La calesita
En el jardín donde ellas juegan el día está tan claro que pueden contarse las hojas de los árboles. Mis hijas son de la misma altura, llevan gorritas de sol hechas de un género escocés. No se les ve el color del pelo porque lo llevan totalmente escondido debajo de la gorra, no se les ve el color de los ojos porque están velados de sombras: sombras extrañas de forma escocesa enjaulan los ojos de mis hijas.
Las dos son de la misma altura, tienen un peso y una altura que corresponde bien a la edad de cinco años: ese dato que me llena de alegría lo he verificado por veinte centavos en la balanza de la farmacia. Las alegrías que tengo son variadas e infinitas como las hojas de estos árboles, siendo algunas de un verde muy tierno y otras de un verde encendido y azul de fondo de mar.
Salgo de la casa. Es una mañana translúcida y nacarada. Los pájaros atraviesan el espacio que hay entre cada árbol con indecisión intrépida de bañista. Los rosales están cubiertos de telarañas; no les tengo miedo. No les tengo miedo a las arañas en el jardín, les tengo miedo en los cuartos, congregadas en el techo de la sala e iluminadas por las arañas con caireles del hall.
Se diría que todo está tejido con hebras brillantísimas de seda. Salimos caminando juntas, abrimos el portón y salimos a pasear porque el jardín no nos alcanza para mover nuestro asombro, tenemos piernas ligeras como alas.
Las tres hemos nacido en la alta casa anaranjada que en los días de tormenta brilla entre los árboles madurando un color rojo. Las tres hemos jugado en el mismo jardín y estamos hermanadas por los mismos juegos detrás de los mismos árboles. Las tres nos hemos escondido en el mismo invernáculo que contiene plantas prisioneras entre los vidrios rotos. Las tres hemos subido siempre con preferencia al tercer piso de la casa porque allí reinan las palanganas llenas de agua con lavandina, el azul, el agua jabonada, las planchas, las flores de estearina, la ropa tendida, las viejas niñeras que duermen en un cuarto muy adornado de fotografías o de estampas con olor a sémola. Allí suben como al cielo las lavanderas cantando de tener las manos siempre en el agua. Allí suben las opulentas planchadoras con los ojos llenos de bienaventuranza.
Mis hijas y yo tenemos los mismos secretos: sabemos el imposible misterio de andar en triciclo sobre los caminos de piedras.
Las tres tenemos una calesita. Me la regalaron en mi infancia. Pintada de color verde y rojo, tenía, o más bien tiene aún, cuatro asientos que dan vueltas mediante un movimiento combinado de manubrios y pedales.
Mi alegría daba vueltas vertiginosas con música de muchos colores el día que desempaquetaron la calesita que mi padre había hecho venir de Alemania. Todavía me acuerdo como si fuese hoy: mi padre, el jardinero y un señor muy bajito con grandes bigotes blancos que estaba de visita, tuvieron que armarla entre los tres, mientras yo esperaba la sorpresa en el otro extremo del jardín. Llegaban volando los papeles que la envolvían porque era un día de viento y no un día tranquilo como este. No se mueve una sola hoja. Llegaban volando los papeles hasta que llegó el último desplegando túnicas y alas como un mensajero muy blanco. Entonces mi nombre empezó a llenar el jardín. Todo el mundo me llamaba. Pero yo no corrí, fui caminando con la cara encendida y me detuve cerca de los árboles de magnolia hasta que volvieron a llamarme.
Los regalos me dolían en proporción a su tamaño, pero me acerqué buscando alivio; la calesita estaba frente a mis ojos, nunca tuve un juguete tan grande y complicado. «Súbase niñita» — «Súbase muñeca» — «Subite mi hijita», me decían voces por todos lados. Yo me resistía. La calesita parecía frágil y transparente como una lámina de papel, pero insistieron tanto que finalmente tuve que subir. Los manubrios eran duros, los pedales eran duros. No podía hacerla andar. No había música, no había vueltas vertiginosas ni caballos deslumbrantes como en las calesitas de París. «Hay que enaceitarla», dijo mi padre y sentí ganas de pedirle perdón. Al día siguiente la enaceitaron, pero no anduvo mejor. En cuanto yo subía en la calesita se desvanecía, en cuanto me bajaba de ella volvía a encontrarla con sus vueltas, sus músicas y mi anhelo por subirme.
Hace pocos días que mis hijas descubrieron la vieja calesita arrumbada en un rincón del garaje. Enseguida quisieron andar en ella. El jardinero, ayudado por un peón, transportó la calesita al jardín mientras mis hijas echaban la cabeza para atrás haciendo gárgaras extrañas en signo de júbilo. «Una calesita, una calesita», gritaban moviendo los brazos en forma de vuelos rápidos y repetidos. Pero no la podían hacer andar. Igual que en mi infancia, recién cuando se bajaban de la calesita andaban en ella. Y pasaron muchos días subiendo y bajando desesperadamente, buscándole vueltas, músicas y caballos como si hubiesen calcado mis movimientos de entonces.
Pienso todas estas cosas y sin darme cuenta camino cada vez más despacio. Mis hijas están protegidas por infinidad de movimientos. Estamos paseando por una calle de paraísos con racimos azules de flores. Un aguaribay nos ofrece su follaje llovido de frescura adentro de una quinta. Nos encaminamos hacia la plaza que queda frente a la iglesia. Dos cuadras antes de llegar les digo a mis hijas para hacerlas correr: «Tomen ese camino, yo tomaré éste. Veremos quién llega antes a la plaza». Mis hijas salen corriendo entre los árboles. Pero de pronto la cuadra se llena de gente. Las he perdido de vista. «¿Dónde están mis hijas?» Estoy cercada por mis propios gritos. La calle se llena de chicas con gorritas escocesas. No conozco el rostro de mis hijas. Me doy cuenta de que nunca he visto ni mirado el rostro de mis hijas. Voy corriendo y mis llantos llenan la cuadra. Me parece que estoy soñando. Oigo que mis labios repiten una misma frase para apiadar a los transeúntes: «Mis hijas perdidas en la revolución española», pero nadie me escucha, yo sola estoy conmovida por mis palabras. Se multiplican las chicas con gorritas de sol escocesas.
Las he perdido para siempre. Sólo recuerdo el color del género de las gorritas y la orfandad en que me dejaron. Era verde, blanco y azul con líneas finísimas de rojo y negro. Pero debajo de esas gorritas nunca conocí el rostro que llevaban.
El estereoscopio
En ese tiempo no existía la radio y en la casa no tenían fonógrafos; existían el piano, el silencio y el estereoscopio.
A través de un largo corredor oscuro se veían surgir las figuras subrepticias del estereoscopio. Se veían los pliegues de los vestidos, las piedritas del jardín, cada puntilla minuciosamente detallada como no se ve nunca en la realidad. Toda la familia estaba ahí, nunca se despedía, nunca iba de viaje, nunca reñía. En una atmósfera serena con un cielo muy azul paseaba a veces en el Parque Lezama, otras veces en Palermo, otras veces se asomaba en los corredores de una casa de campo, otras veces se encontraba sentada en un banco del jardín. Había señores viejos con un diario en la mano, señoras de trajes blancos, niñeras e infinidades de niñas corriendo, algunas detrás de un diábolo, otras saltando a la cuerda, otras con una muñeca en los brazos.
Los ojos de Agatha atravesaban maravillados ese corredor. Su hermana casi siempre tocaba en el piano una balada de Chopin, y esa música la acompañaba adentro del estereoscopio, de tal suerte que la Balada de Chopin era para ella una fotografía en el estereoscopio, y la fotografía en el estereoscopio una balada de Chopin.
Agatha tenía ideas definidas sobre el mundo. Sabía que solamente las estatuas podían estar desnudas en una sala. Sabía que solamente un hombre con ojos azules podía casarse con una mujer de ojos azules, un hombre de ojos castaños con una mujer de ojos castaños. Dios en el cielo tenía muchas cajitas parecidas a las de los caramelos de leche con ojos alineados de distintos colores. Dios ya había previsto los casamientos de este mundo y había destinado ojos azules a algunas parejas, ojos castaños a otras, ojos negros o verdes a otras. Era imposible que Dios, en su omnipotencia, se equivocara, y la prueba más evidente era que el padre de Agatha, que tenía los ojos de un color extraño, había encontrado los ojos que le correspondían exactamente. La madre de Agatha tenía los ojos de un color extraño.
Los días tenían muchas horas llenas de temperaturas distintas y de alegrías distintas. Un día, después del almuerzo, el padre de Agatha conversaba con un señor que estaba de visita. Un señor con una gran barba como un árbol de Navidad, donde colgaban después de la comida guirnaldas de chauchas verdes, espejitos de gelatina o de azúcar. «Mi sobrina Eugenia, la que llegó de Europa, está por casarse», decía el señor. «Estoy bastante contento con el muchacho. Es un tarambana pero buen muchacho. Acaba de recibirse de ingeniero.» El padre de Agatha le contestaba: «Sí, en verdad es un buen muchacho, pero tarambana, tarambana, lo conozco bastante. Creo que tengo una fotografía de él, está retratado con mis hijas y su hija, una tarde que vinieron. Usted no se acordará». Y diciendo esto corrió la silla y empezó a dar vuelta las vistas del estereoscopio, que pasaban con un ruido de puertas misteriosas que se abren. Por fin se detuvo. «Aquí están», y le cedió el asiento al señor, que exclamó: «Qué maravilla. Qué nitidez de fotografía. ¿Usted las sacó?». «No», contestó su padre, «las sacó mi maestro.» «¿Maestro de qué? ¿De fotografía?» «No, mi maestro de equitación.»
Después se sentaron en un rincón fumando con humo espeso y azul unos grandes habanos que mascaban lentamente. Agatha entró en el largo corredor del estereoscopio y vio a los dos novios sentados en un banco. Muchas veces había visto esa fotografía, pero le pareció nueva. ¡Qué bien adivinaba el color de los ojos! Quedó mucho tiempo mirándola perdida en aquel paisaje de rostros ennoviados, enamorada, no sabiendo a quién preferir, si a su prima o al novio de su prima.
Dos días después llegaron los novios de visita. La muchacha tenía un sombrerito con plumas blancas y un amplio vestido de piqué. El muchacho tenía un sombrero de paja y un par de guantes amarillos que sacudía y apretaba constantemente en las manos. Las palabras que decía ese muchacho salían por obra de magia gracias a esos guantes. Cuando dejaba los guantes quietos no podía hablar.
La tarde caía despacio y resbalaba minuciosamente entre el follaje húmedo. A la hora del té a través del jardín sonaban las cucharas y las tazas, y las voces entrelazaban el silencio y las palabras. Cayó la noche y Agatha se sintió perdida adentro de su infancia. ¿Qué hacían los novios?
Fue corriendo hasta la casa. En la terraza de entrada los novios proyectaban sombras contra la pared. Movían las manos fabricando cisnes que se besaban, pájaros que se picoteaban, gatos que se arañaban, perros que jugaban, y un hombre sin dientes con dos cabezas. Agatha contempló la escena, maravillada. Nunca había visto representación tan linda. Pero se aproximaba la hora de la comida. Los novios tenían que irse. Una señora que olía a eucaliptos vino a buscarlos en un coche de plaza con muchos cascabeles. Agatha rondó alrededor de los novios mientras se despedían. Todas las luces del hall estaban encendidas. La muchacha se agachó para besarla; Agatha le vio los ojos. Eran de un color de uva fresca. El muchacho se agachó para acariciarle la cara: Agatha le vio los ojos. Eran negros. Agatha supo que nunca iban a casarse. Sintió que el corazón se le apretaba como un ovillo de lana mal hecho. Se refugió corriendo en el fondo del estereoscopio, donde los novios conservaban los ojos del mismo color para ella, y en donde Dios no se había equivocado.
Antes de acostarse Agatha miró los ojos de su prima como si hubiese presenciado un robo, tenía los ojos de color de uva, quizá más transparentes, pero era el mismo color como si fuese visto a través del sol. Pensó: «Tiene los ojos del mismo color de Albertina, ¿tendrán que casarse? Dos mujeres casi del mismo alto y vestidas de blanco ¿podrán casarse?», y al formularse esta pregunta las imaginó acercándose al altar con un paso de baile. «¿Antes una de ellas tendrá que cortarse el pelo y modular la voz de una manera distinta?»
Vio que se despedían besándose en la boca, y no pudo encontrar en ellas ese gesto tieso que tienen después de despedirse los novios, cuando se dicen adiós. La puerta se cerró con un gran golpe y se alejaron por el jardín los cascabeles del coche de plaza y el corazón de Agatha.
Las repeticiones
A la hora de la siesta, en la provincia de San Luis, debajo de los mosquiteros de nuestras camas, me relató su vida. Yo pensaba en Donaldo, que es tan buen mozo.
—Dicen que no se puede amar a más de una persona, a la vez, sin ser indigna de una de ellas, pero yo amé a más de una, siempre. He sufrido mucho. Entraré en un claustro —me dijo, colocando a modo de manto el mosquitero sobre su cabeza.
Reí, pero sabía que no me hablaba en broma.
—O me suicidaré si alguien no me mata —prosiguió, mirando los arabescos del techo—. ¿No puedes comprenderme? Para ti soy una esfinge, un jeroglífico. Las mismas situaciones se repitieron en mi vida. Sospecho que para el resto de mi existencia todo volverá a repetirse, mecánicamente, involuntariamente. La primera situación que recuerdo fue en mi infancia: mi cariño simultáneo por la cocinera y por la sirvienta. Me habían regalado una perra que llamábamos Sultana. Mi aspiración era estar con cada uno de estos seres, sola, todo el día, compartiendo bombones, caricias y travesuras. Era menester, para esto, que me dividiera en tres partes, y no fue posible. La armonía no podía reinar entre esos seres que se habían penetrado con vehemencia dentro de los hábitos de mi corazón. Si la cocinera me llevaba a pasear, la sirvienta me tironeaba del pelo o de algún modo me maltrataba ese día; si la sirvienta me llevaba a su cuarto, para enseñarme a hacer alguna labor o me llevaba al jardín, para que jugásemos a las esquinitas, la cocinera, después, no me miraba o, sin motivo, me castigaba duramente. En cuanto a Sultana, cuando yo pasaba el tiempo con cualquiera de las dos mujeres, sin ocuparme de ella, se escondía en un rincón y no acudía a mi llamado, o me gruñía en cuanto me acercaba. Ante esas disyuntivas, sufrí como San Sebastián, atravesado por flechas. La sirvienta me regalaba huevos de zurcir, la cocinera merengues y Sultana me daba la pata. Un sofocante día de enero, regalé a la sirvienta un frasco de agua de colonia que robé a mi tía. Aquella misma tarde, la cocinera y la sirvienta riñeron por mi sombrero: una me lo ponía, y la otra me lo sacaba, porque consideraba que estaba sucio. Como resultado, el sombrero cayó en la boca de Sultana, que lo rompió con los dientes. Salí al sol sin sombrero. Los pájaros caían muertos de los árboles y la gente, en las casas, se abanicaba con pantallas o con diarios. Soplaba el viento norte. A la noche, cuando volví a casa tuve una insolación y fingí un desmayo. Oí un murmullo de esos que salen del fondo de una hoguera: eran las voces de mi familia. La cocinera tomó un enorme cuchillo de un cajón, me miró como para clavármelo a mí, y furiosa persiguió a la sirvienta, que se encerró con llave en su cuarto. No volví a ver ni a la sirvienta ni a la cocinera; mi padre despidió a una por asesina y a la otra por no haberme cuidado bastante. Dediqué mi tiempo a estar con Sultana, que murió debajo de un automóvil. Mi vida transcurrió con gran monotonía; cayeron mis dientes de leche y yo en el abismo de mis siete años, pero pronto se produjo la segunda situación. Mi amistad por Rosita, la hija del intendente, por el negrito de la plaza y por Chéri, el caballo zaino del terreno baldío, que se alimentaba de basuras y de pasto reseco, formó ese triángulo humano que no pude ya evitar. Hacíamos picnics. Nos peleábamos. Nos besábamos. Nos indigestábamos. Los días de carnaval nos vestíamos de demonios o de ángeles y paseábamos por el pueblo. ¿A quién prefería Chéri? Era una pregunta que formulábamos diariamente y que amargaba un poco nuestros juegos. Una tarde, el negrito de la plaza y yo nos fuimos a caballo, sin rumbo fijo, muy lejos, y Rosita quedó sola, sin saber dónde estábamos ni por qué nos habíamos ido. En la orilla de un arroyo atamos el caballo a un arbusto y nos tiramos al agua, para refrescarnos. Entre las piedras, con el sombrero a guisa de red, pescamos unos bichitos negros y unos peces barbudos, que martirizamos. Juntamos algunas piedras y algunas hierbas. Cuando volvimos, al anochecer, Rosita, pálida como un fantasma, nos esperaba en el terreno baldío, sentada sobre un montón de ladrillos. Al vernos se puso de pie. Se me acercó con la cara arrebatada y el entrecejo fruncido, pero como si se hubiese arrepentido, dio media vuelta y tomó al negrito del cuello con las dos manos. Quiso estrangularlo, pero comprendí que no era a él, sino a mí a quien deseaba estrangular, pues mientras le oprimía el cuello, me miraba. Sus ojos brillaban como relámpagos. No me permitieron jugar con el negrito de la plaza: Rosita huyó de mi compañía y Chéri me esperaba todas las tardes para que le diera azúcar o maíz. Era viejo y un día no lo encontré ya en el terreno baldío. Me dijeron que alguien, seguramente el dueño, lo había vendido. No lloré por su ausencia, porque Chéri, sin Rosita y el negrito de la plaza, no significaba nada para mí. De nuevo quedé sola, como en un cuarto a oscuras, como en un claustro sin Dios. La tercera situación fue mi amor por Valentín Portinay y por Donaldo Russel. Dividir el amor cuando fui adulta ya me hizo sufrir mucho. Necesito de tu amistad —me dijo después del largo monólogo, y agregó—: No me parece posible querer a ninguno de los dos sin ti.
—¿Vengo a ocupar el lugar de Chéri y de Sultana? —le respondí—. Tal vez no te has dado cuenta de que soy un ser humano. En lugar de hacer tanto mal a tu prójimo, ¿por qué no te suicidas o te encierras en un claustro, para besar el mármol de los pedestales y adorar a los santos? Dios no se dejaría engañar como Donaldo, Valentín y yo.
Durante días que me parecieron años y años que me parecieron siglos, carcomida por los celos, traté de olvidar mis desventuras. Donaldo tenía sólo un sentimiento de amistad por mí y Valentín me amaba sin que yo pudiera retribuir su amor. Una red impenetrable de intrigas y de mentiras nos envolvió. Nos citábamos a distintas horas ocultando nuestros encuentros; en el cinematógrafo, en la plaza, de noche, en la casa de Donaldo. Las cartas que nos escribíamos fueron diabólicamente descubiertas. Perdimos la confianza en nosotros mismos.
Después de aquel diálogo, sin darnos ninguna explicación, resolvió tomar los hábitos. No volví a verla. Supe, por la madre superiora del convento, que su misticismo era fanático. Me contó que a las horas que podía destinar al sueño, arrodillada sobre el mármol, rezaba hasta el alba oraciones a San Juan Bautista; que durante la mañana, arrodillada sobre el piso de madera de la capilla, adoraba a Jesús Nazareno, y por la tarde, en los días más cruentos de calor, salía al patio y rezaba interminables rosarios a una estatua de la Virgen, que estaba empotrada en la pared. A pesar de todas las indulgencias que obtenía, no pudo llegar a la tranquilidad de espíritu que buscaba. Entonces comprendí que las mismas circunstancias se producían en aquel claustro, donde no obtuvo descanso, porque el demonio se había apoderado de su corazón, encerrado en un triángulo.
La cara adversa
Contaron que se miró en el espejo y que pensó: Por última vez miro esta cara de bebé. No era hermosa ni atrayente pero se había encariñado tal vez con ella. Que un hombre grandote sobrelleve durante cuarenta años un rostro de bebé por horrible, por adorable que sea, es una responsabilidad y una carga.
Contaron que con el tiempo supo elegir para su nueva cara las actitudes que más le favorecían: inclinar la cabeza hacia la izquierda con expresión atenta, entrecerrar los ojos como lo hacen las personas miopes, levantar las cejas frunciendo el entrecejo, hundir las mejillas expandiendo las alas de la nariz, mover las mandíbulas, tragar saliva con énfasis. Al bajar o subir en los ascensores, mirándose en el espejo, practicaba estas actitudes. El peinado, sin duda, influía en la expresión de la cara. Pero extrañaba su expresión de bebé.
La cuestión no es llegar a ser hermoso sino diferente a lo que soy —pensó con orgullo y miedo a la vez. Antes del exilio, en plena gloria, ocho o nueve mujeres lo habían amado desesperadamente. Una se había suicidado por él, otra había abandonado a sus hijos, otra había tomado los hábitos. Pero ¿qué importancia tiene el amor de las mujeres si se compara con el sufrimiento de un pueblo fervoroso, que le da su alma y sus riquezas y lo colma de halagos?
Contaron que en el exilio se sentía más cerca de su tierra, más unido a ella, más enamorado de ella. Tenía que despedirse de su cara.
Yo creía en todo lo que me decían. Los médicos lo esperaban. Esperaban grandes sumas de dinero. El día anterior habían estudiado su perfil en múltiples fotografías. Como en un mapa, con un puntero habían señalado, para modificarlas, las partes sobresalientes de su rostro. La belleza no estaba en juego. Había que buscar la forma de cambio más contundente. La enfermera, una de las tantas, detrás de la máscara, sonriéndole, le guiñó un ojo azul. Ya la había conquistado. Se durmió con esa sensación agradable que sienten los hombres cuando han hecho una conquista. Anestesiado, soñó con su cara pegada en todos los muros de la ciudad. Las imágenes en colores brillaban con agradable nitidez: la sonrisa franca, la mirada bondadosa de bebé.
Dijeron que la operación fue larga, la convalecencia penosa. Con la cara cubierta de yeso no podía leer, ni pasear, ni recibir visitas. Las cicatrices tardaron un año en borrarse; las líneas azules que quedaron en la piel tardaron medio año; se pusieron celestes, luego blancuzcas y desaparecieron. Durante todo ese tiempo pensaba: Voy a ser viejo antes de terminar con este asunto. Los médicos trataban de tranquilizarlo, pidiéndole todos los días dinero para un nuevo tratamiento. Ocurrió un milagro, como sucede en casi todas las operaciones estéticas. Nadie podía creer que antes había sido tan distinto.
Tardó otros dos meses en organizar su viaje. Sus partidarios lo esperaban; los jefes estaban en sus puestos. No era posible volverse atrás.
Con muchos detalles contaron que emprendió el viaje una mañana de enero. Cuando vio desde el avión los primeros edificios de su tierra, se estremeció. Un sudor frío le cubrió la frente al oír las campanadas del reloj del Cabildo. Tuvo que mirarse en un espejo de mano, que llevaba siempre en el bolsillo, para asegurarse que tenía