Capítulo I
La tía Amelia
La verdadera historia se lleva escrita en la sangre.
—Buenos días, señorita, mi nombre es Julia Ibáñez; busco al licenciado Ortiz, él está esperándome.
—Tome asiento, por favor; por ahora el licenciado está ocupado, pero en cuanto termine la recibirá.
Y es así como Julia terminó sentada en la vieja pero formal sala de espera en un despacho de abogados.
«Qué manera tan espectacular de celebrar un cumpleaños», pensó irritada al tiempo que observaba todo a su alrededor, incluida la mujer que, detrás de su escritorio y con aire ausente, tecleaba sin parar como si no hubiera nadie más.
Una señora de edad avanzada la miraba fijamente desde el otro extremo, lo cual le puso los nervios de punta. Revolvió las revistas que estaban colocadas sobre una mesa, se decidió por una de temas fiscales y la hojeó sin real interés; esperaba con ello mantener la mente ocupada, sin embargo, no funcionó, le resultó imposible dejar de pensar en lo patética que era su existencia.
«Justo hoy cumplo 32 años y, en lugar de estar en una fiesta salvaje llena de chicos, música y alcohol, aguardo sentada en una sala de espera de un despacho de cuarta, por un abogado de tercera. Encima tengo que soportar la mirada inquisidora de una mujer mayor que no me quita el ojo de encima, y la de un niño que me observa como si fuera un proyecto de laboratorio del cual tiene que investigar a fondo para sacar buenas notas. En definitiva, ¡algo estoy haciendo mal!».
La espera por el abogado que, al parecer, tenía las respuestas tan buscadas por ella estaba resultando exasperante. Harta de morderse las uñas hasta casi sangrar, no sabía qué más hacer para calmar los nervios. Por enésima vez miró el reloj de pared y resopló al percatarse de que solo habían pasado un par de minutos desde el último vistazo que le dio.
Su mente era un revoltijo de dudas y porqués. Desde que supo que era adoptada, su sentido de pertenencia, al cual todo ser humano tiene derecho, quedó hecho añicos. Cuando los que creía sus padres se negaron a darle cualquier indicio que pudiera orientarla sobre su origen, los cimentos de su vida se desmoronaron. En un instante y tras una absurda discusión, el eje sobre el cual giraba su mundo se tambaleó, provocando terribles tempestades que causaron daños irreparables y cambiaron para siempre la faz de lo que, ilusamente, había considerado suyo.
Sabía que era ingenua al tener la esperanza de que las respuestas a sus dudas estuvieran en manos del licenciado Ortiz, pero no podía evitarlo.
Hundida en sus pensamientos trataba de asimilar los acontecimientos de la última semana. Reconoció que todo le parecía muy extraño. De forma frenética retorcía las manos sobre su regazo para calmar un poco la ansiedad al tiempo que, una vez más, repasaba los hechos.
Una mañana cualquiera estaba en su aburrido trabajo de auxiliar contable, metida en la claustrofóbica oficina sin ventanas ni iluminación natural que fungía como su prisión personal de nueve a cinco, de lunes a viernes.
Sentada en el destartalado escritorio y aporreando el teclado de una computadora tan lenta como una abuela cerca de cumplir el centenario, se lamentaba de su vida tan rutinaria y carente de emociones. De pronto sonó el teléfono, dudó unos instantes antes de responder porque supuso que se trataba del pesado de su jefe, que de seguro tenía una queja más sobre su desempeño, el cual no podía ser más eficiente, aun así, el solemne señor Ramírez siempre se las ingeniaba para encontrar fallos donde no los había. Descolgó el auricular de mala gana y respondió con un seco ¿sí?.
Asombrada recibió la llamada que cambiaría el rumbo de su vida; un tal licenciado Ortiz, que decía ser el representante legal de la señorita Amelia De la Rentería; su tía, de la cual Julia no tenía ni la más remota idea de que existiera.
—Como lo oye, la señorita Amelia De la Rentería era tía abuela de su madre biológica. —le había confirmado el litigante.
—¿Qué? ¿Cómo está seguro de que soy la persona que está buscando?
—Porque tengo en mi poder la documentación legal del trámite de su adopción. Es usted Julia Ibáñez, que fue adoptada por Heriberto Ibáñez y Claudia Plascencia, el día...
—Sí, en definitiva, esa soy yo —había interrumpido al abogado convencida de que ese hombre decía la verdad—. Comprenderá que estoy conmocionada, apenas hace unas semanas que enterré a mis padres y ahora me llama usted para decirme que una tal Amelia De la no sé qué me ha nombrado su única heredera.
—Pase, señorita Ibáñez, el licenciado está esperándola —la amable voz de la recepcionista la sacó de sus cavilaciones volviéndola de tajo al presente.
En silencio colocó la revista junto a las otras, admitió que unos minutos más en compañía de esos dos voyeristas, los impuestos y las nuevas leyes fiscales, así como sus funestos pensamientos acabarían poniendo su cordura en serio peligro y, más aún, porque ya no tenía más uñas que morder.
Se puso de pie con la firme intención de seguir a la secretaria. Al pasar junto a la mujer mayor, esta la tomó del brazo y con voz casi espectral dijo: «La salida no siempre es por la puerta».
En cuanto la huesuda mano la tocó, un estremecimiento la recorrió entera. No quiso ahondar en lo sucedido porque le pareció tétrico y tampoco estaba dispuesta a permitir que el pánico se apoderara de ella. Prefirió pensar que esa mujer era una loca más de esas que abundan en las calles. Sin decir palabra mostró una sonrisa falsa y de manera suave se soltó del agarre.
—Gracias por el consejo. Lo tendré en cuenta.
Siguió a la recepcionista a través de varias puertas hasta que esta se detuvo frente a una al final del largo pasillo.
—Es aquí.
—Gracias, señorita. —Julia llamó con los nudillos.
—Adelante —sonó la misma voz que había escuchado por teléfono unos días atrás.
Con el estómago encogido y en revolución por los nervios, Julia entró.
Un hombre de estatura baja, abultado abdomen y evidente falta de cabello la observaba atento detrás de un escritorio un tanto desgastado, al tiempo que le obsequiaba una cálida sonrisa de bienvenida.
—Señorita Ibáñez, ¿cómo está usted? Tome asiento, por favor. Si me permite, antes de partir a mostrarle la propiedad de la cual le hablé, tengo que leerle el testamento de su tía y aclarar algunas cláusulas.
Con los nervios a flor de piel, Julia tomó asiento en la silla que el hombre señaló. Sin perder tiempo le soltó una sucesión de preguntas sobre su origen, pero el litigante no fue capaz de resolver sus dudas.
—Siento no poder serle de gran ayuda, trabajé para la señorita Amelia durante años y nunca me comentó nada sobre usted. Fue un par de semanas antes de su fallecimiento que me mandó llamar y pidió que redactásemos su último testamento, entonces mostró los papeles de la adopción y su verdadera acta de nacimiento como prueba del parentesco.
El licenciado hablaba sin parar sobre los pormenores de su última visita a la señorita Amelia, pero no decía nada relevante. En cuestión de instantes, comenzó con la lectura de la última voluntad de la fallecida.
No se mencionaba otros herederos ni parientes, por lo que Julia comprendió que, aparte de ella, no quedaba otro ser vivo con la sangre De la Rentería en las venas.
—¿Está diciéndome que no puedo hacer uso del dinero porque está en un fideicomiso?
—Así es. Véalo por el lado bueno; el plazo está por vencer.
—¿Y eso en cuanto tiempo será?
—Seis meses.
—¿Qué? ¿Por qué no lo mencionó cuando hablamos por teléfono?
«¿Por qué cuando la fortuna parece sonreírme siempre debe haber un “pero”?». Disgustada, vislumbró cómo sus planes se desmoronaban. Comprendió que el comprar, con parte de su finiquito, un pase de abordaje en uno de esos cruceros que van por todo el caribe, sin antes cerciorarse de los términos de la herencia, no había sido buena idea.
Nunca fue de carácter impulsivo y comenzar a serlo, después de los treinta y con una herencia en proceso, era una pésima decisión, como había podido constatar en ese momento.
Reconoció que el precipitarse y dejarse llevar por la fantasía que llevaba años arraigada en su cabeza, aquella en que tomaba unas vacaciones en un romántico crucero, conocer personas interesantes mientras bebía todo el tiempo cocteles de esos exóticos, de colores llamativos que se ven en las películas hollywoodenses, le había pasado factura.
Tendría que rogar a la agencia de viajes para que le dieran una nueva fecha y tener que pagar la penalización correspondiente por el cambio.
Con los labios apretados y el ceño fruncido, respiró hondo para tratar de apaciguar la rabia que amenazaba con salir a la superficie. «Tranquila, Julia, solo tendrás que posponer un poco tus planes. No es el fin del mundo».
«¿Que no es el fin del mundo? —cuestionó irónica su voz interna—. Chica, te apresuraste a renunciar a tu trabajo y, no conforme con eso, también dejaste el cuchitril al que llamabas casa, sin antes cerciorarte de nada».
La perspectiva de tener que esperar a echar mano del bendito dinero de la herencia hasta dentro de seis meses, porque a la senil dama se le había ocurrido ponerlo en un fideicomiso a plazo, la llenó de frustración.
No tenía trabajo ni dinero ni casa. «¿Qué has hecho, Julia?», se recriminó al recordar cómo, segura de que al día siguiente sería millonaria, había despilfarrado su finiquito y sus ahorros.
El abogado seguía leyendo el documento; Julia se percató de que se había perdido las dos últimas cláusulas por lo que le pidió que las repitiera.
—Como ya le dije, tiene que hacerse cargo de los gatos de su difunta tía.
—¿Qué? —parpadeó confusa—. ¿Gatos?
—Sí, su tía tenía unos cuantos —desvió la mirada.
—¿Qué tanto son «unos cuantos»? —preguntó temerosa de la respuesta.
—Ciento dos.
—¿¡Ciento dos!? ¿Qué voy a hacer con tanto animal?
—Hay una cláusula más —comentó el litigante que revolvía los papeles con aire ausente, como si lo que acababa de decir no hubiera dejado noqueada a su interlocutora—. Tiene que permanecer en la casa al menos un año. En caso de que usted fallezca y no exista otro De la Rentería, es decir, un hijo suyo, o no se cumpla con el plazo estipulado, todo, tanto la propiedad como los felinos y el fideicomiso, pasarían a manos del padre José Martínez o el sucesor de él, para beneficio de los internos del orfanato.
—¿Padre José? ¿Quién es ese hombre?
—Un sacerdote del pueblo donde vivía su tía; el buen hombre está abocado a rescatar niños y jóvenes de las calles. Su tía era una de sus máximos benefactores. De hecho, si yo no la hubiera encontrado, la sucesión había sido inmediata.
—¿Está diciéndome que, si usted no me hubiera contactado, a estas alturas la casa de la tía ya sería un orfanato?
—Algo, así, pero no se preocupe, mientras usted no incumpla con las cláusulas, muera repentinamente o renuncie a su derecho legal, todo seguirá siendo como su tía deseaba.
—Espero que eso nunca suceda, digo, lo de morirme de forma repentina, no porque le desee mal al padre y sus niños —aclaró, nerviosa—, es solo que, aunque no tengo prisa por casarme, me gustaría conservar el patrimonio que dejó la tía. Es lo único que me liga a mis raíces y al pasado del cual provengo.
—La señorita Amelia quería que usted tuviera contacto con su verdadero origen o algo así, incluso expresó su deseo de que el último De la Rentería habitara la casa, por ello la cláusula sobre el plazo de un año.
—¿En verdad? ¿Ella quería que yo...?
—Sí, eso le hacía mucha ilusión, decía que siempre tenía que haber un De la Rentería para mantener el equilibrio. Si le soy honesto, no sé a qué se refería, pero así era ella de —hizo una pausa como buscando la palabra adecuada—, misteriosa —concluyó.
Incrédula, Julia levantó la ceja. «Esa vieja estaba más chiflada de lo que creí, no solo me obliga a mantener sus cien gatos, sino también quería que yo viva en un escondrijo apartado de la mano de Dios. ¿Qué más sigue?», se cuestionó al tiempo que intentaba asimilar lo dicho por el abogado.
Angustiada, se preguntó qué haría ella, una chica de ciudad, metida en una casa de pueblo y rodeada de tantos animales mientras se liberaba el dinero y se cumplía el plazo para poder salir de su prisión obligada. No pudo ni quiso disimular la ira que comenzaba a bullir dentro de ella.
—¿Podría hablarme un poco más de la casa pueblerina de mi tía? —pidió.
—Técnicamente la propiedad no está en el pueblo, sino a las afueras. Le recuerdo que no está obligada a habitar la casa, puede renunciar a ese derecho cuando quiera —agregó el litigante.
«¿Y dejarle el camino libre al dichoso padrecito? ¡Ni muerta!».
—¿Puede adelantarme algo del dinero?
—No. Por desgracia no me es posible. En verdad siento no poder ayudarla, señorita Ibáñez. —Colocó frente a ella un legajo de papeles—. Necesito que me firme estos formatos.
—¿Qué es esto? —Comenzó a hojear los documentos.
—Es para el banco; requieren su firma para los trámites del fideicomiso, pero el dinero se liberará en el término estipulado —aclaró—. Quizá podríamos hacer solicitud para un préstamo que se cobre en automático cuando las restricciones para su herencia terminen.
—Se lo agradeceré en el alma, licenciado. Sé que no es de su incumbencia, pero —sintió las mejillas arder—, estoy desempleada y ayer finiquité con mi casero; debo reconocer que no quedé en muy buenos términos con él, así que el préstamo me vendrá bien. —Nerviosa, tragó saliva—. ¿Cree que pueda instalarme en la casa cuanto antes?
—Admito que la propiedad no está en su mejor momento, pero creo que es habitable. Su tía vivió allí hasta el último instante.
—Cuando dice «habitable», ¿a qué se refiere exactamente? —Lo miró con desconfianza.
—No creo que tenga problema alguno en instalarse, si eso es lo que le preocupa.
Algo en la expresión del abogado hizo que Julia pusiera en duda sus últimas palabras.
—¿Entonces? ¿Podría ser hoy mismo?
—Lo siento, tengo citas agendadas que no me es posible cancelar, pero mañana la llevaré, tal y como habíamos quedado.
—Está bien, veré cómo me las arreglo por esta noche.
«No te quejes, Julia, te precipitaste y ahora no tienes ni dónde dormir. Agradece que al menos cuentas con esa propiedad, sea donde sea que esté ese tal pueblo».
—Vivir fuera de la ciudad no es tan malo como parece, señorita Ibáñez, podría tomárselo como unas vacaciones —sugirió el abogado con una sonrisa.
«¿Vacaciones? Sí, seguro; serían las vacaciones de terror, ¿o de qué otro modo se le podría llamar a vivir a las afueras de un pueblucho, sin las comodidades propias de la ciudad y, sobre todo, sin wifi», pensó mientras se despedía del litigante.
Con sus pocas pertenencias resguardadas en el maletero y en el asiento trasero de su viejo auto, se marchó del despacho sin rumbo fijo.
«Ojalá no todo esté perdido. Quizá, y por una vez en mi vida, la suerte decida sonreírme y la tarjeta pase el cobro de una noche en un hotel de paso, aunque sea uno de esos de los que llaman “de mala muerte”, sin que la rechacen».
Llegó hasta uno que no estaba tan retirado del despacho y, cuando su tarjeta pasó el cobro sin ningún problema, en silencio, dio gracias al cielo.
Al llegar a la habitación que le asignaron, cerró a cal y canto puertas y ventanas. Sabía que era un tanto paranoica, pero no en balde había visto tantas películas hollywoodenses de asesinatos en esa clase de lugares.
Como lo temía, pasó pésima noche; ante cada ruido o sonido, se sobresaltaba. Fue ya entrada la madrugada cuando el cansancio le pasó factura y pudo quedarse dormida.
A la mañana siguiente, su carcacha de auto no quiso arrancar y batalló las mil guerras para encenderlo. Quince minutos más tarde de la hora acordada, se presentó en el despacho del abogado.
Después de firmar