La soledad en tres actos

Gisela Leal

Fragmento

Título

Prólogo

Treinta años después, cuando el que duraría seis llevaba ya treinta sentado en esa silla que le daba todo el poder, contrario a lo que todos pensamos, que este no completaría ni su primer mandato, y es que ya tenía sus buenos setenta cuando por fin llegó a ocuparla, a ella, la silla, aunque en su caso más bien sería a Ella, La Silla, porque para este hombre, como para muchos otros, este objeto tan preciado no se podía identificar como un pronombre cualquiera, sino como un sujeto concreto, único, irrepetible. Sus buenos setenta abriles tenía ya cuando por fin llegó a ocuparla, a Ella, La Silla, esa que desde hacía tanto tiempo sabía que él debía de ocupar, que a él le pertenecía, si desde niño lo supo, desde que le preguntaban qué quieres ser de grande, él respondía Quiero ser el más grande, y que todos me obedezcan, y que todos me adoren, que todos me quieran, que me quieran mucho, muchísimo, más que a cualquier cosa, más que a todos sus juguetes y todos sus amigos. Quiero ser como él, decía, y entonces con su índice señalaba el televisor sintonizado en el único canal que en esa patria se veía, donde en blanco y negro aparecía Su ilustradísimo señor, impecablemente vestido, cargando en su pecho sus innumerables y nobles insignias, dando uno más de sus incesantes discursos, de esos en los que cada cinco palabras dichas eran interrumpidas por aplausos que duraban minutos. Como ese quería ser y en ese se convirtió no muchos años después; si algo se le tiene que reconocer es su empeño y constancia, esos que rayaban en tesón y terquedad, en una enfermiza obsesión. Cuánto no había dado por tenerla. La vida. Su vida, esa que ya no tenía por habérsela entregado, toda completa, a Ella, a La Silla. Sangre, sudor y lágrimas había derramado por instalarse en sus cojines de seda y sus finas maderas.

Tres décadas después, le decíamos, cuando este padre protector se había convertido en un tirano opresor, tan predecible, tan ordinario, tan de libro nos había resultado este todopoderoso redentor, tan obscenamente igual que todos los anteriores a él, esos que tan fácil se olvidaron de que son simples mortales y terminaron creyendo que su lugar estaba en el Olimpo, al lado de Zeus, junto con las otras divinidades. ¿Qué hacer con estos hombres y su infinita vulgaridad? Ay, el poder, el poder, el poder del poder: tan fácil que resulta perdernos en él. ¿No le parece humillante que con tan poquito nos convierta en estas creaturas tan inelegantes, tan prosaicas, tan bajas?

Cinco mandatos después, le decía yo, si acaso tiene caso dividir este perene terror en términos, porque desde el segundo mandato quedó claro de qué iba esto, de que todos esos teatritos de ver quién ocuparía su lugar, su Silla, la del que duraría seis y llevaba treinta, no eran más que dedos en la boca, imposturas, simulacros, y unos bastante malos, hasta eso, los teatritos, con sus guiones tan burdos, sin cuidado en el detalle, desvergonzados y caricaturescos, y es que en él, el de La Silla, y en los suyos, ya no había preocupación ni temor de que la simulación fuera desvelada, descubierta por su esclavo público; eso había ocurrido hacía mucho tiempo ya. Y francamente se la sudaba, porque de ahí, de su Silla, ni Dios lo movería. No, esos días de pretender ser una cosa cuando se es otra habían quedado muy en el pasado, en los primeros años, tal vez meses, cuando acababa de llegar a la silla, que en esos tiempos todavía era una que se escribía en minúsculas, y entonces era necesario disimular, esconder su parte más oscura, ocultarla hasta que pasara tiempo suficiente y, una vez construida la codependencia que naturalmente provoca lo familiar, entonces desvelar la realidad, justo como en un matrimonio.

Treinta inviernos después, le digo, cuando lo que un día pudo haber sido próspero no lo fue gracias al yugo del terror, del miedo, de la desgracia, de la rigidez, de las malas decisiones, de los malos hombres, cuando el mundo ya era otro, uno muy distinto del que era cuando a su silla llegó, aunque al mismo tiempo seguía siendo el de siempre, el mundo, porque no aprendemos, los humanos, no cambiamos, nos repetimos una y otra vez, y en esto no me va a contradecir, si más de miles años de historia lo avalan.

Treinta años después, continúo, cuando a Antonia le diagnosticaran ERPOG, esta enfermedad tan moderna que aún no tenía cura ni era bien entendida, cuando el de La Silla celebrara su ridículo centenario con una fiesta nacional que consumiría las reservas que esta nación no tenía; entonces, insisto, Antonia no recordaría la cara del hombre responsable de traerla aquí, a este mundo, a esta vida, del personaje mejor conocido como su padre. Antonia ignoraría por completo cuáles eran los genes que de él tenía; si lo viera en la calle, ninguna parte de su cuerpo se enteraría; ya no recordaría ni su voz, ni su nombre, ni sus fondos, ni sus formas, ni sus sombras. Nada de él. Su madre se encargó de que así fuera, porque de qué le serviría a la niña guardar el recuerdo de alguien que jamás volvería a ver, solo para que ahí quede un hueco, en la memoria, un espacio vacío, uno que nadie ni nada podría llenar, y entonces su hija no haga más que invertir horas de su vida, su vida entera, tratando de encontrar la manera de ocupar ese vacío sin éxito alguno. ¿Para qué?, decía la madre, ¿Para que con el tiempo le atribuyera a ese hombre y a su recuerdo poderes sobrenaturales, alimentando la fantasía de que, de no haber desaparecido, de no haberse ido, de no haberlas dejado aquí, ese, el que se fue y no volvió, de haber estado en sus vidas, las cosas habrían sido distintas? Un mundo perfecto donde todo estaría resuelto, porque habrían sido una familia feliz, de haber estado él, habría pensado Antonia, si todavía lo recordara. Ya ve cómo somos de necios: siempre añorando e idealizando lo que ya no está, inventándonos historias de lo bueno que habría sido aún tener lo que ya no tenemos. Entonces, ¿para qué? ¿Para qué meterle falsas ilusiones desde tan pequeña? ¿Para qué empezar tan temprano, si tendrá toda una vida para decepcionarse de todas esas ilusiones? No, mejor que Antonia pensara que el que se fue nunca existió, mejor que olvidara su voz y su aroma y su tacto, que su memoria la engañe, que el tiempo desgaste sus recuerdos hasta que solo quede el irreversible daño que se imprime en el inconsciente, ahí donde no se necesita de imágenes ni memorias claras para existir y doler hasta el fondo, para definir los más profundos miedos que nos perseguirán perpetuamente. Y por eso Antonia solo tiene nebulosas imágenes que no le dicen nada de su padre, nada que la haga sentir algo, nada que le diga nada, lo que fuera, más que ese hombre un día existió y luego un día no lo hizo más. Así de simple, como la muerte: un momento estás y el siguiente ya no.

Cuando el-que-se-fue se fue, Teresa enloqueció, o así lo recuerda Antonia, que nunca había visto a su madre de esta manera, tan ausente, tan vacía, tan perdida, tan todo y nada, un cuerpo que deambulaba por la casa cuando tomaba la fuerza para levantarse de su cama, lo cual rara vez pasaba; si viera usted qué pena daba. Antonia no sabía qué hacer para sacarla de su habitación, para que corriera las cortinas y abriera las ventanas porque el aire a muerte, a defunción, a tristeza y pena y coraje y odio, sobre todo odio, que es el que más apesta y más trabajo cuesta respirar, el aire que poblaba la habitación de su madre y que un día también fue de su padre, quien fuera que este fuera y dondequiera que estuviera, estaba completamente intoxicado, contaminado, descompuesto por todas esas esperanzas y promesas que un día se hicieron, se desearon, se soñaron, sí, pero nunca se cumplieron, Como la mayoría de las cosas en la vida, le habría dicho Antonia a su madre si hubiera tenido más edad y, por ende, más sabiduría, pero entonces la niña solo contaba con siete años y aún no tenía la capacidad de procesar todas las experiencias que había vivido hasta entonces como para convertirlas en esa arma tan valiosa que usted y yo conocemos como aprendizaje. Sueños que se convirtieron en pesadillas porque nunca se realizaron, y por eso no hicieron más que quedarse ahí, añejándose, oxidándose, pudriéndose hasta convertirse en un moho que salía de la cabeza de Teresa y que se impregnaba en su almohada, en las sábanas, en la alfombra, en las paredes y el techo, hasta que invadía toda la habitación y no le quedaba de otra que continuar creciendo para afuera, para el pasillo que da a la cocina y la cocina y toda su estantería y la sala y las fotografías y las tuberías del agua y del gas y la habitación de Antonia y todo lo que había en ella, Antonia incluida. El aire en esa casa, que realmente no era una casa, porque una casa está construida por personas que la habitan y la viven, y aquí solo había seres que ocupaban el espacio; el aire en este lugar que, de nosotros haber entrado, habríamos tenido un ataque de claustrofobia, y no porque suframos un pánico a los espacios cerrados ni nada de esos achaques burgueses, sino porque quién no iba querer salir corriendo de ahí, de esa desolación, de esa melancolía, de esa asfixia crónica; el aire ahí era denso, pesado de tanta expectativa cargada de frustración. Y llenaba los pulmones de Antonia y de su madre, un aire sin oxígeno, vacuo, inane, que lejos de brindarles un respiro, se los quitaba.

En la mente de Antonia fueron varias eternidades las que pasaron así, en esa oscuridad, aunque en el tiempo real y mundano, el de los relojes y los calendarios, fuera solo un año. Y probablemente ese adverbio, el solo antepuesto a un año, está de más. No: más bien es un error, una aberración de nuestra parte, porque qué vamos a saber nosotros, básicos y meros mortales, iletrados de las dimensiones de la vida, qué vamos a saber, digo yo, conscientes de las limitaciones de la raza humana a la que pertenecemos, cuál es la duración real que un año puede tener, qué tan perpetuos trescientos sesenta y cinco días pueden llegar a ser para alguien en las circunstancias de Antonia, y en otras también, claro. Porque la vida puede pesar mucho, muchísimo, usted eso lo sabe tan bien como yo, y ese peso pesado hace que el tiempo se vuelva más largo, eterno, cada segundo siendo sempiterno, Cuándo va a acabar este pesar, dios mío, nos preguntamos mientras la dolencia física o emocional, el peso pesado, nos oprime, el cuerpo o el alma, comúnmente ambos, y de pronto es como si ese segundo se multiplicara por muchos y durara una hora o más, y entonces un año termina durando una vida, o varias; tan masoquista y curiosa nuestra mente humana que prolonga el sufrimiento y efimeriza la plenitud. Por eso rectificamos en ese solo antepuesto al un año, el cual hemos decidido dejar ahí únicamente para tener la excusa de criticarlo y hacer notar la consciencia que tenemos de nuestro analfabetismo sobre la vida, porque qué putas va a saber nuestra mente reducida, retomo, y por favor vaya acostumbrándose a este tomar y retomar nuestro, mío, porque eso aquí sucede mucho, el elaborar y relaborar, el desviarnos y alejarnos unos cuantos kilómetros de la vía principal para explorar una vereda, una idea que de algo podría servir y, una vez recorrida, entonces volver a la autopista, y retomar nuestro andar; y es que en la vida es importante explorar otras sendas, descubrir nuevos caminos, conocernos en lo desconocido. Recuerde que las primeras páginas siempre son las más difíciles, porque estamos en esa etapa de la relación cuando nuestro trato, el de usted y mío, es aún tieso, tenso, impuesto, porque ni usted me conoce a mí, y yo menos que le conozco a usted, y por eso nos encontramos en este punto en el que no sabemos qué esperar el uno del otro, cuando hay cierta desconfianza, incredulidad, cuando aún tenemos nuestras dudas y reticencias de si nos vamos a caer bien o mal, de si vale la pena compartir nuestro tiempo con este otro, habiendo tantos otros allá afuera; muchos, seguramente, mejores que nosotros. De si esta convivencia, esta relación, la suya y mía, va a llevar a algo provechoso, productivo, de bien; nos preguntamos si nos compensa, si nos resultará útil, porque así se forman las relaciones: no son más que transacciones utilitarias para llegar a una vida mejor, de preferencia mutuamente mejor. Y la verdad es que en este momento eso aún no lo podemos saber, ni usted ni yo. Por eso mejor tengámonos un poco de paciencia, que solo es cuestión de que nos vayamos conociendo, familiarizando con los fondos y las formas del otro, del usted y del yo; de que nos acostumbremos a los modos de cada uno, usted a esta manera nuestra de narrar, siempre tan dispersa, siempre tan fácil de distraer, de llevarnos por otras vías que no son las marcadas, divagando, siempre divagando, como si en los días que corren todavía quedara tiempo para perderse, para vagar, estando los caminos a tomar tan definidos y claros ya; es cuestión de tiempo, para nosotros acostumbrarnos a esa inconsistencia de parte de sus ojos, los suyos, sí, los que ahora nos leen, por cinco días seguidos lo hacen, y de pronto dejan de hacerlo por dos semanas o un mes, así de fácil, como si esto fuera qué, un burdel, como si la nuestra fuera una relación de encuentros casuales cuya necesidad surge cada que no hay nada mejor que hacer; esa falta de seriedad, de compromiso suya que no nos destroza el ego solo porque más de diez mil horas de meditación vipassana de algo nos han servido. Y no hablemos de su atención, claro, siempre pensando en una cosa distinta de la que tiene enfrente, siempre en otro lugar, en el pasado, o en el futuro, o en cómo hubiera sido si, o en cómo no quiere que vaya a ser, o en cualquier variedad de probabilidades. O

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