Bastille contra los Bibliotecarios Malvados (Alcatraz contra los Bibliotecarios Malvados 6)

Brandon Sanderson
Janci Patterson

Fragmento

cap-2

Prólogo de la autora

Alcatraz es un imbécil.

Eso no hará falta que se lo diga a los que hayan leído El Talento Oscuro, la quinta entrega de sus memorias. También quiero disculparme por el final de ese último libro. Y no es que fuera culpa mía. Me disculpo como se disculpa uno cuando la tía abuela Gertrude llega a la fiesta de cumpleaños sin pantalones.

En serio, Alcatraz, ¿cómo les pudiste hacer eso a tus lectores?

Y ve a ponerte los pantalones.

Este libro lo voy a escribir yo, Bastille, en lugar de Alcatraz, porque se ha negado en redondo a hacerlo por mucho que le he suplicado y lo he amenazado a él, a sus lentes y a sus macetas. Me jura que nada le da tanto miedo como seguir contando su autobiografía más allá del punto al que llegó.

Y yo intento no tomármelo como un insulto.

En las Tierras Silenciadas, esto se publicará como si fuera una obra de ficción, bajo los pseudónimos de Brandon Sanderson y Janci Patterson, para ocultárselo al malvado culto de Bibliotecarios que controla vuestro acceso a la información sobre el mundo. A estas alturas ya sabréis que el verdadero Brandon Sanderson se dedica a escribir libros de fantasía, tan largos y aburridos que no los leen ni los habitantes de las Tierras Silenciadas.

La verdadera Janci Patterson no solo escribe fantasía, sino también literatura romántica, que es el género fantástico más ridículo que existe. Ningún Bibliotecario que se respete buscará aquí una biografía que delate cómo su maldad estuvo al borde de acabar con el mundo tal como nosotros lo conocemos. Además, ¿habéis visto lo que escribe Janci? Son libros sobre espías multiformes y novelas románticas sobre gente que se cae de una canoa. Eso no hay Bibliotecario que lo catalogue. Felicidades a todos los habitantes de las Tierras Silenciadas que hayan dado con este volumen.

En los Reinos Libres, el libro se publicará como lo que es: un relato verídico de lo que sucedió tras los trágicos acontecimientos de la Sumoteca. A los que no hayan leído los volúmenes anteriores de la serie, les recomiendo que empiecen por el primero. Si no, no se van a enterar de nada. A los que han sufrido la espera hasta llegar a este, mis más sentidas disculpas, sobre todo para los que no visteis la nota que me las arreglé para colar al final del quinto. Y más especialmente para los de las Tierras Silenciadas, donde mi nota quedó enterrada bajo una «guía de lectura» o a saber qué otra tontería de esas de los Bibliotecarios.

Una verdadera conspiración.

En fin, el caso es que voy a contaros que todo lo que Alcatraz os dijo sobre sí mismo en los volúmenes anteriores de estas memorias es verdad.

(La editora me ha comentado que hay gente incapaz de seguir instrucciones y que no leerá los volúmenes anteriores antes de lanzarse a este. Me ha dicho que os tengo que «poner al corriente» de lo que ha pasado hasta ahora. Si es tu caso, da gracias por toda la paciencia que he desarrollado tras años de trabajar con los Smedry. Y da gracias también por que esté lejos y no pueda pegarte un bolsazo... Aunque igual no estoy tan lejos...).

Un recordatorio para todos los que habéis demostrado una incapacidad tan Smedry para seguir instrucciones: los lectores de las Tierras Silenciadas, los que vivís en África, en Europa, en las Américas y en esos sitios, estáis cegados por el culto de los Bibliotecarios malvados que quieren controlaros. Los que vivimos en lugares más avanzados, en los Reinos Libres (en lugares como Nalhalla, Calabaza y el Reino de la Reverenciada República de los Lagartos del Trueno de Dinolandia), estamos en guerra con los Bibliotecarios, en un intento desesperado de impedir que su control abarque la Tierra entera.

No tuve apenas presencia en el quinto volumen de las memorias de Alcatraz, porque me dejaron inconsciente en la gran batalla contra los Bibliotecarios en el Reino Libre de Mokia. En mi ausencia, Alcatraz se centró en evitar que su padre llevara a cabo su enloquecido plan de dar Talentos de los Smedry a todos los habitantes del mundo, tanto en las Tierras Silenciadas como en los Reinos Libres, cosa que nos habría llevado a todos a la destrucción.

Alcatraz y los demás Smedry se infiltraron en la Sumoteca (lo que en las Tierras Silenciadas llamáis la «Biblioteca del Congreso»), donde los detuvo Biblioden el Escriba, que sacrificó a Attica, el padre de Alcatraz, para crear una lente forjada con sangre. Biblioden planeaba utilizar esa lente para canalizar el poder por la Aguja del Mundo, acabar con los habitantes de los Reinos Libres y que solo quedaran los Bibliotecarios, para así dominar el mundo. ¿Ya lo tenéis todo claro? ¿Contentos?

Espero que al menos sí recordéis lo que os contó Alcatraz sobre sí mismo. Es, según sus propias palabras, un mentiroso. No se considera una buena persona. A ratos puede ser muy estópido (y así me siento yo tras escribir eso. Muchas gracias, AI). En ocasiones se ha portado como un cobarde. Es, básicamente, un idiota. Y lo peor de todo: es mi marido.

Pero todo esto ya lo sabéis, ¿no? Estoy escribiendo este volumen para que sepáis la verdad: Alcatraz es también una cosa más, una cosa que le da mucho más miedo que las anteriores.

Alcatraz Smedry es un héroe.

Lo siento, AI, me vas a tener que perdonar. Pero es verdad.

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cap-3

 

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Y ahí estaba yo, en pijama, echándome una siesta ideal, cuando va el mundo y se acaba.

Me despertó un clarísimo olor a canela y la sensación de tragedia inminente. Estaba atada a una cama, en una habitación que conocía: era el Pingüinator, el barco de cristal de los Smedry. Por debajo de la canela se percibía un ligero olor a quemado, como si alguien hubiera pegado fuego a una pastelería.

Mi último recuerdo era haber lanzado un osito de peluche contra un robot gigante en el Reino Libre de Mokia. No tenía ni idea de por qué yo, Bastille Vianitelle Dartmoor IX, princesa de Nalhalla y caballero de Cristalia, me encontraba de repente en pijama en un Pingüinator en llamas, y menos aún qué pintaba el Pingüinator en el incendio de una pastelería. Pero seguro que tenía algo que ver con los Smedry. Donde hay un Smedry hay un problema.

Mi misión era que no se metieran en líos, y allí estaba, en la cama.

Me incorporé. Mi espada también estaba atada a la mesa, junto a mí. La cogí por la empuñadura y la solté, y luego me corté las ligaduras con ella. Con la espada en la mano, me agaché para salir por la puerta y corrí hacia la escotilla del Pingüinator. La escotilla había quedado dañada en un choque, y recurrí a mi fuerza crístina. La energía corrió por la gema orgánica, el cristal que llevo incrustado en la base del cuello, el que me conecta con la Piedra Mental y con todos los caballeros de Cristalia. Le di una buena patada a la escotilla con el pie descalzo.

La escotilla cedió con un fuerte sonido metálico y se abrió. Me asomé a una vasta caverna llena de chozas de piedra. Los restos del Pingüinator humeaban un poco, pero no estaba en una pastelería. Estaba en un lugar mucho peor.

Era una biblioteca.

Y no una biblioteca cualquiera. Por su aspecto, aquello era LA biblioteca. Un archivo tan inmenso solo podía ser la Sumoteca, debajo de lo que en las Tierras Silenciadas llamaban Washington D. C.

En el centro de aquel lugar se alzaba una torre, coronada por un altar hecho de pilares inmensos de enciclopedias desactualizadas.

Sobre el altar, atado, había un niño de trece años con el pelo castaño oscuro muy revuelto.

Alcatraz.

No sabía qué pretendían hacer los Bibliotecarios, pero, fuera lo que fuera, lo iba a impedir.

Por lo visto, los Bibliotecarios se lo habían imaginado, porque todos, del primero al último, me apuntaron con las armas y dispararon.

Solo a unos Bibliotecarios se les ocurriría atacarme a mí con armas tan primitivas. Eché mano de mis poderes crístinos para esquivarlos con velocidad y precisión, y de mi espada para parar algunas balas y devolverlas hacia los Bibliotecarios, que se agacharon y se pusieron a cubierto.

Salté del Pingüinator caído y corrí por el laberinto de chozas. Aquella sala era una especie de cámara central llena de edificios de archivos, muchos de ellos llenos hasta los topes de cosas raras como cartas con símbolos extraños y texto en letra pequeña. Más tarde, Alcatraz me explicó que eran «cartas de Magic», aunque no les vi mucha magia.

Los Bibliotecarios me siguieron disparando y otros abrieron fuego desde la cima de la torre donde tenían a Alcatraz. Pasé como una flecha entre los edificios, espada en ristre, y me dirigí hacia la torre central.

Llegué justo a tiempo de ver a un Bibliotecario a medio camino de la cima, aflojando las tuercas de la escalerilla metálica que subía por un lado de la torre. Una sección se derrumbó con estrépito, y el Bibliotecario se centró en la siguiente.

Eché mano de los poderes crístinos para subir aún más deprisa mientras el Bibliotecario, aterrado, trataba de soltar más tuercas de la escalerilla. Llegué a la sección que ya se había derrumbado, salté y me agarré con la mano libre al peldaño más bajo, y me di impulso para subir. Casi no me dio tiempo antes de que un rayo de luz iluminara la cima de la torre, seguido por un grito ensordecedor de angustia. Luego, otro grito más. Era Alcatraz.

Un sonido metálico palpitante recorrió la habitación cuando una aeronave bibliotecaria, de esas que llevan en la parte de arriba unas aspas grandes que giran, se aproximó a la cúspide.

Se posó en la torre. Se iban a llevar a Alcatraz y a Attica. Tenía que detenerlos. Subí a toda prisa por la escalera de caracol y me di de bruces con otro grupo de Bibliotecarios, que me apuntaron con sus armas.

Abrieron fuego. Maniobré, me retorcí, desvié algunas balas con la espada y esquivé las demás antes de saltar por los aires para aterrizar justo delante de los Bibliotecarios, que retrocedieron como pudieron. Agarré al que pillé más cerca de la torre, le di un puñetazo en toda la cara y lo lancé contra los otros. El grupo entero cayó de las escaleras, con lo que me dejaron el camino despejado.

Oí pisadas detrás de mí y me volví, espada en ristre.

—¡Soy yo, soy yo! —gritó Lord Kazan, el tío de Alcatraz.

Detrás de él venía mi madre, Draulin, con cara de tener ganas de saltarle por encima (Kaz medía un metro veinte, así que no era una proeza, no hacían falta poderes de caballería) para adelantarlo. Ya habían salvado el hueco de la escalera derrumbada. A día de hoy, Kaz sigue sin querer contarme cómo lo hizo. Sospecho que mi madre lo lanzó volando.

Por encima de nosotros, la aeronave bibliotecaria despegó de la torre.

«Alcatraz», pensé. Nosotros no tendríamos manera de seguirlos, pero, de todos modos, subí corriendo el resto de los peldaños. Si llegaba pronto, tal vez podría saltar y agarrarme a la aeronave. Tal vez podría salvarlo.

Al final no hizo falta. Llegamos demasiado tarde, pero no de la manera que me imaginaba.

Alcatraz estaba tirado al pie del altar, apoyado contra un tomo de enciclopedia, el X-Y. Attica también estaba allí...

O, más bien, allí estaba el cuerpo de Attica, ensangrentado, con el pecho abierto, sin el corazón.

—¿Alcatraz? —dije.

—¡Cristales! ¡Oh, no! —gritó Kaz, que había llegado detrás de mí. Corrió hacia Attica.

Era demasiado tarde. Habíamos llegado demasiado tarde. Seguro que Alcatraz había visto lo que le habían hecho a Attica y...

—¡Tenemos que irnos, Kaz! —dijo mi madre.

Yo aún no sabía que el abuelo de Alcatraz, Leavenworth Smedry, había apretado el botón de autodestrucción. Teníamos que irnos, claro que teníamos que irnos, como pronto veréis.

Pero en ese momento me preocupaba más lo que los Bibliotecarios le habían hecho a Attica. Había llegado tarde para impedirlo, pero, si los Bibliotecarios habían escapado, teníamos que saber quiénes eran y adónde iban.

—¿Quién estaba aquí arriba contigo, Alcatraz? Se han marchado en una aeronave. ¿Por qué te han dejado aquí? ¿Me oyes?

Alcatraz no respondió.

—Carga con él, Bastille —dijo mi madre—. Leavenworth y Attica han muerto, así que Alcatraz es el último Smedry por línea directa. Tenemos que ponerlo a salvo.

¿Leavenworth estaba muerto? Imposible. El viejo Smedry era como el viento, o como... como las fiestas de cumpleaños. Como todas esas cosas que no soportas, pero que al final te acaban gustando. Implacable e inevitable.

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Meneé la cabeza. Seguro que Leavenworth estaba bien. Íbamos a escapar, nos lo encontraríamos por cualquier lugar con su esmoquin diminuto, riéndose y preguntando por qué habíamos tardado tanto.

Kaz alzó la vista hacia mi madre con los labios apretados.

Cristales rayados, ¿qué estaba ocurriendo?

—Se están dispersando a toda velocidad —dijo Kaz—. Creo que los líderes Bibliotecarios no han desactivado la explosión que programó papá. Si no, ¿por qué iban a abandonar todo esto? ¡La Sumoteca, nada menos! Y mi hermano... ¿Qué está pasando aquí?

No importaba. Mi madre tenía razón. Alcatraz era responsabilidad mía. Ya le había fallado una vez (¿solo una vez?), y no iba a fallarle de nuevo. Me lo eché al hombro, di la espalda al altar de enciclopedias y bajé por las escaleras a toda velocidad. Mientras corría, me saltaron como una alarma las palabras de Kaz.

—¿Qué es eso de la explosión? —grité hacia atrás.

—¡La biblioteca se va a autodestruir! —me gritó él, mucho más cerca de mí de lo que esperaba. Volví la cabeza y vi que mi madre se lo había cargado a las espaldas y corría pisándome los talones—. Papá la activó para asustar a los Bibliotecarios. Dio por hecho que podrían desactivarla, pero tal vez al final decidieron no hacerlo.

No tenía lógica. La Sumoteca era un lugar sagrado para los Bibliotecarios. Estaban tratando de construir una nueva Alejandría. No iban a permitir que todo aquello fuera destruido.

A menos que tuvieran una buena razón. Se me ocurrían un montón de preguntas, pero no era el momento. Alcatraz se movió sobre mi hombro y dejó escapar un gemido. Abrió los ojos, pero miró sin ver.

«Siento de verdad que hayas presenciado eso», pensé. Attica no había sido el mejor padre del mundo, pero seguía siendo el padre de Alcatraz.

En el pasado, había visto a Alcatraz sonreír, bromear, quejarse y protestar en situaciones en las que pensé que no iba a sobrevivir. Y en aquel momento no se estaba quejando ni protestando, así que las cosas iban muy muy mal. Había visto a los Bibliotecarios asesinar a su padre ante sus ojos. Eso acaba con cualquiera.

Así que no me importó cargar c

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