PRÓLOGO
Érase una vez…
No es como había imaginado.
Lo de matarlo.
Tenso los nudillos mientras giro la muñeca y, cuando abre mucho los ojos, la sangre del cuello me salpica la piel del brazo. Siento una oleada de satisfacción por haber optado por clavarle el cuchillo en la arteria carótida. Es lo suficiente letal para asegurar su muerte, pero también lo bastante lento para disfrutar viendo cómo se le escapa cada segundo de su miserable vida y se lleva su patética alma.
Sabía que solo tardaría unos segundos en perder el conocimiento, pero no me hacía falta más.
Unos segundos.
Lo justo para que me mire a los ojos y sepa que soy el monstruo que él contribuyó a crear. La encarnación de sus pecados que vuelve para exigir justicia.
Aunque me habría gustado que suplicara. Un poco, al menos.
Sigo a horcajadas encima de él mucho después de que la sangre haya dejado de salir a borbotones. Con la palma de una mano encallecida en torno a su cuello y la otra en la funda del cuchillo, espero algo. Pero lo único que llega es un escalofrío cuando su sangre se me enfría sobre la piel y comprendo que no será su muerte lo que me dé la paz.
No lo suelto hasta que el teléfono me vibra en el bolsillo. Solo dejo de notar su peso cuando suelto el cadáver para contestar la llamada.
—Hola, Roofus.
—¿Cuántas veces te tengo que decir que no me llames así? —me espeta.
Sonrío.
—Una más, como mínimo.
—¿Ya lo has hecho?
Recorro el despacho a zancadas y entro en el baño. Abro el grifo hasta que el agua sale tibia. Activo el manos libres y empiezo a lavarme las salpicaduras de sangre de los brazos.
—Por supuesto.
—¿Qué se siente? —gruñe Ru.
Me agarro al borde del lavabo y me inclino hacia delante para mirarme en el espejo.
«¿Qué se siente?».
No se me ha acelerado el corazón. Ningún fuego me ha recorrido las venas. No se me han estremecido los huesos. No he sentido ninguna descarga de energía especial.
—Un poco anticlimático, me temo.
Cojo una toalla del gancho de la pared y me seco al volver al despacho a buscar mi traje.
—Bueno, no me sorprende. James Barrie, el tipo más difícil de complacer del puto universo.
Sonrío mientras me abotono la chaqueta y me coloco bien los puños antes de volver a donde yace mi tío.
Lo miro desde arriba. Tiene los ojos negros y vacíos clavados en el techo; la boca, abierta, floja… como tantas veces me obligó a tenerla a mí.
Tiene gracia.
Pero ya me habían robado la inocencia mucho antes de que lo hiciera él.
Le doy una patada para apartarle la pierna. Las asquerosas botas de piel de cocodrilo parecen flotar en el charco de sangre que se ha formado bajo su cuerpo.
Suspiro y me pellizco el puente de la nariz.
—Esto ha quedado un poco… sucio.
—Ya me encargo yo. —Ru se echa a reír—. Ánimo, muchacho. Lo has hecho muy bien. ¿Nos vemos en el Jolly Roger? Hay que celebrarlo.
Cuelgo el teléfono sin responder y me paro un momento para hacerme a la idea de que son los últimos momentos que voy a pasar con un pariente. Cierro los ojos, respiro hondo y trato de sentir una punzada de pena.
No lo consigo.
Tic.
Tic.
Tic.
El sonido rompe el silencio y me retuerce las entrañas. Aprieto los dientes y abro los ojos. Aguzo el oído para detectar de dónde viene ese sonido incesante. Me acuclillo, me saco el pañuelo del bolsillo del pecho y busco en el bolsillo de los vaqueros de mi tío para coger su reloj de oro.
Tic.
Tic.
Tic.
La rabia me retuerce las tripas y estrello el reloj contra el suelo. Se me acelera el corazón y me pongo de pie para pisotear ese objeto repulsivo una y otra vez, hasta que el sudor me corre por la frente, me baja por la mejilla, cae al suelo. Solo consigo relajarme cuando me aseguro de que no volverá a sonar.
Me recompongo, suelto el aire que había estado conteniendo, me peino con los dedos y muevo el cuello.
Bien. Así está mejor.
—Adiós, tío.
Me vuelvo a guardar el pañuelo y me alejo del hombre al que desearía no haber conocido.
Estoy un paso más cerca del responsable de todo. Y, esta vez, no dejaré que salga volando.
CAPÍTULO 1
Wendy
Nunca he estado en Massachusetts, pero había oído hablar del frío. Así que el cambio de temperatura en comparación con Florida me impacta, pero me lo esperaba. De todos modos, tirito en mi camiseta de tirantes al sentir la brisa en los brazos. Me dan ganas de no haber venido, de no haber seguido a mi familia a su nueva casa en Bloomsburg.
Pero no soporto la idea de no estar a una llamada de teléfono de distancia si me necesitan. Mi padre es adicto al trabajo, más aún tras la muerte de mi madre; si no estoy con ellos, Jonathan, mi hermano de dieciséis años, se quedaría solo.
Siempre he sido la niña de papá, aunque me lo pone difícil. Tenía la esperanza de que bajara el ritmo tras la mudanza, de que dedicara más tiempo a la familia en lugar de seguir buscando el siguiente negocio al que hincarle los dientes. Pero Peter Michaels no es de los que se relajan. Su sed de nuevas empresas supera con mucho a su necesidad de vida familiar. Encabeza por quinto año consecutivo la lista de hombres de negocios de Forbes, así que oportunidades no le faltan. Además, ser el dueño de la aerolínea más importante del hemisferio occidental le proporciona financiación más que suficiente para eso.
NuncaJamAir. «Si puedes soñarlo, nosotros te llevamos».
—¿Por qué no salimos esta noche? —dice mi amiga Angie mientras limpia la barra del Vanilla Bean, la cafetería donde trabajamos.
—¿A hacer qué? —pregunto.
La verdad es que me apetecía estar en casa y relajarme. Solo llevo aquí poco más de un mes y he estado trabajando tanto que no he pasado ni una noche con Jonathan. Pero está en esa etapa adolescente de «no necesito nada, no necesito a nadie», así que a lo mejor ni me quiere cerca.
Se encoge de hombros.
—Ni idea. Dos de las chicas hablaban antes de i