PRÓLOGO
En los días previos al lanzamiento de la primera edición de este volumen, unos amigos que conocían el texto me aconsejaron —con gravedad o en broma— que preparase las maletas para abandonar el país: los argentinos no me perdonarían todo lo que allí decía. Era demasiado frontal, demasiado insolente.
Contra el terrible pronóstico, la obra fue recibida con alborozo. En poco tiempo superó una decena de abultadas ediciones. Los lectores la recomendaron y comentaron con fiebre. Yo estaba muy sorprendido y no podía contestar el flujo de llamadas telefónicas ni las cartas agobiantes de elogios o nuevas ideas. Algunas radios y medios gráficos de diversos puntos del país tuvieron la iniciativa de reproducir frases que les resultaban elocuentes. Mi mayor sorpresa fue escuchar al comentarista deportivo Víctor Hugo Morales quien, entre gol y gol, se aplicaba a difundir calientes parrafadas.
Tuve la gratificación de saber que, por lo menos, había acertado con el título. El nuestro era, decididamente, un país de novela.
Pero la mayor de mis satisfacciones fue enterarme de que en muchas escuelas y colegios se empezaba a leer y discutir este libro en clases de historia, literatura o ciencias sociales. Un público joven e inquieto avanzaba sobre la modorra conceptual de los adultos.
Ahora aparece en esta colección de Editorial Sudamericana. Como ha ocurrido con los títulos anteriores, estoy obligado a revisarlo y darle una cuidadosa pulida. Pero no más de lo que haría el restaurador de un cuadro: quitarle la pátina para que los colores luzcan mejor.
En este caso las correcciones no fueron conceptuales, sino de simple ajuste. En muchas páginas, ni siquiera eso. Nuestro doloroso y fascinante país tiene valores y defectos hondos que fluctúan en intensidad, pero sin modificar de raíz el catálogo. Por ende, lo descripto hace una década mantiene su vigencia. Cambian los actores, se transforma el escenario, tenemos sensación de novedad, pero el libreto mantiene sus líneas cardinales. La Argentina es distinta y la misma a la vez. Posee identidad.
Mientras releía las páginas de este volumen me preguntaba si debía agregar una descripción de los años ‘90. Confieso que la empresa tentaba mis fibras profundas. La obra no llega siquiera a la trascendental caída del Muro de Berlín. Pero ello me obligaba a escribir otro libro tan o más vasto que éste. En nuestro amado y difícil país han ocurrido cosas fuertes.
La década del ‘90 puede etiquetarse de diferentes maneras: década corrupta, década farandulera, década hipócrita, década neoliberal, década estabilizadora, década desestabilizadora, década escéptica, década polarizadora, década confusa. La lista podría seguir. Apenas nos brinda una muestra de lo mucho que se puede analizar. Pero no corresponde hacerlo aquí. Este libro no fue redactado para elaborar una crónica del presente, sino para entenderlo desde una perspectiva amplia.
La última década —escándalo más, escándalo menos— está prefigurada en las anteriores. Ha demostrado que el título de esta obra le calza a la perfección.
MARCOS AGUINIS
I. PÓRTICO
1
Prefiero suponer que debo este libro a otro escritor, más joven, audaz y entusiasta que yo. Desde hace aproximadamente ocho meses ha comenzado una persecución implacable. Viene tras de mí con sus borradores y sus ideas. Me busca a la salida del trabajo, irrumpe en casa después de la cena y se ha convertido en mi huésped de plomo durante los fines de semana. No sé cómo reaccionar: ahora también se cuela en mi tiempo privado, come a mi mesa y viaja conmigo, hablándome. Lo hace sin parar. Arrastra impúdicamente sus gordos fajos de recortes, documentos y citas que hurta de todas las fuentes a su alcance. Escribe sentado y de pie, abruma con preguntas y reflexiones. Para colmo, exige mis respuestas y no se enfada con mis críticas. Es el acompañante ideal para no dormir ni relajarse, sino para componer un libro. Que es su propósito.
Ya ve: lo está consiguiendo. Tras penosas dudas, he comenzado el libro. Quiero sacarme este tábano de encima y para ello no tengo mejor opción que satisfacerlo. Lo cual me exige el cilicio de proseguir escuchando sus osadías y volcar en el papel sus ideas.
Este individuo, que parece separado de mí y al mismo tiempo me habita, me arrastra por esta aventura plagada de flancos vulnerables. En los acalorados debates que mantenemos le recuerdo que ya se ha escrito mucho sobre la Argentina y los argentinos, que ya se la enfocó desde el sentimiento, la definición, el misterio, la profundidad, la intimidad, la maravilla, el pensamiento, la soledad, la viveza, el medio pelo; que distinguidos autores fatigaron lentes de gran aumento y llenaron páginas memorables. Que la gente ya está harta de revolver el mismo guiso.
No se arredra. Quiere entender a la Argentina y a los argentinos porque —dice— los ama, los admira, lo enternecen... y lo desconciertan. Reconoce que el género ensayo, el magnífico género literario que consagró Montesquieu, no es ideal para su propósito, pero ofrece ventajas. Ventajas a cambio de un precio: la coherencia. Y hete aquí una dificultad: los argentinos tenemos poco trato con la coherencia. René Balestra llega a categorizar a la Argentina como absurdo; dice que manejamos una nueva gramática en la que el verbo entra en colisión con el sustantivo: los aviones no vuelan, los teléfonos no hablan, la electricidad no mueve ni ilumina, el gas no enciende, los trenes no andan, la universidad no enseña... Tiene algo de cierto y mucho de impacto. Esta descripción odiosa y en parte falsa contiene amor. ¿Ayuda a corregir los defectos o ayuda a tolerarlos? Nuestra composición anímica incluye baldazos de ilógica, chorros de ilusión, toneladas de hipérbole y espolvoreos de melancolía. Además de paradojas, muchas paradojas.
Veamos una. Orwell anunció el apocalipsis para una fecha maldita: “1984”. Y bien: la Argentina realizó una suerte de inversión: vivió la atmósfera de “1984” antes de 1984 y en ese año disfrutó la alegría de tener restablecida la democracia.
Antes de 1984 mi país se había hecho vergonzosamente célebre por la creación masiva de un nuevo tipo de víctima: los desaparecidos. El siglo XX ya se venía diferenciando de los anteriores por el incremento de la crueldad: dos guerras mundiales, producción fantástica de armamentos, devastadores conflictos locales, el holocausto, varios genocidios y una apabullante generación de refugiados. A esta ominosa lista añadimos la flamante monstruosidad. Los desaparecidos son un crimen que los autores no reconocen como tal. Sin embargo, la mera “desaparición” prueba un ocultamiento, y este ocultamiento estaría de más si no existiese el crimen.
Antes de los desaparecidos la Argentina era apenas identificada por el tango, Evita, el Che Guevara. Para niveles de mejor información se solía añadir a la lista su excelente carne vacuna, la pampa, Jorge Luis Borges, la Patagonia. Los conocedores agregaban a Domingo Faustino Sarmiento, la copiosa inmigración de la primera mitad de siglo, el Libertador San Martín, Buenos Aires y su parecido con París, el gaucho, la aventura de los Apeninos a los Andes que narra Edmundo D‘Amicis en su libro Corazón, la hospitalidad brindada a los republicanos que huyeron de la Guerra Civil Española. A ello se incorporaban datos recientes sobre exiliados argentinos que se radicaban en otros países como buenos científicos o dotados artistas, y sobre los ciudadanos argentinos disparados al mundo durante el festín de la “plata dulce” (1978-1981), que corrían por las avenidas turísticas del universo decididos a “comprar todo” con los dólares que hinchaban sus bolsillos. Pueblo rico, generoso y feliz. Al mismo tiempo empobrecido y atribulado. Con certezas en su potencialidad. Y que, obsesivamente, machaca la pregunta: ¿qué nos pasa?
La Argentina es un país vasto al que se llega desde los otros continentes mediante un largo viaje. Habitualmente se coincide en suspirar: “¡Queda en el culo del mundo!” Lo cual nos ofende sobremanera, aunque hayamos sido argentinos quienes inventamos la expresión. Decorosamente se podría explicar que se trata de un país ubicado en la región caudal de América. Pero con este giro concedemos enseguida el privilegio cefálico al extremo opuesto, el norte. No se trataría de un privilegio novedoso, porque la cartografía se desarrolló en el norte y cabría suponer que le tentaba dibujarse “arriba”. Algunos cartógrafos locales han intentado poner los mapas cabeza abajo, pero su conmovedor empeño no modifica la dolorosa relación de fuerzas. Va imponiéndose el humor de quienes no se escandalizan por lo del culo y miran pensativamente el panorama. James Reston escribió que los Estados Unidos parecen dispuestos a hacer cualquier cosa por América latina, menos leer sobre ella o tratar de comprenderla. Y el venezolano Carlos Rangel asevera que “el no sentirse Latinoamérica indispensable, o ni siquiera demasiado necesaria”, hace suponer “que si se llegara a hundir en el océano sin dejar rastro, el resto del mundo no sería más que marginalmente afectado”. En otras palabras, mi querida Argentina corre un peligro mayor que el de estar en una punta del mundo: quedar fuera del mundo.
Otra desventaja se vincula con nuestra escasa población: somos apenas treinta y cuatro millones para un territorio de casi tres millones de kilómetros cuadrados. En la Patagonia la densidad cae a medio habitante por kilómetro cuadrado. Desde el siglo XIX se viene insistiendo en la necesidad de llenar con gente nuestras tierras y que “civilizar es poblar”. Hoy en día, sin embargo, con los problemas mundiales de la explosión demográfica, ese defecto ya no es señalado con énfasis, y la centenaria consigna pierde respaldo. Más que inmigrantes, urge distribuir mejor los treinta y cuatro millones, cuya mitad se amontona en la ciudad y provincia de Buenos Aires. Los otros inconvenientes, vistos desde afuera, son menores. Vistos desde adentro, se agrandan merced a los tozudos esfuerzos que realizamos no sólo para que así sean, sino para que así parezcan.
Las virtudes —que alternativamente negamos y voceamos— son múltiples. La Argentina es un país joven. Mana recursos naturales que no puede ni sabe consumir. Tiene una población bastante sana, de variados orígenes, con un considerable nivel medio de educación. No ha padecido guerras que hayan dañado en forma significativa su población ni sus recursos. No existen conflictos estructurales insolubles. No la han mortificado hambrunas. Las comunicaciones —con muchas fallas— mantienen conectada a la mayor parte del país. En varios rubros existen manifestaciones de excelencia, tanto de la ciencia y la técnica como del arte, el desarrollo empresarial o el movimiento cooperativo. Se ha conformado una de las centrales obreras más numerosas del mundo. En una época la Argentina llegó a ser el centro editorial de Hispanoamérica.
Sin embargo, G. K. Chesterton ya habría avizorado decenas de paradojas en lo poco que venimos diciendo: virtudes que generan padecimientos, padecimientos que no generan virtudes, experiencias que se olvidan, disvalores que se critican y, al mismo tiempo, son motivo de orgullo. Por estas paradojas, no sólo muchos extranjeros tienen dificultad en comprender a los argentinos; tampoco nos resulta fácil a nosotros. Si bien todos los pueblos tienen su complejidad y misterio, los argentinos podemos reconocer que a veces somos un poco más: un enigma dentro del misterio.
Este complicado laberinto desafía nuestras fuerzas y nuestra razón. El autor de este libro insiste en recorrer algunas de sus cámaras confusas, situaciones humorísticas y también pasillos trágicos. Para cualquiera puede resultar emocionante. Para los argentinos es un ejercicio de reencuentro.
2
La exploración de la identidad argentina nos puede enardecer, enriquecer o alienar. Pero tardará en brindarnos la respuesta luminosa y redonda que apetecemos. No la consiguen pueblos con historia más larga y estudios más rigurosos. Se lucubra que la Argentina es, por lo menos, cuatro países precariamente ensamblados en el sentido transversal, sincrónico. Y otros tantos países en el longitudinal, diacrónico. Tiene más diferencias caracterológicas un habitante de Buenos Aires con otro del noroeste que un bonaerense con los uruguayos y un jujeño con los ciudadanos de Bolivia. Nuestro mapa es colorido. Es el marco unificador de una fogosa diversidad. En ella caben actitudes develadoras y encubridoras, vitales y letales, creativas y sacralizantes. Todo lo que se diga sobre nuestro pueblo —sobre cualquier pueblo— es una conclusión aproximada y provisoria. Aproximada, porque aún no se dispone de un instrumento suficientemente preciso para obviar las distorsiones de la subjetividad. Provisoria, porque no sólo cambia el ojo y el espíritu del observador, sino porque lo observado no deja de cambiar. En estas arenas movedizas, sin embargo, podemos efectuar varios señalamientos discutibles y comprometedores.
Un ejemplo. A mediados de los ‘70 muchas personas emprenden el penoso trajinar del exilio. La mayoría es recibida con cálida hospitalidad en varios países del continente y de Europa. Con poca o con significativa ayuda deben afrontar situaciones inéditas, desenredarse de las pesadillas que siguen invadiendo los sueños, adaptarse a otras modalidades. Cuesta superar el pasado, cuesta mejorar el presente. Algunos tienen más suerte, algunos más nostalgia, algunos más rencor. Los anfitriones los acogen con curiosidad y estima. Pero al poco tiempo pergeñan una hiriente y divertida recomendación: “compre un argentino por lo que vale y véndalo por lo que dice que vale”.
¿Nos creemos tan valiosos como aparentamos? ¿O es una mentira de circunstancias? Ni es tan mentira, ni sólo de circunstancia. El argentino engreído que hace notar su volumen y habilidad, especialmente en el extranjero, no es una excepción. Corresponde al tipo porteño que los habitantes de las provincias no soportan. Suscita envidia y rechazo. Dice que es mejor: él, su país, su ciudad, su barrio, su bife. Se lo han inculcado desde chiquito en los discursos y las lecciones. Inscribieron en su alma que Dios es argentino, somos el granero del mundo, tenemos un destino de grandeza. Simultáneamente padece el temor al ridículo. No acepta que lo critiquen y menos que le hagan una burla. Se desespera si un extraño le toca un mito, llámese Gardel o la versión congelada de los próceres. Para evitar estos malos ratos asume una postura solemne. Postura que sostiene con éxito mediante la risa estentórea, muecas laterales y gestos de desenfado. Así se desplaza por el mundo, con autosuficiencia engañadora.
Pero en la intimidad, con la distensión que provee la reserva o el apoyo de un amigo, puede reconocer sus defectos. Entonces no sólo es sincero, sino cruel. Castiga nuestros errores y falencias en duros términos. Pareciera que en el alma le hubieran inscripto el negativo de lo que declama: el diablo es argentino, somos la escoria del mundo y tenemos un destino de mierda. Como es insoportable saberlo y asumirlo, guarda el saber para el secreto y exhibe lo contrario. La prepotencia es el antifaz de cierta impotencia. Abrirse paso con el espolón de los codos y persuadir con voz imperativa demuestra que no confía en métodos menos agresivos.
Esta flagrante bivalencia es llamativa en los altibajos del humor. La producción artística —música, cine, literatura— refleja dominancia melancólica entre los argentinos; pero desde el nivel popular y gráfico fluye un humor caudaloso que horada sin clemencia hábitos, rigidez, personajes y caracteres. Durante las dictaduras el humor es un socavador, y durante la democracia, un necesario develador. Existen períodos en que crece la inspiración de la gente y de boca en boca ruedan los chistes; en otros períodos se ensombrecen las caras pero continúa, y en parte compensa, la inagotable comicidad gráfica. Así como se ha celebrado un delicado humor finisecular de los ingleses o un agridulce humor judío, aún no se ha reconocido la desproporcionadamente vigorosa producción gráfica humorística argentina con nombres que traspasan sus fronteras con productos de valor universal. Quizá, por razones que todavía no son claras, predomina lo escrito sobre lo oral como una especie de samizdat oxigenante para compensar los mandatos de apariencia y silencio.
Las manifestaciones alegres no son extrañas. Contradicen el acento atribulado del tango o del folklore, el aletargamiento de la pampa o los lamentos de poetas tristes. Persisten ecos de frenéticos candombes, milongas y malambos que dan cuenta de regocijo y de fiesta. Pero esto último no descuella. Menos en los últimos años, en que hubo muchas frustraciones colectivas. Se dice, por ejemplo, que mientras Brasil sufre al ritmo del samba, la Argentina llora al ritmo del tango. Nos inunda una mezcla de rencor y lírica, erotismo y muerte, manía y depresión. Todo bien retorcido, escurridizo y apasionado como el baile. Y protestón como la letra.
Veamos otros señalamientos.
Alternan en nuestro espíritu la solución y la salvación.
Es útil reflexionar sobre esto. Porque la solución exige serenidad, autoconfianza y racionalidad; en cambio la salvación prescinde de ellas. La solución es tarea de uno; la salvación es tarea de otro. La solución puede ser fallida y demandar un nuevo esfuerzo; la salvación es infalible. La solución requiere paciencia; la salvación requiere ansiedad. La solución es tangible, concreta, pedestre; la salvación es una instancia idealizada e inaprehensible. La solución se teje esforzadamente, por ejemplo, en un clima democrático. La salvación no necesita de la democracia, sino del mesías. También se suele ensanchar una franja intermedia en la que interjuegan ambas. Entonces la salvación se oculta tras el antifaz de aparentes soluciones; pero en vez de impulsarlas, las sabotea; en vez de mejorarlas, las desacredita. Las soluciones fallidas se convierten en el camino de un recrudecimiento salvacionista. La solución, a su turno, se sirve de los fracasos de la salvación; entonces crece una saludable prevención ante los ilusionistas o quienes prometen demasiado. Hacia el final de las dictaduras —todas salvacionistas— aumenta el anhelo de solución. Durante las penurias de la democracia, en cambio, aumenta el anhelo de salvación. Se busca lo opuesto de lo que se tiene. Pero en la alternancia —y a favor de un tiempo prolongado— gana la solución, porque se desacredita la salvación. No es, sin embargo, una guerra ganada. Los cambios profundos son ciertos, pero todavía insuficientes.
El anhelo de salvación, cuando no satisface la solución, y el deseo de solución, cuando fracasa la salvación, muestra que frecuentemente se cambia de caballo: ora la racionalidad, ora la magia; ora el esfuerzo propio, ora el milagro. Esto se vincula con una especie de generalizado deporte: poner en otra parte también la causa. La causa de nuestros bienes reside en la riqueza del país, verdadera y declamada. No somos sus hacedores. La causa de nuestros males, a su vez, en la “maldad” del gobierno, el extranjero, el imperialismo, las ideas ajenas a nuestra idiosincrasia, el patrón, el empleado, el vecino. No somos los responsables. De esta forma, pues, hemos desarrollado una técnica que nos permite esquivar el bulto. Si no funciona la solución, que venga la salvación. Si nos atormenta la salvación, que jamás se cumple, reclamamos la solución y su costoso esfuerzo. Si nos va bien, Dios es argentino. Si nos va mal, la culpa es de otro.
A pocos días de asumir el general Bignone como último presidente de la pasada dictadura, pronunció un discurso conciliador que permitiera una retirada digna. Dijo en esa oportunidad que “todos somos culpables” e ilustró sus palabras con el ejemplo de la prostituta a quien nadie podía arrojar la primera piedra. Fue elogiado por su tono amistoso y porque se incluía entre los culpables. Recuerdo haberle contestado con un artículo más o menos audaz titulado “Eso de arrojar la primera piedra...”.* Le decía que la generalización era un viejo método que no clarifica. Su propósito —demostraba el artículo— era licuar la culpa de unos pocos entre millones, de tal forma que los más involucrados terminen sin darse por aludidos. Traigo este episodio para evitar un error: en el delicado tema de la culpa, el autor de este libro no tiene placer ni costumbre de adjudicarla con ligereza. Pretende, sí, una reflexión seria sobre los indicios de la débil responsabilidad que campea entre nosotros. Culpa y responsabilidad no son lo mismo. Nos estamos refiriendo a la responsabilidad. La que reniega de la solución y fuga hacia la salvación. La que rápidamente dirige su mirada hacia otro u otros cuando tiene que explicar un fracaso.
Ideólogos y políticos, dirigentes y charlistas compiten en su afán por llenarse la boca con los “autores” de nuestras desgracias. Consiguen audiencia, porque alivia depositar afuera los lastres. Si no alcanzan los entes de la vecindad o el repertorio de los chivos emisarios tradicionales, centran el discurso reduccionista en los organismos internacionales o en la dependencia. Y se ha llegado a una prodigiosa abstracción que nadie precisa pero suena a espanto: la sinarquía. Durante muchos años se matracó esta palabreja —resucitada por Perón—, que tiene la ventaja de poder colgársela a quien uno prefiere: los judíos, los comunistas, los colonialistas, los intelectuales, los imperialistas o los oligofrénicos.** Quien cincela nuestros dramas es alguien o algo que no es uno, pero es más poderoso que uno.***
El factor externo es real, pero no exclusivo. Circunscribirse a él tranquiliza: justifica la derrota. Nos exime de responsabilidad. Pero observado con agudeza, debería avergonzarnos. Porque es una coartada. Porque obtura futuros éxitos. No hay duda de que en el complejo entramado nacional e internacional juegan las presiones de intereses que nos convierten en víctimas de sus ciegos apetitos. Pero no son ellos siempre y únicamente los autores: también lo somos nosotros. Y de nosotros depende que les resulte difícil someternos. Paradójicamente, quienes más enronquecen denunciando la culpa de los menos, ayudan al desarrollo de la responsabilidad que nos permitirá enderezar nuestro destino. Aunque insistan en que somos sujetos de la historia, por este mecanismo tranquilizador y alienante nos condenan a ser objetos de la historia. La culpa en el otro nos arrincona en la pasividad —aunque se acompañe de bombas y petardos—. La responsabilidad propia nos eleva al rol activo, aunque carezca de espectacularidad.
* El texto está reproducido en el libro El valor de escribir, Biblioteca Aguinis, Editorial Sudamericana, septiembre de 1998.
** Referencia a la novela La conspiración de los idiotas, Editorial Sudamericana, 1997.
*** “Prefiero suponer que debo este libro a otro escritor”, dije al principio. He ilustrado conmigo mismo, descaradamente y desde el comienzo, esta fuerte propensión.
3
Advierto con preocupación que escribo aceleradamente. Las ideas se amontonan. No me dan tiempo para ordenarlas. Aunque reescriba, algunos párrafos vuelven a superponerse. Supongo que el empeño tiene alguna razón de ser, aunque no pueda advertirla. Es necesario que evite la generalización y la simplificación. Son saboteadoras de la verdad. Pero valoro la síntesis. Y la riqueza de datos. En pocas páginas he volcado un chorro de observaciones y angustias, reflexiones y expectativas. Los argentinos somos más complejos aun. Admirando nuestros valores, más ganas tengo de sacarle la máscara a los disvalores. Pero ¿quién soy yo para discernir entre la máscara y el rostro? Soy un protagonista. Un autor que tiene otro autor adentro que no da respiro y no acepta medias tintas. Es riesgoso, lo sé. No sólo para el autor, sino para lo que escribe. Justificativo o exculpación: no lo podría hacer de otra forma.
Y seguimos adelante.
La precaria responsabilidad también suele colgarle el sayo al destino. En algunas ocasiones parece que cientos de miles nos ponemos de acuerdo en decir que “todo va mal”. El omnímodo fatalismo no deja piedra sobre piedra. Descree del presente, no vislumbra regocijo futuro. “Este país no tiene cura”, se machaca por doquier. En la oficina y en el bar, en la administración pública y en los claustros universitarios se realiza el ejercicio del desaliento con enérgica convicción, hasta que alguien aprieta el freno con la pintoresca frase: “¡No me tire más pálidas!”.
El escepticismo que envuelve anchas franjas del país se trueca en lo opuesto cuando titilan señales positivas. Entonces se habla de esperanza y potencialidades. Se recuerdan atropelladamente los recursos naturales y humanos, la historia y la geografía, la Biblia y el calefón.
Este bascular se ve en contradictorias “certezas” de arraigo. Suele repetirse, por ejemplo, que “el pueblo nunca se equivoca”, y lo opuesto: “este pueblo nunca aprende”. En otro campo se exige “reeducar a las Fuerzas Armadas” para que no vuelvan a errar sus objetivos o ignorar sus límites, pero a renglón seguido repican discursos sobre la dignidad de las Fuerzas Armadas y su tradición patriótica que no toleraría experimentos innovadores. Muchos que defienden las libertades consagradas por Occidente no se han horrorizado por la represión, los crímenes y latrocinios que se han cometido en nombre de esas libertades. Se condena el derecho a matar y se consienten los asesinatos. Se apela a la inexorable marcha de la historia y se recurre al voluntarismo que cambiaría su rumbo. Esa “certeza” inexorable no sólo corresponde a la ideología de la izquierda senil, sino a vastos sectores que no se creen limitados por una ideología, sino que evocan al pasar, como dato obvio, “nuestro destino de grandeza” o “el país que merecemos”. Se critica el enorme gasto público pero se exige como si no existiese el gasto público; a veces, en el mismo párrafo se injuria al Estado y se le pide que haga otro poquito. Las contradicciones no son advertidas y esto contribuye a mantener su vigencia. Se obedece a dos patrones. Con poca lógica. Con poca serenidad. Y con enfática contundencia.
De esta forma tejemos un curioso tapiz de contrastantes dibujos con un solo hilo. A veces relumbra el dibujo de la débil responsabilidad, a veces la débil racionalidad, a veces la débil autoconfianza.
Me detengo aquí. Releo lo escrito. Me formulo preguntas. Me parece que no soy ecuánime. Marco únicamente los aspectos descalificantes. Para entender a los argentinos también debo señalar cualidades: ternura, lucidez, hospitalidad, ingenio. Son muchas, importantes, necesarias. Pero estas cualidades que conocemos y compartimos suelen escogerse bajo el calor seco de deformaciones, prejuicios y resentimientos que conocemos menos o negamos. Su descubrimiento irrita. Pero sólo su descubrimiento permitirá ponerlos en caja.
Decido continuar otro poco, entonces, con los aspectos que nos avergüenzan.
Acabamos de describir la débil responsabilidad. Si tironeamos del hilo unificador empieza a relucir un dibujo próximo: el autoritarismo pasivo. ¿Qué los relaciona? Funciones de causa y efecto. El autoritarismo pasivo hace gozar de la irresponsabilidad y ésta induce a persistir en aquél. Es notable el interjuego y vale la pena mirarlo de cerca.
Aclaremos primero qué es el autoritarismo pasivo. Equivale a la cara oculta de la luna. Existe, pero no se la ve en forma directa. La cara visible y sobrecogedora, en cambio, corresponde a su modalidad activa. Ésta reúne la mayoría de las descripciones, estudios y críticas. La que exhibe conocidas manifestaciones que van desde las tiranías políticas hasta los abusos en el seno del hogar, desde las asfixias en la enseñanza hasta las corrupciones y violencias en el deporte, desde la delincuencia disfrazada de seguridad pública hasta las iniquidades en las relaciones de trabajo. Entre los argentinos esta forma activa ha tenido mucho auge. No lo digo en tiempo pretérito porque ya podamos celebrar su extinción, ni siquiera su definitivo repliegue. Sólo que esta modalidad del autoritarismo está más identificada, acotada y desprestigiada. Pero aún gravita y amenaza con recuperar los territorios que debió ceder.
El autoritarismo pasivo se diferencia del anterior porque no utiliza fusiles ni garrotes. No lo protagoniza el dominador sino el dominado. Prevalece entre nosotros. Y pareciera haberse incrementado por el espacio que ha perdido la modalidad activa. Se basa en la obediencia inconsciente a los mandatos autoritarios. Mandatos que se caracterizan por un alto nivel de desprecio, que manipulan al sometido como si fuese un estúpido, un incapaz y un indigno. La población impregnada de autoritarismo pasivo no advierte que en las aguas profundas de su espíritu acepta la desvalorización que le impusieron. En lo abisal se siente poca cosa. Pero como resulta intolerable reconocerlo, en la superficie parece normal o superior a lo normal, hiperactuaciones incluidas. Ignora qué le pasa. No ve al déspota —nos referimos al período en que no ocupa el poder formal— y supone que no sufre el despotismo. Pero el déspota sigue gobernando. Parece que no está; y sin embargo está. Sólo su figura es invisible. Pero su enseñanza deletérea no se borra fácilmente. Persiste el vago temor a un castigo si aventuramos la rebeldía. Su ojo cruel vigila nuestras acciones, nuestros pensamientos. Todo el saber y todo el poder le pertenecen. Es el proveedor de bienes si acatamos su voluntad y de males si usurpamos su papel. Para que no descargue su venganza debemos inclinarnos ante su omnipotencia. Su omnipotencia exige la contrapartida de nuestra impotencia. Él, por lo tanto, se ocupa de crear y decidir. Nosotros, de rogar.
El autoritarismo pasivo genera un consejo que en la Argentina ha gozado de nefasta resonancia: “No te metás”. Meterte equivale a cuestionar al déspota o a ocuparte de lo que no te concierne. Aceptá que sos pequeño y limitado.
Este autoritarismo también genera el predominio de la protesta. Los argentinos somos protestones. Se protesta mucho y con razón bajo una tiranía: están bloqueados los canales de expresión, descalificadas las alternativas, censurada la creatividad. Teníamos razones para protestar y mucho. Pero un exceso de protesta en la democracia evidencia que persiste un comportamiento anacrónico. Seguimos actuando como si no hubiese pasado el tiempo, cambiado el sistema y modificado el clima social. He señalado en otros textos que nos resulta difícil saltar de la protesta a la propuesta. La protesta corresponde a la atmósfera autoritaria; la propuesta, a la atmósfera democrática. La protesta implica subordinación, porque reclama a otro que nos resuelva el problema. La propuesta, en cambio, revela independencia de criterio, porque uno indica cómo entiende y decide resolver dicho problema. La protesta equivale a la inmadurez, la impotencia y la pasividad, exactamente lo contrario de lo que significa la propuesta. Protesta el bebé que en su cuna chilla para que otro le traiga el biberón, le cambie los pañales o le quite el frío. Protesta el prisionero para que otro le abra la puerta o le acerque un objeto que está fuera de su alcance. Protesta el enfermo postrado para que el médico le calme el dolor. Son manifestaciones de dependencia. Desagradable dependencia. Y, simultáneamente, cultivada dependencia. Porque al protestar no sólo nos quejamos: alimentamos la cómoda irresponsabilidad y, con ella, nuestro papel subordinado. Al margen del poder que atribuimos al otro, al protestar aumentamos imperceptiblemente nuestra desestima. De ahí que la protesta también incremente el resentimiento.
Pese a sus desventajas —el que protesta se siente no querido, no atendido—, es difícil abandonarla. Porque brinda el beneficio de la irresponsabilidad (volvemos al hilo unificador). La propuesta, en cambio, cobra un honorario elevado por sus gratificaciones (de creatividad, rol activo, madurez): la responsabilidad de autoría, el peso del error. Protestar, entonces, es más fácil que proponer. Se arriesga menos.
Esto no significa descalificar la protesta. Además de ser legítima y fecunda en la tiranía, es imprescindible en la democracia como denuncia o crítica (aunque no es idéntica a la crítica). Muchas veces la protesta contiene una propuesta y llega a ser la solución. No nos referimos a ellas, sino a la regresiva dominancia de la protesta cuando existe un clima que permite crear y vehiculizar propuestas.
El autoritarismo pasivo puede manifestarse con el engañador sonido y furia de la violencia. Su carga de agresividad confunde. Pero no modifica la raíz sometida. Los ruidos que produce un galeote con sus cadenas no lo convierten en hombre libre. Pueden ayudarlo a ilusionarse, pero no a cambiar la realidad. Ese cambio no depende del ruido ni de la ilusión. Es una violencia que no enaltece ni libera.
El autoritarismo pasivo impulsa al asentimiento irracional. Los golpes de Estado que padecimos desde 1930, por ejemplo, no tropezaron con resistencias significativas. La profanación del orden constitucional, que tanto costó acordar y se venía consolidando por más de m