Capítulo 1
Una extensa nube de polvo, provocada por el tropel del ganado que se dirigía hacia el corral, cubría el camino y dejaba en evidencia los estragos de la sequía.
Don Sebastián se encontraba recargado en la cerca del corral, observando cómo Aureliano, el capataz, guiaba al ganado desde el raquítico pastizal.
Quien no lo conociera de antaño, al ver aquella impresionante cantidad de reses, habría supuesto que don Sebastián se encontraba en una posición muy holgada; habría pensado, quizá, que se trataba de uno de los hacendados más adinerados de la región.
Pero él sabía que no era así, al menos, ya no; la sequía y una extraña enfermedad del ganado habían acabado con gran parte de sus hatos, y el estío también se había ensañado con las cosechas, de modo que, en lugar de obtener ganancias, había perdido gran parte de lo que había invertido.
La situación se estaba tornando crítica; cierto que tenía algunos ahorros, su padre le había enseñado a ser previsor y no gastar todo su dinero, pero sabía que aquellos solo alcanzarían para cubrir sus necesidades y las de su familia por un corto tiempo, especialmente porque su esposa, doña Conchita, acostumbraba a dilapidar enormes cantidades en vestidos traídos de la capital (cuya tela y diseños eran traídos, a su vez, de Europa) para ella y sus hijas, Concepción y Gertrudis.
No era dado a lamentarse, pero no podía evitar sentirse triste y desmoralizado al pensar que, si las lluvias hubieran sido generosas, su situación en ese momento podría ser muy distinta.
El repentino toque de una mano sobre su hombro lo distrajo de sus oscuros pensamientos: era su hijo Roberto.
—Vine a ayudar a Aureliano, pero ya casi terminó de meter al ganado.
Su papá sonrió; su vástago era su orgullo. No lo decía abiertamente, pero se sentía muy satisfecho de él: era un joven bien educado, diestro en las labores del rancho, trabajador e inteligente.
—Ven, vamos a lavarnos para cenar —le dijo, poniendo un brazo sobre su hombro—. Ya sabes que a tu madre le molesta mucho que lleguemos tarde.
El muchacho sonrió; su madre se daba ínfulas de gran señora.
Eran apenas las seis de la tarde, pero ya el pueblo se hallaba sumido en una gran tranquilidad; Concepción, Gertrudis y su madre se fueron a acostar tan pronto dieron por terminada la corta sobremesa.
Don Sebastián y Roberto permanecieron un poco más en la mesa, el primero bebiendo una copa de tequila y el segundo esperando que su padre se marchara a dormir para hacerlo él también.
—Ayer fui a ver a don Servando, hijo. —Su padre lo dijo en forma aparentemente casual, sin mirarlo, mientras le daba un pequeño sorbo a la copa.
—¿Sí? —preguntó él joven, sin entender cuál era el punto de su padre y en qué podría afectarle a él.
Don Servando era el hombre más rico de la región, un señor de carácter recio y soberbio, basado más en su condición en la vida que en su naturaleza, y a quien todos los terratenientes, incluido su padre, trataban con un respeto reverencial.
—Estuvimos platicando largo rato. —Hizo una pausa para dar una calada a su cigarro—. Hijo, tú sabes que la situación es muy complicada: por culpa de la sequía perdimos casi quinientas cabezas de ganado, y la siembra también estuvo muy pobre. Si las pérdidas fueran solo de este año, tal vez podríamos aguantar, pero ya llevamos tres años así.
—El año pasado no nos fue tan mal —intervino Roberto, sin saber todavía a dónde quería llegar su padre.
—No, pero tampoco nos fue tan bien como para compensar las pérdidas.
Don Sebastián lo miró a los ojos.
—Hijo, don Servando y yo llegamos a un arreglo: te vas a casar con su hija Regina.
El chico se quedó de una pieza al escuchar aquello, ni siquiera parpadeó; le llevó varios segundos reaccionar, pensando que tal vez había escuchado mal.
—¿Cómo?
—Te vas a casar con Regina Osuna.
El joven palideció.
—Pero, padre, no puedo casarme con ella. Usted sabe que estoy comprometido con María.
Su padre le lanzó una mirada llena de furia.
—Pues vas a tener que decirle que rompen su compromiso, porque vas a casarte con la hija de don Servando.
No lo pensó demasiado, si se hubiera detenido a considerarlo habría sabido que era una causa perdida, pero no pudo contenerse:
—Padre, ¿me está pidiendo que falte a mi palabra? ¿Cómo voy a quedar ante María, ante su familia? Sería una vergüenza. Además, yo la quiero a ella, no a esa muchacha vanidosa y malcriada.
El golpe en la mesa lo sobresaltó, a pesar de que tendría que haber esperado una reacción violenta por parte de don Sebastián. Los platos, vasos y cubiertos saltaron por el aire y cayeron de nuevo sobre la mesa con gran estrépito.
—¡Te vas a casar con Regina Osuna, y esa es mi última palabra!
Luego se levantó y se dirigió a su recámara con paso imponente sin decir nada más.
Roberto hubiera querido llorar, si a los hombres les hubiera estado permitido hacerlo. Su padre le estaba pidiendo un imposible.
No tenía idea de los términos del acuerdo al que había llegado con don Servando, pero era evidente que él era parte de este, y eso lo hacía sentir no solo humillado sino furioso.
¿Cómo podría enfrentar a María y decirle que no podía casarse con ella, a pesar de su compromiso? Simplemente, no podría. Más allá de su orgullo herido, de que su palabra quedaría en entredicho, de que su carácter de hombre sería arrastrado por los suelos, estaba el amor que sentía por ella.
Pensó en Regina Osuna. Tenía fama de ser una de las mujeres más hermosas de la región; de figura esbelta y elegante, cabello castaño y ojos color miel, atraía las miradas de hombres y mujeres por igual donde quiera que se paraba. Sí, era muy hermosa, pero él no la amaba.
Capítulo 2
Dos enormes manchas oscuras se extendían alrededor de los ojos de Roberto; habían pasado solo dos noches desde que su padre le hiciera el fatídico anuncio y él las había pasado completamente en vela.
La noche anterior había hablado con su madre, exponiéndole el terrible dilema en que se hallaba.
—Simplemente no puedo casarme con Regina, madre, usted lo sabe bien, yo estoy enamorado de María.
Su madre lo miraba con cierta compasión, pero no podía dejarse convencer por las razones de su hijo.
—Lo sé, hijo, pero no puedes desobedecer a tu padre, tú lo sabes bien. Conoces sus arranques, y es capaz de matarte si no haces lo que te dice. Además, él le dio su palabra a don Servando, y la salvación del rancho depende de ti.
Roberto la miró. Le parecía muy extraño que su padre hubiera revelado a su madre la verdadera gravedad de la situación por la que atravesaban, pues siempre la había dejado creer que eran de las familias más pudientes.
—Y yo le di mi palabra a María. Voy a quedar en ridículo delante de ella y su familia, madre. ¿Qué clase de hombre pide en matrimonio a una mujer y luego se echa para atrás?
—Entiendo que te sientas así, hijo, pero tendrás que hacer lo que te ordena tu padre. Hallaremos la forma de compensar a María y a su familia.
—¡¿Usted cree que se puede compensar esto?! ¡Es una vergüenza!
—No me levantes la voz, Roberto, soy tu madre. —Doña Conchita podía ser tan firme y autoritaria como su esposo cuando se lo proponía.
El joven respiró hondo.
—Perdóneme, madre —dijo, todavía ofuscado, y salió de la habitación dando un portazo.
—Es urgente que le digas a María que se cancela su compromiso. Mañana iremos a pedir la mano de Regina. —Su padre le hizo el anuncio sin ningún miramiento, y sin emoción alguna en la voz.
Roberto, que apenas había probado bocado, sintió que una oleada amarga le subía desde el estómago. En ese momento casi odiaba a su padre, odiaba que los hijos tuvieran que obedecer ciegamente a sus padres, aunque su felicidad, su dignidad y su palabra estuvieran de por medio.
—Padre, le ruego que reconsidere —se atrevió a decir.
Don Sebastián le dirigió una de sus terribles miradas.
—Como que ya va siendo hora de que te hagas hombrecito y asumas tus responsabilidades. No voy a volver a decírtelo: te vas a casar con Regina. Ya se te pasará el amor por María. —Y el desdén con que dijo lo último fue más de lo que pudo soportar.
Se puso en pie de pronto, en un arrebato de ira, y ya iba a emprender la huida, dispuesto a desafiar a su padre, cuando este dijo con voz atronadora:
—¡Siéntate!
Roberto no lo obedeció de inmediato.
—¡Que te sientes!
Cuando el joven por fin tomó asiento de nuevo, continuó:
—Mañana muy temprano vamos a ir a ver a Cipriano para exponerle la situación, y luego hablarás con María. Ya acordé con don Servando en ir pedir la mano de su hija mañana por la noche.
El joven estaba tan rebasado por las circunstancias y la rabia que ni siquiera pudo responder.
Sus hermanas y su madre, que habían guardado un silencio revente durante toda la discusión, dejaron la mesa diciendo un escueto «buenas noches», deseando pasar desapercibidas a los ojos del señor.
Este también se retiró en silencio.
Solo Roberto se quedó ahí sentado, solo, en medio de una tremenda desolación. Tenía el presentimiento de que ese era el inicio de su infeliz vida.
***
—Pero, abuela, ¿de verdad él accedería a casarse con esa muchacha, queriendo a María? Tendría que rebelarse. Lo hizo, ¿verdad? —Amanda estaba realmente indignada por la imposición de don Sebastián.
Su abuela la miró con cierta condescendencia.
—Él hubiera querido hacerlo, hija. Pero, en esos tiempos, los hijos debíamos a nuestros padres una obediencia absoluta. Era tanta su autoridad, y tanto el respeto que los hijos les teníamos, que con tan solo una mirada nos dominaban. Yo recuerdo que, cuando mi madre tenía visitas, no nos decía una sola palabra, pero nos miraba de tal forma que mis hermanos y yo nos retirábamos de inmediato, po