Prólogo
—Anna, ¡te dije que bajaras a cenar!
La puerta se abrió de golpe, sin embargo, la niña ni se inmutó, solo era consciente del terrible retumbar de su cabeza mientras un intenso fuego ardía por todo su frágil cuerpo.
—Maldita escuincla del demonio. No sé por qué mi cuñado te aguanta tantos caprichos...
La tía Amelia levantó la sábana bajo la cual el inerte cuerpecillo de la chiquilla temblaba sin control.
—¡Deja de fingir! ¡Estoy harta de tus berrinches! —Sin el menor miramiento, tomó a la niña de los hombros y la sacudió con fuerza. Al ver que no reaccionaba, comenzó a preocuparse—. ¡Maldición! ¿Ahora qué le voy a decir a tu padre?
Cuando el día anterior había mandado a la doncella a que le diera un baño con agua helada, como castigo por haber salido a montar sin su permiso, no creyó que eso pudiese tener consecuencias. Para su desgracia, la cría ardía en fiebre y no se veía nada bien.
—¡Alicia! —gritó varias veces a la doncella.
—Sí, milady.
—Di a Jonás que te lleve al pueblo por el médico. Si alguien pregunta, Anna cayó al estanque congelado. ¿Comprendes...?
—Sí, milady, por mi boca nada saldrá, a excepción de lo que usted ordene, claro.
El médico llegó cerca del atardecer, examinó a la niña y determinó que tenía pulmonía.
—Aunque la condición de la pequeña es delicada, tengo grandes esperanzas. Esperemos que su juventud actúe en favor, sin embargo, pueden surgir complicaciones, por ello sugiero que se le dé aviso al duque cuanto antes —expresó el galeno al tiempo que anotaba las instrucciones para el suministro de los medicamentos.
—Por supuesto. Me encargaré de ello personalmente —respondió Amelia. Por ningún motivo pensaba poner a su cuñado en aviso, a menos de que la gravedad de la niña aumentara.
Anna pasó una interminable semana entre fiebres y delirios. En el frenesí, no dejaba de llamar a su madre muerta y al padre ausente.
—Vaya, por fin se digna a despertar la princesa.
Lo último que habría deseado Anna, al abrir los ojos, era ver el amargado rostro de su tía. Quiso preguntar por su padre, pero las palabras salieron ásperas, apenas audibles. Le picaba horrores la garganta y sentía la boca seca.
—Alicia, dale agua a la escuincla, pero solo medio vaso. No quiero que se atragante, como es su costumbre.
—¿Papá? —repitió en un susurro.
—Sigue en Londres. —Una sonrisa malévola cruzó sus labios—. ¿Acaso creíste que vendría de prisa solo por una gripe?
—No, si no se lo dijiste.
—¿Qué estás...? —Respiró hondo—. Haré de cuenta que no acabo de escuchar semejante aberración. Por supuesto que le avisé. Tu padre es un hombre con múltiples ocupaciones y lo que menos desea es complicarse con los berrinches de una niña. ¿Hasta cuándo vas a entender que la vida de los demás, en especial la de Nicholas, no gira en torno tuyo?
—Pero...
—Nada, niña. No veo la hora de que te largues de aquí. Estoy convencida de que la señorita Steel hará un magnífico trabajo contigo.
Anna, con el corazón encogido por la tristeza, prefirió mantenerse en silencio. Aunque aún era muy joven, entendía que, desde la muerte de su madre, las cosas habían cambiado y, por desgracia para ella, para mal. En especial su padre, el cual se había vuelto distante y taciturno, pero eso no justificaba que la abandonara en manos de la despiadada tía Amelia y su terrible hija Lineth.
Hacía solo unas semanas desde que un lacayo la dejara a las puertas del hogar de su tía, sin embargo, a ella le habían parecido meses. En un principio, la aterraba la idea de ir de interna a un colegio para señoritas; en esos momentos, era lo que más añoraba.
Respiró con alivio cuando vio salir a la tía de su habitación. Aunque, sin contar a su padre, esa mujer era su pariente más cercano, algo en ella no le terminaba por gustar.
—¿Cómo estás, mi niña?
—¡Nana! —Se abrazó al regazo de la regordeta mujer que acababa de entrar en su habitación.
—¿Qué hiciste esta vez? —La nana acarició con ternura los cabellos castaños de la chiquilla.
—Nada. Igual que la vez anterior y la anterior de la anterior.
—¿Entonces? —inquirió alzando las cejas.
—Lineth —musitó en un tono que explicaba todo.
Desde que Anna había llegado, Lineth no perdía oportunidad de meterla en problemas y culparla por cuanta travesura o maldad que, con alevosía, realizaba; como en esa ocasión en la que su terrible prima estuvo deslizándose por el pasamanos de la escalera y quebró un delicado jarrón.
Para desgracia de Anna, la tía Amelia se había materializado casi al instante en que el sonido de la porcelana al resquebrajarse inundara el salón. Como consecuencia de estar en el lugar equivocado en el momento menos indicado, terminó inculpada, con las manos rojas a causa del par de abanicazos que recibió y reclusa en su habitación por los siguientes tres días.
—En verdad no entiendo qué le pasa a tu padre. ¿En qué cabeza cabe dejar a una inocente criatura en las manos de semejantes arpías? —Cuando menos acordó, la buena mujer había externado su pensar en voz alta.
—Está triste por la muerte de mamá.
—Eso lo entiendo, mi chiquilla, más no es justificación alguna para abandonarte aquí.
—La tía dice que es mi culpa por no ser buena niña.
—¿¡Qué!? ¿Cómo se atreve a...? —Respiró hondo para calmar las terribles ganas de gritarle a esa serpiente dos que tres verdades; por desgracia para ambas, eso no sería factible; lo que menos necesitaba su pequeña eran más problemas. Además, si la víbora la echaba, no podría estar cerca de ella—. Escúchame bien, Anna, quítate esa absurda idea de la cabeza. No hay hija mejor que tú y, por supuesto, no has hecho nada malo.
—Pero la tía dice...
—La señora puede decir misa en latín si así le apetece, sin embargo, eso no significa que tenga la razón o que sea verdad. —La estrechó con mayor fuerza—. No quiero que te dejes afectar por la maldad de ese par. Algún día tu padre se dará cuenta de lo que en realidad son, entonces, la paz volverá a tu vida.
Capítulo 1
Internado para señoritas Courtstore.
—¿Anna Cavendish? —llamó la señorita Stevenson—. Tienes correspondencia.
Con su característica gracia natural, la niña se levantó de su pupitre y caminó hasta posarse frente a su maestra, la cual le entregó un sobre. Al ver el sello ducal, se emocionó sobremanera; en los tres meses que llevaba ahí, era la primera carta que recibía, y que esta fuera de su amado padre estuvo a punto de hacerla llorar. Tarde se le hacía para que llegara la hora del receso y corriera debajo de su árbol favorito para sentarse a leerla. Era tal su emoción que no reparó en las risas burlonas que el grupo de Lineth trataba de sofocar para no ser reprendidas por la señorita Stevenson.
Dos horas después, esas que le parecieron eternas, con mano temblorosa logró arrancar el sello y comenzó a devorar las letras que, después de un par de líneas, se volvieron borrosas por las lágrimas que ya no pudo contener. Al borde del desmayo, comprendió que había estado reteniendo el aire, giró el sobre y reparó en que, el sello, en efecto era el ducal, pero no el correspondiente a su padre, sino a la nueva duquesa; su tía Amelia.
—¿Lloras de emoción, hermanita? —Se burló con crueldad, Lineth—. ¡Mírenla, pobrecita! Es tanta su emoción porque mi madre se ha casado con su padre que no puede contener las lágrimas. Su alteza por fin tendrá a la hija que en verdad añora; o sea, a mí.
Anna se puso de pie con la agilidad de un felino y, con la fiereza de una tigresa, se abalanzó sobre su presa y comenzó a dar arañazos y jalones hasta que las amigas de su rival la sujetaron para evitar que terminara por cometer un asesinato.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó la señorita Steel.
—¡Esa cosa es una bestia! —Señaló Lineth con dedo acusador, al tiempo que, jadeante e indignada, trataba de acomodar su ropa y cabello—. ¡Es una salvaje! ¡Me atacó por nada! —chilló.
—Sí, es verdad —secundaron las amigas, reduciendo la situación a todos contra Anna.
—¿Tienes algo que decir en tu defensa, niña?
Anna, que aún temblaba por el esfuerzo, bajó la cabeza; sabía que de nada servía luchar. Defenderse de las falsas acusaciones era una causa perdida; esa dura lección la había aprendido gracias a su tía y a su prima, las que gustosas se encargaron de hacerle entender ese mensaje.
—Estoy esperando, niña. ¡No tenemos todo el día! —Ante la negativa de Anna para hablar, la jaloneó del brazo y, furiosa, la llevó a la dirección.
—¿Qué sucede, señorita Steel? —preguntó la maestra Stevenson.
—Esta indisciplinada atacó a otra alumna a golpes como si se tratara de una gata salvaje.
—¿Anna? ¡Imposible! Es la mejor alumna de mi clase. Ella...
—¿Está poniendo en duda mi palabra señorita Stevenson?
—No, claro que no, señorita Steel, es solo que conozco a Anna y estoy segura de que ella no...
—Qué decepción, señorita Stevenson, por lo visto su sentido de la apreciación está muy desubicado. Y para que no quepa lugar a dudas, yo misma vi a esta niña encima de Lineth...
—Oh, comprendo —aceptó con entendimiento.
Aunque Anna llevaba poco tiempo en el colegio, la maestra había aprendido a conocer y descifrar el carácter de la niña; también eran de su conocimiento las constantes provocaciones de Lineth hacia ella.
—Entonces no tendrá inconveniente en acompañarla al salón de meditación.
—¿Al salón de meditación? Pero... estoy segura de que hay una explicación razonable...
—Señorita Stevenson, entiendo y aplaudo su interés y dedicación a las alumnas; por desgracia, en esta ocasión no hay argumento que valga. Yo misma fui testigo del salvajismo cometido por esta criatura y sería una impertinencia de mi parte permitir, en mi colegio, que algo así quedara sin castigo.
—Señorita Steel, por favor...
—Lo siento, pero no pienso cambiar de opinión, así que, si no lo hace usted, me veré en la necesidad de recurrir a la señora Buttercup.
—No, ya me ocupo yo. —Resignada, la maestra tomó a la asustada niña y la sacó de la dirección.
—Señorita Stevenson, le juro que yo no...
—No es necesario que me jures nada, Anna. Conozco demasiado bien a Lineth y sé de lo que es capaz.
—Sin concesiones, señorita Stevenson —ordenó la directora desde la puerta.
—Me contarás después —murmuró la maestra, y tanto ella como la chiquilla recorrieron el trayecto de los largos pasillos en silencio.
A la profesora no le sorprendió que se encontraran por «casualidad» a la señora Buttercup, y que esta las acompañara hasta su destino. No era tonta y sabía que la directora la había mandado para cerciorarse de que se cumplían sus órdenes.
El colegio contaba con tres niveles, pero Anna desconocía que el bendito cuarto de meditación estuviera en el subterráneo. Había escuchado hablar de él, sin embargo, jamás se esperó lo que sus ojos contemplaron: una habitación de pequeñas dimensiones, sin mobiliario ni ventana alguna. No había luz, solo la poca que se colaba por debajo de la puerta.
Anna, con tan solo diez años, miró con horror ese cuchitril.
—¡Por favor, señorita Stevenson! ¡No me deje aquí! —suplicó aterrada.
—Lo siento, mi niña. —La miró con lágrimas en los ojos—. Mi hermano sufre de un mal respiratorio y necesito el trabajo...
—No tiene por qué dar explicaciones... —interrumpió la cocinera y espía más fiel de la directora. Sin contemplaciones, empujó a la niña dentro y cerró la puerta.
Anna, desde muy pequeña, temía a la oscuridad, por eso en cuanto se vio privada de la luz, cayó en un estado de histeria que en segundos dio paso al pánico. Se dejó las uñas en la puerta, rasgó su garganta de tanto gritar y lloró hasta quedar seca. Al comprender que nadie acudiría en su auxilio, un sudor frio le invadió el cuerpo mientras su corazón latía desbocado a tal punto que respirar le parecía imposible, lo cual la asustó todavía más.
Sintió un suave cosquilleo en el brazo. Al acercar su mano a la zona afectada, el animal que lo causaba subió por sus dedos; ella gritó despavorida y, luego, todo se volvió oscuridad.
Anna paseaba por lo prados de Green Hill a lomos de Terracota, su yegua favorita. Poco a poco se acercaba a los setos y, de un magistral salto, los cruzó como si estos no midieran más de dos metros de altura.
Al otro lado de los árboles, su madre aguardaba por ella, le preguntó el porqué de sus lágrimas, y Anna no dudó en contarle todos los pesares que había tenido que soportar desde que la dejara.
Rowena la acunó en sus brazos como si fuera un bebé, la llenó de besos y, con esa voz tan dulce, le dijo:
—Anna, mi niña, tienes que despertar.
Un suave roce sacó a la chiquilla de aquel maravilloso sueño para traerla de regreso a la triste realidad; entonces, ya más despierta, reparó en que no era una caricia, sino varias, cientos de... Un perturbador grito estremeció la noche; por desgracia para Anna, las gruesas paredes de ese sótano no permitían al sonido abandonar su celda.
En medio de la oscuridad absoluta, corría a ciegas de un lado a otro al tiempo que trataba de sacudirse esas alimañas que, aunque no las podía ver, sí que las sentía meterse entre su ropa y cabello. En el ajetreo se golpeó varias veces contra las paredes. Cuando de pronto un bicho se metió hasta su garganta, el horror casi termina con ella. Luego de conseguir escupirlo, una vez más perdió el conocimiento.
—Esa mocosa no se merece nada.
El murmullo de voces la volvió en sí. Estaba tan débil y aturdida que apenas si podía mantenerse consciente. Lo único que le daba un poco de paz era que, cada vez que cerraba los ojos, su madre aparecía entre verdes praderas.
La puerta se abrió y la luz exterior la cegó. Recluida en un rincón y hecha un ovillo, escuchó cómo algo metálico era deslizado por el piso hasta ella. El rico olor del pan recién horneado despertó sus sentidos y recordó a su abatido estómago que llevaba bastante tiempo sin comer ni beber algo que no fueran sus propias lágrimas. Entonces, otro acceso de tos, de los muchos que había tenido desde su encierro, le impedía respirar.
—¿Y ahora? ¿A esta qué le pasa? —Molesta, la señora Buttercup se tapó la nariz.
—¡Ay, por Dios! ¡Está ardiendo en fiebre! —gritó la señorita Stevenson—. Ayúdeme a sacarla de aquí —ordenó a la regordeta mujer—. Esto es demasiado. Se lo advertí a la señorita Steel...
—De nada sirven los reproches, es mejor tomar cartas en el asunto cuanto antes. —De mala gana, la regordeta cocinera tomó a la niña en brazos—. ¡Dios! ¡Qué peste!
Entre histeria, horror y pánico, la niña se había orinado en sus ropas varias veces desde que había sido aislada.
—Nada de esto estaría pasando si me hubieran dejado sacarla cuando correspondía.
—¿¡Quiere callarse!? Al