Índice de personajes
CÁDIZ:
SANTIAGO BELACUA
SAGRARIO
/padres de
La Inglesa, 1897
CUSTO MONASTERIO
ROCÍO MEDINA
/padres de
Custo Monasterio Medina, 1910
Paula Monasterio Medina
Marina Monasterio Medina
MARIO LIVINGSTON, 1890
LA INGLESA
/padres de
Alba Livingston Belacua, 1915
CUSTO MONASTERIO
ALBA LIVINGSTON
/padres de
Alba Monasterio Livingston, 1936
Custo Monasterio Livingston, 1938
Rocío Monasterio Livingston, 1940
Lluvia y Mario Monasterio Livingston, 1943
Santiago Monasterio Livingston, 1946
Luna Monasterio Livingston, 1949
Carlos Monasterio Livingston, 1951
VIRTUDES Y NEMESIO
/padres de
Esteban, 1933
PERSONAJES SECUNDARIOS EN CÁDIZ:
JUANA: cocinera
GREGORIO: padre de Juana
AMADOR: hermano de Juana
ENEDINA: niñera
VIRTUDES: lavandera, madre de Esteban
PATRO: costurera
PACA: empleada de las tías Paula y Marina
RAMIRO: encargado de la tienda de Santiago Belacua
CARMEN: ama de cría
ROSA: ayuda en la casa
MARÍA: enfermera de la tía Paula
JULIÁN: capataz de las bodegas
ALFONSO: novio de Enedina
ÁLVARO IBARRA: pretendiente y amigo de Alba
ELENA: amiga de Rocío y mujer de Custo, su hermano
ELENA LUNA: hija de Custo y Elena, 1964
MARIO: hijo de Custo y Elena, 1968
DOÑA EMILIA: maestra de costura de Gloria en Cádiz
COLOMBIA:
MIGUEL ARANGO: amigo de Mario
DOÑA AMARANTA: madre de Miguel
DON DIOMEDES: padre de Miguel
AMARA: hermana de Miguel
DIO: hermano mayor de Miguel
JAVIER: hombre de confianza de los Arango
ZORRO: guerrillero
PITÓN: guerrillero
MANUELA: guerrillera, novia de Pitón
LOLA: guerrillera
CABALLO (FABIO): comandante de la guerrilla
JAIRO: capataz de la finca de Miguel
INGLATERRA:
GEORGE: primo lejano de Alba
TÍA MARGARET: tía lejana de Alba
ELSA: hermana de George
MÉXICO:
GLORIA: madre de Gabriel y abuela de Gabo
ALEJANDRO LAGUNA: padre adoptivo de Gabriel
AMALIA: esposa de Gabriel
GABO: hijo de Gabriel y Amalia Laguna
ALEJANDRO: hijo de Gabo y Rocío, 1966
GLORIA MARÍA: hija de Gabo y Rocío, 1972
DOLORES: cocinera
LUCHA: hija de Dolores
PASCUAL: capataz
LUPITA: mujer de Pascual
ROSALÍA: hermana de Lupita
MANUEL: encargado de los caballos
PEDRITO: hijo de Pascual y Lupita
VICENTA: maestra
Prólogo
Me llamo Alba Monasterio Livingston y nací en 1936, en plena guerra. Mi madre me amamantó hasta los tres años y a mi padre le hicieron prisionero por el simple motivo de bautizarme. Lo liberó un anarquista que pensó que tenía derecho a actuar bajo su conciencia. Si el tribunal hubiese estado presidido por otra persona, ninguno de mis hermanos habría nacido y, por lo tanto, esta historia no existiría. Cuando volvió a casa, la barba roja que lucía mi padre dejó claro por qué mi melena era del color del fuego en invierno, pero yo no soy el centro de este relato. Solo quiero contar la verdad de lo que aconteció desde entonces hasta nuestros días. Por qué se callaron tantas cosas y se disfrazaron otras. Quiero dejar limpia la memoria de una familia que con sus luces y sus sombras fue simplemente el reflejo de una época y una sociedad hipócritas, donde nada podía ser como era y había que aparentar lo que dicha sociedad consideraba correcto aunque muchos sentimientos y muchas vidas se perdiesen por el camino.
Tengo esa edad en la que lo cotidiano se olvida y lo lejano emerge como esculpido en la piedra de la memoria. Mi vida ha sido como un río remansado, pero con remolinos inapreciables en la superficie capaces de arrastrarte hasta el fondo si no tenías un asidero al que agarrarte. Tampoco ha importado mucho, el foco de la casa siempre estaba en otra parte. Éramos muchos y los demás hablaban más alto y más rápido que yo, que me veía obligada a dejar mis frases a medias, suspendidas en el aire sin interlocutor alguno.
De aquellos días solo quedamos en el mismo sitio la casa de Cádiz, que ya ni siquiera nos pertenece, las bodegas, Juana y yo, testigos eternos y mudos de las vidas de otros. Nadie permanece junto a nosotras; la mayoría ya no están. Las habitaciones se fueron quedando sordas poco a poco. Algunas antes de tiempo. Otros se fueron lejos, huyendo del pasado y la falta de oxígeno para respirar. Es una casa preciosa pero tiene algo de cárcel. Algo que desde el amor y la seguridad te oprime los pulmones y te adocena las ideas. Espero que sus futuros habitantes consigan liberarla.
En otro tiempo la casa estaba llena de vida, de ruido, de gritos y de música. Mi padre amaba a los clásicos y tenía pasión por la zarzuela que sonaba obscenamente por todas partes para arremolinarse en el patio, el auténtico corazón de nuestras vidas y nuestros sueños. En ese patio celebrábamos los bautizos y las comuniones, rodeados de pilistras, las macetas típicas de los patios del sur, con el sonido del agua como fondo de las conversaciones al caer la tarde. En ese patio recibía mi madre a sus amigas en verano para tomar el té con pastas, reminiscencias inglesas, y examinaba de pies a cabeza a los posibles pretendientes que tenían que pasar el test de aprobación, sin el cual, implacable, se encargaba de alejarlos de sus hijas. Éramos guapas, educadas y sabíamos todo lo que una buena esposa necesita saber. Lo malo es que no todas estábamos dispuestas a serlo.
Hoy aún se conservan las verdes pilistras, con sus hojas largas y brillantes como cuchillos. La fuente sigue sonriendo agua; a veces tengo la sensación de que se burla de todos y que sabía de antemano lo que pasaría, como una Casandra líquida y constante.
Solo he querido explicar a grandes rasgos el porqué de estas páginas y el hecho insólito de que me haya tocado a mí, en calidad de único testigo vital y contra todo pronóstico, dibujar de la manera más veraz y con la mayor riqueza de matices la historia de la familia Monasterio Livingston, mi familia, una familia más de la España atribulada, asustada y herida de la posguerra.
PRIMERA PARTE
Capítulo I
Alba, esta niña tiene fuego en el pelo y en el corazón, y por los ojos le sale la llama verde de las hechiceras.
—Ya estás con tus tonterías, Juana, si solo tiene días.
Alba se reía con los comentarios de Juana. La niña era preciosa a pesar de los tiempos difíciles en los que había nacido. España estaba en medio de una guerra fratricida, y la escasez y el miedo campaban a sus anchas.
Juana tenía la misma edad que su señora, veintiún años. Había entrado en la casa a servir con catorce, de ahí la confianza y el cariño que las dos se tenían. Gregorio, su padre, labrador y con más hijos de los necesarios, apenas podía alimentar a su prole a base del consabido pan duro a remojo, pimiento, tomate y ajo, todo de la huerta, enriquecido con una pizca de aceite. Lo que una familia podía permitirse en el campo andaluz dominado por latifundios y grandes fincas en donde los aparceros disponían de una humilde casa con una sola estancia, la huerta y alguna cabra a la que exprimir las ubres buscando la leche que les servía para hacer quesos y algún que otro dulce. Las gallinas les permitían comer de vez en cuando los huevos que no vendían en el mercado, y a menudo el matrimonio y los cinco rapaces se afanaban en mojar pan y compartir la clara, que suponía un manjar exquisito reservado solo para los domingos.
Juana era la mayor y por tanto tenía que trabajar el doble para ayudar en la casa, recoger espárragos verdes hasta deslomarse o echar unas horas en las casas principales. Desde los ocho años, Juanita corría de un lado para otro procurando alguna ganancia que llevar a su maltrecho hogar. Juana era pequeña y vivaracha, la naturaleza le había regalado una ligera joroba que en nada mermaba su carácter alegre y dispuesto. A los catorce años, la madre de Alba, la Inglesa, como la llamaban en los barrios humildes, se apiadó de la criatura y la metió fija en la casa de la plaza Mina. Juana trabajaba duro pero al menos tenía un buen sitio en el que vivir, comida y veinticinco pesetas que generosamente la Inglesa le pagaba al mes y que volaban para alivio de la casa paterna.
La muchacha era feliz, y además Albita, la niña de la casa, tenía su misma edad y se convirtió en una compañera de juegos, confidencias y risas, cuando sus quehaceres diarios se lo permitían. Juana tenía adoración por esa niña rubia de ojos azules, esbelta y voluntariosa a la que su madre, con exigente educación anglosajona, sometía a clases de mil cosas: inglés, bordado, repostería, piano y equitación. Alba se quejaba pero sabía que era inútil resistirse. Se convertiría en la joven más deseada de la ciudad y eso era garantía de futuro, seguridad económica y reconocimiento social. En un mundo de hombres, las mujeres se medían en función de una buena boda y no de otros méritos ajenos a la vida de matrimonio. Los sentimientos eran algo secundario; en definitiva, eran cosas de pobres. Cuando Alba lloraba en público por algo o suspiraba, la Inglesa le recordaba su condición social y el hecho de que llorar, reír a carcajadas o suspirar eran cosas de pobres y estaban desterradas de la casa de la plaza Mina.
Realmente la Inglesa no era tal, la abuela era hija de un comerciante de extracción humilde, Santiago Belacua, que gracias a sus habilidades en el comercio de ultramar había amasado una considerable fortuna, lo que le permitió entrar a formar parte de la burguesía gaditana. Su espectacular y pelirroja hija pudo así conquistar a uno de los solteros de oro, de ascendencia inglesa y perteneciente a la escasa aristocracia de la Tacita de Plata, Mario Livingston.
Como consecuencia, mi abuela decidió ser más inglesa que nadie y soltaba con alegría frases en el idioma de Shakespeare en versión gaditana que entusiasmaban a mi abuelo Mario. Implantó el té por las tardes y una férrea educación inglesa en todo su dominio, de ahí el apodo, no carente de la consabida guasa del pueblo llano, de «la Inglesa».
El abuelo Mario era una bellísima persona, paciente y cariñoso. Había heredado la bodega familiar, un precioso edificio con estructura de hierro, diseñado por Eiffel. La bodega era el orgullo de la familia y de sus botas salían los mejores caldos para España, el resto de Europa y América. El fino, el oloroso, el cream dulce y meloso, el Pedro Ximénez o el brandy eran algunas de sus joyas, criadas y mimadas al amor de los vientos, la humedad del mar y las temperaturas únicas de la zona.
De niños gritábamos de alegría cuando alguien proponía una excursión a las bodegas del abuelo. Era maravilloso poder pisar patios de albero, oír el relinchar de los caballos en las cuadras, subirnos a los carros antiguos en los que se transportaba el vino, jugar con los perros bodegueros de una mestiza raza importada de Inglaterra y creada para perseguir los ratones que abundaban entre las botas y, sobre todo, andar por los viñedos, oliendo a miel en septiembre, con la uva rubia guiñándonos un ojo y diciendo con su brillo «cómeme».
La bodega era un mundo apasionante por el que corríamos en libertad y jugábamos al escondite. Hoy no vive sus mejores momentos, pero es algo que permanece en nuestra sangre como el viento de levante o las murallas de Puerta Tierra, principio y fin de una ciudad inexpugnable, indómita, que nunca se ha doblegado, rodeada de agua y luz, brillando como la plata por las mañanas y teñida de rojo por las tardes.
Alba solo tenía un resquicio por el que dejar escapar su niñez, sus ansias de juegos y sus sueños, y ese resquicio se llamaba Juana; y Juana nos contaría una y mil veces las travesuras que mi madre y ella inventaban a escondidas del riguroso control materno.
Digo mi madre porque yo soy esa niña de fuegos diversos que Juana anunció el día 18 de septiembre de 1936, en plena Guerra Civil. Ese año nacieron dos cosas: una buena, yo, y otra mala, la guerra que dejaría un millón de muertos por la torpeza de unos y el fanatismo de otros.
—Juana, no achuches tanto a la niña que la vas a gastar.
—¡Ay, Albita, cuándo has visto tú que el cariño gaste! Más cariño es lo que necesita el mundo y sobre to los críos. Si es que entran ganas de comérsela.
—Dicen que si se coge mucho a los bebés se encanijan.
—Será por eso que tú has salío tan alta y buena moza, por la falta de brazos de tu madre. El cariño alimenta y sobre todo hace personas felices y sin malas ideas.
—No sigas diciendo tonterías y tráeme agua de limón, anda, que tengo la garganta seca del levante, y si ves a Custo dile que venga, que le echo de menos.
—Ese sí es un hombre, si yo no te quisiera tanto diría que no te lo mereces. No he visto nunca un marido más cariñoso y un médico tan preocupao por su gente. De él tendrían que aprender muchos de los que están a tiros por las calles.
Juana siempre tenía la última palabra y era de una sinceridad palmaria, a la que nadie podía oponer argumento alguno. Mi madre se reía de sus cosas pero la respetaba y la quería como a la hermana que no había tenido. Sabía que tenía razón, cuántos besos y abrazos le habían faltado en su niñez.
La casa era un ir y venir de gentes. Personajes ilustres, políticos y gente de la cultura gaditana con frecuencia nos visitaban a la hora del café o del aperitivo, seguramente al calor del buen vino y la compañía amena de mis padres. Mi abuela, a su vez, seguía la tradición familiar de organizar tertulias literarias a las que asistía lo más granado de la intelectualidad, fuera de derechas o izquierdas, aunque en ese tiempo las posturas estaban mucho más radicalizadas.
El talante liberal y abierto de los Livingston se había mezclado con la más tradicional burguesía, representada tanto por comerciantes como por banqueros. A mediados del siglo XVIII, mi antepasado oriundo de la vieja Inglaterra había llegado a la ciudad de Cádiz en busca de aventura y negocio. Pronto fundó una de las bodegas de mayor raigambre y expansión por el viejo y el nuevo continente. El liberal inglés entroncó con una familia de abolengo que poco a poco le haría sentar la cabeza y amainaría sus ímpetus aventureros. Construyeron la preciosa casa en la plaza Mina, en cuyos salones, al igual que en los de la casa de campo de las bodegas familiares, Cecilia Böhl de Faber, que escribía bajo el seudónimo Fernán Caballero, así como Washington Irving deleitaban con veladas literarias que se prolongaban hasta altas horas de la noche.
A veces me imagino viviendo en esa época de descubrimientos y libertades en la que América del Norte se hacía independiente y los caminos se acortaban para aquellos que, como yo, soñaban con vivir, conocer y respirar otros aires y otras ideas. Mi familia era esa extraña mezcla de generosidad, afecto y republicanismo por parte de mi padre, y por la de mi madre, amor al pasado, pasión por las normas y sometimiento a las reglas de una sociedad que se estaba olvidando de que alguna vez fue trasatlántica, libre y amante de puertos vestidos de caoba y perlas. La misma caoba que ahora escondía celosamente sus vidas en forma de hermosos portones brillantes y rojizos. La caoba que les había hecho libres y ahora guardaba sus miedos. La caoba que da color a los vinos que, en la bodega familiar, dormían al frescor del albero rociado en las soleras. Vinos acariciados por el aire que de la mano de la luz atravesaba con suavidad las arpilleras colgadas en los altos ventanales de las fecundas naves.
Mi casa daba la espalda al obispado, lugar imponente que, al trasluz de los visillos de mi cuarto, en la planta superior, me permitía ver desfilar a los niños como muñecos recortables, vestidos con mandiles. Era un colegio gratuito financiado por el obispo y la gente adinerada, y alguien siempre se encargaba de recordarles que solo gracias a la generosidad de la Iglesia les estaba permitido estudiar con igual preparación que a los niños ricos, sin coste alguno para sus maltrechas familias. Eso les obligaba a un agradecimiento de por vida, a no dudar de la misericordia divina e incluso a pensar si entrar en el seminario no sería la mejor manera de agradecer tamaño privilegio. A mí me hacía mucha gracia verles pellizcarse los unos a los otros a escondidas de los curas, durante el recreo, o meterse el dedo en la nariz para hacer pelotillas, eso que mamá nos decía que era lo más repugnante e impropio de unos niños educados. A veces me parecía que ser pobre tenía sus ventajas, podías hacer pelotillas y al salir del colegio corriendo y gritando por las calles como pájaros libres sin que nadie te llamase la atención o te tirase de las orejas.
Mi vida transcurría entre puntillas, biberones y miradas femeninas de arrobamiento. Era la primogénita de una de las más importantes familias de la ciudad. Solo los ojos verdes en una pequeña niña hacían vaticinar complicaciones a las beatas agoreras que venían a visitar a la Inglesa y a tomar el té con pastas de las cinco de la tarde.
—Tu nieta es una preciosidad. Ha salido a ti en todo. Ya puedes tener cuidado, que las cosas están muy raras y después de estos años de desmanes la gente de la calle se ha envalentonado.
—La calle está controlada —decía mi abuela—, yo no tengo ningún miedo. Con Varela todos estamos seguros y en pocos meses todo volverá a ser como antes de la República, ya veréis.
—Dicen que se llevan a la gente a los fosos de la muralla y allí los fusilan.
—Lo peor es que a veces obligan a los que pasan a presenciar los fusilamientos para meterles el miedo en el cuerpo, lo cual me parece de muy mal gusto.
—Eso son habladurías del pueblo, cómo van a hacer una cosa así. —Mi abuela hacía oídos sordos a lo que no le gustaba, y eso de que mataran a la gente no le parecía de buenos católicos.
—El otro día se llevaron al hermano de la costurera, decían que era un anarquista. A casa venía de vez en cuando y era buen chaval. Estos están haciendo las mismas barbaridades que los otros; cualquier excusa es buena para cargarse a alguien.
Mientras mi abuela conversaba con sus amigas intentando armonizar pareceres, Juana iba y venía con más té o con refrescos para aligerar el sofoco de las invitadas, sometidas a la tiranía del decoro y la moda en medio de un calor espantoso, y lejos de las desahogadas vestimentas de la gente de la calle cuyo único objetivo era librarse del calor asfixiante en verano y la humedad fría del invierno.
La casa era un espacio en el que transcurrían vidas paralelas repartidas por sus plantas y habitaciones, únicamente entrelazadas por el patio y su galería circundante. Nuestra casa en la plaza Mina era tan bonita que parecía diseñada por una mano mágica. Su pórtico de mármol limpio, suave y voluptuoso, enmarcaba como espuma blanca las enormes puertas de caoba rojiza traída de la isla de Cuba en esos barcos que habían enriquecido material y culturalmente a tantas familias gaditanas. Cádiz era una isla en medio del océano con acentos de ida y vuelta. De Cádiz salían los barcos y los aventureros para conocer y recorrer el nuevo mundo. Algunos iban en camarotes de lujo, trasladando sus costumbres y placeres sociales a los nuevos palacios flotantes. Otros, hacinados en las bodegas, soñaban con encontrar una vida mejor, una tierra que les matara el hambre y la miseria y les diera un pasaporte al país de los sueños. Por eso en Cádiz había tantas familias con ramas al otro lado del océano. Por eso Cádiz era alegre, mestizo, colorido y generoso. No puedo imaginar haber nacido en un lugar más bello, siempre asomado al mar, flotando en medio de sus aguas, siempre húmedo, salado, y con una luz que te ciega si no la conoces pero que convierte sus calles en auténticas acuarelas.
Las grandes puertas de mi casa se abrían a un zaguán vestido de azulejos verdes, amarillos y azules. El suelo de mármol blanco se interrumpía por una cancela dorada, brillantemente pulida, rematada con una peineta en forma de abanico y a través de cuya transparencia se podía vislumbrar el precioso patio rodeado de cintas verdes a lo largo de su galería, siempre acariciado por el sonido del agua. La fuente había sido un capricho de mi bisabuela, a la que el ruido del agua aplacaba las migrañas frecuentes.
Tengo que confesar que la visión de esa entrada luminosa, evocadora y cálida de nuestra casa era algo que me atrapaba hasta lo más profundo. Tal vez son ese patio y esa fuente lo que me ha mantenido atada, inmóvil y cobardemente protegida durante tanto tiempo. Tal vez tendría que haber cerrado esas puertas de hermética belleza y haber escapado, lejos, oculta en las bodegas de un barco con vocación de libertad, pero no fue así.
Mi padre seguía ocupado con su gran pasión: estudiar, curar y ayudar a los más desfavorecidos. No lo hacía ni siquiera con intención; era su naturaleza, su grandeza humana, a la que le dictaba cuál era su obligación y le daba sentido a su vida. Mi madre seguramente imaginaba otro compañero de viaje, pero no pudo resistirse a sus ojos color uva, su sonrisa de niño travieso y su enorme amor y su capacidad para demostrarlo. Yo les veía juntos tan distintos y tan cerca, tan opuestos y acoplados el uno al otro como la parra salvaje al tronco del árbol. Se miraban y no había nada alrededor que pudiese ensombrecer la forma de quererse, tatuada a base de caricias y necesidad urgente el uno del otro. Su amor les protegía como la enorme montera de cristal nos protegía a todos de la lluvia y el viento, cubriendo nuestro patio.
Capítulo II
La vida en la casa de la plaza Mina se veía invadida por acontecimientos y rumores propios del tiempo convulso en el que mis ojos vieron la luz por primera vez. La calle era un hervidero de historias y dramas familiares tanto en el seno de las familias republicanas como en las partidarias del alzamiento, que ya habían sufrido los latigazos del odio y la violencia hacia los que solo por pensar distinto eran hechos prisioneros y torturados, cuando no víctimas del garrote vil o el tiro en la nuca. Mi padre, republicano y católico, había padecido en carne propia la intolerancia por el simple deseo de bautizarme, aunque al poco tiempo un alma caritativa lo puso en libertad. Todos conocían la generosidad de don Custo a la hora de atender a los más necesitados sin cobrarles un solo céntimo. Su figura era indiscutible, por encima de cualquier ideología o credo. Cuando volvieron los nacionales y Franco se hizo con el poder, se puso una corbata negra que no se quitaría jamás. Tal era su convicción de que un golpe militar no era la mejor manera de solventar los problemas de un pueblo al que unos y otros habían transformado, hasta el punto de que el odio pusiese cara a vecinos y parientes que de pronto se convertían en enemigos de no se sabe bien qué guerra.
El año de mi nacimiento estuvo lleno de episodios que cambiarían la historia. Un hombre pequeño con mirada de acero inició un camino de destrucción en la vieja Europa bajo la bandera de las nuevas juventudes, fanatizadas por su idea de recuperar una supuesta raza aria que excluiría a los que hubiesen nacido fuera de ella. Adolf Hitler, nuestro pequeño hombre, militarizaría territorios y daría comienzo a uno de los más negros episodios de nuestra historia reciente.
Cádiz seguía rodeada de luz y tratando de sobrevivir a los vaivenes de los hombres y las circunstancias. Mi madre contaría más adelante la historia de un joven catedrático apresado mientras impartía clases en un campamento y a quien encarcelaron por rojo. Afortunadamente, un amigo de la infancia, falangista, que no había perdido la memoria, consiguió esconderlo en un baúl y librarlo así del «paseíllo», como llamaban a los fusilamientos. El cuerpo del delito fue trasladado a la casa familiar, en la que se levantó un doble muro que le escondía de miradas ajenas, y a través de un armario empotrado, el hombre salía y entraba a diario para hacer una vida normal siempre dentro de las puertas de su casa. El problema vino cuando la supuesta viuda del fusilado empezó a mostrar su estado de buena esperanza y las lenguas se desataron. Finalmente el catedrático decidió salir para limpiar el buen nombre de su mujer ante el asombro del personal, que dudaban de si era él o un fantasma lo que tenían ante sus ojos. Esta historia por suerte acabó en que le perdonaron la vida, pero le impidieron ejercer su cátedra, lo que le obligó a distintos oficios hasta que decidió dejar Cádiz en busca de tierras con mayor respeto por la libertad de pensamiento.
En medio de estas historias y otras bastante más dramáticas yo crecía rodeada de cariño y mimos. Mi niñera Enedina me sacaba a la plaza frente a nuestra casa, rectangular, preciosa, con sus bancos de hierro y madera, y sus enormes ficus convertidos en árboles de raíces mágicas y hojas brillantes y verdes gracias a la humedad y al sol casi constante de mi ciudad, posada en el océano. Había y hay unos bellísimos quioscos octogonales de cristal y madera rematados por un tejadillo circular en forma de cucurucho del que colgaban filigranas como encajes. Por la noche los globos blancos bañaban de luz la plaza dándole un aire de ensueño, un escenario de cuento, como el que cualquier criatura de dos o tres años podría imaginar.
Cuando apenas mis piececitos eran capaces de dar sus primeros pasos, algo en la casa empezó a cambiar. Mi cuna reposaba en el cuarto de mis padres, de altos techos y grandes balcones a la plaza. Siempre olía a flores recién traídas y la brisa que se filtraba por los visillos me acariciaba como una mano limpia y suave cuidando mis sueños.
Necesito describir con detalle mi pequeño mundo, mi preciosa casa de la plaza Mina, blanca en su fachada y barrocamente decorada en torno a sus miradores acristalados y balcones. Era una casa romántica y femenina, construida por los primeros Livingston para dejar clara su posición social y económica. Para mí, la casa más bonita de Cádiz, la más luminosa y exquisita en sus formas y proporciones, blanca como la espuma. Supongo que sería la envidia de muchos cuando empezó a crecer, coqueta y provocativa, en medio de la plaza.
Constaba de tres plantas, jardín trasero y por supuesto una azotea presidida por la torre-mirador, una joya arquitectónica típica de Cádiz. Ninguna casa que se preciara podía prescindir de ese elemento, aéreo y altivo en su aparente humildad, que hablaba del origen comercial y de ultramar de sus habitantes. A la torre se subía para contemplar el redondo espejo del mar que deslumbraba cada mañana y también para distinguir los barcos propios cuando volvían de sus siempre inciertos viajes en la Carrera de Indias. El velamen diferenciaba cada barco y siempre la llegada era un motivo de celebración para toda la familia, que brindaba con un ambarino oloroso de nuestras bodegas.
La casa constaba de una planta baja a nivel de la plaza presidida por un gran patio central, protegido por una montera de cristal y hierro art déco. La galería circundante acogía a menudo mis risas y las de mis hermanos persiguiéndonos los unos a los otros sin importarnos en absoluto las reprimendas de la abuela, que salía de sus dominios en la parte posterior de la casa para decirnos que éramos unos salvajes. Entrando al patio, justo en el lado izquierdo, mi padre tenía su consulta, el despacho, el laboratorio y la salita de espera a la que se accedía directamente desde la plaza por una puerta lateral. El ala derecha la ocupaban la cocina y otras dependencias para orden y organización de la casa, así como un comedor de diario. La gran escalera al fondo ocultaba la salida al jardín trasero, en el que mi abuela cultivaba rosas, jazmines, damas de noche y pelargonios. Una espléndida buganvilla mezclada de fucsia y coral intenso trepaba por la pared, cubriendo una pérgola de madera sobre columnas de mármol que era el lugar favorito de mi madre para leer y alejarse del bullicio casi constante de la casa. La habitación y el baño de los abuelos abrían sus puertas a ese jardín preñado de aromas que mi abuela tanto disfrutaba, tal vez el único resquicio de un tiempo pasado que añoraba a menudo. Jamás la abuela mostraba sus sentimientos, tuvieron que pasar algunas cosas para que todos conociéramos qué se había ocultado durante mucho tiempo en el corazón de esa dama de hierro aparentemente inalterable.
En la planta principal estaban los grandes salones y el comedor de gala presidido por una inmensa mesa de caoba traída de América, que con el tiempo se iría llenando de niñas y niños y de historias que ellos protagonizarían durante más de tres décadas. La luminosa galería nos llevaba por la parte frontal hasta el dormitorio de mis padres, el templo sagrado en el que siempre queríamos entrar y del que se desprendía el aroma de seguridad, amor y armonía que la casa entera respiraba. La segunda planta albergaba un mundo de habitaciones que permanecían en silencio, con las cortinas siempre corridas para evitar el polvo y el calor, y que poco a poco irían encontrando dueño. La azotea abrazaba a la torre-mirador, lugar de encuentros, travesuras y llantos que nadie podía imaginar desde la alegre, frondosa y casi perfecta plaza Mina. La azotea también tenía una pequeña edificación que correspondía a los dormitorios de servicio, así como el lavadero y el tendedero, donde ondeaban sábanas al viento, azuladas de añil y suaves como plumas de ánade. La vida desde la azotea era distinta, podías volar y perderte en esos mares de mil costas con la única compañía de los vientos y la luz cegadora que conseguía borrar el contorno del dolor cuando los pájaros venían a compartirlo contigo.
Capítulo III
Hablando de la azotea y la torre-mirador, ese invierno, recién caída la República, un episodio cambió el discurrir cotidiano de la casa. Yo era muy pequeña para saber qué estaba pasando, pero todo eran cuchicheos y un constante subir y bajar a la azotea que dejaba sentir a las claras una emoción externa en nuestro patio. Un día Juana estaba trajinando y mi madre, a quien el desorden la ponía muy nerviosa, entró en la cocina para preguntar a qué se debía tanto trasiego. Enedina enrojeció como la grana al igual que Virtudes, la lavandera, y Juana se desbordó en un mar de hipidos y lágrimas.
—Vamos a ver, Juana, deja de llorar y dime qué está pasando en esta casa.
—Señora, no pasa na, es que estoy con las cosas de mujeres y ya sabe usted que me pongo muy sensible.
—Juana, te conozco desde que tú y yo peinábamos trenzas, así que déjate de historias y dime qué pasa o te mando para el pueblo mañana mismo.
—Señora…, es mi hermano, el Amador.
—¿Qué le pasa a tu hermano? ¿No tenía trabajo y estaba contento?
—Es que el chaval estaba con los rojos y ha tenío que salir pitando porque lo querían llevar pal castillo, y ya sabe usted lo que pasa después.
—Juana, ¿dónde está Amador?
—En la azotea, señora. —Juana era un mar de lágrimas y se retorcía las manos como si fuesen el trapo de fregar el suelo—. En la torre vigía, señora.
—¿Me estás diciendo que tenemos a un fugitivo en esta casa, con una niña y unos ancianos? Juana, tú estás loca.
—Ay, Albita, se lo pido por el Cristo Pelúo, el Amador solo tiene dieciocho años y es más bueno que el pan.
—Vamos a la azotea, y vosotras, Virtudes y Enedina, no digáis ni una palabra de esto a nadie, ni siquiera al señor.
Mi madre y Juana subieron a la azotea, Cádiz era famoso por la facilidad con la que se podían recorrer las calles por el aire, saltando de azotea en azotea y de tejado en tejado. Las torres-miradores eran el clásico distintivo de las familias de comerciantes, ya he hablado de sus banderas ondeando al viento para que los que se encontraban en alta mar avistaran sus casas tras una travesía con final feliz. Me cuentan que en un tiempo llegó a haber trescientas torres, aunque más tarde se prohibiría su construcción y se demolerían muchas. Los ladrones de poca monta hacían su agosto colándose por balcones, ventanas y patios. Sus andanzas tenían nombre y firma y, como mucho, les suponían una noche en el calabozo y poco más. La ciudad y sus gentes respiraban tolerancia y generosidad por sus venas de agua, y los vientos varios se llevaban el rencor y la culpa con la misma facilidad que desplazaban la arena de las playas.
En la azotea, ese día el silencio solo se interrumpía por el graznido de las gaviotas y la música de metal de los campanarios repartidos por calles y plazas. Mi madre, cada vez más preocupada, buscaba a Amador por el lavadero y la torre. Al entrar en la torre, la imagen de casi un niño acurrucado en una esquina entre la pared y el suelo le heló la sangre y le partió el corazón hasta las lágrimas. También ella era madre, y ese chaval había saciado el hambre muchas tardes en la cocina, alegre y bromista, gracias al amor de su hermana. La cara oculta entre las manos, el miedo temblándole en las rodillas y la impotencia joven y perdida entre los dedos crispados y húmedos.
—Amador, levántate, criatura. Ven aquí y no tengas miedo, cuéntame que está pasando.
—No lo sé, doña Alba, la gente sa vuelto loca, parece que ha perdío el juicio, hasta los amigos del pueblo te miran de otra forma. Vinieron a por nosotros, se llevaron al Mariano, el de Jacinta, y al Floro el de las Salinas. Yo salí corriendo y les di de lao porque esa parte me la conozco hasta dormío. Solo se me ocurrió venir p’acá y esconderme, pero si usté quiere me largo por donde he venío y que sea lo que Dios quiera. —Amador tenía sus ojos de niño asustado rojos de llorar y transparentes de angustia. Había salido guapo y fuerte, aunque ahora pareciese una fortaleza a punto de derrumbarse.
—No digas más tonterías, tú te quedas aquí, como en tu casa; te escondes en la torre y Juana se ocupará de ti mientras haga falta y las cosas se tranquilicen, si es que vuelve alguna vez la cordura a esta ciudad y su gente. No te muevas por nada del mundo ni te asomes a la azotea a fumar un pitillo. Ya avisaremos en casa para que tus padres estén tranquilos, y no se hable más. Amador, no me importa con quién estás, si con los de antes o los de ahora, esta casa está abierta como el mar y no te hará preguntas que tienes derecho a no contestar. Tranquilízate y descansa, que de vez en cuando te subiremos un vino de la bodega para templarte el espíritu.
Juana seguía dando hipidos y, detrás de las lágrimas, la sonrisa le iluminaba la cara al mismo tiempo que le cogía la mano a su señora y se la besaba veinte veces. Mi madre era así, tenía claro lo que había que hacer y lo hacía sin consideraciones ni discursos dialécticos, que solo le gustaban en conversaciones de hombres distendidas y cómodamente hilvanadas al resguardo del salón elegante y seguro de nuestra casa blanca.
Durante unos meses el inquilino de la torre vivió posiblemente la más cómoda aunque enclaustrada existencia de su vida. El bienestar y la comida asegurada se convirtieron en una especie de limbo, solo alterado por su afán de libertad y su zozobra ante la incertidumbre de qué les habría pasado a sus amigos y de qué manera se estaba perdiendo lo que tan caro había costado, sin que él pudiera hacer nada para remediarlo. Por momentos su juventud y su conciencia le pedían saltar de nuevo por las azoteas y tirarse a la calle, a cara descubierta, para luchar y vencer, o morir luchando. Luego se le aparecía la mirada de sus padres y sus hermanos sin nada que llevarse a la boca y se le hacía un nudo en el estómago que le ataba los pies y la voluntad.
La cosa no iba a ser tan fácil, tener a un fugitivo en esa época era algo que muy pocas personas se atrevían a hacer. El odio, la envidia y la venganza habían transformado a corderos en perros de presa alentados por los nuevos amos, y nadie se libraba del dedo inquisidor. Una noche, mientras estaban los mayores cenando, unas voces alteraron la tranquilidad de la casa. Mi padre se levantó de la mesa para averiguar el origen de esa crispación inesperada.
—¿Qué está pasando, Juana?
—Señor, unos que dicen que quieren registrar la casa; están buscando a alguien. —La voz de Juana era un susurro lastimero que a duras penas conseguía disimular el pánico. Mi padre bajó y se plantó en la puerta con tranquilidad y templanza.
—¿Pasa algo para que vengáis a estas horas a importunar a la gente en su casa?
—Pasa, don Custo, que estamos buscado rebeldes y ninguna casa está libre de sospecha. Son las órdenes que tenemos y hay que cumplirlas.
—Paquito —dijo mi padre dirigiéndose al más joven—, ¿tú te acuerdas cuando saqué a tu madre de una pulmonía que por poco se la lleva al camposanto? Y tú, Manolo, ¿has borrado de la memoria la noche que de madrugada me fui a tu casa para calmar a tu hermano, que en paz descanse, el dolor del cuerpo y a tus padres el del alma?
—Sí, don Custo, pero…
—Aquí no hay pero que valga ni nadie entra por la puerta cazando rojos ni gallinas, la sangre es del mismo color para todos, y la vida y la muerte son daltónicas y no entiende de tintes. No hay huevos ni vergüenza para entrar en mi casa por la fuerza. La próxima vez que os presentéis que sea a cara limpia, de día y sin odio. Mi casa ya sabéis que está abierta si alguien lo necesita. Y si volvéis por aquí que sea sin fusiles, que os convierten en lo que no sois, así que buenas noches y marchad con Dios a ver si guía mejor vuestros pasos.
Los revoltosos se fueron con el rabo entre las piernas ante la contundencia de argumentos de mi padre.
—Juana, eche la llave, que la puerta ya no se abre más esta noche, y tómese una tisana que le vendrá bien.
Lógicamente mi padre subió al comedor y besó a mi madre en la frente. Sabía perfectamente lo de Amador, nada se le escapaba de lo que acontecía en casa, aunque se hacía el tonto para no interferir en las cosas de mamá, que casi siempre eran suyas. El abuelo Mario miraba a mi padre con la admiración que ese hombre, desde el momento en que le había pedido la mano de su hija, había despertado en él.
***
Un día Amador se cansó del encierro y le dijo a Juana que se iba.
—Me voy, hermana, ya no aguanto más, no quiero seguir escondido como un conejo con todo lo que hay que hacer y por todo lo que hay que luchar. Tú puedes seguir aquí, lavándole la suciedad a los ricos y doblando la chepa cada día un poco más, pero yo no puedo soportar cómo se muere la gente de hambre en el campo y cómo trabajan de sol a sol por unas migajas sin derechos ni honra. El trabajo es sagrado, pero deja de serlo cuando es solo sagrado pal que recibe los beneficios; las personas también son sagradas pero nadie las respeta, y la justicia con hambre no es justicia sino abuso y esclavitud.
—Ay, Amador, te explicas como si supieras. Yo no entiendo muy bien de qué me hablas pero esta casa ni la toques, que nos ha dao la vida más de una vez. No tos los ricos son iguales, y si no fuera por mi señora y don Custo a saber dónde estarías ya. Márchate si quieres pero ten cuidao, piensa en padre y madre, bastante tienen con dar de comer a tus hermanos, no los hagas sufrir más, Amador.
—Hermana, es que no lo entiendes, es por ellos y todos los que son como ellos que tengo que luchar, para que algún día se acabe esta vida de miseria que nos estruja el alma y embota el cerebro. No te preocupes, Juanita, tendré cuidao, y diles que les quiero mucho y que pienso volver.
Amador bajó de la azotea para dar las gracias a mis padres. Mamá le despidió seria pero con un brillo en los ojos que la delataba, y mi padre le dio un fuerte abrazo y algo de dinero por si le hacía falta.
—Adiós, Amador, no creas que no te envidio, pero soy demasiado cobarde. Yo lucho a mi manera con los potingues y el termómetro, pero también lucho. Algún día se acabará esta locura, aunque me temo que ni tú ni yo lo veremos. Cuídate, muchacho, y reza de vez en cuando, nunca está de más, y quién sabe si ese que se hace el sordo tantas veces a ti te escuche.
Era un buen chaval, aunque su idealismo y su osadía le llevarían en el futuro por un camino de dificultades no siempre compensadas. Mientras tanto, las cosas se tranquilizaron de aquella manera y la casa de la plaza Mina acogió mis primeros balbuceos y correrías al mismo tiempo que mis hermanos iban llenando de risas y lloros cada rincón dormido.
La vida continuaba. Carranza era nombrado alcalde de Cádiz y el mundo se quedaba perplejo ante la renuncia de Eduardo VIII de Inglaterra al trono, por amor a una divorciada que no era aceptada en una corte claramente obsoleta y ligeramente hipócrita.
Más tarde se le restituiría al rey Alfonso XIII la ciudadanía española, aunque nunca llegó a reinar ni lo merecía. Alemania y Hitler continuaban su escalada de violencia invadiendo Polonia y anexionándose Austria; era el principio del infierno que luego los ojos atónitos del mundo contemplarían y reconocerían tal vez demasiado tarde. Comenzaron las sanciones contra los judíos ante la pasividad del resto y el nazismo se fue extendiendo como la espuma.
Los alemanes hundieron el Baleares en un acto cobarde e indigno, mientras en Cádiz se recibía a los niños que volviendo de un campamento de Mussolini levantaban al horizonte sus manos inocentes y alegres. Uno de los grandes acontecimientos en Cádiz consistió en la despedida de los diez mil legionarios italianos.
El 26 de abril Guernica fue bombardeada. Franco negó la autoría y una página de dolor y muerte sería recordada, para espanto y vergüenza de todos, por Pablo Picasso bastantes años más tarde.
Era el año 1937 y Cádiz se debatía entre la modernidad y la vuelta a las costumbres más recatadas. Mi madre nos contó que estando ella en el cine, a una señora la sancionaron por no saludar la imagen de Franco. La señora decía que no veía la necesidad de saludar a alguien que ni estaba en el cine ni conocía. Nadie entendía tantas absurdas exigencias por parte del nuevo régimen o de quien quería ganar puntos imponiendo consignas de cosecha propia. Al pueblo a veces es difícil hacerle comulgar con las ruedas de molino de la incongruencia. En la playa era obligatorio el uso del albornoz. Mi madre me llevaba al balneario con Enedina para que me diese el sol y a veces me metían en el agua hasta que mis pulmones se desgañitaban primero y empezaban a chapotear después. Enedina se asustaba y le decía a mi madre: «Señora, tenga tiento con la niña que se va a engollipar», que era una manera gaditana de decir ahogarse. Yo era tan blanca que apenas podía estar un par de horas en el primer sol de la mañana. Mi madre se ponía un bañador que resaltaba su esbelta figura para admiración del respetable y se sentaba en una gran silla de mimbre a modo de cesto, con alto respaldo techado y reposapiernas. Las playas estaban limitadas a hombres y mujeres alternando los horarios; de hecho, la nuestra era la playa de las mujeres, y por supuesto la gente humilde no pisaba la arena salvo muy de vez en cuando, a última hora de la tarde, en la que las mujeres se bañaban vestidas y con la ropa pegada al cuerpo, lo cual resultaba más sensual y provocador que cualquier otra opción impensable en esa época.
Mis primeros recuerdos aparecen como un tenue paisaje a través de las nubes, sin tener claro su tiempo y veracidad. Tengo una ligera imagen de un quiosco en mitad de la plaza desde el cual salía la música los domingos inundando todo, trepando por los blancos adornos barrocos de la fachada y derramándose por los balcones y las ventanas hasta el patio, después de haber impregnado hasta el corazón de sus habitantes. Papá abría deliberadamente las puertas para que el sonido entrase a raudales y tomaba a mamá de la cintura para dar vueltas y más vueltas.
—Vamos, Alba, baila conmigo, déjate seducir por la música. —Y cerraba los ojos—. La música es la respiración del alma. Nos hace más limpios, mejores, sobre todo si además te llevo en mis brazos.
Papá era así, te soltaba esas perlas y se quedaba tan fresco. Mamá se resistía pero terminaba riendo y dejándose llevar por los brazos fuertes y cálidos de mi padre. La cosa continuaba con mis hermanos y yo queriendo bailar también. Él sería mi mejor maestro de baile, me tomaba con solemnidad por la cintura y yo levantaba mi cara como en volandas para verle mejor. El final de la escena era más risas entre todos, cosquillas y cánticos a voz en cuello, el abuelo Mario feliz y la Inglesa diciendo que había que cerrar los balcones para que no pensasen que era una casa de locos.
Yo imagino la envidia en la calle de lo que se respiraba a través de los visillos de esa familia tan ajena a lo que las buenas maneras aconsejaban. Al poco tiempo de iniciar mis pasos vacilante, con mi abuela mirándose en mis ojos verdes y Enedina sujetándome con cuidado de la mano, la casa se llenó de preparativos para otro acontecimiento que desviaría la atención sobre mí sin apenas darme cuenta. El nacimiento de mi hermano Custo, un niño tan bueno que apenas alteró el devenir de la casa. Yo tenía un hermanito al que acariciaba cuando me dejaban y que me miraba con esos ojos humildes y protectores que ya anticipaban su manera de estar en el mundo. Papá lo contemplaba orgulloso, aunque nunca me hizo sentir menos valorada por ser niña. Seguiría siendo su pequeña mujercita.
Tengo que destacar la importancia de Ene en esa época, tan guapa, con su pelo largo y negro que recogía en una trenza a la que yo me agarraba con ahínco una y otra vez. Ene siempre iba de luto por algún pariente, menos en casa. Mi madre no soportaba el color negro, y menos los velos en la cabeza que la gente de pueblo se empeñaba en llevar día y noche. Tampoco soportaba su afición a dejarse las melenas debajo de los brazos y no afeitarse, porque decía que a su novio le gustaba el vello. Un novio al que finalmente dejaría a fuerza de celoso y dominante. Mamá lo solucionaba con uniformes de manga que ocultaban tanto objeto de amor salvaje. A mí me daba igual porque me seguía pareciendo la más guapa y cariñosa del mundo y le brillaban los ojos cuando me miraba.
Capítulo IV
Alba, mi madre, nació en el año 1915. El abuelo Mario tenía veinticinco años y la abuela dieciocho. El cambio de siglo había sido de todo menos tranquilo. Historias tan románticas y de las mil y una noches como la boda de Anita Delgado, la bailarina del Kursaal, con el marajá de Kapurtala, algo que seguramente alentó a la Inglesa a luchar por el soltero de oro de la ciudad, se mezclaban con acontecimientos como el horror de la Gran Guerra que asolaría Occidente desde el año 1914 hasta 1918, en el que Alemania pediría el armisticio que desembocaría el 28 de junio de 1919 en la firma del Tratado de Versalles.
En Cádiz, los acontecimientos sociales como la presentación de La Niña de los Peines o la llegada de La Bella Otero llenaban de expectación a la alta burguesía, ansiosa de eventos y motivos para aderezar la ligeramente aburrida vida provinciana.
Los Livingston, instalados en la preciosa casa de la plaza Mina, eran el centro de las miradas y las habladurías de la sociedad capitalina. Por supuesto mi abuela sabía que era observada con lupa por las madres y las hijas casaderas a las que había arrebatado la posibilidad de entroncar con el mejor ejemplar de las familias bodegueras gaditanas. La Inglesa vestía sus mejores galas, sacaba brillo a las esmeraldas de sus ojos y, colgada del brazo del abuelo Mario, acudía a todo evento social que aconteciese así como a la misa de los domingos en la catedral, segura de que nadie merecía mejor suerte y de que el amor de su marido era suficiente garantía de la legitimidad que nadie osaría atreverse a dudar.
Creo que su seguridad y capacidad de seducción consiguieron el efecto que habían causado en el abuelo; meterse a la gente en el bolsillo y convertir a las enemigas iniciales en dóciles vasallas.
Sus fiestas, perfectamente preparadas y diseñadas para hacer sentir a los invitados en una nube, así como las deliciosas excursiones a las bodegas con un grupo selecto de elegidos, eran comentadas durante días. Nadie se podía resistir a la cata de los escogidos caldos, al jamón bien cortado y especialmente seleccionado, a las largas veladas de cante y baile con los artistas locales, y tampoco a las tertulias literarias con escritores e intelectuales que se sentían, en las reuniones de los Livingston, libres para expresar sus ideas fueran de la ideología que fueran, y a veces adelantar en exclusiva algún retazo de la obra que tuviesen entre manos para someterlas a juicio entre iguales.
Las bodegas eran el alma de nuestra familia, ese mundo incandescente que iluminaba espacios y conversaciones, gestado con el amor a la tierra, al agua y al viento. La bodega se te metía dentro y pasaba a formar parte de la sangre. El olor al albero húmedo, o la bota vieja y fecunda con su capacidad de generar y amamantar, como una madre, vinos distintos de ámbares y ópalos dorados, un auténtico sol oculto en sus entrañas. Plinio decía que el vino es la sangre de la tierra. Para los Livingston, mi familia, era la sangre que había alimentado su vida desde la vieja Inglaterra hasta este triángulo mágico que formaban los ríos Guadalquivir y Guadalete, El Puerto, Sanlúcar y Jerez. Vinos acunados por la albariza, tierra rica en carbonato de calcio, y por el clima Atlántico meridional con su poniente húmedo y su levante seco. Esta tierra de leyendas mitológicas, de Atlantes y del dios Heracles, tallador de columnas, que hablan del principio y fin de dos mundos. Ese mar océano con temperaturas de dieciocho grados, y en el que aprendí muy pronto a bañarme en invierno y en verano, nos trajo el arte del vino, primero con los fenicios y más tarde con los árabes y sus famosos alambiques, en los que se destilaba el alcohol con fines curativos.
Nuestro vino es de sabor punzante y tiene un toque de terciopelo que lo hace único. El sabor de las botas de exclusivo roble americano, la arquitectura de las bodegas largas y altas, así como la orientación sur o suroeste, y sus ventanas semiocultas tras espesos retales de arpillera, confieren al vino una calidad y exquisitez únicas e incomparables. La naturaleza se alía cómplice para conseguir un resultado mágico que se transmite a través de los tiempos. No puedo dejar de describir ese mundo que me apasiona y al que pertenezco desde niña.
Para mí y mis hermanos ir a las bodegas, correr por sus venas, jugar al escondite entre la rica vegetación circundante, subirnos a los lujosos carruajes simulando viajes de ensueño a lugares remotos o quedarnos algún fin de semana a dormir en la gran casa de ventanas acrisoladas y patios repletos de jazmines y palmeras, era un regalo que apenas podía compararse con cualquier otra diversión.
El almijar era la gran terraza que rodeaba la bodega y en la que se soleaba la uva. Todas nuestras andanzas estaban limitadas por el respeto a los trabajos de la bodega y sus gentes, capaces de conseguir los mejores y más pálidos y ligeros finos, los suaves y secos amontillados o los olorosos, embriagadores en su olor y atractivos en su color caoba oscuro.
El abuelo Mario nos lo explicaba todo con entusiasmo y paciencia. Su mirada se hacía transparente cuando nos hablaba de la flor del vino, ese velo que se formaba en la superficie del vino de crianza. Nos transmitía amor, pasión, y nos decía que el vino podía sacar lo mejor del ser humano en su cultivo, elaboración, paciencia, exigencia y disfrute tras el trabajo bien hecho y con mimo. En los fríos de noviembre se obtenía el mejor vino. Nada era inútil o casual en las bodegas, todo tenía un ritual, un desarrollo perfecto y armónico. Como en la partitura de una sinfonía trazada por el viento, la madera, los silencios y el amor de quien la ejecutaba sabiendo que estaba ante un acontecimiento que acompañaba al hombre a través de los siglos.
El pueblo, por su parte, al margen de nuestro mundo privilegiado, continuaba con su vida bastante menos cómoda aunque mucho más atractiva. Se hablaba del famoso gitanillo Macandé, quien con ocho años hacía las delicias de los corrillos bailando y cantando. En una ocasión, ante la angustia del personal, el gitanillo desapareció durante tres días. Cuando la gente se temía lo p