Prólogo
Al amparo de una amplia y blanca carpa, André Tocqueville tomaba su desayuno bien protegido de la intensa luz del sol matinal. Las chicas que habían acudido a la fiesta de bienvenida de la noche anterior se bañaban en la piscina bajo la atenta mirada de sus hombres de confianza. Ese era uno de los muchos obsequios que su socio le había preparado para su llegada al país, y a su vez, André los compartía con sus hombres más fieles.
Una casa de lujo, un chef francés acompañado de un equipo completo de camareros y sirvientes, las prostitutas más exclusivas... Y una buena parte de las armas y explosivos que él le había solicitado desde su anterior escondite en Quebec.
A su llegada a São Paulo, había podido comprobar que su exilio había merecido la pena. Desde allí todo sería más fácil de manejar, los controles aduaneros eran mucho más laxos, y su socio brasileño cien veces más influyente que el canadiense. Y más comprometido con su causa, meditó. Solo había hecho falta que arrestaran al que había sido su anfitrión hasta hacía una semana para que, tras un simple interrogatorio, lo delatara. Dar la orden de que no viera un nuevo amanecer había sido una obligación. Lograr que la llevaran a cabo le había costado una buena suma de un dinero que en esos momentos no le sobraba.
Suerte que tuviera contactos hasta en el Infierno después de tantos años de negocios por todo el mundo. Era hora de ir cobrándose favor tras favor.
La belleza de larga melena morena que la noche anterior había intentado hacerle pasar un buen rato se contoneó ante él con su minúsculo bikini. Él la despachó con un aspaviento y esta no insistió. Se lanzó al agua junto a sus compañeras para refrescarse y ofrecer un bonito espectáculo a otros hombres que sí la supieran apreciar.
André apenas le dedicó una mirada y un pensamiento, con el recuerdo de las atenciones que por la noche le había ofrecido para hacerlo disfrutar. Aún sentía la bilis en la garganta al recordarse a sí mismo permitiendo que, tras un erótico baile desprendiéndose de la ropa, lo tomara con la boca hasta llegar a un clímax desesperado y doloroso. Acto seguido, la había echado del dormitorio.
Se bebió su zumo, pero necesitaba algo más fuerte ya a esas horas. A un gesto de su mano, una camarera le sirvió una copa de whisky que bebió a tragos lentos, con la mirada puesta en el jolgorio de la piscina.
La muchacha de la que ni recordaba el nombre destacaba entre las demás. Alta, esbelta, de piel morena y aterciopelada. No superaría los veinte años. Él había disfrutado de muchas como ella cuando contaba con esa edad o algunos años más. Se imaginó a sí mismo en aquella época, y todo lo que le habría hecho durante la noche entera por aquel entonces. Antes del resto de su vida, antes de conocer a su Estrella de la suerte, quien le había dado todo y más de lo que podría haber soñado. Su compañera, la mitad de su alma... Alexia.
El dolor amenazó con rasgarlo por dentro una vez más. Hizo otra seña y una segunda copa apareció de inmediato. Aún no la había terminado cuando un hombre de su misma edad, y al que conocía desde hacía media vida, se sentó en una silla frente a él. Un desayuno completo le fue servido en menos de un parpadeo.
—Fábio.
—André —respondió, y se metió un tenedor con bacón y huevos en la boca. Hasta que no terminó su plato, no continuó la conversación—. ¿Te place el lugar que he escogido para ti?
—Mucho.
—¿Y las chicas?
—Y el armamento.
—Oh, lo mejorcito para mi socio favorito.
—Gracias.
—Pero no pareces muy feliz, amigo.
—No lo soy. —Se quitó las gafas de sol y miró al otro hombre, con fuego en los ojos. A pesar de las profundas arrugas a su alrededor, seguía teniendo una mirada atractiva y feroz—. No lo seré hasta que vengue la muerte de mi familia.
—Eres uno de los prófugos más buscados del planeta, André. No es tan sencillo organizar todo lo que tú pretendes desde este lado del charco y sin que los miles de polis que te buscan capten alguno de nuestros movimientos.
—Correré el riesgo. ¿Qué has podido conseguir?
—¿Además de la artillería pesada? Contactos, muchos contactos. Y equipos dispuestos a lo que sea por ti siempre y cuando les pagues bien.
—Sabes que el dinero nunca ha sido un problema.
—Bueno, ahora no andas muy bien de liquidez...
—Tú también tuviste baches y yo te respaldé —le recordó a la vez que se obligaba a comer algo.
—Lo sé. Y por eso estoy haciendo todo esto por ti. Todos sabemos que la familia Tocqueville siempre cumple.
—Ahora solo yo soy la familia Tocqueville —murmuró. Abandonó de nuevo la comida y se bebió su copa.
—Pero forjaste un imperio y volverás a levantarlo —lo animó Fábio, aún más convencido que él mismo.
—Después de que esos polis paguen por la muerte de la sangre de mi sangre, del amor de mi vida, volveré a ser el que fui. Puede que tenga sesenta años, pero tengo mucha guerra que dar.
—Brindo por ello.
Así lo hicieron. Tras chocar sus copas, la morena salió de la piscina y se sentó sobre el regazo de Fábio, empapándolo entero y haciendo que se carcajeara.
—No, Kayla, ya no puedo jugar contigo. Ahora eres el regalo de André. —Le guiñó un ojo—. Lo mejorcito para mi socio.
La chica le dedicó una mirada retadora y André sintió su orgullo herido en lo más profundo. Con la mente algo nublada por el alcohol en su estómago casi vacío, agarró a la joven de un brazo y la hizo sentarse sobre sus piernas.
—Disfrútala otro rato, amigo. Yo voy a darme un chapuzón, y a la hora de la comida volveremos a hablar de los detalles.
Fábio se despojó de su ropa y se lanzó desnudo al agua. De inmediato, su rechoncho cuerpo fue rodeado por las siete chicas que jugaban en la piscina.
André dio un respingo cuando la joven que tenía en su regazo se frotó contra él. Percibió en su mirada que no aceptaba otro rechazo.
Él no aceptaba insubordinaciones.
—No sabes con quién estás jugando, niña.
Se puso en pie y la arrastró hasta pegarla contra su costado. De camino a la casa, buscó con la mirada a uno de sus hombres. Uno en concreto. Le hizo una seña y este lo siguió adentro sin rechistar.
—Toma, toda tuya. —La empujó y la hizo chocar contra el fornido pecho del otro—. Puedes hacer con ella lo que quieras.
—¿Todo? ¿Todo lo que quiera? —El tono y la mirada de aquel hombre hicieron que Kayla se estremeciera.
—Todo. Pero limpia después. No quiero que el servicio le vaya con la queja a nuestro anfitrión.
Sin prestar atención a los gritos que aquel depravado no se molestó en silenciar —pues eran todo un aliciente para él—, André subió a su dormitorio para ponerse ropa seca. Sus hombres merecían una recompensa a su fidelidad, incluso aquellos que tenían vicios de lo más siniestros.
Él sabía mucho de eso. Los más bajos instintos de la humanidad habían sido su negocio casi toda su vida. Y no, las víctimas no le robaban ni un minuto de sueño.
En el momento en que dejó de oírse a la chica chillar, André olvidó su nombre, hasta su rostro. Pues solo era una más de miles.
Capítulo 1
Una algarabía de color inundaba los despachos, el pasillo y la sala de descanso de la comisaría. Globos, serpentinas y carteles con todo tipo de mensajes copaban las paredes.
Mucha suerte en vuestra nueva comisaría.
Volved pronto.
Ribera, Asensio, ya os estamos echando de menos.
La oficial Cristina Suárez era la responsable de más de la mitad de todo lo que allí se había montado, y eso que hasta hacía un par de semanas no los había perdonado.
Cuando el inspector Ángel Ribera, su jefe, les había informado que se veía obligado a pedir un cambio de destino, Iván y ella se habían quedado mudos.
Sin embargo, sus explicaciones no les habían dado lugar a réplica. Lo hacía por Dana, su esposa, porque sentía que se lo debía.
Dana Oteiza era la primera chef de Suculentos, uno de los mejores restaurantes de Barcelona. Tal era su éxito que el dueño quería expandir el negocio. Y qué mejor lugar para ello que una ciudad en auge como era Bilbao. Donde, además, Dana sería recibida con los brazos abiertos, ya que allí estaban sus orígenes.
Sería solo por un par de años, había dicho Ángel. Dana supervisaría los inicios del restaurante hasta que se asentara y después podrían volver a Barcelona. Embarazada de su segundo hijo como estaba, y teniendo Aritz un añito, no tomaría parte activa del día a día del negocio. Esa había sido la única condición de Ángel al acceder al cambio de destino. Y si en la Policía Nacional de Vizcaya o alrededores no disponían de una vacante para él en esos momentos, solicitaría una excedencia por paternidad.
No tuvo que explicarles a sus subordinados por qué sentía que tenía esa deuda con su esposa. Lo sabían de sobra. Desde que se habían conocido, el trabajo de Ángel había sido un lastre para su relación. Y todo a causa de una única familia de delincuentes: los Tocqueville, en cuyo caso Ángel y su equipo llevaban involucrados años.
Él mismo había sufrido una violenta agresión por parte de unos sicarios de André, el cabeza de familia, el único que aún quedaba con vida y era prófugo de la justicia. Estando embarazada por primera vez, Dana había sido secuestrada como represalia por la muerte del menor de los Tocqueville bajo custodia policial. Hacía solo unos meses, Aritz había estado a punto de pasar por algo similar a manos de Alexia, la esposa de André. De haber logrado llevárselo, era poco probable que lo hubieran recuperado, puesto que su objetivo era que padecieran el mismo dolor que ella, quien había perdido a sus dos únicos hijos.
La deuda para con Dana, y que Ángel sentía pendiendo sobre su cabeza, era muy grande. Pocos lo podían comprender mejor que Asensio y Suárez, quienes habían vivido con él todo aquello, incluso sufrido sus propias tragedias a causa de la endemoniada familia Tocqueville.
Había pasado un mes de aquella conversación cuando Ángel los volvió a reunir, esta vez en su casa en lugar de en el despacho, para informarles de que no solo había una vacante para él en Bilbao, sino que tanto él como su equipo serían recibidos como agua de mayo.
Dada su amplia experiencia en casos de trata de seres humanos, principal negocio de los Tocqueville —cuya organización había sido desarticulada en gran parte gracias a su labor—, un equipo como el suyo iba a ser de gran utilidad allí.
En los últimos tiempos, el puerto de Bilbao se había convertido en coladero para las mafias que pretendían transportar migrantes hacia Reino Unido, de manera tan infrahumana que, en numerosas ocasiones, pocos llegaban con vida a su destino. Se estaba haciendo ya mucho, pero no era suficiente. Según daban caza a una organización, surgía otra. El entramado era tal que, si no daban pronto con la raíz de aquella banda, no solo cientos de personas perderían la vida, sino que las comunicaciones por mar y el transporte de mercancías podrían verse gravemente afectados, con terribles consecuencias sobre la economía y el prestigio local.
El traslado había sido avalado desde la mismísima Jefatura Superior de Policía. Daba la casualidad de que el principal responsable había sido mentor de Ángel cuando este se estuvo formando en la Academia de Policía, en Ávila. Ya entonces había visto en él un gran potencial, y no había dejado de seguirle la pista en ningún momento.
A Cristina se le rompió la pequeña parte de su corazón que aún seguía de una pieza cuando oyó decir a Asensio que le daría una respuesta cuando lo consultara con su futura mujer. Eso era un sí asegurado, había sabido ella desde el primer momento.
¿Cómo no iba Lucía a querer acompañar a Dana en aquel nuevo reto profesional, siendo no solo su jefa, sino también su mejor amiga?
¿Cómo no iba a querer, además, satisfacer los deseos de Iván? Este había sufrido la pérdida de Lucía más que nadie. Los dos años en los que ella había vivido una mentira a causa de su pérdida de memoria, para Asensio habían sido una agonía al haberla creído muerta.
No obstante, estaban destinados, Cristina lo sabía, y el amor había resurgido entre ellos. No hacía falta más que observar sus miradas cómplices o sus perpetuas sonrisas.
Aunque se sentía feliz por verlos tan enamorados, Cristina no podía evitar sufrir porque el destino le negara aquello a ella, cuando se lo había dejado rozar con la punta de los dedos.
—Sabéis que yo no puedo acompañaros —les había recriminado, con lágrimas en los ojos—. Y aun así, vais a abandonarme.
—Claro que puedes. Haz tus maletas y lárgate de esa casa.
Cristina había mirado a Ángel como si estuviera loco.
—¿Tú crees que tienes una deuda con Dana? Ella está bien, Aritz está bien. Vais a tener otro bebé. El pasado, pasado está. En cambio, a mí me persigue cada día.
—Ya has hecho más que suficiente por Daniel. No puedes atarte a él el resto de tu vida por algo que no fue culpa tuya.
—¡Sí lo fue! Si no hubiera estado conmigo, Alexia no lo habría secuestrado y no habría resultado herido.
A pesar de ser rescatado, se había llevado una complicada lesión de clavícula que no terminaba de sanar.
—Ya no estabais juntos cuando aquello sucedió —había razonado Iván con tono conciliador—. Puedes ser una amiga para él, ofrecerle tu apoyo en su recuperación, pero no tienes que atarte, por remordimientos, a un hombre al que no amas, Cris.
—¿Qué más me da? Sabes que al que amo nunca podré tenerlo.
—No digas tonterías. —Por primera vez, Iván habló de ese asunto de forma abierta delante de Ángel, quien ya sospechaba algo, pero nunca se lo habían confirmado—. Lo de Nico ya fue. Intenso y fugaz, sí, pero tienes que olvidarlo y seguir adelante. Tienes veintisiete años. Encontrarás a otro hombre. Quién sabe si en Bilbao tienes al amor de tu vida esperándote.
El mero hecho de que nombrara a Nico en voz alta la había desestabilizado. Nunca mencionaban su nombre. Nicolás Valle había trabajado con ellos unos cuantos meses y después se había esfumado. No sin antes enamorarla y enamorarse. Algo que ninguno de los dos habría esperado, dado el mal pie con el que habían empezado su relación.
Sin embargo, a medida que habían compartido momentos juntos y trabajado codo con codo, la atracción había ido creciendo de forma exponencial. Ella había dejado a Daniel a causa de esos sentimientos, si bien su relación ya estaba muy deteriorada incluso antes de que Nico pusiera un solo pie en la comisaría.
De hecho, el distanciamiento había sido el único argumento que ella le había dado a Daniel para que dejaran de verse. De ahí que, tras la terrible experiencia sufrida a manos de aquellos delincuentes, este reflexionara sobre su vida y le solicitara una segunda oportunidad, allí, en el hospital donde había sido atendido tras ser rescatado.
Él mismo había ayudado a mantener a salvo a dos críos, y Cristina había sido incapaz de decirle que no al héroe herido. Tampoco que sí, simplemente él lo había dado por hecho al verla junto a su cama, llorando por él, y la había besado.
La culpabilidad era una poderosa motivación, había pensado ella, y se dejó arrastrar desde ese día a una relación sin futuro y que cada día estaba suponiendo una tortuosa condena.
Daniel tenía terribles dolores. Su clavícula no terminaba de sanar, lo que además le impedía dedicarse a su trabajo como fisioterapeuta; cosa que, desde hacía algún tiempo, había comenzado a recriminarle cuando los calmantes tardaban demasiado en hacerle efecto.
—No me trates como a un inútil. Si tengo este dolor es por tu maldito trabajo.
Esas eran algunas de las frases más repetidas que daban en el punto justo de la conciencia de Cristina para seguir manteniéndola al lado de un hombre que ya ni era él mismo.
Ir a trabajar era su única vía de escape.
Con su familia retrógrada, que nunca había aprobado su trabajo por considerarlo impropio de una señorita, no mantenía relación alguna desde hacía tiempo. A sus amistades las veía poco a causa de sus horarios laborales y la dedicación a la casa y a Daniel en su convalecencia. Y del único hombre que aún le hacía latir el corazón con algo de esperanza, apenas sabía nada.
Desde que se había marchado con el equipo de élite que lo había llevado a ella, solo había tenido noticias suyas dos veces. En Navidad y en San Valentín había encontrado un sobre apoyado en su escritorio. En su interior, unas viñetas con ella como protagonista. A Nico le gustaba dibujar caricaturas, y estando allí ya le había dedicado unas viñetas con toques de humor pero muy reveladoras.
Había comprobado varias veces que su número de teléfono ya no existía, pero él la había llamado tras hacerle llegar el último sobre. Uno en el que su corazón era atravesado por la flecha de un Cupido encarnado por la propia Cristina, haciendo que brotara de él una gota de sangre con la letra «C» en su interior.
Nico no había hablado, pero ella había sabido que era él. Al igual que por los escenarios de las viñetas había sabido dónde se encontraba: Granada, París... una pista elaborada a propósito, lo sabía, incumpliendo las normas que le prohibían decirle dónde se hallaba. Así era el secretismo de su trabajo. Y así la tenía en vilo y con el corazón roto, sangrante. Como el suyo.
«Algún día», le había escrito en un mensaje. Y eso era lo último que sabía de él.
A esas dos palabras, a sus dibujos y al único beso que habían compartido justo antes de desaparecer se aferraba para poder seguir adelante. A eso y a su trabajo, con sus compañeros, que eran sus mejores amigos. Su única familia. Y los iba a perder.
Porque Lucía había accedido al traslado tras ser aceptada por Dana en el nuevo proyecto. Y por mucho que aseguraran que en dos años estarían de vuelta, Cristina temía que no fuera así.
La fiesta de despedida fue divertida y emotiva. Sobre todo cuando, tras abrazar a un sinfín de compañeros, los vio recoger las últimas cosas del despacho. La abrazaron con lo que ellos llamaban solo un «hasta luego», pero que a ella le supo a adiós definitivo.
Vosotros también, no; no me abandonéis...
Se le hizo tarde. Había quedado con Daniel en que estaría de vuelta en casa antes de las seis y media, para llevarlo en coche a su sesión de rehabilitación. Era una antigua colega de profesión la que lo trataba de su dolencia. Aunque su clínica no estaba nada cerca, Susana era la única a la que él había confiado su lesión. Solo tras esas sesiones parecía volver de mejor humor, más relajado, menos resentido.
Al ver que no estaba en casa, supuso que habría cogido un taxi que lo llevara al centro de fisioterapia.
Condujo hasta allí sin poder parar de llorar, viendo ante sus ojos un futuro desolador en otro equipo, con otros compañeros que, aunque ya conocía, no la comprenderían, no la querrían como a una hermana, que era como se sentía con Ángel e Iván. Una hermana de verdad, y no las alimañas que llevaban su mismo apellido y solo habían sabido juzgarla y menospreciarla.
Se sentó en una butaca de la sala de espera y se sumió en sus míseros pensamientos. La secretaria le ofreció un vaso de agua o un café, pero ella declinó ambos. No se sentía capaz de tragar nada.
Pasó más de media hora hojeando revistas para tratar de distraerse y, cuando su vista ya no pudo más, se arrancó las gafas de leer con agotamiento, en un gesto que era pura rendición.
«Hasta aquí he llegado por hoy», pensó para sí.
Las lágrimas se le escaparon y rodaron por ambas mejillas, raudas y cálidas.
Unas risas se oyeron al otro lado de la puerta.
—Creo que ya habrán terminado —comentó la secretaria con sonrisa contrita—. Seguro que puede pasar, si quiere.
—No hace falta.
—Pase, pase —insistió la mujer con la mirada clavada en ella.
Cristina podía estar en su peor momento, pero la policía que era siempre estaba alerta. Y el lenguaje no verbal solía dársele bastante bien.
En dos zancadas alcanzó la puerta. Ni se habían molestado en cerrarla por dentro.
Los encontró a ambos desnudos de cintura para arriba. La boca de él, demasiado ocupada por un voluptuoso pecho para poder formular una excusa.
«Las mías son naturales, y no más pequeñas que esas», pensó para sí, en un único ramalazo de orgullo herido.
Pero no hubo celos, ni reproches, ni siquiera un numerito.
—Para cuando llegues a casa, ya me habré llevado mis cosas —le dijo a Daniel, sin tan siquiera dedicarle una breve mirada a la mujer que se vestía a toda velocidad.
—¿Qué esperabas? —Daniel salió detrás de ella poniéndose la camisa con dificultad—. No me has dado una sola muestra de cariño en medio año.
¿Cómo se atrevía? Él, agrio y desagradable cada minuto del día desde hacía meses. Y distante y desapasionado desde ya mucho antes.
—Cariño, te he dado todo el que he podido. Pero lo que tú buscabas en mí ya no te pertenecía. Ni siquiera me pertenecía a mí. No puedo darte algo que ya no tengo. —Se señaló el corazón—. Que os vaya muy bien a los dos —añadió al ver asomarse a la otra por la puerta con gesto compungido—. Gracias —le susurró a la secretaria, quien fingía estudiar unos papeles, de forma que solo ella pudiera oírla.
Condujo con mayor calma de la que había esperado. Pero se apresuró a llegar al piso de Daniel lo antes posible para hacer sus maletas y no tener que volver a verlo.
Eran casi las diez de la noche cuando el timbre de la casa de Ángel y Dana sonó con insistencia. Solo con verla por la cámara del telefonillo, Dana supo que algo terrible había sucedido.
Ángel acababa de salir de la ducha y, con apenas una toalla enrollada a la cintura, se encontró a Cristina llorando en el hombro de Dana, con Aritz trepando por sus piernas y diciendo:
—Kis. ¿Pupa? Esito.
La ternura del pequeño la hizo llorar aún más desconsolada mientras recibía un abrazo y un húmedo beso en la mejilla. Tuvo que ser Dana quien le explicara a Ángel lo ocurrido.
—El muy cabronazo se estaba tirando a su fisioterapeuta —resumió en un susurro, para que el niño no lo oyera.
—Joder —espetó, justo antes de taparse la boca al ver la mirada de su hijo centrada en él.
Se arrodilló junto a Cristina. Con el gesto, la toalla se soltó y sus reflejos no fueron lo suficientemente rápidos para evitar lo inevitable.
—Papi, culito —dijo Aritz y soltó una carcajada.
El ambiente se distendió por completo. Ambas mujeres rieron al ver el sonrojo de Ángel, quien decidió ir a vestirse de inmediato.
—Tranquilo, ya sabes que lo tuyo se me pasó hace tiempo —no pudo evitar comentar Cristina. No era ningún secreto que se había colado un poquito por él los primeros meses que trabajaron juntos, pero pronto había quedado en nada. Se lo había confesado una vez a él y, de forma casual, también a Dana durante el primer cumpleaños de Aritz. Ninguno le había dado mayor importancia—. Pero hay que ver cómo está tu marido, Dana.
—No te lo voy a negar, no. —Rio y le dio un achuchón—. Me alegra que la visión accidental de su bonito culo te haya hecho dejar de llorar.
—Nito culo —repitió Aritz con otra carcajada, contagiando a ambas mujeres.
Con unos vaqueros rotos y una sencilla camiseta blanca, Ángel volvió al salón y se encontró a los tres desternillándose en el sofá.
—Vale. Veo que soy único ayudando a ahogar las penas.
—Nito culo —repitió Aritz una vez más, para horror de Ángel.
—Bueno, creo que va siendo hora de que los peques se vayan a la cama —intervino Dana con el famoso lema, y cargó al niño en brazos—. Vamos a dejar hablar al inspector Ribera con la oficial Suárez. Seguro que tía Cris no ha venido hasta aquí solo en busca de consuelo. ¿Me equivoco?
—No te equivocas. —Con gesto esperanzado, miró a Ángel—. ¿Crees que es muy tarde para pedir el traslado?
—Uy, uy, uy —se oyó de pronto susurrar a Dana.
—Claro que no —alegó Ángel, con el ceño fruncido por la inesperada opinión de Dana—. Algo se podrá hacer. Ya me habían asignado a otro oficial, uno que lleva en el caso de las mafias del puerto el tiempo suficiente para ponernos al tanto. Pero la oferta inicial fue para mi equipo al completo. Y tú formas parte de él.
—Mami, pipí —oyeron decir a Aritz con tono sorprendido.
—No, hijo. Esto no es pipí. Ángel...
—¿Qué? —Se puso en pie de un brinco, contemplando los pantalones empapados del pijama de Dana—. No. ¿Ahora?
—Ya ves. —Le dio el niño a Cristina, que se había acercado con naturalidad y no como Ángel, que se había mantenido alejado de ella un par de pasos, como si quemara—. ¿Nos cuidas a Aritz esta noche? Ya sé que no es el mejor momento para ti. Pero ya estás aquí y... Uf.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—¿Qué va a pasar? Una contracción, Ángel. Pareces nuevo.
—Vale. Sí. Bien. Siéntate. Hay que contarlas. Respira y...
—No. —Dana respiró varias veces hasta que el pinchazo pasó—. Ve a por la maleta del hospital. He roto aguas. No hace falta contar nada. Hay que ir sí o sí.
Ángel desapareció para volver con la maleta en una mano y los zapatos en otra.
—Voy a lavarme un poco y a cambiarme de ropa —decidió Dana cuando se pudo mover de nuevo.
—¿Seguro? ¿Dará tiempo?
—Sí. Ven, ayúdame.
No tardaron ni cinco minutos, pero Aritz ya se había dormido en los brazos de Cristina para cuando salieron.
—Id tranquilos. Llamaré a Iván y a Lucía para avisarles.
—Cuéntale también lo tuyo —solicitó Ángel—. En cuanto pueda lo gestiono, aunque Iván podría ir allanando el terreno.
—Tranquilo. Vete, vas a ser padre otra vez.
La besó en la frente y le dio un breve aunque reconfortante abrazo. Después besó a su primogénito en la coronilla.
—Y yo que pensaba que tú nacerías en Bilbao —le decía Dana a su tripa con un lamento de camino a la puerta.
—¿No dicen que los de Bilbao nacen donde quieren? —bromeó Cristina para consolarla, haciéndola reír.
—Gracias, Cris. Te debemos una. Dale un biberón de doscientos cincuenta a Aritz si se despierta de madrugada. Templado, no caliente. Y siéntete como en tu casa —gritó cuando Ángel ya cerraba la puerta.
Su casa. Ya no sabía lo que era eso. No era un lugar físico, sino allá donde estuvieran aquellos a los que quería. Y todos ellos se marchaban. Solo que ya tenía la opción de cambiar su hogar con ellos. Y quizás, como le había dicho Iván un mes atrás, encontrar el amor de su vida en aquella ciudad.
Sin embargo, ella ya tenía la certeza de haberlo encontrado, por mucho que casi al mismo tiempo lo hubiera perdido.
¿Dónde estás, Nico?
Capítulo 2
Paseando entre más de dos gardenias, ramitos de violetas y rosas que eran rosas y de otros mil colores, Eloy Ballesteros canturreaba cada canción que le iban evocando las flores que lo rodeaban en el amplio y surtido local de La maceta de Violeta, buscando la inspiración en aquel jardín multicolor de fragantes aromas.
«Tulipanes», pensó al verlos expuestos en filas ordenadas por tonalidades. «No, demasiado caros, nada de importación. Pero ta