Nota al lector
Este libro trata del mes de noviembre de 1942, el periodo que marcó el punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial: al comienzo de dicho mes, eran muchos los que creían que los poderes del Eje iban a salir vencedores; al terminar, era evidente que su derrota era solo una cuestión de tiempo. Sin embargo, no es esta una obra que pretenda describir qué fue la guerra durante aquellas cuatro semanas críticas —circunstancias, planes, transcurso y consecuencias—, sino más bien una que trata un poco de cómo fue.
En cierto modo, un fenómeno como la Segunda Guerra Mundial siempre se nos va a escapar. En gran parte es una cuestión de magnitud. Casi habla por sí solo: un conflicto que se alargó tanto tiempo, que se extendió por tanto territorio en el mundo, que causó tanta destrucción y se cobró tantas vidas es imposible de abarcar en su totalidad. Además, se desconocen todavía muchos aspectos de los hechos, pues tuvieron lugar cosas tan repulsivas que nuestra capacidad de comprensión, nuestros valores e incluso nuestras palabras resultan insuficientes. Y a eso se le añade una complicación adicional. Primo Levi escribe que «los que vieron el rostro de la Gorgona no regresaron, o regresaron mudos». Mi impresión, después de todos estos años conociendo a muchas personas que estuvieron presentes, es que todas cargaban con secretos, reprimidos o callados, y que estos secretos murieron con ellas.
Pero que lo sucedido resulte imposible de comprender no es argumento para no intentar explicarlo. Más bien al contrario. Hay que hacer un esfuerzo, tanto por nosotros mismos como por todos aquellos que perecieron en esa catástrofe. Este libro representa esa clase de intento. Puedo justificar su existencia alegando que pretende hacerlo de una manera distinta. A diferencia de otras obras, esta carece de marco general, busca evitar lo que Paul Fussell llamó «the adventure-story model», el modelo de relato de aventuras, que atribuye «una causa y un propósito claros, y en general nobles, a sucesos accidentales o denigrantes». Igual que mi obra anterior sobre la Primera Guerra Mundial, tiene la forma de un trenzado de biografías. Y también en esta ocasión ocupa una posición central el individuo, sus experiencias y, cuando menos, sus sentimientos, todo eso que quizá se pueda encontrar en las notas a pie de página o que a veces aparece como una pincelada fugaz en el denso flujo del relato principal, pero que por lo general no se observa en absoluto. Y si el lector se pregunta qué es lo que he añadido a estas descripciones a menudo indiscretas, la respuesta es simple: nada. Las fuentes que he empleado son ya lo bastante ricas por sí solas.
Esta forma resulta experimental en el género historiográfico, pero nace de la idea de que la complejidad de los acontecimientos se refleja con mayor claridad desde la mirada individual. Hay una oscura paradoja en ello. Muchos de los que fueron a la Primera Guerra Mundial estaban motivados por un idealismo que carecía de anclajes en la realidad: luchaban por fantasías. En la Segunda Guerra Mundial este idealismo apenas existía, aun habiendo esta vez muchísimo más en juego. Esto generó una singular tensión entre lo que la guerra perseguía y la manera en que se vivió, entre sus elevadas aspiraciones y una realidad que no pocas veces era, tal y como escribiría más adelante el premio nobel John Steinbeck al tratar de resumir sus propias experiencias, un «caos loco e histérico».
Al mismo tiempo, no todo fue de esa manera, sin duda. Sabemos que, realmente, supuso una batalla entre la civilización y la barbarie, y que en noviembre de 1942 esa lucha alcanzó su cénit. Probablemente, gran parte de los implicados lo comprendieron ya entonces. Era evidente qué víctimas se cobraría. Dar por sentado el resultado de esa lucha es un error, no solo porque convierte a las víctimas en una suerte de tecnicismo histórico, sino también porque transforma algo que en aquel momento era una catástrofe humana desconocida, impredecible y opaca en una épica emocionante pero inofensiva. Además, puede alimentar la peligrosa ilusión de que todo aquello no podría repetirse de nuevo a día de hoy, incluso con el resultado opuesto.
Uppsala, una mañana nublada de marzo de 2022
P. E.
Soñábamos en las noches feroces
sueños densos y violentos
soñados con el alma y con el cuerpo:
volver, comer, contar lo sucedido.
Hasta que se oía breve, sofocada
la orden del amanecer:
«Wstawać»;
y el corazón se nos hacía pedazos.
Ahora hemos vuelto a casa,
tenemos el vientre ahíto,
hemos terminado de contar nuestra historia.
Ya es hora. Pronto escucharemos de nuevo
la orden extranjera:
«Wstawać».
PRIMO LEVI*
Dramatis personae
Mansur Abdulin, soldado raso en las afueras de Stalingrado, 19 años.
Ursula Blomberg, refugiada en Shanghái, 12 años.*
John Amery, fascista y desertor en Berlín, 30 años.
Vera Brittain, escritora y pacifista en Londres, 48 años.
Hélène Berr, estudiante universitaria en París, 21 años.
John Bushby, artillero en un bombardero Lancaster, 22 años.*
Paolo Caccia Dominioni, mayor de paracaidistas en África del Norte, 46 años.
Edward «Weary» Dunlop, médico militar y prisionero de guerra en Java, 35 años.
Albert Camus, escritor de Argelia, ahora en Le Panelier, 29 años.
Danuta Fijalkowska, refugiada y madre de una criatura en Międzyrzec Podlaski, 20 años.
Keith Douglas, teniente tanquista en África del Norte, 22 años.
Lidia Ginzburg, profesora de universidad en Leningrado, 40 años.
Vasili Grossman, reportero del Krasnaja Zvezda en Stalingrado, 36 años.
Vera Inber, poeta y periodista en Leningrado, 52 años.
Tameichi Hara, comandante de destructor frente
a Guadalcanal, 42 años.
Ernst Jünger, capitán del ejército y literato, de camino al frente oriental, 47 años.
Albert Holl, teniente de infantería en Stalingrado, 23 años.
Ursula von Kardorff, periodista en Berlín, 31 años.
Nella Last, ama de casa en Barrow-in-Furness, 53 años.
Nikolai Obrinba, partisano en Bielorrusia, 29 años.
John McEniry, piloto de bombardero en picado en Guadalcanal, 24 años.
John Parris, periodista que cubre el desembarco en Argelia,