Corazón de León

Ben Kane

Fragmento

Lista de personajes

LISTA DE PERSONAJES

(Los marcados con un * son personajes reales.)

Ferdia Ó Catháin/Rufus: noble irlandés del norte de Leinster.

En Striguil:

Robert FitzAldelm: «Puños y Botas», caballero.

Richard de Clare: conde de Pembroke (fallecido).*

Aoife: su viuda.*

Isabelle: la hija de ambos.*

Gilbert: el hijo y heredero de ambos.*

Rhys: niño galés huérfano.

Hugo, Walter, Reginald y Bogo: escuderos.

Gran Mary: lavandera.

FitzWarin: caballero y amigo de Robert FitzAldelm.

Gilbert de Lysle: mensajero del duque Ricardo.

Guy FitzAldelm: caballero y hermano de Robert FitzAldelm.

Casa de Anjou y personajes relacionados:

Enrique II: rey de Inglaterra y Anjou.*

Leonor (Alienor) de Aquitania: su esposa.*

Enrique el Joven: el hijo superviviente de mayor edad de Enrique II.*

Ricardo: duque de Aquitania y segundo hijo de Enrique II.*

Godofredo: conde de Bretaña y tercer hijo de Enrique II.*

Juan Sintierra: hijo menor de Enrique II.*

Matilda*: una de las hijas de Enrique, casada con Heinrich der Löwe,* antiguo duque de Sajonia y Bavaria.

Alienor, Juvette: doncellas de Matilda.

Beatrice: doncella de la reina Leonor.

Godofredo: hijo ilegítimo y canciller de Enrique II.*

Geoffrey de Brûlon: caballero.*

Maurice de Craon: caballero.*

Hawise de Gloucester: novia del príncipe Juan.*

Casa de Ricardo:

André de Chauvigny: caballero y primo del duque Ricardo.*

John de Beaumont: caballero.

John de Mandeville, Louis, el comadreja de John: escuderos.

Philip: escudero y amigo de Rufus.

Owain ap Gruffydd: caballero galés.

Richard de Drune: hombre de armas inglés.

Casa de Enrique el Joven:

William Marshal: caballero.*

D’Yquebeuf: caballero.*

Thomas de Coulonces: caballero.*

Baldwin de Béthune: caballero.*

Simon de Marisco: caballero.*

Heloise de Kendal: tutelada de William Marshal.*

Joscelin: escudero de William Marshal.

Jean d’Earley: escudero de William Marshal.*

Otros personajes:

Felipe Capeto*: rey de Francia e hijo del rey Luis* (fallecido).

Bertran de Born: trovador.*

Conde Vulgrin Taillefer de Angulema.*

Matilda: su hija.

William y Adémar Taillefer: hermanos de Vulgrin.*

Conde Aimar de Limoges: hermanastro de ambos.

Philippe: conde de Flandes.*

William des Barres: uno de los caballeros de Philippe.*

Conde Raimundo de Tolosa.*

Duque Hugo de Borgoña.*

Peter Seillan: asesor privado del conde Raimundo.*

Prólogo

PRÓLOGO

La historia recuerda a los grandes. A reyes y emperadores, a los papas. Al morir, las personas normales y corrientes como tú y como yo permanecemos en el anonimato. Ningún arzobispo oficia nuestro funeral ni ningún mausoleo magnífico se erige donde reposan nuestros restos. Sin embargo, algunos de nosotros estuvimos allí cuando el destino de los reinos pendía de un hilo, cuando las batallas que parecían perdidas sufrieron un vuelco inesperado. Por mucho que los escribas monacales y los historiadores nos hayan olvidado, ayudamos a los poderosos en su camino hacia la gloria y la fama eterna.

Por muy canoso y encorvado que ahora esté, en mis tiempos empuñé una espada junto a los mejores hombres. Toda la Cristiandad conoce a Ricardo, rey de Inglaterra, duque de Normandía, conde de Bretaña y Anjou, Corazón de León. Unos pocos privilegiados han oído hablar de su caballero Rufus y menos incluso de Ferdia Ó Catháin. No me preocupa lo más mínimo. No serví a Ricardo para obtener riquezas ni fama. Fui uno de sus hombres y todavía lo soy por lealtad hacia él, aunque lleve muerto treinta años, que Dios lo tenga en su gloria.

Se me apaga la vista, los músculos se me debilitan. Disfruté sobremanera enfundado en una cota de malla y montando un caballo de guerra; ahora me conformo con llegar al banco de fuera arrastrando los pies y calentar los huesos al sol. La muerte llamará a mi puerta, si no este invierno, el siguiente. Estaré preparado, pero ruego a los monjes que me concedan el tiempo necesario para contar mi historia, tal como es, antes de exhalar mi último aliento.

Llegar a la setentena es más de lo que consigue la mayoría de los hombres. He tenido una vida plena. He conocido la dicha exquisita del amor verdadero, a diferencia de muchos. Con el corazón henchido, pude sostener en mis brazos a mis hijos y a mi hija nada más nacer. Tuve compañeros de lucha a quienes me sentí más unido que a mis propios hermanos. El dolor apareció en mi vida en más de una ocasión, al igual que la tragedia; no son sino situaciones que nos envía Dios para ponernos a prueba. Lo único que puede hacer un hombre es cargar con su cruz y seguir adelante.

Dicen que los caminos del Señor son inescrutables y es cierto con respecto al mío. Llegué a Inglaterra procedente de una zona poco conocida de Irlanda y acabé al servicio del mayor guerrero de la época: Ricardo Corazón de León. Juntos asediamos castillos y libramos docenas de batallas. Derramé sangre y maté por Ricardo. No me enorgullece decir que maté por él. Confesé tales pecados, pero, en lo más profundo de mi corazón, no me arrepentí. Que Dios me perdone, pero volvería a matar a esos hombres si tuviera fuerzas suficientes.

Continuaré o, de lo contrario, seguiremos debatiendo acerca de mi alma al atardecer. Estuve presente cuando Ricardo se reunió con su padre Enrique por última vez; presencié su coronación en la abadía de Westminster. Estuve a punto de morir en Chipre por salvar a su reina. En Arsuf, luchamos codo con codo y derrotamos a Saladino; poco después, marchamos casi hasta las puertas de Jerusalén. Cuando traicionaron a Ricardo mientras regresaba de Tierra Santa, el rey y yo compartimos mazmorra. Lo ayudé a reclamar lo que le pertenecía al cerdo de su hermano Juan. Él también está tan muerto como Ricardo y, por la gracia de Dios, ardiendo en el infierno.

Pero me he precipitado y casi he contado el final de la historia antes de empezar. Quizá te haya extrañado, lector, saber que un irlandés sirvió al rey inglés. Demos gracias a los santos por que mi padre muriera sin haberse enterado. ¿Me arrepentí en alguna ocasión? Alguna que otra ocasión, quizá, pero, una vez hecho un voto, es sagrado y el vínculo de la camaradería que se forja durante la guerra es inquebrantable. ¿Tienen sentido mis palabras? Perdona las divagaciones de un anciano.

Remontémonos medio siglo atrás y empecemos la historia por el principio...

Primera parte. 1179

PRIMERA PARTE

1179

Capítulo I

I

Habían transcurrido diez años desde que el anterior rey de Leinster, el traicionero Diarmait MacMurchada, invitara a los ingleses a Irlanda. Su conquista no fue ni mucho menos total, pero los grises extranjeros, tal como los llamábamos, tenían el control. La prueba de ello no solo era la franja de territorio que dominaban a lo largo de la costa este, sino el vasallaje que muchos reyes provinciales irlandeses ofrecieron a Enrique, el monarca inglés. Cuatro años antes, nuestras esperanzas habían sufrido un duro revés cuando el rey Ruairidh de Connacht también le había prometido lealtad.

Mi padre pertenecía a la baja nobleza del norte de Leinster y, después de que Diarmait se aliara con los ingleses, prometió lealtad a Ruairidh. Furioso por lo que consideró una traición por parte de Ruairidh, mi padre tomó la inconcebible decisión de sumar sus fuerzas a las del rey del Ulster, que había sido nuestro enemigo durante mucho tiempo, pero que seguía sin doblegarse ante los invasores. Fue una decisión precipitada. Cuando el enemigo empezó a causar estragos, el Ulster no respondió a nuestra llamada. Luchamos con valentía, pero nuestras tierras enseguida fueron invadidas.

Me tomaron como rehén para garantizar el buen comportamiento de mi familia y me enviaron a Dublín. Desde allí viajé por mar en una coca maciza hacia el sudeste en dirección a la nubosa costa galesa, salpicada de castillos. Si se llena un territorio de tales fortalezas, pensé ensombrecido, los lugareños, sin lugar adonde ir, se verán obligados a presentar batalla al igual que le había sucedido a mi familia. Reviví en la cabeza la carga de los caballeros ingleses: una avalancha imparable que había destrozado a nuestros guerreros de armas ligeras.

Nuestra travesía llegó a su fin al avistar Inglaterra, en el fuerte denominado Striguil. Situado en un despeñadero con vistas al río Wye, era la residencia de la familia De Clare y el mayor castillo que había visto jamás. Poseía una impresionante torre rectangular y estaba rodeado de una empalizada que serpenteaba hasta la cima de la colina. Más allá, a cada lado, excepto el que daba al Wye, descubrí más tarde la existencia de un foso defensivo. No lo manifesté, pero me impresionó. Si aquel era el hogar ancestral de un conde, la torre del homenaje del rey Enrique debía de ser realmente extraordinaria. Pensé que los ingleses no solo eran expertos en luchar, sino que también eran constructores consumados. Volví a temer que los jefes de clan y reyes irlandeses no fueran capaces de retornar a los invasores al mar. Disipé mis temores puesto que parecía que, si me dejaba vencer por la desesperación, mi situación empeoraría sobremanera. En cierto modo, si albergaba esperanzas de derrotar a los ingleses en mi tierra, podría soportar el sufrimiento al que me someterían.

Tenía diecinueve años, era más alto que la mayoría, lucía una buena mata de pelo, era más bien escuálido y poseía la arrogancia típica de la juventud. Aquel día hablé un poco de francés y ni pizca de inglés. Desde que mi padre me entregara al cautiverio con expresión impertérrita, había soportado muchas penurias. Me dolieron sus últimas palabras: «Cede solo si es imprescindible. Haz únicamente lo que estés obligado a hacer», y me negué a obedecer las órdenes. El primer día califiqué al bestia del caballero a cuyo cargo estaba de «perro pulgoso» y añadí que su madre trabajaba en las callejuelas de Dublín. No me planteé las consecuencias. Algunos de los tripulantes eran irlandeses e, intimidados por el caballero, tradujeron mis palabras.

Me llevé una buena paliza por los insultos del primer día y mi actitud tozuda posterior no me granjeó respeto alguno, sino más palizas y raciones miserables. Cuando lo pienso ahora, me sorprende mi comportamiento terco y, todavía más, mi estrechez de miras. Al final de la travesía, los puños y las botas del caballero ya no tenían secretos para mí. Me sentía tan enfurecido y humillado a todas horas que habría sido capaz de empujarlo al mar o algo peor si hubiera tenido un arma a mano. No obstante, a pesar de mi bravuconería juvenil, llegué a ser consciente de que tal acto habría acabado conmigo también en el fondo del mar, por lo que enterré mi odio para otra ocasión, esperando que esta llegara.

—Rufus.

Como todavía no me había acostumbrado al nombre que me había puesto mi captor, pues era incapaz, o más probablemente, pensé con actitud siniestra, reacio a intentar dominar el mío de Ferdia, no presté atención. Tenía la vista clavada en las figuras que estaban de pie en el malecón de madera situado bajo el castillo. Por lo que parecía, la noticia de nuestra llegada había viajado más rápido que nosotros. No tenía ni idea de quién iba a darnos la bienvenida, pero no iba a ser Richard de Clare, el conde de Pembroke, uno de los nobles más importantes que habían invadido Irlanda. Gracias a Dios estaba muerto. El conde ni siquiera en vida se habría dignado a contemplar la llegada de un cautivo como yo. Ni tampoco su esposa, la condesa Aoife, que residía allí desde su muerte. Era famosa por su belleza y por la noche había conjurado agradables fantasías sobre ella para olvidar lo delgada que era mi manta y lo dura que era la cubierta.

—¡Rufus, cerdo! —Puños y Botas, el apodo que le había puesto a Robert FitzAldelm, el caballero tarugo que estaba a cargo de nuestro grupo, parecía enfadado.

Por fin logró que le prestara atención. Reconocí el «Rufus» y sabía lo que significaba: cochon. «Soy de tan alta cuna como tú», pensé con desprecio. Todavía me dolían las costillas de su última paliza, pero yo, terco como una mula, mantuve la mirada clavada en el malecón cercano y el pensamiento en Aoife. La hija de Diarmait MacMurchada, rey de Leinster y viuda de Richard de Clare, sería la dueña de mi destino.

—¡Rufus!

No lo oí.

Un estallido de dolor se apoderó de mi cabeza y se me nubló la vista. La fuerza del golpe hizo que me tambaleara y caí encima de uno de los tripulantes. Me apartó soltando un improperio y, con las rodillas flojas, caí en cubierta. Puños y Botas arremetió contra mí con su fuerza característica y siempre con cuidado de no darme en la cara. Era muy artero y en todo momento procuraba que sus superiores no criticaran los castigos que me había infligido desde que zarpáramos de Dublín.

Areste! —gritó una voz aguda pero llena de autoridad. Una voz infantil.

También sabía el significado de esa palabra: «para».

El corazón me latía con fuerza. No recibí más patadas.

La niña volvió a hablar para soltar una pregunta con expresión airada. No la entendí.

Puños y Botas se apartó todavía más mientras respondía. Habló con tono respetuoso pero huraño. No fui capaz de distinguir las palabras.

Mareado, abrí los ojos y miré de soslayo. Una hilera de clavos de hierro. Huecos en el entarimado. Más abajo, unos cuantos dedos de agua sucia que ocupaban el espacio situado bajo la cubierta. El hedor de los orines —a pesar de las normas impuestas por el capitán, a algunos hombres no les gustaba orinar por encima de la borda— y de la comida podrida. Había movimiento de botas y zapatos; las primeras las calzaban los hombres de armas y los segundos la tripulación de manos encallecidas. Una cuerda enrollada. La base de los toneles que contenían agua, aguamiel y tocino.

Puños y Botas no había regresado. Pensé que ya podía levantarme sin peligro y me incorporé. Noté unas punzadas de dolor en el vientre, en la espalda, en los brazos y en las piernas. Intenté agradecer el hecho de que la única zona que se había librado, aparte de la cabeza, fuera la entrepierna. Lancé una mirada a Puños y Botas, que seguía hablando con la muchacha del malecón. Ya nos habíamos situado a lo largo de este y los hombres, armados con cabos gruesos, sujetaban el barco. De pie, agarrado al lateral de la embarcación para mantener el equilibrio, me sorprendió ver que no era más que una niña. Llevaba un vestido de color morado y, por encima, una capa verde oscuro con un ribete plateado. Debía de tener unos seis años y poseía una larga melena pelirroja, una pizca más clara que mi pelo, que enmarcaba un rostro oval y de expresión seria.

Posó la mirada gris en la mía. Por algún motivo, sospeché que se trataba de la hija de Richard y Aoife. Lo que escapaba a mi entendimiento era qué estaba haciendo allí. Incliné la cabeza para mostrar un respeto que no sentía y volví a encontrarme con su mirada.

—¿Estás herido? —preguntó.

Me quedé boquiabierto. La niña no me había hablado en francés, sino en mi lengua.

—Madre dice que es de mala educación quedarse con la boca abierta y que, en boca cerrada, no entran moscas.

Apreté la mandíbula sintiéndome un poco bobo y acerté a responder.

—Mis disculpas. No esperaba oír hablar irlandés aquí.

—Madre insiste en que lo hablemos. Dice que soy medio normanda, pero también medio irlandesa.

Mi corazonada había sido correcta. Acerté a sonreír.

—Tu madre parece una mujer sabia. En respuesta a tu pregunta, creo que no me ha roto ningún hueso. —Me entraron ganas de lanzar una mirada asesina a Puños y Botas, pues creí que estaría intentando entendernos, pero tuve la sensatez de no hacerlo—. Gracias por tu intervención.

Un ligero asentimiento.

Aunque era todavía una niña, poseía cierta gravedad. No era de extrañar, pensé, dada su educación.

—¿Cómo te llamas?

—Ferdia Ó Catháin.

Cuál sería mi sorpresa al ver que pronunciaba bien mi apellido, la «c» fuerte, la «t» muda y el resto de la palabra como «hoin». Su madre estaba orgullosa de sus raíces irlandesas, pensé encantado.

—Dice que te llamas Rufus. —La niña inclinó la cabeza—. Ya veo por qué.

Me llevé una mano a la cabeza, divertido a pesar del dolor.

—Mi madre solía decir que las hadas me colgaron de los pies encima de una olla de rubia roja para que fuera pelirrojo. A ti te debieron de hacer lo mismo, pero menos rato.

La actitud seria de la niña se desvaneció y se echó a reír.

—¡Yo también te llamaré Rufus! —Algo debió de ver en mi rostro que le hizo rectificar—. A no ser que prefieras que no...

Puños y Botas volvió a interrumpir. A pesar de mi desconocimiento del francés, quedaba claro que quería que desembarcara. Los hombres de armas ya estaban en el muelle cogiendo los escudos y los manojos de armas envueltos en cuero que les pasaba la tripulación.

Pasé una pierna por encima del lateral sin quejarme del dolor y desembarqué. Puños y Botas me siguió. Indicó el sendero que discurría por entre unas casas dispersas hasta el pie de la empalizada y volvió a hablar en francés.

«Maldita sea —pensé—, deberé aprender su lengua o tendré una vida muy complicada.»

—¿Quiere que suba? —pregunté a la niña.

—Sí. —Su actitud mandona anterior había desaparecido; era como si supiera que tenía un poder limitado. Podía impedir que siguieran azotándome, pero no cambiar mi destino como cautivo.

Resistí el primer codazo en la espalda que Puños y Botas me propinó.

—¿Cómo te llamas?

—¡Isabelle! —La voz, femenina, procedía de algún punto situado detrás de la empalizada. Era una especie de grito agudo de descontento—. ¡I-sa-belle!

Una sonrisa traviesa.

—Isabelle. Isabelle de Clare.

El instinto no me había engañado. Incliné la cabeza una segunda vez, más predispuesto, dado que la niña tenía un gran corazón. Bajé la voz de manera que los irlandeses de la tripulación no me oyeran y dije:

—Te debo un agradecimiento por evitar que ese amadán me hiciera papilla a base de patadas.

Soltó una risita.

—Cuidado con lo que dices de FitzAldelm, quizá sepa un poco de irlandés.

—No sabe ni media palabra. —Convencido de que pronto comería en el gran salón, me giré a medias—. ¿Verdad que no, amadán?

Puños y Botas —FitzAldelm— frunció el ceño y me dio un empujón.

—¿Lo ves? —dije ganando en chulería.

—¡Isabelle! —La voz se había convertido en el chillido de una vieja gruñona.

—Es mi niñera. Más vale que vaya —dijo entornando los ojos. Se levantó los faldones para no arrastrarlos por el fango y subió rápidamente por el sendero que teníamos ante nosotros—. Hasta siempre, Rufus.

—Hasta siempre, milady —repuse.

Era la primera vez que no me molestaba que alguien me llamara de ese modo.

Mi deleite fue efímero.

Puños y Botas me dio un buen mamporro en el trasero. Casi me caí de bruces. Me recompuse mientras no oía más que insultos y empecé el ascenso. Isabelle no nos vio porque pasaba por el portón que conducía al castillo.

Estuve a punto de llamarla, pero, como estaba plenamente convencido de que mi maltrato pronto sería un asunto del pasado, mantuve el paso. Llegué a la conclusión de que, si Aoife era una mujer justa, Puños y Botas quizá recibiera un castigo por lo que había hecho.

Al llegar al portón, que ya habían cerrado, alcé la vista hacia lo alto de la empalizada. Tenía la altura de tres hombres, lo bastante cerca para ver al centinela, que me miraba maliciosamente, pero con la distancia suficiente en vertical para ser consciente de que había que ser un descerebrado para tomar la fortaleza por asalto.

Ouvre la porte! —exigió Puños y Botas enfadado.

«Abre la puerta —pensé—. Recuerda estas palabras.»

Impaciente, Puños y Botas me adelantó y golpeó los maderos con el puño. Aunque el portón era de construcción sólida, era el punto débil de esa parte de las defensas, si bien en caso de ataque, la guarnición vaciaría ollas de arena caliente sobre la cabeza de los atacantes mientras les llovían flechas desde las murallas.

La puerta se abrió con un crujido y apareció un soldado con gambesón y cota de malla. Resultaba obvio que se trataba de un soldado raso y soportó la arenga de Puños y Botas sin rechistar. Una pregunta. Oí el nombre de «Eva», Aoife en francés. El soldado respondió moviendo la cabeza y mirándome con curiosidad.

No tuve tiempo de pararme a pensar en el significado de aquello porque Puños y Botas me dio un empujón en la espalda para indicarme que entrara.

Había estado otras veces dentro de un patio cerrado o bailey, tal como los ingleses llamaban al espacio situado en el interior de las defensas de un castillo, pero nunca en uno tan grande. Era un rectángulo irregular, descubierto en el centro y bordeado por un lado por la torre del homenaje de piedra, de dos plantas, con la cocina y despensas adyacentes. Los otros lados, formados por la empalizada, tenían unos edificios con el tejado inclinado que deduje que eran los cuarteles, establos y dependencias similares. Estaba atestado, pero apenas nadie me prestó atención.

Un herrero con delantal de cuero se inclinó sobre la pata de un caballo con el martillo preparado para clavarle otro clavo en la herradura que le había estado haciendo. Junto a la cabeza del animal, un joven con una túnica andrajosa y unas calzas rasgadas sujetaba las riendas mientras se hurgaba la nariz con la mano que le quedaba libre. Desde la parte posterior de un carro, un hombre fornido descargaba sacos de hortalizas bien repletos y los cargaba en otro. Un cazarratas salió de un establo vacío empujando la vara de una rueda. Lo seguían varios gatos raquíticos que tenían la vista clavada en la media docena de roedores que colgaban de ella por la cola. Un grupo de hombres de armas holgazaneaba junto al pozo de maderos pasándose un odre de vino entre sí y echando miraditas a la joven doncella que sacaba un balde de las profundidades.

La mezcla de olores en el ambiente era infinita: estiércol, el humo de los troncos y el del pan en el horno. Este último me hizo gruñir el estómago y pensé con nostalgia en una hogaza de trigo recién horneada, untada con mantequilla y miel. Desesperado, puesto que en los últimos días mi alimentación no había tenido nada que ver con eso, aparté la imagen de mi mente.

Ceste direction. —Puños y Botas señaló por encima de mi hombro hacia una puerta situada en el sótano de la torre del homenaje.

Capté la premura en su voz y el fuerte empujón que vino a continuación no hizo más que confirmarlo.

Se oyó una voz femenina procedente de más arriba que denotaba fastidio y reñía a partes iguales. Alcé la vista hacia la escalera que iba de la planta baja a la puerta ornamentada del muro de la torre del homenaje. Una silueta diminuta —Isabelle, reconocible por la capa verde— había llegado a lo alto, donde la aguardaba una mujer de proporciones generosas. A juzgar por el dedo que blandía y las quejas continuas, era la niñera de Isabelle.

Deseé que Isabelle se girara y me viera, y que alzara una mano en un gesto amistoso. Volví a estar a punto de llamarla, pero Puños y Botas se me adelantó con un cachete punzante que hizo que me mordiera el labio. No cabía duda de que algo iba mal. Busqué por el patio cerrado a alguien de alto rango, el administrador o a uno de los caballeros, pero no vi a nadie. Arrastré los pies, pero fue en vano. Pronto alcanzamos la puerta de aspecto siniestro y, después de que la abriera con una pesada llave de hierro, me obligó a penetrar en la oscuridad y humedad del espacio situado más allá.

Miré en derredor mientras la vista se me acostumbraba a la penumbra. Había unos pilares de madera más gruesos que un hombre, separados entre sí por unos doce pasos, que sostenían el suelo de lo que con toda probabilidad sería el gran salón de encima. Había unas hileras de puertas a cada lado. Determiné que debían de ser una mezcla de graneros, almacenes y celdas de prisión, y mi sospecha acerca de estas últimas quedó confirmada cuando Puños y Botas me empujó hacia una puerta que se abría como la boca de una tumba. Me quedé petrificado. No era el descendiente de ningún monarca, como Aoife, pero tampoco era un criminal. Merecía unos aposentos mejores que esos.

Con la boca abierta para protestar, me giré hacia Puños y Botas.

Había estado aguardando la ocasión. Alzó rápidamente el puño derecho, alrededor del cual descubrí con posterioridad que llevaba un pesado aro de hierro, para golpearme bajo la mandíbula.

Ni siquiera fui consciente de caer al suelo.

Capítulo II

II

¿Qué puedo contar del terrible periodo que vino a continuación? A decir verdad, perdí la cuenta del tiempo que pasé en ese infierno. En aquel momento me pareció una eternidad; después me dijeron que había sido más de un septenario. Tenía frío a todas horas porque no contaba más que con una manta fina de lana para separar el cuerpo del suelo de tierra batida. Me atrevería a decir que el frío era comparable al del monasterio azotado por el viento de la isla de Lindisfarne. Para calentarme los huesos, caminaba por la celda, que tenía seis pasos por seis. Caminaba desde la puerta hasta la pared del fondo, primero con las manos extendidas para evitar chocar con las piedras y luego, más confiado, sujetando la manta alrededor de los hombros con ambas manos.

Vivía en un mundo de oscuridad absoluta. El paso de las horas solo estaba marcado por la llegada de un hombre de armas que traía comida y cerveza. No tenía ni idea de cuándo se producían estas visitas, pero los gruñidos del estómago me decían que quizá fuera una vez al día. Con mucha menos frecuencia aparecía uno de mis carceleros a cambiarme el cubo desbordado por otro.

Durante esos breves contactos una luz tenue se filtraba por la puerta exterior situada más allá hasta el sótano y de ahí a mi celda. Casi cegado pero desesperado para que me dejaran salir, recibía primero a los guardas protestando indignado por que no tenía por qué estar allí, que por muy rehén que fuera seguía siendo noble. No sabría decir si entendían mi penosa mezcla de irlandés y francés; o se reían o no decían ni media palabra. Pronto aprendí a morderme la lengua porque, tras varios intentos, Puños y Botas me hizo una visita.

Colocó una antorcha en un soporte que había junto a la puerta, apostó ahí a un hombre de armas con la espada preparada por si oponía resistencia y se dispuso a darme tamaña paliza que me dejó totalmente amoratado. Aunque ardía en deseos de repeler el ataque y arriesgarme a enfrentarme a dos contrincantes, era consciente de que estaba abocado al fracaso. Me hice un ovillo y me dije que era mejor vivir ensangrentado y hambriento que una muerte lenta en una mazmorra a consecuencia de una puñalada en el estómago.

Regresó la siguiente vez que un guarda me trajo comida y repitió la paliza. Resulta que se había enterado de que la palabra amadán significaba «imbécil», supuestamente gracias a uno de los tripulantes irlandeses, y estaba hecho una verdadera furia. Me propinó una patada en la cabeza que me dejó ciego. No tengo ni idea de cuánto tiempo la emprendió contra mi cuerpo inconsciente, pero cuando recobré el conocimiento sentí el mayor dolor de toda mi vida. Cada vez que respiraba era como si me clavaran alfileres y comprendí que tenía un par de costillas rotas. Tenía la cara cubierta por una costra de sangre. Había perdido uno de los dientes delanteros y la sensación que notaba en el vientre era como si el herrero del patio interior del castillo me lo hubiera estado martilleando durante una hora. Por todos los santos, aquel hombre sabía cómo hacer daño.

Con esas tundas acabé aprendiendo la lección. Dadas las circunstancias, el sonido de pasos que se acercaban hacía que me retirara a la pared del fondo de la celda y esperara a que la puerta se abriera con un crujido. Receloso como un animal salvaje, observaba cómo colocaban el cuenco y el vaso en el suelo. Hasta que no volvía a reinar la oscuridad más absoluta, no correteaba a cuatro patas, sí, como un perro hambriento, para devorar la mísera ración que me habían dejado.

Solo en la oscuridad, con apenas un hilo de vida a consecuencia de las palizas, helado hasta la médula y con un hambre feroz, estuve a punto de perder la cordura. Al comienzo me ayudaron las plegarias, pero cuando vi que no recibían respuesta e iban pasando los días con sus correspondientes noches, perdí la esperanza. Cierto es que los monjes están acostumbrados al ayuno y a la soledad, pero nunca han languidecido en una mazmorra. Nunca se han visto privados de luz hasta que el más mínimo atisbo de claridad te quema los ojos como un rayo. Nunca han sido objeto de la dedicación experta de Puños y Botas.

Dejé las plegarias y evoqué mi hogar irlandés, imaginándolo con la intención de abstraerme a la amargura de aquella celda. Todavía no he hablado de mi hogar de la infancia, Cairlinn. Está situado en el extremo septentrional de Leinster, en la costa sur de una ensenada larga y estrecha, en el lado contrario de donde está Ulster. Una montaña empinada pierde altura en la parte posterior del asentamiento que llamamos Sliabh Feá, palabras que los ingleses no saben pronunciar. Cuando el verano nos regalaba uno de sus días buenos, me recostaba en la cumbre con mis amigos, el pecho palpitante por la carrera hasta la cima, contemplando la estrecha franja de agua que separaba Cairlinn de Ulster. Cuando nos convirtiéramos en hombres, nos jactábamos mis amigos y yo, haríamos una incursión al norte en busca de ganado, tal como habían hecho nuestros padres y nuestros abuelos. Los clanes del Ulster siempre habían sido nuestros enemigos o eso se decía.

Durante un tiempo los recuerdos me sirvieron. Me sentaba apoyado en la pared de la celda, bien envuelto en la manta, e imaginaba las manazas de mi padre, encallecidas y con las uñas rotas, pero tan delicadas cuando me enseñó a empuñar una espada. A mi madre, con el ceño fruncido por la concentración, que enseñaba a mi hermana pequeña a bordar. El reclamo de la alondra por encima de Sliabh Feá los cálidos días de estío. El olor prometedor de la caballa pescada en la bahía, frita con mantequilla o el del pan recién salido del horno. Hombres y mujeres que bailaban alrededor de las grandes hogueras la noche más larga del año. Nosotros la llamamos Bealtaine y los ingleses la denominan Beltane. Noches de invierno a la vera del fuego mientras las tormentas rugían en el exterior y el bardo encadenaba historias de amor y traición, amistad y enemistad, guerra y muerte. Mi nombre, Ferdia, procede del legendario Táin, una leyenda que se cuenta en Irlanda junto a la hoguera desde hace más de mil años. La pronunciación más parecida al original de la que los ingleses son capaces sería «Toyne».

Por aquel entonces no tenía demasiada experiencia sobre el mundo. Mis recuerdos se agotaron al cabo de poco tiempo. Intenté volver a evocarlos, pero la sensación de desespero no hizo sino acentuarse. Vencido por el abatimiento, derramé lágrimas de amargura, protestando enfurecido para mis adentros contra las injusticias a las que me sometían. Intenté rezarle a Dios, pero no respondió. La rabia sustituyó mi dolor y, sin que me importara quién pudiera oírme, golpeé la puerta hasta que me despellejé las manos y empezaron a sangrarme. Nadie respondió, nadie acudió. Todo apuntaba a que iba a morir allí. La desesperación y el agotamiento hicieron mella en mí y caí desplomado. A pesar del frío y del dolor de mi corazón, no tardé en quedarme dormido.

Me desperté sobresaltado al oír un sonido áspero junto al oído. Me levanté como pude mientras alguien descorría el cerrojo por completo y me aparté de la puerta a rastras. Se me revolvió el estómago; apenas habían pasado tres horas desde que engullera mi última comida. Llegué a la conclusión de que Puños y Botas había regresado. Me sorprendí al notar que apretaba los puños. Varias imágenes se me agolparon en la mente. Su feo rostro contraído por el miedo. Yo reventándole la nariz como si fuera una ciruela bien madura. Gritos, chillidos pidiendo clemencia que llenaban la celda, pero de él, no míos.

La puerta se abrió. La luz de una antorcha inundó el suelo.

Respiré hondo. Puños y Botas estaba a punto de llevarse la sorpresa de su vida. Si se producía el milagro de que mi ataque resultara exitoso, el hombre de armas que acompañaba a todas partes a mi torturador acabaría con él con su espada. Si fracasaba, recibiría una paliza de muerte. En el primero de los casos acabaría muerto; en el segundo, mutilado.

Ya me daba igual.

—Bienvenido, FitzAldelm —mascullé. Separé los pies tal como me había enseñado mi padre y alcé los puños.

—¿Ferdia Ó Catháin? —preguntó una voz de pito.

Me quedé confundido. Distinguí dos pequeñas siluetas en el umbral de la puerta, una ligeramente más alta que la otra, y detrás de las dos, otra mayor.

—¿Sí? —respondí.

—¿Lo ves, Gilbert? No me lo he inventado —exclamó una voz en irlandés.

Cuál no sería mi asombro al reconocer la voz de Isabelle.

La silueta mayor hizo un movimiento y dijo algo en francés. Era un hombre y no parecía muy contento.

Isabelle le replicó con severidad y el hombre se calló.

—Te han tratado con crueldad, Rufus —me dijo ella.

Gilbert la interrumpió como hacen los niños.

—¿Rufus? ¿No habías dicho que se llamaba Ferdia?

—Soy pelirrojo —expliqué—. Algunas personas me llaman Rufus.

—Me gusta ese nombre —afirmó Gilbert.

—Chitón —ordenó Isabelle—. Intenté liberarte, Rufus, pero el guarda no me hace caso. Cuando mi madre se entere de lo ocurrido, se pondrá furiosa.

«Aoife todavía no ha regresado —pensé—, mi gozo en un pozo.»

—¿Dónde está?

—En algún punto de la costa, visitando los castillos de mi hermanito.

—Tengo casi una veintena en Gales —anunció Gilbert con orgullo infantil—. Y más en Inglaterra e Irlanda.

—Son muchos —dije pensando en la pequeña fortaleza de mi padre, que nunca sería mía por culpa de mi hermano mayor. Curiosamente, Isabelle se encontraba en una situación similar. A pesar de ser la mayor de los dos, no heredaría las tierras de los De Clare porque los hijos varones tenían prioridad sobre las hijas. Me incliné a medias ante Gilbert—. O sea que eres el lord de Pembroke.

—Eso es.

—Es un honor conoceros, milord.

Gilbert se giró hacia Isabelle con actitud inquisidora.

—¿Quién has dicho que era?

—Te lo dije. Un noble irlandés que han enviado a Striguil como rehén y que no debería estar encerrado de esta manera.

—¿Qué es un rehén?

«Qué jóvenes son», pensé. Isabelle tenía unos seis años y Gilbert apenas tres o cuatro. Era un milagro que la pareja hubiera logrado llegar hasta mí, aunque ponerme en libertad no estuviera en sus manos.

—Cállate, Gilbert y déjame pensar —lo regañó Isabelle.

—¿Cuándo regresará vuestra madre? —pregunté.

—Dentro de dos o tres días.

No era una eternidad, pero temía la reacción de Puños y Botas cuando se enterara de quiénes me habían visitado.

—¿Sabe el senescal que estoy aquí o algún caballero de la mesnie?[1]

El hombre que acompañaba a los niños volvió a dirigirse a Isabelle con un tono que seguía siendo respetuoso, pero más insistente.

Ella dio un zapatazo.

—No puedo quedarme, Ferdia. Ni puedo dejarte en libertad, lo siento —reconoció la niña con voz angustiada.

—No es culpa tuya, milady —dije intentando sonar despreocupado.

—¿Tienes hambre?

—Mucha.

—Te enviaremos comida y vino. —Retrocedió cogiendo a Gilbert de la mano y dejó que el guarda me encerrara de nuevo.

No fui capaz de contenerme.

—¿Y FitzAldelm, milady?

La puerta se cerró de un golpetazo y corrieron el cerrojo.

Isabelle respondió por entre las maderas.

—No volverá antes de que regrese mi madre, te lo juro.

En la oscuridad, exhalé un largo suspiro de alivio.

Al final, mi encarcelamiento duró otro día más con su correspondiente noche. Por suerte, no hubo ni rastro de Puños y Botas durante ese tiempo. La última mañana, recién despierto después de un sueño intermitente, recorrí la celda con la intención de dejar de pensar en el frío que tenía y en los gruñidos que seguía emitiendo mi estómago. Isabelle había cumplido su palabra, pero el potaje de puerros que me habían traído y el estofado de venado con pan recién horneado que llegó a continuación hacía mucho que se habían acabado. Ya había rebañado con la lengua los cuencos de madera y me estaba planteando si intentarlo de nuevo cuando los ruidos procedentes del patio interior me llamaron la atención.

Se oían gritos humanos y el repiqueteo de cascos de caballos. Por gruesos que fueran los muros, noté el clamor. Alguien importante había llegado. Recé con una intensidad que no empleaba desde hacía tiempo. «Que sea Aoife, Señor, te lo ruego.»

Su respuesta llegó antes de lo esperado.

Varios hombres de armas abrieron la puerta de mi celda y me hicieron salir al patio. No me pusieron las manos encima mientras emergía, parpadeando con recelo, al resplandor del sol. Debía de parecer una bestia salvaje con aquel pelo apelmazado, un hedor insoportable y la ropa manchada. Más de uno hizo una mueca y les devolví una mirada llena de odio. De haber tenido una espada, habría decapitado a todos los que tenía delante. Me planteé hacerme con un arma, pero solo y sin armadura lo único que conseguiría sería entretener un rato a los hombres de armas, vestidos con gruesos gambesones. Así pues, decidí que, al igual que la tapa que mantiene un fuego encendido durante la noche, mantendría a raya mi ira hasta otro día.

—¿Hablas francés? —preguntó una voz nasal e imperiosa.

Volví la cabeza. Un hombre de baja estatura y aspecto diligente ataviado con una túnica de fina lana azul sin mangas y ceñida con un cinturón había bajado por las escaleras desde la entrada del gran salón. No lo reconocí, pero, a juzgar por su vestimenta y actitud arrogante, deduje que era el administrador.

—Un poco —respondí.

Curiosamente, lo interpretó como que lo hablaba bien y se puso a parlotear en francés. Las pocas palabras que comprendí fueron «Eva», «asqueroso» y «baño». Señaló un edificio situado junto a la fragua, donde había visto que herraban a un caballo hacía una eternidad. Como supuse que quería decir que no estaba en condiciones de conocer a la condesa Aoife y que tenía que darme un baño, alcé un brazo e hice ver que me restregaba una axila y luego la otra. Respondió con un rígido asentimiento.

—¿Y después? —me atreví a preguntar en francés.

—Espera. —El administrador habló con los hombres de armas y desapareció por la misma escalinata por la que había aparecido.

Recibí una orden en francés y un empujón de uno de los hombres de armas. Hice lo que me ordenaron y caminé hacia lo que resultaron ser las dependencias de los criados. En la primera estancia encontré una bañera de madera con dos tercios de agua caliente. Me entraron ganas de llorar. Pocas veces me he desnudado tan rápido, ni siquiera cuando me ha aguardado una fémina.

Me introduje en el agua con un gemido de placer, sumergí la cabeza y emergí sin dejar de sonreír. Dado que los hombres de armas permanecían en el exterior, el único testigo de mi alegría fue un criado que, inexpresivo, me ofreció una pastilla de jabón. No era una de las caras de Castilla a las que me había acostumbrado en épocas recientes, sino la pastilla blanda hecha con grasa de cordero, cenizas y sosa. Sin embargo, en aquel momento me pareció más lujosa que un lingote de oro.

Con el cuerpo y el cabello limpios, salí de la bañera y tomé la áspera toalla de lino que me tendía el criado. Me sequé y le di las gracias en francés. Se sorprendió ante tal gesto e inclinó la cabeza. Encima de un arcón de madera me habían dejado una muda de ropa sencilla pero de buena calidad; en el suelo, un par de botines nuevos. Señalé mis viejas calzas, la túnica y el jubón tirados de cualquier manera en el suelo. Lo único que entendí de la respuesta del criado fue fu, fuego. No dejaba de pensar en conocer a la condesa Aoife; me daba igual lo que hicieran con la ropa, por lo que hice un gesto de indiferencia.

Al salir me esperaba el administrador. Me repasó con la mirada y olisqueó. Me entraron ganas de darle un cachete, pero, cuando recordé cómo había acabado mi enfrentamiento contra Puños y Botas, fingí no darme cuenta. Lo seguí manso como un corderito camino del matadero, más esperanzado a cada paso. Dos hombres de armas —musculosos, sin afeitar y de mirada dura— caminaban pesadamente detrás de nosotros.

La escalinata conducía directamente al gran salón. Entramos por un extremo de la enorme estancia y tuve que disimular mi sorpresa. El salón de mi padre no era grande en comparación con el del rey de Leinster, un edificio impresionante, pero este los empequeñecía a ambos. Unos puntales curvos de madera, gruesos como un hombre, sostenían el techo elevado que discurría a lo largo de la sala. Las ventanas ojivales enmarcaban unos retazos de cielo azul brillante a izquierda y a derecha: ese día no hacían falta las velas de los candelabros de pared. Bajo las ventanas lucían unos tapices bordados de colores vivos en comparación con el tono apagado del yeso.

Miré en derredor presa de la curiosidad. Junto a la pared del fondo había mesas cubiertas con manteles y unas banquetas de las que se usan para las comidas. Los criados, bajo la atenta mirada de un chambelán, sacaban brillo a unas copas de plata. Uno joven barría los juncos sucios; otro esparcía juncos frescos sobre el suelo de madera que había sido el techo de mi celda. «Tan cerca pero tan lejos», pensé. Los dos lugares no podían ser más distintos.

Un toque en el codo. Me disculpé ante el administrador con una sonrisa. No me devolvió el gesto, pero me indicó que lo siguiera. Obedecí seguido del paso firme y pesado de los hombres de armas, un recordatorio de lo precaria que seguía siendo mi situación.

Recorrí la sala a lo largo mientras los caballeros de la casa, secretarios y criados observaban de soslayo, murmurando entre sí disimuladamente mientras se tapaban la boca con las manos. La mayoría de las miradas eran de curiosidad o incluso hostiles. Me pregunté qué historias les habrían contado sobre mí desde mi llegada que habían originado semejantes habladurías alrededor de la hoguera. Lo que estaba claro era que Puños y Botas habría soltado una sarta de mentiras y engaños. Si la condesa Aoife le hacía caso, estaba a punto de salir del fuego para caer en las brasas. Volví a sentir miedo. A Isabelle le caía bien, pero la opinión de una niña, aunque fuera de tan alta alcurnia, casi nunca contaba. Gracias a Puños y Botas, su madre quizá ya hubiera llegado a la conclusión de que yo era un salvaje peligroso que necesitaba estar encerrado.

Noté el peso de una mirada y, al girarme, no vi sino a Puños y Botas en medio de media docena de caballeros. Me dedicó una sonrisa maliciosa y dijo algo a sus acompañantes, que se echaron a reír. Eran hombres de aspecto rudo y me llamó la atención uno que tenía un corte de pelo curioso, obra de un barbero que le había dejado la nuca calva con una línea descendente hacia las orejas. Tenía una cicatriz arrugada en el mentón.

Indignado por el desprecio de los caballeros, preocupado por la confianza de Puños y Botas, pero sin ganas de que se me notara, me comporté como si no hubiera visto nada. Con la boca seca y el corazón palpitante, seguí al administrador hacia una tarima baja sobre la que se encontraban dos elegantes sillas de respaldo alto, ambas vacías. Detrás de ellas, un tabique que iba del suelo al techo, que separaba el salón de lo que se suponía eran las dependencias privadas de la condesa.

Como oí unas voces infantiles detrás del tabique, agucé el oído. Una mujer habló. Una voz femenina —la de Isabelle— protestó. La mujer volvió a hablar con sequedad. Se hizo el silencio. Mi temor se intensificó. Me armé de valor y alcé una plegaria a Dios. Todo iría bien, me dije.

Con una mirada de advertencia para indicarme que me quedara donde estaba, el administrador se acercó con suavidad a una puerta del tabique. Llamó. Una mujer respondió y él entró, cerrando la puerta tras de sí. Regresó enseguida y, a juzgar por el repaso de arriba abajo con expresión de desdén, supuse que la condesa no tardaría en salir.

La puerta se abrió. Apareció una figura seguida de tres doncellas. El administrador anunció la llegada de Aoife en francés. Se hizo el silencio y todo el mundo giró la cabeza para mirar hacia la tarima. Era consciente de que no me correspondía mirar, pero no pude evitarlo.

Por aquel entonces, Aoife tenía treinta y un abriles. En teoría, ya no estaba en la flor de la vida, pero la mujer sentada ante mí dejó sin respiración mi cuerpo juvenil. Todo pensamiento de ella como enemiga se desvaneció como la neblina matutina. Me empapé de ella. Un vestido largo de seda verde resplandecía con cada uno de sus movimientos y resaltaba el tono rojizo oscuro de su cabello, recogido con una redecilla de oro enjoyada. Un cinturón del mismo metal precioso le rodeaba la esbelta cintura y un broche de rubí de un intenso color granate le relucía en el pecho.

Oí un «pssst» de indignación y aparté la vista de Aoife. El administrador me indicaba con gestos enfurecidos que debía hacer una reverencia. Mortificado, me incliné desde la cintura y dije en irlandés:

—Un millar de disculpas, milady.

—¿Ya no enseñan modales en Irlanda? —Aoife también habló en irlandés, con tono ligero, pero determinación férrea.

Avergonzado, y rezando para que no hubiera notado mi lujuria, volví a inclinarme. Oí risillas detrás de mí.

Chien —dijo una voz.

—Cerdo irlandés —dijo otro.

—Sí, milady —respondí ruborizado—, sí que se enseñan y los he olvidado por completo. Os ruego me perdonéis.

La sonrisa se le reflejó en los ojos, de un verde arrebatador.

—Estás perdonado. Si lo que me han contado es cierto, no me sorprende que no tengas presentes los modales refinados.

No respondí, pues no sabía muy bien qué decir.

—Eres Ferdia Ó Catháin, de Cairlinn, Leinster, entregado a la custodia de mi hijo como garantía del buen comportamiento de tu padre.

—Sí, milady.

—¿Hará honor a la promesa?

Sorprendido, recordé que mi padre me había suplicado que nunca me arrodillara ante los ingleses. «Yo tampoco me doblegaré —me había dicho guiñando el ojo. Al ver mi preocupación, había añadido—: No temas. Me encargaré de presentar un rostro leal ante la guarnición local a fin de que no sufras ningún daño, pero existen distintas maneras de luchar contra el enemigo. Con la plata bien empleada se pueden comprar muchas cosas. Armas, armaduras y hombres para utilizarlas. —Volvió a guiñar el ojo—. No diré nada más, no sea que se te escape algo.»

—¿Y bien? —insistió Aoife.

—Disculpadme, milady. Estaba pensando en mi familia. —Como vi que suavizaba la expresión, añadí—: Mi padre es un hombre de palabra.

—¿Y tú?

Asombrado ante su franqueza y herido en mi orgullo, me mostré altanero.

—Yo también, milady. Juré no huir en Irlanda y repito esta promesa ahora ante vos, Dios y todos sus santos.

Aoife pareció contentarse.

—Tengo entendido que durante mi ausencia fuiste encarcelado en una celda de aquí abajo. —Dio un golpecito en la tarima con la punta de la zapatilla para recalcarlo.

—Sí, milady. Me han liberado hace apenas una hora.

—Me han dicho que el caballero Robert FitzAldelm te maltrató. Te pegó. —Repitió esas palabras en francés y cuando se oyeron sonidos apagados de exclamación bajó la mirada hacia Puños y Botas.

Me quedó claro que Isabelle había hablado con su madre.

—¿Es cierto?

Entonces me clavó su mirada verde.

«Lo hizo más de una vez», quería decir, pero notaba la mirada penetrante de Puños y Botas clavada en la espalda. Striguil sería mi hogar, pensé, y hasta el momento solo había entablado amistad con Isabelle. Su posición elevada aseguraría que nuestros caminos apenas se cruzaran y, a pesar de su amistad, todavía era una niña. Sin embargo, vería a Puños y Botas a diario y no me cabía la menor duda de que tenía amigos y aliados por doquier. Lo más probable era que ya tuviera planeado hacerme la vida imposible. Si lo condenaba en público, me arriesgaba a acabar con un cuchillo entre las costillas en la oscuridad de la noche.

Tomé una decisión.

—Se produjo un altercado en el barco mientras ascendíamos por el río, milady. Fui maleducado con FitzAldelm y cuando me reprendió, le levanté la mano. —Me pareció probable que la explicación de Puños y Botas fuera algo parecido. En eso radicaba mi esperanza—. Respondió como habría hecho cualquier caballero y, por casualidad, lady Isabelle fue testigo de ello.

Aoife frunció el ceño, pero no dio muestra alguna de no creerse la historia.

—Después de eso... ¿cuando estabas en la celda? —Me observaba con fijeza y, aunque era imposible, tuve la sensación de que veía los cardenales que tenía por todo el cuerpo bajo la túnica y el jubón.

—La comida era escasa, milady, pero no puedo quejarme de nada más. —Le dediqué lo que confié que fuera una sonrisa convincente.

No sabría decir si se dio cuenta de mi mentira, pero frunció los labios carnosos en señal de diversión.

—FitzAldelm no debía haberte encarcelado de ese modo, pero, dadas las circunstancias, quizá fuera comprensible.

—Sí, milady —mentí mientras pensaba «que Dios me brinde la oportunidad de vengarme. Enseñaré a Puños y Botas lo que es una paliza».

—A partir de ahora dormirás en el salón y comerás también aquí. Te visitaré de vez en cuando. Aparte de con mis hijos, tengo muy pocas ocasiones de hablar irlandés.

—Será un honor para mí, milady —repuse encantado.

—Tambi

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