Te voy a olvidar

Paulina Briones

Fragmento

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Capítulo I

Amy Rossetti miró su reflejo en las puertas metálicas del ascensor. Por inercia, casi rutinaria, se alisó la falda del traje sastre y se mentalizó para cumplir la jornada del día. Se suponía que a esas horas debería estar camino a San Francisco, y así sería de no ser por esa maldita carpeta que contenía documentos imprescindibles para el evento. Por enésima vez se preguntó cómo pudo olvidar algo tan básico como el dosier. Se dijo que quizá el cansancio y la premura de ese encargo tenían mucho que ver.

Sumida en sus cavilaciones abandonó el ascensor y caminó a toda prisa por el pasillo, ni siquiera se percató de los murmullos que a su paso se desataban.

—¿Amy? ¿Qué haces aquí? —Inda, la chica que trabajaba como su secretaria desde hacía un par de años, no disimuló su sorpresa de verla ahí.

—¿Puedes creer que ayer me olvidé de llevarme el dosier del evento? —Movió la cabeza en negación, aún le costaba aceptar el haber cometido tan estúpido error.

—No me extraña, y sí, no me mires así, esta semana trabajaste como esclavo y te quedaste hasta tarde solo para poder cumplir con las exigencias de ese cliente. Dime, Amy, ¿a qué hora te fuiste ayer?

—Yo... creo que pasada la medianoche.

—¿Lo ves? Cualquiera en tu lugar hubiera caído rendido por el sueño y cansancio mucho antes. Pero veamos el lado bueno de la situación, aún es temprano y si te das prisa todavía puedes llegar a tiempo. Por cierto, Esthella me pidió que la comunicara contigo, al parecer es urgente, sin embargo, parece que mi jefa no solo olvidó el dosier, sino también encender su móvil.

Amy metió la mano en su bolso y sacó el aparato. No le sorprendió que estuviera apagado.

—Lo siento, no sé qué me pasa hoy, parece que me levanté con el pie izquierdo.

—No digas eso, verás como todo irá mejor durante el transcurso del día.

—Eso espero, por lo pronto iré a ver qué quiere Esthella.

Sin perder tiempo se encaminó hacia la oficina de su jefa y amiga, que era la dueña de Blue Moon, empresa organizadora de eventos, número uno en su tipo, la cual ganó prestigio, en gran parte, gracias al trabajo incondicional de Amy.

Quince años atrás, Amy comenzó a trabajar para Esthella, una mujer madura, recién divorciada, quien, gracias a un versado abogado, logró sacar a su exmarido un ventajoso acuerdo de separación. Con parte de los beneficios obtenidos, fue que se fundó Blue Moon.

Al instante de conocerse, Esthella se enamoró de la frescura y originalidad que irradiaba esa joven pelirroja, que tenía suficientes bríos para comerse el mundo a bocados.

Amy llamó a la puerta y tras recibir confirmación, entró...

—¿Qué? ¿Estás echándome? —preguntó incrédula.

—No lo tomes así, Amy. Es tiempo de retirarme; ambas sabíamos que este momento llegaría, ahora que Justin ha regresado del extranjero, él estará a cargo.

—¿Y?

—Él cree que es tiempo de modernizar la empresa, ya sabes, llenarnos de ideas frescas, gente nueva... —comenzó Esthella a modo de explicación.

—Sí, claro, ¿acaso crees que nací ayer? —Indignada, se puso en pie de un salto—. ¡Por Dios, Esthella! ¡No soy estúpida!

—Amy, por favor...

—¿Qué? Vamos, Esthella, no trates de insultar mi inteligencia con esos absurdos alegatos; de sobra sé el motivo por cual tu hijito te ha calentado la cabeza, ¿o vas a negar que el chico está deslumbrado con la francesita esa que se trajo de no sé dónde? Es por ella por quién está haciendo todo esto. —Sacudió la cabeza—. Ahora comprendo las palabras burlonas que me dedicó el otro día cuando dijo que a mi oficina le hacía falta un «cambio». Qué estúpida soy, claro que no se refería solo al mobiliario, ¿verdad?

—Amy, tranquilízate, sé más racional...

—¿Racional? ¡Ja! Déjate de tonterías y reconoce que tengo razón. Esa chica lo único que sabe hacer bien es mover las caderas.

—Amy...

—No, Esthella, después de todos estos años de servicio a tu lado merezco que me hables con sinceridad. —Señaló con dedo acusador a la que, hasta esa mañana, consideraba su amiga.

—Florance está sumamente capacitada para asumir el puesto, si no jamás habría aceptado que lo ocupe, por muy «amiga» que sea de mi hijo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué opina la junta de accionistas al respecto? No creo que esta absurda situación les...

—En la junta del viernes aprobaron por unanimidad a Justin y su plan de trabajo, incluidas todas las reformas.

—¿Qué? ¡Esto es inaudito! —Sin esperar más, salió de la habitación para dirigirse al despacho del juniorsete que pretendía arruinar su vida.

Furiosa, Amy pasó de largo a la secretaria que intentó detenerla y abrió la puerta.

—¿Qué demo...? —soltó Justin, molesto por la interrupción.

Florance, que hasta un segundo antes permanecía de rodillas entre las piernas del hombre, se puso en pie; era más que obvio lo que la joven hacía antes de que Amy entrara.

—¿Podrías dejarnos solos? —pidió Amy a la chica francesa.

Con un descaro sin precedentes, la mujer se lamió los labios, se acomodó el cabello que Justin había desordenado al sujetarle de la cabeza mientras ella le daba placer con la boca.

—Te veo al rato, mon amour —se despidió la chica, después dirigió a Amy un gesto de burla antes de abandonar el despacho.

—Ahora comprendo cuan calificada está esa mujer para ocupar mi puesto —soltó con amargura.

—Lo que acabas de ver nada tiene que ver con el trabajo —expresó tenso al tiempo que reacomodaba sus pantalones.

—Sí, ya veo que sabes separar muy bien lo laboral de lo personal —se mofó.

—¿Qué quieres, Amy?

—De sobra lo sabes. —Lo miró con furia.

—Supongo que madre ya habló contigo, así que no sé cuál es el problema.

—¡Tú, maldito juniorcito! ¿Cómo te atreves a tratarme así?

—Te recuerdo que, a partir de hoy, te guste o no, soy el mandamás aquí. La junta de accionistas está enterada y a favor de mi nombramiento, por lo tanto, tengo luz verde para comenzar con las reformas de la empresa; no solo las estructurales, sino también las administrativas. —Hizo un gesto cortés para que ella tomara asiento—. Amy, sé que fuiste un elemento base en los inicios de todo esto, pero los tiempos cambian y los mercados con ello. En este giro en particular, es requisito indispensable mantenerse al tanto de las tendencias y adaptarse a las circunstancias si quieres seguir a flote.

—Todo eso lo sé de sobra. Hasta ahora nunca han tenido queja de mi trabajo —se defendió.

—Es verdad, pero, si analizas la cartera de clientes, nuestros números han bajado en los últimos dos años, lo cual demuestra que la renovación es indispensable. Acéptalo, ya no eres la joven con ideas novedosas que revolucionó el mercado. Creo que aún estamos a tiempo de salvar el buen nombre. Llegó el momento de avanzar, dejar de vivir de glorias pasadas y modernizarse.

—Puedo adaptarme, sé que sí. —Dejó de lado su orgullo. Rogar era una de las cosas que más detestaba en la vida, pues lo consideraba algo humillante.

Justin la miró con un dejo de autosuficiencia que la molestó. Indolente, el hombre se acomodó en el sillón presidencial y con voz grave dijo:

—Los siento, pero la decisión es irrevocable.

—¡No puedes echarme sin más! El evento de San Francisco...

—Ya está cubierto.

—¿Qué?

—Florance y Amber están en ello.

En ese momento, Esthella entró en la habitación.

—Amy, tienes que comprender... —comenzó la recién llegada con expresión afligida.

El ruego de su exjefa solo sirvió para acrecentar más la ira que bullía en su interior. Incrédula se preguntó cómo se atrevía ese mozalbete inmaduro y arrogante a tratarla así. ¿Acaso no presumía Esthella ser su amiga? ¿Entonces? ¿Por qué permitía a su hijo humillarla de esa manera?

Justin sonrió divertido, no sabía con exactitud el porqué, pero disfrutó en demasía el verla tan enfadada.

—Tus servicios y opinión fueron de mucha ayuda en esta empresa, lo reconozco, por eso seré generoso contigo. —Justin extendió un papel doblado.

Amy observó el objeto durante unos segundos y evitó tocarlo, como si se tratase de un animal ponzoñoso que la atacaría al solo roce.

—¿Qué esperas? Tómalo, con eso te alcanzará para iniciar un negocio, algo que sea acorde a las expectativas de alguien retirado —insistió Justin.

Consternada, Amy abrió el documento y no le sorprendió descubrir que era un cheque con una suma considerable de dinero. Para mayor indignación, ni esa cuota, a pesar de los ceros, cubría la fidelidad y los años dedicados. Ese gesto, lejos de parecerle «generoso», como había hecho referencia el juniorsete, le había sentado como una bofetada.

—¿Y qué se supone que haré ahora? ¿Aceptar el retiro forzoso? —Concentró toda su fuerza de voluntad en evitar que las molestas lágrimas que se agolpaban en sus ojos salieran. No quería, por nada del mundo, darle el gusto a ese arrogante de verla llorar.

—Amy, es tiempo de aceptar que tu momento acabó. La vida está llena de ciclos y este ya cerró. Lo más sensato es seguir el ejemplo de mi madre; hazte a un lado y deja paso a las nuevas generaciones...

Justin todavía hablaba cuando Amy se puso de pie.

—¿Quién demonios te crees para hablarme así?

—El nuevo presidente de la empresa —reiteró sin quitarle la mirada de encima. ¡Cielos! Cómo disfrutaba bajar de su pedestal a la mujer que, por ser incondicional de su madre, a lo largo de los años lo había tratado como a un chiquillo malcriado e irresponsable.

Era momento de mostrar a esa pelirroja insípida que ya era todo un hombre, uno capaz de enfrentarla y superarla.

Amy sintió que llegaba al límite. Jamás en su vida se había sentido tan humillada.

—No necesito de tus limosnas —soltó guiada por un impulso; su lado racional le decía que aceptara el dinero y, como Justin sugería, montara su propio negocio, pero el orgullo se impuso. Sin darse oportunidad a meditarlo rompió el cheque en mil pedazos y se los aventó a la cara.

Justin le sostuvo la mirada desatándose así una guerra de poderes, la cual Esthella interrumpió:

—Por favor, Amy, acepta lo que Justin te ofrece, es más de lo que te corresponde por ley.

—Con qué poco pretendes lavar tu conciencia, Esthella. ¿Tienes idea de lo que trabajé para sacar avante el evento que tu hijo, por arte de magia, acaba de quitarme para dárselo a la mujer esa?

—Amy, yo...

—Solo te digo una cosa, «amiga»: cría cuervos y te sacarán los ojos. —Caminó a la puerta, antes de salir se volvió y agregó—: Juro que pronto sabrán de mí y se arrepentirán por esto.

Mientras se alejaba por el pasillo rumbo al cuarto de baño, alcanzó a escuchar la voz de Justin que decía a su madre:

—Tranquila, no tengo miedo a sus amenazas...

Hecha una furia, cerró la puerta del lavabo para damas y se miró al espejo.

—Primero muerta antes que darle a ese soberbio el gusto de verme suplicar. Ya no, no más —escupió las palabras con rabia mientras luchaba por contener las insistentes lágrimas.

«Esthella es una traidora y malagradecida. ¡Le di quince años de mi vida! ¿Y qué obtuve a cambio? ¡La humillación más grande jamás recibida!». El torrente de agua salina que tanto intentó detener brotó con fuerza de su alma lastimada.

Recordó cuando conoció a Esthella; la mujer estaba muy vulnerable por la infidelidad de su marido y el divorcio. Con un niño a su cargo y un negocio de reciente creación, necesitaba toda la ayuda posible.

Juntas habían emprendido el difícil y duro proceso de hacer de Blue Moon una empresa rentable. Amy fue su hombro fuerte en muchas ocasiones; la consoló en los momentos de flaqueza y brindó su apoyo incondicional a aquella mujer que no tenía ni la menor idea sobre qué hacer con su vida después del divorcio.

—Mala amiga. Ahora que ya estás en la cima decides que no me necesitas y te deshaces de mí como si fuera una cosa que, después de un largo tiempo de uso, ya no sirve.

Se quitó las gafas de pasta dura. Ver las arrugas en el contorno de sus ojos y junto a la boca la hizo apartar la mirada de su reflejo.

«¿En verdad estoy vieja? ¿Tendrá razón el junior al decir que mi momento pasó?».

Se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar de forma estrepitosa. Al cabo de unos minutos, alguien hizo amago de entrar y eso la devolvió a la realidad. Le gustara o no, esa ya no era su empresa, por lo tanto, no tenía derecho a estar allí.

Soltó un gemido de frustración al ver el estropicio que el llanto había causado en su maquillaje, se retocó en la medida de lo posible y respiró hondo varias veces para recobrar la compostura, todo ello antes de salir del tocador con un mundo de emociones volcándose sobre ella.

Al pasar por el área de cubículos, no pudo evitar percatarse de los murmullos y miradas de lastima de los que, hasta esa mañana, eran sus compañeros de trabajo.

Jamás imaginó que sostener la frente en alto mientras transitaba por el pasillo de camino al ascensor sería una prueba tan dura, sin embargo, su pisada dignidad le exigía mantener el porte hasta el último segundo.

Al salir del edificio sentía tanta frustración y rabia que tuvo que tomar una gran bocanada de aire para poder contener el impulso de gritar a todo pulmón.

«Amy, tienes que pensar con la cabeza fría. Necesitas consejo y... ¡eso es!, nadie mejor que André para ello, él se encargará de poner en su sitio a ese par».

Sin perder tiempo se dirigió al auto, tomó el celular y comenzó a marcar el número del despacho de su esposo, pero colgó de inmediato. Decidió que lo más sensato era hablarlo en persona. André, como buen abogado que era, querría saber todos los detalles de primera mano.

El alivio que experimentó al estar frente al sofisticado edificio de tres plantas que ostentaba el letrero «Rossetti & Truman», fue abrumador.

André Rossetti y Bradley Truman se conocieron en la universidad cuando el primero de ellos llegó de Italia por un intercambio estudiantil; a partir de ese momento, se hicieron buenos amigos. Ambos se habían licenciado en leyes; André se especializó en derecho penal y Bradley, en derecho mercantil y fiscal. Varios años después de graduarse, los amigos se reencontraron y juntos formaron un bufete jurídico, el cual estaba catalogado entre los mejores y más prestigiosos.

Amy salió del ascensor de prisa, le urgía llegar al despacho privado de su esposo, tirarse en sus brazos y que él la llenara de besos. Después de la humillación recibida, necesitaba sentirse valorada y querida.

Le extrañó no encontrar a Cindy, la secretaría, en su respectivo escritorio. Se dijo que quizá la chica estaría en el cuarto de baño o preparando café. La esperó por unos minutos, pero la joven no apareció, entonces recordó que André había dado órdenes de que jamás se le hiciera esperar y pasara, incluso sin ser anunciada, así que se dirigió a las puertas dobles de madera labrada y las abrió.

Por un momento el tiempo pareció detenerse al igual que su corazón, le faltó el aire y la respiración se volvió toda una misión imposible. Sintió como si un negro abismo se abriera a sus pies y la arrastrara a sus oscuras profundidades. Un sudor frío le recorrió el cuerpo estremeciéndola hasta la médula. La boca se le llenó de un crudo sabor metálico y un fuerte mareó cimbró todo su ser.

Pensó en que era por demás irónico que le tocara vivir dos situaciones similares el mismo día.

Aturdida, se aferró al pomo de la puerta para no desplomarse. Su cerebro se negaba a creer, a aceptar lo que los ojos le mostraban: André, su André, estaba sentado en el sillón ejecutivo detrás de su espléndido escritorio, pero no estaba solo; Cindy, la joven y rubia secretaria, que recién había contratado, estaba desnuda y a horcajadas sobre él mientras ambos jadeaban y gemían de placer. Un placer que, estúpidamente, creyó poseer en exclusiva.

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Capítulo II

Conmocionada, Amy creyó morir. De pronto vio pasar, como si se tratase de una película, su vida junto a él. Todos y cada uno de los momentos compartidos, las noches de intimidad en la alcoba, las discusiones, las reconciliaciones, el nacimiento de sus hijos... Todo transcurría a una velocidad de vértigo, acrecentando la sensación de estar dentro de un torbellino.

Un dolor infinito le atravesó el pecho. La daga de la decepción, mortífera y letal, con su acerado filo, resquebrajó su corazón en mil pedazos.

Un maremoto de emociones la asaltó. Su parte vulnerable, necesitada de protección, la instó a huir, a escapar de ese infierno sin llamas, a retroceder y, quizá así, descubrir que todo fue un invento de su mente aturdida. Una vez más levantó la vista y comprobó que, por desgracia, no era un espejismo.

La conmoción poco a poco fue dando paso a una rabia incontenible. ¿Qué demonios le pasaba al mundo?, ¿a los hombres? Había recurrido a su marido en busca de auxilio y solo había conseguido un golpe más.

El impulso de ir hasta ellos, tomar de los cabellos a la peliteñida y retirarla a rastras de su marido le carcomía las entrañas. Entonces recordó el rostro burlón de Justin al despedirla y eso la hizo tomar una decisión: jamás; nunca de los nunca permitiría que alguien tuviera el suficiente poder sobre ella como para lograr hacerle daño.

«No más, nunca más». Se juró en silencio. Una fuerza, de la cual desconocía su origen, quizá se tratase del instinto nato de supervivencia, se fue abriendo paso entre los escombros de lo que, hasta esa mañana había sido una mujer exitosa, con un marido amoroso y una vida «casi» perfecta.

Pero ella mejor que nadie sabía que la perfección no existe. Allí estaba el fallo; ¡qué ingenuidad la suya al creer que podía ser la excepción a la regla!

Se prometió que, aunque por dentro estuviera hecha añicos, se obligaría a permanecer de pie y con la frente en alto. ¿Cómo? Aferrándose a lo único que le quedaba: su dignidad.

Respiró hondo para contener las lágrimas. Se consoló al pensar que ya tendría tiempo de sobra para desmoronarse, pero lo haría a solas, como un animal herido que se aísla para lamerse y recobrarse en la oscuridad de su cueva.

Le pareció increíble que el par de amantes, tan compenetrados en la pasión, ni siquiera se hubiese percatado de su presencia, sin embargo, era momento de hacerse escuchar.

—¿No esperarás que, después de lo que he visto, te crea cuando me digas que esto no es lo que parece?

Su marido apartó de sí con brusquedad a la secretaria, la cual cayó al piso de trasero; acto seguido, el hombre se puso de pie como impulsado por un resorte al tiempo que buscaba, con movimientos frenéticos de manos, sus pantalones.

—¿Qué haces aquí, Amy? Se suponía que estarías de viaje camino a...

—Sí, se suponía, pero ya ves que no. Qué mala suerte la mía, ¿no crees? Al parecer hoy es el día de «llegar en el momento inoportuno». —Se sorprendió de lo calmada que sonó su voz.

Si lo sucedido fuera una película, quizá se reiría de lo cómico de la escena al ver cómo la chica volaba por los aires para caer al piso de trasero, mientras el hombre hacía maniobras ridículas para recuperar su ropa. Por desgracia, eso no sucedía en una pantalla, ni era fantasía.

Reconoció que había llegado al límite de su resistencia; su ser colapsaba. No sabía cuánto más podría soportar antes de venirse abajo, por lo que optó por la retirada. Dio media vuelta con la intención de salir de la oficina, pero, de un par de zancadas, André la alcanzó y detuvo su marcha.

Amy no supo cómo pudo mantener la fachada un minuto más, pues logró fulminarlo con la mirada antes de pedir:

—Al menos ten la decencia de ponerte los pantalones.

—Amy, lo siento, en verdad. Por favor, no te vayas, tenemos que hablar.

—No me toques, me das asco. —Sacudió el brazo para que la soltara.

Para ella siempre fue un placer el observar a su marido como Dios lo trajo al mundo; le fascinaba contemplar el formidable ejemplar de Adán con el que años atrás se había casado. Reflexionó en cómo la vida cambiaba en un segundo, pues en ese instante solo sentía repulsión por el hombre infiel que la miraba con súplica.

Quería volver el estómago, la fuerte arcada cimbró su cuerpo al grado que se vio obligada a respirar hondo para calmar un poco la náusea.

André se apartó de ella y fue a recoger el pantalón, momento que Amy aprovechó para salir del privado.

—Amy, ¿a dónde vas? ¡Detente, tenemos que hablar! —Ordenó, y, como siempre, su voz sonó imponente.

Por supuesto que Amy lo ignoró, se colocó frente al ascensor y aguardó a que las puertas metálicas se abrieran para llevarla lejos de allí. Los segundos de espera se le hacían eternos.

En el interior del despacho, André subió sus pantalones y los abrochó a una velocidad récord. Estaba preparado para enfrentarse a una mujer histérica, convertida en un auténtico mar de lágrimas e infinidad de reproches, y, sobre todo, dispuesta a hacer una escena digna de homenaje. Para su sorpresa, ella permanecía en calma frente a las puertas metálicas que justo en ese momento se abrieron.

No podía permitir que ella se marchara sin antes haber aclarado la situación.

—Amy, no te vayas. —La tomó de un brazo con fuerza y la sacó del elevador.

—Suéltame.

—Tenemos que hablar —repitió.

—No es necesario que me rompas el brazo. —«Con el corazón hecho pedazos es suficiente».

André ni siquiera era consciente de que la apretaba en exceso hasta que vio sus dedos marcados sobre la blanca piel. Se sintió avergonzado por todo lo acontecido.

—Amy, en verdad lo siento, tienes que creerme, nunca pretendí que te enteraras de esta manera. Yo...

—¿Qué? ¿Pensabas mantenerlo en secreto mientras durara?

—¡No! Lo que tengo con Cindy no es... —No hizo falta que dijera «pasajero», Amy lo entendió con claridad—. Yo... —Se pasó la mano por su oscura cabellera—. Tenía intención de hablar contigo, de pedirte que nos separáramos. Sé que no es una excusa razonable, pero en verdad no había encontrado el momento oportuno para decirlo, nunca parecía serlo. Te juro por lo más sagrado que jamás quise que esto pasara...

Amy lo observó un momento, André seguía siendo un hombre atractivo, a pesar de los sutiles cambios que el tiempo había hecho en su cuerpo. La madurez adquirida, junto con la experiencia y seguridad en sí mismo, le habían dado el toque maestro para volverlo irresistible. Sabía de primera mano que él era un hombre pasional, exitoso y económicamente solvente; no era de extrañar que la furcia que tenía como secretaria hubiese puesto sus ojos, y algo más, sobre él.

—Solo contéstame algo: ¿vale la pena intentar perdonarte? —Con pesar observó cómo André permanecía en silencio y desviaba la mirada—. Qué tonta soy, estás dejándome y todavía pregunto si quieres otra oportunidad, cuando es obvio que no. —Aunque trató de evitarlo, un par de lágrimas salieron de su cautiverio—. ¿Tanto la quieres? Espera —levantó la mano para detener una respuesta que, por supuesto, no deseaba escuchar—, no digas más, en tus ojos veo que no vas a regresar.

André miró con pesar esos cristalinos verde jade que una vez tanto amó; un sudor frio lo cubrió al descubrir en ellos dolor en estado puro y una profunda tristeza. Aunque permanecía tranquila, sabía que su esposa estaba destrozada y se odiaba por ser el causante de ello, pero reconoció que, dado el momento y las circunstancias, no tenía caso seguir engañándola con fals

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