La biblioteca perdida

A. M. Dean

Fragmento

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Índice

 

Portadilla

Índice

Mapas

Martes

Prólogo

Miércoles

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Jueves

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Viernes

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Capítulo 92

Capítulo 93

Capítulo 94

Capítulo 95

Capítulo 96

Sábado

Capítulo 97

Capítulo 98

Capítulo 99

Capítulo 100

Capítulo 101

Capítulo 102

Capítulo 103

Domingo

Capítulo 104

Capítulo 105

Capítulo 106

Capítulo 107

Capítulo 108

Capítulo 109

Capítulo 110

Capítulo 111

Capítulo 112

Epílogo

Nota del autor

Agradecimientos

Notas

Notas de la conversión

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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Martes

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Prólogo

 

 

 

Minnesota (EE UU), 11.15 p.m. CST [1]

 

El anciano ya no sentía el dolor producido por la bala que le había atravesado el pecho, a pesar de que ese daño se había convertido en el centro de todo incluso cuando empezaba a emborronársele la visión por los extremos.

Aquello no le sorprendía. Arno Holmstrand sabía que vendrían a por él. Los acontecimientos de la semana anterior dejaban poco lugar a dudas. Estaba preparado. Se había visto obligado a rematar los preparativos a toda prisa, mas ya los había terminado. El escenario se hallaba dispuesto y él había hecho todo lo necesario. Ahora solo faltaba realizar la última tarea y rezar para que sus esfuerzos no fueran en vano.

Se desplomó sobre la silla de basto cuero negro colocada detrás del escritorio. La tenue luz de la lámpara atravesaba las sombras del despacho y arrancaba destellos a la superficie de caoba, creando una imagen fugaz de gran belleza.

Extendió las manos hacia el libro abierto que descansaba sobre el escritorio de madera. El dolor punzante regresó durante unos instantes. Podía usarlo de recordatorio si era necesario: no había vía de escape, solo de conclusión. Se concentró, fijó la vista en el tomo, contó tres páginas y las arrancó con toda la energía que fue capaz de reunir.

En el corredor sonaron unos pasos que le proporcionaron un nuevo centro de atención. Arno sacó un mechero plateado, un regalo por su papel como testigo en la boda de un alumno hacía muchos años, y lo encendió. Tomó unas hojas del cesto de los papeles colocado a sus pies y las sostuvo en alto hasta que prendió la llama. Los folios ardieron al cabo de un momento. Dejó caer los documentos en la papelera y volvió al escritorio tras contemplar cómo se arrugaban y luego se convertían en pasto de las llamas anaranjadas.

Había llevado a cabo el último cometido. Arno entrecruzó los brazos, entrelazó los dedos de las manos y observó cómo se abría de sopetón la puerta de su despacho.

Vio ante él a un hombre de expresión acerada y desprovista de cualquier emoción reconocible. Alisó una cazadora de cuero negro cuyos contornos ponían de relieve un cuerpo musculoso, recorrió la habitación con la mirada, clavó los ojos en el pequeño fuego de la papelera y encañonó directamente al anciano sentado al otro lado de la mesa.

Arno alzó la vista y miró a los ojos a su adversario.

—Te estaba esperando. —En la voz calmada del anciano había una nota de autoridad. En el umbral, el intruso no se alteró. Había estado corriendo hasta hacía poco, pero ya se le estaba normalizando la respiración. Arno eliminó de su voz cualquier tono de burla y le confirió un tono práctico—: Me has encontrado, y eso ya es más de lo que han hecho muchos, pero todo termina aquí.

El hombre más joven se detuvo por un momento y contempló a Arno con curiosidad. No esperaba semejante muestra de aplomo por parte del anciano, no en ese momento, el de su derrota, y aun así, permanecía sentado de forma desconcertante.

El intruso respiró con fuerza y sin pestañear le pegó dos tiros seguidos que se hundieron en el pecho de Arno. Aumentó la oscuridad de la estancia. Holmstrand contempló cómo la silueta del asesino se giraba y se desdibujaba. Luego, pareció alejarse. La oscuridad aumentó.

 

 

14 minutos después, Oxford (Inglaterra)

Miércoles por la mañana, 5.29 a.m. GMT [2]

 

El reloj de la torre de la antigua iglesia se alzaba por encima de la urbe. A sus pies, la ciudad comenzaba a revivir e iniciaba su rutina típica. Unas pocas ventanas encendidas salpicaban las fachadas de los colegios universitarios próximos a la plaza y las furgonetas de reparto maniobraban por High Street, abasteciendo a las tiendas para su actividad diurna. La luna flotaba baja en el cielo y la noche aún velaba los primeros rayos del sol.

La inmensa manecilla de hierro del reloj se adelantó para ocupar su sitio y señalar las 5.30. Entonces, detrás de la placa frontal metálica, un pasador de madera, colocado a propósito entre los engranajes del reloj, se partió en dos; y al romperse, destensó un cable atado al mismo; y al aflojarse el cable, se inició el descenso meticulosamente coordinado del fardo que aquel había estado sosteniendo encima de la base de la torre.

Ciento veinticuatro escalones de piedra en espiral más abajo, a los pies del edificio decimonónico, el paquete se estrelló contra las gruesas rocas de los cimientos. La sacudida hizo que se soltara el detonador de mecha situado en la parte exterior del bulto, provocando una carga de ignición dirigida a la perfección. El paquete de C4 cobró vida, explotando con furia desmedida.

La vetusta iglesia se derrumbó en medio de una enorme bola de fuego.

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Miércoles

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1

 

 

 

Minnesota, 9.05 a.m. CST

 

La jornada que iba a cambiar la vida de la profesora Emily Wess empezó de un modo bastante sencillo. No había indicios de tragedia ni particulares signos de urgencia en la forma con que había empezado su rutina matinal de todos los días de aquel trimestre. Había corrido a primera hora, había impartido las clases de la mañana, se había comprado el café matutino, pero algo le resultaba extraño a pesar de respirar el mismo pesado aire otoñal de siempre en el campus del Carleton College. Había en aquel día algo anómalo, una sensación inusual que no era capaz de determinar con precisión.

—Buenos días a todos.

Anduvo por el pasillo central del tercer piso del complejo Leighton Hall, sede del Departamento de Religión, hasta llegar a la puerta que daba a su despacho; el suyo era uno de los arracimados en torno a un pequeño espacio al que se accedía a través de una sencilla puerta, un corro, como solía llamarse en la jerga de Minnesota. Otros profesores tenían despacho en el corro, en una de cuyas esquinas se encontraban cuatro de ellos y un colega de otro departamento cuando entró Emily.

Ella sonrió, pero el pequeño grupo estaba absorto en una conversación sostenida en susurros.

—Hola —respondió alguien de la camarilla al cabo de un tiempo inusualmente prolongado desde el saludo, pero nadie se volvió a mirarla.

Fue entonces cuando ella tomó conciencia de la atmósfera tan extraña existente a lo largo de toda la mañana, pero de la que no se había percatado por completo hasta ese momento. Reinaba un silencio extraño en las aulas y sus compañeros desviaban la mirada con la preocupación escrita en las facciones.

Extrajo las llaves del bolso y se detuvo delante de unos casilleros a fin de vaciar el contenido del suyo. En el pliegue del codo sostuvo la propaganda que intencionadamente había dejado que se acumulara. Recogerla a diario se le hacía insoportable.

Las voces apagadas de sus colegas continuaron oyéndose. Emily miró por el rabillo del ojo en cuanto encajó en la cerradura la llave de su oficina, aguzó el oído y logró escuchar una frase dicha con suavidad y en voz baja a propósito.

—Le encontró esta mañana uno de los conserjes —informó alguien.

—Es increíble, ayer mismo estuve tomando café con él —comentó Maggie Larson, la profesora de Ética Cristiana, con expresión circunspecta.

«No parece alterada», pensó Emily en su fuero interno al acercarse un poco. Su curiosidad se despertó del todo al comprender que esa no era la palabra correcta. «No, parece asustada».

Cuando había girado la llave hasta la mitad, se dio la vuelta y contempló a sus compañeros. Absorbía su atención algo con pinta de no ser nada bueno.

—Disculpad, no pretendo ser maleducada, pero ¿qué ocurre? —quiso saber al tiempo que daba un paso hacia ellos. Cada una de sus palabras disparó la tensión en el ambiente, pero ella no conocía otro modo de tomar parte en la conversación sin saber ninguno de los detalles, ni siquiera el motivo de la misma.

Sin embargo, sus interlocutores no tenían intención de excluirla de la información.

—Al parecer no te has enterado —comentó una profesora. Aileen Merrin era la titular de Nuevo Testamento. Había sido miembro de la junta de nombramientos cuando Emily postuló a su actual cargo hacía dos años, y desde entonces sentía por ella un cariño innato. Esperaba tener un pelo plateado tan estupendo como el de Aileen cuando llegara a su edad.

—Es evidente que no. —Alzó el vaso de papel y tomó un sorbo de café demasiado frío para ser agradable desde hacía una hora, pero era un gesto cotidiano que ayudaba a superar lo embarazoso de aquel momento—. ¿De qué no me he enterado?

—¿Conocías a Arno Holmstrand, de Historia?

—Por supuesto. —Todos conocían al profesor insignia del Departamento de Historia. Emily habría sabido quién era incluso si no hubiera estado asignada tanto a Historia como a Religión. Holmstrand era el erudito más eminente y célebre de la universidad—. ¿Ha descubierto otro manuscrito perdido? ¿Ha expulsado a otro país del Oriente Medio por no respetar las reglas en una de sus excavaciones? —Tenía la impresión de que cada vez que se mencionaba su nombre era en el contexto de un descubrimiento capital o una aventura académica—. No habrá llevado a la bancarrota a la universidad con uno de sus viajes, ¿verdad?

—No, no lo ha hecho. —De pronto, Aileen pareció muy incómoda, y con un hilo de voz añadió—: Ha muerto.

—¡Muerto! —Emily dio un pequeño empujón y se integró del todo en el apiñado corrillo, cuyos integrantes estaban muy turbados a causa de las noticias—. Pero ¿qué dices? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—La noche pasada. Creen que le asesinaron aquí mismo, en el campus.

—No lo creen, lo saben —la interrumpió Jim Reynolds, un experto en la Reforma protestante—. Le han pegado tres tiros en pleno pecho... Según he oído, ocurrió en su despacho. Tiene pinta de ser un trabajo profesional.

En lugar de los extraños escalofríos que le habían corrido por la espalda, ahora se le puso la piel de gallina. Un homicidio en el campus Carleton College era algo inaudito, pero el asesinato de un colega... La noticia la asustó y le causó una honda impresión.

—Lo encontraron en el vestíbulo —añadió Aileen—. Había sangre en el exterior de su despacho. No he entrado. —La voz le tembló y miró a Emily—. ¿No te has dado cuenta de que la policía andaba por el campus?

—No..., no tenía ni idea de qué iba la cosa. —Emily hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Por qué Arno?

No se le ocurría ninguna otra pregunta.

—Esa cuestión no me preocupa —terció con miedo y timidez Emma Ericksen, la compañera de Emily en Historia de las Religiones.

—¿Y qué te preocupa? —quiso saber Emily.

—La cuestión es, si han atacado y asesinado a uno de nuestros colegas aquí, en el campus, ¿quién va a ser el siguiente?

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2

 

 

 

Washington, DC, 9.06 a.m. EST [3]

 

En el exterior de la sala de conferencias identificada por un rótulo como la 26 H, el doctor Burton Gifford entregó el maletín de cuero a un camarero y le dedicó una mirada que dejaba claro su deseo de quedarse a solas a la conclusión de su reunión matutina. Se hizo a un lado mientras el resto de los asistentes salían de la estancia y seguían el pasillo en dirección a la salida; ignoró los numerosos letreros de «Prohibido fumar» y extrajo un Pall Mall sin filtro de una pitillera que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta y lo encendió. Había trabajado en el comité asesor de política exterior del presidente durante los dos años que este había permanecido en el poder, había sido un leal partidario de su trabajo en Oriente Medio, a pesar de que el hombre al mando no compartiera su deseo de mostrarse más agresivo y no limitarse a repartir las cartas en las tareas de reconstrucción de después de la guerra allí librada. Había llegado a convertirse en uno de los asesores más influyentes del gran jefe, llevando a cabo tareas políticas y asegurándose de que el presidente distinguiera a los amigos de los enemigos. Los antecedentes de Gifford estaban en el mundo de los negocios, y los negocios no eran sino un mundo de contactos. Le complacía pensar que el presidente estaba conectado, o desconectado, gracias a su sabiduría e influencia. Y no andaba del todo errado. Él era el tipo de los contactos y el presidente, la voz moral que elegía a los correctos.

Un hombre llamado Cole permanecía inmóvil en las sombras. Su rostro invisible esbozaba una mueca de desprecio hacia el corpulento e influyente intermediario político, un hombre dominante de muchos contactos cuyo aspecto recordaba al estereotipo de un gato gordo. Estaba henchido físicamente y también en su vanidad. Para él no existía nada a no ser que fuera relevante para sus propios designios.

Y aquel día iba a pagar por ese defecto.

Gifford dio una larga calada al cigarro en el pasillo vacío. La colilla a medio fumar pendió de sus labios mientras él usaba las manos para alisarse la chaqueta. Cole eligió ese momento para salir de una oficina situada al otro lado del corredor a fin de aprovechar la distracción y la posición vulnerable de aquel hombre. Le agarró de las muñecas con un movimiento sencillo y le arrastró de vuelta a la sala de conferencias.

—¿Qué diablos está haciendo? —inquirió Gifford, perplejo, mientras se le caía el pitillo de los labios.

—Guarde silencio y esto será más fácil —contestó Cole. Mantuvo sujeto a su cautivo con la mano izquierda mientras con la diestra cerraba suavemente la puerta detrás de ellos—. Y ahora, tome asiento.

Arrojó al tipo sobre una de las sillas situadas alrededor de la larga mesa de conferencias, desocupada desde hacía poco. Gifford estaba indignado. Aquel insubordinado no solo le había zarandeado, sino que en el proceso también le había retorcido las muñecas. Fuera de sí, puso las manos sobre el pecho y se las frotó a fin de aliviar el dolor. Mientras giraba la silla hacia su atacante, se puso a despotricar:

—Voy a enseñarte, jovencito, que no soy de esa clase de tipos que se achantan y aceptan sin más este tipo de...

Abandonó sus quejas a mitad de la frase cuando se dio la vuelta del todo y tuvo ocasión de ver las manos del agresor, que estaba dando las últimas vueltas al silenciador antes de tenerlo ajustado del todo a su Glock 32 de calibre 357 SIG.

—Sé perfectamente quién es, señor Gifford —replicó Cole sin molestarse en levantar la vista—. He venido a por usted.

La rabia y la sensación de superioridad de Gifford habían sido sustituidas por el terror y la impotencia.

—¿Qué..., qué quiere? —preguntó sin apartar los ojos del arma.

—Este momento —respondió Cole, que retiró el seguro del gatillo de la Glock en cuanto el silenciador quedó en posición con un chasquido—. Este momento es todo lo que quiero.

—No entiendo —espetó, horrorizado, y empujó hacia atrás la silla, como si así pudiera hallar alguna protección frente a la amenaza que tenía delante—. ¿Qué quiere... de mí?

—Solo esto —replicó Cole—. No quiero nada más. No es un interrogatorio ni un secuestro.

—Entonces, ¿qué es?

Cole levantó por fin la mirada y la fijó en los ojos como platos del aterrado Gifford.

—Es el fin.

—No..., no entiendo.

—Ya, imaginaba que no iba a comprenderlo —repuso Cole, y acto seguido disparó al corazón de Gifford tres balas que cortaron de raíz la conversación.

El hombro derecho de Cole soportó el retroceso de la pistola. Los disparos sofocados por el silenciador apenas levantaron eco en la enorme sala.

Gifford jadeó con incredulidad al ver un hilo de humo en la boca del cañón por la que habían salido las tres balas ahora alojadas en la parte superior de su cuerpo. Se desplomó sobre la silla cuando el corazón empezó a soltar sangre, que salió a borbotones por las heridas del pecho y la espalda.

Cole le vio exhalar el último estertor y se perdió en las sombras.

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3

 

 

 

9.20 a.m. CST

 

Saben quién le disparó? —preguntó Emily con un gallo en la voz que delató su propia desazón. Aún no había logrado enterarse de la razón por la que habían matado a Arno Holmstrand, el rostro más conocido de la universidad, sin lugar a dudas, aunque también era un vejestorio, al menos desde su perspectiva, porque, bueno, tenía setenta y pico. En esencia, era un anciano reservado y, a lo sumo, algo excéntrico. Ella no le conocía demasiado bien. Habían coincidido unas cuantas veces y Arno había farfullado unos comentarios bastante extraños acerca de la investigación de Emily, las pegas que cabía esperar de un viejo profesor sobre los trabajos de sus discípulos, pero hasta ahí había llegado su relación. Eran colegas, no amigos.

Sin embargo, eso no aliviaba demasiado la sorpresa. Una muerte en el campus, y un asesinato nada menos, era una noticia de lo más insólito. Y Emily no podía evitar sentir un cierto cariño hacia Holmstrand, aunque pesaba mucho más la valoración profesional que la relación personal.

—Ni idea —contestó Jim Reynolds—. Los detectives están en su edificio ahora mismo y el ala está cerrada. Lo estará todo el día.

Emily tomó un sorbo de café frío por instinto, pero en esta ocasión el gesto de llevarse a los labios la taza resultaba forzado, obvio, casi irrespetuoso. Era un comportamiento demasiado normal para ser hecho a la luz de tales nuevas.

—Aún no me creo que esto haya sucedido aquí. —Maggie Larson aún mostraba indicios de pánico—. A lo mejor alguien le tenía ganas...

Dejó que se apagara el eco de sus palabras. Había una declaración no dicha pero implícita para todos ellos: ninguno se sentía seguro ahora que habían asesinado a uno de los suyos.

El grupo se sumió en un largo silencio, roto solo por la llamada de la campana que repicó detrás de su actual ubicación. Estaban a punto de empezar las clases de la siguiente hora. Intercambiaron miradas de preocupación mientras se marchaba para dar las lecciones y atender sus obligaciones. Emily se sintió incómoda y compungida cuando tuvieron que seguir caminos separados. ¿Estaba bien que ahora se marchara cada uno a sus asuntos como si la conversación sobre un colega muerto fuera una charla sin más? Lo más seguro era que hubiera más cosas que decir, alguien debía admitir al menos lo emotivo de aquella situación.

—Yo, bueno..., lamento mucho lo de Arno. —No logró añadir nada más.

Le sorprendía hasta qué punto le afectaba aquella pérdida. Experimentaba una respuesta emocional que habría resultado más comprensible en el caso de la muerte de un amigo que en la de alguien como Arno Holmstrand, que nunca lo fue.

Aileen le dedicó una débil sonrisa y abandonó el corro. Emily luchó contra el estupor, regresó a la oficina, abrió la puerta y entró en la minúscula habitación. Resultaba sorprendente con qué facilidad podía cambiar la perspectiva de un día, lo arrolladora que podía llegar a ser una tragedia. Ella había tenido la mente en otra cosa, la cita pendiente con el hombre que amaba, hasta que tuvo noticia de la muerte de Arno.

El último miércoles antes del puente de Acción de Gracias solo debía impartir una clase a primera hora de la mañana. Cuando Emily iba a salir, disponía del resto del día para los preparativos del esperado viaje; este la llevaría de Minneapolis a Chicago, donde pasaría el fin de semana con su prometido, Michael. Se habían conocido cuatro años atrás, también en un puente de Acción de Gracias. Él era un inglés que estudiaba en el césped de su casa y ella, una estudiante de máster muy impaciente que realizaba investigaciones en el extranjero e intentaba compartir el significado de la gran tradición norteamericana con sus antiguos caciques coloniales. Y desde entonces aquel había sido su día.

Pero aquel ensueño feliz había llegado a su término y el corazón le latía desbocado ahora que se le había disparado la adrenalina al enterarse del asesinato ocurrido en las aulas.

Hizo un esfuerzo por reprimir el malestar y enchufó el ordenador de su mesa. Un trauma no podía detener todo un día de trabajo por muy fuerte que fuera. Emily dejó caer sobre el escritorio todo el correo, que había guardado hasta ese momento en el pliegue del codo.

No reparó en el sobrecito amarillo colocado entre dos folletos de colores brillantes porque tenía la mente sumida en cavilaciones sobre el asesinato y la sensación de pérdida. Sus ojos no advirtieron la elegante y peculiar letra de la dirección escrita con pluma, ni se fijaron en la ausencia del matasellos y del remitente. Pasó inadvertido delante de ella y se quedó en medio del revoltijo con todo lo demás.

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4

 

 

 

Minnesota, 9.30 a.m. CST

 

Dos nimios orificios en el cuero de la vieja silla señalaban los fatales disparos que habían acabado con Arno Holmstrand. Los balazos del pecho estaban concentrados en unos pocos milímetros, indicio de que era un trabajo profesional. Habían retirado ya el cadáver, pero el detective era capaz de determinar la trayectoria gracias a los boquetes que habían quedado en el respaldo. El asesino medía en torno a uno setenta y había permanecido de pie en el umbral. La víctima estaba sentada enfrente del asaltante.

El detective Al Johnson contempló cómo se ponían a trabajar los de la unidad CSI. Un hombre con la soltura de quien había hecho eso más veces antes sujetó un par de pinzas finas con las manos enfundadas en guantes de látex y extrajo una bala de cada uno de los agujeros. Quizá fuera un calibre 38, pero no se consideraba lo bastante preparado como para asegurarlo. Aquel era el territorio de los expertos en balística. Para él estaba bastante claro que este asesinato se trataba de un trabajo profesional.

Había visto cosas así con anterioridad.

A primera hora de la mañana se habían llevado a la morgue el cadáver con un total de tres heridas de bala. La primera había sido la del costado derecho del anciano. Probablemente ese disparo se efectuó fuera de la estancia. Se acuclilló y estudió detenidamente el rastro de sangre que conducía a la sala. El forense sospechaba que la primera herida habría sido fatal por sí sola, pero la víctima había vivido lo suficiente como para cruzar la puerta arrastrándose y entrar en el despacho. ¿Para qué? Se incorporó para volver sobre los hipotéticos pasos de la víctima. Había un teléfono sobre el escritorio, pero no presentaba indicios de que lo hubieran tocado y nadie telefoneó a Emergencias hasta la mañana siguiente, cuando el conserje descubrió el cadáver.

Un segundo técnico espolvoreaba el marco de la puerta en busca de huellas y un tercero hacía lo mismo en la mesa del despacho. Dos polis de uniforme tomaban fotos del escenario del crimen y su compañero estaba en el vestíbulo interrogando a los del turno de noche. Por lo menos otras seis personas pululaban por la habitación. Al se maravilló, y no era la primera vez, de lo bulliciosa que podía llegar a ser la escena de un crimen. Era una de esas extrañas paradojas de su trabajo.

Al se acercó un poco al escritorio. Tenía el aspecto que cabía imaginar siendo la mesa de un viejo profesor: una lámpara de tono verde oscuro, un portaplumas de bronce, papel secante de color desvaído y un ordenador con aspecto de estar desfasado desde el día mismo de su fabricación. Una vieja bandeja de cuero contenía cartas antiguas, todas ellas abiertas cuidadosamente con un abrecartas de marfil, situado entre ellas.

Un abrecartas de marfil, una torre de marfil... Una muestra del estamento de la cultura.

En el centro de la mesa descansaba un volumen de tapa dura lleno de fotografías. Estaba abierto casi por el medio. El detective se acercó y recorrió con delicadeza la superficie de las páginas. Bajo el látex empolvado, los dedos callosos se detuvieron al tocar unos bordes inesperadamente rugosos. La cubierta escondía en el centro del tomo un pequeño resto de hojas rasgadas allí donde era obvio que habían arrancado unas páginas.

Atrajo su mirada el flas de un joven miembro de la unidad CSI cuando tomó una fotografía del libro y de la mano de Johnson.

Al se imaginó la escena: «Un hombre con tres tiros en el pecho se arrastra hasta el despacho para arrancar unas pocas páginas de un libro». Tenía poco sentido, pero, bueno, los asesinatos, por lo general, rara vez lo tenían.

Hizo otra foto, esta vez el objetivo apuntaba a sus pies. La mirada de Al reparó en la papelera, llena de papeles renegridos. De rodillas junto a ella había un joven trajeado que revolvía entre los restos carbonizados.

«Bonito traje —dijo para sus adentros, y de inmediato se encolerizó—. Un chico de la agencia..., justo lo que necesitamos».

No era muy devoto de los filmes hollywoodienses, pero la única cosa en la que tenían razón era en el alboroto que se levantaba cuando varios departamentos reclamaban la jurisdicción sobre el mismo caso. Y los detectives de las brigadas locales nunca llevaban trajes bonitos. Ignoraba de dónde había salido ese joven, pero fuera cual fuera la respuesta, iba a ser de lo más frustrante.

—¿Los profesores de Historia queman siempre sus papeles? —preguntó el desconocido sin levantar la vista.

—Dame eso, chico.

El hombre del traje soltó un respingo al oír la última palabra. Le había disgustado que le recordasen su juventud, era evidente. Se obligó a recobrar la compostura mientras se levantaba lentamente.

—No es gran cosa. Un puñado de páginas arrugadas. Yo diría que las quemó de una vez.

Al señaló con un ademán el libro abierto sobre el escritorio.

—Arrancaron de ahí algunas hojas. —Indicó los rebordes rasgados del álbum—. Fueron tres, a juzgar por el número de la página previa y la posterior.

—Son las que tenemos aquí —confirmó el hombre de menor edad, señalando las cuartillas chamuscadas de la papelera.

—No termino de entenderlo —comentó Johnson—. Dispararon al viejo en el vestíbulo y se las arregló para venir a su oficina, a su despacho. Tenía un teléfono delante de él, pero no descolgó el auricular. No llamó en busca de socorro. Había papel y bolígrafos por todas partes, y no hizo intento alguno de garabatear una nota. En vez de eso, abrió un libro con fotos, arrancó unas páginas y las quemó.

El joven no replicó. Cogió el tomo y lo examinó con una intensidad que iba mucho más allá de la frustración sentida por Al. Parecía... enfadado.

—Mira, hijo. No sé tu nombre. No te había visto antes por aquí. ¿Llevas mucho tiempo en las Gemelas? —inquirió Al. La mayoría de los detectives de las ciudades gemelas de Minneapolis y Saint Paul, el núcleo de las fuerzas de la ley y el orden en la zona meridional del estado, se conocían entre ellos, al menos de vista.

—No soy de aquí.

No contestó nada más y tampoco dio señales de querer proseguir con las cortesías y presentaciones profesionales. Le dio otra vuelta al libro y volvió a mirar las hojas renegridas de la papelera.

Al no estaba dispuesto a dejar correr el asunto.

—¿No eres de la policía local? ¿Qué eres?, ¿de la estatal?

«Este es un caso de la policía local. Malditos sean los de la policía estatal».

El hombre del traje ignoró la persistencia de Al y no respondió a sus preguntas, pero depositó el tomo sobre el escritorio. Se alisó el traje y se volvió hacia el detective con aire de eficiencia. Miró directamente a los ojos de Al por primera vez en toda la conversación.

—Lo siento. Ya tengo suficiente para hacer un informe. Ha sido un placer conocerle, detective.

—¿Un informe? —Aquel comentario displicente ya era demasiado. Un libro y cuatro papeles quemados eran relevantes, sin duda, pero ahí apenas había material para elaborar un informe. Johnson recorrió la estancia con la mirada, había restos de huellas, de manchas de sangre, de pisadas, etcétera. Un informe se hacía con todo eso. Y aquel petimetre parecía no prestarle ninguna atención a todo aquello. Únicamente había mostrado interés por el libro y las hojas quemadas. Como si no existiera el resto de la escena del crimen.

Ese comportamiento no era normal, ni siquiera para un policía estatal.

Se dio la vuelta hacia el agente desconocido con una réplica sarcástica preparada, pero descubrió que aquel tipo se había esfumado, dejándole solo.

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5

 

 

 

Minnesota, 9.35 a.m. CST

 

La cuestión que me preocupa es que si han atacado y asesinado a uno de nuestros colegas aquí, en el campus, ¿quién va a ser el siguiente?».

Todos los compañeros de Emily se habían ido a dar clase y ella se había quedado sola en la oficina, dándole vueltas a los vericuetos de la conversación que acababan de mantener. Las palabras de Emma Ericksen le resonaban en la cabeza. Los interrogantes irrefutables asociados a la muerte de Arno Holmstrand no eran lo único que le hacían sentir un incómodo pavor. También contribuía a ello la presencia de la misma muerte. Un colega había sido asesinado a pocos metros de su oficina. ¿El riesgo era mayor? ¿Corrían peligro todos ellos?

«¿Y yo?». Emily descartó la idea con la misma facilidad con que había venido. Hacer de aquello una situación personal era irracional y solo serviría para alimentar el miedo. Para no divagar, debía poner a trabajar la mente y encargarse de las pocas tareas pendientes antes de que pudiera abandonar el campus e irse a ver a Michael.

Bajó la mirada a la pila de correo que había retirado del buzón. En aquel momento era la fuente de distracción más inmediata para soslayar sus turbadores pensamientos. Propaganda, propaganda, propaganda. Emily se había granjeado una sólida de reputación de recoger tarde y mal su correo, pero he ahí la razón. En la mano tenía la correspondencia de casi dos semanas y la mayoría de lo recibido iba a acabar en la basura. La carta de una editorial sobre un libro que no pensaba leer jamás. Una circular para concienciarla sobre los derechos de los animales, exactamente igual que la recibida hacía una semana e idéntica a la que iba a recibir a la siguiente. Una nota donde le indicaban su nuevo código para la fotocopiadora del departamento, escrita por la secretaria con el mismo secretismo y solemnidad que si le estuviera dando los códigos del maletín nuclear del presidente. La vida de un académico podía ser atractiva, pero excitante, lo que se dice excitante, no era. Tiró la nota a la papelera junto con el resto de la propaganda.

Debajo de todo había un solitario sobre amarillo de papel texturizado muy caro. El nombre de Emily estaba escrito en el anverso con letra muy pulcra. No había franqueo ni remitente.

Atrajo su atención la elegante caligrafía de su nombre escrito con tinta marrón. Las letras trazadas con desenvoltura presentaban los inconfundibles trazos típicos de quien usa una pluma estilográfica. Le dio la vuelta al sobre y se quedó mirando el reverso en blanco. El sobre carecía de matasellos y de remite, luego lo habían echado personalmente en su buzón. Tal vez se trataba de la invitación a una fiesta o evento, aunque a juzgar por el aspecto del sobre sería un acto de mayor nivel social de lo que estaba acostumbrada.

Se las ingenió para introducir su dedo meñique bajo la solapa del sobre y lo abrió. Una única cuartilla plegada por la mitad cayó sobre su regazo.

Emily la desdobló.

Emily pensó que si la primera impresión deja huella, esa nota quería dar una imagen de lujo. El suave papel de color crema era de primera calidad y su precio elevado saltaba a la vista, y si no le fallaba el olfato, olía un poco a madera de cedro.

Se le formó un nudo en el estómago al ver la parte superior de la hoja, donde un elegante membrete dorado decía:

 

DESPACHO DEL PROFESOR ARNO HOLMSTRAND, LICENCIADO EN FILOSOFÍA Y LETRAS, DOCTOR EN FILOSOFÍA, OFICIAL DE LA ORDEN DEL IMPERIO BRITÁNICO

 

Arno Holmstrand, el profesor asesinado esa misma noche. El gran profesor.

El difunto profesor.

El texto de debajo captó toda su atención.

«Querida Emily —empezaba la nota, escrita con la misma caligrafía elegante y la misma tinta marrón que el sobre—. Seguramente mi muerte ha precedido a esta carta».

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6

 

 

 

Querida Emily:

Seguramente mi muerte ha precedido a esta carta, que escribo con pleno conocimiento de lo que va a suceder y la certeza todavía mayor de que vas a desempeñar un papel más importante en lo que viene a continuación.

Hay algo que debo dejar que descubras, Emily, algo que ha ensombrecido todos mis restantes trabajos y los ha reducido al polvo de la insignificancia.

Conozco la ubicación de una biblioteca. LA BIBLIOTECA. Una levantada por un rey que te resultará muy familiar gracias a tus investigaciones, Emily: la Biblioteca de Alejandría.

Existe, y también la Sociedad que la acompaña. Nunca estuvo perdida.

Hay en juego mucho más que una simple curiosidad arqueológica. Me habrán matado por ello cuando tú recibas esta misiva.

Este conocimiento no puede perderse, Emily. Ahora tu ayuda es necesaria. Hay un número de teléfono impreso en el reverso de esta carta. Termina de leer y márcalo. Te prometo que todo se aclarará enseguida.

Tú y yo no nos conocíamos demasiado bien, y lo lamento, pero debes estar segura de que te escribo con sinceridad y premura.

Con respeto,

Arno

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7

 

 

 

Nueva York, 10.35 a.m. EST (9.35 a.m. CST)

 

El Secretario descolgó el auricular antes de que hubiera terminado de sonar el primer timbrazo.

—¿Sí...?

—Está hecho, tal y como usted indicó —informó la voz al otro lado del teléfono con un tono glacial y seco.

—¿Ha muerto el Custodio?

—Esta noche. Lo vi con mis propios ojos. La policía le ha encontrado esta mañana.

El Secretario se reclinó sobre el asiento mientras le invadía una oleada de satisfacción y poder. Habían consumado un noble objetivo y garantizado el futuro del proyecto. Pocos hombres a lo largo de la historia habían intentado lo que ahora se proponían ellos. Y menos aún habían logrado sus objetivos. Pero iban a tener éxito, y nadie iba a poder interponerse en su camino, tal y como demostraba el avance de la semana pasada. El hombre se pasó los dedos por sus cabellos rubios.

—Nos esperaba —dijo el interlocutor.

Eso era previsible. El fin del Ayudante la semana anterior había sido un asunto público. Había sido imposible evitarlo. No es posible disparar a un agente de patentes en Washington sin que lo aireen los medios de comunicación, pero, aun así, el objetivo del Consejo no había sido ocultar la eliminación. Tales crímenes serían calificados de asesinatos por la mayoría, pero quienes eran blancos elegidos los consideraban mensajes. Avisos.

—Eso es irrelevante —respondió el Secretario—, siempre que hagas tu trabajo. Aparte de la fuente, de quien vas a encargarte en breve, era el último hombre con acceso a la lista.

La filtración de la misma había sido un error inexcusable. Algo tan sencillo como una lista de nombres ponía en riesgo todo lo que habían conseguido reunir. La lista incluía nombres que nadie debía conocer. Todo el plan descansaba sobre la base del secreto, del anonimato, pero, sin saber muy bien cómo, la relación de nombres se había visto comprometida. La única reacción posibl

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