Pasión desesperada (Pasiones escondidas 5)

Encarna Magín

Fragmento

pasion_desesperada-1

Capítulo 1

Como miembro de la profesión médica, prometo solemnemente: DEDICAR mi vida al servicio de la humanidad. Hago esta promesa solemne y libremente, empeñando mi palabra de honor.

Abril de 2019

Carlotta estaba sentada en el sofá de la sala de descanso de urgencias del hospital Florence Nigthingale. A un lado tenía a su amiga Adriana, que le palmeaba el muslo. Al otro, estaba Nuria, que había deslizado el brazo por sus hombros y la apretaba en un gesto reconfortante. Mar se hallaba en la minicocina preparando infusiones para todas. Faltaba Manu, que había salido con el helicóptero de rescate, al que había bautizado como Margarita, y le había prometido a Carlotta que no regresaría hasta dar con Dan. Ellas, como buenas amigas, allí estaban apoyándola en un momento de tanta angustia.

Carlotta estrujaba un clínex, sus dedos temblaban, y tenía la sensación de que se moría en lenta agonía. En su pecho se había formado una bola de espinas y las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Dan aparecerá… —musitó Mar, se arrodilló frente a Carlotta y le ofreció la infusión de tila.­­

Carlotta agarró la taza con las dos manos, el calor provocó que sus dedos dejaran de temblar.

—Dan es muy buen conductor, no entiendo cómo ha podido perder el control de la ambulancia y caerse por el precipicio… —susurró con tono tembloroso, en un intento de encontrar una explicación al accidente.

En ese instante, la puerta se abrió dando paso a Liam, el mandamás del hospital. Carlotta se levantó de golpe, miró a su jefe a los ojos y, al ver la desesperación y la tristeza brillar en sus ojos marrones, no le hizo falta preguntar nada. Entonces la taza cayó al suelo.­­­

Dan estaba muerto.

***

Dos meses antes

Carlotta, médica de urgencias del hospital Florence Nigthingale de Andorra la Vella, estaba enfadada. Se acababa de enterar de que Dan, el nuevo técnico de emergencia —conducía una ambulancia—, había notificado un fallecimiento con muy poca delicadeza. Todo había sucedido esa mañana de sábado cuando se había recibido aviso de un accidente. A principios de semana había caído un temporal de nieve coincidiendo con la Candelera. Las montañas estaban cubiertas por un grueso manto blanco y era un gran reclamo para los turistas de fin de semana con ganas de ver paisajes blancos de postal. Las estaciones de esquí habían cubierto todas las plazas y no cabía ni un alfiler.

Y como cabía esperar, el primer accidente llegó más pronto que tarde. La pareja implicada, de mediana edad, paseaba por una zona frecuentada por turistas. Según las primeras investigaciones, el marido había patinado, con tan mala fortuna que su cabeza chocó con un árbol. Le provocó un traumatismo craneoencefálico que lo sumió en la inconsciencia.

Cuando llegó la ambulancia al lugar del suceso, con un médico y una enfermera, el herido aún seguía vivo. Mientras lo subían a la camilla y lo llevaban al vehículo, entró en parada y nada pudieron hacer las descargas; murió allí mismo. El Cos de Policía Andorrana mantuvo alejada a la esposa, y esta, cuando se dio cuenta de la gravedad, corrió hacía su esposo. Pero Dan la detuvo, y no solo la mantuvo sujeta, sino que le soltó: «Está muerto, nada puede hacerse ya. ¿Qué creía que pasaría acudiendo a la montaña con zapatos de ciudad?». El desafortunado comentario le provocó a la mujer un ataque de ansiedad, y la culpabilidad la ahogó en un mar de lágrimas

Por lo que le habían contado a Carlotta los testigos de la escena, y también por el contenido del informe de los sanitarios que atendieron a la pareja, la señora entró en un estado de nervios que requirió las atenciones del médico. Incluso la habían tenido que ingresar para que pasara la noche en observación, después de suministrarle potentes calmantes. Cargaba con el dolor de su esposo fallecido y se echaba la culpa por haber insistido por la mañana en ir a ver nieve cuando habían hecho planes de visitar otro lugar; por ese motivo llevaban un calzado poco idóneo. Sin duda, necesitaría atención psicológica para que superara el golpe y pudiera seguir con su vida sin su esposo.

Para Carlotta, la falta de delicadeza de Dan le comportó entrar en cólera. Como médica de urgencias sabía que el tacto y la empatía suponían la base de un buen profesional; algo de lo que él parecía no darse cuenta. Apenas hacía un par de semanas que había empezado a trabajar en el Florence Nigthingale y no era la primera vez que actuaba con tanta frialdad. Se estaba ganando a pulso que todos pensaran que tenía un corazón tan helado como el ambiente de Andorra en invierno. Por ello no dudó en tomar cartas en el asunto y decidió exigirle que pidiera disculpas a la señora.

Rauda, salió a la calle y se maldijo por no haber cogido el abrigo; hacía un frío que pelaba, su pijama blanco y su bata, del mismo color, con su nombre bordado a la altura del corazón, no abrigaban nada y empezó a tiritar. Aun así, se dijo que solo sería un momento y podría soportarlo.

Urgencias estaba en la planta baja del hospital, entre la recepción y el laboratorio. En el exterior, a unos metros de los aparcamientos y en una zona reservada, localizó dos ambulancias del hospital. Pero Dan no estaba, sino su compañero, y cuando le preguntó por él, le informó que se encontraba en los vestidores, cambiándose, pues su jornada había acabado a las tres de la tarde.

La doctora maldijo por lo bajo, miró su reloj de pulsera y bufó desesperada. No disponía de mucho tiempo, por lo que caminó rápido y entró de nuevo en urgencias. La temperatura agradable del interior la devolvió a la vida. Cogió el pasillo, que llevaba a los vestuarios de hombres, y caminó a zancadas grandes. Era tal su enfado que, cuando estuvo a la altura de la puerta, no se detuvo para llamar con un toque, sino que la abrió de golpe, dispuesta a reprender a tan insensible hombre, aunque estuviera en ropa interior. Sin embargo, no esperaba encontrarse con tremenda escena y se quedó con la boca abierta. Literalmente.

Dan acababa de darse un baño y estaba delante de su taquilla abierta como su madre lo trajo al mundo. A Carlotta se le fundieron las neuronas, olvidándose por completo del motivo por el que estaba allí. Abrió los ojos como platos, su corazón empezó a palpitar deprisa y su enfado se transformó en deseo. El pelo castaño oscuro del hombre estaba empapado, las gotas caían por unos pectorales musculosos y recorrían la tableta de chocolate de su abdomen. Nunca había visto un six pack tan marcado y deseó tocarlos, pasear su lengua y llegar hasta su miembro, que se había erguido ante su mirada. Era evidente que Dan sabía lo que ella estaba pensando, porque su polla empezó a tomar unas dimensiones que la doctora jamás había visto.

Carlotta se obligó a apartar la mirada de ese punto. Desde luego que no era la primera vez que veía a un hombre desnudo, pero sí era la primera vez que le impactaba de aquella manera, provocando en ella un deseo descarnado. Dan siempre le había causado miedo, un miedo penetrante y excitante al que no le sabía poner nombre… hasta ese momento. Porque empezaba a entender que habría un antes y un después si se atrevía a follar con ese hombre. Admitía que se le había pasado por la cabeza cuando lo conoció el primer día que entró a trabajar en el hospital, de eso hacía un par de semanas. Pero supo mantenerse al margen, consciente de ese miedo oscuro y pasional que se instalaba en sus entrañas cuando lo tenía cerca.

Se centró en la cara del hombre, intentado esconder su reacción. Dan tenía unos rasgos faciales muy marcados y sus pómulos angulosos le daban un aire duro. Pero lo que más le impresionaba era su mirada oscura como un pozo sin fin. En ese momento, sus pupilas dilatadas estaban veladas por un deseo primitivo que tiraba de ella, como si quisiera engullirla para someterla a sus caprichos lujuriosos. Él le sonrió con descaro, y no tuvo reparo alguno de agarrarse su miembro, entonces empezó a mover su mano de arriba abajo, lentamente, mientras le sonreía, como si la retara a quedarse o a salir corriendo.

Carlotta cabeceó de asombro, incapaz de creerse que esa visión la excitara tanto, y fue su propio deseo quien mantuvo sus pies anclados en el suelo. Su sexo estaba mojado y apretó los labios en un intento de que no se le escapara un gemido. Contempló la mano de Dan aumentar el ritmo y tragó saliva al comprender que se masturbaría delante de ella. Sabía que lo más sensato era obligar a sus piernas a moverse y huir, pero le gustaba más de lo que admitiría y juntó las rodillas creyendo que ese gesto evitaría que su clítoris palpitara. Su cuerpo ansiaba con locura tener ese miembro entre sus piernas y que él la embistiera sin piedad. A duras penas supo controlar su anhelo, y empezó a sudar.

Dan apretó la polla en su puño y siguió moviendo los dedos a un ritmo desenfrenado. La miraba con atrevimiento, pronto eyacularía delante de ella y Carlotta empezó a respirar con agitación. La mente se le llenó de imágenes, y fantaseó que estaba desnuda arrodillada frente a él, lamiendo con su lengua el jugoso glande. Esta vez no pudo controlar su cuerpo y una corriente eléctrica sacudió su clítoris. Notó como el orgasmo cubría su cuerpo y mordió su labio inferior en un intento de acallar el grito. Sin embargo, ya era tarde: el placer conquistó cada célula de su cuerpo y un gemido placentero salió de su boca, al tiempo que Dan también jadeaba de deleite cuando un chorro de semen brotó de su miembro erecto.

Carlotta salió de allí y cerró la puerta de un golpe. Se apoyó en la pared al notar que sus rodillas no la sostenían. Escuchó cómo Dan se reía a carcajadas y su rostro se quedó rojo de rabia. En el fondo, no tenía motivos para sentirse ofendida: ella misma había provocado aquella escena, aun así, apretó los puños al costado y se enderezó.

—¡Imbécil! —gritó expresamente para que él la escuchara. Entonces el carcajeo cesó y ella se marchó.

Dan alzó una ceja. Mientras, limpiaba los restos de semen de su miembro y del suelo con una toalla, que había sacado de su taquilla; reconocía que lo que había hecho no estaba bien. Pero hacía días que no follaba y su polla lo echaba de menos. Además, había sido la médica la que había irrumpido en el vestuario. Solía ducharse en el trabajo porque vivía en una maloliente caravana con otros compañeros que pertenecían, como él, al C-13 (Comando Trece) del Mosad, integrado por tres agentes y por un katsa, un oficial de inteligencia, el responsable de la operación Nieve Roja por la cual estaban en Andorra.

Gracias a su tapadera como T.E., técnico de emergencia, responsable de conducir una ambulancia, llevaba semanas vigilando a la doctora de urgencias. Pero ella siempre se alejaba cuando se acercaba, como si viera en él al mismo Satanás. Lo solía percibir en el brillo temeroso de sus ojos pardos cuando sus miradas se cruzaban. Ella apartaba sus ojos de inmediato como si temiera que la infectara con su maldad.

Aun así, lo sabía todo de ella, antes incluso de conocerla en persona, por el informe que le prepararon. Había nacido en Milán, Italia, el 19 de junio de 1984. Sus padres murieron en un accidente de tráfico y su tía Fernanda se la trajo a Andorra y la crio. La foto que acompañaba dicho informe no le hacía justicia, aun así, había algo en la imagen que le atraía. Y en cuanto la conoció en persona, su cuerpo la deseó con una necesidad desesperada que incluso le sorprendió. No podía evitar que se le pusiera la polla dura nada más verla. Le gustaban las mujeres altas y con una estructura ósea delgada y flexible, y ella lo era. Pero, sobre todo le gustaban las mujeres de tetas voluptuosas; lo intuía bajo la tirantez de la tela de su pijama blanco. Solía imaginársela desnuda, con su pelo castaño con mechas rubias cayendo por encima de sus pechos y con sus ojos pardos brillando de placer. Al menos, con lo que acababa de suceder, le había quedado claro que a ella no le resultaba indiferente y que el sentimiento de atracción era recíproco. Le hubiera gustado que se hubiera arrodillado frente a él y que le hubiera hecho una felación para terminar corriéndose en su boca o encima de sus pezones. Pero debía quitarse de la cabeza tales fantasías y mentalizarse de que Carlotta Murino era una misión, otra de las tantas en las que había participado. Después, cuando todo acabara, se marcharía y se olvidaría de ella.

El móvil sonó dentro de la taquilla indicándole que había recibido un mensaje, era Harman, el katsa. Lo citaba en una hora en un pequeño almacén abandonado. Le extrañó, Harman se hacía pasar por un empresario alemán con ganas de blanquear grandes sumas de dinero en el Banc Pirineu, propiedad de Martí Planes, y temió que el plan no estuviera funcionado como cabía esperar. Además, cuando quedaban para hablar sobre la misión, lo hacían en lugares solitarios, fuera de Andorra la Vella, donde nadie los viera juntos. Dan hizo una mueca, sospechaba que la operación Nieve Roja se alargaría más de la cuenta. Tenía unos deseos enormes de terminar cuanto antes y dar muerte a Martí Planes de una vez por todas. Nada le gustaría más.

***

Después del desafortunado o excitante encuentro con Dan —todavía la parte de su mente que catalogaba a hombres no se había decidido—, Carlotta se fue a la sala de descanso de urgencias para médicos y enfermeras. Mientras caminaba hacia el lugar dejó un mensaje de WhatsApp a Enara Gómez, la sexóloga del hospital, para adquirir un nuevo juguetito de su «maleta de travesuras». Se arrepentía de no haberse quedado con un vibrador el día de la quedada del Tuppersex al que acudió junto a sus amigas. Con Dan rondando por el hospital, temía que esa parte de su anatomía necesitaría un plus para aliviar el ardor que la abrumaba cada vez que se cruzaba con él.

La estancia de descanso era un lugar acogedor que invitaba a relajarse. En un lateral había una minicocina; en el lado opuesto, un sofá cómodo, y sobre este, un gran ventanal por donde entraba la luz diurna. En el centro se hallaba una mesa rectangular para sentarse y comer. Por suerte no había nadie, sentía su cuerpo ardiendo y necesitaba unos minutos de soledad para recuperarse de lo sucedido. Se hizo un café en la cafetera de cápsulas, se sentó en el sofá y recogió sus piernas bajo su cuerpo.

Aún le costaba asimilar que Dan se hubiera masturbado delante de ella. Lo cierto era que no podía sacarse de la cabeza a ese hombre desnudo, con su miembro alzándose de entre una mata de vello rizado y oscuro. Sacudió su cabeza insultándose por dejar que le afectara de aquella manera; casi podía asegurar que tardaría tiempo en olvidarlo. Tomó aire, necesitaba insuflarse fuerzas si quería terminar su jornada laboral en condiciones. Tal como estaba de alterada, temía confundir un resfriado con un ataque de asma.

Su bolsillo vibró y se dio cuenta de que se trataba de su móvil. Dejó el café sobre la mesita auxiliar de al lado y sacó el aparato del bolsillo. Vio que era Martí Planes, un anciano encantador, que siempre la hacía sonreír. Aunque en horario laboral no era correcto atender llamadas personales, estaba en sus minutos de descanso, de modo que descolgó. Solo serían unos segundos y después volvería al trabajo.

—Hola, Martí, ¿qué tal todo?

—Muy bien, preciosa, te telefoneaba para saber cómo va tu coche nuevo.

A ella no le extrañó que a Martí no se le hubiera pasado ese detalle. Siempre estaba pendiente de ella y de sus necesidades. En realidad, lo apreciaba muchísimo y se había convertido en un amigo especial. A falta de su padre, que murió junto a su madre en un accidente cuando ella era una niña, casi consideraba a Martí como un padre. Todo empezó el día que fue a su banco, Banc Pirineu, a hacer unas gestiones para su tía Fernanda, la mujer que la había criado. A Martí le dio un ataque al corazón en su oficina y su rápida intervención le salvó la vida. Desde entonces, se veían muy a menudo.

—¡Oh! Te has acordado de que hoy estrenaba coche. Pues va fenomenal; como la seda —explicó Carlotta risueña.

—Tendrías que haberme dejado que te regalara el Audi que te enseñé —mencionó el banquero.

En su tono ella detectó su frustración por no haber conseguido convencerla, pero de ningún modo iba a aceptar obsequios de esa magnitud.

—Con el Toyota tengo más que suficiente. Entiende que no podía aceptar un regalo tan caro; si lo hubiera hecho me habría sentido mal, como si me aprovechara de un hombre encantador y bueno.

Ella escuchó la risa del anciano y se sintió contenta de que no estuviera enfadado. Sabía que cada negativa a aceptar sus obsequios le suponía ponerse triste y de mal humor. En realidad, comprarse el coche le había costado ahorrar hasta el último euro, y no negaba que haber aceptado el obsequio de Martí le hubiera venido muy bien. Y más teniendo en cuenta que su tía pronto necesitaría cuidados especiales, que le requeriría contratar cuidadores especializados. Aun así, se sentía orgullosa de no haber necesitado la ayuda económica de nadie.

—Tú me salvaste la vida y eso no tiene precio, preciosa —admitió Martí muy serio, enfatizando lo importante que era ella para él.

Martí siempre la colmaba de obsequios, era su manera de agradecérselo, bien lo sabía. De vez en cuando aceptaba alguno para no «ofenderlo», y siempre escogía los que no eran lujosos.

—Como doctora es mi deber, Martí. —Se lo había dicho tantas veces que ya había perdido la cuenta. Sin embargo, estaba resuelta a repetírselo tantas veces como hiciera falta hasta que lo entendiera—. Sé que tus regalos son tu manera de agradecérmelo, pero no hacen falta, además, ya sabes que me haces sentir mal y me pones en un compromiso.

Carlotta escuchó cómo suspiraba, le costaba acatar su punto de vista, y mucho temía que seguiría costándole. Si fuera por él, estaría todos los días enviándole regalos.

—Lo sé, pero no puedo evitar pensar en ti cuando veo cosas tan bonitas —se excusó el anciano.

—Gracias, eres un sol.

—¿Qué tal tu tía Fernanda?

Los ojos pardos de la doctora brillaron de amor, su tía lo era todo para ella.

—De momento va bien, por suerte parece que está pasando una etapa estable. Pero pronto voy a tener que tomar soluciones al respecto.

—Puedo ayudarte si lo necesitas —se ofreció de inmediato.

—Lo sé, muchas gracias, Martí. De momento, creo que me las apañaré sola.

—Ven esta noche a cenar a casa. Ya hace días que no hablamos y echo de menos nuestras charlas.

A decir verdad, Carlotta también echaba de menos los ratos de confidencias que pasaba junto a Martí. Siempre la escuchaba y le aconsejaba como un padre.

—Lo siento, he quedado con mis amigas en una pizzería nueva —se disculpó ella, sintiéndolo de verdad.

—Y mañana, ¿podrás?

Carlotta se tomó unos segundos para pensar sobre el asunto.

—Claro que sí, no tengo ningún compromiso.

—¡Bien! Entonces nos vemos mañana.

—Hasta mañana —Y colgó.

En ese instante entró Rocío, enfermera de urgencias y hermana de su amiga Manu. Por la cara de hastío y por sus hombros caídos casi dedujo el problema.

—¿Otra vez? —preguntó Carlotta deseando con toda su alma equivocarse. Se metió de nuevo el móvil en el bolsillo.

—Sí, hija, otra vez. Es nuestro karma…

La enfermera se dejó caer en el sofá como si su cuerpo pesara una tonelada. Carlotta no pudo hacer otra cosa que resoplar sonoramente. George había regresado y tendría que lidiar con él. En realidad, se llamaba Jorge, pero se lo había traducido al inglés para parecer más interesante. Era tan y tan egocéntrico que creía tener el mismo sexapil que George Clooney. De acuerdo que era guapo y rico, pero se trataba de un pijo insufrible que se lo tenía muy creído. No se daba cuenta de que, cuando abría su bocaza, la pifiaba con su voz de pito. El muy idiota quería follársela y su ego no aguantaba su negativa. Nunca, jamás de los jamases, había saltado chispa alguna en ella cuando lo miraba, ni cuando tenía un buen día. A decir verdad, le provocaba la misma sensación en el bajo vientre que cuando tenía la menstruación, que ya es decir.

Sin duda el día iba a peor, y la doctora deseó que las dos horas que quedaban para terminar su jornada laboral pasaran rápido. Esa noche había quedado con sus compis —Manu, Mar, Nuria y Adriana— en una pizzería que inauguraban esa mismo día. El grupito «Akelarre» las apodaban, cortesía de Pol, otro trabajador del hospital, muy amigo de Manu. Sus amigas sabrían cómo animarla, seguramente le explicarían las anécdotas picantes que se sucedían en el hospital y, a pocos días de San Valentín, más de una tendría en mente un plan picante para hacer con su pareja. Dios Santo… si las paredes hablaran harían sonrojar a más de uno, y en el caso de que Florence Nigthingale resucitara, volvería a su tumba, escandalizada con el «folleteo» que se traían sus amigas con sus respectivas parejas en el hospital que llevaba su nombre.

En el fondo se sentía un poco rara, puesto que todas tenían pareja; ella era la solterona del grupo. Intentaba que no le afectara demasiado, de hecho, no era una vergüenza que una mujer no tuviera pareja, aun así, no dejaba de causarle cierta frustración. Además, Rocío, o Ro como la llamaban sus allegados, era el vivo ejemplo de que el amor de película existía, pues conocía a su pareja de cuando iban a la guardería, y desde entonces eran inseparables, y llevaban así toda su existencia.

Sin embargo, a ella ningún hombre le había provocado mariposas en el estómago, y con los que se había acostado más de una vez no había surgido esa chispa mágica de querer llegar a algo más. Se decía que, a lo largo de la vida, uno se cruzaba con su media naranja al menos una vez. Desde luego que ella debía estar ciega o su media naranja andaba perdida por el camino. Vale, de acuerdo, reconocía que estaba un poquito desesperada. Tal vez tendría que seguir el consejo de Adriana de relajarse en Acta Arthotel, donde ella había estado con su excuñada —con la que tenía una excelente amistad— antes de conocer al buenorro de Javier, el dentista del hospital. El tío volvía loco a las mamás de los niños de su consulta, pero él solo tenía ojos para ella. La chispa que prendió en la pareja saltó cuando su amiga llevó a Miguel a su consulta. La relación floreció cuando Adriana consiguió el puesto de enfermera en dermatología. Y, a partir de ese momento, Javier y ella dieron rienda suelta a sus instintos más pasionales, y el amor hizo el resto.

Sin más demora, ella y Ro se encaminaron al box donde estaba George. El sujeto se hallaba tumbado en la camilla fija, en una pose de esas tipo Instagram que tanto molan. Si se creía que con esa posturita iba a caer rendida a sus pies, lo tenía castaño oscuro. Tomó aire al darse cuenta de lo difícil que era a veces mantenerse fiel a su juramento hipocrático.

—Hola, George, ¿otra vez aquí? —Carlotta fue consciente de lo cansin

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