto lo atraparían.

A la una debía partir el tren y faltaba casi media hora. No quería entrar en el vestíbulo vacío mucho antes de la salida, pero no pudo permanecer mucho tiempo solo en la obscuridad y no por temor, sino por impaciencia. Había mirado largo rato el reloj de la estación para seguir el avance del tiempo y después había observado el cielo estrellado y sin nubes.

¿Qué le faltaba por hacer? “¡Si tuviera alguien con quien hablar!”, pensó y estuvo a punto de abordar a un cochero que dormitaba en el pescante de su coche, pero se contuvo, porque corría el peligro de hablarle de su crimen y, aparte del gran temor al juicio de sus semejantes, no sentía, para sorpresa suya, el menor remordimiento, sino, al contrario, algo así como soberbia por la férrea resolución adoptada de improviso y por su audaz y segura ejecución.

Entró en el vestíbulo. Quería ver las caras de los presentes: gracias a ellas podría entender el destino que le esperaba.

En el banco contiguo a la puerta estaban sentadas dos mujeres friulanas junto a sus cestas y medio dormidas. En el fondo había algunos aduaneros, que manipulaban bultos, y a la izquierda, en la cervecería, había un solo hombre grueso que fumaba sentado delante de un vaso de cerveza semivacío.

Se maravilló de nuevo de la agudeza de su vista: nunca se había sentido tan fuerte y ágil, listo para luchar o huir. Parecía que su organismo, avisado del peligro que corría, hubiera hecho acopio de todas sus fuerzas para ponerlas a su disposición en aquel trance.

Sus pasos resonaban con fuerza en el recinto vacío y levantaban un eco confuso. Las dos friulanas levantaron la cabeza y lo miraron.

Él llamó a la ventanilla del despacho de billetes y no sin esfuerzo pudo esperar sin moverse los minutos que éste tardó en responder.

«¡Un billete para Udine!»

«¿De qué clase?»

No lo había pensado.

«De tercera». No la elegía para ahorrar, sino por prudencia, convenía viajar de conformidad con la ropa, muy desgastada, que llevaba.

«Ida y vuelta», añadió rápidamente y sorprendido de la buena idea que se le había ocurrido.

Para pagar sacó un fajo de billetes, pero en seguida volvió a metérselos en el bolsillo; los había de mil florines. Encontró uno pequeño de diez florines y pagó.

Con el billete en el bolsillo, le pareció que la obra estaba realizada a medias o, mejor dicho, mejor aún, porque ya no debía hablar con nadie. Le bastaba sentarse tranquilamente en su compartimento con aquellas friulanas que le inspiraban pocas sospechas y el resto era cosa de la locomotora.

Había que ocupar de algún modo el tiempo que faltaba para la salida. Metió las manos en todos los bolsillos y palpó los billetes de banco. Eran suaves, como si quisiesen simbolizar la vida que podían brindar.

Así, con las manos en los bolsillos, se apoyó en un pilar de la puerta, el punto más obscuro del vestíbulo, desde donde podía vigilar todo el ambiente sin ser visto. Aun sintiéndose totalmente seguro, no quería omitir ninguna precaución.

No sentía una gran alegría en contacto con los billetes de banco e iba diciéndose que era porque no se sentía aún su seguro posesor. En cambio, aun sin aquella duda, el pensamiento de su crimen no habría dejado margen en él para otros sentimientos. No era preocupación ni remordimiento, sino que le parecía que aquella impresión en el brazo derecho, con el que había asestado el golpe, se había extendido a todo su organismo. Aquel acto, tan breve y fulminante, había dejado rastros en el cuerpo que lo había ejecutado. Su pensamiento no podía apartarse de él.

«Dame mi dinero», le había dicho Antonio, tras detenerse de repente. Como ya había adoptado la decisión de no devolverle el paquete, dudó si la habría adivinado Antonio y se limitó a ejecutar un acto encaminado a disipar la sospecha de éste. Extendió la mano izquierda para ofrecerle el paquete, sabiendo perfectamente que estaban tan distantes uno del otro, que sus manos no llegaban a tocarse. De pronto Antonio se acercó demasiado y en parte la violencia del golpe que recibió se debió a su movimiento hacia el arma. Ya estaba doblándose y aún no había entendido lo que le sucedía. Se llevó las manos a la herida y las retiró bañadas en sangre. Lanzó un grito y se desplomó en el suelo, donde al instante quedó rígido. ¡Qué extraño! En aquel aullido, la voz de Antonio se había vuelto seria y solemne; ya no era la que hasta entonces había balbucido palabras de imbécil y borracho: “La verdad es que le sucedía algo muy grave al pobre Antonio”, pensó Giorgio en serio.

Bruscamente quedaron interrumpidos sus sueños. Había entrado, con paso rápido, un guardia y había ido derecho al despacho de billetes. A Giorgio se le heló la sangre en las venas. ¿Estarían ya buscándolo? Se quedó quieto, tras vencer el movimiento instintivo que lo habría lanzado a la calle, pero después, al observar la vivacidad con la que el guardia hablaba con el empleado, le pareció adivinar que éste había acudido precipitadamente a dar la orden de no dejarlo partir y salió del vestíbulo sin hacer ruido, por lo que ni siquiera las dos friulanas, situadas muy cerca de la puerta, advirtieron su salida.

En la obscuridad de la plaza sintió tanta calma, que llegó a dudar que su fuga estuviera justificada, pero no tanto como para volver al vestíbulo. Decidió quedarse parado un rato en aquel lugar con la esperanza de que su suerte le diera alguna otra indicación para poder orientarse. Tampoco la de permanecer allí quieto era una resolución de poca monta ni de fácil ejecución, porque tranquilo sólo se habría sentido obedeciendo a su instinto y corriendo alocadamente lejos de aquel lugar. La vista de una persona que tal vez tuviera el mandato de detenerlo había bastado para quitarle toda la audacia de la que poco antes se había jactado. Buscó una posición natural para llamar menos aún la atención y se sentó en una escalinata. Se sentía a disgusto así, pero sabía que se trataba de una posición natural, porque, pocos días antes, tras haber almorzado abundantemente una sola vez en cuarenta y ocho horas, se había sentado en los escalones de una iglesia y había podido observar que los transeúntes no lo veían.

¿Partir? ¿Jugar con audacia y partir a ciegas, sin pensar en que a la salida misma o en la próxima estación lo detendrían? Más que esa duda, lo detuvo el horror de aquellas horas de angustia que conocía desde hacía poco.

Disfrazó su miedo de razonamiento.

“Partir significa huir y la fuga es una confesión. Si me atraparan en la fuga, estaría perdido sin misericordia”.

Se quedaría y tampoco le faltaron argumentos para volver racional su deseo de no alejarse de la ciudad. ¿Quién podía rastrearlo? Dos o tres personas que no lo conocían lo habían visto con Antonio y por una zona opuesta precisamente a aquella en la que vivía.

Pero, después de aquella primera cobardía, ya no se sintió capaz de audacias. Su inquieto cerebro le aconsejaba una audacia útil, pero, incluso mientras se entretenía con ella, ni siquiera por un instante tuvo intención de ponerla en ejecución. Lo torturaba una gran curiosidad por lo que sabría la gente sobre el asesinato y qué hipótesis formularía al respecto. Habría podido trasladarse de nuevo al lugar de la fechoría e informarse con cautela, pero, para ese fin, necesitaba, naturalmente, hablar del asesinato y tal vez con guardias... cosas, todas ellas, como para poner los pelos de punta.

¡No! Volvería inmediatamente a aquel cuchitril que desde hacía más de un año le servía de vivienda y no lo abandonaría durante mucho tiempo. Seguiría haciendo la misma vida que hasta entonces y sólo se concedería las comodidades que no podían llamar la atención.

Para ir a su vivienda, en Barriera Vecchia, tendría que pasar por la espaciosa Via del Torrente. Un miedo insuperable a la luz se lo impidió y, mientras se explicaba a sí mismo que su miedo era cautela, se internó por una callejuela solitaria que lo llevó a la colina adyacente a una calle ancha, pero a trasmano, poco frecuentada a aquella hora y poco iluminada. Después, con un enorme rodeo, prefiriendo siempre las calles más obscuras, llegó al otro extremo de la ciudad. Se detuvo delante de una puerta un escalón más baja que la calle. Entró, cerró la puerta tras sí y en la profunda obscuridad se sintió de repente tranquilo. Había cometido un error, aquel paseo hasta la estación y, tras haber regresado a salvo a su casa, le pareció que lo había anulado.

Allí nadie sabía de su intento de fuga; en uno de los ángulos del cuarto oía roncar a Giovanni, probablemente borracho.

Buscó a tientas su colchón, se tumbó en él y se desnudó. Escondió la chaqueta en la que llevaba el dinero bajo la almohada y se quedó dormido después de haber avanzado a tientas hacia el sueño con una fantasía desordenada. No le parecía haber sido él el asesino. Aquella calle lejana que, al huir, había mirado una vez más, el asesinado, a quien había conocido durante tan poco tiempo, y aquella huida a la estación le daban vueltas en la cabeza, pero sin conmoverlo ni atemorizarlo. Con su inmenso cansancio, le pareció que la obscuridad en que se encontraba no iba a aclararse nunca más. ¿Quién iba a ir a buscarlo allí?

II

En la triste sociedad en la que vivía, llamaban a Giorgio «el señor». No debía ese apodo a sus modales, pese a que se revelaban superiores a los de los otros, sino al desprecio que demostraba por las costumbres y diversiones de sus compañeros. Éstos se sentían felices en la taberna, mientras que Giorgio entraba en ella con desgana, permanecía más que nada silencioso y cuanto más bebía más triste se volvía. El vulgo siente un gran respeto por la gente que no se divierte y Giorgio, al advertir la impresión que causaba, aparentaba mayor tristeza de la que realmente sentía.

En el fondo, su historia era muy simple y habitual, como tampoco tenía el pasado espléndido que quería hacer creer. Los estudios de los que se jactaba correspondían a dos cursos de bachillerato a los que había dedicado cinco años. Después había abandonado los estudios y en un lapso brevísimo había dilapidado el escaso peculio de su madre. Hizo varios intentos para conservar el puesto de burgués culto hacia el que su madre había intentado encaminarlo, pero fueron en vano, porque no encontró otro empleo que el de mozo de cuerda. Al no poder mantenerla, había abandonado a su madre y vivía en aquella cuadra con otro mozo de cuerda, un tal Giovanni, y trabajaba como máximo dos o tres días a la semana.

Estaba descontento consigo mismo y con los demás. Trabajaba rezongando: lo hacía cuando recibía la retribución y ni siquiera lograba calmarse durante sus largas horas de ocio.

Rico nunca había sido, pero se había encontrado en condiciones en las que había podido soñar con alcanzar una situación mejor y otros a su alrededor —su madre en particular— lo habían soñado junto con él y, desde luego, habían sido esos sueños y la amargura de ver cada vez más lejana su realización los que habían costado la vida a Antonio.

Se despertó sobresaltado, al oír un gran ruido. Giovanni estaba vistiéndose y, por haberse puesto por error una bota de Giorgio, se la había quitado blasfemando y la había arrojado con violencia al suelo.

Giorgio fingió seguir durmiendo y, mientras respiraba ruidosamente a propósito, volvió a pensar, sorprendido, en su crimen. Si no hubiese sido ya una realidad, probablemente no habría tenido valor para cometerlo, pero, ya que era cosa hecha y él, con los nervios calmados por el largo reposo, se encontraba a salvo en aquel lugar olvidado de todos, al apoyar la cabeza en su tesoro no sintió arrepentimiento ni remordimiento. Ésa fue su primera sensación en aquel largo día.

Giovanni, ya vestido, lo cogió de un brazo y lo sacudió:

«¿No vas a buscar trabajo, so vago?»

Giorgio abrió los ojos y, mientras se estiraba como si se hubiera despertado en aquel momento, rezongó: «Hoy ya no lo encontraré. Me quedaré un poco más en la cama».

Giovanni exclamó: «¡Oh! Siga, siga el señor descansando». Salió dando un portazo tras sí.

Ya así, sin llave, desde fuera no se podía entrar, pero a Giorgio no le bastó. Se levantó y fue a echar el pestillo. Después sacó de los bolsillos los billetes de banco y los contó.

La vista de aquel dinero no le infundía un sentimiento de alegría precisamente: era el recuerdo de su crimen y podía llegar a ser su prueba. La vista de la calle iluminada por el sol matutino lo había agitado y, para sentirse de nuevo satisfecho de su acción, iba calculando —y en vano, anhelantemente— cuántos años podría vivir libre y rico con aquella suma. La preocupación mayor interrumpía el cálculo y la complacencia. “¿Dónde ocultarlo?”

El suelo estaba cubierto de tablas que, aparte de alguna ligera trabazón en los extremos, descansaban simplemente sobre el terrazo. No faltaban buenos escondrijos, pero ninguno era seguro, porque, como en toda la habitación sólo había un armario y sin llave, los dos inquilinos tenían la costumbre de recurrir con frecuencia a ellos.

Pero a Giorgio no le faltaban buenas ideas. Escondió los billetes de banco bajo el colchón de Giovanni.

Mientras estaba manos a la obra con una sonrisa de complacencia en los labios, un ligero ruido procedente de un ángulo del cuarto lo hizo estremecerse y, cuando soltó una mesa que había levantado, ésta, al caer, le magulló una mano y le causó tal dolor, que hubo de morderse los labios para no gritar. Pensó que aquel alboroto se parecía a una pelea y fue tal su espanto, que, cuando se calmó, hubo de reconocer, abatido, que, aunque no buenas ideas, algo le faltaba que habría podido serle de una utilidad inmensamente mayor en aquellas circunstancias.

Decidió no salir de momento. Le resultaba muy fácil mantenerse allí, en la semiobscuridad, en lugar de salir al sol, en la calle. Veía la luz que penetraba por la única ventana y pensaba en la impresión que le causaría caminar por las calles de día, cuando se había sentido tan mal al caminar por ellas de noche.

Giovanni le traería noticias, los rumores que corrían sobre el asesino. Tenía la costumbre de leer diariamente el Piccolo Corriere y así estaría bien informado.

¡Probablemente el acontecimiento más importante del día fuera su fechoría!

¡El más importante! Sintió un malestar como si le hubiesen colocado violentamente un peso sobre el corazón.

También sus compañeros se habrían ocupado de semejante acontecimiento.

¿Cómo iba a tener el valor para hablar de su crimen, como tarde o temprano se vería obligado a hacer? ¿Interpretar semejante papel, él, que, pese a su perversidad, enrojecía ante la menor emoción?

Estudió su papel. En seguida comprendió que, en aquellas circunstancias y pese a no ser algo propio de una persona refinada, estaba obligado a demostrar una grande, inmensa indignación ante el crimen. Ni calma ni indiferencia, porque le habría resultado demasiado difícil fingirlas. La indignación explicaría el enrojecimiento, explicaría el temblor de las manos y la intensa atención que no habría podido dejar de prestar incluso al detalle más insignificante que le contaran sobre el crimen.

Se vistió y a las once, hora en que aún no la invadían los obreros, se dirigió a la taberna cercana. Antes de salir de su guarida, la miró largo rato; tenía el aspecto habitual, después de que hubiera limpiado un poco de polvo que se había acumulado junto a la cama de Giovanni, bajo la cual había movido las tablas.

Nadie habría podido suponer que en aquella habitación había un tesoro oculto.

En la taberna no vio, aparte de la criada, a nadie. Con ésta, mujer hermosa, aunque ajada, le gustaba a veces bromear; aquel día le resultó imposible.

Permaneció sentado en su sitio y cualquier ruido que pudiera anunciar la llegada de otras personas lo hacía estremecerse.

¡Aún no había oído ni siquiera una palabra sobre el asesinato! Decidió salir en su busca.

Iba ya camino de la salida, cuando volvió hacia Teresina, que llevaba platos a la alacena. La cogió por debajo de la barbilla y, al tiempo que la miraba fijamente a los ojos, le preguntó: «¿Alguna novedad, Teresina?», por no ocurrírsele una pregunta más idónea, y en su voz vibró una turbación que lo sorprendió.

«¡Oh! ¡Menos mal!», exclamó ella, al tiempo que se apartaba de él, porque estaban demasiado cerca de la puerta. «¡Temía que estuviera enfermo, al verlo tan serio!»

«¡No me encuentro bien!», dijo él y, para que lo creyese más fácilmente, repitió esas palabras varias veces. Ella esperaba recibir algún beso, ahora que se había situado en la penumbra, pero él se le acercó, la cogió de la mano afablemente y repitió su pregunta: «¿Alguna novedad?».

«¿Es que no sabe decir otra cosa hoy?», preguntó ella y, para hacerse la remilgada, se liberó de su apretón y escapó.

Por la calle caminó, presuroso, con paso —que deseaba aparentar— seguro hacia su habitación. Se sentía muy débil, sorprendentemente acobardado. El pensamiento de su fechoría le había quitado toda la naturalidad. ¡Su conducta había dejado de ser natural incluso con aquella criadita! ¿Por qué iba imaginándose que toda la ciudad estaba ocupada con el asesinato? Había preguntado a Teresa si había alguna novedad y había esperado que ella, en respuesta a su pregunta, se hubiera apresurado a contarle lo que había oído decir sobre la fechoría. “¡Oh, hay que cambiar de actitud!”, se dijo, al tiempo que se mordía los labios con la intrépida resolución, “va en ello la piel”. Se había comportado tan estúpidamente con Teresa, que había podido hacer de ella un testigo de cargo contra él.

¡Tal vez no se supiera nada del asesinato en la ciudad! Esa esperanza, pese a su insensatez, mitigó su abatimiento. Era la única hipótesis afortunada para él, porque había comprendido que no quedaba impune, aun cuando no fuese descubierto: aquel continuo terror era ya de por sí un grave castigo. ¿Quién podía saberlo? Algún fenómeno podía haber hecho desaparecer de la faz de la Tierra el cadáver de Antonio. Probablemente siempre haya sido la esperanza la que haya supuesto el milagro en la naturaleza.

Pero no tardó aquella esperanza en quedar anulada. A mediodía, llegó Giovanni y también a él le dijo que se encontraba indispuesto para excusarse por no haber ido a trabajar.

«¡Ah! ¿Sí?», dijo Giovanni y, hasta que continuó, Giorgio atribuyó la sonrisa que veía errar por sus labios a una sospecha. «Estás enfermo como de costumbre, ¿eh?»

En efecto, no era la primera vez que Giorgio se declaraba enfermo para disculpar su holgazanería.

Después al instante, sin otra transición que un distraído: «¿Te has enterado?», Giovanni se puso a hablarle del crimen de Via Belpoggio. Comía el pan que se había traído de almuerzo y aquellas palabras, esperadas por Giorgio con impaciencia febril, salían de su boca una por una y con largos intervalos. «Pues sí, Antonio Vacci... parece que se trata de más de treinta mil florines. ¡Un buen golpe! ¡El corazón partido! No vivió más de diez segundos después de haber recibido aquel golpe».

Giorgio no se sentía agitado sólo por su última esperanza, que se desplomaba. Había sido aquel corazón partido el que le había dado aquel dolor en el brazo: tal vez hubiera sentido en su brazo las últimas vibraciones de las vísceras moribundas y la idea de aquel contacto inmediato lo hacía estremecerse. Todo el mundo conocía incluso los detalles del crimen; debía de parecer tremendo. En el cuerpo de Antonio no había quedado rastro de la instantaneidad del hecho, pero sí de la violencia.

No se atrevía a abrir los labios. Ponderaba todas las palabras que le subían a la boca y volvía a tragárselas, porque todas le parecían inspirar sospechas. ¿No había forma de hacer hablar a aquel individuo totalmente ocupado con su magra comida y que en las numerosas reflexiones que emitía no había dicho aún nada sobre las suposiciones que debían de haberse hecho en la ciudad sobre él?

Al final, Giorgio encontró una frase que le pareció una obra maestra de naturalidad: «¿Y quién ha sido el asesino?» Para dar con esa frase, había tenido que examinar primero cuántos detalles al respecto le eran conocidos sólo por haber sido él quien lo había cometido y después examinar qué obscuridad había en las palabras de Giovanni, porque era peligroso demostrar haber entendido todo demasiado pronto. «Sí, ¿quién es el asesino?»

Con gran alegría, observó que el otro se impacientaba. Así, pues, si ponía toda su atención, sabía engañar bastante hábilmente y aquella vez sólo tuvo un motivo de arrepentimiento. Con la alegría de haber dado con aquella frase, la había repetido casi inconscientemente.

«¿No te lo he dicho ya? Aún no lo han encontrado. No se sabe quién ha sido».

Por Giovanni no pudo saber nada más y renunció. Para tener las noticias que éste podía darle, no necesitaba someterse al suplicio de una conversación. Se las procuraría mediante un periódico.

Un cuarto de hora después de que se marchara el mozo de cuerda, salió, con un valor que él mismo admiraba, no sin haber titubeado unos instantes. Con el deseo de noticias que le había despertado Giovanni, no podía esperar más.

Para llegar al quiosco más cercano del Piccolo Corriere, debía caminar casi diez minutos. Primero caminaba pegado a las paredes; después —en virtud del vulgar razonamiento de que la apariencia de querer ocultarse podría infundir sospechas— por el centro de la calle enteramente, con paso que pretendía ser desenvuelto, pero que se azoraba continuamente. Entonces, ¿es que había dejado de saber andar?

Tras conseguir el periódico, volvió a encerrarse en su cubil. Se arrojó sobre el colchón, que había arrastrado hasta debajo de la única ventana y se puso a leer. En toda su vida había sentido tanto interés por un pedazo de papel impreso, nunca había podido centrar toda su atención en dicho papel y olvidar lo que lo rodeaba hasta el punto de que, al acabar la lectura, le pareció haber despertado de un largo sueño.

El asesinato era el suceso más importante de la crónica local y la ocupaba casi totalmente. El relato de esa fechoría iba precedido de algunas consideraciones del periódico sobre la frecuencia con que sucesos sangrientos semejantes ocurren en una ciudad y, con tono de amargura que impresionó más al asesino que estaba leyéndolo que a las autoridades a las que iba destinado, se quejaba de la negligencia con la que se protegía la seguridad pública.

Al leerlo, ¡le pareció que odiaba el periódico! ¿Por qué aquella saña? Desde luego, aun cuando él fuera castigado, el otro no volvería a despertar. ¿Es que no bastaba el tesón que ya pondría, naturalmente, la autoridad para buscarlo?

De todo el artículo se desprendía -–o se pretendía que así lo pareciera— que el asesinato había causado la mayor sensación en la ciudad. Se trataba de una fechoría, decía el periodista, cometida con una audacia inaudita, en una calle de la ciudad bastante cercana al centro y a una hora avanzada, cierto es, pero no tanto como para suponer particularmente despoblado aquel barrio. Un transeúnte cualquiera, por la simple razón de que llevaba dinero consigo, había sido asesinado traicioneramente.

Se engañaban y Giorgio debería haberse alegrado, porque así la sospecha no recaería tan fácilmente sobre él; nadie había visto a la víctima acompañada del asesino, pero, descrito así, como obra de un agresor que había matado a un transeúnte cualquiera sólo porque había supuesto que llevaba dinero en los bolsillos, el crimen resultaba mucho más terrible; el malestar de Giorgio aumentaba. Quienes de él hablaban no sabían a qué tentación se había visto expuesto por la imbecilidad de Antonio.

Resultaba fácil comprender que, descrito de ese modo, el asesinato había de conmover a toda la ciudad. Todo el mundo sentía amenazada su amada persona y, llegado el caso, se volvería un útil ayudante de la policía.

Sobre el asesino no había una sola palabra acertada.

Poco antes del suceso —contaba el periódico— se había visto merodear por allí a dos individuos de pésima catadura, presumiblemente los autores del asesinato.

Ese error resultaba absolutamente consolador para Giorgio y él mismo se asombró de no sentirse embargado el corazón de un poco de calma, al enterarse.

Aquel artículo lo había alterado profundamente. Había sospechado persecuciones hechas con mayor fortuna, pero, por desafortunadas que fueran, ahora que se encontraba ante ellas, lo agitaban y lo atemorizaban. Tal vez exista en nuestro organismo alguna parte tan delicada, que ya ante el simple augurio del mal se resiente. Él sentía converger sobre el suyo tal cúmulo de odio, que, por impotente que debiera parecerle de momento, lo oprimía.

El periódico, que no podía decir ni una sola palabra sobre el asesino, se desahogaba haciendo una biografía pormenorizada del asesinado.

Antonio Vacci estaba casado y era padre de dos niñas. La familia había vivido pobremente hasta unos meses antes, en que le había correspondido una inesperada e importante herencia. Vacci aparecía descrito como persona de poca cabeza y que, desde que se había vuelto rico, tenía la costumbre de llevar encima una gran suma de dinero, que enseñaba a quien lo deseara.

Así, pues, no era posible centrar las sospechas en las personas que estaban enteradas de la existencia de aquel tesoro ambulante, porque eran demasiadas. «Entretanto», añadía el periódico, «la autoridad se ha apresurado a interrogar a todos los habitantes de la casa en que vivía el pobre Vacci».

«¡Oh! ¡Ojalá hubiera huido!», pensó con punzante pesar el asesino. De lo que había leído resultaba claro que hasta entonces la sospecha no había recaído sobre él y, si se hubiera marchado de Trieste la noche anterior, habría podido llegar a Suiza* antes de haber de temer persecuciones. Consideraba con fundamento que, si se hubiera encontrado lejos del lugar en el que había matado, no habría sido presa del profundo malestar que lo hacía sentirse tan desdichado.

Hacia el atardecer, volvió a salir. Caminó con mayor aplomo y se apresuró a atribuir aquel valor a la certeza de que no era observado, pero el miedo reinaba soberano en su organismo. Para hacerlo estremecerse, bastaba cualquier cosa inmediata e imprevista: por ejemplo, encontrarse de improviso frente a frente con un uniforme cualquiera que acaso sólo se pareciese al de un guardia. No era la lectura del periódico, la seguridad de saberse no sospechoso, lo que le infundía valor y acabó reconociéndolo también él. Lo que le permitía moverse con mayor soltura era el acostumbramiento a la nueva situación. Gran parte de lo que llamamos valor es la experiencia y el hábito del peligro.

III

Al volver a casa a las siete de la tarde, Giovanni lo miró con el entrecejo cómicamente fruncido: «¿Sabes que se sospecha que seas tú el asesino de Antonio Vacci?», le dijo a bocajarro.

Giorgio estaba en la obscuridad, en su camastro. Tuvo la sensación de que, si no hubiera sido así, el otro, sólo con ver su fisonomía, que debía de haberse alterado horriblemente, habría comprendido que aquella sospecha de la que hablaba en broma tenía fundamento. ¿Adónde habían ido sus propósitos de frialdad y desenvoltura? «¿Quién?», balbució. No se podía formular una pregunta más tonta, pero la había preferido a todas las demás por ser la más breve que se le había ocurrido.

Giovanni respondió que todos sus amigos lo comentaban. Por lo que contaba el Piccolo Corriere della Sera, una mujer había visto huir al asesino del lugar del crimen —más aún: éste casi la había derribado al suelo— y había podido dar detalles bastante precisos de su aspecto: para empezar, pelo rizado, negro, muy abundante y un sombrero blando.

Estas últimas habían reducido el espanto que habían infundido a Giorgio las primeras palabras de Giovanni. Por pequeña que fuera, alguna tranquilidad debía derivarse para él de ellas. Recordaba a aquella mujer, que lo había visto en la obscuridad y por un breve instante, por lo que no había podido observar en él, seguro, otra cosa que el sombrero blando y el pelo negro. Además, no lo había visto matar y, aun cuando se lo encontrara y lo reconociese, no estaba del todo perdido; podía salvarse negándolo. Cierto es que su situación era atroz —cosa que no se le ocultaba—, pero no precisamente desesperada. Podía cortarse el pelo y cambiar de sombrero.

«¡Mira qué casualidad!», se apresuró a decir a Giovanni con una audacia de la que antes no se habría considerado capaz. «Con el ocio de hoy había decidido cortarme el pelo, que me pesa, y también... también cambiar de sombrero: este blando no me gusta».

No estaba mal, pero el espanto se translucía —ya que no de las palabras— del sonido de la voz y un observador más hábil que Giovanni lo habría advertido.

Éste observó, con inteligencia: «Si no quieres que la policía te fastidie, más vale que no cambies de momento de barba ni de sombrero».

«Pero si estás tú para declarar que tenía la intención de hacer esos cambios antes de que se hablara del sombrero o de la barba del asesino».

¡Oh! ¡Si hubiera podido atraer a Giovanni a su órbita, volverlo su cómplice! Si no hubiese sido por aquel horrible miedo a verlo erigirse en primer acusador, le habría arrojado los brazos al cuello, se le habría confiado, le habría ofrecido la mitad de su tesoro y le habría impuesto la mitad de sus torturas. Le habría parecido una liberación tener un cómplice, porque pensaba que, si hubiera podido expresarlo en palabras, su terror habría cambiado de naturaleza. Aquel continuo pensamiento puesto en sus perseguidores le parecía más terrible por no estar expresado. Por falta de palabras razonadas, le parecía no haber sabido adoptar una resolución enérgica que lo habría salvado. Se razonaba muy mal con aquellas ideas móviles que le pasaban por la cabeza sin dejar rastro en ella, inaprensibles unos instantes después de nacer.

Hizo un ligero intento de conseguir ayuda de Giovanni, pero no recurriendo con una confesión a su amistad, sino confiando en la debilidad mental de éste. «Por lo demás», dijo con despreocupación, «sabes perfectamente que en la hora en que dicen que se cometió esa fechoría, yo ya estaba en la cama, pues me saludaste al entrar».

«¡No lo recuerdo!», dijo Giovanni con una vacilación que cerró definitivamente la boca a Giorgio: se parecía mucho a una sospecha.

Y calló, aunque Giovanni pareciera después hablar a propósito para devolverle el valor que le había quitado.

Poco antes de salir, dijo: «Ahí tienes una cuchillada que ha resultado muy productiva al buen hombre que la asestó. Si yo viviera cien años y no dejara de trabajar, no ganaría lo que ése ha conquistado en un solo instante. En el fondo, son prejuicios lo que nos retiene de mirar por nuestro interés. ¡Paff! Un golpe bien asestado y se consigue todo lo que se necesita».

Al verlo salir, Giorgio pensaba que tal vez Giovanni habría sido capaz de matarlo con seguridad para substraerle su tesoro, pero no habría aceptado la complicidad en un asunto peligroso. Se sentía mucho mejor que él, que a sangre fría predicaba el asesinato. Él lo había cometido, pero en un momento determinado, al caer en la tentación de hacer suyo aquel dinero, que lo salvaba de su desdichadísima vida. No había razonado y en aquel instante ni siquiera si hubiese tenido presente el castigo que le habría podido caer por aquel acto —la horca, el verdugo— se habría dejado retener. Así, pues, había arriesgado su vida para acabar con una ajena y no había acariciado —como cobardemente hacía Giovanni— la idea de matar con seguridad.

¿O tal vez ya se le había olvidado? El acto cuya instantaneidad recordaba no había sido resultado de una aberración momentánea y lo demostraba la satisfacción que había sentido por mucho tiempo al descubrirse fuerte y enérgico en él. Después recordó vagamente que alguna idea muy semejante a la enunciada por Giovanni debía de habérsele pasado también por la cabeza. ¡Qué extraño debilitamiento de la memoria! El asesinato había ido a dividir su vida en dos partes y, más allá de aquel acontecimiento, recordaba sólo vagamente sus ideas, sus sensaciones, aquel propio individuo, como si se hubiera tratado de cosas nunca vividas, sino oídas muchos, muchos años antes.

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