Agradecimientos
Un ramillete de magnolias para cada uno de aquellos que me ayudaron en mi investigación de Misisipí, especialmente a Susan Jordan y Sherry Colhoun de la Cámara de Comercio de Holly Springs, Misisipí; a Bridgette Correale por las fotografías; y a Adele San Miguel por cerciorarse de que las recibiera. Mi agradecimiento a Elizabeth Baucom, Donna Barnes, Melanie Noto, Lynn Pittman y Carol Jackson por sus observaciones y anuarios.
Gracias, Peter Janson-Smith y sir Richard Rougier, por concederme el permiso de emplear citas de las obras de la incomparable Georgette Heyer.
He recibido información, consejos y apoyo de muchísimos amigos y colaboradores. Gracias, Steven Axelrod, Jill Barnett, Jennifer Crusie, Lisa Gallagher, Kristin Hannah, Alison Hart, Cissy Hartley, Cathie Linz, Lindsay Longford, Meryl Sawyer, Suzette Vann, Matthew Verscheure, Margaret Watson, a todos los de la Junta del Boletín del SEP y a la pandilla completa de los Phillips, incluida Dana, nuestro miembro más reciente, y Nickie Shek, quien me aclaró todo lo referente a las adolescentes de trece años.
De William Morrow and Avon Books estoy eternamente agradecida a Carrie Feron, mi editora intrépida y sin igual. También a Nancy Anderson, Richard Aquan, Leesa Belt, George Bick, Ralph D’Arienzo, Karen Davy, Darlene Delillo, Gail Dubov, Tom Egner, Seth Fleishman, Josh Frank, Jane Friedman, Heather Gould, Brian Grogan, Cathy Hemming, Angela Leigh, Kim Lewis, Selina McLemore, Brian McSharry, Judy Madonia, Michael Morrison, Jan Parrish, Shelly Perron, Chadd Reese, Rhonda Rose, Pete Soper, Michael Spradlin, Debbie Stier, Andrea Sventora, Bruce Unck y Donna Waitkus.
Benditos seáis
SUSAN ELIZABETH PHILLIPS
1
—Me temo —admitió Pen—, que mi comportamiento deja que desear. Mi tía dice que recibí una educación lamentable.
GEORGETTE HEYER,
El corintio
La hija descarriada de Parrish, Misisipí, volvía a la ciudad que había jurado dejar para siempre. La mirada de Sugar Beth Carey iba del parabrisas azotado por la lluvia al horrible perro que ocupaba el asiento del pasajero.
—Ya sé qué estás pensando, Gordon, de modo que más vale que lo sueltes. Piensas en cómo caen los poderosos. ¿Me equivoco? —Soltó una risa amarga—. Pues que te den. Mira lo que te digo... —Parpadeó para contener las lágrimas—. Que te den.
Gordon levantó la cabeza y la miró con desdén. Como si fuera basura.
—Yo no, amiguito. —Subió la calefacción del viejo Volvo para protegerse del frío de aquel día de finales de febrero—. Griffin y Diddie Carey fueron los amos de esta ciudad y yo era su princesa. La chica que prendería fuego al mundo.
Oyó un aullido imaginario de risas caninas a lo basset.
Como la hilera de casas con tejado de zinc que acababa de dejar atrás, Sugar Beth estaba un tanto deteriorada. El largo cabello rubio que le caía en remolinos sobre los hombros ya no brillaba tanto como antes, y los diminutos corazones de oro que adornaban los lóbulos de sus orejas ya no danzaban a un ritmo desenfadado. Sus labios fruncidos ya no tenían ganas de esbozar sonrisas seductoras, y sus mejillas de muñeca habían perdido la inocencia hacía ya tres maridos.
Pestañas tupidas seguían enmarcando unos ojos claros asombrosamente azules, aunque delicadas líneas empezaban a dibujar patas de gallo en las comisuras. Quince años atrás había sido la chica mejor vestida de Parrish, pero ahora una de sus botas altas hasta la pantorrilla y con tacones de aguja tenía un pequeño agujero en la suela, y su vestido de punto escarlata ceñido al cuerpo, con su recatado cuello de cisne y su no tan recatado largo, eran de una tienda barata en lugar de una boutique de lujo.
Parrish nació en la década de 1820 como ciudad algodonera del nordeste de Misisipí, y posteriormente se libró de las antorchas del ejército de ocupación de la Unión gracias a la astucia de su población femenina, que recibió a los muchachos de azul con tal encanto perseverante y tal infatigable hospitalidad sureña que ninguno de ellos tuvo el valor de encender la primera cerilla. Sugar Beth era descendiente en línea directa de aquellas mujeres, aunque en días como ése le costaba recordarlo.
Reguló los limpiaparabrisas al acercarse a la calle Shorty Smith y dirigió la mirada al edificio de dos plantas, abandonado en esa tarde de domingo, que todavía se erguía en la esquina. Gracias al chantaje económico de su padre, el instituto Parrish representaba uno de los pocos experimentos acertados en educación pública integrada del Sur profundo. Hubo un tiempo en que fue reina de aquellos pasillos. Ella y sólo ella decidía quién podía sentarse en la mejor mesa de la cafetería, qué chicos eran aceptables para salir con ellos y si estaba bien llevar un bolso Gucci de imitación cuando tu padre no era Griffin Carey y no podías permitirte el auténtico. Rubia y divina, había sido la reina suprema.
Su dictadura no siempre era benévola pero raras veces habían desafiado su poder, ni siquiera los profesores. Uno lo había intentado y Sugar Beth zanjó el asunto de forma expeditiva. En cuanto a Winnie Davis... ¿qué posibilidades tenía esa estúpida torpe e insegura contra la fuerza y el poderío de Sugar Beth Carey?
Mientras contemplaba el instituto a través de la lluvia de febrero, empezó a sonar en sus oídos la vieja musiquilla: INXS, Miami Sound Machine, Prince. Aquellos días, cuando Elton John cantaba Candle in the Wind, sólo se refería a Marylin.
El instituto. El último lugar en que había sido ama del mundo.
Gordon se tiró un pedo.
—Dios, cómo te odio, perro miserable.
La expresión desdeñosa de Gordon le dijo que le importaba un comino. En los tiempos que corrían, a ella también.
Consultó el indicador de la gasolina. Estaba en las últimas, pero no quería gastar dinero en llenar el depósito hasta que no fuera absolutamente necesario. Mirando el lado bueno: ¿quién necesita gasolina cuando acaba de llegar al final del camino?
Giró en la esquina y vio la parcela vacía que señalaba el lugar donde antaño se erguía la casa de Ryan. Ryan Galantine y ella eran como Kent y Barbie. El chico más popular; la chica más popular. «Te querré siempre.» Le partió el corazón cuando cursaban el primer año en la universidad y ella lo dejó por Darren Tharp, la estrella del atletismo, que iba a convertirse en su primer marido.
Sugar Beth recordó el modo en que Winnie Davis solía mirar a Ryan cuando creía que nadie la veía. Como si esa paria inepta tuviera alguna oportunidad con un galán como Ryan Galantine. El grupo de amigas de Sugar Beth, las Sauces del Mar, se habían desternillado a sus espaldas. Ese recuerdo la deprimió todavía más.
Conduciendo hacia el centro de la ciudad descubrió que Parrish había sacado provecho de su recién adquirido renombre como escenario y protagonista principal del éxito de no ficción Último apeadero de la línea a ninguna parte. La nueva Oficina de Turismo había atraído una incesante corriente de visitantes, y era evidente que la ciudad se había puesto a tono. La acera ya no se combaba delante de la iglesia presbiteriana, y las feas farolas de su infancia habían sido sustituidas por encantadores postes estilo belle époque. A lo largo de la calle Tyler, las históricas residencias estilo antebellum, victoriano y renacimiento helénico lucían nuevas manos de pintura, y una llamativa veleta de cobre agraciaba la cúpula de la monstruosidad italianizante de la señorita Eulie Baker. Sugar Beth y Ryan se habían besado en el callejón de detrás de aquella casa la noche antes de consumar definitivamente su relación.
Enfiló Broadway, la calle central de la ciudad, que medía cuatro manzanas de longitud. El reloj de los juzgados ya no estaba petrificado a las diez y diez, y la fuente del parque se había sacudido la mugre. El banco, junto con media docena de otros negocios, lucía toldos a rayas verdes y marrones, y la bandera de la Confederación no se veía por ninguna parte. Torció a la izquierda en la calle Valley y se dirigió a la vieja y abandonada estación de trenes, una manzana más allá. Hasta principios de los años ochenta el Central de Misisipí pasaba por allí una vez al día. A diferencia de los demás edificios del centro de la ciudad, la estación necesitaba grandes reformas y una buena limpieza.
Igual que ella.
Ya no podía aplazarlo más tiempo. Puso rumbo al pasaje Mockingbird y la mansión conocida como La Novia del Francés.
Aunque La Novia del Francés no pertenecía a los edificios históricos de Parrish, era el más grandioso de la ciudad, con sus altísimas columnas, sus anchas verandas y sus graciosas ventanas saledizas. Una hermosa amalgama de arquitectura típica de las plantaciones sureñas y del estilo reina Ana, el edificio descansaba sobre una suave elevación del terreno, bastante alejado de la vía, y estaba rodeado de magnolias, azaleas y matas de cornejo. Sugar Beth había crecido en esa casa.
Como los edificios históricos de la calle Tyler, también éste estaba bien cuidado. Los postigos lucían una mano reciente de pintura negra brillante, y el montante de abanico que coronaba la entrada de doble batiente resplandecía a la luz suave de la lámpara de araña encendida en el interior. Sugar Beth había dejado de recibir noticias de la ciudad hacía años, salvo la información dispersa que su tía Tallulah había tenido a bien enviarle de vez en cuando, de modo que no sabía quién había comprado la casa. Mejor así. Ya había bastantes personas en su vida a las que detestar, con su propio nombre encabezando la lista.
La Novia del Francés era una de las tres únicas residencias del pasaje Mockingbird. Ya había dejado atrás la primera, una romántica casa de dos plantas de estilo colonial francés. A diferencia de La Novia del Francés, sabía quién la habitaba. Su destino era la tercera casa, la que había pertenecido a su tía Tallulah.
Gordon se movió. Ese perro era malo pero Emmett, su difunto esposo, le quería, y Sugar Beth se sentía obligada a quedárselo hasta encontrarle un nuevo amo. Hasta el momento no había tenido suerte. Resultaba difícil encontrar un hogar para un basset con un grave trastorno de la personalidad.
Ahora la lluvia caía con más fuerza y, como no sabía bien adónde se dirigía, podría haberse pasado del camino cubierto de frondosidades que se abría del otro lado del alto seto protector que delimitaba La Novia del Francés por el este. Las lluvias se habían llevado la gravilla hacía tiempo, y los neumáticos desgastados del Volvo protestaron al enfilar el camino lleno de baches.
La cochera tenía un aspecto más deteriorado de lo que ella recordaba pero sus paredes de ladrillo blanco cubiertas de musgo, sus aguilones gemelos y su tejado a dos aguas empinadas aún le daban cierto encanto de cuento de hadas. Construida al mismo tiempo que La Novia del Francés, jamás había albergado nada remotamente parecido a un carruaje, pero la abuela de Sugar Beth consideraba la palabra «garaje» muy vulgar. A finales de los años cincuenta habían convertido aquel lugar en residencia de la tía Tallulah, que vivió allí el resto de su vida. Cuando murió, la cochera formó parte de su legado a Sugar Beth, una auténtica seña de los desesperados, puesto que la tía Tallulah jamás había aprobado a su sobrina.
«Sé que no quieres ser vana y egocéntrica, Sugar Beth, que Dios te bendiga. Estoy segura que algún día dejarás de serlo.»
Tallulah se creía con el derecho de insultar a su sobrina cuanto se le antojara, siempre que la bendijera en el momento de hacerlo.
Sugar Beth se inclinó sobre el asiento del copiloto y abrió la puerta para Gordon.
—Escápate, ¿quieres?
Al perro no le atraía la idea de mojarse las patas y la miró dándole a entender que esperaba que lo llevara en brazos.
—Sí, espérate sentado.
El animal le enseñó los dientes.
Sugar Beth agarró su bolso, lo que quedaba de un paquete de la comida para perros más barata que había encontrado y un pack de seis Coca-Colas. Lo que había en el maletero podía esperar hasta que cesara la lluvia. Salió del coche con el vestido corto hasta medio muslo y sus largas piernas purasangre marcando el camino.
Gordon se movía con rapidez cuando quería; la adelantó corriendo y subió como una flecha los tres escalones que conducían al pequeño porche de la entrada. La placa de madera, pintada de dorado y verde que un obrero había clavado al ladrillo cuarenta años atrás, aún ocupaba un lugar de honor junto a la puerta delantera.
DURANTE EL VERANO DE 1954
AQUÍ PINTÓ LINCOLN ASH,
EL GRAN ARTISTA
DEL EXPRESIONISMO ABSTRACTO AMERICANO
Quien había dejado a Tallulah una valiosa obra de arte que ahora pertenecía a su sobrina, Sugar Beth Carey Tharp Zagurski Hooper. Un cuadro que Sugar Beth necesitaba encontrar cuanto antes.
Escogió una de las llaves que le había enviado el abogado de la tía Tallulah, abrió la puerta y entró en la casa. Inmediatamente la envolvieron los olores del mundo de su tía: Ben Gay, moho, ensalada de pollo y desaprobación. Gordon echó un vistazo, olvidó que no le gustaba mojarse las patas y volvió a salir al exterior. Sugar Beth dejó sus paquetes en el suelo y miró alrededor.
El área habitable estaba atestada de un horror de objetos entrañables de la familia: sillas polvorientas estilo Sheraton, mesas con patas astilladas en forma de garras o de bolas, un escritorio estilo reina Ana y un colgador de sombreros de madera curvada, festoneada de telarañas. El aparador de caoba contenía un reloj de repisa estilo Seth Thomas, un par de feos doguillos de porcelana y un cofre de plata, blasonado con una placa deslustrada, que honraba a Tallulah Carey por sus muchos años de servicio dedicado a las Hijas de la Confederación.
No existía un esquema decorativo organizado. La raída alfombra oriental de la sala competía con el sofá de descolorida zaraza floreada. La llama bordada en amarillo y rojo coral de un sillón asomaba entre una variedad de cojines con fundas hechas a ganchillo. La otomana era de piel verde desgastada; las cortinas, de blonda amarillenta. A pesar de todo, aquellos colores y diseños, apagados por el uso y la edad, acababan conformando una especie de armonía cansina.
Sugar Beth se acercó al aparador y apartó una telaraña para abrir el cofre de plata. En su interior había doce juegos de cubiertos de plata de ley Gorham Chantilly. Cada dos meses, desde que Sugar Beth tenía memoria, Tallulah usaba las cucharillas de té cuando se reunía con su grupo para jugar a la canasta los miércoles por la mañana. Sugar Beth se preguntó cuánto le pagarían por doce juegos de cubiertos de plata de ley.
No lo suficiente. Tenía que encontrar la pintura.
Necesitaba ir al lavabo y estaba hambrienta, pero no podía esperar más para ver el estudio. La lluvia no amainaba. Agarró un viejo jersey cursi de color beige que Tallulah había dejado junto a la puerta, se cubrió los hombros y volvió a salir. El agua entró por el agujero de su bota cuando enfiló el sendero enlosado que conducía a la parte posterior de la casa, donde se encontraba el garaje. Las viejas puertas de madera colgaban de sus goznes. Utilizó una de sus llaves para liberar el candado, y las abrió.
El lugar estaba exactamente como lo recordaba. Cuando la cochera fue convertida en hogar de solterona, Tallulah se había negado a permitir que los carpinteros destruyeran aquella parte del viejo garaje donde Lincoln Ash había tenido su estudio. Se contentó con una sala de estar más pequeña y una cocina más estrecha, y conservó aquello como un templo. En los estantes de madera basta aún estaban las latas de pintura seca que Ash había desparramado sobre sus lienzos cincuenta años atrás, para crear las pinturas que habrían de ser sus obras maestras. Puesto que las dos únicas ventanas del garaje admitían sólo una mínima cantidad de luz, el pintor trabajaba con las puertas abiertas y disponía sus lienzos por el suelo. Hacía años su tía había recubierto el pavimento salpicado de pintura con gruesas capas de plástico protector, ahora ya tan cubierto de grima, polvo y bichos muertos que los colores apenas resultaban visibles. Una escalera salpicada de pintura, también envuelta en plástico, descansaba en uno de los extremos del garaje, cerca de una mesa de trabajo sobre la que había una caja de herramientas, una colección de los viejos pinceles de Ash y una serie de espátulas, todas desparramadas como si el pintor acabara de tomarse un descanso para fumar un cigarrillo. Sugar Beth no esperaba que su intratable tía hubiera dejado el cuadro esperándola junto a la puerta, pero bueno, no habría estado mal. Reprimió un suspiro. Empezaría a buscar en serio a primera hora de la mañana.
Gordon la siguió de vuelta a la casa. Cuando encendió una lámpara de pie con pantalla adornada con flecos, la desesperación que llevaba semanas atormentándola arremetió con fuerza. Hacía quince años había dejado Parrish con toda arrogancia, una muchacha tonta y vengativa que no podía concebir un universo que no girara en torno a ella. Pero el universo había reído el último.
Se acercó a la ventana y descorrió la cortina cubierta de polvo. Por encima de los setos sucesivos, vio las chimeneas de La Novia del Francés. El nombre provenía del hogar original. Su abuela había diseñado la casa, su abuelo la había construido, su padre la había modernizado y Diddie le había dispensado todo su amor. «Un día La Novia del Francés será tuya, bomboncito.»
En los viejos tiempos se habría abandonado al llanto por las injusticias de la vida. Ahora corrió la cortina y se dio la vuelta para ir a dar de comer a su desagradable perro.
Colin Byrne estaba de pie delante de la ventana del dormitorio principal de La Novia del Francés, en la segunda planta de la casa. Su aspecto invocaba la elegancia melancólica de un hombre de otro período histórico, probablemente de la Regencia británica, o de cualquier época en la que destacaran los impertinentes, las cajas de tabaco y las reuniones de salón. Tenía los ojos color jade hundidos y un rostro estrecho y alargado, esculpido con pómulos prominentes sobre dos cuencas en forma de comas. Las colas de las comas se curvaban hacia las comisuras de una boca que no sabía sonreír. Era el rostro de un hombre exquisito, vagamente decadente, o lo habría sido de no ser por su enorme nariz, larga, huesuda y aristocrática, increíblemente fea y, sin embargo, perfectamente conjuntada con el resto de sus facciones.
Llevaba un batín de terciopelo púrpura con la misma desenvoltura que otro hombre llevaría una sudadera. Completaban su atuendo unos pantalones de pijama de seda negra sujetos con un cordón y unas zapatillas adornadas con símbolos chinos de color escarlata en las puntas. Las prendas habían sido perfectamente confeccionadas para vestir ese cuerpo excepcionalmente alto y ancho de hombros, aunque sus grandes manos trabajadoras, de palmas anchas y dedos gruesos, advertían que no todo lo relacionado con Colin Byrne era exactamente lo que parecía.
Mientras desde su ventana veía encenderse las luces de la cochera, la línea ya adusta de su boca se endureció todavía más. De modo que los rumores eran ciertos. Sugar Beth Carey había regresado.
Habían pasado quince años desde la última vez que la había visto. Era poco más que un crío entonces. Tenía veintidós años y estaba segurísimo de sí mismo, un pájaro exótico que había aterrizado en aquella pequeña ciudad del Sur para escribir su primera novela y... ah, sí, para ejercer de maestro en su tiempo libre. No dejaba de ser placentero, dejar que un rencor fermentase tanto tiempo. Como los buenos vinos franceses, ganaba en complejidad y adquiría matices y sutilezas que una solución más rápida habría hecho imposibles.
Las comisuras de sus labios se torcieron de impaciencia. Quince años atrás estaría impotente ante ella. Ahora no.
Llegó a Parrish procedente de Inglaterra para enseñar en el instituto local, aunque no sentía pasión alguna por esa profesión ni tenía talento para desempeñarla. Parrish, no obstante, como otras pequeñas ciudades del Misisipí, necesitaba maestros desesperadamente. Con la idea de exponer a sus jóvenes a un mundo más amplio que el propio, un comité de ciudadanos ilustres del estado se había puesto en contacto con las universidades del Reino Unido, ofreciendo puestos acompañados de visas de trabajo para sus licenciados.
Colin, fascinado desde siempre con los escritores norteamericanos del Sur, no dejó pasar la oportunidad. ¿Qué lugar mejor para escribir su propia gran novela que el paisaje literariamente fértil del Misisipí, hogar de Faulkner, Eudora Welty, Tennessee Williams y Richard Wright? Redactó una presentación elocuente que exageraba enormemente su interés en la enseñanza, reunió deslumbrantes referencias de varios de sus profesores y adjuntó las primeras veinte páginas de la novela que apenas había empezado, pensando —acertadamente, según se demostró— que un estado con una herencia literaria tan impresionante no podría por menos que apoyar a un escritor. Un mes después recibió la noticia de su aceptación y pronto se encontró de camino a Misisipí.
Se enamoró del maldito lugar desde el primer día: de su hospitalidad, de sus tradiciones, de su encanto de ciudad pequeña. No ocurrió lo mismo, sin embargo, con su posición en la enseñanza, que de difícil llegó a convertirse directamente en imposible, gracias a Sugar Beth Carey.
Colin no había elaborado un plan específico para su venganza. Ninguna trama maquiavélica a cuyo ardid hubiera dedicado los últimos diez años de su vida. Jamás había concedido a Sugar Beth tanto poder sobre él. Aunque esto no significaba que pretendía dejar de lado su largamente alimentado rencor. Bien al contrario, se tomaría su tiempo y esperaría a ver qué le sugería su imaginación de escritor.
Sonó el teléfono y Colin abandonó la ventana para contestar con ese escueto acento británico que sus años en el Sur americano no habían suavizado.
—Byrne al habla.
—Colin, soy Winnie. Intenté localizarte antes.
Él había estado trabajando en el tercer capítulo de su nuevo libro.
—Lo siento, amor. Todavía no he comprobado mi buzón de voz. ¿Se trata de algo importante? —Llevó el teléfono junto a la ventana y miró a través de los cristales. Una nueva luz se había encendido en la cochera, esta vez en la segunda planta.
—Estamos todos aquí, dispuestos a lo que sea. Los chicos están viendo las noticias de Daytona y nadie te ha visto en siglos. ¿Por qué no vienes? Te echamos de menos, señor Byrne.
A Winnie le gustaba tomarle el pelo recordándole su vieja relación de profesor y alumna. Ella y su marido eran sus amigos más íntimos en Parrish y, por un momento, se sintió tentado. Pero las Sauces del Mar y sus medias naranjas estarían allí. Generalmente, esas mujeres le divertían, pero esta noche no estaba de humor para sus cotilleos.
—Necesito trabajar un rato más. Iré la próxima vez, ¿de acuerdo?
—Desde luego.
Miró al otro lado del césped, deseando no ser él quien tuviera que darle la noticia.
—Winnie..., hay luces encendidas en la cochera.
Hubo un silencio antes de que ella respondiera con voz suave, casi inexpresiva:
—Ha vuelto.
—Eso parece.
Winnie ya no era una adolescente insegura, y un tono acerado impregnó sus mullidas vocales sureñas:
—Bien, pues. Que empiece el espectáculo.
Winnie entró en su cocina justo a tiempo de ver a Leeann Perkins cerrar su teléfono móvil con ojos que bailaban de agitación.
—No vais a creer esto.
Winnie tuvo la sospecha de que sí lo creería.
Las otras cuatro mujeres que estaban en la cocina dejaron de hacer lo que estaban haciendo. La voz de Leeann tendía a ser chillona cuando estaba alterada, sonaba un poco como una Minnie Mouse sureña.
—Era Renee. ¿Os acordáis que es pariente de Larry Carter, quien trabaja en el Mercarrápido desde que salió de rehabilitación? Nunca adivinaréis quién pasó por caja hace un par de horas.
Mientras Leeann hacía una pausa deliberadamente dramática, Winnie cogió un cuchillo y se esforzó en concentrarse en cortar la tarta que había preparado Heidi Pettibone. Su mano apenas temblaba.
Leeann metió el móvil en su bolso sin apartar los ojos de las demás.
—¡Ha vuelto Sugar Beth!
La cuchara ranurada que Merylinn Jasper estaba enjuagando cayó en el fregadero.
—No me lo creo.
—Sabíamos que volvería. —Heidi frunció el ceño con indignación—. Aun así... ¿cómo se ha atrevido?
—Sugar Beth ha sido siempre bastante atrevida —le recordó Leeann.
—Esto va a causar muchos problemas. —Amy Graham tocó la cruz dorada que llevaba colgada del cuello. En el instituto había sido la cristiana mayor del último curso y presidenta del Club Bíblico. Todavía tenía cierta tendencia al proselitismo, pero era una mujer tan decente que las demás lo pasaban por alto. Amy posó una mano en el brazo de Winnie.
—¿Estás bien?
—Estupendamente.
Leeann se arrepintió.
—No debí anunciarlo tan bruscamente. He vuelto a ser insensible, ¿no es cierto?
—Como siempre —dijo Amy—. Pero te queremos, a pesar de todo.
—Y también Jesús —añadió Merylinn antes de que Amy lo dijese.
Heidi tiró de uno de los diminutos ositos de plata que llevaba como pendientes, a juego con el osito azul de su jersey. Le gustaba coleccionar ositos y a veces se pasaba un poco.
—¿Cuánto tiempo creéis que se va a quedar?
Leeann metió una mano dentro de su largo escote para ajustarse uno de los tirantes del sujetador. Tenía los pechos más bonitos de las Sauces del Mar y le gustaba presumir de ellos.
—No mucho. Apostaría por ello. Dios, éramos unas pequeñas arpías.
El silencio se apoderó de la cocina. Amy lo rompió para decir lo que todas estaban pensando:
—Winnie no lo era.
Porque Winnie no era una de ellas. La única que no había pertenecido a las Sauces del Mar. No dejaba de ser irónico, dado que ahora era su líder.
Sugar Beth había concebido la idea de las Sauces del Mar cuando tenía once años. Había elegido aquel extraño nombre por un sueño que había tenido, aunque ya ninguna de ellas recordaba de qué iba. Las Sauces del Mar sería un club privado, les había anunciado, el club más divertido de la historia para las chicas más populares del colegio que, por supuesto, habría de elegir ella misma. Esencialmente, había hecho un buen trabajo y, transcurridos más de veinte años, las Sauces del Mar seguían siendo el club más divertido de la ciudad.
En sus mejores momentos había llegado a tener doce miembros, aunque algunas se habían ido de la ciudad y Dreama Shephard había muerto. Ahora ya sólo quedaban las cuatro mujeres que estaban con Winnie en su cocina. Se habían convertido en sus amigas más entrañables.
Phil, el marido de Heidi, asomó la cabeza en la cocina. Traía el pote de arcilla vacío que había contenido la salsa Rotel que los hombres insistían en tomar en cada reunión, una mezcla picante de tomate y Velveeta en la que les gustaba remojar sus Tostitos.
—Clint nos obliga a ver un partido de golf. ¿Cuándo cenaremos?
—Pronto. Y nunca adivinarías qué nos acaban de decir. —Los pendientes de osito de Heidi bailotearon—. Sugar Beth ha vuelto.
—No me digas. ¿Cuándo?
—Esta tarde. Leeann acaba de recibir la noticia.
Phil las miró fijamente por un momento, luego meneó la cabeza y desapareció para ir a dar la noticia a los demás.
Las mujeres pusieron manos a la obra y el silencio reinó en la cocina durante unos minutos, mientras cada una de ellas era presa de sus pensamientos. Los de Winnie eran amargos. De jóvenes, Sugar Beth había tenido todo lo que Winnie deseaba: belleza, popularidad, confianza en sí misma y a Ryan Galantine. Winnie, por su parte, sólo tenía una cosa que Sugar Beth deseara. Una cosa valiosa, sin embargo, que al final demostró ser la única que importaba.
Amy sacó un jamón de un horno, junto con una bandeja de las famosas batatas Drambuie de su madre. Del otro horno Leeann sacó unas tortas de queso con ajo y una cacerola de espinacas con alcachofas. La espaciosa cocina de Winnie, con sus taquillas de cálido color cereza y su enorme isla central, hacía de su casa el lugar más conveniente para sus reuniones. Esa noche habían dejado a los niños con la sobrina de Amy. Winnie había propuesto a su propia hija que hiciera de canguro, pero últimamente se había vuelto díscola y se negó.
Sureñas de pura cepa, las Sauces del Mar se vestían en toda regla para reunirse, es decir, se pasaban la primera parte de todos sus encuentros comentando la ropa que llevaban. Ése era el legado que habían recibido de unas madres que se ponían medias de seda y tacones altos para ir hasta el buzón de correos. Winnie, no obstante, no era una Sauce del Mar y, a pesar de las regañinas de su madre, le había costado más tiempo que a las demás descubrir cómo adecentar su aspecto.
Leeann lamió una mancha de queso con ajo de su dedo índice.
—Me pregunto si Colin se ha enterado.
—¿Has podido hablar con él, Winnie? —le preguntó Amy—. La noticia nos ha despistado tanto que no te lo hemos preguntado.
Winnie asintió.
—Sí, pero está trabajando.
—Siempre está trabajando. —Merylinn cogió un trozo de papel de cocina—. Ni que fuera un yanqui.
—¿Te acuerdas cuánto miedo le teníamos en el colegio? —preguntó Leeann.
—Excepto Sugar Beth —puntualizó Amy—. Y Winnie, por supuesto, que era la mascota de los profesores. —Todas le sonrieron.
—Dios, cuánto le deseaba —dijo Heidi—. Quizá fuera raro pero, desde luego, era atractivo. Aunque no tan atractivo como ahora.
Ése era un tema familiar. Habían pasado cinco años desde que Colin volviera a Parrish, y apenas se habían acostumbrado a tener como miembro de su grupo de amigos al hombre que antaño fuera su profesor más temido.
—Todas le deseábamos. Excepto Winnie.
—Yo también, un poco —dijo Winnie para redimirse. Pero no era del todo cierto. Puede que el ensimismamiento melancólico y romántico de Colin la hiciera suspirar, pero nunca había fantaseado con él como las otras chicas. Para ella sólo existía Ryan. Ryan Galantine, el chico que amó a Sugar Beth Carey con toda el alma.
—¿Dónde he metido las manoplas del horno?
Winnie se las dio.
—Colin ya sabe que ha vuelto. Ha visto luces en la cochera.
—Me pregunto qué piensa hacer.
Amy metió un tenedor de servir en la bandeja con el jamón.
—Pues yo, por mi parte, no pienso dirigirle la palabra.
—Ya sabes que lo harás si tienes la oportunidad —repuso Leeann—. Todas lo haremos, porque nos morimos de curiosidad. Me pregunto qué aspecto tendrá.
Rubia y perfecta, pensó Winnie. Luchó contra las ganas de ir corriendo a mirarse en el espejo para cerciorarse de que ya no era aquella Winnie Davis torpe y rechoncha. Aunque sus mejillas nunca perderían la redondez y ella nada podía hacer para remediar la baja estatura que había heredado de su padre, estaba delgada y en buena forma gracias a sus cinco torturadoras sesiones semanales en el gimnasio. Como las otras mujeres, se aplicaba el maquillaje con maestría y lucía joyas de buen gusto, aunque más caras que las demás. Llevaba el cabello oscuro en melena corta según los últimos dictados de la moda, obra de la mejor peluquería de Memphis. Esta noche llevaba una camiseta bordada, unos pantalones verdes y zapatillas a juego. Todo lo que poseía seguía la moda, a diferencia de sus años escolares, cuando andaba torpemente por los corredores enfundada en prendas informes y aterrorizada de que alguien pudiera dirigirle la palabra.
Colin, él mismo un inadaptado, la había comprendido. Se había mostrado amable con ella desde el principio, más amable que con el resto de sus compañeras de clase, que a menudo eran blanco de su lengua cínica y afilada. A pesar de ello, las chicas soñaban con él. Heidi, una apasionada de los romances históricos, fue la que le puso el sobrenombre.
«Me recuerda a aquel atormentado joven duque inglés, enfundado en una gran capa negra que ondea al viento y que, cada vez que hay tormenta, se pasea por las almenas de su castillo, porque todavía llora la muerte de su joven y hermosa esposa.»
A Colin empezaron a llamarle el Duque, aunque no a la cara. No era el tipo de profesor que inspirara esa especie de familiaridad.
Los hombres comenzaron a llegar a la cocina, atraídos por el olor a comida y por ver las reacciones de sus mujeres a la noticia del regreso de Sugar Beth.
Merylinn quiso espantarles agitando los brazos.
—Estáis en medio.
Los hombres no le hicieron caso, nunca hacían caso cuando llegaba la hora de la cena, y las mujeres iniciaron su danza habitual en torno a ellos, llevando la comida de la cocina al aparador estilo finales del siglo XVIII que ocupaba una de las paredes del elegante comedor formal de Winnie.
—¿Sabe Colin que Sugar Beth ha vuelto? —preguntó Deke, el marido de Merylinn.
—Fue él quien se lo dijo a Winnie. —Merylinn le puso una ensaladera en las manos.
—Y vosotras, dulces criaturas, os quejáis porque en Parrish nunca pasa nada. —Clint, el marido de Amy, era de Meridian pero conocía tan bien las viejas historias locales que a veces olvidaban que no era uno de ellos.
Brad Simmons, que tenía una tienda de electrodomésticos, rió por lo bajo. Era la cita de Leeann para la velada. En realidad, a Leeann no le gustaba pero, desde su divorcio, se había propuesto probar todos los solteros disponibles de Parrish, además de algunos que no estaban disponibles, aunque las mujeres no hablaban del tema, porque Leeann lo tenía difícil. Con dos niños, uno de ellos discapacitado, y un ex marido que siempre se retrasaba en pagar la pensión de los hijos, Leeann se merecía todas las diversiones que podía encontrar.
El marido de Winnie fue el último en hacer su aparición. Era el más alto de los hombres, delgado y de facciones refinadas, con el cabello color trigo y los ojos color caramelo, y una de esas caras varoniles perfectamente simétricas que en más de una ocasión había impulsado a Merylinn a decirle que debía cumplir con la misión que le encomendara Dios y apuntarse como donante habitual de esperma. Las Sauces del Mar eran demasiado bien educadas para dejar lo que hacían e interrogarle, como hubiesen deseado, pero le observaban con el rabillo del ojo mientras cogía el sacacorchos y se disponía a abrir el vino que Winnie había traído a la mesa.
Winnie sintió el viejo dolor familiar en el pecho. Llevaban algo más de trece años casados. Tenían una hija preciosa, una casa maravillosa, una vida casi perfecta. Casi porque, por mucho que Winnie se esforzara, siempre ocuparía un segundo lugar en el corazón de Ryan Galantine.
Después de pasar dos días alimentándose con Krispy Kremes rancias y Coca-Colas, Sugar Beth ya no podía aplazar más la visita al supermercado. Esperó hasta última hora del martes, con la esperanza de que habría ya poca gente en la Gran Estrella, y se dirigió al centro con el coche. La suerte la acompañó y pudo comprar lo que necesitaba sin tener que hablar con nadie, excepto con Peg Drucker, la cajera, que se conmocionó tanto que escaneó dos veces el código de barras de la mermelada de uva, y con Cubby Bowmar, quien la alcanzó mientras Peg metía la compra en las bolsas y le reveló un hueco oscuro en el lugar que solía ocupar su diente canino derecho.
—Eh, Sugar Beth, estás aún más preciosa de lo que recordaba, muñequita. —Su mirada bajó de sus pechos a la entrepierna de sus pantalones de pinza y cintura baja—. Ahora tengo mi propio negocio. Limpieza de Alfombras Bowmar. Y no me va nada mal. ¿Por qué tú y yo no vamos a tomar unas cervezas en Dudley’s y recordamos los viejos tiempos? ¿Qué me dices?
—Lo siento, Cubby, pero renuncié a los hombres guapos el día en que decidí hacerme monja.
—Demonios, Sugar Beth, ni siquiera eres católica.
—Pues esto sí que será una sorpresa para mi buen amigo el Papa.
—No eres católica, Sugar Beth. Sólo eres una estirada, como siempre.
—Eres un hombre inteligente, Cubby. Dale recuerdos a tu mamá, de mi parte.
Al salir de la Gran Estrella, no quiso mirar el cartel que la había hecho parar en seco cuando entraba:
LOS CONCIERTOS DE WINNIE Y RYAN GALANTINE
DOMINGO 7 DE MARZO, A LAS 2 DE LA TARDE
SEGUNDA IGLESIA BAUTISTA
DONACIÓN DE 5 DÓLARES A FAVOR DE LA CARIDAD
Le pareció que la noche se le caía encima y puso rumbo al lago, sólo para descubrir que no tenía dinero suficiente para gasolina. Hizo un giro de ciento ochenta grados en la calle Spring, no lejos de la entrada de la Fábrica de Ventanas Carey, el negocio que fundara su abuelo, sólo que ahora se llamaba CWF. Le resultaba difícil imaginarse a Winnie y a Ryan organizando una serie de conciertos. Llevaban más de doce años casados. La idea no tenía por qué causarle dolor, puesto que había sido Sugar Beth quien le rechazara. Con su característico mal criterio, había echado un vistazo a Darren Tharp y se había olvidado del «Te querré siempre». Ahora Winnie era la fuerza promotora de la revitalización de la ciudad y miembro de la mayoría de las juntas de organizaciones cívicas.
La furgoneta de Limpieza de Alfombras Bowmar se cruzó con ella, en dirección contraria. Cuando iban al instituto, Cubby y sus amigotes aparecían sobre el césped de La Novia del Francés a medianoche, aullando a la luna y coreando su nombre:
—Sugar... Sugar... Sugar...
Generalmente, su padre seguía durmiendo, pero Diddie se levantaba de la cama para sentarse delante de la ventana de Sugar Beth, donde fumaba sus Tareytons mientras los observaba.
—Serás una mujer que recordarán, Sugar, cariño —susurraba—. Una mujer que recordarán.
—Sugar... Sugar... Sugar...
La mujer que recordarían enfiló con su Volvo maltrecho el pasaje Mockingbird y echó una mirada a la casa colonial francesa que había sido el hogar del dentista más rico de la ciudad y ahora pertenecía a Ryan y Winnie. El último par de días no podía haber sido más desolador. Sugar Beth había limpiado la cochera para que fuera habitable, pero no había descubierto ni rastro de la pintura de Lincoln Ash. Mañana tendría que enfrentarse a la ingrata tarea de buscarla en la estación arruinada. ¿No podría la tía Tallulah haberle legado bonos y acciones, en lugar de una miserable cochera y una estación ferroviaria que debía haber sido demolida hacía años?
Llegó al final del pasaje Mockingbird y frenó cuando los faros del Volvo iluminaron algo que no estaba allí cuando había partido: una gruesa cadena que obstruía la entrada a su camino de grava. Apenas había estado ausente dos horas. Alguien se había dado mucha prisa.
Bajó del coche para investigar. El cemento rápido era muy eficaz, y un par de fuertes patadas no consiguió mover los postes que sostenían la cadena. Obviamente, los nuevos propietarios de La Novia del Francés no sabían que aquel camino de grava no formaba parte de su propiedad.
Sus ánimos se hundieron todavía más e intentó convencerse de que sería mejor esperar hasta la mañana para plantarles cara, pero había aprendido la dura lección de nunca postergar la resolución de los problemas, de modo que se encaminó hacia el largo camino que conducía a la entrada de la casa en que había crecido. Incluso con los ojos vendados habría reconocido el dibujo familiar de los tochos bajo sus pies, el punto donde el camino se hundía, el lugar donde trazaba una curva para evitar las raíces de un roble caído durante una tormenta, cuando ella tenía dieciséis años. Se acercó a la veranda principal con sus cuatro elegantes columnas. Si recorriera con el dedo la base de la más cercana, encontraría el lugar donde había grabado sus iniciales con la llave de El Dorado de Diddie.
En el interior de la casa brillaban luces. Sugar Beth quiso creer que el vacío que sentía en el estómago se debía a la falta de comida, pero sabía que ésa no era la razón. Antes de ir a la ciudad había tratado de estimular su autoconfianza con una camiseta ceñida de tono rosa caramelo, que dejaba al descubierto unos centímetros de barriga, unos pantalones de cintura baja ceñidos a sus largas piernas, y unos zapatos de tacón de aguja que la elevaban hasta casi los dos metros. Completó su atuendo con una cazadora negra de motociclista —imitación— y con tachones de diamantes falsos del tamaño de un guisante, comprada en sustitución de los auténticos, que había tenido que empeñar. Aquel atuendo, sin embargo, no conseguía fortalecer su moral en esos momentos y, al cruzar el porche de su viejo hogar, sus tacones marcaron el ritmo lejano de todo lo que había perdido. «Sugar Beth Carey ya no vive aquí.»
Irguió los hombros, levantó la barbilla y llamó al timbre, pero, en lugar de la familiar campanada de siete notas, oyó un resonante gong a dos tonos. ¿Qué derecho tenía nadie de cambiar las campanadas de La Novia del Francés?
La puerta se abrió. Un hombre apareció en el umbral. Alto. Majestuoso. Habían pasado quince años, pero supo quién era incluso antes de que le hablara.
—Hola, Sugar Beth.
2
—Veo que estás temblando —dijo aquella voz odiosa—. No voy a pegarte si te comportas bien.
GEORGETTE HEYER,
El cachorro del diablo
Tragó saliva y dijo con voz ronca:
—¿Señor Byrne?
Los labios severos y delgados del hombre apenas se movieron.
—Exacto. Soy el señor Byrne.
Ella intentó recuperar el aliento. Tallulah no le había dicho que quien compró La Novia del Francés había sido él, aunque su tía sólo le comunicaba las noticias que quería que Sugar Beth supiera. Los años se esfumaron. Veintidós. Ésa era la edad que él tenía cuando ella arruinó su carrera. Apenas más que un crío.
Tenía un aspecto rarísimo en esa época, con su cuerpo a lo Ichabod Crane —demasiado alto, demasiado delgado, el cabello demasiado largo, la nariz demasiado grande, todo él demasiado excéntrico para una pequeña ciudad del Sur—, su físico, su acento, su actitud. Naturalmente, las chicas quedaron deslumbradas. Vestía siempre de negro, por lo general ropa raída, con pañuelos de seda anudados en el cuello, algunos con flecos, uno de cachemira pálida, otro tan largo que le llegaba a las caderas. Empleaba frases como «terriblemente mal» y «no fastidies», y en una ocasión dijo «veo que estamos un poco debiluchos hoy».
La primera semana de clase le pillaron con una tabaquera de carey. El día que oyó a los chicos murmurar que parecía un marica, les miró por encima de su larga nariz y les dijo que lo consideraba un cumplido, ya que muchos de los grandes hombres de la historia habían sido homosexuales. «Por desgracia —añadió—, yo he sido condenado a una vida de vulgar heterosexualidad. Sólo espero que algunos de vosotros seáis más afortunados.»
Aquello fue carne de reunión padres-profesores.
El joven profesor que ella recordaba, sin embargo, no era más que un pálido antecedente del hombre imponente que se erguía ante ella. Byrne seguía siendo raro aunque de un modo mucho menos inquietante. Su cuerpo desgarbado había ganado en musculatura y se veía atlético. Era delgado pero ya no enclenque y, por fin, se había conjuntado con su cara, incluso con aquella nariz de bocina, mientras que los pómulos que antes parecían feroces ahora poseían un aire patricio.
Sugar Beth conocía el olor del dinero, y le envolvía como una nube. La última vez que le viera, su pelo le llegaba a los hombros. Ahora seguía siendo espeso pero corto y cuidadamente despeinado, como el pelo de las estrellas del cine. No era fácil distinguir si su brillo se debía a algún producto costoso de peluquería masculina o a su buena salud, pero una cosa resultaba obvia: aquel corte no se lo habían hecho en Parrish, Misisipí.
Llevaba un jersey acanalado de cuello de tortuga que se proclamaba a voces Armani, y pantalones de lanilla negra con finísimas rayas doradas. No sólo Ichabod Crane había crecido sino que había asistido a unos cursos de estilo, antes de comprar la academia y convertirla en franquicia internacional.
Sugar Beth casi nunca tenía que levantar la cabeza para mirar a un hombre, especialmente cuando llevaba tacones kilométricos, pero ahora tuvo que levantarla. Para mirar aquellos ojos de jade altivo que tan bien recordaba. Su viejo resentimiento brotó enseguida:
—Nadie me dijo que habías vuelto.
—¿De veras? Qué divertido. —No había perdido su acento británico, aunque ella sabía que los acentos se pueden fingir. El suyo propio, por ejemplo, podía ser del Norte o del Sur, según exigiesen las circunstancias—. Pasa, por favor. —Byrne dio un paso atrás para invitarla a entrar en su propia casa.
Tuvo ganas de hacerle un corte de manga y mandarlo al infierno. Pero la huida era uno de esos lujos que ya no se podía permitir, junto con los berrinches y el abuso de las tarjetas de crédito. El desprecio que contraía las comisuras de los finos labios de Byrne demostraba que sabía muy bien cuánto dolía su invitación. Saber que él esperaba que ella huyera despavorida le dio la fortaleza necesaria para erguir los hombros y cruzar el umbral de La Novia del Francés.
La había estropeado. Lo vio enseguida. Otra hermosa residencia del Sur arruinada en manos de un invasor extranjero.
La forma redondeada del vestíbulo de la entrada y la gran curva de la escalera permanecían iguales, pero él había destruido los románticos colores apastelados de Diddie pintando las paredes curvas de un marrón oscuro y las viejas molduras de roble, de blanco tiza. Un discordante cuadro abstracto colgaba en el lugar de la pintura que antaño dominaba aquel espacio, un retrato de tamaño natural de ella misma a la edad de cinco años, vestida con exquisitos encajes blancos y lazos rosa y acurrucada a los pies elegantemente calzados de su bellísima madre. Diddie había insistido en que el artista añadiera un caniche de peluche a la composición, aunque no tenían un caniche ni ninguna clase de perro, a pesar de las súplicas de Sugar Beth. Su madre había declarado que no admitiría en su casa a nadie que acostumbrara lamer sus partes íntimas o las partes íntimas de cualquier otro.
Los desgastados suelos de madera habían sido sustituidos por losas de mármol, unidas con bandas de mármol de color gris oscuro. Las antiguas cómodas habían desaparecido, como también el espejo dorado estilo María Antonieta y el par de sillas tapizadas con brocados dorados. Ahora dominaba el espacio un piano de media cola de reluciente lacado negro. Un piano de media cola en el vestíbulo de entrada de La Novia del Francés... Puede que la abuela de Sugar Beth, con sus gustos vanguardistas, supiera apreciar la extravagancia, pero sin duda Diddie se estaba revolviendo en su tumba.
—Bueno, bueno... —El acento de Sugar Beth viró al Sur profundo, como hacía siempre que se encontraba en posición desventajosa—. Si no has puesto tu sello personal en las cosas...
—Hago lo que me place. —La contempló con la arrogancia de un aristócrata que se ve obligado a hablar con la fregona, pero ella se merecía su hostilidad. Por mucho que él le pusiera los pelos de punta, había llegado el momento de enfrentarse a las consecuencias. Ya no se podía evitar, así que Sugar Beth dijo:
—Te escribí una carta de disculpa.
—¿De veras? —Su expresión no podía ser de mayor desinterés.
—Me fue devuelta.
—No me digas.
Pretendía mantenerla de pie en el vestíbulo. No se merecía un trato mejor pero tampoco iba a arrastrarse, de modo que optó por un término medio entre lo que le debía a él y lo que se debía a sí misma.
—Demasiado poco y demasiado tarde, soy consciente de ello. Pero ¿qué demonios? El arrepentimiento es el arrepentimiento.
—No sabría decirte. No tengo mucho de lo que arrepentirme.
—Entonces presta atención a alguien que sí lo ha tenido y sabe lo que es. A veces, señor Byrne, un simple «lo siento» es lo mejor que uno puede hacer.
—Y a veces lo mejor no basta. ¿No es así?
No pensaba perdonarla, como era de esperar. No obstante, sus disculpas no habían sonado demasiado sinceras y, puesto que él se merecía esta sinceridad, la integridad de Sugar Beth le exigía intentarlo de nuevo. No allí, sin embargo, no mientras estuviera de pie en el vestíbulo como una criada.
—¿Te importarí