Nicolás
Los minutos pasaban lentos, tediosos, como si al minutero del reloj colgado en la pared que tenía enfrente le tuvieran que poner aceite en su engranaje para que se deslizara correctamente. Mi cabeza era como aquel juego en la plaza que tanto me gustaba; subía y bajaba constantemente: una mirada a los papeles que tenía sobre la mesa, esparcidos y ordenados a la vez, una al reloj. Y mi mano, graciosamente apoyada sobre ellos, sostenía la birome que esperaba a escribir las palabras que se dibujaran en mi mente. A un costado, el café doble había dejado de humear y una medialuna mordida descansaba sobre el plato.
Estaba atascado, mi mente se había quedado vacía de vocablos que formaran oraciones acordes al título subrayado que caligráficamente marcaba el espacio superior de la hoja.
Concentrarme, eso era lo que menos podía hacer en ese momento, o, al menos, hacerlo en el artículo que debía escribir, porque mi cabeza apenas si había registrado aquellas palabras. Mis pensamientos estaban en ella, en la mujer que viernes tras viernes, a la misma hora, se sentaba en uno de los rincones de la cafetería, en la esquina donde dos sillones negros, enfrentados y separados por una mesa baja, esperaban a ser recorridos por las pequeñas manitos y pies de la niña que solía acompañarla.
Meneé la cabeza y miré nuevamente el reloj. Pasaban quince minutos de las cinco. Ya era tarde. Desilusionado, bajé la vista a los papeles y leí el título intentando que me diera alguna pista para garabatear unas primeras palabras. Ya lo tenía y me dispuse a escribir, pero mi mano se detuvo a medio camino cuando unas risas tan conocidas para mis oídos me llegaron desde la puerta detrás de mí, y solo unas líneas sueltas fueron lo único que pude anotar. Dejé la birome sobre la mesa y giré para llamar a la camarera, aunque ese gesto fuera pura y exclusivamente para verla a ella pasar cerca de mí y situarse en su lugar habitual. Su perfume me envolvió y me erizó la piel.
La joven que me había atendido carraspeó ante mi silencio, estaba frente a mí y ni la había notado. Le pedí que se llevara el café y que me trajera otro, e intenté, por enésima vez, tratar de escribir algo, pero me fue imposible. Me acomodé en la silla, pensativo, y apoyé el codo izquierdo sobre la mesa para que mi cabeza descansara entre los dedos pulgar e índice, mientras que el resto me daba pequeños golpecitos en la frente. La tinta seguía esparciéndose sobre el papel, pero nada coherente salía de ella, solo creaba garabatos. Sonreí. Si mi madre me estuviera viendo en este instante, sus labios formarían una curva hacia arriba y se reiría de los dibujos que adornaban el papel.
Son extraños los momentos que uno atesora, pero si hay algo que yo jamás podría olvidar, son aquellas tardes después de la escuela cuando me sentaba a la mesa de la cocina a hacer los deberes. Ella, después de dejarme un vaso de leche chocolatada cerca con un paquete de galletitas al lado, se paraba detrás de mí y observaba todo cuanto escribía, aunque más bien debo decir que garabateaba, ya que mi modo de pensar en las soluciones a respuestas o problemas por resolver era dibujando lo que fuera en los márgenes de las hojas. Líneas sueltas, cruzadas, hacia arriba, hacia abajo… Pequeños monigotes, autos hechos con pocos trazos, mi nombre, el de mis padres, el de mi hermana, incluso algunos corazones con iniciales cuando mis hormonas adolescentes estaban revolucionadas por alguna chica. Mi madre tan solo se quedaba allí y únicamente hablaba cuando notaba que había cometido algún error. Pronto comprendí que su trabajo como grafóloga pública tenía mucho que ver en ello, ya que le bastaba con ver mi caligrafía o aquello que perfilaba para que me dijera justo las palabras que necesitaba oír.
De forma inconsciente, o consciente, no sabría decirlo con exactitud, dirigí la vista hacia donde se encontraba la mujer que, sin ella saberlo, yo esperaba. Me quedé embobado con la postal que vi. La pequeña estaba sentada a su lado, apoyada sobre la mesita mientras movía la cabeza y dibujaba en un papel; sus dos trenzas perfectamente atadas con cintas color rosa brillante bailaban sobre sus hombros.
—Listo —la escuché que decía a la vez que levantaba la hoja y se la enseñaba—, dibujé a papá.
Como una maestra evaluando un examen, ella la observó bajo la atenta mirada de la pequeña que esperaba, impaciente, su comentario.
—Pues creo, mi linda niña, que te ha salido igualito. —Sonrió mientras daba vuelta al papel para mostrárselo al hombre sentado frente a ella. Un monigote estaba plasmado sobre la hoja, con colores vivos que apenas salían de los bordes realizados con negro. Los tres rieron al unísono, y yo sonreí ante la felicidad de ellos y sin dejar de observarla.
Sus ojos se posaron en mí en ese instante, y bajé la mirada a los papeles que tenía sobre la mesa. Sentí un calor recorriéndome el cuerpo. Mi mano, automáticamente, escribió unas palabras ininteligibles, y, como si nada hubiera pasado, con un gesto le indiqué a la camarera que me trajera la cuenta. Guardé todo lo que había dispuesto sobre la mesa, saqué unos billetes del bolsillo de mi abrigo y salí sin esperar el cambio.
Agustina
Allí estaba yo, con la pequeña Lucía rogándome para ir al mismo lugar de siempre y con mi hermano que me miraba suplicante al igual que ella. ¿Cómo podía resistirme a sus ojitos marrones que me miraban con tanta ternura? ¿Cómo podía negarme a la sonrisa de él, que me recordaba tanto a la de nuestro padre? Sencillamente, no podía, porque ese era, además, uno de los momentos que más esperaba después de una semana llena de idas y venidas.
Habían ido a buscarme en vista de que estaba más retrasada de lo habitual. El local de venta de ropa de diseño que había abierto hacía un par de meses estaba con la vidriera a medio terminar. La temporada de invierno ya estaba llegando a su fin y la primavera comenzaba a vislumbrarse en cada rincón. Y allí, en ese lugarcito que ya formaba parte de mi mundo, podía distinguirse una colorida variedad de flores naturales dispuestas en hermosas botellas pintadas a mano por mi compañera y amiga.
Pablo golpeó el vidrio desde fuera cuando me vio del otro lado haciendo equilibrio sobre una silla para colgar en su percha el nuevo modelo que acababa de diseñar. Agarrada de su mano, una niña de carita rosada con hermosas trenzas doradas sobre sus hombros tiraba de ella para entrar. Les sonreí y los saludé. Bajé y me acerqué a recibirlos. Lucía se abalanzó sobre mí, y la alcé, dándole un sonoro beso en la mejilla.
—Ya se hizo tarde, tiíta —me dijo, reprochándome. Así solía llamarme, le encantaba usar diminutivos, tal vez debido a su corta edad o al simple hecho de que yo hacía lo mismo—, nos van a ocupar el lugarcito que me gusta si no nos apuramos. —En sus ojitos marrones pude ver el ruego de sus palabras.
—Lo sé, pequeña —le respondí—, a veces me concentro tanto que me olvido de la hora. —La dejé en el piso, saludé a mi hermano, también con un beso, y me acerqué a la parte de atrás, mi rinconcito, donde Carla estaba terminando de acomodar mis papeles. Solía ser un poco desordenada con ellos; mis ideas fluían en cualquier momento del día y toda hoja era buena para plasmarlas.
—¿Cómo hacés para entender estos garabatos? —me preguntó cuando me asomé.
La miré, le sonreí y tomé el papel en mis manos.
—Sencillo —le dije mientras lo giraba—, porque a esto me dedico. —Lo dejé sobre la mesa—. Me voy, ya vinieron por mí y es mejor que estés adelante… antes de que me vaya. —Le guiñé un ojo, y un tono rojizo cubrió sus mejillas. Reí, y Carla me revoleó el gorro que tenía cerca—. Gracias —le dije, atajándolo—, era lo que estaba buscando. —Me lo puse, agarré el bolso y salí llevándola conmigo.
Además de ser parte de la familia, mi hermano me ayudaba con la publicidad del local al sacar las fotos que publicaba en la revista del barrio. Cuando me escuchó reír, giró y se quedó con la boca abierta en cuanto me vio tomada del brazo de Carla. Sabía que algo sentían uno por el otro, pero ninguno se animaba a dar el primer paso, por lo que yo trataba de facilitarles las cosas. Pero cuando la roca es dura…
—Pasó un ángel —corté el silencio que se había formado con esa frase tan común que solíamos utilizar cuando nadie decía nada, y Carla se soltó de mi agarre y se agachó cerca de la pequeña para saludarla.
Lucía estaba ensimismada mirándose frente al espejo de pie mientras se probaba unas largas bufandas y unos gorros que le quedaban grandes en su pequeña cabecita. La niña la saludó con un beso y siguió observándose. Carla se puso de pie y se dirigió a Pablo, a quien le dedicó una leve sonrisa con un simple «hola». La respuesta de mi hermano fue igual de sencilla que la de ella, y yo suspiré y reí para mis adentros ante tal escena. Llamé a mi sobrina, que dejó todo donde lo había encontrado, y se aferró a mi mano. Crucé mi brazo con el de Pablo para salir los tres juntos, y me despedí de mi amiga con un alegre «nos vemos luego». Podría decir que, habiendo caminado ya una manzana —la cafetería estaba a tres de mi local—, Carla seguía hipnotizada mirando la puerta por la que habíamos salido.
Nuestros pasos eran guiados por los de la pequeña, que, agarrada a mi mano, estaba adelantada tirando de ella. Tenía prisa por llegar y ocupar la esquina con los sillones que tanto adoraba. Las puertas vidriadas le permitieron ver a través que aún estaba libre, y, emocionada, se liberó de mi agarre y comenzó a saltar eufórica y riendo a la vez. Pablo abrió, y las dos pasamos para dirigirnos a nuestro lugarcito.
Me senté, y Lucía se acomodó a mi lado mientras Pablo le pedía dos cafés, un jugo y un tostado a la camarera. Saqué de mi bolso los lápices y papeles que siempre llevaba encima y se los di a la pequeña como habitualmente hacía, quien de inmediato se puso a dibujar sobre la mesita al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro por la alegría.
En un momento me sentí observada, pero la voz de Lucía hizo que mirara el papel que me estaba entregando, esperando ansiosa mi comentario al respecto. Giré la hoja para mostrársela a Pablo l la vez que le decía que le había salido igualito. Nuestra risa inundó la esquina que ocupábamos e, instintivamente, dirigí la vista en derredor.
Unos hermosos ojos verdes se habían posado en mí, la felicidad reflejada también en su sonrisa. Pero solo fue un segundo, pues desvió la vista tan rápido como el mismo gesto que hizo al pedir la cuenta, guardar, pagar y salir. Me quedé sorprendida y aturdida. Desde hacía un par de viernes que coincidíamos, pero para mí era un cliente más en la cafetería, o eso quería creer, pues no voy a negar que me recorría cierto cosquilleo cada vez que mis ojos, con disimulo, se desviaban hacia él. Sin embargo, yo estaba en una relación con Sergio, si se podía llamar así, y eso… eso me dejaba en una situación un tanto embarazosa, porque a él lo quería, y el hombre de ojos verdes era tan solo una fantasía que se diluiría muy pronto.
Así y todo, su reacción llamó mi atención. Y la de mi hermano, que chasqueó los dedos para que le respondiera, ya que me había quedado observando la puerta de entrada por la que había salido y no escuché que Lucía me decía que en ese momento iba a dibujarme a mí. En un gesto de puro instinto maternal, acaricié el cabello de mi sobrina y asentí en silencio mientras le acercaba los lápices de colores que se habían desparramado por la mesita.
El carraspeo de Pablo me hizo levantar la vista hacia él, y yo apenas le di importancia a la pícara sonrisa que adornaban sus labios, aunque sentí que las mejillas comenzaban a arderme. Me mordí el labio inferior y dejé escapar el aire en un suspiro; mi hermano era como esas máquinas de rayos X, podía ver a través de mí por más que yo quisiera evitarlo. Siempre fue así, yo era una hoja transparente para él, y pese a que en ciertas ocasiones me fastidiaba un poco, al final terminaba agradeciéndoselo.
Un simple «ajá» por parte de él me confirmó que no me había equivocado tampoco en esa oportunidad. En sus ojos pude ver complicidad y las preguntas que no iba a enunciar, pero que sabía que tarde o temprano le iba a responder. Negué con la cabeza y dejé que mis labios tan solo se movieran, sin emitir sonido alguno, para que en ellos leyera: «No es nada», pese a que no me lo creyera ni yo misma.
—Lo dudo —objetó, y se apoyó en el respaldo del sillón sin borrar de su rostro esa sonrisa sobradora que me decía que estaba completamente seguro de sus sospechas.
Decidí no seguirle la corriente, era mejor no aumentar su ego, por lo que bajé la vista a lo que estaba dibujando la pequeña y tomé un lápiz para garabatear junto a ella.
El tiempo pasó volando, y el café que había pedido Pablo para mí terminó enfriándose sobre la mesa.
Nicolás
¿En qué estaba pensando al salir tan precipitadamente de allí? Sencillo, en eso mismo, en salir lo más rápido posible al sentir su mirada en mí. ¡Y en lo estúpido que había sido al actuar así! ¡Cielos! Si ya había dejado de ser el adolescente atontado que se quedaba perplejo ante una bella sonrisa. ¿Y qué habrá pensado ella al respecto?
—Sí, sí —me dije, moviendo la mano cerca de la cabeza como si hubiera una mosca rondándome—, en lo mismo que yo. —Bueno, supongo que en eso será en lo único que coincidimos. ¡Ah, sí! Y en encontrarnos allí, cada viernes, sin siquiera conocernos. Estaba que echaba chispas frente a mi actitud. Mis pasos eran enérgicos, largos, y me detuve abruptamente al poner un pie en la acera; el bocinazo perforó mis oídos justo a tiempo para retroceder.
—¡Imbécil! —me gritó el conductor.
Vociferé unas palabrotas, más para mí que para el hombre que conducía, el que no tenía la culpa de que yo anduviera sin cuidado. Cerré los ojos y respiré hondo, tratando de calmarme.
—¿Se encuentra bien? —La dulce voz de la anciana que estaba a mi lado, esperando cruzar la calle, me sacó de mis pensamientos. Tuve que bajar la vista, puesto que su estatura me llegaba apenas a la mitad del brazo. Tenía unos hermosos ojos color celeste y junto a su sonrisa me trajeron recuerdos de mi infancia.
—Lo siento —me disculpé, primero, al pensar que había escuchado mis vocablos nada apropiados—. Sí, me encuentro bien, es usted muy amable por preguntar —agregué.
—Vaya con cuidado, hijo —me dijo, y cruzó aprovechando el momento libre de automóviles.
—Usted también —le respondí.
Giré a la derecha y caminé una manzana hasta la parada del colectivo. Estaba repleta. Miré la hora: cinco y media de la tarde. «¡Perfecto!», pensé, «es lo que necesito para completar mi día». Me fastidiaba viajar en el transporte público, y más cuando era la hora de salida escolar, pero por el momento era lo único que podía hacer, todavía me faltaba ahorrar un poco más para tener mi propio coche.
Me apoyé en uno de los travesaños y traté de pensar en el artículo que todavía no había escrito, pero el barullo de los chicos y los chismorreos de las madres no me dejaban concentrar. Subí último en cuanto el vehículo se detuvo y, tras pagar el boleto, pasando por lo menos tres veces la maldita tarjeta por el lector de la máquina, esquivé mochilas y bolsos para encontrar un lugar en el fondo, sin poder sentarme, por supuesto.
Los treinta minutos que suelo tardar en salir de la cafetería hasta llegar a mi departamento se habían alargado hasta ser casi una hora. El chofer se había empecinado en parar en cuanto el semáforo comenzaba a titilar en el verde anunciando que estaba por cambiar al rojo. Y como si eso fuera poco, esperaba tranquilamente que el último pasajero subiera y se acomodara para cerrar así la puerta. No me lo podía creer. «¿Es que se le dio ahora por respetar las normas?, siempre ellos tan apurados y contrariados».
Anuncié con el timbre dónde debía bajarme y, al momento de detenerse, descendí rápidamente. La cercanía de la primavera había alargado los días, por lo que, a esa hora, todavía teníamos un poco de sol. Busqué las llaves en el morral que llevaba cruzado sobre el pecho y abrí. Usé la escalera, cuatro pisos no me agotaban, y, además, el ascensor era como una campanilla en la puerta de una tienda: ni bien tocaba el botón, Ramona, la portera, se asomaba para ver quién había llegado o estaba saliendo. Pero, como ese día no estaba de suerte, ahí estaba yo, apoyando el pie en el tercer escalón cuando la voz chillona de la mujer sonó a mis espaldas.
—¿Has tenido un buen día hoy, Nico?
Intenté poner mi mejor cara y giré para saludarla. Me molestaba sobremanera lo metiche que era esa mujer en todos los asuntos de cada uno de los que habitaban en el edificio, pero tenía que reconocer que, gracias a ella, se mantenía siempre en orden, impecable y sin problemas.
—Buenas tardes, Ramona. Sí, mi día fue muy bueno —le respondí conteniendo mi irritación, y me limité a seguir subiendo, lo más disimulada y rápidamente posible, sin escuchar las palabras que su pico de loro seguía diciendo.
La puerta de mi departamento estaba apenas un poco a la izquierda de la salida de la escalera, pero, antes de poner la llave para abrir, apoyé la frente sobre esta suplicando que no fuera cierto lo que mis fosas nasales le transmitían a mi cerebro. «¿Por qué escapaste tan rápido? Si hubieras escuchado a Ramonita…». Pues nada. Me giré, y allí estaba Marcela sentada en el último escalón, con los codos apoyados en sus rodillas y la cabeza entre las manos. Llevaba el pelo castaño recogido en lo alto y los anteojos con marcos negros perfectamente ubicados sobre el puente de la nariz.
Sí, mi día iba de mal en peor.
La saludé, pero no me respondió. Típico de ella, cuando algo le disgustaba, la indiferencia era su mejor arma. Me propuse hacerle lo mismo, después de todo, yo no le había pedido que fuera hasta ahí. Volví la vista hacia la puerta, coloqué la llave y abrí. Pasé sin cerrar detrás de mí, sabiendo que en unos minutos se dignaría a entrar. Dejé el morral y el abrigo en el sillón que tenía delante, encendí el equipo de audio, puse el disco compacto que había hecho con mis temas musicales favoritos y me fui a la cocina a calentar agua. El departamento no era muy grande; de dos ambientes, el living comedor formaba una armonía en tonos bordó y negro, y la cocina estaba ubicada de tal forma que apenas se distinguía al ingresar. Un pequeño pasillo hacia la derecha de la puerta de entrada daba paso al baño y a la habitación.
Encendí el ordenador portátil que solía ubicar en la mesa del comedor y fui a cambiarme. Pude escuchar a Marcela entrar y cerrar la puerta tras de sí. Salí del cuarto y pasé por su lado.
—Ponete cómoda —le dije sin mirarla mientras me dirigía nuevamente a la cocina y preparaba dos tazas con saquitos de té que dispuse sobre los individuales en la mesa. Ella se acomodó en el sillón y se cruzó de brazos. Y yo, tras servir el agua en las tazas, me ubiqué frente a la computadora.
—Se te enfría el té —expresé al cabo de un rato. Seguía indiferente, y ya me estaba impacientando—. O me decís a qué debo tu grata visita o regresás por don