Seduciendo al corazón

Elizabeth Urian

Fragmento

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Prólogo

Nueva York, 1910.

Donde comenzó todo.

Jennifer daba vueltas delante del reloj de pie que se encontraba en el vestíbulo, impaciente. Miró las manecillas, frunciendo el ceño, y deseó con todas sus fuerzas que el hombre de sus sueños, el que conseguía que su corazón latiera desbocado, llegara a la hora acordada. Si fuera posible, incluso antes.

Tratándose de un caballero sureño era poco probable que se presentara en la mansión con anticipo, se recordó. Él era cabal y respetuoso con las normas y protocolos. La joven, en cambio, se movía por el idealismo y no perdía la esperanza.

—Muchacha, ¿acaso quieres hacer un agujero en el suelo?

La voz de su padrastro la sobresaltó. Dio un respingo.

—¡Paul! —Le lanzó una mirada superficial y volvió a concentrarse en el reloj—. Estoy esperando a Ross —dijo a modo de explicación.

El hombre se detuvo cerca de ella y alzó una ceja.

—¿Al señor Walker?

—Sí… —contestó con imprecisión, golpeando con la punta de uno de sus zapatos de paseo el suelo de mármol, pulido esa misma mañana.

Su padrastro se tomaba muy en serio las responsabilidades paternales, sin importarle que ella fuera lo bastante mayor como para decidir por sí misma. Así que esperó paciente a recibir una respuesta mucho más elaborada. Al no obtenerla, insistió con sutileza.

—Nadie me ha informado. ¿Vamos a tomar el té con el señor Walker?

—No —negó la joven—. Va a llevarme al Madison Square Park. —De repente pareció emocionada y sus ojos brillaron más que de costumbre—. Hoy van a poner el árbol de Navidad.

La expresión de Paul se mantuvo inalterable.

—¿Y el señor Walker llega tarde? —le preguntó, al fijarse en que la joven ya llevaba puesto el abrigo.

—No, todavía faltan cinco minutos; y por favor, deja de llamarlo por su apellido —le pidió—. Su nombre es Ross.

Su padrastro se ahorró hacerle ver que lo decente sería esperarlo sentada en el salón como toda una dama y que el caballero pasara a saludar y charlar con educación durante unos minutos. En su época todo era distinto y resultaría inimaginable salir sin una carabina adecuada.

Los tiempos cambiaban, se recordó. Sin ir más lejos, su esposa Annette había educado a sus hijas con una libertad incipiente que amenazaba con ir en aumento, inculcándoles como valor la independencia. Y no es que él estuviera en contra, solo tenía dudas respecto al rápido cambio que experimentaba la sociedad.

Tensó los músculos faciales.

—Entre vosotros solo existe una amistad, ¿no es cierto? —señaló, sin estar muy seguro—. Porque de otro modo me vería en la obligación de tener una seria conversación con él.

Se preguntó si de ser ciertas sus sospechas, su esposa estaría enterada de todo aquello. Supuso que sí, porque sus hijas hablaban con ella con una franqueza absoluta.

Cierto era que habían invitado al joven a cenar alguna vez, pero no llegó a imaginarse que aquello fuera una relación seria. Creyó, al parecer erróneamente, que se trataba de un gesto de amabilidad o incluso de admiración académica, ya que Jennifer siempre parecía estar metida en algún peculiar proyecto. Pero lo que más le hizo pensar de ese modo fueron sus caracteres totalmente opuestos: su hijastra parecía hablar en el idioma de las peras y el señor Walker en el de las manzanas.

No era una comparación muy lucida, teniendo en cuenta su educación, pero lo resumía a la perfección.

—¡Cielos, no! —exclamó ella con horror. Lo último que deseaba era que lo espantara.

Ross era muy callado y formal. Ni siquiera había tratado de besarla a pesar de todos sus esfuerzos por conseguirlo y no tenía ni la más mínima idea de lo que pasaba por su mente o, lo más importante, de sus sentimientos.

—Quítate el abrigo y siéntate —le sugirió Paul, dispuesto a averiguar un poco más de la relación.

Aunque no había sonado como una orden, Jennifer supo que se trataba de una.

Sintió cierto fastidio, pero le tenía mucho respeto, así que obedeció. Solía dejarle hacer su vida sin meterse en sus asuntos y por una vez que le pedía algo…

Ross llegó muy poco después. Una sirvienta lo hizo pasar al salón grande y no pareció contrariado porque los planes hubieran cambiado.

—Señor Broderick —lo saludó cortés, consiguiendo que su acento sureño fuera más marcado.

—Señor Walker, un placer. —Lo invitó a sentarse—. He pensado que podríamos aprovechar el momento para conocernos mejor.

El joven no puso ningún impedimento ni actuó con nerviosismo; todo lo contrario: se mostró de lo más natural.

Jennifer se sintió orgullosa de él.

—Colin habla muy bien de usted —empezó yendo al grano. No podía decirse que Paul perdiera el tiempo con sutilezas—, y por lo que sé es un gran profesional, pero hasta ahora no me había detenido a pensar en el vínculo de amistad que parece haber establecido con mi hijastra, lo cual no es muy corriente entre un hombre y una mujer —aclaró.

—Eso no es… —protestó ella.

¿Dónde estaría su madre ahora que la necesitaba?, se preguntó ella con desasosiego. Ojalá apareciera y los interrumpiera. Solo así podría salvarla de la catástrofe que se avecinaba.

—Jennifer, ¿podrías dejarme terminar? —le preguntó su padrastro sin inmutarse.

Al contrario que ella, Ross seguía sin alterarse. La única que parecía incómoda con la conversación era Jennifer.

—¿Me está preguntando por mis intenciones?

«Tierra, trágame», susurró ella para sus adentros. Su estómago dio un vuelco repentino. «Qué situación más vergonzosa».

Se equivocaba.

—Así es —insistió el señor Broderick—. No lo hago para inmiscuirme o por frivolidad. Me preocupo por la muchacha y la considero hija mía ya, así que debo estar alerta por si alguien quiere aprovecharse de ella.

Durante unos segundos, Jennifer fue incapaz de mover un solo músculo. Desde su punto de vista, Paul no tenía derecho a intervenir en aquel asunto ni interrogar a Ross sobre lo que pretendía. Resultaría humillante constatar que él solo la consideraba una amiga.

Fue la única que lo pensó.

—Estoy de acuerdo. —Ross asintió con un ligero movimiento de cabeza—. Yo, en su lugar, haría lo mismo.

—¿Por qué no nos marchamos ya? —volvió a interrumpirlos, sintiendo las palmas de sus manos húmedas.

Ella lo amaba; esa era la realidad que albergaba su corazón. Lo más probable fuera que aquel sentimiento la acompañara desde el momento en que lo vio bajando por las escaleras del orfanato, pero eso no significaba que él quisiera dar el paso definitivo, ya que apenas llevaban unos meses siendo tan cercanos.

Tenía que quererla, ¿no?, le dijo una vocecilla interior. ¿Por qué sino pasaban tanto tiempo en mutua compañía? Sin embargo, Ross era un hombre calmado y metódico al cual le llevaría un tiempo prudencial acariciar la idea del matrimonio. No era como ella, que ya se veía vestida de novia. Por eso mismo deseaba dejarle espacio, no atosigarlo en ese sentido.

—Déjeme ser sincero también, porque nunca he pretendido abusar de los demás —escuchó decir al hombre que poblaba sus esperanzas de futuro.

El corazón de Jennifer comenzó a latir a un ritmo inusual. Le daba pánico pensar en la posibilidad de que estuviera del todo equivocada y que él no compartiera los mismos sentimientos. Haciendo gala del don que poseía para la actuación, pensó en fingir un desvanecimiento que evitara la respuesta de Ross.

Descartó la idea al instante. Por una vez se impuso la sensatez. Parecía demasiado alocado y fuera de lugar incluso para ella, así que acabó optando por otro tipo de dramatismo.

—¿Podíais dejar todo eso para otro momento? —exclamó, levantándose con aspavientos—. No vamos a ser los primeros y para mí es importante ir temprano. Me siento y observo mientras traen el árbol en un carro, intentan bajarlo y todo eso. Se trata de una especie de tradición. —Trató, en vano, de derramar una lagrimita para conferir más emoción al asunto, como si de verdad fuera importante para ella y, aunque pensó en cosas tristes, la presión del momento no la dejó.

Ross y Paul parecieron confusos con su exagerado comportamiento, sobre todo porque ellos mantenían una serena conversación, pero así era ella y sería bueno que fueran acostumbrándose.

—¿Entonces vas todos los años?

—No —respondió con demasiada sinceridad y se dio cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. No fue capaz de decir nada gracioso que la sacara del atolladero.

Ross arqueó una ceja y acudió en su rescate.

—Supongo que tu intención es inaugurar una nueva tradición.

—Eso, sí —susurró, agradecida, y miró a Paul con una súplica en los ojos.

—Entonces supongo que no debo entreteneros más —capituló él.

Jennifer corrió como un rayo a buscar los abrigos sin esperar a la sirvienta. Quería evitar a toda costa que prosiguieran con la conversación.

Por su parte, los dos hombres optaron por seguirla mientras se colocaba la prenda de abrigo con tanta rapidez que los guantes de Ross acabaron tirados por el suelo.

Al tratar de introducirlos en el bolsillo del abrigo —sin pensar que habría sido más fácil entregárselos para que se los pusiera— y meter la mano notó un bulto en el fondo del forro. Lo palpó extrañada para averiguar de qué objeto se trataba y al sacarlo se dio cuenta de que era una cajita cuadrada forrada de terciopelo oscuro.

A pesar de estar invadiendo su intimidad, la muchacha abrió la cajita como hipnotizada.

Un gran silencio inundó el vestíbulo.

Por primera vez en su vida, Jennifer se quedó muda. De su boca no salió ni una risita nerviosa, ni un comentario mordaz, ninguna broma fácil o alguna bufonada de las suyas. Parecía que el gato se le hubiese comido la lengua.

—Yo…yo —tartamudeó Ross con azoramiento. Su rostro se tiñó de color granate y tuvo que detenerse para tragar saliva—. Quería comprar uno que hiciera juego con tus ojos, pero es difícil encontrar un anillo de compromiso con una piedra preciosa gris, así que acabé eligiendo uno de platino con un diamante engarzado.

A pesar de terminar la frase a tropel, el significado de sus palabras fue claro. Sin embargo, Jennifer estaba demasiado conmocionada para comprenderlo.

—Ehhh… —Paul carraspeó—. Creo que mi presencia aquí ya no es de ninguna utilidad. —Al comprender el giro de los acontecimientos se retiró a su despacho con discreción, satisfecho consigo mismo. Prefería dar a la pareja una pizca de intimidad. Al fin y al cabo, las preocupaciones por su hijastra acababan de verse solucionadas.

Rojo por haberse visto descubierto antes de poder declararse, Ross se atrevió a mirar a Jennifer, que parecía sujetar la caja como si fuera un objeto infeccioso.

Su nerviosismo aumentó considerablemente.

Había llevado consigo el anillo durante toda la semana, buscando el momento idóneo para declararse o quizá buscando un poco de valor, porque era la primera vez que había pensado en casarse. Y aunque nada parecía salir como había planeado, por lo menos esperaba un poco de emoción por su parte.

—Lo siento, no pretendía inmiscuirme en tus cosas.

La voz de Jennifer sonó trémula, apañándoselas apenas para mantener la compostura.

—Eso ocurre. —Ross trató de restarle importancia; al fin y al cabo, lo hecho, hecho estaba.

—Enhorabuena.

Él abrió la boca, sorprendido.

—¿Me felicitas? —preguntó él con el ceño fruncido. No atinaba a comprender su modo de actuar.

¿Serían cosas de mujeres? ¿Consideraría el anillo demasiado sencillo?, se preguntó. O tal vez era así como ella mostraba ilusión. Porque que decidiera rechazarle no era una opción que se hubiera planteado.

Una gran angustia lo invadió.

—Es lo que se espera en estos casos —contestó ella molesta.

—¿De verdad? —Ross pensó entonces que debía ser una costumbre típica de Nueva York; extraña, eso sí. O quizá estaba entendiendo mal sus palabras y lo que hacía era alabar su buen gusto al escoger el anillo. Suspiró aliviado por aquella consideración—. Entonces, ¿lo crees apropiado? —Porque, aunque era bonito, debía reconocer que era lo máximo que había podido permitirse.

Ross vivía gracias a su sueldo de profesor, mientras que ella pertenecía a una clase acomodada.

¿Esperaría algo mejor?

—¿Por qué no habría de serlo? —le espetó—. Aunque no es a mí a quién debe gustarme.

—¿Ah, no?

Parpadeó confuso. ¿Es qué necesitaba la aprobación de su familia? ¿Era eso?

—¡Por supuesto que no! —exclamó ella, dejando traslucir su enojo.

—¿Por qué te comportas así conmigo? —quiso saber entonces—. ¿Es que estoy haciendo algo mal?

—¡Lo estás haciendo todo mal! —gritó Jennifer al borde de las lágrimas—. Pero estoy segura que a tu prometida… bueno, a tu «casi prometida», le encantará el anillo. Es precioso.

—¿A mi…? ¿Acaso ella…? —balbuceó—. ¡Oh! —exclamó al fin comprendiendo. Solo entonces se permitió esbozar una sonrisa—. Sabes, es fascinante comprobar cómo funciona tu cabecita y cómo de rápida eres llegando a conclusiones equivocadas.

—¡Como si todo fuera culpa mía! ¡Me has engañado! Has estado haciéndome creer que tú… que yo… —Le entregó la caja con brusquedad y dio unos pasos para abrir la puerta principal. Una ráfaga de viento entró a través de ella, pero Jennifer permaneció erguida con una regia compostura—. Creo que será mejor que te marches.

—Creo que no —replicó por primera vez, divertido. Ella seguía sin darse cuenta de nada.

¿Cómo alguien tan perspicaz como Jennifer podía estar tan perdida?, se preguntó entonces.

—¡Uy, eres insufrible! ¡Y un maldito bastardo! ¿Dónde ha quedado la integridad de la que haces gala? ¿Dónde?

Jennifer estaba a punto de llorar, mientras que Ross aguantó estoicamente aquella sarta de improperios.

—Creo que puede interesarte lo que quiero decirte —anunció con voz calmada.

—¡Para nada, para nada! —repitió para que le quedara bien claro—. ¡Para…!

Enmudeció de golpe cuando lo vio arrodillándose frente a ella y sacar el anillo de la cajita.

—Jennifer Lefont…

Abrió la boca, estupefacta.

—No, no, no —lo interrumpió de inmediato al percatarse de que todo aquello era para ella—. No puedes pedírmelo.

—¿No?

—Lo he estropeado todo —sollozó, cubriéndose el rostro con las manos. Estaba muerta de vergüenza—. Debería haber sido un momento maravilloso y especial.

—No importa. —Ross sonrió de medio lado—. Aunque debo admitir que especial sí ha sido. —Movió la cabeza con incredulidad. Se acercó a ella, le destapó el rostro con gentileza y sostuvo sus manos—. Creer que el anillo era para otra cuando he dicho que quería que fuera igual que el color de tus ojos…

—Lo siento. Mi mente tiene una forma peculiar de entender lo más obvio.

—Entonces, Jennifer Lefont, ¿vas a dejarme que te lo pida? Porque no estoy dispuesto a empezar de nuevo.

—Sí —murmuró con una emoción que amenazaba con paralizarla.

Estaba muy arrepentida por lo que le había dicho a Ross.

—¿Quieres casarte conmigo?

—Sí —repitió eufórica, lanzándose a sus brazos.

Su felicidad era absoluta.

La besó por primera vez, despacio y con suavidad, sin conocer las prisas, como si estuvieran aislados del mundo. Se quitó el abrigo dejándolo caer en el suelo mientras juntaban sus lenguas en un erótico baile. Era todo un acontecimiento, porque Ross había dejado atrás cualquier atisbo de rigidez o caballerosidad para dar paso a la pasión.

¡Un brindis por la espontaneidad!

Para ella fue el mejor beso de la historia, porque se lo daba con amor.

—¿Puedo pedirte algo? —preguntó él al cabo de unos minutos, separándose un poco de Jennifer.

—Lo que quieras —respondió. Se sentía como en una nube.

—¿Puedes cerrar la puerta? Me estoy muriendo de frío.

Y aunque la pedida de mano fue un poco confusa y atropellada, para ella fue perfecta.

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1

Nueva York, 1913.

Cuando el sol no brilla como debería.

El hogar de los Walker estaba situado en el número 103 este, en la Calle 37 del plácido barrio de Murray Hill. Se trataba de una hermosa casa construida en el siglo anterior con fachada de piedra grisácea que perteneció durante años a la familia Lefont. Cuando la señora Annette contrajo matrimonio en segundas nupcias con Paul Broderick y se trasladó a vivir con su esposo unas calles más arriba, dejó de usarse. Aun así, no quería desprenderse de la vivienda, a la que tenían mucho cariño: sus hijas habían nacido y crecido en ella. La solución llegó cuando Jennifer se comprometió y su madre se la entregó como regalo de bodas.

Desde entonces era habitual que Ross llegara del trabajo alrededor de las seis de la tarde, saludara a su esposa, se cambiara la ropa por una más cómoda y ambos disfrutaran de un agradable momento de lectura antes de la cena.

A pesar de ser dos personas tan distintas en carácter, compartían una afición común: su pasión por los libros. Ambos eran capaces de sumergirse en ellos durante horas y devorar cada una de sus páginas. Por supuesto, sus gustos eran dispares. Mientras que Jennifer soñaba leyendo historias de ficción llenas de aventuras y misterios que la llevaban a otros lugares, Ross era mucho más analítico y prefería libros que tuvieran que ver con el pensamiento humano, teorías científicas o nuevos descubrimientos.

La habitación elegida para tales menesteres era una galería acristalada, llena de plantas, y decorada con tonos suaves y cálidos muebles. Se encontraba al fondo de la casa y solía mantener las mismas funciones que para sus anteriores dueños: era un rincón para la lectura, para las conversaciones informales, para tomar el té o degustar un trozo de bizcocho. Sin embargo, a pesar de ser la estancia preferida de la pareja, Ross nunca trabajaba ahí. Para preparar sus clases o corregir los ejercicios de sus alumnos siempre utilizaba la biblioteca, donde disfrutaba de tranquilidad. De otro modo, con su esposa alrededor yendo y viniendo, le era imposible concentrarse.

Al escuchar entrar a Maggie, la doncella, Jennifer levantó el rostro y puso una cinta de terciopelo entre las páginas del libro para no perderse.

—Señora, solo quería avisarles de que la cena será servida en quince minutos.

Un deseo le sobrevino. No solía ser una mujer de costumbres, las cuales la aburrían. Sin embargo, aquella rutina vespertina había ido tomando fuerza en sus vidas. Quizá demasiada, pensó entonces.

Por una vez quiso que fuera distinto.

—¿Sería mucha molestia si cenáramos aquí en lugar del comedor?

La doncella no pareció sorprendida. En cambio, Ross dejó su libro sobre un cojín, entornó sus ojos color avellana y clavó la mirada en ella.

No dijo nada.

—Por supuesto que no, señora. En un momento lo preparo —añadió antes de marcharse con discreción.

—¿Te parece bien, querido? —le preguntó aun sabiendo que para él esos eran asuntos sin importancia. Pero esa tarde estaba más silencioso que de costumbre y cualquier pretexto era bueno para escuchar su voz.

Incluso uno tan trivial.

—Como quieras —fue su corta y decepcionante respuesta, antes de sumergirse de nuevo entre las páginas.

Jennifer lanzó un suspiro. Un suspiro intenso, dramático y prolongado, que pasó desapercibido.

Se sintió un tanto decepcionada.

Aunque adoraba pasar tiempo junto a su esposo tuvo que reconocer que su relación no era lo que ella hubiera podido esperar. Lo suyo se asemejaba más a un matrimonio de mediana edad con más de veinte años de casados que a uno joven y enamorado.

Bajo su punto de vista, a ambos les correspondería comportarse de un modo fresco y espontáneo, sin rigidez; en donde abundaran los besos, las risas y las caricias. Jennifer tenía veinticinco años, no cincuenta. Tanto ella como él deberían estar impacientes por reencontrarse tras un día entero separados y no actuar con una aburrida e insoportable madurez.

Lo malo era que Ross actuaba —debido a la educación recibida y a las circunstancias de su infancia— de un modo demasiado controlado y racional, mientras que Jennifer era espontánea y se dejaba llevar a menudo por los impulsos y el corazón. Ante eso, que llegara la desilusión resultaba inevitable.

El carácter de la joven distaba mucho de asemejarse a los estándares prestablecidos en la alta sociedad o incluso en ambientes burgueses, donde ella prefería moverse. Sus padres siempre la alentaron —al igual que a su hermana— a pensar y decidir por sí misma, sin verse limitada por los protocolos a los que se veían restringidas las damas de alcurnia. Por supuesto, sus modales podían ser tan finos como los de las demás y su paladar exquisito. Sin embargo, su vida nunca se rigió por la búsqueda desesperada de un esposo de buena familia al que conquistar.

Casarse fue una decisión propia fruto de un enamoramiento. En ningún momento se sintió empujada por los convencionalismos de los que Jennifer solía huir.

El papel de la mujer, siempre relegada a un segundo plano, comenzaba a dar un cambio; tibio, eso sí. Pero las oportunidades emergentes se sucedían y, en aquella época en la que las mujeres podían ejercer como doctoras, editoras o periodistas desde hacía unas décadas, había ejemplos remarcables en los que Jennifer solía reflejarse: Alice Stebbins se había convertido en la primera mujer policía de la ciudad de Los Ángeles; Lula Olive Gill en la primera jockey en ganar una carrera en California; Madge Sellers entró en un campeonato de patinaje artístico —deporte hasta entonces dominado por los hombres— y la lista seguía creciendo.

Así que no era de extrañar que ella, entusiasta por naturaleza, se contagiara de ese espíritu poco conformista. Nunca había tenido un propósito claro en su vida, pero se sentía satisfecha con tratar de hacer lo que deseaba sin importarle las limitaciones que pesaban sobre su sexo.

Jennifer no se dio por vencida en su intento por mantener una agradable conversación con su esposo. Aunque esperó a más tarde, durante la cena, cuando terminaron la sopa de guisantes e iban a degustar la ternera. Detestaba sentirse sola estando en compañía de su esposo.

Eso le helaba el alma.

—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó, recuperando el ánimo y la sonrisa.

—Bastante provechoso —murmuró él mientras leía unos papeles.

—¿Hay alguna novedad en el orfanato?

Trató por todos los medios posibles de que le prestara un poco de atención, pero él no se dio por aludido. Ross era brillante en el tema intelectual, pero en cuanto a emociones y sentimientos distaba mucho de la perfección. Era incapaz de interpretar sus gestos, su tono o su mirada. Y eso que ella era trasparente para cualquiera con un mínimo de perspicacia o interés.

—¿A qué te refieres? —Dejó de lado los documentos, se quitó las gafas y la contempló con el ceño fruncido. Parecía turbado—. Deberías ser más específica.

—Bueno… no sé. ¿Han adoptado algún niño; o por lo menos han mostrado interés? ¿Hay algún profesor nuevo? ¿Se ha pasado Colin por ahí? Porque con el trabajo, mis sobrinos y eso…

—¿Cómo voy a saberlo? —la interrumpió él—. Soy profesor y me pagan por hacer mi trabajo, no para cotillear —expuso como respuesta antes de volver a concentrarse en lo que le mantenía ocupado.

Jennifer debería estar acostumbrada a ese tipo de respuestas, pero algo en su fuero interno se rebelaba ante sentirse ignorada.

—¿Podrías dejar esos papeles, por favor? Estoy cenando con mi esposo y debería ser un momento agradable y placentero —murmuró cada vez más irritada.

Ross no lo hacía aposta, pero su actitud los distanciaba.

Sus ojos se posaron sobre ella, analizándola en silencio y con cierta suspicacia, como intentando adivinar el porqué de su comportamiento.

—¿Has tenido un mal día? —le preguntó a su vez.

—No, resulta que ha sido maravilloso y, ya que te interesas, te contaré que he estado ayudando a una amiga a encontrar casa —contestó, sin percatarse de que había hablado de más.

—¿Qué amiga?

—¿Cómo?

—No sé qué es lo que no entiendes de mi pregunta. He preguntado de qué amiga se trata.

—¡Ah! —Jennifer lo había entendido a la primera, pero por un momento dudó si decirle la verdad. Nadie sabía nada de su relación con Rosemary. Como no le gustaba mentirle buscó un subterfugio—. Tú no la conoces. —Lo cual era cierto—. En fin, ella no se decidía, pero hemos ido a visitar un apartamento del Edificio Dakota y creo que se ha enamorado de él. Deberías ver las vistas. ¿Has estado? He pasado cientos de veces por delante y nunca había entrado. Hasta hoy, por supuesto —se corrigió—. No creí que por dentro fuera tan impresionante. ¿Sabes que hay ascensores exclusivos para el servicio que dan directamente a la cocina? Impresionante. Claro que el apartamento estaba amueblado y sin mucho gusto. Parecía tan sombrío…

Ross no supo el momento exacto en el que se dispersó y dejó de escuchar el largo monólogo de Jennifer que, según su criterio, era intrascendente. Una parte de él se sintió culpable por no apreciarla en su totalidad, mas cuando comenzaba a parlotear así era incapaz de seguirla.

Su esposa lo acusaba —un día sí y otro también— de encerrarse en sí mismo, lo cual resultaba ser cierto. A ella, en cambio, le gustaba compartir; para su gusto demasiado. Eso lo angustiaba, pues ambos tenían caracteres completamente distintos.

—¿Me estás escuchando? —le recriminó ella al cabo de un momento.

—Por supuesto —mintió para beneficio de ambos, antes de volver a centrar toda su atención en ella.

—Estoy segura que va a necesitar una remodelación, papel de pared nuevo, otros muebles, lámparas…

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