¡No me toques con esas manos!

Ana Álvarez

Fragmento

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Prólogo

Adriana llegó puntual a la entrevista concertada con la dueña de la casa en la que pretendía vivir como realquilada. Sus ingresos como correctora freelance, profesión en la que se estaba iniciando, no le permitían por el momento pagar un alojamiento para ella sola, pero sentía que había llegado la hora de abandonar el hogar paterno, por lo que llevaba varias semanas buscando un lugar donde vivir, sin resultados satisfactorios.

Había encontrado la oferta en una página inmobiliaria de internet y le había gustado el barrio y la habitación disponible, por lo que concertó una cita con la propietaria para conocerse y ver con detenimiento e in situ tanto la casa como la habitación, porque en otras ocasiones la realidad no se correspondía con las imágenes, tomadas desde ángulos que daban lugar a equívocos.

Esta se hallaba situada en un barrio de la periferia de Cáceres, bien comunicada mediante autobuses, y con su ciclomotor no tendría problemas de desplazamiento. Llevaba viviendo en el centro desde pequeña y estaba cansada del ruido y el bullicio que dicha zona conllevaba. Para su nueva etapa prefería un área más tranquila en la que poder desarrollar su trabajo con la concentración que este requería.

Se trataba de un adosado de dos plantas, y desde la acera se veía bien cuidado, con la pintura de la fachada nueva y los cristales exteriores impolutos.

Llamó al timbre y salió a recibirla una mujer ya más cerca de los cuarenta que de los treinta, morena y exuberante, con unos senos que tenían poco de naturales, y una sonrisa cordial en unos labios excesivamente carnosos.

—Hola, soy Adriana. Tenía cita para ver la habitación que se alquila. ¿Eres Micaela?

—En efecto. Pasa.

La introdujo en un recibidor del que partía una escalera hacia la planta superior, y una habitación con un aseo a un lado, y la cocina y la puerta del salón al otro.

—Ven que te enseño la casa antes de subir.

El salón era amplio y luminoso, con un cierre acristalado que daba a un pequeño jardín. Estaba amueblado con dos grandes sofás, una mesa de comedor con seis sillas, una televisión enorme y panorámica y un mueble bajo. Le gustó que no estuviera abarrotado de muebles, como otras que había visto con anterioridad.

—Los sofás son muy cómodos, puedes probarlos si quieres. Aquí solemos pasar mucho rato, nos gusta hacer vida en común en los momentos de ocio. Los chicos y yo formamos una pequeña familia, a la que espero que te unas.

Se sentó en uno de ellos y comprobó que tenía razón. La piel suave se hundió ligeramente, envolviéndola, y el respaldo le resultó muy cómodo también.

—Me gustaría ver la habitación, por favor.

—Sígueme.

Subieron por la escalera hasta un rellano con cinco puertas. Micaela abrió la más cercana mostrando una estancia de buen tamaño, amueblada con una cama individual, de tamaño algo mayor del estándar, un armario empotrado y una mesilla de noche. Una ventana cubierta por continas blancas y semitransparentes dejaba pasar la luz de la tarde.

—¿No tiene una mesa escritorio?

—No, el inquilino anterior no lo necesitaba, pero puedo ponerla, si lo deseas. O cómprala tú, y cuando te marches te la llevas.

—Bien, la pondría yo, así como un sillón de trabajo. Paso muchas horas entada y necesito mobiliario adecuado.

—Si deseas probar también el colchón… No he puesto sábanas, eso corre de tu cuenta. Cada inquilino tiene sus preferencias, pero la funda del colchón es nueva. Aún tiene la etiqueta, como puedes comprobar.

—Me gusta la habitación, y el precio es razonable. ¿Alguna regla o norma que deba saber?

—Solo una. De las zonas comunes puedes tener acceso a la cocina, salón, jardín trasero, azotea y demás, salvo la habitación de la planta de abajo y el aseo que está junto a ella. Los alquila aparte uno de los inquilinos para su trabajo y suelen estar cerrados con llave. El baño que utiliza todo el mundo es este de aquí arriba. Mi habitación tiene uno propio, que es de mi uso exclusivo. Viene una señora a limpiar las zonas comunes una vez a la semana y cada cual se ocupa de su habitación, pero no toleraré poca higiene en las mismas. La cocina, quien la usa la limpia y la deja impecable, y el baño común también; la única forma de tener una buena convivencia pasa por la higiene y el respeto a los demás. Si esto no se cumple, rescindiré el contrato de forma inmediata, estará estipulado en una cláusula del mismo.

—Estoy de acuerdo. ¿Hay muchos inquilinos?

—Dos, aparte de mí. Maxi y Felipe. Muy correctos y educados los dos. En este momento no se encuentran en casa.

—Bien, pues por mí, me quedo la habitación. Si tú no tienes inconveniente.

—Perfecto. Así equilibramos la balanza: dos chicas y dos chicos. Formalizamos el contrato mañana y puedes mudarte cuando quieras.

—Lo antes posible. ¿Podría ser el fin de semana? Así comienzo a trabajar el lunes a primera hora.

—Me parece bien. Haré limpiar la habitación a fondo y ya en adelante te encargas tú.

—Gracias.

Adriana se despidió de su futura casera sintiéndose eufórica. Le había gustado la casa y también la dueña. Había visto otros inmuebles, oscuros y con la habitación a alquilar angosta, pero desde el primer momento la casa le había transmitido buenas vibraciones. Intuía que podría adaptarse bien a vivir en ella. Y el hecho de tener compañeros de piso masculinos le generaba curiosidad, pues no tenía hermanos y la única persona con la que había convivido, además de sus padres, era una prima con la que compartía habitación en casa de sus abuelos cuando visitaban el pueblo en vacaciones. Soraya era cuatro años mayor que ella y su mejor amiga, a pesar de que desde hacía unos años trabajaba y vivía en Salamanca, aunque regresaba a Cáceres los fines de semana para estar con su novio. Pero solían estar al tanto de sus respectivas vidas, por lo que la llamaría para decirle que ya tenía casa en cuanto llegara a la que, hasta el momento, compartía con sus padres.

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Capítulo 1

Adriana bajó del taxi el viernes por la tarde cargada con dos enormes maletas en las que llevaba casi toda su ropa. El día siguiente tenía previsto recibir la mesa escritorio y el sillón que había adquirido para trabajar, ante la insistencia de su prima de que debía proteger la espalda si debía pasar muchas horas delante de un ordenador. Y ella esperaba que fuera así, que su trabajo como correctora aumentara y que, lo que por el momento solo eran un par de horas al día, se convirtiera en una jornada completa.

Llamó al timbre y le abrió un hombre joven, de unos treinta años, moreno, alto y delgado, pero no con una delgadez escuálida, sino llena de fuerza y vitalidad. El cabello oscuro muy corto y unos ojos negros de lo más sensuales acompañaban una sonrisa carismática de dientes blancos y perfectos.

—Hola. Soy Adriana.

—Pasa —la invitó haciéndose a un lado—. Micaela me dijo que vendrías hoy. Ella no se encuentra en casa, no llegará hasta dentro de un par de horas, pero me ha encargado que te reciba yo.

—¿Y tú eres? —preguntó sin atreverse a esperar que aquel hombre tan atractivo fuera uno de sus compañeros de piso.

—Maxi.

¡Joder! Lo era.

—Deja que te ayude —ofreció el hombre.

—No hace falta —dijo, pero ya era tarde porque él se había hecho cargo del equipaje y subía las dos pesadas maletas por la escalera sin aparente esfuerzo—. Gracias.

Lo siguió en dirección a su cuarto observando un trasero no menos espléndido.

—No hay de qué —respondió él—; aquí nos cuidamos unos a otros.

—Me alegra saberlo. Si necesitas algo de mí…

—¿Qué sabes hacer? —preguntó con un guiño malicioso—. Es broma, no te asustes. Somos inofensivos, pero es verdad que nos echamos una mano siempre que podemos.

—¿En qué sentido?

—Pues si uno va a comprar, pregunta si los demás necesitan algo; si llega algún paquete y el destinatario no está en casa, lo recogemos; si alguien va a planchar y otro necesita alguna prenda con urgencia, le hacemos el favor… Lo normal es que cada uno se ocupe de sus comidas y su ropa, pero si necesitamos ayuda, la tenemos.

—Vale. En ese sentido —comprendió aliviada.

Él esbozó una sonrisa torcida, llena de malicia.

—¿En qué sentido pensabas?

—No lo sé; nunca he compartido piso con nadie y en casa mi madre se encarga de ese tipo de cosas.

—Eres virgen entonces.

Sintió que se sonrojaba a su pesar.

—No creo que eso sea de tu incumbencia.

Una carcajada la hizo erguirse, molesta.

—No me malinterpretes, me refería a que eres virgen en lo de vivir con otra gente que no sea de tu familia, en cuidar de ti misma. No pretendía ofenderte ni molestarte, es solo que Felipe y yo solemos hablar en esos términos, sexualizamos bastante el lenguaje cotidiano. Pero si te incomoda, mediré mis palabras cuando me dirija a ti.

—No, no; no soy ninguna mojigata, es solo que me ha extrañado que, sin conocerme, me preguntaras algo tan íntimo.

—Pensabas que te estaba haciendo insinuaciones…

Los ojos negros la sondeaban con una chispa divertida.

—No, claro que no.

—Sí, claro que sí. Pero no te preocupes, imagino que Micaela te ha comentado las reglas de la casa, y si no es así, lo hará en breve.

—Las de limpieza y esas cosas, sí. ¿Hay otras?

—Pues sí, hay varias más, y una muy importante para la buena convivencia es que no nos enrollamos con los compañeros de casa. De modo que, si hacemos algún comentario de índole sexual, no va en ese sentido. Aclarado esto, te dejo para que te instales con privacidad. Aunque en el futuro veré tus bragas colgadas del tendedero, hoy querrás mantenerlas en secreto. Las chicas nuevas suelen ser pudorosas con su ropa interior al principio.

—¿Han ocupado la habitación otras chicas antes que yo?

—Un par de ellas.

—¿Y por qué se fueron? ¿Algún problema con la casa o con la convivencia?

—Encontraron otro alojamiento mejor, más céntrico, supongo. Esto está bastante bien comunicado, pero no deja de encontrarse lejos del meollo de la cuidad. Y quien se ve obligado a compartir casa no suele disponer de vehículo propio.

—Yo tengo un ciclomotor, que traeré mañana, de modo que el transporte no es un problema para mí. Hoy he venido en taxi para transportar las maletas.

—Y yo tengo coche, pero no es lo usual.

—Si te puedes permitir un coche, ¿por qué vives en una casa compartida?

—Estoy ahorrando para comprar la mía, y esta, por el momento, cubre mis necesidades de espacio y privacidad. Y ahora dejo que te instales, me voy al gimnasio en breve. Los dos estantes superiores del frigorífico son míos, y el mueble de la derecha. Si necesitas algo de ellos, eres libre de cogerlo hasta que hagas una compra.

—Gracias, pensaba pedir algo a domicilio para cenar y pasar por el supermercado mañana a primera hora.

—Como prefieras. Hasta luego. Y bienvenida al Edén.

Maxi se marchó dejándola bastante descolocada. Le había parecido simpático, divertido, y desinhibido, muy desinhibido. ¿La charla que le había dado iba dirigida a advertirle que no se enrollaría con ella? ¿Tan evidente era que lo había encontrado muy atractivo? Aunque en sus planes tampoco entraba enrollarse con un compañero de casa, Maxi era un regalo para la vista.

Tratando de olvidar a su compañero se dedicó a vaciar las maletas. Cuando llegó a la ropa interior, a las bragas de encaje de los días especiales y a las más normales de algodón de diario, se preguntó qué pensarían sus compañeros de piso de ellas, y si adivinarían su actividad sexual —bastante escasa por el momento— al verlas en el tendedero.

No había salido con nadie desde que terminó la universidad, unos años atrás, y su vida amorosa dejaba mucho que desear, pues no era mujer de rollos de una noche. Llevaba varios años sin echar un buen polvo —ni bueno ni malo, en realidad— y tal vez por eso Maxi, que exudaba magnetismo sexual por todos los poros de su delgado cuerpo, le había parecido tan atrayente. Pero estaba bien la norma de no enrollarse con los compañeros de casa, era lo mejor para evitar complicaciones.

***

Micaela llegó un poco más tarde, cuando Maxi ya se había marchado, cargado con una voluminosa mochila.

—Disculpa que no estuviera para recibirte, pensaba que no llegarías tan pronto —dijo entrando en la habitación, cuya puerta se encontraba abierta—. Me ha tocado quedarme hasta tarde en el trabajo. De todas formas, dejé avisado que podrías venir.

—No te preocupes, Maxi se ha encargado de hacer de anfitrión.

—Me alegro. Felip

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