Soy el alma de la selva
Y con ella yo me iré.
Por eso me bautizaron
Los avá-Yaguareté.
Por algo es que si la luna
Alumbra sobre la selva
Nadie baja a los barreros,
Por si mi sombra anda cerca.
Fragmentos del chamamé compuesto
por el naturalista Juan Carlos Chebez,
gran defensor de la vida silvestre en nuestro país
El Yaguareté-avá es un indio del monte que se hace tigre. La casa de él es toda de cáscara
de palo. Él se mantiene de carne
de hombre, de mula, de vaca.
Entra a los ranchitos y mata a la gente y saquea de todo. La bala no le entra tampoco.
Si es bendita la bala, sí le entra.
También lo mata si le pega con machete bendecido. Aquí en este monte de Misiones había cuando
yo era chico, pero al presente ya no hay.
El Yaguareté-avá es una especie de brujo.
Tiene secreto. Es más malo que el tigre.
Todos le tienen mucho miedo.
Testimonio de Juan Herrera,
hachero del monte en Misiones, zona de
cataratas del Iguazú, recogido por Berta Vidal de Battini
en Cuentos y leyendas populares de la Argentina,
tomo VIII, 1984
PRÓLOGO
La mujer mayor ahogó un bostezo y se caló los lentes para leer en voz alta la historia que su pequeño jamás se cansaba de escuchar. Ofelia hubiese jurado que se la sabía de memoria y que, si ella confundía una palabra con otra, los ojos oscuros del niño se abrirían de inmediato para mirarla con severidad, reprochándole el descuido.
Carraspeó levemente para dar al relato la entonación adecuada. Le divertía crear el clima fantástico que aquella leyenda requería. Era, además, la única forma de lograr que “Erik el travieso”, como ella y su hermana Clemencia lo llamaban, conciliara el sueño. El pobrecito vivía inmerso en un mundo de fantasía y aventuras, quizá para llenar los vacíos de su orfandad. Por mucho que se esforzaran ambas, eran dos mujeres casi ancianas que jamás habían criado hijos propios y que cargaban con la culpa de saber que su sobrino, el padre de Erik, había decidido casarse de nuevo y desaparecer, dejando al pequeño a su cuidado. Bastante bien se portaba el angelito para tener que lidiar con esa ausencia desde tan temprana edad.
—¿Estás listo? —le preguntó, cumpliendo el ritual de cada noche.
Erik asintió con firmeza. Sus manitas se aferraban al borde de las sábanas de las que su cabeza despeinada emergía, contrastando la melena negra con la blancura de la almohada.
—Empiezo entonces.
Y Ofelia abrió el libro en la página indicada, vigilando si los párpados del niño caían, pesados de sueño, antes de que ella terminara el relato. Eso casi nunca ocurría, de modo que la tía abuela paterna tomó aire y comenzó a leer.
Una noche, la Luna curiosa quiso bajar a la tierra guaraní, para saber qué se sentía caminar entre los helechos, pisar los hongos luminosos y columpiarse en las lianas bordadas de orquídeas. Ocurrió hace muchísimo tiempo, cuando en toda América reinaban las águilas y los feroces felinos. Cada vez que el Sol subía en el horizonte, ella se ocultaba para espiar lo que la luz dorada de su hermano iluminaba. Y veía tantas maravillas en esos bosques profundos donde el agua resonaba tumultuosa y las mariposas semejaban flores aéreas, que se decidió a infringir las reglas…
—¿Qué quiere decir “infringir”? —preguntó de pronto Erik, con una voz que pretendía ser seria y madura.
—Que no hizo caso de la ley que gobierna el mundo, querido. La Luna debe estar en el cielo durante la noche, para que el Sol descanse, y luego retirarse para dormir a su vez, como todos los niños deben hacerlo, a su turno.
La respuesta, tan repetida como el cuento, provocó un nuevo asentimiento del niño, conforme con que se mantuviese el orden de las cosas.
—Sigue —ordenó.
Ofelia ocultó una sonrisa y prosiguió:
Así fue como la Luna, pisando con sus pies de plata las nubes que amortiguaron su descenso, llegó a la selva que ella veía desde lo alto, sin poder conocer lo que las matas oscuras ocultaban a su resplandor.
“Qué hermoso es este lugar”, pensó, y echó a andar por la tierra colorada que ahora parecía fosforescente por su cercanía. Los pájaros nocturnos huyeron, asustados ante tanta luz, y los peces asomaron sus bocas, asombrados por verse descubiertos en el fondo del río. Todas las criaturas creían que acababa de producirse un error terrible. ¡La Luna estaba en el suelo y el cielo de la noche se había quedado vacío!
Erik sabía que estaba por llegar su parte preferida del cuento, y no podía disimular la ansiedad. “Así no se dormirá nunca”, pensó resignada Ofelia, que apuró la continuación.
Muy pronto, la selva quedó en silencio. La Luna caminaba sin dejar huella, pero al cabo de un rato, en medio de un claro, percibió que no estaba sola y que alguien caminaba con ella, sin dejarse ver. Miró en derredor, y nada. Se acercó a las enormes raíces de las que brotaban hojas que se enredaban formando cuerdas, y tiró de ellas para ver si el intruso se escondía detrás, pero tampoco vio a nadie.
—¿Quién eres, qué quieres? —exclamó, confundida.
Y entonces la presencia se reveló, apareciendo tras un grueso tronco que se alzaba ante ella. Nunca antes había visto un animal semejante. Su luz blanca no penetraba la fronda lo suficiente como para haberlo avistado desde el cielo. Era corpulento, de aire amenazador, poseía unas garras enormes y una cabeza aterciopelada donde los ojos centelleaban como fuegos y se clavaban en ella con ferocidad. A la Luna le maravilló la piel, dorada y llena de manchas que lo disimulaban entre el follaje y la espesura. ¡Por eso nunca lo había descubierto! Poseía el don de mezclarse con su entorno, y así podía aparecer cuando quería, y permanecer oculto todo lo que deseara.
El jaguar se acercaba con sigilo. Una presa tierna y delicada había llegado a sus fauces, sin que tuviera que hacer esfuerzo para cazarla. Pegó su vientre al suelo por costumbre, se agazapó con la cabeza gacha y la vista atenta, avanzó posando con delicadeza sus patas, que dejaban huellas en la tierra blanda y, cuando estaba a punto de dar el salto fatal, una flecha brotó de la foresta y se clavó en su costado. El bicho se sacudió en un estertor, soltó un rugido feroz y cayó sobre su flanco, mostrando una herida de la que manaba abundante sangre. La Luna contemplaba la escena con estupor, sin entender qué había pasado, pues en su ignorancia de las cosas del mundo de abajo ni siquiera había podido sentir miedo.
Fue entonces que un mozalbete fornido, vestido con sólo un taparrabos y el moreno torso reluciente de sudor, salió de la oscuridad del bosque y con gesto triunfal levantó el brazo que sostenía un arco tensado.
—¡Es mío! —exclamó en su musical lengua, y el grito alborotó la selva toda.
La Luna también gritó, pero de pena, y se arrojó sobre el jaguar sin pensar en que, minutos antes, la fiera iba a devorarla.
—¡Cuidado! —le advirtió el guerrero, pero ya la joven Luna arrancaba de un tirón la flecha dañina, y con sus manos blancas intentaba impedir que la herida continuase abierta.
—Es mi trofeo —dijo ofuscado el muchacho—, y además me debes la vida, yo te salvé de la muerte.
La muchacha era tan bella que el joven ya deseaba llevarla a su aldea y tomarla por esposa.
—Vete, o esta arma se clavará en tu costado como lo ha hecho con esta bella criatura de la tierra —replicó con fiereza la Luna mientras blandía la flecha rota—, y nunca más alumbraré tu camino, para que tus pasos se pierdan en la oscuridad y no puedas regresar a tu casa.
El guaraní comprendió que aquella hermosa joven no era una de ellos, y que algo misterioso estaba sucediendo, pues los ojos del jaguar la miraban con extraño fulgor. Retrocedió poco a poco, ya que nunca hay que dar la espalda al enemigo, y se perdió en la oscuridad, ansioso por contar a los suyos el extraordinario suceso que había presenciado.
—Pobrecito —murmuró la Luna, mientras continuaba masajeando la herida del jaguar.
A fuerza de cuidados, la sangre dejó de brotar y, como la flecha no había llegado al corazón, la fiera se incorporó en un rápido movimiento.
—¿Por qué no huyes? ¿Por qué no me temes? —dijo el felino con voz rasposa.
—Soy la Luna —contestó la joven—, y bajé a la Tierra para ver de cerca todas sus maravillas.
El jaguar supo que era cierto, pues un resplandor de plata la rodeaba, y vio también la oportunidad de hacerse amigo de la Luna, que tanto lo favorecía cuando salía de caza.
—A partir de ahora, seremos inseparables —le dijo con autoridad—. Siempre que merodee por la selva te buscaré en lo alto, para recordar que tus manos me curaron, y cuando te recuestes en el cielo para dormir, yo velaré tu sueño.
—Y yo seguiré tus pasos para que no pises en falso nunca, y cuando mi hermano Sol esté queriendo asomar, te avisaré para que te ocultes de los cazadores.
De este modo, la Luna y el jaguar sellaron un pacto de amistad eterna.
Esa noche fantástica, caminaron juntos por la selva hasta que el lucero del alba se anunció en el cielo. Entonces, el jaguar se frotó contra la túnica translúcida de la joven, a modo de despedida. Ella tomó en sus manos la enorme cabeza y miró hasta el fondo de sus ojos diamantinos.
La mirada del jaguar nunca se olvida.
—Juntos para siempre —le dijo la espléndida muchacha.
Y llamó a las nubes, para que se acercasen un poco y le permitieran subir al cielo.
Nunca más bajó la Luna al bosque del río desde esa noche, pero cada vez que el jaguar emprende sus andanzas nocturnas, mira hacia arriba y, al verla sonreír desde el cielo, abre sus fauces para saludarla y deja salir un rugido leve que queda enredado en la niebla y se disipa recién al amanecer.
Ofelia cerró el libro y contempló satisfecha la carita de Erik, dormido como un lirón. Por fortuna el niño no le había exigido más explicaciones ni le había formulado más preguntas, pues ella sospechaba que a veces el cuento lo alteraba en lugar de apaciguarlo. Despejó su frente con una caricia y depositó un beso leve en ella.
—Duerme, querido, que mañana será otro día —murmuró con ternura.
Salió en puntillas, luego de apagar el velador, y en la sala se encontró con su hermana, que la aguardaba.
—Duró poco esta vez —comentó Clemencia.
—Estaba cansado de tanto corretear, el pobre. Al menos, estas fantasías le divierten, veremos qué cosas podremos ofrecerle cuando crezca.
—No sé si conviene que le leas tantas historias de bestias que atacan y monstruos que acechan. A veces pienso que estamos cometiendo errores, Ofelia.
—Pues si es así, nadie nos lo va a reclamar, salvo el propio Erik cuando sea un hombre. ¿Acaso te ha dicho nuestro sobrino que vendrá a buscar a su hijo alguna vez?
Ante la réplica mordaz de su hermana, Clemencia se quedó sin respuesta.
De las dos, Ofelia era la tía más sagaz, y la que más paciencia encontraba para satisfacer los deseos del hijo de su sobrino. Era ella la que había escuchado, atónita, la anécdota de la primera palabra que pronunció el pequeño cuando pudo hacerlo. El padre le contó que dijo con claridad “puma”, al ver una fotografía del felino en una enciclopedia que tenían en casa. En vista de las inclinaciones de Erik, aquello resultaba profético. Para Ofelia, era la prueba del “fuego sagrado” que ardía en el corazoncito del niño desde que tuvo conciencia. Por eso le leía aquellas leyendas, y se complacía en averiguar detalles de la vida natural, sabía que el ansia de saber de “Erik el travieso” era inagotable. Nunca hubiera podido imaginar ella adónde conduciría esa inocente dedicación al huerfanito que habían acogido en su casa. Las tías fallecieron antes de ver a Erik Andrade convertido en biólogo.
En silencio, ambas hermanas recogieron los trastos de la cena, verificaron que la puerta estuviese cerrada y el viejo gato arrebujado en su manta, y se dirigieron a sus cuartos para rezar y pasar la noche.
En la habitación de Erik, el velador volvió a encenderse.
El niño salió de entre las mantas y trepó al alféizar de su ventana para mirar el cielo.
Una luna enorme asomaba tras el muro de las glicinas, tiñendo el patio con su luz blanca y fría. Vio entonces que en la cara del astro había unas manchas oscuras, e imaginó que en un lugar muy lejano, que él aún no conocía, el jaguar estaría caminando junto con la luna, honrando esa amistad que se habían prometido.
Y deseó con todas sus fuerzas poder ir algún día a la selva, donde ese misterio se repetía, noche tras noche, pues en su corazón de niño tenía decidido que, al igual que la luna del cuento, él tampoco permitiría que ningún cazador le disparase flechas.
CAPÍTULO 1
—No lo toque, señorita, puede morderla.
La voz varonil detuvo en el aire el gesto de la muchacha, a punto de acariciar el lomo de un coatí que intentaba meter su hocico en la bolsa donde ella guardaba su merienda.
Era la lucha cotidiana con el turista ingenuo, a la que Erik estaba acostumbrado. Las personas que visitaban a diario el Parque Nacional Iguazú se empeñaban en tratar a los pequeños mamíferos como si fuesen mascotas de departamento. Creían que al acariciarlos les lamerían la mano, o irían tras ellos como perritos falderos. Y lo harían, cómo no, pero en pos de la comida que acababan de comprar en el merendero.
—Además —agregó Erik como en un recitado—, no deben recibir alimento sino procurárselo por su cuenta.
Aquello era un concepto más elaborado que requería algo de información previa. La muchacha volvió la cabeza hacia aquel guardaparque, desconcertada, y se quedó prendada de su sonrisa ancha de dientes muy blancos. Su instinto femenino le dictó un pequeño coqueteo.
—¿De veras? —casi susurró—. No lo sabía. ¿Cómo es eso?
Erik contuvo su impaciencia y desgranó para ella una breve explicación sobre las desventajas de convivir con humanos y los peligros que aparejaba depender de ellos para alimentarse. Le dijo que los coatíes eran salvajes, y que perder ese salvajismo significaría morir, puesto que en lugar de huir de las personas las buscarían, y no todos tendrían buenas intenciones.
—Hay quienes con gusto los capturarían para venderlos en ferias de animales. El tráfico de especies es el mayor problema en la selva misionera.
—Qué pena, tan lindos que son… —Y la joven extendió de nuevo su mano para retraerla de inmediato, al advertir su error.
—Y procure no dejar su bolsa cerca de ellos —añadió Erik, antes de despedirse con otra sonrisa.
Apenas le dio la espalda, su boca se curvó en una expresión de hastío. La tarea de educar a los visitantes era más ardua que la de recorrer el parque en la ronda diaria. El tendal de gente se renovaba cada día, se repetían los mismos vicios y se cometían las mismas audacias. Por mucho que se esforzasen en la Administración de Parques Nacionales por ofrecer charlas de orientación o pegar carteles con indicaciones, los turistas parecían cortados por la misma tijera. Todos chillaban de emoción al recibir el fragor de la cascada en pleno rostro, todos apuntaban con sus cámaras a los monos que se balanceaban en lo alto, y ninguno se privaba de internarse por un sendero en cuyo comienzo rezaba bien clara la leyenda: “No pasar”.
Al aceptar el cargo de asesor en el Iguazú, él había respondido a un antiguo anhelo, el de vivir en la selva y poner en práctica el proyecto de conservación de grandes felinos para el que se había preparado en Buenos Aires, bajo la dirección de renombrados científicos que ya habían comenzado esos planes en sus propios países. Le interesaba en especial el yaguareté, el más amenazado de todos, pues su manera de vivir y de cazar lo tornaba peligroso en la cercanía de los poblados y los corrales de ganado. Quedaban pocos ejemplares, muchos morían en las rutas, alcanzados por automovilistas descuidados, y otros caían bajo las balas de algún hacendado que solía argumentar razones de defensa. Erik sabía que las excusas para matar al espléndido felino sobraban, a pesar de la protección que le brindaran las leyes. Varios frentes de batalla se abrían ante él. El primero de esa mañana era encarar el asunto de los coatíes.
Y él era muy consciente de adónde debía dirigirse para empezar.
—Ahí está de nuevo ese hombre.
La mano huesuda de la señorita Telma descorrió apenas la cortina de gasa para espiar la figura que atravesaba el cerco de las orquídeas.
La reprimenda de su hermana no se hizo esperar.
—¡Deja eso! Pensará que estamos intrigando.
Muy a su pesar, la señorita Vilma se acercó y atisbó también, por encima del rodete de la otra. En efecto, aquel hombre que había llegado a la región hacía apenas unos meses las estaba visitando otra vez, y ellas sabían bien por qué.
Vivían en el límite del parque nacional, justo donde la selva se derramaba en helechos gigantes sobre las raíces de los palmitos. La casa de las hermanas Rivolta era un oasis de pulcritud en medio del paisaje enmarañado: paredes blanqueadas, macetas colgando de las ventanas y en el jardín delantero, una profusión de orquídeas que pintaban de azul, amarillo y rosa el camino de lajas que conducía al porche. El cerco bajo no impedía el paso, muy al contrario, era una invitación que aquel mozo de cabello oscuro y sonrisa abierta aceptaba a menudo, sobre todo desde que descubrió que ellas alimentaban a los coatíes. En ese mismo instante, una de aquellas adorables criaturas se hallaba encaramada en el muro, reclamando con descaro la ración que acostumbraba recibir. Vilma sabía que no era el único, que otros coatíes se estarían deslizando en ese momento entre las flores, o guareciéndose bajo los peldaños de la entrada. Cada día se mostraban más atrevidos, y las hermanas los habían descubierto dormitando en el antepecho de las ventanas.
Erik vio todo eso y avanzó, decidido a poner fin a la situación. Le estaba resultando más complicado lidiar con un par de solteronas que con los traficantes de especies o los imprudentes turistas del parque.
—Sentémonos —ordenó Vilma, que solía llevar la voz cantante, aunque resistida siempre por el temperamento de su hermana menor.
Ambas ocuparon sus sitios en sendos sillones de mimbre, desempeñando sus papeles en esa obra teatral tantas veces ensayada.
Erik Andrade golpeó con discreción la puerta, dispuesto a soltarles la consabida filípica.
El rostro arrugado de Telma se recortó en el marco. Había compuesto una expresión de sorpresa exagerada, llevándose la mano hacia mechones invisibles de su cabello blanco y gris. Desde que Erik las conocía, las hermanas se peinaban con idénticos rodetes en la coronilla, repletos de pinzas que los sostenían en su sitio.
—Adelante, doctor Andrade. Qué gusto recibirlo.
Erik avanzó sobre el vestíbulo, pisando con descuido la alfombrilla de esparto.
—Por favor, pase —dijo la voz templada de Vilma desde su sitial junto a la ventana.
Ninguna lograba engañarlo. Ellas sabían bien a qué debían su visita, y disimulaban como niñas traviesas. Además, Erik conocía el paño. Las hermanas Rivolta pertenecían a una clase adinerada, habían vivido a lo grande en otros tiempos. Eran independientes y tozudas. Vilma hasta había manejado su propio auto en una época en que las mujeres ni siquiera soñaban con salir sin chaperones. En cuanto a Telma, tampoco ella lo engatusaba con su apariencia diminuta y frágil, él la había visto un día corriendo a escobazos a un ladronzuelo que se atrevió a saltar el cerco de su casa.
Aquella vivienda incongruente a orillas de la selva era la herencia de un tío que las había mencionado en su testamento, en gratitud por haber recibido el cuidado de ambas en sus meses de agonía. Las Rivolta eran muy devotas, y la caridad constituía su santa misión en la vida. El dinero se había escurrido de las arcas familiares, ya no había autos ni mansiones, y las hermanas vivían con sencillez, alejadas del puñado de sobrinos que les habían disputado los bienes a zarpazos. Así y todo, vestían con elegancia, en recuerdo de esplendores pasados, y mantenían una rigurosa disciplina en sus costumbres. Erik era muy consciente de la severa moral con que se conducían, lo malo era que llevaban su afán caritativo a las criaturas silvestres de la selva. Hasta el momento, sólo se ocupaban de los coatíes y de algunos monos, pero él temía que pudieran ir más lejos. Solteras y sin familia directa, Telma y Vilma se tenían la una a la otra. Él había irrumpido en sus vidas como una suerte de sobrino lejano que se presentaba de pronto en busca de afecto. Y ellas, quizá por despecho hacia los otros, los verdaderos sobrinos que tan mal las habían tratado, volcaban en el hombre el cariño que guardaban con celo en sus corazones. El del biólogo se enternecía un poco también. Las Rivolta removían en su mente el dulce recuerdo de sus tías abuelas, que vivían pendientes del niño revoltoso que él había sido. Huérfano de madre y abandonado por un padre que se volvió a casar y viajaba demasiado, Clemencia y Ofelia fueron para él toda su familia. En el tiempo que llevaba alojado en Misiones, la imagen de aquellas tías volvía a su mente con insistencia, refrescada por aquellas otras hermanas, tan discretas y compuestas.
Por eso fue que, cuando ocupó el sitio que le reservaban y aceptó el bocadillo de anís que le ofrecían, suavizó el discurso que tenía preparado.
—Chicas, no es bueno que dejen comida a los coatíes, ya saben que está prohibido y, además, recibir alimento gratis les causará perjuicio.
—¡Como si pudiéramos cobrárselo! —bromeó Telma, risueña.
Ambas se sentían ridículamente felices cuando él las llamaba “chicas”.
—Quiero decir que ellos deben procurárselo.
—Sabemos lo que quiere decirnos, doctor Andrade. El problema es que insisten en venir, y nosotras no tenemos coraje para dejarlos plantados. Mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, solía dar de comer a las palomas en la terraza, y si un día se atrasaba, ellas revoloteaban sobre las ventanas y se amontonaban en las claraboyas, al punto que mi pobre madre se mesaba los cabellos y amenazaba con mudarnos a otra casa. Recuerdo esa escena como si la viera hoy mismo.
—¿Entonces? ¿Creen que la solución sea buscar otra vivienda? —aventuró Erik con malicia.
—¡Claro que no! —exclamó Telma, ofuscada, mirando con disgusto a su hermana—. Eso sucedía porque nuestra madre padecía fuertes jaquecas y las palomas le causaban repugnancia. A nosotras estos animalitos de Dios nos resultan simpáticos.
—Así y todo debo pedirles, con la autoridad que me confiere esta insignia —y Erik palpó el escudo de su uniforme mientras hablaba—, que cesen de alimentar a los coatíes. Odiaría tener que presentar una denuncia por escrito. ¿He sido claro?
Iba a agregar de nuevo “chicas” pero prefirió mostrarse algo más rudo, si bien en su fuero íntimo lamentaba ofender la sensibilidad de aquellas mujeres.
Vilma fue la que adoptó la postura más rígida cuando contestó:
—No se moleste, doctor Andrade. Sabemos respetar las leyes.
Hubo un silencio incómodo en el que Telma contempló sus manos sobre el regazo y Vilma retomó la labor de aguja que reposaba en un revistero. Erik miró su reloj y carraspeó.
—En realidad, no vine sólo para mencionar a los coatíes.
Telma lo miró esperanzada.
—Quiero pedirles un favor. Entenderé si no pueden ayudarme.
Ambas hermanas clavaron sus ojos celestes, casi idénticos, en los oscuros de Erik, conteniendo la respiración. Podía escucharse el ir y venir de los coatíes entre los canteros, mientras tanto, y el hombre apuró el pedido antes de perder la paciencia.
—Estoy aguardando la llegada de una ayudante para el servicio, la sobrina de mi mejor amigo, guardaparque también. Es una muchacha seria que no causa problemas, pero yo no estoy en condiciones de ofrecerle alojamiento, y como su visita no es oficial sino a pedido de su tío, me temo que tampoco podremos esperar que la administración le otorgue uno. Me preguntaba si…
—Puede quedarse con nosotras —aventuró Telma de sopetón.
La hermana mayor la miró con reproche, pero complacida por la confianza que les brindaba aquel mozo encantador.
—Por cierto que sí, el tiempo que sea necesario —apostilló—. Sin duda algo de compañía nos vendrá bien. ¿Cuándo llegará la niña?
—Dentro de quince días. Y no es tan niña, calculo que tendrá… —y Erik intentó recordar la edad de Mayga cuando la conoció en Los Notros— …unos diecinueve años.
—Una niña —insistió Vilma con terquedad—. A nuestra edad, todos podrían ser nuestros nietos. O bisnietos.
Telma encontró desagradable el comentario de su hermana, pero decidió pasarlo por alto. Era coqueta, y no le gustaba que se la considerase anciana.
—Recibiremos a esa muchacha con mucho gusto —dijo, feliz de poder tener otro tema que no fuesen los coatíes para retener a ese joven.
Erik sintió que el alivio inundaba su pecho. Estaba preocupado por la llegada de Mayga. Emilio había sido escueto al precisar la razón de mandarla tan lejos; le había hablado de entrenamiento, del futuro y las libertades, pero a él se le escapaba el motivo certero de enviar a una muchacha que a ojos vistas deseaba convertirse en custodio de los cerros donde vivía, a la selva misionera. Accedió, no obstante, porque su amigo era un hombre razonable y también porque, aunque le costase admitirlo, Erik anhelaba saber de la familia Ducroix, en especial de Cordelia. La madre de Mayga había impactado muy hondo en su corazón, con su belleza que parecía propia de un cuento de hadas, y a punto estuvo de cometer la torpeza de intentar seducirla aquel invierno. Por fortuna para todos, ella había sabido guardar su lugar. Nunca antes le había sucedido algo así. Una mujer casada, por más que el esposo fuese un hombre inadecuado para ella, era terreno prohibido. En su recuerdo, el pueblo patagónico de Los Notros y su gente eran un cúmulo de pasiones desatadas. Al partir, sin embargo, se había despedido de todos con la agradable sensación de que dejaba allí a un grupo de amigos leales, y prueba de ello era la confianza con que le enviaban a Mayga. Ahora se felicitaba por cómo habían resultado las cosas, y estaba dispuesto a brindar a la jovencita todo el apoyo que necesitara. La aceptación de las hermanas Rivolta era buena señal. Todo iría bien.
Después de sostener un rato de amable charla, cuando se disponía a levantarse Telma lo atajó con una invitación que no pudo rechazar.
—Déjeme mostrarle el cuarto donde se hospedará su ayudante, doctor Andrade. Queremos que lo apruebe, para que ella se sienta cómoda.
Erik caminó por un pasillo atiborrado de consolas, espejos y jarrones de porcelana, tratando de amoldar las zancadas de costumbre al paso más corto de la anciana, hasta una habitación que se abría hacia los bordes de la selva. Una cama cubierta con una manta de algodón, una mesilla de luz austera, una butaca tapizada en capitoné y un ropero sin luna sobre el que reposaba un óleo infantil, con el sol filtrándose entre las palmeras. Telma se apresuró a descorrer las cortinas y mostrar la vista privilegiada del cuarto.
—Ella amanecerá con los primeros albores. Y desde aquí contemplará nuestra bignonia, la única que hemos cuidado con primor, porque las orquídeas crecen solas, a su aire.
Erik observó la enredadera que enmarcaba la ventana como una pérgola, y se preguntó si aquellas flores rosadas serían del agrado de Mayga, acostumbrada a las asperezas de la vida entre los cerros. Quizá cayese bajo el embrujo de la naturaleza misionera, tan pródiga y voluptuosa. O tal vez se sintiese como un pez fuera del agua. Nunca se sabía con las mujeres, y menos con las muy jóvenes que rondaban la adolescencia tardía.
—El cuarto es perfecto —dijo para tranquilizar a Telma, que aguardaba su veredicto.
La espalda combada de la anciana pareció relajarse al escuchar eso.
—¡Ya decía yo! En este cuarto bien podríamos dormir nosotras, si mi hermana no se hubiese empeñado en armar nuestras habitaciones al fondo. Decía que era más seguro.
—¿Han tenido problemas? —quiso saber Erik, recordando la escena del pillo en el cantero.
—Jamás. Todo el mundo sabe que vivimos solas y a menudo pasan para ver si necesitamos algo del pueblo. Nosotras decimos que sí para hacerles sentir bien, pero mi hermana se las arregla para llamar al hotel y encargar provisiones que la combi nos alcanza.
Dijo lo último bajando la voz que, como era tan gruesa, resonó en la estancia de todos modos. Erik sospechaba que los del hotel harían una excepción por ellas, ya que no estaba al tanto de que tuvieran servicio de comidas a distancia.
—Es buena gente. —Se limitó a decir.
—Y hay que ayudarlos, quieren ampliar la oferta atrayendo artistas, para el turismo.
—¿Ah, sí? No lo sabía.
Telma hizo un gesto cómplice.
—Parece que vino gente de Buenos Aires en estos días. El muchacho que conduce la combi estaba muy atareado, yendo y viniendo del aeropuerto.
La información le resultó curiosa. Erik solía alquilar allí una habitación para descansar, luego de largas jornadas en la selva. El campamento en la reserva militar era muy precario, y ya los huesos le reclamaban más atención. Además, quedarse en el hotel uno o dos días le permitía alternar, recordar la vida civilizada y reponer fuerzas para seguir adelante con su proyecto. Aquella oportunidad de asesorar en el plan de devolver el yaguareté a la selva lo había encontrado con más años de los que le gustaba admitir. Por primera vez en su vida, le pesaba la soledad, la ausencia de una mujer que compartiese sus afanes y entendiese sus estados de ánimo. También él anhelaba esforzarse por alguien, dedicarle atenciones, descubrir los secretos de su corazón.
La sombra furtiva que proyecta el alma para quien sabe verla.
A diferencia del yaguareté, Erik Andrade descubrió que no estaba hecho para vivir solo.
Al dejar la casa de las ancianas Rivolta, dirigió la camioneta hacia el hotel Diamante. Debía estar al tanto de cualquier novedad en el movimiento del turismo, ya que en cierto modo el éxito de su trabajo dependía de esos vaivenes. Los turistas podían convertirse en la mayor amenaza de la selva si no se controlaban sus incursiones, y la idea de que el hotel hubiese ampliado su oferta de actividades le daba mala espina. El dueño del Diamante era un lugareño preocupado por estar a la altura de los servicios que brindaban los hoteles de nivel internacional. Erik solía ser buen juez de las personas, y lo había calado como un tipo honesto. Por él sabría la verdad.
El vestíbulo se hallaba en su apogeo. Con la llegada de la combi desde el aeropuerto, una docena de pasajeros se apiñaba en torno al mostrador de la conserjería, ansiosos por disfrutar los placeres de la temporada en los parques nacionales. Erik contempló las luces encendidas y los ramos de orquídeas desbordando las ánforas de yeso, y supo que había comenzado la nueva etapa turística del hotel Diamante. Don Mestre había reemplazado las viejas farolas coloniales por suntuosos candelabros que multiplicaban la luz con destellos cristalinos. Chandeliers, le había dicho con orgullo, pronunciando como podía aquella palabra extranjera. Ese detalle, unido a la compra de alfombras color rubí, causaría impacto a los recién llegados. Se respiraba el olor a tapizado nuevo, aunque los viejos sillones seguían siendo anticuados para el lavado de cara.
—¡Doctor, bienvenido! —lo saludó eufórico el conserje.
A pesar de que no compartían oficio ni intereses, Damián derrochaba simpatía con Erik. Encontraba en él un oído atento a las anécdotas que le gustaba narrar sin descanso.
—¿Le reservo la habitación de siempre?
—No, no, sólo quería conversar con don Mestre, si él está disponible. Veo que hay movimiento.
—¡Uf, sí! Ha llegado un contingente, y ya quieren los pasaportes para entrar al parque. Si gusta, puedo presentarlo con algunos huéspedes.
Erik alzó una mano, postergando el momento. Lo último que deseaba era alternar con turistas alborotados.
—Más tarde, Damián, hoy debo ir al centro de interpretación.
—¡Ah, por cierto! ¿Cómo anda eso? Ya imprimimos unos folletos para promocionarlo. Espero que puedan recibir visitantes, porque esta gente dejará sus bolsos y saldrá a recorrerlo todo.
Era lo que Erik se temía.
—Supongo que en dos días estará listo para abrir sus puertas. Entonces, ¿el señor Mestre podrá recibirme?
—Adelante, doctor, lo recibirá sin duda.
Erik se adentró en un pasillo empapelado que silenció las voces del vestíbulo, y atravesó la puerta del despacho del dueño del Diamante que, al verlo, lo recibió con efusividad y lo alentó a sentarse frente a su sillón con respaldo de trono.
—¿Qué me dice, doctor? ¡Estamos completos hoy! El hotel no se ha visto en mejores días. Y para coronar nuestro éxito, los saltos tienen más agua que nunca.
—Me alegra mucho. Es cierto, bajó mucha agua esta vez, espero que no nos traiga problemas con los puentes colgantes.
—¡No llame a la desgracia, doctor! Se lo ruego. Estábamos necesitando un repunte de ganancias este año en que renovamos la publicidad del hotel. ¿Y qué lo trae por acá? Imagino que le habrán destinado su cuarto de costumbre.
—Vengo sólo a preguntar sobre las novedades que acompañarán el nuevo lanzamiento del Diamante. Me dijeron que iba a contratar gente de Buenos Aires.
—Ah, eso… Sí, fue una idea de mi esposa. Ella dice que los turistas anhelan llevarse objetos de los lugares y cualquier artesanía será codiciada. ¿Por qué dejar que otros les vendan lo que podemos ofrecerles aquí mismo?
A Erik se le representó en la mente el Galpón de los Artesanos en Los Notros, un sitio patagónico muy rústico, creado con el mismo propósito, y le pareció una idea apropiada.
—¿No competirán con las tallas y tejidos de los pueblos nativos? Ellos acostumbran a ofrecerlos a la entrada del parque —aventuró.
Don Mestre frunció el entrecejo, aparentando disgusto.
—Para nada, serán cosas distintas. Acá les mostraremos productos refinados, joyas, delicadas prendas, esculturas y cuadros. Ya recibimos algunos ayer. Estamos intentando ponernos de acuerdo con los artesanos sobre los porcentajes. Dejé que mi esposa se ocupase de hacerles lugar en el vestíbulo para exponer su arte en vitrinas. Creo que daremos el batacazo.
Erik sonrió. Mestre era un hombre simple, pero su cordialidad conquistaba al público que buscaba un trato más sencillo y humano del que estaban acostumbrados a recibir.
—Entonces, las ventas se harán aquí en el hotel —quiso confirmar.
—Aquí mismo, donde tienen todas las comodidades que podemos brindarles. Nada de ir arrastrando bolsas por todo el camino. El que compre uno de los objetos del Diamante, lo llevará bien envuelto y podrá dejarlo acomodado en su habitación antes de salir de paseo. Y si prefiere, guardarlo en los casilleros junto a sus llaves. ¿Qué me dice, doctor?
—Espléndido. Ha tenido una excelente idea, don Mestre.
—Se lo diré a mi esposa, se sentirá orgullosa.
Erik salió de allí satisfecho. La novedad no alteraría sus planes ni la convivencia con los guaraníes que vendían sus tallas de madera y sus prendas de caraguat