1
Macel de Corvi
Se sentía cansado y débil. Se miró las manos blanqueadas por el polvo de mármol, aquellos dedos fuertes que todo ese tiempo habían complacido la furia del alma extrayendo figuras en la piedra, explorando la materia con un conocimiento adquirido con el estudio del cuerpo, los músculos, las expresiones.
Suspiró. Su casa era sencilla y pobre. Como siempre. Era su refugio, el puerto seguro en el que encontrar consuelo. Miró la fragua. Las brasas rojas destellaban sangre bajo las cenizas. Había objetos lanzados al azar sobre una mesa de trabajo.
Se puso en pie. Abrió la puerta. Salió. Frente a él, Macel de Corvi: ese barrio popular y mugriento donde las casas parecían haber crecido unas sobre otras como si fueran erupciones sobre la piel gris de un cadáver.
Roma agonizaba ante sus ojos, pero lo que veía no era más que el reflejo de un mal mayor, un dolor del alma que parecía consumir la ciudad. Día tras día, un pedazo cada vez. Plegada a la voluntad de los papas, gobernantes temporales de un mundo que había perdido toda la inspiración de la espiritualidad.
Observó cómo los copos de nieve se posaban sobre los esqueletos de los foros y sobre los arcos del Coliseo, que emergían de la tierra como bóvedas irregulares de cuevas y canteras. Los árboles muertos, asesinados por ese otoño frío y despiadado, aparecían salpicados de blanco. El silencio que reinaba en ese momento extendió un aura irreal en la escena.
Sin embargo, en ese espectáculo miserable y frágil, Miguel Ángel redescubría el sentido de las cosas, la esencia de una ciudad derrotada por sus propios demonios, que todavía perseveraba en mantenerse en pie. Roma exhibía los tesoros del pasado como espléndidas cicatrices, reliquias olvidadas, pero aún relucientes en los remolinos de la nieve sibilante. Las columnas del templo de Saturno se alzaban contra el cielo como los dedos de un gigante herido, pero que aún no había muerto.
Mientras la nieve continuaba cayendo, sintió crecer en él una melancolía anegándole el pecho como si fuera un fuego líquido y no obstante inextinguible. Sabía perfectamente que formaba parte de aquella marea creciente, capaz de corromperlo todo, fuera lo que fuera, en aquella ciudad, y que respondía al nombre de Iglesia. Era, asimismo, el arma más eficaz y sutil, con el poder de cegar los ojos de los pobres y de los vagabundos, hasta el punto de distraer la mirada, nublar la vista a través de la magnificencia de sus tan solicitadas obras. La bóveda de la capilla Sixtina, el Juicio Final, la Piedad del Vaticano… sabían encantar y seducir y, precisamente por eso, disfrazaban, en su esplendor, la verdadera esencia del poder y del dominio.
Era un ilusionista, nada más que eso, tomaba el dinero de los papas, ponía su propio arte al servicio de ellos. Celebraba el poder y, al hacerlo, amplificaba su eco. Mientras miraba caer la nieve sobre los sucios tejados entendió de qué modo el éxito de sus esculturas, de sus frescos, de su vida misma, no eran más que un crimen, la sombra negra de un mal que se autoalimentaba.
Y sintió vergüenza. Lloró, porque entendía lo equivocado que era lo que estaba haciendo. Había creído que se podría acercar a Dios moldeando el mármol, esculpiendo las formas más hermosas, usando pinceles y colores como si fueran un canto de la naturaleza, pero aquella esperanza había terminado rota en pedazos. Había cedido a las lisonjas del dinero y, lo que era peor, de la fama. ¡Cuánto le gustaba que lo tomaran como ejemplo de genio absoluto del arte! ¡Estaba corrompido! Bien lo sabía. Y a pesar de tratar de convencerse a sí mismo de lo contrario, en el interior de su corazón era consciente de cuánto había nutrido su desordenada ambición.
Lo había hecho hasta correr el riesgo de perderse a sí mismo.
Apretó los puños y prometió que buscaría la redención. A cualquier precio. Porque lo necesitaba más que ese aire limpio y frío que ahora le cortaba la piel del rostro.
Soplaban nuevos vientos del norte de Europa. Las palabras de un monje alemán habían inflamado el aire como repentinos chispazos de fuego. Sus tesis habían sido estigmas en el cuerpo eclesiástico, uñas que desgarraban la carne del lujo y de los fastos de un clero dedicado durante ya demasiado tiempo al poder material, a la depravación, al sexo y al tráfico de indulgencias. Un culto a sí mismo que a esas alturas había hecho perder el significado primigenio de palabras como fe, misericordia, piedad, sacrificio.
E incluso en Roma, aquel fuego, por débil que fuera, había alimentado una fe nueva, una reflexión constante en ese momento desgraciado, una brisa tibia que tan solo pedía ser viento, con el fin de hablar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Era a aquella fuerza serena y sincera a la que dedicaría los años por venir. Había protegido aquel pequeño tesoro, lo llevaría como una antorcha en la noche para intentar iluminar lo que le quedaba de vida.
Dejaría de tener miedo.
Se encogió de hombros. Empezaba a sentir frío, pero aquella nieve blanca, suave y pura le parecía ahora un mensaje celestial, una señal de paz enviada para aquietar el corazón de los hombres. Amaba aquel silencio, capaz de borrar el estruendo de la ciudad.
En ese manto blanco que envolvía a Macel de Corvi le parecía estar frente a Dios, percibir su respiración grandiosa y regular, escuchar su voz en un murmullo serio pero tranquilo, casi dulce.
Lejos del castillo de Sant’Angelo, de la isla Tiberina, de aquella parte de Roma donde Bramante y Rafael habían construido y decorado a lo largo de los años palacios de magnífica belleza, blancos y relucientes, adornados con sillería preciosa y livianas y esbeltas columnas, se juró Miguel Ángel a sí mismo que nunca más volvería a obedecer ciegamente las órdenes de los papas.
Emplearía el tiempo que le quedaba para indagar en su propio corazón, para entender sus latidos y sus ruegos. Y lo reflejaría en el mármol. Mucho más de lo que lo había hecho hasta aquel momento.
Al final entró en casa de nuevo.
2
La Inquisición romana
Cerca de la iglesia de San Rocco, en el palacio del Santo Oficio, de la calle Ripetta, el cardenal Gian Pietro Carafa toqueteaba su larga barba castaña. Sus dedos regordetes retorcían nerviosamente los cabellos. Monseñor dejó escapar un profundo suspiro. Estaba inquieto.
Las piedras preciosas, engastadas en los numerosos anillos de las manos, emitían resplandores iridiscentes en el momento exacto en que se reflejaban los rayos del sol otoñal. La luz pálida y cruda se filtraba a través de las pesadas cortinas de terciopelo de los ventanales. Entre rubíes y esmeraldas, del tamaño de unas avellanas, quizá la piedra menos brillante fuera precisamente la del anillo pastoral, como para denunciar la opacidad que golpeaba a la Iglesia en aquellos días.
Vestido de púrpura cardenalicia, con muceta y birreta roja carmín y estola también púrpura, moteada de hilo dorado, Gian Pietro Carafa estaba sentado en una silla esperando que presentaran al mejor de sus hombres. Los sirvientes se lo acababan de anunciar.
Así que se puso en pie y se levantó del asiento de madera finamente tallada, mirando a su alrededor. El salón era grande, hasta el punto de que cualquier visitante se habría sentido perdido, a menos que estuviera acostumbrado a esa decoración espartana y esencial. En resumen, como flotar en el vacío. Y esa era exactamente la sensación que el cardenal Carafa quería transmitir a cada uno de sus interlocutores: una sensación de desconcierto.
Con la excepción de otras cinco sillas altas y una gran chimenea, de hecho, el único mobiliario de esa gran sala eran las estanterías, llenas de manuscritos y volúmenes, que recorrían todo el perímetro.
El cardenal, jefe de la Inquisición romana, se aproximó a uno de los estantes. Cogió un pequeño tomo y le dio la vuelta en sus manos. Comprobó el lomo y las páginas, y lo hojeó distraídamente. Ni siquiera se había fijado en el título. Era solo una forma de tener algo que manipular. Sentía esa necesidad. Si, como temía, corría el riesgo de perder la paciencia, al menos podría sostener el volumen en sus manos. Dado su temperamento y ese mal genio que luchaba por gobernar, tal precaución distaba mucho de ser peregrina.
El secretario anunció al invitado.
Entonces, Vittorio Corsini, capitán de la guardia inquisitorial, hizo su entrada con una profunda reverencia. El cardenal le tendió la mano y Corsini besó el anillo pastoral con devoción. Luego se irguió por completo en toda su notable estatura.
—Su Eminencia —dijo—, os escucho.
El capitán era un hombre de pocas palabras, con un encanto magnético: de complexión sólida, hombros anchos, ojos grises intensos y bigote enrollado con las puntas hacia arriba. Se decía que era un mujeriego, pero al cardenal no le importaba ese detalle. Llevaba una chaqueta roja, decorada con una llave de hilo dorado y otra de hilo plateado, pantalón morado y botas largas oscuras hasta la rodilla. Un sombrero de fieltro de ala ancha y una pesada capa, bordada en piel, completaban el atuendo. En el cinto portaba una pistola de rueda y una espada con empuñadura de canasta, con la cazoleta perforada y blasonada en oro y plata.
El cardenal se aclaró la garganta. Apretó el libro con las manos e informó a Vittorio Corsini de lo que lo atormentaba en esos días.
—Capitán, lo crea o no, estos son malos tiempos. ¡Y nuestro buen pontífice Pablo III hizo bien en fundar este Santo Oficio para reprimir la herejía, ya que no solo se extiende en el Sacro Imperio Germánico, sino que germina como la hierba más venenosa incluso aquí, el corazón del Estado Pontificio!
—¿De verdad, Eminencia? —preguntó Vittorio Corsini con un deje de sincera incredulidad.
—¡Por supuesto! ¿Osáis dudar de mi palabra?
—¡En absoluto!
—Muy bien. Por lo demás, recordaréis lo que ocurrió hace unos meses… ¿O acaso me equivoco? —Y, al decirlo, el cardenal apretó aún más fuerte el pequeño volumen que sujetaba entre sus manos. Si alguien lo hubiera observado en ese momento, se habría dado cuenta de que parecía querer hacerlo pedazos entre sus dedos.
Vittorio Corsini era un interlocutor atento y no le pasó inadvertido.
—Vuestra Eminencia, ¿aludís por ventura al caso de Bernardino Ochino, el predicador?
—Exactamente —siseó el cardenal con brusquedad.
—Si la memoria no me falla, Vuestra Gracia le ha ordenado presentarse en la sede del Santo Oficio y Ochino puso bastante cuidado en no cumplir la orden, hasta el punto de que, cuando llegó a Florencia, partió hacia Suiza.
—Efectivamente. Tras haber emitido barbaridades contra la fe católica desde el púlpito de la iglesia de los Santos Apóstoles en Venecia, se fue a abrazar a ese hereje de Calvino. ¡Pero eso no sería todo!
—¿De veras, monseñor? ¿Qué es lo que os angustia? Decídmelo y le pondré remedio.
El cardenal dejó escapar una sonrisa cruel.
—Mi buen capitán, vuestra dedicación y fe son encomiables. El celo que siempre habéis puesto en las misiones que os he asignado es más valioso que el amor de un hijo y, añado, nunca antes tan necesario. De hecho, tenéis que saber, aunque con certeza lo habréis intuido, que son muchas las posiciones políticas dentro de la Santa Sede. Cada una de ellas responde a un interés y orientación diversos pero precisos, sean los del emperador Carlos V, los de los filofranceses que secundan las ambiciones de Francisco I o, por último, pero no por ello carente de importancia y magnitud, los de los malditos Médici de Florencia. Por no hablar de que Venecia, como ramera de los mares que es, ciertamente no tiene la intención de conformarse con mirar. Y sin embargo, todas estas diversas líneas de conducta no son nada en comparación con la que un cardenal entre tantos, uno solo, ha decidido mantener en clara contraposición con la postura intransigente que he elegido.
—¿Vuestra Gracia alude al cardenal Reginald Pole?
Al escuchar ese nombre Gian Pietro Carafa cerró los ojos, como si quisiera subrayar mejor el momento supremo: el de la verdad. Cuando los volvió a abrir su mirada parecía iluminarse con el rojo ardiente de las brasas de la chimenea del fondo de la sala.
—Habéis dicho bien, amigo mío. Justamente él, puesto que es el propio cardenal Reginald Pole el que representa la espina en el costado, la serpiente traidora que, fortalecida por su linaje y la inevitable temeridad que le brinda ser el protegido del rey de Inglaterra, alimenta en su guarida un puñado de demonios reptantes. —En ese punto la voz del cardenal inquisidor se había vuelto ronca y vibrante de rabia y, sin añadir nada más, Gian Pietro Carafa tiró el libro al suelo.
Vittorio Corsini se había quedado inmóvil, sin mostrar la menor emoción. Estaba acostumbrado a los arrebatos de ira de Su Eminencia y no tenía intención de molestarlo más de lo que ya estaba. Había una rabia latente en el cardenal que parecía nutrir con amoroso cuidado, como si el resentimiento fuera una forma de arte para él, un don divino que nunca perdía y que, de hecho, había que cuidar y alimentar día a día, y una vez afilado, se hacía tan letal como el más infalible de los puñales.
—¿Qué es lo que puedo hacer, entonces, para aliviar vuestro tormento, Eminencia?
Corsini sabía perfectamente que tenía que ser sibilino y lisonjero, devoto pleno de la voluntad del cardenal inquisidor, a menos que quisiera desatar su ira y por lo tanto su venganza, que, puntual e infalible, sabía que vendría después.
—¿Creéis que estoy loco, Corsini? ¿Que me divierte comportarme de este modo? ¿Que espero con ansia el momento de enfadarme?
—En absoluto, Vuestra Gracia. Creo que vos sois el último baluarte frente a la abrumadora marea de la herejía.
Carafa asintió.
—De nuevo habéis dicho bien, capitán, es más, no podríais haberme respondido mejor. ¡Es exactamente así! No cabe duda de que es un hecho que las tesis de Lutero han tenido un éxito extraordinario en tierras alemanas. Y en Holanda, en Flandes, y temo que puedan arraigar también en Francia, aunque por el momento Francisco I de Valois parece lograr contener los movimientos centrífugos de quienes critican la religión católica. Pero ¿por cuánto tiempo será capaz? Por lo que respecta a Inglaterra, pues bien, siempre fueron un puñado disperso de medio infieles. Entonces ¿entendéis lo mal que estamos? ¿Y qué tengo que hacer yo? ¿Agachar la cabeza? ¿Dejarme derrotar sin tan siquiera combatir? ¡Jamás! Por ello, mi buen Corsini, os he hecho convocar, puesto que ya veis, la herejía de la que os he hablado parece germinar no solo en los labios del cardenal Reginald Pole, sino que también da la impresión de florecer en la boca coralina de una mujer.
—¿Una mujer? —En esa ocasión, el capitán de la guardia inquisitorial se quedó realmente sorprendido. Entonces ¿esa era la razón por la que el cardenal lo había llamado? ¿Por culpa de una mujer? La amenaza se diluía en el misterio.
—Sí. Vittoria Colonna, mi buen Corsini. Ella es la mujer de la que os hablo.
—¿La marquesa de Pescara?
—Justamente ella.
—¿Y de qué se la cree culpable, si puedo preguntarlo?
—Todavía no lo sé con exactitud. Pero algunos espías e informantes me hablan de que está en los servicios secretos de Reginald Pole. No alcanzo a entender con qué propósito, pero necesito información, pruebas. Por tanto, el motivo por el que os he mandado convocar es este: arreglároslas para seguirla. Quiero que sea vigilada día y noche, que un espía le dedique la existencia entera a ella, al menos hasta que yo sepa lo que pretendo. Elegid con cuidado a la persona que se ocupará de ello, de modo que ella no se entere de que está siendo escrutada y menos aún que pueda volver al espía en nuestra contra.
—Entiendo —dijo Corsini.
—Muy bien. Sé que tenéis mucho que pensar, pero tened presente que este asunto es una prioridad absoluta. Así que intentad elegir a vuestro mejor hombre. ¿Me he explicado?
—De manera cristalina.
—Estupendo. Pues ahora, si esto es así, os ruego que comencéis de inmediato con la investigación. Espero un informe vuestro a finales de esta semana, ¿de acuerdo?
—Así sea. —Y, según lo decía, el capitán de la guardia inquisitorial carraspeó. Esperó, de ese modo, llamar la atención del cardenal sobre un detalle que parecía escapársele demasiado a menudo. Evidentemente, aquella especie de amnesia era premeditada.
—¿Todavía estáis aquí? —preguntó de mala gana Carafa, que no entendía cómo Vittorio Corsini no había desaparecido ya.
—Ciertamente existe un asunto menor pero que debo afrontar aunque no quiera, Vuestra Gracia…
Los ojos del cardenal inquisidor relampaguearon de repente.
—¡Ah, es verdad! Comprendo.
Y sin añadir palabra sacó del bolsillo una bolsa de terciopelo con tintineante sonido.
—Quinientos ducados. No esperéis sacarme ni uno más.
Dicho eso, lanzó la bolsa al capitán. El jefe de la guardia lo agarró al vuelo , con un gesto rapaz de su mano enguantada.
—Bien. Ahora os podéis marchar. —Y, tras encerrarse en un silencio que no admitía réplica, el cardenal despidió a Corsini haciendo una seña con la cabeza.
Mientras el capitán alcanzaba la puerta, Gian Pietro Carafa volvió a su asiento. Se derrumbó allí, como si lo hubiera herido una invisible bala de plomo. Los brazos desarmados sobre los del sillón, la mirada abandonada en el vacío.
La partida había comenzado.
Sabía, en el fondo de su ser, que no se podía permitir perderla.
3
El encuentro
Al verla, Miguel Ángel quedó deslumbrado por la gracia que la envolvía, haciéndola irresistible.
También aquel día Vittoria Colonna estaba simplemente magnífica. Su largo cabello castaño, recogido en una blanca cofia. Sus ojos, vivos y empapados de una melancolía indescifrable, brillaban a la luz de las velas. El cuello estaba adornado con un collar sencillo, con perlas que parecían arrancadas al amanecer. Llevaba un hermoso vestido azul claro. El escote, aunque de reducidas dimensiones, no era lo suficientemente pequeño como para ocultar los senos.
Miguel Ángel estaba subyugado por esa belleza reflexiva e inteligente, que era incluso antes espiritual que física. Cuando pasaba su tiempo con ella sentía una fuerza interior abrumadora, una llama que, acercándose, podía prender fuego al corazón de cualquier interlocutor.
Hacía un tiempo que la veía con regularidad ya que las conversaciones con ella eran un placer al que no estaba dispuesto a renunciar nunca más.
Vittoria sabía elegir las palabras y, antes de hacerlo, presentía ya lo que él pensaba, y no por quién sabe qué intuición sino por un sentimiento común, una afinidad que, esa sí, era sobrenatural.
—Os veo cansado, maestro Miguel Ángel —le dijo con un susurro—. Y sin embargo habría pensado que finalmente os iba a encontrar satisfecho, complacido por lo que habéis hecho en vuestro viaje terrenal.
Sin responder, Miguel Ángel sacudió la cabeza. ¡Cuánto le habría gustado que Vittoria no se hubiera percatado de aquella rabia que le devoraba el pecho!
—Y en cambio —prosiguió ella—, advierto tormento en vos, un rencor que, lejos de volverse hacia los demás, se dobla como el hierro de una espada contra vos mismo, como si fuerais el artífice de vuestra propia desgracia. ¿Me equivoco, tal vez? —Y mientras lo decía tomó su rostro entre sus manos y lo obligó a mirarla.
Sintió sus finos y blancos dedos hundirse en su larga barba de un palmo, que él había dejado crecer, y luego apretó su rostro hasta que casi le dolió. Lo estaba sorprendiendo, una vez más, como siempre hacía cuando se encontraban. O cuando incluso iba hasta allí, a esa casa suya vacía y fría, donde solo la fragua parecía conocer un aliento de fuego. En cambio, el mármol de las esculturas que estaba tratando de terminar, los cinceles, el martillo, los hierros, las vigas, las piedras… no eran más que los barrotes helados de esa jaula llamada ira, en la que había terminado encerrándose.
—Dejad salir todo ese dolor. ¿Qué es lo que os consume? Habladme de ello, os lo ruego, porque no soporto veros así.
Miguel Ángel permaneció un momento con los ojos en los de ella, se dejó llevar por el ámbar líquido de sus iris: cálido, dulce, hechizante.
—Quizá un día consiga decíroslo —respondió bajando la mirada—. Pero estoy tan concentrado en la lástima por mí mismo que casi me olvido de que deseaba daros algo.
—¿De verdad? —dijo Vittoria abriendo mucho los ojos.
Miguel Ángel le tomó las manos y las apartó suavemente de su rostro.
—Esperad aquí. —Y, sin más preámbulos, llegó a la habitación que había utilizado como taller. Además de una estatua, que uno podría imaginarse imponente, cubierta con láminas, había unos bloques de mármol blanco y luego un caballete, una mesa de trabajo, morteros para moler los polvos y preparar colores y esmaltes, cartones preparatorios, dibujos y lápices de colores, jarrones, espátulas y pinceles y un montón de otras baratijas que su ayudante, el Urbino, tan perezoso como siempre, se olvidaba de poner en orden.
Y allí, en un rincón, casi escondido de aquel cúmulo de objetos y herramientas, había un envoltorio, un pequeño fardo de tela, cuya forma y naturaleza era difícil adivinar.
Miguel Ángel se aproximó, lo tomó en sus manos y, sosteniéndolo con absoluta delicadeza y cuidado, lo llevó consigo hasta la habitación donde Vittoria Colonna lo esperaba.
—¿Es lo que pienso? —preguntó ella, incrédula.
—Miradlo vos misma —respondió él, entregándole el paquete.
Vittoria empezó a desenvolver la tela en la que estaba oculto el objeto. Descubrió una lámina de dibujo enrollada y atada con una cuerda. Deshizo el nudo y lo desplegó ante sus ojos. Cuando lo tuvo ante sí experimentó un estremecimiento.
Su mirada se posó, con adoración, sobre una imagen de pequeñas dimensiones, pero de tanta belleza indescriptible que, sin quererlo, empezaron a brotarle las lágrimas. Y no era capaz de sofocarlas.
Tenía un dibujo en sus manos. Y, sin embargo, a pesar de su reducido tamaño, Vittoria tuvo una visión tan poderosa que sintió que sus manos temblaban por un momento. Vio a Jesús, clavado en la cruz: los músculos perfectamente definidos y tensos de agonía, las venas como cuerdas, la expresión de su rostro imbuida de tal y tanto sufrimiento que le partía el corazón.
Aparecía una calavera al pie de la cruz y dos pequeños ángeles, definidos en la figura, que miraban a Cristo en el momento supremo de la crucifixión.
Era como si Miguel Ángel, puesto que era él el autor de ese prodigio, hubiera querido utilizar el cuerpo de Jesús como mapa del dolor y la piedad, sin por ello perder un hálito de esperanza. Ese anhelo aparecía en los ojos, como si alguien estuviera mirando a Vittoria bajo la líquida y cambiante superficie del agua.
Sintió un escalofrío helado recorrerle la espalda. De repente le parecía ser presa de la fiebre.
Suspiró.
No lograba habituarse a la belleza absoluta. Y sin embargo, para Miguel Ángel la contemplación de lo divino parecía ser la norma, lo cotidiano. Tampoco él estaba acostumbrado, era el primero en sorprenderse, pero la facilidad con que pintaba, dibujaba y esculpía la perfección dejaba a sus admiradores sin palabras.
Pero lo que más hizo enmudecer a Vittoria fue el protagonismo reservado a la figura de Jesús o, mejor dicho, la manera de reducirlo a esencia pura, como una abstracción, como si Miguel Ángel hubiera querido despojarla de cualquier homenaje o celebración, limitándolo todo a una visión particularmente humilde, simple y personal.
En aquella esencialidad se encontraba todo el dolor y el amor, y la guerra interior que estaba librando el mayor artista de su tiempo.
Ahora Vittoria veía lo que le angustiaba, lo que le devoraba el corazón día tras día.
Y puesto que aquel dibujo le había revelado cuanto tenía que saber, en ese momento las palabras que habría querido pronunciar primero se habían secado, como si se hubieran evaporado al sol gélido de aquella mañana otoñal.
—Gracias. —Fue todo lo que dijo sin conseguir apartar los ojos del dibujo. Y si por un lado era consciente de que Dios le había hecho el regalo de comprender el alma de Miguel Ángel, por el otro se daba cuenta de que él parecía inspirado por un proyecto celestial, puesto que quedaba claro que aquellas figuras suyas, tan desnudas, tan despojadas y solas, poseían una fuerza iconográfica nueva, que resultaba más cercana al humilde lenguaje que hablaba su buen amigo, el cardenal Reginald Pole.
Por ello, consciente de ese hecho, reunió valor suficiente e intentó hablarle.
—Maestro Miguel Ángel —dijo—, vuestro don me es muy querido porque en él vuelvo a ver no solo vuestro tormento, sino el de los hombres y mujeres afligidos en este tiempo por la epidemia de vicio que parece devorar Roma. Sé que lo que voy a deciros os dejará sorprendido, pero, al mismo tiempo, creo que no sois del todo inconsciente de que, recientemente, algunas personas están intentando combatir, con gran sacrificio personal, a favor de una visión nueva y diferente del mundo, más modesta, más simple, más esencial.
—¿En serio? —le preguntó Miguel Ángel, casi incrédulo—. ¿Existen personas así, aparte de vos, mi querida Vittoria?
La marquesa de Pescara asintió.
—Por supuesto —confirmó—. Y si vos no tenéis nada en contra, me encantaría dároslas a conocer.
Miguel Ángel la miró. Por primera vez aquel día Vittoria vio una luz serena extenderse en sus ojos, como si aquella noticia le hubiera proporcionado el primer momento feliz de los últimos tiempos.
—No podría pedir nada mejor —respondió él.
—¿Aun cuando pudiera significar un peligro?
Miguel Ángel suspiró.
—Vittoria —dijo—. Tengo ya sesenta y ocho años. Ya veis la miseria en la que vivo. Y no me refiero a mi situación económica, de la cual, por cierto, no puedo quejarme…, sino de todo el resto. Es como si en nombre de la escultura y de la pintura yo hubiera renegado de mí mismo. Y, en cierto sentido, es realmente así. El arte requiere rigor y dedicación absolutos y es el más celoso y exclusivo de los amantes. Le he entregado mi vida, pero ahora, a mi edad, estoy cansado, herido en cuerpo y alma, no tengo más placer que vuestra compañía, que es el mejor consuelo contra la amargura en la que ama complacerse el débil hombre que soy. Por ello os digo… ¡por supuesto! Incluso aunque las personas que me vayáis a presentar supongan un peligro, pues bien, os ruego que me llevéis a su encuentro, porque vos, Vittoria, sois la única luz que conozco.
Al escuchar aquellas palabras, la marquesa de Pescara sintió que se le aceleraba el corazón.
—Bien, entonces. Pronto tendréis noticias mías. Ahora debo irme —replicó.
4
Refugio
Hacía frío.
Había caminado durante mucho tiempo mientras la nieve caía en el bosque. Los árboles arañaban un cielo indefinible con sus ramas desnudas, como si fueran palos de plata pulida, colocados allí por algún chatarrero distraído.
Miguel Ángel aspiraba el aroma del invierno: era difícil de explicar, pero contenía un leve olor a madera, aromas de humo y nieve, y los devolvía al sentido del olfato en esa extraña mezcla que también reconocía perfectamente por haber estado ya algunas veces, en el pasado, entre las piedras y caminos de ese lugar, entre las escarpadas gargantas del monte Altissimo, cerca de Seravezza. Esas agujas rocosas eran los Alpes Apuanos y le recordaban, con sus escarpadas y salvajes laderas, los días de Carrara, aquellos en los que llegaba a las canteras para seleccionar los bloques de mármol que luego él mismo desbastaba y finalmente esculpía. Eran toscos relieves de los que había visitado todos los rincones, junto a los canteros de mármol y los mamposteros.
Y aunque ahora casi lo habían desterrado de Carrara, desde que, por culpa de Julio de Médici, había tenido que cancelar una orden lo suficientemente importante como para arriesgarse a arruinar a todos esos extraordinarios artesanos y todas sus familias, todavía no era capaz de renunciar a visitar los bosques y los roquedales en invierno. Era una especie de ritual, un hábito muy arraigado que, incluso ahora que sus miembros y músculos estaban cansados, aturdidos por los martillazos de toda una vida, no tenía la intención de negarse a sí mismo.
Sus salidas a la naturaleza desnuda y plegada al otoño lo acercaron a un sentimiento de sacrificio y renuncia que, desde siempre, lo ayudaba a no convertirse en un esclavo de los placeres terrenales. Así, a lo largo de los años, había encontrado otro refugio, otra zona para explorar: proporcionaba un mármol puro y compacto como el de Carrara y era de excelente calidad y, sobre todo, se ubicaba en tierras igualmente ásperas y desoladas que garantizaban ese silencio y esa quietud que parecía representar el único alimento posible para su alma rota.
Por ello, sin demora, se había dispuesto al viaje.
Cabalgaba sobre un gran caballo negro. Lo había llamado Tizón, a causa de su pelaje brillante y oscuro.
Caminó por un sinuoso sendero de tierra. Los cascos de Tizón producían un eco en el desfiladero profundo con ritmo palpitante y sombrío. Miguel Ángel recorrió una pequeña explanada, un círculo irregular que se abría a la derecha del camino: se extendía algunos pasos, especie de extraña cicatriz en aquellas tierras de árboles desnudos y grises incrustadas de nieve.
Al llegar al centro descendió del caballo. Tomó a Tizón de las riendas y lo ató a un tronco de árbol.
Luego se dispuso a preparar un fuego para la noche.
Terminó la carne asada en un espetón. Apreció su textura compacta y su intenso sabor, casi picante. Bebió un sorbo de fuerte vino y, a la luz de las llamas sanguíneas, se puso a escribir.
Más tarde, envuelto en la manta, volvió los ojos al cielo. La luz de las estrellas parecía cegarlo. Por un instante se quedó sin aliento al contemplar la belleza estremecedora de aquel espectáculo, aquel arco oscuro, acolchado de centenares y centenares de perlas.
Escuchó el aullido de los lobos que, a lo lejos, parecían quererle recordar lo cruel que era la vida de las grandes ciudades: Roma, Florencia, Bolonia. Las había conocido en plena efervescencia de vida, tráfico y estados de ánimo, pero, a pesar de los muchos éxitos, los encargos que lo habían sepultado a la fama, soñaba siempre de todos modos en volver a aquellas tierras salvajes que parecían desvelar en la noche los secretos de un espíritu ancestral e indómito.
Dejó que la pluma escribiera alguna palabra más.
Líneas negras adornaban el papel, que se había tornado rosado a la luz de las llamas. Cerca del fuego, Miguel Ángel percibió una calidez tan gratificante e intensa que se adormeció lentamente, hasta que, cansado y agradecido a Dios, se durmió por completo.
Sin embargo, algo lo despertó de inmediato.
Escuchó un crujido de madera y luego, de repente, un gruñido tenue que recorrió los árboles desnudos y las rocas, colmando la pequeña explanada.
5
Naturaleza salvaje
Vio ante sí dos luces amarillas encendidas en la oscuridad. Resplandecían como monedas de oro.
El gruñido creció en intensidad, tupió el bosque, agredió las piedras, la explanada. Parecía multiplicarse en el tiempo y en el espacio.
Luego un relincho, alto, fuerte, lleno de terror. ¡Tizón! Tenía que protegerlo.
Miguel Ángel se puso en pie, agarró una ascua e iluminó en torno a sí. Las estelas de fuego dibujadas por las llamas parecían capturar otras luces minúsculas que centelleaban en la noche.
Sin perder más tiempo, Miguel Ángel plantó la ascua en la nieve. De la hoguera agarró otras ramas ardientes y las clavó en el manto blanco hasta crear en apenas un instante un cinturón de fuego alrededor de su vivaque. Ahora lograba ver mejor. Lo que descubrió no le gustó ni un ápice. Había por lo menos media docena de lobos delante de él. No exactamente una manada, pero los suficientes como para hacerlos pedazos, a él y al caballo, si hubieran atacado todos a una.
Rebuscó entre sus bolsas de viaje y sacó un mazo de trabajo. Le habría gustado tener algo con un mango más largo para ser capaz de mantener a distancia a las bestias, pero no disponía de nada mejor. Agarró de la hoguera un tizón llameante, el más grande que encontró, y se preparó para defenderse.
Los lobos se iban acercando. Avanzaban desde varios puntos, cercando el perímetro que Miguel Ángel había preparado lo mejor que pudo. Eran grandes, tenían un pelaje grueso. Ojos que penetraban la noche, ojos despiadados.
Vio unos hocicos robustos y los colmillos blancos, las encías violáceas alzadas, e hilos de babas que goteaban de unas bocas hambrientas.
Uno de ellos, más cerca que los otros del círculo de fuego, corrió hacia adelante y se puso a avanzar a toda velocidad apuntando a su presa.
Miguel Ángel sintió que un sudor helado le perlaba la frente. Sus miembros parecían por momentos volverse de mármol. Sacudió la cabeza. Sintió los largos cabellos flotar en el aire. En el instante preciso en el que el enorme lobo alzó el vuelo en un salto para cruzar entre las altas llamas de las ascuas plantadas en la nieve, Miguel Ángel sujetó el martillo, levantó la antorcha que sostenía en la otra mano y, cuando el animal se le detuvo delante, lo golpeó en la cabeza con toda la fuerza de su ser.
Se escuchó un «crac» limpio e inquietante mientras los huesos occipitales se hacían pedazos bajo el golpe del mazo, descerrajado con violencia inaudita. La fiera terminó en medio de la nieve con el cráneo hundido. Un rastro de sangre se arremolinaba sobre el manto blanco.
Otro aullido aterrador y, mientras el segundo lobo se abalanzaba sobre él, Miguel Ángel se las arregló, con un giro calibrado de su torso, para empalarlo con una rama llameante, que le hundió en las fauces abiertas. El animal se hallaba abatido de lado, pero, mientras se estrellaba contra el suelo, logró dar un zarpazo al azar. Las garras rasgaron la túnica de lana del artista, abriéndole en el hombro una herida profunda. Surcos ensangrentados se abrieron en su carne.
Sintió que el cuerpo se le incendiaba, pero no podía permitirse ninguna distracción.
Tizón, que relinchaba enloquecido de terror con los ojos muy abiertos, como linternas, pateó, golpeando al lobo herido y con las fauces desgarradas, pulverizándole la cabeza, reduciéndola a una masa de huesos y sangre.
Entretanto Miguel Ángel agarró uno de los tizones plantados en la nieve, y lo agitó como una antorcha.
Las bestias que aún permanecían allí parecían echarse atrás. Los gruñidos se hicieron más débiles.
Miguel Ángel recuperó otro tizón, arrojando el que llevaba en la mano y que ya se consumía rápidamente. Se puso de nuevo a mover la improvisada llama, que dibujaba estelas resplandecientes en el aire. La explanada, iluminada por las llamas del fuego, parecía mojada por una lluvia ardiente. Miguel Ángel esperaba que, de ese modo, los animales desistieran.
La herida palpitaba con un dolor insistente, feroz. Tuvo la sensación de que algo del alma del lobo le había penetrado su carne, dejando su hambre y su instinto en la sangre.
Gritó.
Cada vez más fuerte.
Sabía que nadie lo escucharía.
Luego, poco a poco, los lobos se fueron retirando. Dos de ellos quedaron inmóviles en la nieve con los huesos destrozados.
En cuanto los vio alejarse con la cola entre las patas, Miguel Ángel se acercó a Tizón. Le acarició el cuello musculado, jugueteó con las crines, enrollando entre los dedos largos mechones castaños. Le apoyó la palma de la mano derecha en el hocico.
El caballo lentamente pareció calmarse. Golpeó con los cascos de la pata delantera derecha sobre el terreno áspero, salpicado de nieve, abandonándose a un relincho suave. Tras acariciarlo una vez más, Miguel Ángel cogió un puñado de nieve, lo derritió entre sus manos, formó una copa y se la acercó a Tizón al hocico. Esperaba que su montura bebiera hasta la última gota. Cuando sintió la lengua grande y áspera contra la palma de sus manos, le dio una palmada en el hocico y le acarició un poco más por los costados.
Finalmente decidió reavivar el fuego.
Seguro que después de lo que había sucedido no lograría dormir. Tenía que alejar los restos de los lobos muertos y vigilar el vivaque hasta la llegada del alba. Y debería controlar la herida para que no se gangrenara.
Estaba cansado y Tizón aún más que él.
Esperaba que se durmiera de nuevo. Si al día siguiente estaba demasiado cansado, corría el riesgo de romperse una pata y ese pensamiento lo aterrorizaba.
6
La cantera
Mientras se acercaba a la cantera, sujetando a Tizón por las riendas y avanzando con cautela entre las piedras del camino de herraduras, cubiertas de hielo, su mente retrocedió para traerle las imágenes de una obsesión. Desde siempre, cuando estaba en las colinas, pensaba en Julio II, el papa rey, el guerrero que había tenido a Roma en un puño, más como monarca que como hombre de fe.
Era él, por lo demás, quien había reconquistado Bolonia a la Iglesia, quien había obligado a fugarse a los franceses, constreñidos a regresar más allá de los Alpes. Él había pedido a Florencia que expulsara al abanderado Pier Soderini, culpable de negarle tropas de apoyo favoreciendo así al odiado Luis XII. Y de este modo, amenazando al interfecto, lo había obligado a exiliarse.
Desde entonces había pasado el tiempo, pero la obra en la que seguía trabajando y que le estaba costando casi cuarenta años de tormentos y tribulaciones, parecía no acabar nunca: la tumba de Julio II. Él estaba muerto pero sus herederos, la familia Della Rovere, y en particular Guidobaldo II, no habían renunciado a ese monumento funerario. De hecho, no pasaba ni un mes sin que pidieran información actualizada sobre el trabajo y el tiempo que quedaba para completarlo. Miguel Ángel podía entender sus r