¿Quién es Olimpia Wimberly?

María Frisa

Fragmento

Olimpia

Intentar detener a Olimpia Wimberly es tan absurdo como pretender frenar un tren de mercancías con la cabeza.

—En posición —susurra a la minicámara que lleva prendida en la solapa.

Tiene la respiración un poco agitada por la carrera. Se agacha. Ante ella se encuentra el patio trasero de la casa, un rectángulo sembrado de capas y capas de basura que debe atravesar para llegar hasta la puerta.

—Corto la valla del «nido» —indica.

Una valla de tela metálica romboidal rodea el perímetro del patio. Está tan oxidada y suelta que resultaría más rápido asestarle un par de patadas a uno de los pilares que agujerearla. Pero eso provocaría un estruendo, y hasta un aprendiz en allanamientos conoce la importancia del sigilo en un ataque sorpresa. Por supuesto, Olimpia no es ninguna novata.

De rodillas, secciona con las tenazas el entramado de alambre hasta cortar una pequeña gatera de siete por siete rombos. No precisa más porque, a pesar de ser una mujer alta, a sus treinta y siete años se mantiene delgada y muy flexible.

«Cuatro minutos y quince segundos. Bien».

De ningún modo pueden retrasarse. Tiene que regresar a Washington D. C. a tiempo de acompañar a su tía Carlotta a la fastuosa recepción en la Casa Blanca.

Sin quitarse los guantes, flexiona los dedos y los desentumece después del esfuerzo. Regresa a su posición y, antes de sacar la pistola de la cartuchera, se limpia el sudor de la frente con la manga de la camiseta.

—Lista.

—Voy a hacer las últimas comprobaciones, jefa —añade Jacob en su oído a través del pinganillo.

Desde la furgoneta negra aparcada en una calle adyacente, Jacob coordina al equipo Wimberly. Tiene visual de cada uno en las pantallas encastradas en la pared izquierda. En el resto de ellas aparece el interior del «nido» gracias a las dos minicámaras de vigilancia que han conseguido introducir.

En esta ocasión, el «nido» es una casa inmunda en un suburbio también inmundo del noroeste de Richmond, Virginia. Una vivienda de una planta recubierta de lamas de madera astilladas, dos puertas, rejas y mosquiteras con agujeros en las ventanas.

El «huevo» que hay que «recoger» es un niño de diez años, rubito y pecoso según la fotografía que les han proporcionado los padres. Los secuestradores lo retienen en una de las habitaciones de la parte trasera, la que da al patio, tumbado en el suelo sobre una colcha sucia con flecos. Una mordaza le cubre la boca, tiene los ojos cerrados y, por el ritmo de su respiración, parece bajo los efectos de un sedante.

Olimpia permanece en cuclillas y nota la tensión en los muslos y los gemelos. La incomodidad de las correas del chaleco antibalas.

—Comienza la cuenta atrás —indica, por fin, Jacob. Aprieta el play del equipo de sonido—. Vamos allá.

A través del pinganillo su voz llega envuelta en los primeros acordes de Single Ladies. Jacob es un fetichista y la canción de Beyoncé se ha convertido en una especie de seguro contra posibles contingencias: «No queremos que se nos rompa ningún “huevo”».

—Diez.

Ella cierra los ojos para sentir el subidón de adrenalina, cómo aumenta la energía enviada a los músculos, la potencia de los latidos, el estado de alerta. Inspira hondo. Se siente increíblemente viva. Es su parte preferida del trabajo.

—Siete.

Se ha esforzado a conciencia en encontrar algo diferente que le haga experimentar esta sensación de peligro tan adictiva. No existe ninguna alternativa.

Como se niega a ser una de esas personas que está de paso en la vida —presas de semanas repetidas, indistinguibles, mientras se consuelan contando los días que faltan hasta el viernes o el verano—, hace dos años fundó la Wimberly Art Gallery, una galería de arte contemporáneo con sede en Washington D. C.

—Seis.

Separa la pistola, una 9 milímetros, del cuerpo. Envuelve con los dedos la base de la empuñadura, sin superponerlos, sin apretar. La mano izquierda cubre el resto del espacio libre del arma.

Y no, el mercado del arte no se ha vuelto ni tan peligroso ni tan desquiciado. Más bien lo que ocurre es que la galería es una tapadera de la verdadera actividad de Olimpia, una de carácter bastante más ilícito.

A lo largo de estos dos años, Olimpia y su equipo han tomado parte en numerosas liberaciones de rehenes. Los secuestros constituyen una parte fundamental de su empresa —de la ilegal, no de la galería de arte—. Más personas de las que cabría imaginar prefieren resolver el asunto en privado (sin la intromisión del FBI) y, si esa gente tiene contactos, si saben a quién deben dirigirse y pueden pagarlo, acuden a ella.

Cuentan con la ventaja añadida de que no necesitan ocultar la inconveniente transacción económica al fisco. Al concluir su relación laboral con Olimpia no solo han resuelto su aparentemente irresoluble problema, sino que también han adquirido una nueva obra de arte con la que deleitar sus sentidos. Una pieza por la que han abonado una cantidad escandalosa que a nadie le extraña porque, en cuanto a los precios, el mercado del arte sí que está desquiciado y resulta peligroso.

Olimpia soluciona casi cualquier problema. Por supuesto, ante los clientes nunca utiliza el término «problema»: ha asistido a suficientes terapias como para conocer la importancia de etiquetar de forma adecuada. Lo sustituye por «crisis».

El equipo Wimberly es el mejor del país gestionando «crisis».

Aunque no espera ninguna complicación, Olimpia siente una ligera angustia, un funesto presagio. Hoy no es un día cualquiera, el 20 de marzo se ha convertido en una enorme cruz roja en su calendario. La fecha que más teme.

Como no se fía demasiado de sí misma, ayer le entregó a su abogada un sobre lacrado. Contiene la llave de la caja fuerte con seis lápices de memoria: uno para su tía Carlotta y otro para su padre, otros dos para su primer y su tercer exmaridos, y los restantes con instrucciones para la propia abogada y los miembros de su equipo.

—Cero —dice Jacob.

Olimpia se pone en pie.

Oye el primer disparo de la maniobra de distracción en la parte delantera del «nido» con la seguridad de que en esa barriada nadie avisará a la policía.

Se aproxima a la gatera para reptar por ella.

Introduce la cabeza sin reparar en el extremo de uno de los rombos que sus tenazas han convertido en un peligroso anzuelo. El grueso alambre atraviesa con decisión el cabello rojizo y se hunde en la piel. Olimpia siente el relámpago de dolor.

«Joder. No me lo puedo creer».

Trata de volver hacia atrás. Imposible. Solo hay una manera de soltarse. Aprieta los dientes anticipando el dolor.

Impulsa la cabeza al frente con todas sus fuerzas. La afilada punta del anzuelo raja su cuero cabelludo con la suavidad de un escalpelo y le provoca una herida que sangra en abundancia. Al alcanzar el cogote, el alambre ya no tiene donde agarrarse y Olimpia se libera. Tras la cabeza, pasa el resto del cuerpo.

Un mechón de largos cabellos pelirrojos queda enganchado en la valla, meciéndose al viento.

De nuevo con la pistola en la mano en posición de tiro, y consciente de que el imprevisto la ha retrasado, aguanta las ganas de detenerse a aliviar el intenso escozor del cuero cabelludo, que nota húmedo, apelmazado. Recorre con ágiles zancadas los quince metros que la separan de la casa.

—En la puerta —informa.

—Un minuto y cinco segundos de retraso —le indica Jacob.

Dentro de la furgoneta, sobre las pantallas que muestran a los componentes del equipo, hay dos contadores. Uno con el tiempo real y otro con el que Jacob cronometró durante el último ensayo y al que deberían ceñirse hoy.

Una rápida inspección ocular por la parte superior acristalada de la puerta le basta a Olimpia para confirmar que, tal y como se veía en las imágenes que el dron le ha ido enviando a Jacob, el plan se desarrolla según lo previsto. La cocina está desierta.

Sin dejar de empuñar la pistola, hunde la mano libre en uno de los bolsillos laterales del pantalón. Palpa los alicates, el destornillador y la gruesa jeringuilla de epinefrina. Saca la ganzúa.

Al introducirla en la cerradura, la puerta se mueve hacia dentro. Le extraña que esté abierta, pero la cabeza le palpita de dolor y no le concede demasiada importancia.

«Por fin algo que sale bien».

La entorna. Quizá porque está preocupada por la demora o porque es 20 de marzo, le pasa desapercibido el aroma acre y sutil que emana el peligro y que tan bien reconoce normalmente.

Entra decidida y tarde, muy tarde, nota la tensión alrededor del tobillo. En esa fracción de segundo previa a partirse el cable y a que el dispositivo explote, le da tiempo a pensar: «¡Serán hijos de puta!».

El escritor

Tres días antes (17 de marzo)

El hombre gira el pomo de la puerta y, al abrirla, la explosión de luz le obliga a detenerse. Cierra los ojos. Le escuecen tras años penando entre penumbras y contornos difusos. Aun así, se siente bendecido.

Inspira hondo el aire tan fresco, tan puro, tan cargado de aromas, para que penetre en sus maltrechos pulmones acostumbrados al ambiente insalubre y estancado del sótano. Identifica el olor vegetal del bosque y de la tierra húmeda.

Debería huir, no sabe cuánto tardará en regresar la persona que lo mantiene retenido. Pero, sencillamente, no puede moverse.

Se embriaga de dicha. La ligera brisa de la tarde juega con los hilos de su largo cabello, blancos y finos como el plumón. Los rayos del sol son un cálido bálsamo que lame su piel. El murmullo de las ramas de los árboles, el graznido de unos pájaros que no identifica. La vida.

¿Cuánto tiempo lleva prisionero? No puede calcularlo. A partir del octavo año dejó de marcar en la pared cada día y aceptó su destino: nunca saldría de allí. Quizá no le sorprendería demasiado saber que han transcurrido treinta años.

Queda muy poco en este anciano del apuesto y orgulloso escritor que era. El secuestro ha sido un tremendo descenso a los infiernos. Le ha mostrado que los límites de su propia miseria moral no existían, siempre quedaba un peldaño más que bajar, una humillación más que soportar.

Y le ha inoculado el veneno de la soledad, el peor. Mes a mes, esta ha ido horadando su mente como un gusano la blanca carne de una manzana. Sus recuerdos se han descompuesto en fragmentos, en imágenes, que se confunden con sus sueños. ¿Qué es real?, ¿las fiestas en Studio 54?, ¿su gran amistad con Truman Capote, con Andy Warhol?, ¿su novela en los primeros puestos de la lista de los más vendidos de The New York Times?

Si acaso algo ha sobrevivido de aquel que fue, han sido las palabras. La necesidad de moldearlas para desahogarse.

Lo único que ha rescatado de su prisión, que sujeta con fuerza contra su pecho, son las cuatrocientas páginas en las que ha narrado su historia. O sus pesadillas.

Coloca en la frente, a modo de visera, la mano que no deja de temblar por culpa del Parkinson. Sale al amplio porche de madera de la cabaña. Se encuentra en un claro. Delante de él, a apenas unos metros, las aguas de un lago resplandecen de tonos dorados, ocres, cobrizos. Los ojos se le humedecen ante un espectáculo tan hermoso. Ni siquiera tantos años de cautiverio lo han vuelto inmune a la belleza.

Baja con mucha dificultad, sin soltar el manuscrito, agarrándose al pasamanos, los cuatro o cinco escalones que lo separan del suelo. Las rodillas se quejan con una sinfonía de crujidos y está a punto de caerse.

Se da cuenta de que, aunque se ha obligado a caminar cada día para que los músculos no se le atrofiasen, no es lo mismo hacerlo al aire libre. Además, va descalzo, hace mucho que sus únicos zapatos se rompieron y dentro del sótano tampoco los necesitaba. Las ramas, los cantos afilados de las piedras, las punzantes acículas de los pinos se le clavan inmisericordes en las plantas de los pies a través de la lana de los calcetines.

Debe huir, pero ¿hacia dónde? Si pudiera orientarse elegiría el norte. Siempre al norte, eso le enseñaron de niño.

Le parece oír un ruido procedente del interior de la cabaña. El terror lo abofetea con fuerza, ni siquiera es consciente del líquido que se le escapa y que moja la entrepierna de los pantalones del pijama. Unos cuantos folios escapan del fajo y vuelan como blancas palomas en busca de la libertad.

Angustiado, arrastra los pies. Se interna trastabillando en las fauces del bosque.

Olimpia

A finales de invierno, las seis de la mañana es la mejor hora para comenzar a trabajar, sobre todo si tu trabajo consiste en liberar rehenes —o «recoger huevos», en el argot Wimberly—. El momento mágico en que la noche se rompe en jirones empujados por la sutil luz del amanecer. El momento mágico en que los cuerpos atiborrados de alcohol y estupefacientes de los secuestradores fermentan en los hedores del «nido» tras días de encierro.

«¡Serán hijos de puta!», piensa Olimpia.

El fino cable con el que su tobillo ha tropezado no aguanta la tensión y se parte en dos activando el dispositivo. Un violento estallido la lanza por los aires como a un muñeco relleno de paja.

Asombrosamente, el tiempo se estira y cada uno de los siete segundos transcurre en una angustiosa cámara lenta. Es consciente de que el explosivo estaba dentro de un recipiente de cristal y una lluvia de esquirlas vuelan como flechas buscando su carne. Se cubre el rostro con las manos para protegerlo. Los pinchazos son decenas de afiladas agujas. Un trozo de madera impacta en su pecho con tanta fuerza que, a pesar del chaleco antibalas, la deja sin respiración. Un jadeo escapa de sus labios.

Es consciente de que está siendo propulsada contra la pared y a esa velocidad el golpe será tremendo, probablemente mortal. Alcanzará el hueso occipital, lo que le provocará una fractura de cráneo. O un hematoma epidural. O el otro premio gordo de la lotería de los traumatismos: una paraplejía.

Ella, que no suele cometer fallos, acaba de cometer otro en el peor momento. Ahora necesita las manos para amortiguar el golpe, pero ya es tarde. En su mente se forma un largo rosario de noes.

«No. No. No».

No puede impedirlo. ¡Va a morir un 20 de marzo! Casi admira la siniestra simetría.

En el último segundo antes de chocar contra la pared, en un movimiento reflejo, acerca la barbilla al pecho. Se oye el ruido seco, como de melón que se escurre de las manos y estalla contra el suelo. La vista se le puebla de diminutos puntos negros que bailan desesperados y pierde el conocimiento.

Dentro de la furgoneta, Jacob ve cómo Olimpia vuela hasta que su cabeza impacta contra la pared. Beyoncé entona el famoso Oh, oh, oh...

—¡Jefa! —le grita por el pinganillo.

De pie ante la consola aprieta fuerte los puños. Siente los latidos del corazón por todo el cuerpo. Se esfuerza en hacer caso omiso a la voz que le dice que lo mande todo al carajo, entre en esa pocilga y la rescate.

Tiene la impresión de que ha sido él quien se ha equivocado.

Jacob se encarga de las investigaciones y lo hace a conciencia. Su meticulosidad raya la obsesión patológica. Fue uno de los motivos por los que su superior del FBI le sugirió que abandonara el Bureau a cambio de no presentar cargos contra él.

«La he cagado a lo grande».

Dos años antes, al formar el equipo, Olimpia les enseñó un arsenal de trucos y estrategias. «Si sumas conocimiento y acción, obtienes poder». Y a ese poder lo llamó, con bastante sorna, el «Método de resolución de problemas Wimberly».

A menudo, Jacob se ha planteado que trabajar con Olimpia debería convalidar como un Máster en Estudios Avanzados sobre Extorsiones Varias.

—Los seres humanos nos repetimos hasta la náusea a la hora de delinquir —le explicó—. Casi todos los secuestros siguen una serie de patrones fijos y pueden clasificarse en dos tipos. En el primero, la «cabeza pensante» lo ejecuta en solitario de principio a fin. Suelen ser tipos demasiado controladores o directamente psicópatas que disfrutan con el proceso. En el segundo, prefieren no mancharse las manos y delegan en «pajaritos».

Desde el principio, Jacob asumió que este secuestro pertenecía al segundo tipo. Solo había que ver el «nido» y los tres «pajaritos» que empollaban el «huevo». Sin embargo, a la vista de cómo se está desarrollando la operación, está claro que no era así.

Los «pajaritos» con el cerebro frito solo piensan en la siguiente dosis o el próximo trago. Carecen de los conocimientos y, sobre todo, de la inteligencia para colocar una bomba trampa asegurando las entradas.

Olimpia sigue inconsciente. Con los ojos cerrados no parece ella, porque si algo la define no es ni su melena rojiza, ni sus pecas, ni su piel tan blanca, sino la intensidad de su mirada.

«¿Es sangre lo que le oscurece el pelo?».

Jacob se angustia al comprobar que de la oreja derecha supura un hilillo de líquido rosado. Por primera vez desde que forma parte del equipo Wimberly tiene el convencimiento de que ahí dentro nada es lo que parece y que las vidas del resto corren un serio peligro.

El escritor

El día anterior (noche del 19 de marzo)

A la misma hora en que Olimpia, vestida con unas braguitas, camiseta de tirantes y los pies descalzos, se lava los dientes en el baño de su suntuoso dormitorio repasando el plan para la «recogida del huevo» del día siguiente, el escritor deambula por el bosque.

En dos días no ha encontrado a nadie que pueda auxiliarlo.

Emite un jadeo áspero, doloroso, como el de un gato recién nacido reclamando a su madre, que le irrita aún más la garganta. Se encuentra tan abatido que ni advierte las lágrimas que bajan por sus mejillas y se mezclan con la sangre de la profunda herida de la frente. Tiene la quebradiza piel de los brazos y el rostro llena de rasguños producidos por las zarzas y las ramas.

La llovizna que ha caído unas horas antes, sumada a la humedad que rezuma el bosque, le ha calado hasta los huesos. Tirita. Y no solo de frío. Camina encorvado por los calambres que siente en el vientre. A causa de la desesperación del hambre, ha bebido pequeños sorbos de arroyos estancados y masticado bayas, raíces e incluso algunas páginas.

Desvaría sin ser consciente de que apenas conserva cuarenta o cincuenta hojas de lo único que le importa: su manuscrito. Han ido quedando en el suelo, en el barro o entre las ramas, igual que las inútiles migas de pan que Hansel y Gretel dejaban a su paso marcando el camino de vuelta.

Queda tan poco de él, del escritor que impartió un seminario de crítica literaria en la Universidad de Columbia, que ni repara en la ironía. Ha olvidado la famosa anécdota con la que abrió el curso, la del teórico Mijaíl Bajtín, un fumador empedernido que durante el interminable sitio de Leningrado por los nazis acabó usando las páginas de la única copia de su libro inédito para liar cigarrillos.

Anochece de nuevo y la oscuridad se adensa. Con las plantas de los pies en carne viva, cada paso es un suplicio. Se obliga a hacer un último esfuerzo. No le importa morir. De hecho, la muerte sería una liberación. Apoyarse en el tronco de un árbol. Cerrar los ojos. Descansar al fin.

Pero no puede permitirse ese lujo.

No ha perdido ni un ápice de la tenacidad que le ha obligado a mantenerse con vida durante los largos años de cautiverio. Debe encontrar a alguien, a quien sea. Entregarle el manuscrito. Ahí está toda su vida. Sus respuestas. Su gran obra, la que creyó que nunca sería capaz de escribir.

La aprieta con más fuerza. Mira a su alrededor desesperado. Un último esfuerzo.

Justo en el momento en que Olimpia, satisfecha de su plan, estira las piernas y siente en las puntas de los pies el tacto firme y suave de la tela de algodón egipcio de las blanquísimas sábanas, el sutil perfume del suavizante, el escritor cree distinguir un destello de luz entre la espesura.

Olimpia

De niña, a Olimpia le encantaba jugar con su muñeca matrioska, una delicada antigüedad rusa. En el suelo de la biblioteca de su tía Carlotta extraía una a una las quince muñequitas y las alineaba. Muy seria. No se cansaba de observarlas. Le fascinaba que fuesen idénticas, excepto por el tamaño. Unas provenían de las otras, se necesitaban para existir. Eso debía de ser una familia.

Como posee una memoria excepcional y recuerda casi cualquier cosa que lee, oye o ve, conoce muchos datos de las matrioskas.

Datos como que las primeras datan de 1890 y las creó un pintor de un taller de artesanía, inspirado por unas similares traídas desde Japón. O que están fabricadas en blanca madera de tilos cortados durante el mes de abril, cuando el árbol tiene más savia, y que se deja reposar durante dos años. También que el tallador debe construir las muñecas —siempre en número impar— utilizando un único bloque de madera para mantener el mismo proceso de contracción y dilatación. Armado con un torno y cinceles, comienza por la más pequeña, la única pieza entera. Esa dará su medida a las otras.

Igual de dificultoso resulta que encajen todas las piezas de un plan de rescate. Y con la misma habilidad, Olimpia tornea una dentro de otra, intentando prever casi cualquier contratiempo.

Mientras ella permanece desmayada en el suelo, Jacob se prepara para extraer la siguiente matrioska. Ruega que funcione, que sea lo suficientemente efectiva y le salve la vida a su jefa, aunque por primera vez se enfrenta a un falso «nido».

Mira el cronómetro, ha perdido dos minutos y diecisiete segundos.

Comprueba en las pantallas la posición de los «pajaritos».

El salón. Ahí están los dos chavales inconscientes, entre un barullo de botellas, cajas de pizzas y ceniceros con colillas. Yonquis que ni siquiera recuerdan la primera vez que esnifaron, cuyas vidas empiezan y terminan en el mismo punto. Vidas de mierda que heredaron de sus padres y que será lo único que dejarán a sus hijos.

En uno de los dormitorios, el «zorro».

—Siempre hay un «zorro» al mando y a menudo da problemas. Algunos no se conforman con el «huevo» y buscan devastar el «gallinero». Debéis tenerlo siempre localizado —les dijo Olimpia en otra de las lecciones Wimberly.

Este «zorro» en concreto lo ha engañado. De algún modo ha creado un pasado falso (un par de condenas por apuñalamiento, robo y consumo de alcohol en la vía pública) para los pardillos que quisieran averiguar quién era.

«Pardillos como yo», piensa Jacob.

Al oír la explosión en la cocina, el «zorro» se despierta y comprende enseguida lo que ocurre. Identifica los tiros de Blake en la parte delantera de la casa como una maniobra de distracción. Jacob lo ve levantarse de la cama, abrir un armario y sacar un rifle de asalto.

«Por Dios, un AK-47. ¡Tiene un puñetero AK-47!».

Con el rifle en la mano, se dirige al salón. Al «zorro» le cuesta creerse el espectáculo. Hace apenas cuatro horas que se acostó dejando a los otros dos de guardia.

«¿Quién es esa jodida putita?», se pregunta.

En el sofá, abrazada en la posición de la cucharita a uno de los dos inútiles, hay una chica desgreñada, con el maquillaje corrido y una escueta minifalda que deja a la vista el nacimiento de las nalgas. Supone que ella les ha conseguido la droga.

Hincha a patadas al del suelo. Grita. Reparte hostias. No sirve de nada. Están demasiado colocados. Se encamina a la cocina a ver qué ha cazado.

—Vaya, vaya, una preciosa ratita —dice con una sonrisa.

Por desgracia, no puede perder más tiempo, así que se sitúa a un par de metros del cuerpo inconsciente de Olimpia.

«Joder, joder, joder», piensa Jacob.

Ahora ya no le preocupa que su jefa esté cada vez más pálida, ni la sangre que baja por su frente hasta sus labios. Las posibles complicaciones médicas no resultan demasiado relevantes cuando a alguien están a punto de destrozarle la cabeza como si fuera una piñata.

La distancia a la que se ha situado el «zorro» no es casual. Solo alguien que haya reventado muchas cabezas sabe cuánto hay que alejarse para que el confeti de fragmentos de hueso, sangre y masa cerebral no le salpique. Separa un poco las piernas. Se procura una plataforma de tiro estable y levanta el rifle.

Jacob no consigue apartar la vista de la pantalla que recibe las imágenes de la cocina donde en unos segundos van a asesinar a sangre fría a la única persona a la que admira y ama en el mundo sin que pueda hacer nada para evitarlo. El dron se encuentra demasiado lejos, en la otra punta del patio. Siguiendo sus instrucciones, Blake corre tratando de rodear la casa y alcanzar el patio trasero, pero no va a llegar a tiempo.

Las cosas han ocurrido a tal velocidad que han atravesado a Jacob con la potencia que un rayo destroza un árbol y por eso ha olvidado extraer la siguiente muñeca matrioska, la única que, quizá, hubiese podido salvar a Olimpia.

El escritor

El día anterior (noche del 19 de marzo)

A Nick le gusta mucho la chica. ¡Dios, cómo le gusta! Pero en el pueblo, quien más quien menos ha tenido ocasión de probar el mal carácter de su padre.

Por suerte, él conoce el tenebroso bosque. Muy pocos están al tanto de la existencia de la pequeña cabaña abandonada, apenas una choza de troncos de madera y techumbre de zinc. Menos mal que se ha llevado los guantes que utiliza en la serrería porque ha tenido que batallar con una maraña de zarzas y espinas para poder entreabrir la puerta.

A la luz del reflector, la chica se saca la camiseta por la cabeza. Se desabrocha el sujetador —es menos pudorosa de lo que a él le habría gustado— y libera los pechos de rosado pezón. Durante una fracción de segundo a Nick le vienen a la cabeza los higos resecos de su exmujer. Aparta la imagen de su mente.

Se aproxima a la chica, que apesta a perfume. No le sorprende, esta no es su primera vez con una de las de la conservera. Todas recurren al mismo truco a la hora de enmascarar el tufillo a pescado que se les adhiere a la piel y al cabello.

Los pechos encajan en la cavidad de sus palmas. Duros y cálidos como ciruelas en un día de verano. La besa y se pega a ella para que advierta la tremenda erección que le tensa la tela de los vaqueros.

De pronto, cuando ya todo debería ir como la seda, la chica suelta un gritito agudo. Aparta a Nick y se cubre con los brazos.

—¿Qué cojones…?

—La ventana.

Mira en esa dirección esperando distinguir un hocico o quizá una cornamenta pero, a través de los fragmentos de vidrio, ve el rostro de un viejo de pelo blanco.

«Steve. Puto mirón. Esta vez te vas a enterar».

Ciego de rabia, sale a por él.

Ni el puñetazo en el estómago que dobla en dos al entrometido y lo hace caer de rodillas, ni la patada en el pecho que lo tumba en el suelo, ni las siguientes que le muelen las costillas y los riñones, sacian a Nick. Hasta que le rompe la nariz y la sangre se derrama en cascada por el cuello, las súplicas de la chica no atraviesan su furia.

Mira desde arriba el despojo ensangrentado, cubierto de fango, hojas y ramitas. Con sorpresa advierte que no se trata del puñetero Steve. Es un tipo al que no conoce.

«¿De dónde cojones ha salido?».

En cualquier caso, se merece el escarmiento por meterse donde no lo llaman, pero la chica no parece pensar igual.

—No podemos dejarlo aquí —gimotea—. Morirá.

Está preciosa tan asustada, con los ojos brillantes, el pelo revuelto, las mejillas arreboladas. Nick accede, no quiere que se lleve una impresión equivocada de él. Ahora se estilan los tíos sensibles y complacientes por culpa de todos esos programas de la tele por cable que les reblandecen el cerebro a las tías.

Entre los dos a duras penas pueden arrastrarlo.

—¿Qué es eso?

La chica siempre ha sido curiosa, muy curiosa —se ha llevado muchas guantadas de su padre por preguntar—, y le llaman la atención unos papeles que el desconocido estruja en la mano izquierda. Se están destrozando con el roce contra el suelo.

Se detiene.

—¿Quieres que nos lo llevemos o no? —se impacienta Nick.

La chica le dedica uno de sus mohínes más encantadores.

—Un momento, solo un momento.

Suelta los tobillos del desconocido y se agacha. Le abre uno a uno los dedos atenazados. Apenas quedan cuatro páginas sucias con los bordes roídos. Las coge y, después de plegarlas, se queda con ellas en la mano, dudando qué hacer. El hombre no parece llevar bolsillos y, aunque trabajar en la conservera le ha quitado casi todos los remilgos, no está dispuesta a hurgar entre los apestosos harapos.

—O seguimos o se queda aquí —le advierte él.

Sin otra alternativa a la vista, la chica se los guarda en los vaqueros y agarra de nuevo los tobillos del hombre.

Llegan a la baqueteada camioneta pickup, una Ford Ranger Stormtrak roja, y lo suben a la parte posterior descubierta. Nick lo cubre con las mantas que usa en las cacerías. Coloca encima un par de garrafas viejas de aceite y gasolina para que no salgan volando.

Aparca a una manzana de la casa de la chica, que se lo agradece con un largo y húmedo morreo que hace revivir su erección.

—¿Lo dejarás en un hospital?

—Claro, reina, pero merezco algo a cambio, ¿no?

La agarra de la nuca para guiarla. Con la mano libre se desabrocha los botones de la bragueta.

—¿Me lo prometes? —pregunta ella antes de agacharse.

Y él asiente conteniendo un poco la respiración. En este momento podría prometerle caminar sobre brasas ardientes si se lo pidiera.

Cuando Nick arranca, ella se da cuenta de que aún lleva los folios en el bolsillo de los vaqueros.

«Ay, no».

Pretendía que él los dejara sobre el anciano, para cuando lo encontrasen. Blandiéndolos como un pompón, da saltitos sobre la acera pidiéndole que se detenga.

Nick saca el brazo por la ventanilla. Mueve la mano despidiéndose.

Lo ve torcer la esquina y desaparecer.

«Jo, ¿y ahora qué?».

La vence la curiosidad. Se aproxima al foco de luz que proyecta la farola más cercana. Desdobla los folios. La letra es casi ininteligible, como si la mano que la hubiese escrito temblase sin cesar. Frunce su encantador ceño. Se esfuerza en comprender qué pone.

Por fin consigue descifrar la primera frase:

Me acusaron del pecado más atroz y fui juzgado por él.

Olimpia

La primera vez que Olimpia Wimberly oyó hablar de los hábitos reproductores del cuco fue en clase de biología. Unas semanas más tarde abandonó la carrera de Medicina en tercer curso. Se aburría mortalmente. Antes había dejado Derecho, Psicología y Química.

Recuerda al cuco, un pajarito de aspecto simpático que se reproduce de forma parásita. Las hembras ponen sus huevos en los nidos de otras especies de aves copiando el diseño y el colorido de la cáscara, así estas otras hembras los empollan, y luego los cuidan y los alimentan. Al nacer, el polluelo del cuco arroja fuera del nido a los huevos legítimos hasta convertirse en el único y monopolizar las atenciones.

—La clave reside en mimetizarse —repitió el profesor.

Si Olimpia no estuviese inconsciente en el suelo de una cocina de los suburbios de Richmond, le daría las gracias por la lección.

El «zorro» separa un poco las piernas y alinea los pies con los hombros. Levanta el AK-47 y apoya la cantonera contra el hombro para absorber el retroceso. Flexiona un poco las rodillas. El blanco —la bonita cabeza de Olimpia— es amplio y no necesita afinar la puntería.

Está enganchado al subidón que le proporciona la adrenalina y se siente exultante.

«¿Cuánto tiempo hacía?».

Coloca el dedo en el gatillo.

Entonces ocurre algo inesperado. La pierna derecha le cede igual que una rama al partirse y cae al suelo golpeándose las rodillas. A su cerebro, ebrio de hormonas, le cuesta unas milésimas de segundo procesar la señal de dolor que le envían los músculos de la parte posterior del muslo, directamente desde el bíceps femoral. El tiempo que tarda en comprender que ha recibido un disparo.

Antes de que pueda reaccionar y recuperar el rifle que se le ha escapado de las manos, la putita del sofá le apunta con una Smith & Wesson a medio metro de la frente.

«¿Qué coño…?».

El «zorro» ignora lo sencillo que ha sido para Olimpia introducir el cuco en el «nido». Solo ha necesitado paciencia, y ni siquiera mucha. Al segundo día de vigilancia, Jacob estableció el patrón: en cuanto el «zorro» se acostaba, los yonquis se apresuraban a telefonear a su camello y a encargar provisiones —día tras día hacían corto—. Y si algo caracteriza a los camellos no son precisamente sus elevados principios morales. El cuco llegó con la droga, se contoneó lo suficiente para que la dejasen unirse a la fiesta y la meta adulterada dejó fritos a los «pajaritos» antes de que intentasen ponerle la mano encima.

Sin dejar de encañonar al «zorro», el cuco propina una patada al AK-47 para alejarlo de su alcance.

El cuco se llama Erika. Camaleónica, es una virtuosa del disfraz capaz de mimetizarse en cualquier ambiente y hacerse pasar por quien quiera.

La propia Olimpia hay ocasiones en que la escruta con disimulo. Observa los pantalones vaqueros, la camiseta negra, la media melena castaña recogida en una coleta, los aretes en las orejas, la cara lavada sin rastro de maquillaje, y ni ella se atrevería a asegurar que ese aspecto sea el auténtico o uno que Erika ha creado para ellos: «El disfraz de chica normal y corriente de veintiséis años».

Mientras el rifle se desliza sobre la mugre del suelo, Blake aparece en la puerta jadeando. El cuarto y último miembro del equipo Wimberly es un tipo enorme, un auténtico armario ropero.

—¿Y los «pajaritos»? —pregunta.

El sudor baja por su rostro hasta el bigote y la barba. Tiene los ojos oscuros y pequeños, que contrastan con las largas pestañas. La nariz rota de recuerdo de sus tiempos de boxeador. En la mano sujeta una Beretta 92.

—Perímetro asegurado: los «pajaritos» tienen para un buen rato en el sofá hasta que se les pase el efecto —responde Erika sin apartar la vista del «zorro».

Por si la meta que habían fumado no era suficiente, de madrugada les ha inyectado una dosis de midazolam.

—El «huevo» sigue en la habitación de atrás: nadie ha entrado ni salido de ahí. Vigila a este —le pide.

El «zorro» se muerde los labios y trata de detener la hemorragia comprimiendo la herida de la parte posterior del muslo con las palmas de las manos. Este no es el primer balazo que recibe en su vida y sabe cómo actuar.

Erika se arrodilla ante el cuerpo de su jefa. Coloca dos dedos en una vena del cuello.

—¿Está viva? —pregunta Blake.

—El pulso es muy débil.

—Hay que llamar a una ambulancia.

—¿Estás de coña? Cómo demonios vamos a explicar… —Hace un gesto con la barbilla que abarca el «nido».

—Va a palmar. —Blake es tan inexpresivo que resulta difícil saber si solo analiza o si en realidad tiene algún tipo de sentimiento.

—Tenemos que ceñirnos al protocolo, a su protocolo —responde ella, muy calmada—. Todos, incluida Olimpia, conocemos los riesgos y apechugamos.

Cuando Olimpia contactó con los integrantes del equipo Wimberly, ninguno de los tres se conocía entre sí, pero todos se encontraban en una situación que podría calificarse de desagradable o desesperada, según el criterio que se aplique.

Los tres tienen claro que forman parte de un equipo al mando de Olimpia, no son amigos. Ni saben ni les importa si los otros son felices, si se sienten solos o en qué y con quién emplean el tiempo cuando no están inmersos en la resolución de alguna «crisis».

El escritor

Unas horas antes del amanecer

Nick conduce con el codo por fuera de la ventanilla.

No era esta la compañía con la que pensaba pasar la noche, pero lo de antes no ha estado mal. Nada mal.

«Las chicas de ahora nacen enseñadas».

El efecto le dura un rato. Después empieza a intranquilizarse, a removerse en el asiento. «¿Y si tropiezo con algún ayudante del sheriff con ganas de una medalla y me obliga a levantar las mantas?».

Por supuesto, no piensa acercarse a ningún hospital. Los hospitales cuentan con cámaras de seguridad que lo graban todo. Puede que la chica sea tonta, pero él no. Él no se pierde ningún capítulo de COPS y está al tanto de cómo funcionan las investigaciones policiales.

En la Interestatal 95, un cartel avisa de un desvío a una gasolinera. Calcula que se ha alejado casi sesenta kilómetros del pueblo. Ha puesto suficiente distancia de por medio. Toma la car

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