La naturaleza insurgente
Zumbido entre robles,
Pena de lo invisible
Por no ser visto.
La primera telaraña
Caza la gota
Donde tiembla el alba.
Lloran en la ceniza
Los ojos saltones
Del árbol que trasciende.
El rencor apóstata
De los tractores
En las granjas abandonadas.
En la tierra escondida,
Las palabras excavan
Boca arriba.
¿Oyes en los peldaños de la luz
La pierna de palo
De la memoria lisiada?
La luna llena
Anda a la búsqueda
De ruinas inéditas.
Extraña palabra
Que se dejó escribir
Sin sentir miedo.
En la tierra escondida
Se habla una lengua
Que llueve con los pies
descalzos.
(De A boca da terra / La boca de la tierra)
¿Realismo mágico? ¡Punkismo mágico!
De hablar, hablaré con la tierra.
Mohicania (1986)
En el medioambiente de la orilla. Al borde del acantilado. Donde las palabras todavía quieren decir y no dominar, como seres de una naturaleza salvaje, donde la vida tiembla de miedo, asombro o risa.
Ahí es donde escribo.
Un lugar físico y mental. Entre el río Lethes, el río del olvido, y el Finis Terrae, algo tiene que pasar. Esas antiguas coordenadas de Galicia pueden verse como una metáfora del mundo. Si estás atento, alerta, la vida tiene vocación de cuento. Un punto cero, un lugar psicogeográfico donde avistar la destrucción de lo real, los horizontes enfermos, pero también un buen lugar donde retomar, como un murmullo que atraviesa los tiempos, la tradición heterodoxa de escuchar a la naturaleza. De correctione rusticorum o Pro castigatione rusticorum fue, en el siglo VI, el primer sermón que tuvo como destinatarios a los habitantes de la antigua Galicia. En realidad, se puede decir que el apodíctico sermón era, a la vez, un correctivo a la gente y una desautorización a la naturaleza, pues venía a decir: «No es cierto que hablen las fuentes, ni las piedras ni los árboles». Pero, a lo largo del tiempo, de una u otra manera, en la oralidad popular o en la escrita, la conversación prohibida continuó en la literatura de la naturaleza. Esa resistencia ante la palabra de orden es, por decirlo así, un trabajo de la imaginación de la tierra. La literatura de la naturaleza, allí donde todo habla, es una manera de descolonizar la imaginación. La imaginación, frente a tanto estupefaciente, no es un medio de fuga, sino de ir más allá en la realidad, de traspasar la apariencia y las convenciones establecidas. Es un error frecuente contraponer la imaginación a la realidad. «Escribiré mi informe como si contara una historia —dice Ursula K. Le Guin al comienzo de La mano izquierda de la oscuridad—, pues me enseñaron desde niña que la verdad nace de la imaginación».
En la orilla, como en el andar simultáneo del vagabundo de Chaplin, las palabras caminan con la saudade de lo desaparecido y con la excitación creativa, la pulsión del asombro de descubrir lo que no se ve, porque está oculto, se esconde o no está «bien visto». Dejan huellas boquiabiertas en los arenales del Oeste. Desde el acantilado, la mirada se encarama a la línea del horizonte, donde lo visible custodia lo invisible.
Muchos personajes de las obras contenidas en La tierra oculta viven o cuentan historias para limpiar el miedo. Esta de luchar contra el miedo, el miedo al abandono, en especial, es una razón de ser de la literatura que atraviesa los tiempos y la hace cada vez más necesaria. Uno de los miedos contemporáneos más extendidos es el síndrome llamado FOMO (Fear of Missing Out). El miedo a quedarse fuera de juego. ¿Qué es lo que queda fuera? Como escribió Guy Debord, «lo más importante es lo más oculto». Y lo más importante que está ocurriendo es eso que se queda fuera, lo más oculto: la destrucción del mundo real, de la tierra, en una guerra de codicia y esquilme que también arrastra a la humanidad más vulnerable.
La orilla es un buen lugar para divisar otra orilla, para oír otras voces. Como mover un dial de una vieja radio en la noche. La primera herramienta de la literatura es la escucha. Escuchar es desafiar a la palabra de orden, al temor semántico. Ese movimiento tan sencillo, esa leve inclinación rompe la terrible fractura entre el pensar y el sentir. Oír a la gente, sí, y también a la tierra. A la manera que recomienda Lawrence Ferlinghetti en su Poesía como arte insurgente: «Pon tu oído en el suelo y escucha el giro agitado de la tierra, la sobrecarga del mar y los lamentos de los animales moribundos».
Escribo en la orilla. Reivindico un «realismo orillero». En gran parte de América Latina, orillero tiene el significado de «arrabalero». Para mí es el hábitat originario de la literatura. ¿Desde dónde escribir si no? Desde la orilla, el cantil, el margen, lo lateral, lo excéntrico. El paso que se abre en la intemperie, campo a través. Intentando traspasar el límite convencional, con la mirada y con la expresión. El mundo de hoy puede verse como un gran arrabal, un gran espacio fronterizo, en convulsión, donde el borde es una primera línea de riesgo, pero también la posibilidad de la aventura.
Un joven Borges, cuando sintió el desamor, habló de los «crepúsculos desesperados». También la tierra percibe el desamor. Todos los crepúsculos, como los escenarios fotográficos de la belleza típica, tienen ahora algo de desesperado. Ya no se puede escribir en el «manuscrito de la tierra» sin expresar esa desesperación.
Un millón de vacas (1989), Los comedores de patatas (1991), En salvaje compañía (1994) y la antología de relatos posteriores que lleva por título Los habitantes de la dificultad fueron surgiendo a la manera de círculos concéntricos. Un texto de textos, enlazados por ese sendero campo a través. Para esta nueva edición, he vuelto a andar el sendero. Así, en especial, en varios relatos de Un millón de vacas («El Sir», «Uno de esos tipos que viene de lejos», «El artista de provincias»), y en la novela Los comedores de patatas. La revisión puede convertirse en una reescritura obsesiva. En este caso, fue un proceso que viví de forma natural: abrir pasos y desvíos que estaban allí en potencia, en los propios textos. La antología de Los habitantes de la dificultad se abre con el relato «La vieja reina alza el vuelo» (de Ella, maldita alma), el duelo interminable de dos sagas familiares por la «propiedad» de un enjambre, y se cierra con el inédito en castellano «Los Ángeles Operantes», con la trama de un killer robot que vive la experiencia de un soldado acusado de traición.
Todas las historias reunidas en La tierra oculta tienen en común el fondo de un mundo en convulsión, a punto de romperse en añicos, una «derrota de la humanidad» que John Berger ilustró con el infierno pintado por El Bosco en su Tríptico del milenio: «Hay una especie de delirio espacial». Vivimos una época Mayday, de emergencia planetaria, mientras los viajeros del nuevo Titanic compiten por ocupar los mejores camarotes. Son los personajes orilleros, humanos y animales, los seres menudos y las palabras que polinizan el lenguaje, quienes mejor detectan la impaciente depredación, la velocidad de la codicia y una aceleración destructiva enmascarada como progreso.
No hay en La tierra oculta una idealización del mundo rural ni una visión costumbrista. Entiendo la literatura de la naturaleza como una vanguardia incesante. Allí donde todo se pone en vilo, donde todo habla. Sin estereotipos, con contradicciones. Donde el trazo más importante es el matiz. Los personajes, en muchos casos, luchan consigo mismos. La literatura no nace como palabra de orden. Al contrario. El punto de arranque es el desequilibrio, una insurgencia de las palabras, la necesidad de limpiar el miedo para seguir existiendo. Y la pulsión creativa, erótica, de mantener la libertad en el cuerpo del lenguaje y un vínculo del desamparo frente al vacío, el silencio, la indiferencia o la extinción.
Philip Rahv, al hablar de la literatura norteamericana de mediados del XIX, distinguió entre la literatura «piel roja» y la «rostro pálido». No existía ni existe en nuestro ámbito esa taxonomía. Las primeras obras que hoy componen La tierra oculta fueron clasificadas como una rama autóctona del «realismo mágico». Los libros, claro, no estaban conformes. Y un amigo, Xurxo Souto, acudió con precisión irónica en su ayuda: «¿Realismo mágico? No, señor. ¡Punkismo mágico!». Y ahí están, custodiados por Toimil, el cuervo poeta que grazna orillero: «¡A contraviento!».
MANUEL RIVAS
Un millón de vacas
El paraíso inquieto
Y ahora, noche, vete,
Busca tres jóvenes más en la aldea
Y traed a los hombros
El sarcófago de la luna,
Mientras relinchan
En la tierra que se esconde
Los colores insumisos de los caballos.
Primer amor
Gaby, Gabriela, es mayor que yo. Creo que mucho mayor. Me lleva, por lo menos, dos años. Después de tanto tiempo, no esperaba encontrarla en la aldea, en Aita, pero allí estaba, sentada lánguidamente en la bancada de piedra de los Brandariz, entre dos tiestos de geranios.
—Hola.
—Hola.
—¿Qué tal?
—Bien. ¿Y tú?
—Bien. Muy bien. Bueno, fatal.
En realidad, era mucho mayor que yo. Tres años, quizá.
—Estás muy delgada.
—Tú también estás muy delgado.
Llevaba una falda larga y tenía los pies desnudos. Eran unos pies grandes, de hombre.
—Estuviste fuera.
—Sí.
—A lo mejor yo también me marcho.
—¿Ah, sí?
—Sí. Voy a marcharme. Estoy pensando en hacer un viaje. Pero muy lejos, ¿sabes? A Australia o a un sitio de esos —digo yo.
—Sería fabuloso.
—Sí, casi seguro que me voy a Australia. Un amigo mío tiene allí a sus padres. Se hizo radioaficionado y habla con ellos por la noche.
—Yo estuve en Barcelona, ¿sabes? Viví con gente y tal.
—Ah, Barcelona, claro. Nunca he hecho un viaje, ¿sabes? Me gustaría hacer algo importante. Australia, o algo así.
—Debe de ser alucinante. Tan lejos.
—Mi amigo dice que si hiciéramos desde aquí un agujero que atravesara toda la Tierra, saldríamos en Australia. ¿Qué tal en Barcelona?
—Bien. Bueno, regular. Mal.
—Mi amigo me regaló un reloj. Te despierta con la música de Cumpleaños feliz. Happy birthday to you. También tiene la hora de Tokio, y de Londres, y de Nueva York. Y puedes anotar teléfonos y guardarlos. Es como un ordenador. Mira, mira, fíjate.
—¡Qué bien, es fantástico!
En el reloj, parpadeaban los segundos. De repente, ella dijo:
—¿Sabes? Yo tengo una hija.
—¿Una hija?
—Sí, ¿quieres verla?
Y me invitó a pasar, sonriendo, como si le doliera sonreír.
Que no quede nada
Había jurado no comprarle jamás un arma de juguete al niño.
Había pertenecido a Greenpeace, aún cotizaba con un recibo anual, y sentía una simpática nostalgia cuando veía en la televisión una marcha pacifista desafiando la prohibición de internarse en el desierto de Nevada, donde los ingenieros nucleares se extasiaban sembrando en los cráteres hongos monstruosos. Su trabajo de representante comercial lo absorbía totalmente. También se había casado. Y había tenido un hijo.
—¿Un hijo? —le preguntó Nicolás con ojos de espanto. Era un antiguo compañero de inquietudes, con el que acababa de encontrarse en el aeropuerto.
—Pues sí —había dicho él, sintiéndose algo incómodo.
Nunca pensó que estas cosas hubiera que explicarlas. Uno tiene un hijo, y ya está.
—No, ¿sabes?, si lo digo es por la valentía que supone. Creo que hay que ser valeroso para tener un hijo. Yo no sería capaz de tomar una decisión así. Me daría vértigo.
En realidad, nunca había pensado en el significado de tener un hijo. Se había casado porque le apeteció y había tenido un hijo por lo mismo. Pero Nicolás no dejaba de mirarlo como un confesor atormentado por los pecados ajenos.
—¿Sabes? Creo que hay que tomarlo sobre todo como un hecho biológico, sin darle muchas vueltas trascendentes. Es como asumir nuestra condición animal. Un hijo hace que te sientas bien, así, como un animal. Recuperamos nuestra animalidad como condición positiva.
Nicolás se rio. Al fin y al cabo, era biólogo.
—No sé. Para mí es como si decidierais convertiros por un instante en Dios. Traer a alguien a este mundo debe de ser hermoso, pero… es también tan terrible. No sé.
—¿Terrible? ¿Por qué?
—De una terrible inconsciencia.
—Bueno… Él se despierta a menudo por la noche. Nos llama y vuelve a quedarse dormido. Así, varias veces cada noche. Puedes ser un dios, pero un dios hecho polvo. Él, hostias…, duerme cuando quiere.
Ahora se rieron los dos.
—¿Le cuentas cuentos?
—No veas. Le llevo contados miles. Bueno, cuando estoy. Ya sabes, ando de aquí para allá, con este maldito trabajo. Hay noches en que le cuento tres o cuatro, y me quedo dormido antes que él.
—¿Cómo son? ¿Qué es lo que le cuentas? —preguntó, divertido, Nicolás.
—Buff. Sobre todo de animales. Le encantan los cuentos de animales. Animales que tienen hijos, y vienen los cazadores, y todo eso. Procuro que el lobo sea bueno, pero no siempre —y dijo esto con un guiño también divertido.
—Me gustaría verlo alguna vez —dijo Nicolás, cuando ya se despedían.
El amigo hizo una última señal de adiós tras la puerta de cristal, y él se dirigió a una de las tiendas del aeropuerto. Siempre llevaba algún regalo para el niño. No había mucho donde elegir. El mayor surtido era de imitación de armas de fuego. Las había de todas clases. El colt vaquero, una pistola de agente especial con silenciador, un rifle de mira telescópica, una ametralladora de rayos láser. Y luego estaba toda la artillería, y los blindados, y los hipnóticos cacharros bélicos de la guerra de las galaxias. Los evitó con un ademán de repugnancia, y finalmente eligió un pequeño paraguas de tela plástica transparente y con pegatinas de animales fantásticos. Unicornios y compañía.
Cuando llegó a casa, el niño estaba durmiendo.
—Le traje esto —dijo él con una sonrisa.
—Es bonito —dijo la mujer.
Por la mañana, el niño preguntó: ¿Vas a trabajar? Él contestó con pena que sí y el hijo lo miró con enojo, a punto de llorar.
—Te he traído una cosa —dijo él saltando de la cama. El niño se calló y esperó expectante a que desenvolviera el regalo.
—Mira, tiene dibujos de Snoopy —dijo satisfecho, alargando el paragüitas.
El niño miró el regalo, le dio vueltas para ver todos los animales, y parecía contento.
Antes de marcharse, le dio un beso y le acarició la cabeza. Cuando iba a abrir la puerta, oyó que el hijo lo llamaba. Se volvió y lo vio allí, con una pierna adelantada y el paraguas apoyado en el hombro con perfecto estilo de tirador.
—¡Pum! Estás muerto, papá.
Mi primo, el robot gigante
Me subía a sus espaldas y cogía cerezas.
A veces me preguntaba si Dombodán no sería un robot comprado por la tía Gala en algún mercadillo de rebajas. Un robot de esos viejos que el tiempo va haciendo humanos, como hace humanos a los árboles, a los animales de casa, a la radio con caja de madera, que habla ronca en el desván, o al televisor que también hace de peana para un santo. Pero Dombodán, según el secreto compartido por la familia y por el resto del mundo, era un hijo que la tía tuvo de soltera.
Aun así, cuando me tenía sobre los hombros, allá en lo alto, casi besando los frutos rojos del verano, yo le tiraba de las orejas con la secreta esperanza de que mostrase un haz de cables pequeñito, de colores diferentes, como esos que tienen los juguetes eléctricos destripados. En ese momento, a Dombodán le hervían las orejas y eso era para mí la señal de que los circuitos ocultos estaban a punto de reventar. Y, ciertamente, lo estaban. Me dejaba caer al suelo de pronto, como a un saco molesto, se quejaba como un perro herido y se echaba las manos a las orejas.
Nada más. Nunca reaccionaba con violencia. Únicamente se desentendía de mí y yo aterrizaba en el suelo desde la altura de sus espaldas, que era tanto como caer del cielo. La estúpida docilidad del primo gigante no hacía más que confirmar mis sospechas de que Dombodán, en realidad, era un robot. A la siguiente oportunidad, después de hartarme de cerezas, volvía con renovada fuerza a los tirones de orejas, convencido de que esta vez descubriría fácilmente los disimulados mecanismos que accionaban la inteligencia artificial de Dombodán. Siempre en vano.
En casa había pilas eléctricas, guardadas en un rincón del chinero, entre aspirinas y esquelas recortadas del diario. Era un hecho por lo demás normal, pero que en mi lógica no cuadraba. Me fijé en todos los aparatos electrodomésticos de la hacienda del abuelo y ninguno requería, según mis investigaciones, pilas de aquel voltaje. A la hora de comer, entre bocado y bocado, observaba con sigilo a Dombodán. La tía Gala cuidaba sospechosamente su dieta. No podía probar huevos fritos con patatas —algo incomprensible para mí, que los tenía por plato preferido—, le estaba prohibida la carne de cerdo —alimento obligado de los demás mayores—, y lo alejaba de los dulces como si fuesen comida del diablo. Mi extrañeza iba en aumento, pues ya me dirán cómo se puede sostener un cuerpo de gigante con caldo de gallina. En los postres, la tía se acercaba a Dombodán con un frasco del color que tienen los cristales ahumados, y le daba una cucharada de un líquido aceitoso, de aspecto repugnante, que el gigante aceptaba de buen grado. Evidentemente, cavilaba yo, se trataba de una sustancia para engrasar circuitos. Y funcionaba. Dombodán saltaba el primero de la mesa, se ponía a trabajar en las labores más fatigosas, y no tenía la maldita obligación de dormir la siesta.
Todos mis sentidos estaban alerta, en aquellos veranos de la infancia, ante el comportamiento de Dombodán. Jamás hablaba, pero supe que no era completamente mudo, pues, según mi madre, en ocasiones sonadas decía cosas ininteligibles, propias evidentemente de marcianos. ¿Qué cosas? Cosas raras, dijo mi madre. Mis esfuerzos por ampliar la información no lograron éxito. Pregunté a otros de la familia y me di cuenta de que todos rehuían el tema. Solo un tío mío, sevillano, casado con una hermana de mamá y de la tía Gala, me contó que Dombodán había dicho un día correctamente la expresión Pi-Pi. Después de la confidencia, se echó a reír, pero para mí aquel era un dato de la máxima importancia. ¿Qué otra cosa coloquial podía decir un robot?
No le quitaba el ojo de encima. Me fui dando cuenta de que su principal contacto en este mundo era el abuelo, quien mantenía a distancia al resto de los nietos, yo entre ellos, por no hablar del resto de la familia, a la que parecía odiar sin disimulo. El abuelo Manuel estaba totalmente sordo y tenía un bastón tallado que hacía girar constantemente, razones suficientes las dos para vivir en un universo propio e inaccesible. Solo Dombodán salvaba sin permiso aquella barrera de malhumor.
El abuelo no oía, o eso aparentaba, pero con Dombodán hablaba por los codos. Solo se le escuchaba a él, con preguntas y respuestas, mientras Dombodán miraba con atención y asentía, como quien comparte una sabiduría extraña. Un día le habló de la guerra —asunto que encendía el ánimo de los mayores y que estaba prohibido en las tertulias— y le contó que él sabía desde mucho antes que todo aquello iba a suceder, pues en una mañana de invierno vio pelear en un camino a dos pájaros desconocidos, con colores chillones y ojos sanguinarios. Dombodán decía que sí con la cabeza y yo, en mi escondite, me preguntaba cómo podía compartir un mozo, por muy gigante que fuese, semejante visión de viejo loco.
Un momento importante en mis investigaciones era el de la hora de acostarnos. A los más pequeños nos ponían el pijama, nos hacían rezar el «Ángel de la Guarda», y luego nos mandaban a dormir con miedos que desautorizaban al mismísimo Ángel protector. Yo, bajo las sábanas, permanecía al acecho. Una de aquellas noches me deslicé con el sigilo de un indio y esperé el momento decisivo en que Dombodán sería desnudado, convencido de que iba a descubrir un muñeco articulado al que le quitaban las pilas para dormir. Pero entonces sucedió algo muy extraño. El gigante se limitó a descalzarse las botas y se dejó caer en la cama con la ropa puesta. Para mayor misterio, debajo de su cama no había orinal y si esto era así, podía ser porque Dombodán no meaba. Luego llegó la tía Gala y lo fue desnudando lentamente, como quien trata con un muñeco. También ella se quitó la ropa y luego lo acarició, lo acarició dulcemente, de arriba abajo, de una manera que me dio envidia.
Había un día a comienzos de septiembre en el que siempre llovía. Encendían por primera vez la chimenea, y el abuelo, sin decir nada, con su bastón giratorio como el de Charlot, se sentaba en el rincón más próximo a la lumbre, dispuesto a hibernar hasta la primavera. Toda la familia de paso, nosotros, los veraneantes, recogía el equipaje, guardaba los frutos con que nos obsequiaba la tía Gala y el automóvil ponía rumbo hacia la ciudad. Dombodán parecía triste, los circuitos oxidados, el cuerpo todo apoyado en la nariz pegada al cristal de la ventana que mira alejarse la carretera.
El navegante solitario
Desde el ventanal del Singapore, el hombre del pelo rojo había seguido los estertores de la tormenta. En su convulsión desasosegada, el mar vomitó sobre el arenal una frontera de desperdicios, viscoso engrudo de algas, erizos apátridas, crustáceos desahuciados, y aún más, un ferial de cuerpos extraños, envases con caligramas de calaveras melancólicas, mandíbulas errantes, leños como gárgolas, cuerdas deshilachadas, máquinas con dientes cariados, zapatos desparejados y un esqueleto de reloj. El navegante hizo un gesto de alivio. El vetusto balandro, el del mástil negro, había soportado el embate de las olas airadas al pairo del pequeño muelle de pescadores.
Volvía, triunfante, el sol, y el océano brillaba hasta la línea del horizonte como el lomo de un pez colosal. También asomaba la gente. Un viejo entreabrió furtivamente la puerta, pareció dudar, entró por fin y echó una moneda en la ranura de la máquina tragaperras. Maldijo entre dientes. Le dio un golpe lateral con la palma de la mano y se fue.
El bar Singapore estaba atendido por un hombre gordo, cuarentón, que de vez en cuando desaparecía en la cocina y entonces se le oía gritar. Se oían también voces de mujer. Un niño subía por el interior de la barra, apoyándose en cajas de refrescos. Consiguió ponerse a la altura del extranjero y le dijo que su padre sabía hacer carros en miniatura arrastrados por moscas y también por mariposas, aunque añadió que esto último era más difícil. El chiquillo enseñó los brazos llenos de rasguños y pequeños cardenales. Había ido a buscar nidos y encontró dos, no sabía de qué pájaros, pero los huevos tenían pintas azules y los aplastó allí mismo, junto al embarcadero. Su padre lo mandó bajar del mostrador y, sin darle tiempo a obedecer, le pegó en la cabeza. El chiquillo solo apretó los labios, bajó, y escupió en el serrín.
—Soy fuerte —dijo mirando al navegante, y volvió a mostrar las heridas de los zarzales.
El gordo le dio otro palmetazo en la cabeza, esta vez con más contundencia. El niño mantuvo los ojos abiertos hacia el visitante. Se fue poniendo colorado. Iba a llorar y trataba de evitarlo. Las lágrimas, desbordantes, lo traicionaron. También el aire, que se le agolpaba en el pecho. Sollozó. El padre se fue al otro extremo de la barra, cogió una escoba y con el mango encendió el televisor. El niño se fue a una mesa del fondo y ocultó el rostro entre los brazos. La madre salió de la cocina y le gritó.
—Diablo, que eres un diablo: ¿se puede saber por qué estás llorando?
En la pantalla aparecieron imágenes de campesinas orientales huyendo entre soldados que a veces saludaban a la cámara. En ocasiones se iba el color y las escenas se veían en blanco y negro. El hombre grueso anduvo hurgando con el extremo de la escoba en los mandos del aparato, pero el color se perdió definitivamente. Se veían inmensas plantaciones de arroz sobrevoladas por helicópteros que proyectaban su sombra sobre los campos. El niño había dejado de llorar y miraba entre la reja de sus brazos al visitante. Tenía un tatuaje que lo fascinaba.
El padre hizo un ademán enérgico al niño para que volviese a su lado. Lo levantó a pulso y lo acercó al televisor. El niño manipuló en las ruedas hasta que enderezó la imagen y volvió el color. El hombre gordo sonrió. Bajó al chiquillo al suelo, le revolvió el pelo y le dio una palmada cariñosa. La madre miraba desde la puerta de la cocina.
—Te he dicho que no le pegues al niño en la cabeza. Dale en el culo si quieres.
El hombre ni la miró. Fuera, sonaba una música. El navegante desvió la mirada hacia el ventanal. Un grupo de muchachos se había sentado en la barca varada. Tenían en la proa un radiocasete de gran tamaño. Todos eran varones menos una chica con una cresta de colores chillones. El dueño del bar Singapore escupió en el serrín.
—Drogadictos. Van y vienen. Se drogan.
Cogió de nuevo la escoba y subió el volumen del televisor. El noticiario daba ahora los resultados del fútbol. Los clientes que jugaban a las cartas atendieron por primera vez. El hombre del bar se animó. Parecía estar contento con los resultados e hizo un gesto de victoria al extranjero.
—También yo jugar fútbol —dijo, vocalizando lentamente y en voz alta—. No era malo, no. Eso decían. Yo creo que era bueno. Era bueno. Sí, era bueno.
Lo repitió varias veces hasta que el navegante de pelo rojo asintió, como quien comparte al fin aquella memoria gloriosa. El tabernero indicó los trofeos de los estantes, entre botellas de licor, con el metal mohoso. Descolgó una fotografía, le limpió el polvo con el revés de la mano, la miró satisfecho y luego se la mostró al extranjero. El retrato era de un mozo de unos veinte años, de aspecto robusto y atlético. Apoyaba el pie derecho en el balón. Vestía pantalón azul, camisola blanquiazul y medias azules con reborde blanco. Tenía el pelo largo y recogido con una cinta. Sonreía.
—Vaya pinta, ¿eh?
Volvió a colgar la foto procurando que coincidiera con el rectángulo de polvo de la pared. El extranjero se mantuvo impasible y eso pareció fastidiarlo. Señaló de nuevo el retrato del futbolista.
—Era yo. Ser yo. Yo fui campeón. Y míster. También míster. Dos años de míster. Yo cansarme. Pero, fíjese, ese era yo. Ser yo.
Se llevó el mondadientes a la boca y esperó inútilmente un comentario, una pregunta.
—Mierda. Ese era yo.
El hombre se fue rezongando a atender a otros clientes. Los recién llegados pidieron una botella de champán y el tabernero también se sirvió.
—¡Invita la casa!
El aspecto de los del grupo era distinto del de los demás paisanos. Vestían cazadoras de cuero y el de la voz cantante llevaba la camisa desabrochada hasta mostrar un gran crucifijo dorado sobre el pecho peludo. Hablaban de mujeres.
—Os digo que aquella lancha necesitaba cinco o seis motores. Yo solo pude meter dos.
Se rieron a carcajadas.
—Pero, Paco, ¿solo dos?
—¿Y qué queríais, hostia? Iba cargado de alcohol, y la noche antes sin dormir. Pero os digo que pedía cinco motores. A vosotros se os va a oxidar. Hacedme caso. Un fin de semana dejamos a las mujeres, que se vayan con los críos por ahí, y aprendéis a atracar bien de proa y de popa.
La puerta del Singapore se abrió de nuevo. Un tipo de bigote y fuerte complexión se acercó a la barra y llamó al patrón con voz suficientemente alta como para que el grupo de las cazadoras guardara silencio.
—Me envía el Holandés. Vengo por el trabajo de saneamiento de la ría.
El dueño del bar lo miró detenidamente. Salió del mostrador e hizo una seña para que lo siguiera. Corrió una cortina y lo invitó a sentarse en el reservado. Volvió a su sitio en la barra y los del grupo marcharon a reunirse con el recién llegado.
En la pantalla aparecían ahora imágenes de los preparativos de una exposición artística al aire libre, en una plaza enlosada, rodeada de fachadas de aspecto monumental. Las grúas movían grandes esculturas de piedra y metal. Nadie miraba. Solo un viejo levantó la vista sobre el abanico de cartas cuando las máquinas izaron una pieza de granito semejante a una muela de molino pero con el cráneo de una vaca encajado en el centro. El viejo llamó la atención al resto de los jugadores.
—Bobadas —sentenció uno. Y reanudaron la partida.
Valiéndose de un bichero, el dueño del Singapore intentaba ahora cambiar de canal. Buscó al chiquillo con la mirada, pero había desaparecido. Lo reclamaron unos clientes y apoyó la vara en un rincón. En la pantalla hablaba un barbudo de aire fatigado y melancólico. Se refería a la muerte de una cultura. Puso como ejemplo las estrellas fugaces que desaparecen una noche en unos segundos después de dar luz miles de años en la bóveda celeste. De pronto, el vacío. El patrón del Singapore había recuperado su puesto de mando, se acarició la barriga con la mano izquierda y apuntó con el bichero, esta vez atinadamente. En la pantalla apareció una escena de temporal marítimo. Todo era enormemente familiar. Hablaban de la costa, de esta costa. Varias embarcaciones iban a la deriva, aunque, según el portavoz de Protección Civil, todo estaba ya bajo control. Había habido víctimas, entre ellas un navegante solitario. La noticia se ilustró con la imagen de su nave hecha añicos contra los escollos, vencido el mástil negro. Y luego las cámaras mostraron su cuerpo náufrago, sin vida, llevado por la cabalgadura del mar hasta la playa. Se trataba de un joven de pelo rojo, con el tatuaje de una tortuga.
Allí estaba, acodado en la barra del Singapore. Con una señal, pidió otra cerveza. Lejos de servirlo, el tabernero continuó mirándolo fijamente. Se llevó una mano a la oreja, hizo girar el palillo con los labios y escupió en el serrín.
—Ese de la televisión era usted.
El extranjero asintió.
—Por lo visto, está usted muerto.
El visitante le dio la razón con un gesto.
—¿Afirmativo?
Asintió de nuevo.
El niño estaba ante el ventanal, dibujando con los dedos en el vaho. El padre lo llamó a gritos para que se acercara y lo subió a la barra, frente al navegante.
—Mira, ahí tienes. Este señor está muerto.
Y le dio con cariño otro golpe en la cabeza.
Una partida con el irlandés
A la altura de mi litera había un calendario con una vaca, y aquello me sentaba bien. A veces me quedaba dormido con la cara pegada al casco, procurando la caricia de una mano áspera y fría. El mar rumiaba a dos dedos de distancia y sentía un miedo infantil, el demorado afilar de cuchillos en la boca de un tiburón al acecho. La imagen de la vaca me llevaba a un mundo doméstico y protector, al mundo del aliento, el humo y el despertar de la casa. Yo nada tengo que ver con el mar, a no ser que estoy embarcado y soy uno de los tripulantes del pesquero Lady Mary, de bandera británica, antes llamado A Nosa Señora, con base en Marín.
Hay cinco irlandeses entre nosotros, aparte del capitán, que es inglés. No parecen saber mucho de pesca, pero están aquí por las leyes del Gran Sol. El que sabe es Vilariño, un patrón de Riveira. Uno de los irlandeses, el más joven, lleva dos días conmigo, metido en el camarote, porque se abrió la mano en canal con un cuchillo de destripar pescado. Yo no tengo nada, nada en absoluto, solo un demonio asustado dentro, pero el patrón Vilariño dijo anda chaval, vete abajo, envuélvete en la manta y no te muevas de la cama pase lo que pase.
Este Vilariño parece un buen tipo, aunque raro. No bebe, no fuma y no suelta tacos ni trata a la gente por apodos. Además, reza. No debe de ser cristiano. La primera noche, después de salir del puerto, me dejó estar en el puente mirando el radar. Ese sí que es un invento. Vilariño no hablaba y parecía siempre expectante, como si aguardara algún mensaje familiar entre las interferencias de la radio.
No era eso. A ver si calla ese gallinero, dijo. Y la apagó. Su camarote era un cuartucho en el mismo puente, y allí entró para, según él, hacer unas comprobaciones en la carta. Pero al cabo de un rato oí un murmullo, como una voz lejana que se resistiera a marchar de la radio. Pegué el oído a la puerta. Era Vilariño que rezaba, y lo hacía como quien habla con otra persona. Nunca oí a un hombre rezar así. Se lo comenté a Touro, el cocinero, y me dijo con mucho sigilo que era un tipo extraño.
—Es protestante. Por eso reza.
El irlandés que me acompaña en el camarote, el más joven, ya lo he dicho, lleva un pendiente dorado y el pelo tan largo que lo recoge en una trenza. Yo estoy envuelto en la manta y procuro encogerme hasta que la cabeza me llega a las rodillas, pero él no. Casi no duerme, se estira en la cama y deja caer la frente hacia fuera, con los ojos muy abiertos.
El irlandés escucha música, eso dice, pero yo, hostias, solo escucho las dentelladas del gran pez, ahí, a dos dedos de mi cabeza. Trato de hacérselo entender, pero él ni se entera del peligro. Me señala la vaca, la del almanaque de Suministros y Víveres, y casi me hace reír. No, coño, no, un pez con la boca así de grande. Pone cara de incrédulo y vuelve con su música.
Todos estos son gitanos, me había dicho el Touro, desconfiado. Gitanos rubios, pero gitanos. Eran de la misma familia, y habían embarcado juntos. Ni puta idea de pesca, remató el cocinero, pero ojo con ellos, son como raposos. Nada de juegos, a la que te descuidas pierdes hasta la camisa. Pero llevo demasiado tiempo con él, con el del pendiente en la oreja, que ahora me despierta con unas palmadas, justo cuando el tiburón está a punto de perforar el casco, a dos dedos de mi cabeza y de mis ojos de espanto. El irlandés me hace una señal con un cubilete de dados en la mano. Al principio dudo, pero hay algo que me empuja. Al fin y al cabo, tiene una mirada amistosa y, si sigo así, embrujado, con este animal rabioso a punto de roerme el magín, me va a estallar la cabeza.
No será que no te haya avisado, me dirá seguramente el Touro. Ya no me queda un duro. El irlandés mueve la mano sana con la habilidad de un tahúr. Se acabó, tío, ni blanca, ya no tengo nada. Fue entonces cuando señaló la vaca. ¿La vaca? ¿Quieres apostarte la vaca? ¿Un billete por la vaca? Okey. Sonrió satisfecho: dos tiradas, full de ases y reyes. Me tiembla la mano: ¡Cielo santo, póquer! Con la vaca en el regazo, fui recuperando todo lo mío y gané todo lo que él quiso arriesgar. No nos dijimos nada. El irlandés volvió a su catre, y yo me quedé sentado, llorando en silencio, con la vaca mirándome de frente.
En toda la noche no apareció el gran pez. Había dejado de roer el casco, a dos dedos de mi cabeza. Ahora ya sabía cómo era el sonido del mar, un ir y venir de mamífero cansado, y me sentía feliz. Subí a cubierta. Faenaban envueltos en la niebla y me puse a trabajar con redoblado ánimo. Podía arrancarles la cabeza a los peces sin vomitar ni poner cara de espanto. Vilariño se acercó y me dio un pescozón.
—Pensé que ibas a volverte loco, chaval, pensé que ibas a volverte loco.
La carretera del caballo cojo
Hacía aquel viaje todos los viernes por la tarde. Era una ruta infernal, pero yo simplemente quería llegar cuanto antes. La carretera, después de trepar desde Muros por la sierra quemada de mar y hombre, atraviesa un largo desierto verde. O eso parece. Solo recordaba una parada involuntaria. Una manada de caballos hizo caso omiso de mi claxon. Estaban allí, en medio, saboreando el viento en los labios. A veces movían el pescuezo con pícara elegancia y batían los cascos en una especie de desafío. Hice otro intento inútil con la bocina para despejar el camino. Paciencia. También ellos parecían aguardar.
De entre los pinos, precedido de un relincho, salió un hermoso garañón negro. Se plantó en medio de la carretera, y, lentamente, se acercó de frente al auto. Me miró con altiva indiferencia y luego dio una vuelta al coche, como quien hace una inspección. Finalmente volvió al grupo, sacudió la cabeza de arriba abajo y comandó la manada cara al praderío que se extiende por la orilla izquierda, camino de las balconadas del océano. El jefe caminaba con majestad. Estaba cojo. No era a mí a quien buscaban.
Lo de hoy es otra historia.
Delante iba otro coche con matrícula foránea y, a continuación, dando la espalda, una multitud de gente. Caminaban lentamente, como si les pesaran los pies, ocupando todo lo ancho de la carretera, bajo un cielo plomizo. Con el coche a paso de hombre, me di cuenta de hasta qué punto la pista mostraba sus tripas de grava y barro. En la demorada panorámica, los ojos seguían la línea de las cercas electrificadas, atraídos de vez en cuando, en la cuneta, por los restos de artefactos domésticos herrumbrosos o, en el horizonte, por flacos espantajos descoloridos donde se posaban los cuervos y vacas con apariencia de llevar siglos a la espera de aquel momento. Apoyado en la portezuela, un niño seguía con la mirada la silenciosa procesión. Tenía la cabeza rapada, con pequeñas calvas blanquecinas, y vestía una chaqueta azul con remiendos en los codos y un escudo con hilo dorado. Me fijé en él, en su bordado, y me miró con un orgullo levantado en el silencio.
Los del coche de delante se impacientaban. Eran jóvenes, y uno de ellos, el copiloto, llevaba algún tiempo dando muestras de inquietud. Tocaron con estruendo la bocina. Primero intermitentemente, luego con intensidad. La última fila del cortejo acabó volviendo la vista. Se detuvieron. Eran hombres y mujeres avejentados, incluso los que aparentaban menos edad. Todos llevaban paraguas oscuros y cayados labriegos. Nos miraron sombríos, también a mí. Y no hizo falta más.
Atrás quedaron las casas de piedra de la aldea de donde posiblemente había arrancado la marcha. Más allá, nada, solo la larga recta de la carretera y un cielo cada vez más turbulento. Así que, cuando llovió, lo hizo con rabia metódica. En el cortejo se abrieron los paraguas y algunos se cubrieron las cabezas con los chaquetones. En vez de apurar el paso, este se hizo más lento. Era preciso frenar y luego avanzar a trompicones, en pequeños tramos. La lluvia cubría el parabrisas y yo me entretuve en salvar los charcos como en un juego de vídeo invernal.
Del apiñado gentío se descolgó una sombra. El coche de delante siguió, pero yo decidí parar. Después de acomodarse, se quitó la boina, brillante por el agua, y tosió. Tosió con una tos profunda que parecía no tener fin. Se pasó un pañuelo por la boca, respiró fuerte, me miró de soslayo y encendió un pitillo. Me ofreció otro.
—El humo es bueno para el catarro —dijo convencido. Y luego escupió las primeras hebras de tabaco—: Este cabrón de cura.
Se calló durante un momento, como arrepentido de una inoportuna confidencia. Me miró de nuevo de soslayo.
—En invierno los viejos caemos como pájaros, pero este era joven y con buena salud; ya ve lo que es la vida.
—¿Por qué? —pregunté.
—¿Qué? —dijo él con desconfianza.
—¿Por qué le ha llamado cabrón al cura?
Se había negado a enterrar al difunto en la parroquia. Todo el pueblo estaba indignado, porque, además, era una buenísima persona. Se había colgado de un manzano. El cura dijo que, según la ley de la Iglesia, no podía darle un entierro cristiano, así que lo llevaban a otra parroquia, cinco kilómetros más allá.
—¿Y si tampoco allí lo entierran?
El viejo chasqueó la lengua. Miraba siempre de soslayo.
—¿Sabe? Al final no va a pasar otra cosa que lo que tenga que pasar.
La comitiva se detuvo ante el atrio de la pequeña iglesia, de un románico restaurado de mala manera. Una fractura en el rosetón la habían reparado con ladrillo, y junto a la campana señoreaba un altavoz de megafonía.
—Hemos llegado —dijo el viejo.
Se apeó e hizo un gesto fugaz de despedida, envuelto en humo y lluvia. Algo me empujó a aparcar. Un grupo de vecinos, cerca del ataúd, parecía llevar la iniciativa y hablaba entre sí. Pasaron unos largos minutos de espera, el agua resbalaba por el rostro de los feligreses, y cuando ya iba a volver a mi camino, el viejo me señaló.
—Amigo, necesitamos un coche —dijo uno de los dirigentes del cortejo—. Hay que ir a buscar al cura antes de que se largue.
Nos metimos por caminos de fango hasta llegar a un pazo, el de la rectoral, medio en ruinas. Un mastín enorme salió a recibirnos con aire poco amistoso. El viejo le dio un trancazo sin reparos y el perro huyó quejándose. Se abrió la puerta del señorío y estuve a punto de huir con la mirada. Había allí un ser repugnante, una mujer encorvada que miraba con un único ojo. El viejo preguntó por el cura y ella respondió con una especie de maldición. Sentí otro brinco en los adentros. Quien asomó finalmente era un mozo con rostro angelical, casi de niño con sotana.
—Ya sé a qué venís, pero él no ha muerto en gracia de Dios. Levantó la mano contra sí mismo. ¿Hay peor blasfemia?
—Era una buena persona, señor cura —respondió el viejo.
Me di cuenta de que la primera impresión era engañosa. Aquel curita con pinta de niño tenía una mirada fría, de ojos grises como el acero. Pareció pensarlo. Miró a la mujer monstruo, y esta hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien, que el señor Jesucristo me guíe.
De camino, nadie dijo palabra. Cuando llegamos, el ataúd estaba sobre una losa del atrio y los vecinos aguardaban al abrigo de los muros del camposanto. En el interior de la iglesia hacía frío, más frío que fuera. Las oraciones del cura eran seguidas por un coro de carraspeos. De pronto, se hizo el silencio más absoluto. El páter miraba fijamente a los feligreses.
—No ha muerto en paz con Dios. Es más, difícilmente podrá entrar en el Reino de los Cielos, pues quien niega la vida niega a Dios. La vida es un don del Señor, y solo a él corresponde decidir el momento de nuestra muerte. Tampoco hay mucha esperanza para vosotros. Vivís en el pecado, sois seres perdidos, envenenados por la tentación de la carne. No penséis que merece perdón o compasión. Lo que él hizo ha sido un acto de soberbia y egoísmo ante Dios Nuestro Señor. Rezaré también por vosotros, pero no tengo mucha esperanza de que sirva para algo.
Dicho esto, nos fulminó con la mirada, dio la vuelta y continuó el oficio. Cuando salimos de la iglesia, después de dejar al muerto bajo tierra, los vecinos marcharon por la carretera en grupos dispersos. El viejo se despidió de nuevo a su aire.
—Les ha dicho cosas terribles —comenté casi a gritos.
—Todo el tiempo en la iglesia estuve intentando mover los dedos de los pies —dijo el viejo—. Estaba preocupado, no los notaba.
—¡Eso que dijo el cura! No deberían haberlo permitido —insistí airado—. No sé cómo lo aguantan.
—Usted siga su camino, amigo.
La noche parecía caer del vientre de aquel cielo de plomo. El viejo se echó a andar entre el humo y la lluvia, cojeando.
Uno de esos tipos que viene de lejos
Mirad, mirad. Es un tipo cojonudo. No habla. Es encantador. No dice nada. Se llama Dombodán.
Era una buena adquisición de Marga, y lo presentaba, como siempre, con un toque circense. Todos se fijaron en aquel ejemplar de dos metros que sonreía con timidez. ¿De dónde has sacado ese pedazo de hombre?, preguntó Rita, la muy zorra. Y añadió: ¡Debe de tener una espada de vikingo! Todos aplaudieron la gracia. Me cayó directamente desde el cielo a la cama, querida, dijo Marga, agarrándose con cariño al brazo del chicarrón. No lo pienso compartir. Y dicho esto, se lo llevó hacia la barra.
¿Os habéis fijado en ese tipo?, preguntó Rita. Huele mal. A estas alturas con chaqueta de pana, añadió Pachi. Guapo, pero un gañán, observó Virginia. Raúl tenía una duda: ¿No h