Odiaba tener que despertarme con la música de Alex a todo volumen. Ya era la tercera vez que me lo hacía esa semana, y eso que estábamos a miércoles. Daba igual las veces que se lo dijera, no me hacía ni caso. AC/DC retumbando en toda la casa no era una buena forma de empezar el día.
Con todos mis respetos a AC/DC.
Traté de taparme los oídos con la almohada, pero eso nunca funciona, aunque lo intentemos siempre. Aún me quedaban quince minutos para que sonara el despertador. Ya estaba durmiendo bastante poco debido a los nervios de empezar el segundo año de carrera, como para que, encima, mis despertares fueran así. Me moría de ganas de vivir solo, y no tener que depender de otras tres personas para poder pagarme un alquiler. Suerte que la casa era enorme y que, además, estaba cerca de todo. Suerte que Zarza no era un pueblo demasiado grande y todo me pillaba a mano.
My mind was aching and we were making it
Oh, no, llegaba el estribillo.
And you… SHOOK ME ALL NIGHT LONG!
El cabrito muy cabrón había subido el volumen al máximo. Tanto que juraría que mis paredes temblaron. No solo con la música, sino con sus berridos.
Yeah, you… SHOOK ME ALL NIGHT LONG!!
Vale. Ya está. Había llegado el momento de levantarse. Por mucho que intentara resistirme, ya estaba con los ojos abiertos como platos. Era incapaz de volverme a dormir, aunque fueran solo quince minutos los que faltaban para que sonara la alarma. Lo había conseguido. Otra mañana más que me levantaba con el pie izquierdo. Solo esperaba que, al menos, se hubieran acordado de comprar café.
Pues no. Nadie se había acordado de comprar café. Tres personas más en la casa y, si no me encargaba yo, ninguno lo hacía. Miré en todos los armarios, desesperado, y con la vana ilusión de encontrar un alijo escondido de cafeína. Pero nada de nada. Imposible. Me tocaría desayunar fuera, porque sin café era incapaz de funcionar correctamente. Sé que mucha gente dice lo mismo, y yo antes pensaba que eran unos exagerados, hasta que empecé la universidad y me di cuenta de que me había convertido de la noche a la mañana en una de esas personas, aunque al principio no quisiera reconocerlo. La cocina estaba repleta de vasos de plástico usados y restos de lo que creo que era guacamole con nachos. El verdor del aguacate se había tornado de un marrón parduzco asqueroso, así que cogí el bol y lo coloqué en el fregadero, con un buen chorro de agua y unas gotas de jabón. Y, mientras seguía retumbando la música en toda la casa, cogí un par de galletas de un tarro de cristal y volví a subir las escaleras hacia mi habitación. Iba con el tiempo justo para llegar a la primera clase, así que la única solución para espabilarme rápido sería darme una ducha con agua fría.
¡DEMASIADO FRÍA!
No tenía muy claro cómo podían llegar todos a tiempo a clase si, cuando me fui de casa, ninguno de ellos había salido de su habitación. Ni Alex, ni Sabrina, ni mucho menos Sara. Tampoco me iba a preocupar de despertarlos. Bastante tenía yo con organizarme y no perderme la primera hora. Ese nuevo curso tenía pensado hacerlo mucho mejor. No podía permitirme no ir a clases, o dejar todo para el último momento. Ya tuve unos cuantos sustos en el primer año, y no quería que se volviera a repetir. Sobre todo teniendo en cuenta que iba a disponer de mucho menos tiempo desde que había comenzado a trabajar en la librería del señor Urbizu cuatro días a la semana.
Anduve cinco minutos hasta llegar a la cafetería más cercana, donde nos reuníamos casi todos los estudiantes que vivíamos en el pueblo. Tampoco éramos muchos. El resto vivía en la ciudad o en otros pueblos aledaños. La cafetería se llamaba Lambión, y la habían abierto nueva ese verano. Antiguamente era una casa medio en ruinas. La habían reformado, adecentado los ladrillos de la fachada, reparado el techo en forma de pico y colocado dos amplios ventanales. La Lambión estaba en un pequeño callejón entre arbustos y árboles repletos de musgo, con una estación de bicis en la entrada y un buzón de correos algo oxidado. Cuando llegué, casi no había sitio para sentarse. En cuanto vi una mesa libre, dejé mi mochila y mi cuaderno, para que la gente pensara que había alguien ahí sentado, y me coloqué en la fila para pedir.
El aroma de bollos recién hechos siempre era una trampa en la que acababa cayendo. Así que, cuando me tocó el turno, pedí el café Lambión (con caramelo, canela y una nata especial que hacían en la cafetería) y dos galletas de chocolate y arándanos.
—¿Nombre?
—¿Eh?
—Tu nombre, para llamarte cuando esté tu pedido —me explicó.
—Ah, sí, sí. Perdón. Simón, me llamo Simón —tartamudeé. El camarero, pelirrojo, con nariz aguileña y diastema, me sonrió y apuntó mi nombre en un pequeño vaso de cartón blanco, con un corazón a su lado. Me dio las galletas y me fui a mi mesa a esperar el pedido. El reloj de la pared marcaba las siete y cuarenta y cinco. Tenía media hora para desayunar, coger una de las bicis y llegar a la facultad a las ocho y cuarto. Así que, mientras esperaba, abrí mi pequeño cuaderno negro y me puse a dibujar a alguna de las personas que había sentadas junto a mí. Aunque llamar «dibujar» a lo que hacía era echarme demasiadas flores. Más bien abocetaba. Era mi momento artístico del día, en una vida repleta de números y ecuaciones.
—¡Simón! —gritó el camarero. Pero estaba tan concentrado en mis dibujos que ni siquiera lo escuché—. ¿Simón? —Nada. Cero. Porque había una chica recogiéndose continuamente el pelo y me tenía hipnotizado, tratando de pillar su pose.
Lo único que me sacó de mi estupor fue la alarma que me había puesto en el teléfono. ¿Habían pasado ya quince minutos? ¿Dónde estaba mi café? ¿Se les había olvidado o simplemente no me había enterado de que me habían llamado? Cogí mi mochila y fui directo a la barra, saltándome la cola de cinco personas que esperaban para hacer su pedido.
—Hola. Oye, ¿qué pasa con mi café? —pregunté. El camarero pelirrojo me miró con cara de confusión y empezó a buscar por todos lados. Al rato, cogió un vaso de cartón, leyó el nombre y, al segundo, me miró a mí con el ceño fruncido.
—¿Yayon? —preguntó, extrañado.
—¿Yayon…? Simón. Mi nombre es Simón —repliqué.
—Pero si te he llamado hace un rato —me explicó—. ¿No lo recogiste?
—¿A mí? No, no. No puede ser. No he oído nada.
—Pues te llamé un par de veces, y el café ya no está en la barra. Si no te lo has llevado tú, no sé quién se lo ha podido llevar. —Se encogió de hombros y, dando por terminada la conversación, dejó de mirarme y pasó a atender al primero en la fila, que le pidió un chocolate caliente.
—Oye, oye, pero es que necesito un café. ¿Seguro que no está por ningún lado? —insistí. Su sonrisa amable dio paso a una cara de cansancio—. ¿No te suena nadie que se lo haya podido llevar?
—Ese es el último que ha pasado por la barra. —Señaló con la mirada hacia uno de los ventanales y, de espaldas a nosotros, había un chico alto, esbelto y elegante, con unos pantalones negros holgados, una chaqueta dos tallas más grande y, en la mano, un café. MI CAFÉ—. Llévate este pedido si quieres. Total, le he llamado y nadie lo ha recogido.
Cogí el vaso en el que se leía Yayon, asentí con la cabeza como dándole las gracias, y salí a toda velocidad de la cafetería, esperando poder alcanzar a quien fuera que me hubiera robado mi café. Pero, cuando salí, se había subido en una de las bicis de la estación y ya estaba unos metros por delante.
—¡EH! ¡QUE TE LLEVAS MI CAFÉ! —grité, pero nada. Ni siquiera se giró para mirarme. Mierda. Me colgué la mochila y fui directo a la estación de bicis. Solo quedaba una y tenía el sillín roto. Con eso no iba a poder llegar muy lejos. No solo se había llevado mi café, sino que también me había quitado la última buena bici disponible, así que tendría que ir andando hasta la facultad, y era todo cuesta arriba. Desesperado, fui a probar la bebida que me había llevado del otro chico, pero, cuando me la acerqué a los labios, la tapa se abrió y se me cayó todo encima de la sudadera, dejándome una enorme mancha marrón sobre el blanco de mi ropa. La mañana empezaba MUY BIEN.
Nunca había ido andando hasta la facultad, salvo los primeros días del curso pasado, cuando conocí a Adrián. Ahora era mi mejor amigo, pero al principio no lo aguantaba. Ese tipo de gente que siempre quiere tener la razón, aunque sepa que no la tiene. Además de ser bastante cavernícola con las chicas. He de confesar que, gracias a hacernos amigos, fue cambiando su actitud por completo. No es por echarme flores, pero sí, fue gracias a mí.
¿Dónde estás?
Hablando de Adrián. Es curioso cómo muchas veces pensamos en alguien y justo aparece… En este caso, escribiéndome. Pues corriendo contrarreloj para llegar a clase a tiempo, ¿dónde iba a estar, Adrián, cariño? No quería llegar tarde. Pero, al ritmo que iba, era más que probable. Las calles del pueblo ya estaban en plena ebullición. Claramente se habían despertado casi a la misma hora que yo. El ritmo de vida era totalmente diferente al de la ciudad. Allí aún estaría esperando en la cafetería, pero en la cola de pedir. Ni siquiera podría haberme sentado a dibujar. Espera. Dibujar. Mi cuaderno. ¿Lo había guardado en la mochila? Un agobio extremo me explotó en el estómago, que se cerró de golpe. No, no, no. No podía haberlo perdido de nuevo. Me paré en medio de la calle y abrí la cremallera de la mochila a toda prisa. Rebusqué en el interior, saqué todos los cuadernos, todos los libros, pero ahí no había ni rastro de mi cuaderno de dibujo. Ni en mis bolsillos ni nada. Me lo había dejado en la cafetería con las prisas.
—¿Han devuelto un cuaderno así negro pequeñito? —pregunté nada más entrar en la cafetería. La gente que quedaba se giró para mirarme. Quizá lo grité un poco, he de admitir. El camarero pelirrojo, que debía de estar bastante harto de mí, negó con la cabeza mientras seguía preparando lo que parecía un smoothie.
Fui directo hacia la mesa donde había estado sentado hacía tan solo unos minutos y, aunque estaba vacía, ni rastro de mi cuaderno. Ni en el suelo, ni en las mesas de alrededor, ni sobre alguna de las sillas. Nada. Había desaparecido. Volví una vez más a la barra, con cara de pena mezclada con un toque de desesperación. Pero esa vez el camarero pelirrojo ya no fue tan majo conmigo.
—No lo he visto, lo siento —me dijo antes siquiera de preguntarle lo que quería.
—¿Seguro? Es así como con la tapa en negro y…
—No. ¿Siguiente? —preguntó, ignorándome deliberadamente, y yo, derrotado y hundido, salí a la calle de nuevo.
Miré el reloj y eran ya las ocho y cuarto. La primera clase comenzaba en solo quince minutos. Era literalmente imposible que pudiera asistir. Tres días llevábamos del segundo año de la carrera, dos había llegado tarde y el tercero ni siquiera iba a lograrlo. Genial. Bravo, Simón. Menudo comienzo de curso.
—¿Simoncín? —dijo una voz grave y dura a unos metros de mí. Me giré y vi una moto roja y negra que parecía casi de carreras y, sobre ella, un chico con chaqueta de cuero, vaqueros azul claro y un casco blanco mate. Se lo quitó y su melena rubia se desplegó por el aire, dejando despejado su rostro. Ojos azules, sonrisa perfecta, piel clara y limpia, sin una sola mancha o grano. Era Alex, sin duda—. ¿Qué haces aquí que no estás en clase?
—Hola, Alex. Estaba de camino ya —mentí.
—¿Piensas ir andando? —dijo, asustado. Casi ofendido.
—Sí, algunos tenemos que ir andando a los sitios.
—Sube, que te acerco. Si no, no vas a llegar a tiempo, ¿no crees?
—No, tranquilo, si me voy dando un paseo…
—¿Cuesta arriba? Vas a retrasarte y sé lo mucho que odias llegar tarde a los sitios —incidió. Después de tanto tiempo viviendo juntos, había algunas cosas que sabía de mí. Aunque lo de que odiaba que me despertara con heavy a todo volumen aún no lo había aprendido.
—Si solo tienes un casco… —puntualicé.
—¿Y? ¿Tan poco te fías de mí? —Sonrió—. Venga, sube.
—En serio, que no hace falta —insistí, pero él insistió más.
—¿Te da miedo subirte conmigo? Si en este pueblo no hay accidentes. ¡Casi no hay coches! Venga, que al final voy a llegar tarde yo también. Mira, si prefieres, toma, te dejo mi casco. —Y me lo lanzó como si fuera una pelota de rugby. Tuve que ser rápido para cogerlo al vuelo y que no cayera al suelo.
—¿Esto cómo se pone? —me pregunté. Abrí la sujeción y metí la cabeza dentro. Olía a su perfume. Porque solía echarse bastante cada vez que salía de casa—. ¿Así está bien? —pregunté.
Alex se bajó de la moto y se acercó. Tiró de la cinta de agarre con delicadeza y asintió. Me dio dos golpecitos en la parte de arriba del casco, haciendo que mi cabeza rebotara de manera bastante incómoda, y volvió a la moto, indicándome con la mano derecha que me sentara tras él.
—Cógeme, que no te dé vergüenza.
—¿Cómo?
Tomó mis manos y tiró de ellas, entrelazando mis dedos a la altura de su ombligo. Mis piernas, abiertas, se pegaron con fuerza contra su espalda y no pude evitar sentirme incómodo.
—¿Estás cómodo?
—Sí, supongo —mentí—. Nunca he montado en moto.
—Agárrate bien. —Y, casi sin darme tiempo a pensar, giró el acelerador y la moto pegó un bote hacia delante que me descolocó por completo. Me agarré fuerte a su cuerpo y pegué la cara a su hombro, totalmente desencajado—. ¡Tranqui, que llegamos a tiempo!
Esas fueron las últimas palabras que escuché antes de experimentar el peor viaje de mi vida. Primera y última vez en moto. Al menos con Alex. Iba a una velocidad de vértigo, casi como si estuviera en un circuito de carreras, adelantando y girando siempre en el último segundo. Juraría que estuvimos a punto de estrellarnos una media de doce veces. Y yo cada vez le agarraba más y más fuerte. Tanto que en un semáforo me acarició la mano, como queriendo decirme que aflojara un poco. «Me vas a partir en dos», bromeó. Yo solo pude gemir unas palabras ininteligibles, incluso para mí.
Cuando bajé de la moto en la entrada de la facultad, estaba literalmente temblando. Mi vida había pasado por delante de mis ojos. Había visto la muerte muy de cerca en cada curva, en cada giro. Pero habíamos llegado sanos y salvos. Y, gracias a Alex, aún tenía cinco minutos para ir a clase. La universidad estaba situada en la zona más alta del pueblo, junto a uno de los acantilados que daban directamente al mar Cantábrico. El edificio, de ladrillos rojos y anaranjados, tenía una forma más parecida a un castillo medieval que a una universidad. Al menos la imagen que tenemos de una universidad. Tras subir una larguísima y empinada cuesta, accedías a los jardines perfectamente cuidados por los trabajadores del campus, y entrabas por uno de los gigantescos portones de bronce. Era como entrar en otra época, parecido a viajar en el tiempo. Como atravesar un agujero de gusano. Las almenas de sus torres, recortadas contra el cielo, habían sido restauradas hacía muy poco, al igual que la enorme capilla adyacente al edificio principal. La primera vez que vi la universidad, no pensé que fuera real. Sé que es una comparación ya muy manida, pero había veces que te sentías como en el castillo de Hogwarts.
Salvo por algunos pequeños detalles, era mi universidad soñada. Y uno de esos detalles era mi taquilla, porque tenía la pared interior suelta y, cada vez que la abría, se caía sobre mí. Pensaba que ese año la habrían reparado, pero nada. Daban igual todas las quejas que pusiera para cambiarme de taquilla: nadie me escuchaba y la pared seguía suelta. La había conseguido sujetar más o menos, pero esa mañana volvió a despegarse y se desmoronó ante mis ojos. Primero se cayeron las dos baldas, luego volcó la pared y por último todos los libros que había en el interior; todo cayó sobre mí, que acabé con el culo en el suelo con libros esparcidos a mi alrededor y hojas volando por el pasillo.
Al menos las clases de esa mañana fueron bien (aunque acabé llegando tarde a la primera después de todo) y me parecieron interesantes. Aunque, espera… ¿Quién era ese chico que estaba sentado ahí delante, en primera fila? Era… ¿Era el chico de la Lambión? ¿Y-ESO-QUE-TENÍA-A-SU-LADO-ERA-MI-CAFÉ? Por más que esperé, no se dio la vuelta, así que solo pude verlo de espaldas. Cuando terminó la clase se levantó todo el mundo a la vez y, cuando quise seguirlo, había desaparecido.
—¿Nos vas a contar lo que te ha pasado esta mañana? —me preguntó Adrián mientras salíamos de la última clase del día. Era de ese tipo de chicos altos que se tienen que agachar cuando entran en una habitación de techos más bajos. Espigado y desgarbado, con brazos más largos de lo normal. Le costaba mucho encontrar ropa que le quedara bien, así que casi siempre iba con la misma sudadera gris y pantalones oscuros y ceñidos. El curso anterior llevaba el pelo rubio largo casi hasta los hombros, pero ese verano se lo rapó casi al cero, de manera que se le marcaban mucho más las facciones y su cara de niño. Fue al primer chico que conocí nada más llegar a la universidad. Y, desde entonces, nos habíamos hecho inseparables.
—¿Contar? ¿El qué? Si no me ha pasado nada —dije, encogiéndome de hombros.
—¿Cómo que no? Has llegado tarde a Métodos numéricos, con cara de haber pasado el peor rato de tu vida, y toda la sudadera manchada de café. ¿Te has metido en alguna pelea callejera o qué? —bromeó Adrián.
—Nada. Tonterías. Una mañana que se me ha cruzado desde el principio.
—Antes de que llegaras nos han dicho que va a haber una convención internacional en el campus a final de año —me explicó Adrián, sacando un trozo de regaliz del bolsillo de su sudadera y dándole un gran mordisco. Aunque era demasiado gomoso y tardó minutos en conseguir comerlo.
—¿Este año? ¿Desde cuándo?
—Sí. A finales de octubre. Va a venir gente de todo el mundo —agregó Ana. Pelirroja, gafas de montura fina, una obsesión bastante cuestionable por los estampados en la ropa, y mucho más baja que Adrián, lo que los convertía en una pareja bastante cómica. También se conocieron el año pasado y se odiaron desde el primer momento. Hasta que, tras los carnavales, en los que ambos fueron vestidos de personajes de El juego del calamar, empezaron a llevarse bien. Más que bien. Y, aunque discuten por todo, no me los puedo imaginar separados.
—Flipa —dijo Adrián, añadiendo más dramatismo a la historia.
—Finales de octubre no es finales de año —puntualicé, tratando de sonar gracioso, pero no tuvo el efecto deseado—. Lo que no haya en esta facultad… —dejé caer, colocándome bien la mochila y dirigiéndome a la salida.
—Pero ¿adónde vas? —me preguntó Adrián cogiéndome del brazo.
—Ya no hay más clases. ¿Es que me he perdido otra noticia? ¿Ahora hay más…?
—Ahora toca divertirse, Simón. Que empieza el curso. Nos íbamos a la playa. ¿Te apuntas? —me dijo Adrián con cara juguetona. Pero no podía permitirme llegar tarde también a mi trabajo. El señor Urbizu no era tan comprensivo como los profesores de la facultad.
—No puedo. Tengo que trabajar. Hoy se va el señor Urbizu durante todo el mes y tengo que estar en la librería a tiempo. No quiero que me caiga bronca —reflexioné.
—Tío, es el tercer día de curso y ya no puedes vivir sin trabajar. Relájate un poco, Castel —se burló Ana.
—A ti te pagará la casa tu madre, pero yo tengo que ganar dinero. Así que nos vemos mañana. —Y, tras esa réplica, les di la espalda y me adelanté para salir de la facultad.
—¡Oye, que a mí no me paga la casa mi madre! Al menos, no toda —me dijo Ana a lo lejos, pero yo ya estaba atravesando el portón, abierto de par en par.
Por suerte, a la librería llegué a tiempo. El señor Urbizu seguía en el interior, sentado tras el mostrador, organizando fichas y ordenando todos los libros que encontraba en su campo de visión. Al atravesar la puerta y sonar la campanilla que indicaba que alguien había entrado, alzó la mirada, dirigiendo sus ojos hacia mí. Estos le brillaron, como si fueran de dibujos animados, y se levantó a toda velocidad para rodear el mostrador y venir a recibirme. El señor Urbizu era amigo de mis padres, y fueron ellos los que me consiguieron el trabajo. ¿Estar rodeado de libros? Para mí era un auténtico sueño. A pesar de tener un jefe que, si por él fuera, me tendría trabajando doce horas al día. La librería vendía sobre todo libros de segunda mano, pero también podías traer los tuyos y dejarlos para que otro se los llevara. Había de todo: cómics, novelas, ensayo, teatro, psicología, matemáticas, libros en euskera, en catalán, en francés… Teníamos hasta nuestra propia sección de manga.
—¿Lo tienes todo claro entonces? —me preguntó como con prisa. Estaba claro que quería irse cuanto antes, pero algo lo retenía. Probablemente que no se fiaba del todo de mí.
—Sí. Todo clarísimo —repliqué con cara de niño bueno.
—Entonces, hasta dentro de un mes. Aquí tienes las llaves. Y recuerda la semana que viene la presentación de Mercedes Loreto. Llegarán los libros en un envío de Madrid, ¿vale? Es muy importante que estés para recogerlo.
—Anotado. Presentación y envío Madrid —dije, simulando que apuntaba algo en una libreta invisible.
—¿Dejo la librería en buenas manos?
—En las mejores —contesté, haciéndome el interesante.
—Si tienes cualquier duda, ya sabes mi teléfono. Pero preferiría que ni tuvieras dudas, ni me llamaras al teléfono. Necesito desconectar. ¿Entiendes eso? —explicó con contundencia. Cada segundo que pasaba el señor Urbizu sudaba más y más. Se negaba a poner aire acondicionado y los días de calor era como estar en un horno si no abrías bien las ventanas. No las había abierto, obviamente. También tenía algo que ver su tamaño. El señor Urbizu era grande. Era muy grande. Y cada mes que pasaba, lo parecía más, lo que provocaba que siempre tuviera calor. Además, tenía problemas de corazón, por lo que le costaba andar una barbaridad. En verano tuvo un pequeño susto y había intentado ponerse a dieta con un nutricionista del pueblo, pero no salió bien. Ahora quería tomarse un mes de descanso, regresar a su casa familiar, con sus tres hijas, y así volver a probar por enésima vez un estilo de vida más saludable. Pero, después de decirme estas palabras, se sacó un puro del bolsillo de la chaqueta y lo encendió en el umbral de la puerta.
—¿No cree que fumar un puro puede…?
—No me des sermones, que no eres mi padre —espetó, interrumpiéndome al momento.
—Me preocupo por usted —me disculpé.
—Preocúpate por la librería. Nos vemos a mi vuelta. —Y se alejó fumándose el puro, con una nube de humo grisáceo envolviéndolo.
—Pues a trabajar —dije, remangándome y poniendo los brazos en jarra.
Pero nada salió como esperaba, porque me quedé literalmente dormido sobre el mostrador a los cinco minutos. Quizá era la brisa que entraba por las ventanas después de haberlas abierto, o que me había despertado de mala gana esa mañana (recordemos el momento AC/DC), o que, sorprendentemente, se estaba muy cómodo apoyado en varios libros de fantasía juvenil. Qué sé yo. Estaba en ese momento en el que estás entre dormido y despierto, pero todo transcurre como en un sueño extraño. No eres plenamente consciente de lo que pasa. Así estaba yo, cómodo y tranquilo, cuando un maullido proveniente de las profundidades del averno me dio tal susto que se me resbaló la mano en la que apoyaba la cabeza y la cara golpeó contra el mostrador.
—¡Maldito gato! ¿Tú otra vez? ¡Fus, fus! —exclamé, tratando de apartarlo. Me volvió a maullar y se alejó dándome la espalda (por no decir otra cosa), moviendo la cola chulescamente—. Este gato podría buscarse otro al que molestar.
No era la primera vez que me enfrentaba a ese gato negro y malhumorado. Lo único que hacía era darme sustos, arañarme cuando me acercaba o tirarme libros al suelo después de ordenarlos. Me odiaba. Así que teníamos una relación distante y complicada. Un día le pregunté al señor Urbizu si era suyo, pero se hizo el loco. «¿Un gato negro? No lo he visto nunca». Bueno, técnicamente dejó caer que el que estaba loco era yo, porque curiosamente solo aparecía cuando no había nadie más alrededor.
—Buenas tardes. ¿Está abierto? —dijo una voz al tiempo que sonaba la campanilla de la entrada. En el umbral de la puerta había un chico coreano, alto y elegante, esbelto. Iba vestido con unos pantalones beis holgados y remangados y una camisa azul de lino. Llevaba el pelo negro cortado a tazón, pero en la frente se le separaba en dos, como formando una especie de corazón.
—¡Sí-sí! —tartamudeé. El chico abrió la puerta del todo y entró con elegancia, como tratando de no hacer nada de ruido. Me miró, sonrió e inclinó un poco la cabeza a modo de saludo. Olía a verano. Su perfume inundó toda la librería. Iba a saludarle cuando el maldito felino se me adelantó. Se acercó al chico, contoneándose, y se empezó a restregar contra su pierna, supercariñoso, mientras ronroneaba de placer. Este se agachó y recogió al gato del suelo, sosteniéndolo entre sus brazos.
—¿Es tuyo?
—¿Ese-ese gato? Sí, claro. Ven, ga-ga-gatito-gatito —dije, acercando la mano para hacerle cariños, pero el animal me respondió con un bufido gutural y agresivo. Ni siquiera en esa situación podía darme una tregua.
—Es muy mono. —Sonrió acariciándolo. A los pocos segundos, lo dejó con delicadeza sobre el mostrador mientras yo disimulaba todo lo posible que, hasta hacía un minuto, estaba más dormido que despierto—. Te quería preguntar algo.
—Cla-claro. —Qué misterioso.
—¿Eres Simón Castel?
Me quedé a cuadros. Sin palabras. ¿Cómo sabía ese chico mi nombre? ¿Me conocía de algo?
—Sí. ¿Cómo-cómo lo sabes? —repliqué, alucinado.
—Creo que esto es tuyo. —Ahí me di cuenta de que llevaba una bolsa de tela gris en el hombro. De su interior sacó un pequeño cuaderno de color negro. No un cuaderno cualquiera. ¡Era mi cuaderno, con una pegatina del número pi en la cubierta! En cuanto me lo tendió, lo cogí de su mano a velocidad de vértigo y lo abracé como si fuera lo más importante de mi vida.
—¿Cómo sabías que era mío? —pregunté, casi sin aire.
—En la primera página pone tu nombre y esta dirección —explicó.
—¡¿LO HAS ABIERTO?! —repuse, avergonzado. ¿Habría visto mis dibujos? ¡Qué corte!
—Perdona. —Volvió a hacerme una inclinación de cabeza, casi como una reverencia—. Solo quería devolverlo.
—Gra-gracias —contesté, bajando de nuevo el tono, que había sonado casi paranoico.
—Perdón por mi atrevimiento, pero dibujas muy bien —comentó, con su voz suave y delicada, al igual que todo en él.
—¿¿LO HAS VISTO?? —Sí. Lo lamento, volví a gritar.
—Lo siento mucho —se excusó con pánico en los ojos—. No pretendía cotillear.
—No-no pasa nada. Son tonterías, la verdad. —Traté de relajar el tono.
—Si te gusta, no son tonterías —contestó sonriendo—. A mí también me gusta dibujar, pero se me da mal. —Tenía un acento exótico, pero hablaba muy bien el español—. ¿Trabajas aquí?
—Claro.
—Es una librería de segunda mano, ¿verdad? ¿Cómo funciona? —preguntó, curioso.
—Puedes llevarte todos los libros que te quepan en las manos y, bueno…, pues dar lo que consideres que cuestan —respondí.
El chico frunció el ceño, como si no terminara de entender del todo lo que le acababa de explicar, pero, al rato, se adentró más en la tienda, curioseando en varias columnas de libros. Supuse que más por presión que porque realmente estuviera interesado en llevarse alguno de ellos. Aunque tampoco sabría decirlo con seguridad, porque, cada vez que trataba de mirarlo, aparecía el gato frente a mí, restregándome la cola por la cara. Literalmente.
—¿Me la enseñarías? —me planteó de repente.
—¿La-la tienda?
—Sí —asintió.
—Eh, bueno, es… es lo que ves —dije, haciendo aspavientos con las manos mientras salía de detrás del mostrador, dispuesto a enseñarle cada zona de la librería. Con tan mala suerte que, al dar un paso hacia delante, mi archienemigo gatuno se interpuso, haciéndome tropezar. Y me habría dado un buen morrazo contra el suelo si no hubiera sido por el chico, que reaccionó a toda velocidad y me cogió, evitándome la vergüenza de acabar despanzurrado contra el suelo. Aunque no sé si era mayor vergüenza la de estar entre sus brazos, yo mirándolo con cara de desquiciado, y él como si estuviera acunando a un bebé. Fueron unos segundos, pero a mí se me hizo eterno, y me reincorporé de un salto, haciendo como si nada hubiera pasado.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, sí, sí, sí. Todo bien. Estoy bien-bien-bien. Ay, qué tontería, ¿verdad? —empecé a desvariar—. Te enseño la librería, venga.
Tratando de obviar el momento incómodo que había tenido lugar, empecé a hablar a toda velocidad, rellenando al momento todo el silencio que se generaba.
—A ver, esta es la zona de autoayuda y esas cosas. Al señor Urbizu…, al dueño…, le encanta, pero no me gusta cómo ordena los libros, así que este mes, que estoy