Prólogo
Los dos carruajes siguieron al jinete hasta las afueras de Londres, más concretamente hasta un bosquecillo apartado donde los disparos no alertarían a nadie. El recorrido era una forma de ofrecerles a los duelistas tiempo para cambiar de opinión. Aunque eso rara vez sucedía.
William Blackburn guardó silencio durante todo el viaje, aunque su amigo Peter se aprestó a enumerar todas las razones por las que el duelo era un error, mencionando en más de una ocasión que los Rathban eran demasiado poderosos para permitir cualquier desafío y que el problema no se solucionaría con un duelo.
—Aséstale un puñetazo a Henry Rathban y date por satisfecho —le aconsejó Peter—. Mientras no haya derramamiento de sangre, podéis marcharos libremente sin temor a las consecuencias.
—Tal vez deberías haberte subido al carruaje de los Rathban en vez de al mío.
—Estoy aquí para ayudarte a entrar en razón, Will.
—No, estás aquí para asegurarte de que seguimos todas las reglas —replicó el aludido—. ¿Estás listo para oír por qué he retado a duelo a Henry Rathban?
—No me lo digas. Debo ser imparcial. Si fue un insulto demasiado grande, yo mismo querré dispararle, así que es mejor que no lo sepa.
—Sin embargo, no pareces imparcial en absoluto cuando hablas como si fueras su dichoso juez.
—Es que quiero que salgamos de esta sin sufrir repercusiones.
—Las repercusiones las estoy sufriendo ya, porque no soy yo quien va a morir —dijo William—. Este duelo solo servirá para apaciguar mi rabia. Nada solucionará el motivo que lo ha provocado. Tendré que seguir viviendo con él.
—¡No quiero saber por qué! Deja de tentarme.
—En ese caso, te agradecería que guardaras silencio, porque hemos llegado.
William fue el primero en apearse del carruaje. Peter lo siguió con el estuche de madera que contenía las dos pistolas de duelo. William le ofrecería una a Henry Rathban si él no había llevado las suyas, o aceptaría una de las que este le ofreciera. La pistola que usara era lo de menos. No tenía un arma preferida, y ese no era el primer duelo en el que participaba.
Por su parte, el padrino de Henry no era imparcial. Lo acompañaban sus dos hermanos. Algo de lo más irregular, pero a William tampoco le importaba mucho. El jinete que los había guiado hasta ese lugar era, al parecer, un médico que ya conocía los alrededores.
El hermano mayor de Henry, Albert Rathban, se acercó con el fin de decirle algo, otra irregularidad, pero William le dio el gusto y se alejó para hablar con el caballero, que era mayor que él.
—Esto no debería haber llegado tan lejos. Se te pidió que te retractaras del desafío. Así que dispararás al suelo y el asunto quedará resuelto para tu total satisfacción, o te prometo que te arrepentirás. No me lleves la contraria en esto, Blackburn. No estoy dispuesto a perder a un hermano por un asunto tan sórdido como este.
—En ese caso, deberías haber atado en corto a tu hermano pequeño o, al menos, advertirle de que no debe dejar por cornudos a otros hombres —replicó William, tras lo cual se dio media vuelta y se alejó para colocarse en su lugar.
Y allí estaba otra vez la imagen de su mujer, desnuda en su cama, y de Henry Rathban, tan desnudo como ella, acostándose a su lado. Jamás habría descubierto la ilícita relación de no haber decidido darle una sorpresa presentándose en Londres sin avisar. Kathleen acostumbraba a pasar algunas temporadas en la ciudad sin él, que se quedaba en Cheshire con las niñas. A su mujer le encantaba pasar unas cuantas semanas disfrutando con sus amigas durante la temporada social. Él prefería el campo. Ni una sola vez sospechó que mantenía aventuras amorosas a sus espaldas cuando estaba en Londres.
La noche de marras reconoció a Henry de inmediato. Era uno de los pretendientes de Kathleen el año que él consiguió que le diera el sí. Sin embargo, Henry no fue el perdedor de la historia, al parecer. Había conseguido el botín aun sin haberle puesto la alianza en el dedo.
William corrió aquella noche en busca de su pistola, tan cegado por la rabia que habría matado a Henry allí mismo. Pero cuando por fin la cargó y regresó al dormitorio, Henry se había ido y Kathleen no paraba de llorar. Juraba que era inocente. Juraba que Henry la había chantajeado para salirse con la suya. Pero entonces, ¿por qué no le había pedido ayuda para solucionarlo? No se creyó nada, salvo lo que vieron sus propios ojos.
Se sintió tan traicionado, tan furioso, que fue un milagro que no le disparara a ella. En cambio, la echó de la casa a patadas mientras retaba a duelo por carta a Henry Rathban. Esa misma semana recibió dos cartas de los hermanos del susodicho exigiéndole que cesara en su persecución de un hombre inocente. Que llamaran «inocente» a ese crápula le echó leña al fuego. Respondió con una nota en la que explicaba por qué no podía retractarse y, desde entonces, no había vuelto a saber de los hermanos.
Henry parecía asustado cuando se plantaron, el uno frente al otro, en el verde claro, y se dieron media vuelta para dar los pasos de rigor, tras lo cual ambos se volvieron, apuntaron y dispararon. William no apuntó al suelo. Henry cayó desplomado al instante. El médico corrió para examinarlo y, tras menear la cabeza, anunció que estaba muerto. William se agachó para confirmarlo y oyó al médico jadear espantado al verlo llegar a ese extremo. Henry estaba muerto, efectivamente, pero eso no alivió la rabia ni el dolor que William sentía.
Peter trató de llevarlo de vuelta al carruaje para poder marcharse lo más rápido posible, ya que los hermanos Rathban estaban alterados. De repente, Albert Rathban tiró de él para llevarlo en otra dirección. William levantó una mano para tratar de detener a Peter, que parecía dispuesto a pelear para liberarlo si era necesario. Sin embargo, Albert no lo llevaba hacia el carruaje de los Rathban, lo estaba apartando de los demás para que no oyeran lo que tenía que decirle.
El primogénito de los Rathban parecía tan furioso que William se temió que quisiera retarlo a duelo. Sin embargo, Albert bajó la voz para decirle entre dientes:
—¡Te has inventado una excusa para matar a mi hermano!
—¡Descubrí a tu hermano en la cama con mi mujer!
—En ese caso, deberías haber retado a duelo a la puta de tu mujer en vez de matar a un hombre inocente. Blackburn, no vas a irte de rositas después de esto. Abandonarás Inglaterra y no volverás jamás, o la reputación de tu familia quedará por los suelos después de este sórdido asunto.
—¿Y la tuya no va a sufrir el mismo destino en el proceso?
—Ni por asomo. Henry no ha tenido la culpa de nada, y sabías perfectamente que no era buen tirador.
—¡Yo no sabía nada...!
Albert lo interrumpió.
—Pero, de todas formas, lo obligaste a batirse en duelo, pensando que podías matarlo y salirte con la tuya, cuando lo único que hizo fue sucumbir a las artes seductoras de tu mujer. Un delito por el que no merecía morir, y no pienso permitir que eludas las consecuencias de su muerte. Se te advirtió en varias ocasiones de que te retractaras y, sin embargo, lo has matado. Así que te exiliarás de Inglaterra o tu familia pagará el precio de lo que has hecho hoy, Blackburn.
William no necesitó pensarlo siquiera. Asintió con la cabeza. Al fin y al cabo, ¿qué más daba? Tenía el corazón destrozado y su matrimonio ya no tenía sentido, así que lo mismo daba el lugar donde se refugiara para lamerse las heridas.
Mientras se subía al carruaje, Peter le preguntó:
—¿Qué quería?
—Discutir las repercusiones que mencionaste antes, y no, ya es demasiado tarde para que me preguntes cuál ha sido el motivo del duelo. Es mejor que no lo sepas.
1
Vanessa Blackburn estaba sentada al borde del acantilado que daba al mar del Norte. Era un gélido día primaveral en las Highlands escocesas, pero estaba bien resguardada gracias a su abrigo forrado de piel, además de un grueso tartán que podía usar para cubrirse la cabeza a modo de capucha si arreciaba el viento. No era escocesa..., bueno, lo era un poquito. Su bisabuelo Angus MacCabe era escocés, pero su hija menor se casó con un conde inglés, un Blackburn. El padre de Vanessa, William, era el único hijo que había sobrevivido.
Había una antigua fogata cerca, que su padre y ella encendían las noches claras de invierno, cuando se sentaban a la intemperie para observar el extrañísimo juego de luces que iluminaba el cielo del norte. Iba a echar de menos el increíble espectáculo. También iba a echar de menos montar a caballo por las colinas y los valles, pescar, ayudar a su padre con el ganado y los caballos, todas las cosas que solo podía hacer allí. Se marcharía pronto.
No quería irse. La libertad de la que disfrutaba era adictiva. No quería renunciar a ella, pero sabía que tenía que hacerlo, al menos durante un tiempo, mientras visitaba a su madre, Kathleen. Ya se temía las discusiones y las peleas que tendrían cuando llegara a Dawton Manor, en Cheshire. No se le había olvidado ni por un instante lo decidida que estaba su madre a ofrecerle tres hijas perfectas a la alta sociedad. Su madre ya les había hecho pasar, a ella y a sus hermanas gemelas, por un estricto régimen de lo que una auténtica dama debía o no debía hacer. Su padre decía que estaba convirtiéndolas en marionetas, y le había parecido así en muchísimas ocasiones. Él se había decantado por otro enfoque en su educación cuando llegaron a Escocia, ya que contrató a un sinfín de tutores para ella, y ni uno solo le había hablado de etiqueta.
Nunca olvidaría el traumático día en el que sus vidas cambiaron cuando ella tenía trece años. Hubo gritos. Sus padres habían salido para gritarse, de modo que nadie los oyera, pero incluso desde lejos era evidente que se estaban chillando. Ella lo había visto todo desde una ventana del piso superior con sus hermanas, mientras las gemelas lloraban. Ninguna había visto a sus padres pelearse.
Aquel mismo día, más tarde, se sorprendió al encontrar a su padre en el dormitorio, haciendo el equipaje, recogiendo todas sus pertenencias de la habitación.
—¿Adónde vas? —le preguntó.
—Lejos.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Para siempre.
—¿Por qué?
—Pregúntaselo a tu madre. —Habló con voz brusca, pero la miró y, al ver las lágrimas en sus ojos, extendió los brazos. Corrió hacia él, negándose a creer que sería la última vez que la abrazara, pero su padre se lo confirmó al añadir en voz baja—: Lo siento, cariño mío, pero no podré volver jamás.
Salió corriendo del dormitorio para enfrentarse a su madre, que también lloraba, pero de rabia. De todas formas, Vanessa le preguntó:
—¿Por qué se va papá?
—Porque tiene que hacerlo. No hay alternativa, y es lo único que necesitas saber.
—¡Me ha dicho que te pregunte!
—Sí, cómo no. Y te he respondido. Ahora, vete. Estoy demasiado enfadada para lidiar con vosotras hoy.
Vanessa se pasó el resto del día llorando, hasta que decidió marcharse con su padre a hurtadillas. Incluso le dejó una nota a su madre:
Has echado a papá de nuestro lado. Te odio, ¡no volverás a verme en la vida!
Su padre se marchaba esa noche en carruaje, con el equipaje amontonado en el techo de este. Ella se marchó sin nada. Saltó a la parte trasera del vehículo y trepó con cuidado al techo, tras lo cual se llevó un dedo a los labios cuando el cochero la vio allí arriba. Se descubrió ante su padre a la noche siguiente, solo cuando le entró tanta hambre que ya no pudo seguir escondiéndose. Su padre iba a devolverla de inmediato. Ella prometió escaparse de nuevo. Le juró que no viviría en Dawton Manor sin él, que odiaba a su madre por discutir con él y por obligarlo a marcharse. Su padre intentó convencerla de que no era así, de que no era culpa de Kathleen, pero por su tono de voz y su cara ella supo que mentía. A la postre, su padre accedió a que se quedara con él hasta que se hubiera instalado, pero le dijo que después la mandaría de vuelta con alguien. Aquella misma noche le envió una carta a Kathleen en la que la informaba de que Vanessa estaba sana y salva con él. El plan de su padre no se había llevado a cabo, aunque cada seis meses le preguntaba si estaba preparada para volver a casa. Su respuesta siempre había sido un enfático no.
Él no podía volver. Durante muchísimo tiempo se negó a contarle el motivo, y ella le preguntaba a menudo, aunque la respuesta siempre era la misma: que no lo comprendería porque era demasiado joven. Lo único que le decía era que antes de que se fuera de casa, su madre y él habían acordado una explicación que justificaba su marcha de Inglaterra: se había ido a las Indias Occidentales para supervisar algunas inversiones y no tenía prisa por volver a la húmeda y triste Inglaterra.
Cuando Vanessa cumplió los diecisiete años, le dijo que ya no era demasiado joven. Su padre se sentó con ella y le contó la sórdida historia, y fue entonces cuando empezó a odiar a los Rathban, la detestable familia que había amenazado la vida de su padre y que había destrozado a su familia. Una indiscreción condujo a un duelo, que él ganó, con un aristócrata llamado Henry Rathban. La familia de su rival se enfureció por el resultado y prometió arruinarlo y sumir a su familia en el escándalo si no era castigado. Puesto que los Rathban perdieron aquel día a un miembro de su familia, exigieron que los Blackburn también sufrieran lo mismo. Y así fue como lo perdieron a él.
—El exilio de Inglaterra fue elección de los Rathban —le explicó su padre—. Era más indulgente que el «ojo por ojo». Podría haber sido mucho peor. Me acusaron de homicidio premeditado. Albert Rathban, el cabeza de familia, es un conde, pero la familia desciende de duques. Tienen el poder suficiente para que me acusen del cargo de asesinato o para matarme ellos mismos sin que les pase nada. Tus hermanas y tú nunca encontraríais un buen partido si saltaba el escándalo. Y mi matrimonio ya estaba muerto de todas formas, así que no me importó marcharme para proteger nuestra reputación.
—La indiscreción no fue tuya, ¿verdad?
No parecía que su padre quisiera contestar la pregunta. Pasaron varios minutos mientras ella esperaba, hasta que él contestó:
—No.
En fin, eso lo decía todo, y se alegraba de haber decidido no volver a casa. Echaba de menos a sus hermanas, y de vez en cuando también a su madre, pero ya no. Sin embargo, su padre y ella habían acordado que una vez que cumpliera la mayoría de edad volvería a Inglaterra.
Aunque le encantaba vivir con su padre en las Highlands. Su padre criaba ganado, tanto caballos como reses de pelo rojizo, para mantenerse ocupado. También la mantenía ocupada a ella, ya que le permitía ayudarlo. Cruzó los dos caballos percherones que habían llevado consigo al norte con yeguas escocesas de Clydesdale. La mayoría de las crías no acabaron siendo tan altas como los percherones, pero un caballo albino sí. Vanessa se adueñó de él y lo llamó Rey de la Nieve. Al menos, Nieve la acompañaría. Pero tal vez no tendría que irse...
Se pasó los dedos por los rizos pelirrojos, que se había cortado para el viaje porque se negaba a montar a caballo con el traje de montar y no quería que la gente la mirase mal al verla ataviada con pantalones. Vio que se acercaba una sombra. Debía de ser su padre. Los dos criados que vivían con ellos, un matrimonio, nunca se acercaban a los acantilados. Se dio la vuelta y lo vio, con el pelo pelirrojo, que había dejado crecer mucho en los últimos meses, agitado por el viento. Tenía un brillo risueño en los ojos azules, unos ojos del mismo color que los suyos.
—Es jueves —dijo William—. ¿Pescamos hoy... por última vez, Nessi?
Otra cosa que iba a echar de menos: oír cómo la llamaba por ese apodo cariñoso. Se lo había puesto durante sus primeros meses en Escocia, cuando viajaban por las Highlands en busca de caballos y de ganado para la cría, así como de dos criados dispuestos a vivir tan lejos de un pueblo. Uno de los pueblos en los que se detuvieron estaba cerca del lago Ness. Allí se enteraron de la leyenda de un monstruo que vivía en ese lago, al que los lugareños le habían puesto el apodo cariñoso de Nessi. Incluso acamparon a la orilla del lago una noche por si podían atisbar al dragón acuático que tanta gente afirmaba haber visto.
Se rieron por la mañana, porque el monstruo no se les había aparecido, pero su padre empezó a llamarla Nessi desde entonces, porque decía que en ocasiones podía ser tan feroz como un dragón.
En cuanto a lo de pescar, contestó con un sonoro:
—¡Pues claro! Si la barca ha sobrevivido a la marea.
Sonrió al ponerse en pie. Todas las semanas, salvo los gélidos meses de invierno, salían al mar en una pequeña barca y volvían a casa con pescado para cenar. A menudo bromeaban con que la pequeña embarcación acabaría destrozada contra los acantilados, pero nunca sucedía porque su padre la amarraba muy bien. Aunque siempre tenían que vaciarla de agua salada antes de poder sacarla al mar.
—Vamos a pescar ahora, mientras brille el sol. —Al echar a andar hacia el sendero que conducía a la rocosa playa, miró a su padre, que caminaba a su lado—. No es necesario que me vaya este año solo porque haya cumplido los diecinueve.
Su padre suspiró.
—Te dejé que me convencieras el año pasado con ese razonamiento porque las gemelas van a hacer su presentación en sociedad esta primavera, y si es algo que te apetece hacer, seguramente te sentirás mejor haciéndolo con ellas. ¿De verdad quieres seguir escondiéndote aquí cuando te esperan tantas aventuras en el sur? Estabas ansiosa por alzar el vuelo hasta la primavera pasada, cuando llegó el momento de que te fueras. Si no supiera que es imposible, creería que tienes miedo.
Se detuvo para abrazarlo.
—Lo único que me da miedo es que se me rompa el corazón cuando tenga que dejarte aquí solo. Han pasado seis años, papá. A lo mejor los Rathban se han olvidado de ti y por fin puedes volver a Inglaterra.
—Perdieron a un hermano. Eso no se olvida nunca. Incluso después de que estéis todas bien casadas, un escándalo de esa magnitud podría dañaros a vosotras y también a vuestras familias. No estoy dispuesto a correr el riesgo.
—¡Pero fue un duelo legítimo!
—Los Rathban pueden hacer que parezca otra cosa. Además, accedí a marcharme.
Vanessa odiaba a esa familia, sobre todo al conde, Albert, el que había dictado las condiciones de su venganza contra su padre. Seguro que podía hacer algo para conseguir que reconocieran que su padre había sufrido bastante después de seis años de exilio. Por supuesto, no podría hacerlo hasta que estuviera en Inglaterra.
—Además —añadió su padre con una sonrisa—, si al final decides que quieres un esposo e hijos, no te interesa que te tachen de vieja solterona y que los mejores partidos no se fijen en ti.
Se echó a reír al oírlo.
—Sabes que eso no va a pasar. ¿Cuántas veces me has dicho que soy guapa? ¿O lo decías en broma? A lo mejor soy fea y por eso no hay espejos en la casa.
Su padre resopló.
—¿Crees que no vi cómo te mirabas en el espejo de la tienda aquella de Fraserburgh el mes pasado? Sabes muy bien lo guapa que eres.
—Estaba admirando los pantalones que acababa de comprar.
—¡Ja!
Vanessa chasqueó la lengua.
—La belleza está en el ojo de quien mira, así que tu opinión está tergiversada por el amor. —Levantó un dedo para silenciarlo cuando su padre hizo ademán de protestar—. No importa y, además, ahora mismo no me interesa el matrimonio, como tampoco me interesa que me vaya a convertir en una vieja solterona.
—Seguramente no pase nunca. Eres demasiado independiente.
Sabía que su padre estaba bromeando, pero ella habló en serio cuando replicó:
—Solo me casaría con un hombre si se firmara un contrato en el que quedase claro que mi prometido no puede decirme qué hacer, ni tampoco tocar mi dinero. Sería muy raro encontrar a un hombre dispuesto a acceder a algo así.
—Cierto, cariño mío, pero te sorprendería saber lo que un hombre es capaz de hacer por amor.
Su padre esbozó una sonrisa triste, lo que llevó a Vanessa a preguntarse si estaba pensando en su madre. Cuando se casó, estaba lo bastante enamorado de Kathleen, condesa de Dawton, como para acceder a sus deseos de vivir en su casa en vez de trasladarse a la de él. No había hecho semejante concesión porque el título de su suegro, el marqués de Dawton, tuviera más abolengo que el suyo. Al fin y al cabo, era el conde de Ketterham y también era más rico que su esposa.
—Y eres una muchacha excepcional, bien educada y que, además, posee una destreza innata para manejar caballos y pistolas —añadió con un deje de orgullo—. También sabes que solo bromeaba con ese «seguramente no pase nunca». Cuando te enamores, y no querría que te casaras sin estarlo, no me cabe la menor duda de que el elegido accederá a cualquier cosa con tal de tenerte a su lado. Pero te he preparado para mucho más que para la limitada vida de una dama. Ojalá hubiera podido hacer lo mismo con tus hermanas, pero tu madre se negó a ceder en cuanto a las normas sociales con las que la educaron. Ahora que ya eres mayor de edad, tienes unos ingresos importantes, dinero suficiente para crear la yeguada con la que siempre has soñado, aunque será mucho más fácil después de que te cases. Así que reúnete con tu madre y tus hermanas, y acompáñalas a Londres para romper unos cuantos corazones antes.
Se echó a reír al oírlo. Su padre hablaba como si todos sus sueños se fueran a hacer realidad. Si bien ella seguía teniendo dudas, no podía negar que sería divertido dar unas cuantas vueltas por un salón de baile en brazos de unos cuantos apuestos caballeros. Y una vez que entrara en la alta sociedad, sin duda alguna se cruzaría con los Rathban. Tenía que averiguar la forma de convencerlos de que acabaran con la venganza contra su padre, para que él también pudiera volver a casa.
Cuando llegaron a la playa, se detuvieron en seco con la vista clavada en los trozos de la barca, desperdigados por todas partes. Vanessa se echó a reír. Su padre no tardó en imitarla.
—Era vieja, tenía que pasar tarde o temprano —dijo él.
—Me alegro de que haya sucumbido. Me habría preocupado que salieras tú solo. Prométeme que no la sustituirás, al menos hasta que yo vuelva de visita.
—Si tú me prometes que no llorarás cuando te vayas.
—Yo no lloro —repuso ella, pero añadió con una sonrisa—: ¿Qué te crees que soy, una niña?
2
Carlton House, la residencia londinense del príncipe regente, era tan grande y fastuosa como un palacio. Montgomery Townsend siguió el camino habitual para entrar en la majestuosa mansión, a través del vestíbulo para llegar al luminoso recibidor de dos plantas con sus columnas de mármol. Tras ese salón se accedía a una estancia octogonal flanqueada por la gran escalinata a un lado y por un patio al otro. Además de la magnífica decoración y mobiliario franceses, Carlton House contaba con una soberbia colección de arte, la mayor parte de la cual se exhibía en los aposentos privados de Jorge.
Siguió caminando en línea recta y entró en la antesala principal, donde muchos de los amigos del regente esperaban que Jorge apareciera, si acaso se dignaba a hacerlo. La puerta de la izquierda, que conducía a sus aposentos privados, estaba cerrada.
Montgomery se acercó a un conocido cuyo nombre creía que era Henry, pero no estaba seguro y tampoco estaba por la labor de asegurarse. No le gustaba ese grupo de aduladores ni fingía que le gustasen. El único motivo de que visitaran Carlton House era para compartir las extravagancias del regente y su disipado estilo de vida. Sin embargo, podían proporcionarle información útil.
—¿De qué humor estamos hoy? —le preguntó al hombre—. ¿Dinero, mujeres o política?
—Prinny no ha dicho nada. Pero ha preguntado por ti. Pareces ser su salvador preferido.
El deje celoso fue evidente. Montgomery no dudaba de que todos los hombres presentes en la antesala deseaban estar en su posición. ¿Habían considerado acaso que el fracaso podía conducir directamente al exilio? Jorge era así de voluble. ¿Y dónde estarían ellos sin el favor del príncipe regente? Con sus familias, con sus esposas o huyendo de los acreedores. La diferencia entre esos hombres y él radicaba en la indiferencia que Montgomery sentía por la posibilidad de acabar excluido del grupo más cercano al príncipe regente. Aunque la mayor diferencia era que él no estaba allí por motivos ocultos y no necesitaba que el futuro rey le hiciera favor alguno.
Le gustaba vivir al límite. Suponía que podía achacarlo a su breve paso por el ejército. Aunque últimamente el peligro era cada vez más real. Un grupo de matones había asaltado sus aposentos y lo había perseguido por la calle, armados con hachas. Lord Chanders no tenía el valor de retarlo a duelo. Lord Halstead estaba deseando hacerlo. Sin embargo, él no había hecho nada para provocarlos. Aunque sí había fingido hacerlo. Al fin y al cabo, ese era el quid de la cuestión. Todavía no se había cansado de ser el chivo expiatorio del príncipe regente, pero atribuirse los escándalos del futuro rey conllevaba un precio más alto que el de acabar con una pésima reputación.
Sin embargo, Montgomery veía esa labor clandestina para el regente como otra forma de servir a su país lejos del campo de batalla. Era emocionante. Y no había tanta diferencia entre sus propios escándalos y los que Jorge le pasaba. Esquivar las balas en el frente dejaba huella. Recibir disparos y sobrevivir podría haberlo llevado a preferir un estilo de vida más cauto, pero no era así. La segunda bala que lo atravesó lo mandó a casa durante seis meses y su padre lo obligó a prometerle que no regresaría a la península Ibérica, donde había estado luchando, ni a ningún otro lugar del continente europeo donde las tropas británicas avanzaban o defendían territorio. Eso sucedió hacía ya dos años. Sin embargo, su padre no logró arrancarle la promesa de que dejaría de coquetear con el escándalo.
Disfrutaba de una mujer distinta cada semana y perdía interés en ellas antes de que pudiera llegar a calificarlas de «amantes». A pesar de ello, había acabado con la reputación de libertino, que fue lo que llamó la atención de Jorge. El príncipe regente admiraba las proezas de todo tipo, incluyendo las que no requerían de mucho valor. Pero al menos Montgomery se mantenía apartado de las mujeres casadas. Ojalá Jorge hiciera lo mismo. Al fin y al cabo, el príncipe contaba con un buen número de amantes a las que mantenía desde hacía años y a las que podía visitar en vez de perseguir aventuras con mujeres casadas.
Montgomery se acercó a la puerta de los aposentos privados de Jorge, llamó una vez y entró sin esperar a que le dieran permiso.
—¿Jorge?
La misma noche que los presentaron dejó claro que las formalidades no eran su fuerte cuando lo saludó diciendo: «Un placer conocerte, Jorge. Puedes llamarme Monty». Sí, estaba un poco achispado aquella noche. De no ser así, a lo mejor no se le habría pasado siquiera por la cabeza insultar al príncipe regente con algo menos apropiado que un «alteza real».
Sin embargo, aunque aquella noche se oyeron unos cuantos jadeos sorprendidos y alguien habría acabado llamándole la atención tan pronto como se recuperaran de la sorpresa, Jorge se echó a reír y dijo: «Monty, creo que seremos buenos amigos».
Y eso eran, en cierto modo. Montgomery no se unió al grupo de cortesanos que seguía a Jorge a todas partes, como los que lo esperaban en la antesala, pero sí iba a verlo cuando lo mandaba llamar. La primera vez lo hizo por curiosidad, pero Jorge solo quería jugar una partida de ajedrez con él en privado y a alguien nuevo con quien hablar de su amor por el arte, de su emoción por el hecho de estar trabajando con John Nash para rediseñar y ampliar majestuosamente su pabellón de Brighton, donde pasaba los días de vacaciones junto al mar, y de la preocupación que sentía por la posibilidad de acabar enredado en un escándalo por el ridículo error que había cometido al mantener una relación amorosa con la mujer equivocada.
A Montgomery le hizo gracia. Los escándalos no lo preocupaban, pero era obvio que un miembro de la realeza no podía mostrar semejante desdén cuando los ojos de todo el país estaban clavados en él y sus consejeros en cuestiones sociales y políticas pondrían el grito en el cielo si se enteraran. Así que aquella noche decidió que si estaba en su mano, solucionaría el problema del príncipe regente, y eso hizo. No obstante, la primera vez que sacó a Jorge de un apuro sin que él se lo pidiera, sentó un precedente. A partir de aquel momento, empezó a pedirle favores discretos, y Montgomery descubrió que no paraba de meterse en problemas.
—¡Estoy aquí!
Siguió la voz, que procedía del fastuoso salón. Jorge se hallaba sentado en la mullida butaca que tanto le gustaba, aunque estaba demasiado gordo para sentirse cómodo en ella y seguramente le costaría trabajo levantarse sin ayuda. Ese podía ser el motivo de la presencia de los dos criados que se encontraban a su lado y que Jorge despachó en cuanto él se acercó.
El príncipe regente estaba envejeciendo mal. Aunque tendría cincuenta y pocos años, sus vicios eran demasiados y tampoco trataba de controlarlos. Un frasco de láudano descansaba en una mesita cercana, junto con una licorera llena de brandi y una cesta con hojaldres, a la que le faltaba la mitad del contenido.
Aunque eran más de las doce, Jorge no estaba arreglado para salir de sus aposentos. Solo llevaba unos pantalones y una camisa blanca de lino. Incluso estaba descalzo. Aunque el príncipe de Gales cortó toda relación con Beau Brummell cuando se convirtió en príncipe regente una vez que la locura de su padre empeoró, todavía prefería los pantalones largos que Brummell había puesto de moda.
Llegaron a hacerse apuestas con el hecho de que, después de ese distanciamiento, Jorge retomaría el uso de las calzas hasta las rodillas y las medias que había llevado durante décadas, pero no lo hizo. En una ocasión le confesó a Montgomery que se vio obligado a cortar todos los lazos con sus antiguos amigos liberales, entre ellos Brummell, cuando asumió la regencia cuatro años antes. Uno de los inconvenientes y dificultades de ser el príncipe regente.
—Jorge, aquí me tienes tal como querías —dijo mientras tomaba asiento en el sofá.
—Llegas tarde, te mandé llamar hace tres días —se quejó Jorge, si bien no le puso mucho empeño.
—Es posible que tu sirviente no me encontrara a tiempo. He tenido que esconderme, sin mucho éxito por cierto, del último aristócrata al que has convertido en cornudo. Chanders, ese malnacido, ha hecho que me persiga un grupo de maleantes. Por no mencionar a lord Halstead, que sigue retándome a duelo. Hasta la fecha van cuatro notificaciones.
—Pues enfréntate a duelo con él y ya está. Estuviste en el ejército. Debes de ser un excelente tirador.
—Lo soy, por eso no me bato en duelo. —Lo dijo con voz desapasionada, pero con una convicción absoluta.
—¿Prefieres que te tilden de cobarde?
—Prefiero no matar a un hombre por el hecho de haber aceptado una culpa que no me corresponde en realidad. —Era consciente de que la afirmación podía considerarse un insulto al príncipe regente, pero Jorge se limitó a enarcar una ceja antes de extender el brazo para coger otro hojaldre.
—¿Has descubierto dónde esconderte?
—Me he estoy alojando en la residencia de mi padre durante unos días hasta que encuentre otros aposentos que alquilar. Esos matones no intentarán entrar por la fuerza en una casa llena de criados. Pero, por desgracia, uno de mis hermanos está ahora mismo en la ciudad por asuntos de negocios y ha oído los rumores de mi tendencia a relacionarme con mujeres casadas. Creo que ha mandado llamar a mi padre, pero espero encontrar unos nuevos aposentos antes de que el conde llegue para echarme un sermón.
—Conocí a tu padre en mi juventud. Me caía bien entonces, pero no quiero que me eche un sermón a estas alturas. Espero que no le hayas dicho nada a tu hermano.
—Por supuesto que no. Los gritos no me afectan.
Jorge se echó a reír. Pero Montgomery no había tenido un reencuentro agradable con su hermano, a quien no veía desde la última vez que estuvo en casa de sus padres, el año anterior. Y puesto que el propósito era salvar a Jorge de un escándalo asumiendo él toda la culpa, ni siquiera quería contarle toda la verdad a su hermano preferido, Andrew. Su familia no le perdonaría en lo que se había metido, ni siquiera por el bien del futuro rey de Inglaterra. Así que se vio obligado a aguantar el largo sermón de su hermano sobre lo que no debería estar haciendo en Londres.
—Jorge, ¿no crees que este gusto tan repentino por las mujeres casadas se está convirtiendo en una mala costumbre? Hay cientos de mujeres solteras atractivas, incluso jóvenes, que se desmayarían por la posibilidad de compartir el lecho real. ¿Eres consciente de que las mujeres son incapaces de guardar un secreto? Aunque digan que sí, rara vez lo hacen. Y un devaneo con el próximo rey de Inglaterra es un secreto demasiado grande para no presumir con las amigas. A partir de ahí se esparce por todos lados hasta que, al final, llega a oídos del marido. Por el contrario, nadie se enfadará contigo por mantener a una o dos amantes cuando estás separado de tu mujer. Lo único que se te pide es que la amante en cuestión no llegue acompañada de un marido.
—Soy muy consciente del protocolo social, real y político. Tal y como te dije, aquella primera vez fue un error. A lo largo de los años me he encaprichado de unas cuantas mujeres que no estaban disponibles. Me he resistido a la hora de perseguirlas durante años, pero vi a lady Chanders hace poco y la tentación me consumió. Pensé que ese sería mi único desliz, pero creo que me has posibilitado ahondar en la cuestión al librarme de las consecuencias de aquella deliciosa aventura.
Montgomery se echó a reír.
—Así que ¿el culpable soy yo?
—No, no, me limito simplemente a aprovecharme de tu amable y brillante solución del problema, por el cual me disculpo y te prometo que no se repetirá después de esta vez —contestó Jorge, que arrojó una nota al sofá en el que Montgomery estaba sentado—. Y ahora que estarás fuera de la ciudad por una temporada...
Montgomery lo interrumpió:
—Ah, ¿sí?
—¿No lo estarás? Al menos hasta que lord Chanders deje de perseguirte con maleantes, ¿cierto? Tampoco es que te muestres socialmente activo en la ciudad y no vas a perderte nada importante. Por cierto, ¿a qué se debe? ¿Elección personal?
—Desde luego —respondió Montgomery—. Las únicas mujeres que asisten a los eventos sociales son carabinas, debutantes y mujeres casadas. No son de mi gusto.
—Sin embargo, estabas en la velada de lady Mitchel cuando nos conocimos —le recordó Jorge.
—Algo inusual. Lady Mitchel es la suegra de Weston, mi hermano mayor. Fui coaccionado por completo. La dama se negó a abandonar mis aposentos hasta que accedí a ir a su fiesta.
—Bueno, muchacho, eres un espécimen de primer orden. El único de tus hermanos que todavía sigue soltero. Fuerte y con unos rasgos que harían desmayarse de placer a las damas. Imagino que eres el sueño hecho realidad de cualquier anfitriona.
Montgomery sonrió.
—Prefiero seguir siendo la cruz de mi padre. Ha logrado que todos los demás se casen. Estoy convencido de que al final claudicará conmigo.
Todavía no había cogido la nota que el príncipe regente le había arrojado, y en ese momento vio que Jorge la miraba con gesto elocuente. Tras recordar la promesa de que no habría más indiscreciones con mujeres casadas «después de esta vez», tampoco le hacía falta ser muy listo para deducir lo que iba a pasar a continuación.
—Lady Tyler estará en esa dirección esta noche con algunas amigas —dijo Jorge al tiempo que señalaba la nota con un gesto de la cabeza—. Si por casualidad haces ver que eres el objeto de su interés, su marido no tardará en enterarse. Problema resuelto. Alguien los oyó mientras él la acusaba de infidelidad y le exigía que le dijera el nombre del culpable. Además, varios criados me vieron visitarla hace unos días. Así que el escándalo no tardará en perseguirme si no desviamos la atención hacia otro lugar.
—¿Otra vez quieres que reciba el disparo en tu lugar?
Jorge no contestaría con una afirmación directa. Nunca pedía ese tipo de favores abiertamente. En cambio, se limitaba a enumerar los hechos.
—Lord Tyler es un lunático, le da igual acabar en la cárcel por matar al próximo rey de Inglaterra. Le estarás salvando la vida si decides convertirte en su sospechoso. Y yo te estoy salvando la vida al sacarte de la ciudad durante unos cuantos meses. Ya lo había dispuesto todo cuando me contaron que te habían visto correr por las calles de Londres, perseguido por un grupo de hombres armados con hachas. Te he buscado una propiedad recóndita donde ni siquiera tu familia podrá encontrarte; por si acaso te preocupa la inminente llegada de tu padre. Me ha contestado la señora de la casa asegurándome que será un placer contar con tu presencia durante todo el tiempo que desees. Una temporada en el campo te vendrá bien, ¿no crees? Al menos, podrás dejar de preocuparte por los rufianes de Chanders.
Montgomery cogió la nota, en la que había dos direcciones escritas, una perteneciente a la ciudad y otra, al campo.
—¿Quién será mi anfitriona en la campiña?
—La condesa de Dawton.
—Una viuda, supongo.
—No, pero es posible que se sienta sola, porque su marido lleva tantos años en las Indias Occidentales que se da por hecho que le gusta más aquel clima. Claro que es posible que sea un poco mayor para ti.
A Montgomery le hizo gracia el comentario, ya que todas las damas de Jorge eran lo bastante mayores como para ser su madre. Ansioso por la confirmación, le preguntó:
—¿Esta será la última vez?
—¿Que me adentro en una propiedad que no me pertenece? Sí. Pero tengo que pedirte un favor más importante si cabe; de hecho, es de importancia nacional y está relacionado con tu marcha de Londres. Teniendo en cuenta que la discreción es vital y que necesitarás mucha paciencia... En fin, digamos que por tus servicios a la futura corona se te concederá una propiedad que actualmente cuenta con doce arrendatarios y una pequeña casa solariega donde podrás residir. Los documentos se te entregarán después de que se acallen los escandalosos rumores y cumplas el favor.
—Jorge, nunca te he pedido nada —le recordó Montgomery.
—Lo sé, por eso quiero ser generoso. Monty, ni se te ocurra pensar que no te agradezco inmensamente que me hayas prestado tanta ayuda para salir de los problemas ocasionados por mis caprichos. Pero tal vez te encuentres en un peligro mayor que el de lidiar con unos cuantos maridos enfurecidos mientras te encargas de mi último favor. El paquete que estará a tu cargo y que tendrás que proteger se ha convertido en un fastidio, al menos para mí. Parece pensar que, dado que los dos procedemos de linajes respetados, debemos ser amigos íntimos. Contigo no sentirá lo mismo. De hecho, estoy segurísimo de que se asustará nada más verte.
—¿Por qué iba a asustarse?
—Porque he adornado magníficamente tus credenciales. Al fin y al cabo, necesito que se sienta seguro contigo. Lo estará, ¿no es cierto?
El príncipe regente parecía preocupado, de ma