Prólogo
El día D de Irati Allende
San Sebastián
Aquella mañana los vio, oyó y abrazó por última vez. Irati no podía saberlo en aquel momento, pero en su memoria quedarían grabados de forma perenne los ruidos a los que creyó no prestar atención mientras leía una novela de ciencia ficción en su dormitorio. La historia sobre un futuro distópico —que, aunque terrible, no era nada comparado con el que le esperaba los siguientes meses en su vida real— quedó olvidada en cuanto cerró el libro y se decidió a salir a ayudarlos a preparar los materiales necesarios para una de sus habituales salidas al mar.
Solo que esta vez ella no los acompañaría.
Su padre ya había empezado a bajar bolsas al coche. Su madre aún revisaba la de los víveres. El olor de su tortilla de patata abrió el apetito de Irati. Uno que perdió casi por completo después de aquel día, con el consiguiente bajón de peso y pérdida de salud a varios niveles. Aunque aquella mañana había devorado ese manjar con avidez.
—Te he dejado tortilla en la nevera —le informó su madre—. Aunque aún estás a tiempo de meterla aquí y unirte a la fiesta.
—Gracias, mamá, pero no voy a ir, no insistas.
—Es que no es lo mismo sin ti, cariño.
El chantaje emocional no era habitual en su madre, por lo que no se lo tomó de esa forma, sino como simple sinceridad. Trató de hacerle ver el lado bueno de su ausencia.
—Ya ibais a navegar y a bucear sin mí antes de que yo naciera, ¿no?
—¡Pero de eso hace un cuarto de siglo, hija!
—Claro, el que yo tengo. Y el que cumple Óscar hoy.
—No, cumple los veinticinco mañana. Y ya tenéis la fiesta con todos sus amigos esta noche.
—Pero quiere hacer algo especial conmigo durante el día.
—¿Y no puede ser mañana, como sería lo lógico?
—Dice que estaremos demasiado cansados después de trasnochar.
—¿Eso dice?
El retintín con el que hizo la pregunta la puso alerta. No era la primera vez que lo empleaba con su novio, con quien llevaba casi un año.
—Mamá...
—Es que él ya sabía que hoy salíamos con el barco. Lo invitamos a acompañarnos la semana pasada. No me gusta que te haga elegir entre él y nosotros.
—No hace eso. Es solo que...
—¿Qué?
—No tiene con sus padres la relación que tengo yo con vosotros. No hace planes con ellos. Y le dije que a mí... —bajó un poco el volumen de su voz— lo de navegar y eso no me gustaba mucho.
Mertxe soltó una carcajada seca mientras sacaba varias botellas de agua de la nevera.
—¿Y por qué le dijiste eso?
—Porque es la verdad. —La cara de su madre fue de puro espanto—. A ver, mamá, que yo he ido siempre sin rechistar porque quería estar con vosotros, y me encanta ver que lo disfrutáis muchísimo. Pero a mí, personalmente, me da un poco igual.
Mertxe parpadeó varias veces en silencio mientras asimilaba la información.
—¿Así que lo hacías por nosotros?
—¿El qué hacía por nosotros?
Karlos llegó en el momento exacto en el que a su madre se le cayó una lágrima de lo más melodramática.
—Nunca le ha gustado ir a navegar.
Irati puso los ojos en blanco ante el gesto de absoluta sorpresa de su padre.
—¡Pero si siempre decías que te lo habías pasado muy bien!
—Porque estaba con vosotros haciendo algo que os gustaba, eso sí lo disfrutaba, y lo sigo haciendo. Es la actividad en sí la que me resulta... no sé cómo decirlo. Vamos, que no me divierte, lo siento.
—¿Y el trabajo?
La pregunta de sopetón la dejó descolocada, sobre todo por la notable preocupación en la mirada de su padre.
—¿Qué pasa con el trabajo?
—¿Aceptaste estudiar Ingeniería informática y formar parte de la empresa solo por estar con nosotros, porque era lo que esperábamos de ti?
—¡Claro que no! ¿Por qué dices eso?
—Óscar lo insinuó.
—¿Cuándo?
—Uno de los pocos días que se animó a venir a comer a casa. Vosotras estabais recogiendo los platos porque yo había cocinado. Me dijo que sus padres lo habían presionado mucho con los estudios y que él se había visto obligado a estudiar Medicina porque era una de las pocas carrereas universitarias que ellos consideraban aceptables, cuando habría preferido dedicarse al cine, no tenerlo solo como un hobby. Me dejó caer que lo mismo te había pasado a ti con la literatura.
—Yo no he hablado de eso jamás con él, no sé de dónde lo ha sacado.
—No sé. A lo mejor lo malinterpreté —se excusó su padre.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—No quise darle crédito, si tú no habías dicho nunca nada...
—Porque no tengo ninguna vocación frustrada. Me encanta mi trabajo, y me haré cargo de la empresa el día que os jubiléis, me ganaré ese derecho durante los años que faltan, trabajando duro y sacando la empresa adelante.
El silencio que se cernió sobre ellos en la cocina tras el vehemente discurso fue de lo más revelador.
—Lo sabemos, cariño. Sin embargo, puede que te hayamos presionado demasiado.
—No me habéis presionado, nunca me he sentido así, al contrario. Siempre me habéis apoyado en todo y me habéis animado a esforzarme, como vosotros, pero sin agobios. Como hoy. Os dije que no iba a ir al mar. Y aunque mamá ha insistido un poco, me habéis permitido elegir. Siempre he podido elegir, así que no le deis más vueltas.
—Vale, cariño, me alegra que sea así. Te quiero mucho, hija.
Su padre le dio un abrazo y la besó en la frente antes de marcharse con otro par de bolsas, como si aquella declaración la hiciera todos los días, cosa que no era así. Besos y abrazos había con frecuencia. Un «te quiero, hija», era pronunciado solo en determinadas ocasiones. Era un hombre más de hechos que de palabras.
—Mamá, no llores —solicitó Irati, conteniendo sus propias lágrimas.
—Es que me siento tan orgullosa de ti. Ven aquí.
Le dio un abrazo de esos que traspasan la piel.
—Acabo de romperte el corazón diciendo que no me gusta vuestro mayor hobby, ¿pero estás orgullosa de mí?
—Me enorgullece que tengas claro lo que quieres en la vida y luches por ello. Aunque...
—Vaya, tenía que haber un aunque.
—¿Estás segura de que es con Óscar con quien quieres estar?
—Que le soltara eso a papá sin venir a cuento, cosa que voy a hablar hoy mismo con él, no implica que sea un mal tío.
—No digo que sea mal tío, pregunto si estás enamorada de él. —Irati alzó una ceja—. Sé que te gusta, es majete y guapetón. Pero no tenéis apenas nada en común.
—Los casos como el tuyo y el de papá se cuentan con los dedos de una mano, mamá. ¿Conoceros haciendo buceo y enamoraros a primera vista, estar estudiando la misma carrera y montar una empresa juntos? Los raros sois vosotros.
—Pero hay que tener un mínimo de puntos en común, si no una convivencia es muy complicada. Y luego está la conexión. Esa se da o no se da.
—¿Crees que no conectamos?
—Creo que le diste una oportunidad porque fue muy insistente contigo y al final te has acomodado. Lo único que tenéis en común son algunos amigos.
—No es verdad, no es lo único. ¿Desde cuándo piensas eso? ¿Y por qué me lo dices justo ahora?
—Cualquier momento es bueno para darle un consejo a una hija.
—¿Qué tienes contra Óscar?
—Nada, salvo una cosa. Que no es el hombre de tu vida. No te hace suspirar, no lo miras con ojos de enamorada... No es el que tiene que llegar.
—Ahora eres vidente.
—En absoluto. Solo es fe. Cuando ese hombre llegue, lo sabrás. O puede que ya lo sepas y lo que no haya llegado aún sea el momento. Puede que él no lo sepa tampoco todavía, pero está destinado a ti. Eso lo he visto por mí misma, y tengo muy buen ojo.
—¿Esto es una adivinanza?
—Algo así. No la analices con la cabeza, hazlo con el corazón.
—Estás muy filosófica hoy.
—Te mereces al chico de tus sueños. ¿O nunca has soñado con él?
—¿Hablas de alguien en concreto?
—Quizá. Anda, dame un abrazo, hija. Pásatelo muy bien. No hay nada de malo en hacerlo mientras esperas a que llegue...
—El hombre de mi vida, sí, lo tendré en cuenta, gracias.
Entre risas, bajaron juntas en el ascensor, con el olor de su perfume en la nariz tras el abrazo, con la calidez de su cuerpo en la piel.
Y los vio montar en el coche, radiantes de felicidad, y marchar hacia el puerto. Para nunca regresar.
Edimburgo, Escocia
En cuanto se oyeron los tres largos pitidos que daban por finalizado el partido, Julen Garay demostró una vez más que estaba en plena forma desapareciendo del campo en un pestañeo. Meses atrás había rebasado la temida barrera de los treinta años; sin embargo, seguía siendo de los jugadores más rápidos del Edinburgh Rugby y conservaba su posición de medio scrum, su venerado dorsal 9, desde que había fichado por el equipo de la capital escocesa cinco años atrás.
El hombre que le fue a la zaga era dos años más joven, aunque diez kilos más pesado y algo más lento en carrera, por lo que no lo alcanzó hasta que su mejor amigo y compañero de piso estuvo sentado en el banco del vestuario con el móvil en la mano.
El rictus de su boca no era nada halagüeño.
—¿Los han encontrado?
—Es muy probable.
Ewan Scott frunció el ceño hasta casi juntar sus pobladas cejas pelirrojas antes de sentarse junto a Julen y echar un vistazo a la pantalla iluminada del aparato.
—¿Probable? ¿Y eso es bueno o malo?
—Tengo tres llamadas perdidas de mi madre. Dos de mi padre. Y seis de Tania. Pero ni un solo mensaje. Así que... no, no creo que sea buena señal.
Ewan lo vio tragar saliva y supo que estaba reuniendo el valor para hacer la durísima llamada que podría confirmar lo que llevaban cuarenta y ocho horas temiéndose: que unos buenos amigos de la familia Garay —padres de una de las amigas más íntimas de la hermana de Julen— habían muerto en un accidente náutico. Por el momento, estaban desaparecidos, solo se había encontrado la embarcación a la deriva. Habían ido los dos solos, Karlos contaba con el título de patrón de barco, y de vez en cuando les gustaba salir a hacer buceo. Irati, su única hija, no los había acompañado en esta ocasión. Era el cumpleaños de su novio y se había quedado en tierra para la fiesta. Y, al parecer, también para salvar la vida.
Julen la conocía lo suficiente como para saber lo culpable que se debía de estar sintiendo por no haber ido a bordo de aquel barco. Iba a tardar años en convencerse —si llegaba a hacerlo alguna vez— de que el hecho de que ella hubiera estado allí no habría implicado, por supuesto, que el accidente no hubiera tenido lugar. Que, muy al contrario, solo habría sido una víctima más. No obstante, la comprendía, porque él se habría sentido exactamente igual. Por enésima vez desde que recibiera la noticia, unas terribles ganas de abrazar a una mujer que era casi una hermana pequeña para él le atravesaron el pecho de lado a lado, a lo que se sumó un vuelco al corazón cuando el teléfono vibró en su mano y el nombre de Tania apareció en la pantalla.
—Contesta, amigo. —Ewan le rodeó el hombro con un brazo y le dio un fuerte apretón—. No lo demores más.
Julen tragó saliva, pulsó el botón verde y se acercó el teléfono a la oreja, sin llegar a pegarlo. Fue así como Ewan pudo escuchar la acelerada voz de mujer y deducir de las escasas palabras que captó, ya que solo sabía el español que Julen le había enseñado, que habían hallado los cuerpos sin vida de Karlos Allende y Mertxe García.
—Ve a ducharte, yo me encargo de conseguirte el primer vuelo disponible. —Ewan cogió por los pelos el teléfono que se deslizó entre las manos de Julen en cuanto colgó—. Reacciona, colega. Te espera un largo viaje, ya lo asimilarás por el camino.
Le revolvió el sudado pelo corto y rubio antes de darle un fuerte beso en la frente, le sacó la camiseta de un tirón y lo empujó hasta las duchas. Hizo un gesto de negación con la cabeza a los compañeros que ya llegaban al vestuario —jaleándose entre sí por la importante victoria lograda ese día— para que nadie lo molestara hasta que terminara. Sabía que el agua caliente arrastraría las lágrimas que en cualquier momento estallarían sin remedio. Habría sido inhumano no llorar ante la noticia. Y Julen era una de las mejores personas que había conocido en su vida.
Más tarde, de camino al aeropuerto, su amigo le explicaría sin apenas voz, con sus azulísimos ojos apagados y enrojecidos fijos en sus temblorosas manos unidas en el regazo, que el primero de los cuerpos, el de Mertxe, lo había hallado un pesquero entre sus redes. Horas después, vadeando la zona, Salvamento Marítimo había encontrado el de su marido. Tenía un pie atrapado entre dos rocas del fondo marino. La autopsia determinaría que ambos se habían ahogado al quedarse sin oxígeno en las bombonas. Y que el barco había podido quedar mal anclado, de forma que la fuerte corriente lo había arrastrado lejos del lugar, sin que Mertxe hubiera tenido opción a ascender y pedir ayuda por radio o desde el móvil, o conseguir más oxígeno. Una suma de desafortunados acontecimientos que había resultado fatal.
Cuando Ewan despidió a Julen en el aeropuerto —a quien habría acompañado encantado de no haber conseguido solo un billete para esa misma noche—, supo que el hombre que iba a volver días después no iba a ser el mismo que le decía adiós. Del mismo modo, supo que él iba a quererlo aún más. Tanto como para, quizá, decidirse a decirle la verdad. Y que pasara lo que tuviera que pasar.
San Sebastián
El clamor de las campanas de la Catedral del Buen Pastor anunció que iba a dar comienzo el funeral por un matrimonio muy conocido y querido en la ciudad. Habían sido los directores y socios mayoritarios de Allende & Co, renombrada empresa de servicios informáticos que daba empleo directo a casi treinta personas y a menudo subcontrataba a otras tantas para trabajos más específicos; pero sobre todo habían sido unos padres, vecinos y amigos ejemplares que se habían ganado el corazón de cientos de personas por su calidad humana. Los alrededores estaban atestados de gente que acudía a despedirlos y a dar el pésame a la familia, en especial a la única hija que dejaban atrás.
Julen se apeó del taxi justo en el momento en el que la primera campanada resonaba a lo lejos. Se echó su petate al hombro y echó a correr hacia la puerta principal, abriéndose paso entre la muchedumbre con un único pensamiento en mente: abrazar a Irati antes de que entrara en la iglesia. Bueno, quizá no el único. Esperaba que sus padres y su hermana lo vieran llegar a tiempo. Ya los había decepcionado en otras ocasiones, vivir en Escocia desde hacía diez años no le permitía ver a su familia tan a menudo como quisiera. Pero ellos habían acabado aceptando que ser jugador de rugby profesional en uno de los mejores equipos del mundo era su sueño y no sería nunca feliz si no luchaba por él.
Porque ya lo comprendían, no habían puesto el grito en el cielo cuando no cogió el primer vuelo de vuelta a casa ante la noticia de la desaparición de los Allende. Tenía un partido crucial dos días después. Y confiaba en que los hallaran sanos y salvos. Había pecado de optimista y de poco previsor. Podría haber tenido el vuelo reservado para justo después del partido, por si acaso, y haber pedido permiso para saltarse los entrenamientos de una semana. Eso habría evitado que sucediera lo que había sucedido: su vuelo se había retrasado, había perdido el de escala en París que debería haberlo llevado a Bilbao y había tenido que conseguir uno a Barcelona para después subirse a un autobús hasta San Sebastián y, finalmente, un taxi.
Pero allí estaba por fin y, por suerte, a lo lejos pudo divisar la bonita trenza que lucía la melena castaña de Irati. Apostaba a que había sido la dulce Leyre quien se la había hecho, más que para embellecerla en aquel aciago día, para mimarla del modo que mejor sabía: haciendo magia con sus dedos en el cabello de sus amigas y de quien tuviera la suerte de ponerse en sus manos.
No se lo pensó dos veces, dejó caer el petate a un lado y, aprovechando que nadie le daba la mano ni la abrazaba en ese momento —detalle que por un instante le extrañó, pues había imaginado a las Divinas pegadas como lapas en un momento como aquel y no solo a un paso de ella, como si la custodiaran unos guardaespaldas— cogió a Irati por los hombros, la giró hacia él y la miró a los ojos solo un segundo antes de abrazarla con fuerza comedida pero con total entrega.
—¡Irati! Pensé que no llegaba a tiempo.
Al susurro en el oído le siguió un beso en lo alto de la cabeza, la cual acercó con una mano a su pecho y mantuvo sujeta con gentil firmeza mientras acariciaba la intrincada trenza, larga y suave, perfumada con el característico aroma de aquella mujer a la que conocía de toda la vida, pero en cuya mirada había visto a una extraña. Los ojos color café lo habían observado con sobresalto, pero a la vez sin vida, durante el escaso segundo que sus miradas se habían cruzado. Podía comprenderlo, al igual que la rigidez inicial de su cuerpo ante el repentino asalto e incluso la forma en la que se desmadejó entre sus brazos en cuanto él pronunció unas palabras que le salieron sin tan siquiera pensarlas:
—Lo siento, Irati, lo siento muchísimo. ¡Dios, se me parte el alma!
Tan rápido como ella había parecido perder todas sus fuerzas, de pronto las recuperó y se aferró a su chaqueta por los costados, tanto que Julen pudo sentir las uñas en su carne.
—Los vi, en aquel sótano del hospital, eran ellos. Están muertos. —La oyó susurrar contra su hombro antes de exclamar un desgarrador sollozo—. ¡Mis padres están muertos!
Julen alzó la vista y vio a su hermana llevarse la mano a la boca para contener su propio llanto. Lo miraba de forma peculiar, entre conmovida y extrañada. No fue hasta horas más tarde que supo la razón: Irati no había derramado una sola lágrima desde que habían confirmado lo que tanto temían. Además, no había dicho más de dos palabras seguidas ni había querido que nadie la tocara desde que había salido de la morgue, donde había tenido que acudir a identificar a sus padres.
A duras penas habían conseguido convencerla de que las dejara acompañarla a su casa, hacerla beber una infusión, darse una ducha y acostarse. Sus tres mejores amigas habían sacado la cama nido de su dormitorio y habían pasado la noche con ella como en sus numerosas fiestas de pijamas: Uxue, en su misma cama; Tania y Leyre, en la segunda. Pero Irati no se había dejado abrazar. Que Leyre la peinara había sido la única concesión a cualquier contacto a la mañana siguiente. Y a lo largo del día, no le había dado la mano a ninguna de las personas que se había acercado a saludarla y acompañarla en su duelo. Solo había murmurado un «gracias» casi inaudible y había asentido con la cabeza a cada elogio que le habían regalado al recuerdo de sus padres.
Pero Julen no le había dado la opción de rechazarlo y, con ello, al parecer, Irati se había terminado de romper. Sus ojos por fin derramaron los cientos de lágrimas contenidas y de su pecho salió un hipo de congoja que encogió el corazón de todos los que la rodeaban.
—No. No es así, Irati. Recuerda Los cuentos de Eva Luna. Tú misma lo marcaste en aquel libro de Isabel Allende que insististe en que leyera. Y sé que solo destacas lo que te remueve por dentro —declaró como en un secreto a su oído—. «La muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan. Si puedes recordarme, siempre estaré contigo».
Julen no supo cuán hondo penetraron aquellas palabras en el alma de Irati, lo importante que iba a resultar ser para ella recordar aquel pasaje en aquel preciso momento para poder vivir con su duelo de ahí en adelante. Él solo se concentró en mecerla entre sus brazos y dejó que se desahogara tanto como necesitara.
Alguien instó a los presentes a que fueran entrando al templo. Solo los más allegados esperaron a que Irati reuniera las fuerzas necesarias para despegarse de Julen y ser capaz de tenerse en pie ella sola. Uxue y Tania la flanquearon y, tomándola una por cada brazo, la llevaron hasta la puerta. Leyre las siguió con Óscar, el novio de Irati, cabizbajo a su lado. La madre de Julen se acercó a su hijo y lo besó en la cara repetidas veces mientras su padre recogía su petate y le rodeaba el hombro.
Nadie que necesitara llorar se contuvo de hacerlo durante los siguientes cuarenta minutos. Y después de aquel momento, horas, días, meses, años, Irati Allende salió adelante a su manera, con fuerzas que a veces no sabía de dónde sacaba, y llorando a solas cuando sentía dudas de sus propias convicciones. Preguntándose por qué la vida podía dar unos reveses tan brutales como para partirle a una el alma en dos y dejarla rota.
El día D de Julen Garay
Edimburgo, Escocia
El móvil sonó al fondo del salón y Julen dejó de mirar por la ventana después de más de media hora asomado, esperando ver llegar un coche que llevaba ya demasiado retraso. Corrió a responder, pero la pantalla no anunciaba el nombre de Ewan. Suspiró antes de dejarse caer en el sofá y descolgar la videollamada de su hermana.
—¿Qué te cuentas, Petirroja?
—Hola, Highlander. ¿Tienes un ratito para nosotras?
—Depende. ¿Quiénes sois vosotras y qué queréis de mí?
La primera pregunta era retórica. Daba por hecho, y no se equivocaba, que eran sus inseparables amigas las que la acompañaban, como pudo comprobar en cuanto abrió el plano de la cámara del móvil y vio a las tres chicas saludándolo, sentadas al borde de la cama de Tania. Una de ellas, además, llevaba algo en la mano que le mostró con sonrisa traviesa.
—Irati Allende. ¿Eso no será un libro de mi biblioteca? Enfoca, Tania.
Su hermana obedeció con los ojos en blanco y plantó el móvil delante de su amiga.
—Lo dejaré de nuevo en tu cuarto antes de que vuelvas.
—Recuerda: no quiero pegatinas, ni subrayados, ni anotaciones en los márgenes y menos aún dobleces en las esquinas.
—Solo lo hice una vez, y porque no recordaba que era tuyo. Me había comprado muchos libros ese mes.
—Tendrías que hacerte mirar ese TOC, hermanito —valoró Tania.
—No, a las que maltratáis los libros os deberían multar, que no es lo mismo.
—Exagerado. —Leyre se rio a carcajadas.
—¿Puedo dejarte algún pósit con comentarios si algo me flipa mucho?
—Aún no lo he leído, así que sin spoilers, pero vale.
—Genial. Y quiero feedback, ¿eh?
—¿Alguna vez no te lo he dado? —Algo incómodo por estar teniendo esa conversación delante de las demás, pues era privada entre él e Irati, por mucho que no fuera más que sobre su común afición a la literatura, decidió dejar el tema en aquel punto—. ¿Me has llamado para avisarme de que Irati ha entrado a hurtadillas en mi dormitorio a robarme un libro?
—Es un préstamo —corrigió ella con aire divertido.
—Más te vale —la amenazó él fingiendo ponerse muy serio de pronto y haciéndola reír de nuevo.
Había pasado un año y medio desde la muerte de los padres de Irati. Ella lo había sobrellevado de forma admirable, haciéndose cargo de la empresa con una capacidad asombrosa, dadas las circunstancias. Había contado con notables apoyos, eran muchos los que la querían, y sin duda eso había contribuido. Pero si ella no hubiera tenido una fuerza interior innata, dudaba que hubiera podido lograr todo lo que había alcanzado en ese tiempo a nivel profesional.
Julen le había brindado su apoyo a través de esa afición común. Ya de antes hablaban de novelas y autores, pero solo cuando él estaba en San Sebastián y coincidían en su casa. Tras aquel suceso, había usado nuevas publicaciones o sus últimas lecturas como excusa para mandarle mensajes o llamarla y pasar un rato hablando con ella. Su amistad se había fortalecido, había mutado a algo más personal de lo que habían tenido hasta entonces. Ya no era solo la amiga de su hermana, la hija de unos de los mejores amigos de sus padres, era Irati en sí misma, una mujer con la que podía conversar de cualquier cosa, tal como había hecho con Ewan hasta hacía solo una semana, cuando había ocurrido algo que lo había cambiado todo.
Tal era la confianza y la admiración hacia Irati que Julen había estado tentado de llamarla para pedirle consejo en aquel asunto, tras descartar hablarlo con sus padres o con Tania, aún no sabía muy bien por qué. No solo había pensado que Irati sería la persona idónea por su capacidad analítica para resolver problemas —como directora de una empresa lidiaba con ellos a diario—, sino por su sensibilidad. La que a él le había faltado para hablar con Ewan y hacerlo entrar en razón o al menos hacerle ver la situación desde su posición. ¿Por qué se habían tenido que torcer las cosas de aquella forma?
Al final no la había llamado. Un virus respiratorio lo había tenido en cama desde mediados de semana, motivo por el cual no había acompañado a Ewan ese sábado a visitar a sus padres como tenía previsto, como tantos otros fines de semana desde que eran amigos íntimos y compañeros de piso. El pueblito natal del escocés estaba a dos horas en coche, y allí pasaba Julen también los fines de semana que no tenía partido y que no volvía a su propia casa a ver a su familia.
Pero Ewan no le había creído. Lo había acusado de excusarse en su supuesta gripe para no tener que acompañarlo en esta ocasión. Ya que por mucho que asegurara que todo iba a seguir igual entre ellos, desde que el sábado anterior se había sincerado sobre sus sentimientos por él y, además, se había lanzado a besarlo, nada había vuelto a serlo.
—Te quiero, Julen —le había dicho tras verlo dejar caer un par de lágrimas al finalizar un película muy dura sobre la Segunda Guerra Mundial que habían echado en la tele esa tarde—. Estoy enamorado de ti.
Julen se había quedado mudo, completamente estupefacto, pues a pesar de conocer su preferencia por los hombres y no tener el menor problema con ello, jamás se habría imaginado que pudiera albergar esos sentimientos por él. Por eso, cuando Ewan le rodeó el rostro con las manos y lo besó con suma suavidad, no pudo ni moverse. Solo la caricia de su lengua sobre sus labios lo hizo reaccionar y apartarlo de sí con ambas manos, con firmeza pero lo más gentilmente que pudo.
—Yo también te quiero, Ewan, pero no de esa manera. Para mí eres como Tania, eres el hermano varón que me faltaba. ¡Si hasta eres pelirrojo como ella! —Trató de quitarle hierro al asunto con aquella broma—. No puedo verte de otra forma.
—Con Tania compartes sangre, has compartido tu infancia. Conmigo no. No puedo ser tu hermano. Tengo que ser o