Nota preliminar
“No hay una literatura infantil, sino una comprensión infantil de la literatura.”
EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA
En la única antología integral que hizo de sus obras1, Silvina Ocampo incluyó tres de sus cuentos para niños o, en sus propias palabras, para “chicos grandes o grandes chicos”. No hay allí indicación alguna que los distinga del resto de los textos seleccionados. Este hecho circunstancial revela, acaso innecesariamente, que su autora no establecía una jerarquía entre ficciones “mayores” y “menores”, ni modulaba su voz según la edad cronológica de sus destinatarios. Los relatos y poemas para niños de Silvina Ocampo no son invenciones sometidas a las leyes elementales del paternalismo, ni tampoco proponen una carrera de obstáculos morales que culmina en una entrega de premios a la buena conducta. Son ejercicios de una imaginación indómita que acepta el desafío de narrar historias que podemos llamar mágicas siempre y cuando aceptemos que, para la mente de un niño, el arte narrativo es uno de los atributos de la magia. Los chicos suelen ser lectores rigurosos, espectadores implacables, interlocutores versados en la concisión y la perplejidad. No es tarea fácil sorprenderlos ni ganar su confianza o su atención; para lograrlo, como supo hacerlo Silvina Ocampo, es necesario poseer el don que Baudelaire juzgaba un requisito del genio: la capacidad de recuperar la propia infancia a voluntad.
Ese pacto tácito entre la autora de La torre sin fin y los niños se construyó a lo largo de las décadas bajo diversas formas. Cuando aún se dedicaba por entero a la pintura, en 1934, el mismo año en que conoció a Adolfo Bioy Casares, Ocampo fundó en colaboración con su prima Julia Bullrich de Saint y el pintor Horacio Butler la compañía de títeres La Sirena. Con títeres y decorados realizados por ellos mismos representaban cuentos de hadas tradicionales como “La bella y la bestia”, “Barbazul” y “Juancito y las habas mágicas”. Las funciones tenían lugar en los locales de Amigos del Arte y de la Asociación Musical El Diapasón.
Hacia 1950, mientras Bioy y Borges dirigían El Séptimo Círculo y La Puerta de Marfil para Emecé, Ocampo proyectó para la misma editorial una colección de libros infantiles, que no llegó a publicarse. Eran relatos de distintas épocas y literaturas, reunidos en antologías temáticas —cuentos de la nieve, de Navidad, de Oriente, de animales, de hadas y de genios— que serían ilustradas por niños. La colección iba a llamarse Las Carpas, en alusión a la forma que adquiere un libro apenas abierto, apoyado sobre el canto, visto de frente (“una pequeña carpa como las que usan los exploradores”), que es también la silueta de una letra (“la primera vocal del abecedario que al agregarle una h expresa admiración, sorpresa o pena”).
Con el nacimiento de su hija Marta Bioy, en 1954, se inicia una década de inspiración sostenida en la cual escribirá o esbozará la mayor parte de sus textos para niños. En 1956 publica los primeros en las revistas El Hogar y sobre todo en Mundo Infantil, cuya dirección asumen Fryda Schultz de Mantovani y Enrique Pezzoni luego del derrocamiento de Perón. Asimismo, en 1958, Roberto Aulés pone en escena, en el Teatro Liceo, No sólo el perro es mágico, que es la única comedia para niños de la autora y a la vez la única de sus piezas teatrales que llegó a ser representada. (Aulés volvió a llevarla a la escena en 1977, con el título El perro mágico.)
El auge de la llamada literatura infantil, en la década de 1970, propicia el descubrimiento de Silvina Ocampo como escritora para chicos e impone un intenso ritmo de publicación a esos textos escritos en las dos décadas anteriores. Así, en un breve lapso se suceden tres cuentos —El caballo alado (1972), El cofre volante (1974) y El tobogán (1975)—, un volumen de relatos —La naranja maravillosa (1977)— y otro de poemas —Canto escolar (1979). Sin duda esta profusión de títulos en quien solía espaciar sus publicaciones encuentra una explicación adicional en el nacimiento, a partir de 1973, de sus tres nietos, cuya presencia aportará el impulso necesario para inventar nuevas narraciones o recuperar las olvidadas.
La torre sin fin corona el ciclo de obras para niños con una doble singularidad: por un lado, es la ficción más larga y compleja dirigida a lectores juveniles; por el otro, es la única novela aparecida en vida de su autora. Fue publicada en Madrid por la editorial Alfaguara en octubre de 1986, con ilustraciones de Gogo Husso. Para desconsuelo de Ocampo, no fue distribuida ni editada en la Argentina. Sin reediciones, omitida con tenacidad por compilaciones y bibliografías, se convirtió en una obra inhallable cuya existencia pasó desapercibida aun para lectores alertados.
Los primeros borradores de esta historia se remontan, aproximadamente, a 1955. La idea tuvo un origen onírico y una redacción largamente postergada: “Otra vez tuve un sueño que me sirvió de principio de una novela que no he terminado y empecé a escribir, que va a ser como El principito, una novela para chicos con una idea moral muy importante —afirma Silvina Ocampo a comienzos de la década de 19802—. Me gusta tanto que no he podido escribirla. Siempre recuerdo esa historia que no te revelo porque soy muy celosa de una idea que aún no he escrito”. Evidentemente, a pesar de los años transcurridos, la figura de esa trama inconclusa no había perdido su nitidez. Entre 1981 y 1983 decide retomarla y en poco tiempo redacta varias versiones sucesivas hasta llegar a la última, fechada en 1984.
Nacida de un sueño, La torre sin fin mantiene una plena fidelidad a su origen sin ceder a la mecánica acumulación de portentos ni a la fácil permuta de premisas lógicas. Ofrece, en todo caso, una distorsión poética de la vigilia. La torre es un cuadro, un infierno portátil pintado por el Diablo, que encierra allí al protagonista, Leandro, en castigo por sus burlas. En esa torre sin ventanas donde Leandro vaga con resignado desconcierto, cargand