Capítulo 1
Lancaster, Reino Unido, 1840
Demasiado excitada como para permanecer sentada, la joven señorita Elizabeth Grant caminaba de un lado a otro del dormitorio deteniéndose de tanto en tanto frente al espejo del tocador. Estudiaba con atención la imagen que este le devolvía, sonreía satisfecha y reanudaba el paseíllo ante la divertida mirada de su prima Anna.
—No comprendo cómo puedes estar tan tranquila —manifestó la muchacha, revisando por enésima vez su aspecto, atusándose los rizos que le enmarcaban el rostro y ahuecando el abullonado de las mangas de su vestido antes de girarse hacia su prima con una deslumbrante sonrisa en los labios—. ¿No estas emocionada? Yo siento que podría estallar de un momento a otro, tan alborotada estoy —concluyó con una risita de puro júbilo.
—Es comprensible, estás a punto de asistir a tu primer baile —señaló Anna, coreando la risa de Beth al ver que sus palabras no hacían más que avivar el entusiasmo de la más joven, y contagiándose del mismo.
A fin de cuentas, esa también sería su primera temporada, aunque su edad distara mucho de ser la de una debutante. La inesperada muerte de sus padres tres años atrás la había mantenido largo tiempo sumida en el dolor, la tristeza y el duelo, alejada de los salones y reuniones. Detalle este que, dado su carácter extrovertido, y a decir de su tía un tanto levantisco, le traía sin cuidado. Intentaría disfrutar de las fiestas y el baile como cualquier otra joven, sin importarle que el resto de la sociedad la considerara, a sus veintiún años, poco menos que una solterona.
A lo largo de aquella semana su tía Clarissa la había abrumado con interminables sermones sobre cómo tenía que comportarse en el baile de presentación de Beth. Ante todo, debía evitar ponerse en evidencia, pensando siempre en su futuro y en el de su prima que, con seguridad, esa misma temporada lograría prometerse con algún respetable y, por supuesto, adinerado caballero.
—Con suerte, siempre y cuando tu conducta sea intachable, tú también encontrarás esposo.
Estas habían sido sus palabras la noche anterior. Palabras que en ese instante resonaban en su cabeza casi como una amenaza.
«¿Un esposo?, ¿y quién necesita uno?».
Ni mucho menos estaba en contra del matrimonio, pero tampoco lo consideraba una obligación. Si algún día se casaba lo haría por amor y no porque el caballero fuera adecuado, acaudalado y socialmente conveniente. Tampoco porque la sociedad así lo dictara.
—No tienes de qué preocuparte. —Tranquilizó a Beth con una cálida sonrisa, olvidándose de las monsergas de su tía y de un futuro que, por el momento, no le inquietaba lo más mínimo—. Causarás sensación. Estás preciosa.
—Eres muy amable, Anna, y me encantaría poder decir que también tú luces estupenda, pero… las dos sabemos que ese vestido rosa que mamá ha escogido para ti no es precisamente favorecedor —apostilló con un mohín de disculpa.
Anna se acercó al espejo, contempló su imagen y dejó escapar un suspiro de resignación.
—Tu madre quería asegurarse de que esta noche fueras tú la que brillara, y para ello me ha convertido en una col rosa —señaló con gesto cómico—. Creo que, de haber podido, habría hecho lo mismo con el resto de invitadas —añadió, muy seria.
Su expresión solemne no logró engañar a Beth y un segundo después ambas estallaban en carcajadas.
—Llevas razón, pero no lo ha hecho con maldad, aunque he de reconocer que se le ha ido un poco la mano.
Continuaban riendo cuando la puerta del dormitorio se abrió sin previo aviso.
—¿Qué escándalo es este? —preguntó Clarissa, horrorizada.
—Ha sido culpa mía, le contaba a Beth…
—Dios bendito —la interrumpió con apurados movimientos de las manos—, a este paso terminaré de los nervios —dijo más para sí que para las muchachas, que la observaban con fingida seriedad. Tomó aire y lo expulsó despacio antes de volver a hablar—. Los invitados comienzan a llegar y debemos recibirlos como corresponde. Sabéis lo que debéis hacer, ¿verdad? —preguntó al tiempo que las hacía abandonar la estancia y, saliendo tras ellas, acomodaba los volantes del vestido de su hija—. Anna...
—¿Sí, tía?
—Espero que recuerdes todo cuanto te he dicho estos últimos días.
—Por supuesto que lo recuerdo, tía. —Clarissa, satisfecha, se les adelantó, dedicándoles una última mirada antes de comenzar a bajar las escaleras—. ¿Cómo olvidarlo si ha pasado toda una semana martirizándome con ello? —susurró en cuanto la mujer les dio la espalda.
—¿Has dicho algo? —inquirió aquella, deteniéndose para mirarla por encima del hombro.
—¡Oh! Nada importante, tía. —Beth a duras penas podía contener la risa—. Que puede estar tranquila, no se me ha olvidado ni una sola palabra de cuantas me ha dicho.
—Confío en que así sea, querida. —Respiró despacio y bajó a reunirse con su esposo, que ya recibía a los primeros invitados.
***
Clarissa se sentía exultante; todos elogiaban su fiesta y comentaban lo encantadora que era su hija Elizabeth. Prueba de ello era que su carné de baile se había completado en un abrir y cerrar de ojos, y varios caballeros, los menos avispados, habían perdido la oportunidad de disfrutar de su compañía durante la danza.
Anna también había bailado, aunque prefería permanecer en un segundo plano. No resultaba agradable exhibirse con aquel horrible vestido lleno de lazos, sin mencionar que la mayoría de caballeros allí presentes solo tenían ojos para las más jóvenes de la reunión.
Hacía un buen rato que observaba a las parejas moverse en el centro del salón, cuando divisó entre el gentío al señor Taylor. Recordó entonces que el nombre del caballero figuraba dos veces en su carné; por lo tanto, la buscaba. Había bailado con él al inicio de la velada y sabía que sus pies no soportarían un nuevo encuentro con los desmañados zapatos del joven.
Sin rastro de remordimiento, huyó, mezclándose entre los invitados que bordeaban la pista de baile, hasta despistarlo. Terminar junto a una de las puertas que daban al jardín le sirvió para escabullirse fuera y librarse así de la tortura que supondría bailar con él.
El aire fresco de la noche la hizo estremecer, pero prefería pasar frío a volver a la atestada sala donde, con total seguridad, el señor Taylor continuaría buscándola, al menos durante unos minutos.
Con pasos distraídos y sin apenas ser consciente de ello, tomó el camino que conducía a los rosales. Era su lugar favorito del jardín, porque le gustaban las rosas, en especial las amarillas. Eran flores hermosas y delicadas, pero a la vez temibles, con sus grandes y afiladas espinas; le fascinaban. Le recordaban un poco a sí misma: de apariencia frágil y fuerte carácter. Quizás por eso la cautivaban.
Durante la caminata se cruzó con varias parejas, unas paseaban sin más para descansar del barullo del salón, otras buscaban rincones un poco más discretos, con seguridad para decirse palabras de amor e, incluso, besarse con pasión, pensó, suspirando.
Se preguntó si alguna vez hallaría un hombre que se fijara en ella. Cierto que había despertado el interés de varios caballeros, pero, a su modo de ver, eran demasiado jóvenes o demasiado mayores. Tal vez su aspecto menudo, carente de sugerentes curvas, su cabello anaranjado, herencia de su padre, y sus ojos tremendamente verdes, no fueran del agrado de los hombres que ella consideraba interesantes.
Había llegado a su rincón favorito, se encogió de hombros y dijo en voz alta, sin ser consciente de ello:
—¿Qué importa?
Se sentó en el banco de piedra bajo las rosas.
—¿Qué es lo que no importa? —La cálida y melodiosa voz llegó de detrás de los rosales.
Anna se levantó de inmediato y se giró con los ojos entornados.
—¿Quién anda ahí? —exigió saber, molesta por la intromisión.
De entre las sombras, rodeando el macizo de flores, emergió un hombre alto y de cabello oscuro; distinguir sus rasgos en la penumbra resultaba casi imposible.
—Siento haberla asustado —se disculpó el desconocido con tono sosegado y acariciante.
—No lo ha hecho, pero me ha tomado por sorpresa, y además, no me agrada que me espíen —respondió, molesta por que la supusiera tan apocada.
—Créame si le digo que no la espiaba, simplemente paseaba del otro lado de la rosaleda, la escuché, y mi curiosidad fue mayor que mis modales. —Sonaba sincero y su voz la tenía por completo subyugada.
Qué maravilloso sería que alguien con un tono similar le susurrara al oído palabras de amor. Se estremeció de solo imaginarlo.
—¿Tiene frío?
—No, ha sido solo un... —se interrumpió sin saber cómo justificar el leve temblor.
Sus miradas se encontraron y, a pesar de la oscuridad, Anna tuvo la sensación de que él podía leer sus pensamientos. Sintió que el color acudía a sus mejillas. Incómoda, apartó la vista.
—¿No se está divirtiendo en la fiesta y por eso se refugia en el jardín, señorita…?
—Me divierto mucho, gracias —dijo, levantando su respingona nariz—. He salido a descansar un poco. Y ahora debo regresar, antes de que se preocupen por mi ausencia.
Sabía que eso no pasaría. Su tía estaba demasiado atareada con los invitados y Beth disfrutaba de tanta compañía que solo si bajara la escalera principal rodando lograría acaparar su atención.
—Adelante —la animó a volver a la fiesta—, seguro que los jóvenes están ansiosos por que vuelva a la pista de baile —respondió con un tono que a Anna le pareció jocoso.
Iba a decir algo, pero decidió no ponerse en evidencia delante de un desconocido con uno de sus airados comentarios.
—Por supuesto. —Girando sobre sus pequeños pies se encaminó hacia la casa—. Buenas noches, caballero.
—Buenas noches, señorita, y que disfrute de la velada.
Capítulo 2
Bruce vio a la joven alejarse y una maliciosa sonrisa afloró en sus labios. A su llegada, tarde —como de costumbre, a causa de su hermana—, la joven le había llamado la atención por aquel horrible vestido rosa que no le favorecía en absoluto, y por su rostro adusto. Se había compadecido de ella por el mal gusto que tenía quien quiera que hubiese escogido aquella prenda. A lo largo de la velada volvió a verla en varias ocasiones y su expresión no había mejorado en ningún momento, ya estuviese bailando o intentando camuflarse entre la gente. No se sorprendió al verla caminar sola por el jardín y no pudo resistir la tentación de hablarle, pero la muchacha no parecía tener un carácter precisamente dulce. Le gustaba, no soportaba a las jovencitas de voz chillona y modales afectados. Además, mientras la había observado moverse por la sala, se dio cuenta de que lo único feo en ella era el vestido.
Su cuerpo, menudo y en apariencia delicado, se movía con gracia y decisión. Tenía un precioso pelo rojo, sus ojos parecían esmeraldas y su piel era blanca y tersa. Su pequeña nariz encajaba a la perfección sobre sus carnosos labios; tenía una boca perfecta, ni demasiado grande ni demasiado