La dialéctica
—A mí me gustaría estar a bien con todos los animales —le recalcó la mujer a su hija.
Estaban sentadas en el arenal de Sopot mirando hacia aquel mar gélido. El hijo mayor había ido al salón de los videojuegos. Los gemelos estaban en el agua.
—¡Pues no lo estás! —exclamó la hija—. ¡Ni mucho menos!
Era verdad. La mujer había dicho la verdad en lo que respectaba a su intención, pero la niña también había dicho la verdad con respecto a los hechos. Aun cuando la mujer solía evitar la ternera, el cerdo y el cordero, comía con gran fruición pescado y otros animales, en verano ponía papel atrapamoscas en la sofocante cocina del minúsculo piso donde vivían y una vez (aunque eso su hija no lo sabía) le había dado una patada al perro de la familia. Por aquel entonces estaba embarazada de su cuarto hijo, y muy temperamental. El perro le parecía una responsabilidad excesiva en aquellas circunstancias.
—No he dicho que lo esté. He dicho que me gustaría estarlo.
La hija soltó una carcajada cruel.
—Hablar cuesta poco —dijo.
En ese preciso instante, de hecho, la mujer sostenía entre los dedos un ala de pollo mordisqueada, extrañamente suspendida en el aire para que no se llenara de arena: la visible forma de los huesos y la imagen torturada de la fina piel crujiente que los cubría habían suscitado el tema.
—No me gusta este sitio —sentenció la hija.
Fulminó con la mirada al socorrista, que había tenido que adentrarse de nuevo en la bruma para pedirles a sus hermanos, los únicos bañistas, que no pasaran de la boya roja.
No estaban nadando, no sabían. En la ciudad no había lugares al aire libre donde recibir clases de natación y los siete días que pasaban cada año en Sopot no bastaban para que aprendieran. No, sólo saltaban sobre las olas, que a veces los derribaban, tambaleantes como terneros recién nacidos, con el pecho manchado de gris por el extraño cieno que bordeaba la playa, como un manchurrón que Dios hubiera dibujado alrededor de aquel lugar con un pulgar sucio.
—No tiene sentido —continuó la hija— construir un pueblo turístico delante de un mar tan inhóspito y mugriento.
La madre se mordió la lengua. De niña había ido a Sopot con su madre y antes de eso su madre también había ido con su madre. Durante por lo menos doscientos años la gente había ido allí para escapar de las ciudades y dejar que los niños corrieran a su antojo por las plazas. El cieno no era mugre, desde luego, era natural, aunque nadie le había explicado nunca de qué clase de sustancia natural se trataba exactamente. La mujer sólo tomaba la precaución de lavar los trajes de baño cada noche en el lavabo del hotel.
En otros tiempos, la hija de la mujer había disfrutado el mar de Sopot y todo lo demás. El algodón de azúcar y los relucientes coches eléctricos de juguete, réplicas de ferraris y mercedes, que podías conducir por la calle a tontas y a locas. Como todos los niños que iban a Sopot, gozaba contando sus pasos mientras caminaban sobre el mar a lo largo del famoso muelle de madera. A la mujer le parecía que lo mejor de un pueblo turístico como ése era que hacías lo mismo que todo el mundo sin pensarlo, moviéndote en manada. Para una familia sin padre, como la suya ahora, ese aspecto colectivo era el camuflaje perfecto. Allí no había personas individuales. En el barrio, por el contrario, la mujer era un individuo, y un individuo particularmente desgraciado que cargaba con cuatro niños sin padre. Aquí sólo era otra madre que compraba algodón dulce para la familia. Sus niños eran como todos esos niños con las caras ocultas tras enormes nubes rosas de azúcar hilado. Pero ese año el camuflaje no le servía de nada a su hija porque ya estaba a punto de convertirse en una mujer y si se montaba en uno de aquellos ridículos coches de juguete las rodillas le chocarían con el mentón. Así pues había decidido que la asqueaba todo lo relacionado con Sopot, su madre y el mundo.
—Es una aspiración —dijo su madre sin alzar la voz—. Me gustaría mirar a los ojos de un animal, de cualquier animal, y ser capaz de no sentir ninguna culpa.
—Bueno, entonces no tiene nada que ver con el animal —dijo la chica con un mohín al tiempo que desenrollaba por fin la toalla y exponía su hermoso cuerpo adolescente al sol y a los mirones que ahora imaginaba acechando en todas partes, detrás de cualquier esquina—. Tiene que ver contigo, como de costumbre. ¡Otra vez negro! Mamá, hay bañadores de distintos colores, ¿sabes? Todo lo transformas en un funeral.
El viento debía de haberse llevado el barquito de papel donde servían el pollo a la brasa. Daba la impresión de que, por mucho calor que hiciera, en Sopot siempre soplaba ese viento del noreste, las olas cabrilleaban, el socorrista ponía la señal y nunca parecía un momento seguro para nadar. Era complicado llevar la vida por donde tú querías. La mujer saludó a sus hijos cuando ambos gesticularon con las manos desde lejos, pero sólo querían que su madre les prestara atención, que viera cómo hacían muecas con la lengua y se metían las manos bajo las axilas y se caían riendo a carcajadas cada vez que los derribaba una ola grande. Su padre, que para cualquiera en Sopot bien podía estar a la vuelta de la esquina comprando más refrigerios para la familia, en realidad había emigrado, a América, y ahora ensamblaba puertas de coche en una fábrica gigantesca en lugar de llevar a medias un pequeño taller mecánico, como había hecho con mejor fortuna en otro tiempo, antes de marcharse.
Ella no lo criticaba ni maldecía su estupidez delante de sus hijos. En ese sentido, nadie la podía culpar por la acritud de su hija ni por la inmadurez y la temeridad de los niños. Sin embargo, en su fuero interno se consolaba deseando que sus días fuesen horribles y oscuros y que viviera sumido en esa particular pobreza que, según había oído, abunda en las grandes ciudades de Estados Unidos. Mientras su hija se untaba lo que parecía aceite de cocina en la tersa piel del vientre, la mujer dejó caer con disimulo el ala de pollo en la arena antes de taparla furtiva y apresuradamente echando más arena con los pies, como si quisiera enterrar un zurullo. Y los polluelos, cientos de miles, o quizá millones, pasan cada día de la semana por una cadena de montaje: los sexadores de pollos les dan la vuelta y echan a todos los machos en enormes tanques donde los trituran vivos.
Educación sentimental
En aquella época turbaba a los hombres, pero no entendía por qué y buscaba respuestas en fuentes poco fidedignas. Revistas para mujeres, las propias mujeres. Más tarde, ya en la madurez, llegó a otras conclusiones. Tendida en el césped del pabellón que hay sobre la cafetería del lago Serpentine, admirando a un niño, su hijo, que entraba y salía de la piscinita donde chapoteaban las criaturas. Su hija apareció de pronto a su lado.
—Lo miras como si estuvieras enamorada de él. Como si lo quisieras pintar.
Esa hija acababa de nadar en el estanque, venía cubierta de lentejas de agua. El crío llevaba un enorme pañal empapado que arrastraba por el suelo y se endurecía como la arcilla. Convenía tenerlo en cuenta. Christo había instalado en el río una mastaba de techo plano y veinte metros de altura construida con barriles de petróleo rojos y violetas apilados unos encima de otros. Los patines acuáticos iban y venían a su alrededor. Atrevidas mujeres en traje de neopreno la dejaban atrás a nado. Las gaviotas se posaban encima salpicándola de cacas. Eso también se debía tener en cuenta. Se abrió un claro entre las nubes y el sol de finales del verano envolvió la morada eterna de Christo y todo lo demás, incluso la cara verde y furiosa de su hija. Tanto las revistas para mujeres como las propias mujeres habían subrayado la carencia y el error. El problema es que te «faltaba» algo. Ahora, un cuarto de siglo después, vio que lo que había parecido un caso de carencia era de hecho una cuestión de exceso inoportuno. ¿Exceso de qué? ¿Puedes padecer un exceso de ti misma?
Pero era cierto: siempre había pensado en los hombres como musas. Siempre los trataba así.
Darryl fue el primero a quien le gustó. No era muy alto, pero ¡qué guapo! Tenía el típico culo africano que habría querido para ella; era compacto y musculoso de los pies a la cabeza. Una polla adorable, nada espectacular, pero idónea para cualquier situación. Sobre todo le gustaba cuando reposaba sobre su vientre apuntando hacia una línea de vello ensortijado que subía hasta esparcirse en dos llanuras suaves por su pecho simétrico. Sus pezones se mostraban receptivos al mundo, enloquecían como las antenas trémulas de un insecto. La única parte del cuerpo que se le activaba así a ella era el cerebro. Admiraba especialmente su pelo, suave y parejo, sin rapar. Ella en cambio se había afeitado completamente la cabeza tras abusar durante años de los productos químicos de peluquería. Empezaba de cero, intentaba que creciera más abundante con la esperanza de resucitar las raíces africanas, pero nadie en aquella pequeña ciudad universitaria había visto nada parecido y sin querer causó sensación. Darryl sabía de qué iba.
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—¿Ya has conocido a Darryl?
—¡Pero deberías conocer a Darryl! ¡Por Dios, tienes que conocerlo!
La universidad como organismo empujaba para que se conociesen. Eran dos de las únicas cuatro caras negras en el campus.
—Darryl, Monica. Monica, Darryl. ¡Por fin!
Intentaron ofenderse, pero la verdad es que agradecían todas las facilidades porque eran tímidos. Se sentaron balanceando las piernas encima del agua y descubrieron que se habían criado en el mismo código postal, a diez minutos de distancia uno del otro, aunque nunca se cruzaron, y que les habían ofrecido unas notas de corte relativamente bajas (a ella varios notables, a él varios aprobados) para demostrar cuánto mérito tenían o qué poco se esperaba de ellos o qué progresista era la universidad. A saber... Ambos salvaron con creces ese listón tan bajo distinguiéndose en todo. Como experimentos sociales eran intachables.
Se dieron cuenta de que en la universidad, y sobre el papel, parecían casi idénticos, pero ambos lo comprendían mejor. Los nombres de las calles, los nombres de las escuelas, vivir haciendo frente a la ausencia de los padres. Ojeando el Metro entre la parada de Darryl y la suya (sin haberlo visto en veinticinco años) leyó una noticia brutal y pensó, sí, de mi escuela salieron dos estrellas y media del pop y un jugador de la selección inglesa de fútbol; de la de Darryl, este zumbado sonriente que acaba de decapitar a alguien en Irak. Por otra parte, el primer chico a quien Monica besó en su vida mató a un hombre a puñaladas en una freiduría más o menos por la época en que ella se estaba colocando el birrete en la cabeza. Entre la parada de Darryl y la suya se preguntó vagamente qué habría sido de su vida si se hubiera casado con Darryl o con aquel asesino o si no se hubiera casado con nadie. Seguramente su marido también tenía su propio mapa de los borrosos caminos no transitados. Te vuelves convencional con los años. Las decisiones tomadas a lo largo del tiempo se presentan como las ramas que se bifurcan en los recios robles que bordean la ruta a Kensal Rise. Te salen canas, se te ensanchan las caderas. Aun así, los días más alegres veía los mismos pechos pequeños, erguidos, las mismas piernas largas y poderosas, el animal que tan bien conocía, espléndido y moreno, sano y fuerte casi todo el tiempo. ¿Hasta dónde esa imagen era real y hasta dónde engañosa? Intuía que ahí radicaba el tema con la edad. Y la diferencia entre ahora y tener veinte años era que no había certezas, ni siquiera de un momento a otro. Próxima parada Canonbury. Próxima parada la menopausia y no más vaqueros. ¿O sí? Gusanos ciegos excretando barro a través de sus cuerpos es una metáfora mejor para lo que ocurre que los caminos no tomados o las ramas malogradas. Pero ninguna metáfora lo plasma realmente. No hay nada que hacer.
Seis meses antes de conocer a Darryl, cuando aún estaba en Londres, pasó un verano interesante con un asistente de fotografía de dos metros, un chico blanco de Brixton que en otros tiempos había sido un skater afamado entre los grafiteros. Un tren de la línea de Bakerloo llevaba pintado uno de sus dragones morados. Ella descubrió que sentía una admiración irracional por la gente muy alta. Arrodillarse delante de él le parecía una forma de adoración. Estando un día en la bañera empezó a contar chistes y consiguió que se riera, pero siguió intentando hacerle gracia como una cómica, se empeñó en forzar la mano y cada vez recibía menos a cambio de sus esfuerzos: risas de compromiso, suspiros. Cambió de táctica. Tres párrafos sobre sus ojos azul hielo, su corte de pelo a lo Leni Riefenstahl y su pene incircunciso de veintidós centímetros. En aras de la experimentación sumergió la cabeza en el agua y lo buscó con la boca abierta. Él salió de la bañera, se marchó a su casa, estuvo varios días sin llamarla y luego escribió una carta muy noble protestando porque lo había comparado con una nazi. ¡Una carta! Llegó a la universidad con esa lección muy presente: no hables de ellos como si fueran objetos, no les gusta. Quieren ser sujetos en todas las circunstancias. No se te ocurra intentar ser tú el sujeto. Y no intentes hacer que se rían y no les digas que son una monada.
Todas esas reglas hubo que adaptarlas para Darryl. A él le encantaba reírse y se recreaba en la adoración física. No conocía la agresividad. Se tumbaba de espaldas y esperaba a que lo adorara. La facilidad con que lograba que se deslizase dentro de su cuerpo, por ejemplo, sin dolor, absorberlo, ofreciéndole un refugio pasajero hasta que llegaba la hora de liberarlo. Pero eran los años noventa: el lenguaje no estaba de su parte. No «liberabas» a los hombres, ellos iban «por libre». Eran el sujeto. Se había vuelto normal oírlos fanfarronear en el pub entusiasmados con la nueva licencia para hablar de sexo en voz alta. «Se la metí hasta el fondo», «me la follé por el culo». Con Darryl, en cambio, Monica descubrió que eso no era más que palabrería, alardes de virilidad, y que de hecho eran ellas las que iban sobradas. Una tarde, después de pasar follando todas las horas de clase matutinas, tanteó la idea con él:
—En un matriarcado oirías a las mujeres jactándose con sus comadres: «Lo absorbí por el ano. Realmente logré que su pene desapareciera. Se lo robé y me lo escondí bien adentro hasta que ni siquiera existió.»
Darryl se limpiaba con un pañuelo de papel mirando ceñudo las manchas marrones. Hizo una pausa y se rió, pero después volvió a tumbarse en el futón azul manchado de semen y de nuevo frunció el ceño mientras valoraba la idea en serio (estaba estudiando Ciencias Políticas y Sociales).
—«Me lo tragué entero» —continuó Monica, subiendo el volumen sin proponérselo—. «Tomé su carne y la anulé completamente en mi propia carne.»
—Ya... No estoy seguro de que cuajara.
—¡Pues debería! Sería BONITO.
Darryl se dio la vuelta, se puso encima de ella, ni más alto ni más bajo, y le llenó la cara de besos.
—¿Sabes qué sería más bonito aún? —dijo—. Que no hubiera ni matriarcado ni patriarcado y la gente se limitase a decir: «El amor unió nuestros cuerpos y nos convertimos en un solo ser.»
—No seas guarro —dijo ella.
Hay un viejo cliché sobre la vida callejera: tú te vas y las calles te siguen. En el caso de Darryl, literalmente era así. Monica, que no sentía ningún vínculo especial con las calles salvo el de vivir en ellas, sólo se había llevado unas cuantas fotografías, una maceta y un falso taburete senufo que su madre compró en un aeropuerto de Kenia. De Kilburn Sur Darryl se había llevado a Leon, un delincuente de poca monta, irlandés de tercera generación. No lo llevaba dentro del corazón, o en cualquier otro sentido metafórico, sino en persona: vivía en el cuarto de Darryl en la residencia universitaria, dormía en un colchón de aire que Darryl desinflaba y escondía en una maleta cada mañana para que las señoras de la limpieza no lo encontraran. Era un montaje extraño, pero lo que más sorprendía a Monica era que a Darryl no se lo pareciese. Leon y él eran uña y carne, amigos íntimos desde los tres años. Habían ido al mismo parvulario, a la misma escuela primaria y luego al mismo instituto. Ahora irían juntos a la facultad al margen de que Leon hubiese suspendido los exámenes de secundaria con notas catastróficas y no estuviera matriculado en la universidad.
Monica enseguida se dio cuenta de que cualquier relación con Darryl pasaba también por Leon. Los dos amigos comían juntos, bebían juntos, paseaban juntos en batea e incluso estudiaban juntos en el sentido de que Darryl iba a la biblioteca y Leon se sentaba a su lado con los pies encima de la mesa y escuchaba Paul’s Boutique en su reproductor de MiniDisc. El único momento que Monica tenía a Darryl para ella sola era cuando anulaba la carne de él en la suya, y a menudo apenas pasaban unos minutos antes de oír al otro lado de la puerta el vigoroso beatbox de Leon, su «contraseña secreta». Entonces Darryl y Monica tenían que vestirse y los tres se trasladaban adonde fuera: al bar de la facultad, al río para ponerse hasta arriba, al tejado de la capilla para ponerse aún más ciegos.
—Pero no es que yo no pague a mi manera, ¿eh? —dijo Leon replicando a Monica una noche en que ella estaba lo bastante colocada para insinuar que se estaba aprovechando del buen corazón de su amante—. ¡Joder, pongo algo de mi parte! ¿O no?
Nadie podía decir que no. Suministraba a todo el campus hierba, éxtasis y setas siempre que encontraba, además de lo que promocionaba como «la coca más barata a este lado de la M4».
Leon llevaba chándales Kappa en rotación. Los días especialmente fríos agregaba un plumón amarillo fosforito y una gorra Kangol de fieltro. Los días de calor se dejaba la parte de abajo del chándal y la conjuntaba con una camiseta de tirantes ceñida que revelaba una complexión firme, fibrosa y más blanca que un fantasma. Llevaba sus British Knights vintage en cualquier época del año: las compraba importadas de Japón antes de internet, cuando eso no era tan fácil. No se parecía a nadie y a la vez no destacaba: un tipo con una cara convencional que no espantaba a la vista, ni guapo ni feo. Pelo rubio corto, tieso a base de gomina, ojos azules, un brillante en la oreja izquierda. Encarnaba la viva imagen de «joven blanco» cuando se usa en un informe policial. Podría robarte el coche delante de tus narices y no conseguirías identificarlo en una rueda de reconocimiento. Y aun así, al final de aquel primer trimestre todo el mundo lo conocía y le tenía cariño. Hay gente que puede «hablar con cualquiera». En un contexto donde todo el mundo intentaba ser alguien (procurando impresionar, fabricando un personaje), su coherencia despertaba admiración. Hablaba igual con las chicas pijas, con los becarios del coro, con los estudiantes nórdicos de ciencias naturales, con los geniales matemáticos de clase obrera, con los dos príncipes africanos, con los celadores universitarios que habían servido en el Ejército Territorial, con los intelectuales judíos del norte de Londres, con los doctorandos marxistas sudamericanos, con la capellana y, cuando finalmente la mierda llegó al ventilador, con el mismísimo rector. Parte de su encanto era que ofrecía una visión de la vida universitaria sin el peso del estudio. Todas aquellas fantasías del folleto que les habían vendido a los estudiantes (las imágenes de los jóvenes navegando río abajo o manteniendo charlas filosóficas en la hierba silvestre) eran una vida que se había hecho realidad sólo para Leon. Desde el vitral panóptico de la biblioteca, Monica lo miraba de lejos: tumbado a sus anchas en los prados a orillas del Cam, echando humo en el morro de una vaca o en una batea con estudiantes de primero y una botella de cava. Ella, mientras tanto, escribía y reescribía su tesis sobre la poesía de jardines dieciochesca. Toda la vida de Monica era trabajo.
Por las noches volvía a ponerse manos a la obra con ahínco intentando determinar si el punto G era real o sólo una quimera ideológica forjada por el feminismo de los setenta. Con el dedo índice notaba, bien adentro, una especie de protuberancia del tamaño de un penique que apuntaba hacia la pared del estómago y el asunto era que si se ponía a horcajadas sobre Darryl rodeándolo enérgicamente con las piernas mientras él hacía lo mismo y se quedaban erguidos moviéndose rítmicamente mientras escuchaban a Foxy Brown, tal vez la cuestión se resolviera de una vez. Pero no se quitaba a Leon de la cabeza.
—En el interior de esos jardines, los jardines geométricos, solían tener a un ermitaño. En medio de una arboleda o en el centro de un laberinto. Era un hombre de carne y hueso, una especie de vagabundo que se limitaba a estar allí sentado a sus anchas mientras en el resto de la casa y los jardines todo era trabajo duro, esfuerzo y capital. Aquel hombre era un alivio, el desahogo. Y creo que Leon básicamente es como ese ermitaño.
—La verdad es que ahora mismo no quiero hablar de Leon.
—Y cuando esas pijas se lo tiran es como cuando la señora De Tal salía de la mansión para mostrarle su benevolencia al ermitaño.
—Creo que Leon es más bien el señor del Desgobierno. O el espectro de la facultad. ¡Está más pálido que un fantasma!
—¡Uf! De pronto tengo demasiado calor.
—Nena, ¿sabes que me gustan sudorosas? ¡Sudas como una mujerona!
—Una mujeronista. En serio, necesito salir, hace mucho calor.
—¿No estábamos buscando tu jardín secreto? Iba a escribirlo todo para Nancy Friday. Estás defraudando al equipo.
Una broma, pero todavía la recordaba.
Monica quería a toda costa que pillaran a Leon. Nunca llegó a decirlo en voz alta ni se lo reconoció a Darryl, pero era lo que sentía. A pesar de su juventud, en el fondo estaba del lado de la ley y el orden. Al principio puso sus esperanzas en las señoras de la limpieza, las gobernantas, pero descubrieron el subterfugio a las pocas semanas y nunca lo denunciaron. Monica entró en la cocina comunitaria una mañana y encontró a Leon sentado en la encimera tomando una taza de té con un par de ellas, chismorreando, compartiendo un cigarrillo durante el desayuno. Tan campantes. Monica no obtenía más que silencio y desdén de las gobernantas. Solían ser mujeres irlandesas de cierta edad que odiaban su trabajo y a los estudiantes vagos, arrogantes y por lo general guarros para quienes limpiaban. No entendían por qué aprobar unos puñeteros exámenes daba derecho a que alguien se pasara tres años sin dar ni golpe a costa del contribuyente. Monica, en cambio, suscribía fervorosamente la idea de la meritocracia, era el principio fundamental que cimentaba su vida. Una parte de sí misma siempre esperaba que los adultos cercanos a ella aplaudieran espontáneamente sus esfuerzos en todos los campos. Necesitaba imperiosamente el cariño de las gobernantas, que éstas expresaran una cierta lealtad de clase con ella porque su abuela había sido también una especie de sirvienta: vaciaba orinales en el St. Mary’s Hospital. Monica procuraba por todos los medios no dar trabajo extra ni pedirles nada innecesario a aquellas mujeres agobiadas. A veces, sin embargo, era inevitable. Durante el trimestre de verano, cuando fue imposible seguir ignorando el olor dulce y putrefacto de su habitación, le preguntó algo tímida a su gobernanta si podía ayudarla a resolver el misterio del hedor. ¿Creía, como Darryl, que tal vez hubiera un ratón muerto tras los paneles de la pared?
—Perdona, ¿tengo pinta de ser el puto Colombo?
Con Leon era distinto. Las gobernantas sabían de sobra que era un perfecto inútil y por esa misma razón lo adoraban. A fin de cuentas no sacaba mejores notas que sus hijos, pero aun así ahí estaba, y sólo por seguir viviendo en la habitación del chico negro y salirse con la suya demostraba que aquellos pánfilos estirados que se creían los amos del mundo no tenían nada de especial. Le preparaban deliciosos pasteles caseros y lo aconsejaban en su vida amorosa.
—Verás, Marlene, el caso es que no para de presentarse en mi puerta. O sea, en la puerta de Darryl.
—Bueno, tengo entendido que es prima segunda de la princesa Diana, si te puedes creer algo así.
—Esas finolis son siempre las más calentorras.
—Desde luego son las que peor se portan. Te diré una cosa, Leon: todas pensamos que podrías aspirar a más y dejarte de líos.
—Marlene, ¿me estás tirando los tejos?
—¡Oh, anda ya!
—Podrías ser mi madre, Marlene, ¿lo sabes?
Estaban probando algo nuevo: él se corría en pequeñas espirales blancas sobre su pecho y luego lo limpiaba con la lengua. Más trabajo. Pero lo único que ella sacó fue que la idea le gustaba más que la sensación de la lefa fría sobre el pecho. Y seguía sin quitarse a Leon de la cabeza.
—¿Qué piensas hacer con él?
—¿Con él? ¿A qué te refieres?
—Tarde o temprano van a pillarlo y os echarán a los dos de aquí.
—Se permiten visitas de amigos.
—Lleva nueve meses «de visita».
—¿No te gusta Leon?
—No me gusta la idea de que un joven blanco arrastre al fango a un joven negro. Es completamente grotesco.
«Completamente grotesco» era una de las expresiones que había aprendido en la universidad.
—¿«Un joven negro»? «Hola, soy Darryl, encantado de conocerte. Hoy limpiaré con la lengua el semen de tus tetas.»
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Monica, ni siquiera estaría aquí sin Leon.
—¡Santo Dios! Pero ¿de qué hablas?
Entonces él dijo algo que ella no entendió.
—Leon tiene fe en mí.
A menudo oía a padres que comparaban a sus hijos pequeños con nazis y dictadores fascistas, pero, según su experiencia, la analogía correcta era la Stasi o cualquier otra policía secreta. El mayor placer era delatarse unos a otros. A veces entraba en casa después del trabajo y un crío se lanzaba sobre ella con una pasión que rebasaba el cariño, ardiendo en deseos de contarle que el otro había hecho algo terrible. A continuación todo era un sinsentido; automáticamente ella decía «no me vengas con cuentos», si bien acto seguido pedía más información; luego, entre quejas histéricas, tenía que condenar a un tiempo el chivatazo y la mala conducta haciéndose pasar en todo momento por la juez todopoderosa que jamás había cometido un delito ni delatado a un delincuente. Aun así, ver la preciosa boca de su hija temblando con el placer casi erótico de la denuncia la retrotraía al recuerdo de sí misma deslizando, con una expresión muy similar en la cara, una nota anónima por debajo de la puerta del rector.
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Leon desapareció dos días después. Nadie supo que había sido ella y nadie lo sospechó, mucho menos Darryl. Se aferró a